Capítulo X
Bien entrado el otoño, Isidro y Feli fueron a vivir en las Cambroneras. Después de abandonar la casa del hermano Vicente, habitaron un cuarto interior en la calle de Embajadores. Pagaban tres duros por él; pero transcurrido el primer mes, no pudieron satisfacer el segundo, y abandonaron la habitación, salvando casi milagrosamente sus escasos muebles.
Más aún que los tormentos del hambre, temía Maltrana las inquietudes y desasosiegos que traía consigo el alquiler. Feli sólo se preocupaba de asegurar el techo. Realizaba economías asombrosas por ir juntando poco a poco el dinero para la casa. Ya tenía tres pesetas, ya tenía un duro, ya se aproximaba lentamente a los dos, y de pronto surgía una necesidad imperiosa, una exigencia ineludible, el pago a la tienda, que se negaba a fiar más sin recibir algo a cuenta, la compra de material para el emballenaje de los corsés, la necesidad de echar unas suelas a las botas únicas de Maltrana, mientras este permanecía prisionero en el cuarto; y de este modo la mala fortuna llevábase de una manotada todos los ahorros, sin dar tiempo a que se completase el importe del alquiler.
Maltrana adoptó una resolución. Los pobres como ellos, de vida incierta, sólo podían vivir en las casuchas cuyos cuartos se pagan diariamente, en los falansterios de la miseria, como aquel caserón de obreros donde él había nacido.
Vivió en varios edificios de esta clase, en el barrio de las Peñuelas y el de las Injurias, repugnándole sus hacinamientos, la suciedad sórdida de sus paredes, las frecuentes peleas de las hembras desgreñadas, que se insultaban de galería a galería… Su pobre Feli no era una princesa, pero ¡ay!, sentía él honda repugnancia al verla, tan delicada y tan dulce, viviendo en este infierno.
En las Cambroneras encontró un cuarto independiente, y decidió trasladarse a este barrio habitado por gitanos, que le parecieron más apreciables y tranquilos que las familias de las casas de vecindad.
El alquiler se pagaba todas las noches: real y medio. Al obscurecer llamaba a la puerta el encargado de la cobranza, un hombre alto, enjuto y moreno, al que el exceso de estatura hacía caminar arqueando la espalda. Era de la policía. El que administraba las casas de las Cambroneras teníalo allí como cobrador y guardián del orden, por su carácter de agente de la autoridad. Dábale por esto un interés sobre la cobranza y vivienda gratuita para él, su prolífica mujer y la banda de chiquillos que completaba la familia. De sus mocedades, transcurridas en el campo, antes de ser soldado, guardaba gran afición al cultivo de la tierra, y cuando sus deberes de agente de «la secreta» no le hacían ir a Madrid, pasaba las horas en la heroica tarea de convertir en huertecillas los desmontes de tierra amarillenta, sacando a brazo el riego de una noria abandonada.
Inspirábanle gran respeto los dos jóvenes, hasta el punto de hacerle afirmar que don Isidro y doña Feli eran las únicas personas decentes que habitaban en las Cambroneras.
—Adelante, Pepe —decía Maltrana cuando, cerrada la noche, sonaba un golpe en la puerta.
Y Pepe se presentaba llevando en las manos un lápiz y un rústico talonario de papel de barbas. Entregaba una hoja, después de garrapatear algunos signos, y recibía las monedas de cobre.
Isidro mostrábase satisfecho de su nuevo alojamiento. Por una ventana contemplaba el río, casi a sus pies, y en la orilla opuesta las praderas pintadas por Goya, los cerros en cuya cumbre se aglomeraban los cipreses y mausoleos de los cementerios de la Almudena y San Isidro. Por otra ventana veía el descampado de las Cambroneras, un gran espacio de tierra atravesado por un riachuelo, en el que lavaban sus guiñapos las gitanas, flotando sobre la corriente trapos y pedazos de periódicos. Enfrente abríase un gran portalón dando entrada a una callejuela de guijarros flanqueada por dos hileras de casuchas. Unas eran de techo bajo; otras tenían en el primer piso una galería de madera, con escalerillas de tablones carcomidos, que crujían a la más leve presión como si fuesen a romperse.
Maltrana no tardó en conocer la heterogénea población de las Cambroneras. Formaban un mundo aparte, una sociedad independiente dentro de la horda de miseria acampada en torno de Madrid. Pepe el cobrador relatábale las costumbres y rarezas de aquellas gentes, a las que él llamaba «su ganado».
Existían dos grandes divisiones en el vecindario de las Cambroneras, cuyos límites nunca llegaban a confundirse; a un lado los payos, que eran los menos, y al otro los gitanos, que constituían la mayor parte de la población. Los payos se subdividían en pordioseros, que iban todas las mañanas a Madrid a mendigar en las puertas de las iglesias, y quincalleros, que en el verano vagaban por las ferias de Castilla vendiendo baratijas y durante el invierno organizaban juegos tramposos en las afueras o tomaban parte en algún robo, si se ofrecía ocasión.
Los gitanos estaban divididos en tres naciones: gitanos andaluces, gitanos castellanos y gitanos manchegos. Tratábanse con cierta fraternidad, impuesta por la raza y las costumbres, pero cada grupo manteníase fiel a su origen, creyéndose superior a los otros. Los andaluces echaban en cara a los manchegos su rusticidad y a los castellanos su falta de sangre cañí, adulterada por innumerables cruces con los payos. Estos, a su vez, despreciaban a los procedentes de Andalucía por sus trapacerías y enredos, que habían dado a la raza su fama deshonrosa.
Reconocíalos Isidro a simple vista a los pocos días de vivir en las Cambroneras. Los andaluces iban afeitados, con ancho sombrero, chaquetilla de terciopelo color de vino y grandes tufos sobre las orejas. Los manchegos y castellanos usaban gorra de pelo, llevaban bigote recortado y chaquetón de paño pardo; únicamente su color, de un bronceado oriental, los distinguía de los paletos manchegos, cuyo traje imitaban.
Las mujeres salían en las primeras horas de la mañana, para no volver hasta la caída de la tarde, o permanecían dentro de sus casas, recluidas voluntariamente, con una pasividad de hembras asiáticas. También se reconocía en ellas la diferencia de origen. Las andaluzas eran parlanchinas y vociferadoras; hablaban gesticulando y manoteando, esparciendo con su cháchara el aturdimiento en torno de ellas. Vestían falda de percal rameado con largos volantes, llevaban el mantón terciado, el moño aceitoso caído sobre la nuca, la frente con cuernecillos de pelo pegado, y en el cuello varias sartas de cuentas azules. Salían de las Cambroneras poco después de surgir el sol, camino de la plaza de la Cebada, para decir la buenaventura y echar las cartas a las criadas, que eran su mejor clientela. Los hombres se desperezaban en la puerta; las bandas de chicuelos color de chocolate, descalzos y con la panza al aire, se agarraban a las faldas pintarrajeadas de las madres.
—Gachí —decía el marido—, a ver si hoy traes argo pa jamar. Mira que estoy jarto de tanta jambre.
Los pequeños se agitaban en torno de ellas, acompañándolas cuesta arriba hasta el puente de Toledo. A ver si podían apandar, como otras veces, los chulés de algún payo. Y si no eran chulés (nombre que daban a los duros), que fuesen plañís (modestas pesetas), que bien las necesitaba la familia, confiada a los azares de la suerte.
—Mare —gritaban los pequeños al quedarse junto al puente—, que traiga usté callardó, mucho callardó.
Era el chocolate: el gran regalo de la gente gitana, su licor y su alimento. Bueno era el balinchó (el cerdo); suculento el balebás (tocino); dulces los mantejos (almendras), que se arrojaban a puñados en los días de boda; pero el chocolate era lo mejor del mundo, el alimento de Dios, que parecía embriagarles con su perfume y su ardor.
Los pequeñuelos, con la esperanza de que la madre trajese al anochecer una enorme cantidad de callardó, la saludaban desde lejos.
—Adiós, mi dai.
Y la gitana alejábase hacia la puerta de Toledo, combinando, en las tortuosidades de su trapacera imaginación, el medio de jonjabar a algún payo que le deparase la buena suerte, de sacarle el dinero, prometiéndole, por medio de sortilegios, el premio gordo de la Lotería.
Vagaban hasta las doce por las inmediaciones del mercado, deteniendo a las criadas, aturdiéndolas con su charla, alabando sus caras de ángel, aunque fuesen de horrible fealdad, lamentando con extremos grotescos de desesperación las desgracias de sus amores y que no se cuidasen de conjurar la mala suerte acudiendo a la experiencia gitana.
—Tu mano… enséñame tu mano, resalá, que por San Juan te digo que yevas en eya tu fortuna y tú no lo sabes.
Tenían sus parroquianas, sus creyentes de inconmovible fe, que apenas las veían marchaban a su encuentro, ansiosas de nuevas revelaciones. Metíanse en los portales solitarios, y allí, sobre la tapa de la cesta, soltaba la gitana los mugrientos naipes ocultos bajo el mantón. Todo salía: el hombre moreno que penaba por la sirvienta, pero al cual ligaba con malas artes una mujer blanca, que había que vencer; después, el hombre rubio, muchas veces con espada (un militar), que se presentaría para llevársela sobre un caballo tordo; luego salían por dos veces los oros: dinero y más dinero…
—Tú has heredao argo —afirmaba la gitana con una convicción que no admitía réplica.
—¡Qué he de heredar yo, pobre de mi! —contestaba la sencilla criada.
—Bueno; pues heredarás.
Y seguía el juego. La sota: otra vez la mala mujer, que había de ser su perdición si no la anonadaba haciendo lo que ella le dijese.
Cuando la muchacha, aturdida por este parloteo, y dudando si emplear sus ahorros en el gran remedio que le proponía para sujetar al novio infiel, acababa por entregarle dos reales, la gitana prorrumpía en lamentos y súplicas.
—Reina, añade aunque no sea mas que un realillo. ¡Con esa carita de clavel, y tan agarrá! Anda, grasiosa, que tienes ojillos de Virgen… Mira que tengo un ganao de churumbeles que no levantan del suelo tanto así, y están muertesitos de nesesiá. Mi hombre lo tengo baldao; mi bato… ¡mi pare!, está en las últimas; mi probesita dai se me murió; mi plan (mi hermano, ¿entiendes?), está en el presidio de Alcalá…
Y seguía enumerando desgracias y muertes, como si la peste negra hubiese pasado por las Cambroneras.
—Vaya, presiosa, suerta un poquito más de jurdé, que por eso no vas a quedar probe. No te pido papiris der Banco; suerta manque sean tres perrillas más.
En sus exploraciones en torno del mercado, cuando vagaban aburridas, sin encontrar parroquianas, plantábanse audazmente ante los hombres que salían de las tabernas o los comerciantes que tomaban un poco de aire a la puerta de sus establecimientos.
—¿Te la digo, grasioso? Dame la mano, barbitas de San Juan, que tienes patitas de bailaor y ojillos de meteor.
Las repelían como si fuesen perros, amenazándolas con llamar a la pareja, y ellas se alejaban sin resentimiento, con muecas burlonas, abriendo los ojos desmesuradamente.
—¡Juy, Pare Santo! ¡Y qué mal genio gasta el señó!… ¡Ni que juese el Livanó que toma las declarasiones!… ¡En el estaribel te veas, mardito, y que el Baró no quiera sacarte ni con fianza!…
Cuando pasado mediodía cesaba la afluencia en el mercado, las gitanas, en vez de volverse a las Cambroneras, seguían hacia el centro de Madrid, callejeando hasta la caída de la tarde. Pedían limosna; deteníanse ante las ventanas de los cafés, dando golpecitos en los cristales; lanzaban miradas intranquilas a los puestos exteriores de las tiendas, pensando en la posibilidad de un descuido… Iban a lo que saliese; el robo no les parecía gran pecado: chorar era una ocupación digna de elogio, si se hacía con habilidad y sin riesgo. Y cuando choraban una pieza de tela, unas manzanas o un panecillo, volvían orgullosas a casa, diciendo a las vecinas:
—Hoy le he dao el jonjanó a un payo.
Maltrana, al asomarse a la puerta de alguna de aquellas casuchas, blancas por fuera y negras por dentro, sin otro respiradero que la puerta, conocía el origen de sus habitantes sólo con ver mujeres en su interior o notar su ausencia.
—¿Son ustedes andaluzas? —preguntaba intencionadamente a las hembras sentadas en corro sobre el duro suelo, mirándose silenciosas, con la mandíbula apoyada en una mano.
—¡Nosotras andaluzas! —exclamaban ofendidas—. Somos mujeres de nuestra casa. Nosotras no salimos a engañar a la gente.
Eran gitanas manchegas. Tenían padres o maridos que trabajasen por el sostenimiento de la familia; y si no había chambos, si el «trato» de las caballerías se paralizaba, daban vuelta de llave a su estómago y sufrían el hambre en silencio, sentadas junto a los pedruscos fríos del hogar, con las faldas esparcidas en torno de ellas como hongos enormes, taciturnas y dispuestas a morir sin moverse del sitio.
Maltrana, a pesar de la miseria de su propia casa, sentía compasión al ver las viviendas de estas gentes. Eran tabucos cuyo suelo, de tierra apisonada, estaba mucho más bajo que la calle. No tenían tabiques, y cuando el pudor exigía la separación de lechos, salían del apuro colgando de una cuerda una manta vieja. En el fondo de la casucha, con la cabeza hundida en cajones que servían de pesebres y las grupas frente a la puerta, estaban los caballos, las mulas y los burros que constituían la fortuna de la familia. Los colchones astrosos, apilados en un rincón, se extendían por la noche junto a las patas traseras de las bestias, durmiendo la familia y su capital acariciados por el calor del común estiércol. Unos ladrillos colocados en el centro de la casucha servían de cocina. No se encendía fuego mas que por la noche. El humo de la leña llenaba la habitación, saliendo por donde podía buenamente: por la puerta abierta o las grietas del techo, por no existir el menor orificio que sirviese de chimenea. Las paredes estaban ennegrecidas por una capa de hollín que representaba luengos años de atmósfera asfixiante; las bestias, acostumbradas a esta lenta sofocación, limitábanse a bufar en sus pesebres. Las mujeres, con los ojos llorosos por el humo, vigilaban la sartén; los niños de pecho tosían, apelotonándose contra las maternales ubres, como si buscasen el fresco de la leche.
Pepe el cobrador alababa las ventajas del continuo ahumamiento.
—Gracias a eso —decía— no mueren como chinches. El humo les limpia, ya que nunca tocan el agua. ¡Porque cuidado, don Isidro, que son sucios!… En cambio, en la comida no he visto gente con mayores escrúpulos.
No había que esperar que aceptasen una limosna de alimentos, ni que aprovecharan las sobras de nadie. Las gitanas, al volver de Madrid, traían comestibles de las tiendas; viandas crudas para guisarlas en presencia de la familia. Pasaban días enteros sin comer, con la tranquilidad de la costumbre, y a pesar del hambre, hacían gestos de asco al hablar de los traperos, de los mendigos, de todos los payos que la miseria ponía en contacto con ellos, gente de estómago vil, que se alimentaba de la bazofia arrojada por los demás y se vestía con sus despojos.
Chorar… ¡todo lo que pudieran! Robaban en Madrid, robaban en los campos veraniegos cuando salían de excursión a las ferias; pero todo había de ser nuevo, sin uso alguno. Su traje, aunque remendado y sucio, era suyo, lo habían hecho para sus cuerpos, y lo preferían, con toda su astrosidad, a las ropas usadas que fuesen mejores. Su estómago sufría antes el hambre que la náusea del asco. Cuando llegaba a sus manos un vestido ajeno, lo vendían a los traperos con aire señorial. En las noches de abundancia, la familia sentábase en torno de la sartén. La madre arrojaba los trozos de carne fresca en el aceite chirriante, y cada uno pinchaba con su navaja, con tanto apresuramiento, que por más que la mujer echaba y echaba, nunca se veía llena la sartén.
Los jueves reuníanse los hombres en el mercado de bestias, junto a la Puerta de Toledo. Los que no tenían ganado también iban allá, con la esperanza de que cayese algo, empuñando una gran vara, como si tuviesen que arrear a una recua imaginaria. Al primer paleto que se pusiera a tiro le daban un emburreo, un correate, nombres con que designaban las malas artes del «trato».
Después volvían, lamentándose de la decadencia del chalaneo. Había que esperar las grandes ferias del verano. En el mercado de Madrid apenas se veían compradores; todos eran gitanos… ¡y cómo iban a engañarse entre ellos!…
Los más acomodados volvían a meter por las exiguas puertas de las viviendas todo su ganado: los humildes guerñís de largas orejas y escandaloso rebuzno; el gras de trenzadas crines y cola peinada, que hacían galopar en torno de su látigo maestro, afirmando que el que montaba el rey no era mejor; la chorí y el choro (la mula y el macho), que esperaban vender a buen precio, cuando emprendiesen la expedición veraniega por Castilla y la Mancha, ofreciendo sus bestias a los labriegos.
En el resto de la semana permanecían los gitanos en las Cambroneras sin hacer nada, esperando el regreso de sus hembras, pájaros vivarachos y parleros que traían en el pico el pan de la familia. Desayunábanse con una copa de aguardiente o un mendrugo, y aguantaban el hambre durante todo el día, en plácida vagancia. Jugaban a la barra o a los bolos en el descampado de las Cambroneras; los más hábiles tañían la guitarra, alegrando su debilidad con una música melancólica; los que eran industriosos tendíanse sobre el vientre en la orilla del río, y así permanecían horas y más horas esperando que algún gorrión quisiera buenamente dejarse apresar por la red colocada sobre la hierba. Ciertos viejos de aire magistral batían palmas ante un grupo de diablillos color de chocolate con pinceles de pelos sobre las orejas, que aprendían a bailar, moviendo grotescamente los pies y los brazos, agitando su panza con salvajes contorsiones. Era la vida de tribu: los machos descansando, por el privilegio de su fuerza, esperando el sustento de las hembras que iban al bosque, o sea a la inmediata población.
Maltrana, a los pocos días de estancia en las Cambroneras, conocía los nombres de todos los respetables tunos del hampa gitanesca, bronceados y ágiles, con el rostro roído por las viruelas. Tenían por apodos el Mono, el Bastián, el Matamoros, el Malafolla, el Cachuli, el Mochón, el Navaco y otros no menos extraños. Nunca se les veía borrachos: su bebida favorita era el chocolate.
El único que, con discursos incoherentes y grandes gritos, mostraba su afición al alcohol era Salguero, que se apodaba a sí mismo Salguerillo, un vejete malicioso, que habitaba treinta y tantos años la primera casucha del callejón. En invierno fabricaba cestas de mimbres, ayudado por la vieja que vivía con él; en verano salía a las ferias para ejercer su oficio de esquilador.
A la caída de la tarde iban llegando las mujeres, cansadas de todo un día de correteo por Madrid. Los estómagos vacíos estremecíanse al aproximarse estos mensajeros de la abundancia. Reconocíanlas los gitanos apenas llegaban a la cuesta de las Cambroneras.
—Por allí vienen la Buchichi y la Pique —decían los que jugaban a los bolos, avisando a los maridos.
Y tras estas aparecían la Clavellina, la Cortezona, la Pote, la Pelela y las Chirrinas. Estas eran las más guapas, y tenían fama de hábiles para traer a casa buen botín. Payo que cogían, lo jonjababan en un momento. Únicamente podía compararse con ellas la Culo de corcho, una gitana obesa, de ojos pequeños como si estuviesen cosidos, y gran ligereza de manos, que en un santiamén hacía desaparecer bajo sus sayas todo objeto que podía chorar.
Los hombres salían a su encuentro. El portalón de la calle de los gitanos vomitaba grupos y grupos de sucios chiquillos, que habían pasado el día cantando a coro, repicando las castañuelas y tomando lecciones de baile para entretener el hambre.
—¿Qué traes? —preguntaba el gitano a su mujer, estirando los miembros entumecidos por el descanso, subiéndose la faja con ambas manos y atusándose las greñas que le tapaban las orejas.
Si la expedición había sido fructuosa, pavoneábase la gitana con orgullo.
—¡Arza pa alante, esgalichao! ¡Menúo callardó vais a mamaros tú y los churumbeles!…
Encendían fuego en su covacha, preparando, ante todo, el chocolate, dejando para después el guisoteo de la cena. En otras casas se prescindía por completo de la sartén, no queriendo, después de un día de hambre, otro alimento que el callardó. Era el lujo de la raza, el nutritivo de los ricos, y toda la familia, puesta en cuclillas en torno de la hoguera, contemplaba absorta el hervir del puchero lleno de chocolate.
Si la mujer había juntado un duro con sus trapacerías y rapiñas, empleaba casi toda la cantidad en tablillas de la preciada pasta. La familia sorbía con delectación el chocolate líquido, y lo mascaba crudo como si mascase pan. El amargo perfume esparcíase en las casas inmediatas, despertando envidias. La chiquillería asomábase con ávidos ojos, y corría después a dar cuenta a sus madres de este banquete de reyes:
—Mi dai: en casa del Mochuelo toman callardó. Dicen que han hecho un buen chambo.
Y las madres suspiraban con envidia. ¡Qué suerte la de algunas gentes!
En otras casas sonaban gritos desesperados, estrépito de lucha, golpes en las paredes. Se abría una puerta, y sacaba su cabeza desmelenada una mujer con gesto de espanto.
—¡Favó al rey!… ¡Qué me mata mi Enrique!… ¡Qué me desloma, que me jase peazos porque no he traío na!
Seguía vociferando con la cabeza fuera de la puerta y el cuerpo dentro de casa, sin moverse, para que el gitano pudiera apalearla sin gran molestia. Nadie prestaba atención a estos gritos: era lo de todos los días. La que vagaba por Madrid, sin traer nada, tenía por segura la paliza. Era una exigencia de las buenas costumbres, una tradición venerable: todas ellas habían visto lo mismo en la casa paterna.
Cerrada ya la noche, Pepe el cobrador iba de tabuco en tabuco con su talonario. En unas casas encontraba al hombre sentado en un rincón, con aspecto enfurruñado, y a la mujer tendida en el suelo.
—Pasa de largo, Joselillo —gemía la gitana—. Hoy no puedo darte el real: no he ganado nada. ¡Mira cómo me ha puesto el cuerpo ese bruto!
Y señalaba al marido, que permanecía impasible, con la tranquilidad del que cumple su deber.
El hogar estaba apagado, y la banda de chiquillos, convencida de que en casa no encontraría un mendrugo, seguía repicando las castañuelas en la calle —tra la la la—, pasando y repasando ante las puertas que olían a chocolate, con la esperanza de alcanzar algunas sopas.
El cobrador, en otros sitios, notaba la precipitación con que la familia ocultaba su abundancia. El fogón sólo tenía algunas ascuas; los cacharros, sucios de chocolate, estaban ocultos en el rollo de las colchonetas. La más vieja de la familia le tendía algunas monedas entre suspiros de desaliento.
—Toma, Joselillo, una plañí —decía—. No tenemos más; te debo dos reales, que te daré mañana. ¡Ay! ¡Estamos muertecitos de jambre!…
Y Joselillo pasaba a otra casa, seguro de la cobranza, pues aunque aquella gente se retrasase en el pago, acababa siempre por satisfacer sus deudas. Eran vagabundos que apenas comenzaba el verano hacían la vida errante de feria en feria, y por esto mismo necesitaban tener su techo seguro para cuando llegasen los fríos.
Isidro, al salir de su casa por las mañanas, hablaba con Salguero el esquilador. Este le salía al paso, saludándolo con grandes cortesías.
—Vaya usía con Dios, señor excelentísimo. Ya sabe que Salguerillo es su fiel servidor, aunque sea un pobre cañi.
Cuando Isidro podía darle un cigarro, Salguero, satisfecho del obsequio, le acompañaba cuesta arriba, hasta el paseo de los Ocho Hilos, sin cesar de hablarle con gitana incoherencia.
El cariz del tiempo era su mayor preocupación. No llovía: las cosas marchaban mal.
—Pero a usted —preguntaba Maltrana riendo— ¿qué le importa que llueva o no llueva? ¿Dónde están sus campos?
Salguero hacía un mohín de extrañeza. La lluvia era el pan para ellos. Producía las buenas cosechas, y con abundancia en los campos, los paletos gastaban mejor su dinero en la compra de caballerías.
—Nosotros vivimos der verano, don Isidro. Si no juese por las ferias, moriríamos como las ratas. Yo esquilo, y los camarás que tien caballerías las venden. En invierno, el pasto es muy caro. Esos probesitos que usted ve no comen muchas veses pa que el ganao, que es su fortuna, no caresca de pienso… En verano, si la cosecha es buena, el paleto es generoso y no le importa darnos paja y cebá cuando vamos de paso.
Hablaba Salguero con entusiasmo de las ferias veraniegas, grandes mercados de bestias que daban vida para el resto del año a la gitanería vagabunda. El las conocía todas; iba a ellas montado en un borrico, con las tijeras en la faja. En las Cambroneras no quedaban mas que su vieja y algunas otras mujeres que eran viudas. Hasta las gitanas de prole más numerosa emprendían la marcha detrás de la recua, seguidas de todos sus chiquillos. Mientras los hombres hacían sus trampas en el campo de la feria, ellas corrían las casas echando las cartas, diciendo la buenaventura, ofreciéndose las más viejas a curar las enfermedades con remedios misteriosos, transmitidos de madres a hijas desde la más remota antigüedad.
Las dos primeras ferias eran en San Juan: las de Segovia y Ávila. Luego venía la famosa de Alcalá, en el mes de Agosto. En Septiembre se verificaban las de Illescas, Aranjuez, Ocaña, Mora, Quintanar y Belmonte. Y en Octubre eran las últimas: las de Consuegra, Talavera y Torija. Días antes de establecerse Maltrana en las Cambroneras, habían llegado todos los vecinos de regreso de estas últimas ferias, dando por terminada la buena época del «trato».
Salguero se entusiasmaba recordando estas grandes aglomeraciones de bestias necesitadas de esquileo, los encuentros de las familias gitanas procedentes de los más lejanos extremos de la Península. Todas estaban unidas por el parentesco después de luengos siglos de casamientos, sin rebasar los límites de la raza, y sólo se veían una vez al año, al encontrarse en las ferias, volviendo después a emprender su regreso por distintos caminos, en busca del retiro invernal.
Maltrana se enteraba por el esquilador de la interesante geografía de los gitanos. Toledo era Toledate, y Córdoba, Cordobate. Una población era un Gao. A Valladolid le llamaban el Gao baró, el «pueblo grande»; a Sevilla, el Gao de silla; a Valencia, el Gao de los marrulles; y a toda Galicia, el Gao de los malalos. Madrid era, los Foros.
—Son una gloria, don Isidro, las tales ferias. A cada instante hay un chambo y se vende una caballería; no es como aquí, que pasan los jueves en la Puerta de Toledo sin que se cambie una mala burra. Y yo, cuando no esquilo en las ferias, sirvo de arreglaor, y como tengo labia, doy mi empujoncito para que el compare venda su género, y después hay alboroque y se bebe el buen vaso de mor y la rica copa de pañaló. Usía no sabrá lo que es eso. ¡Qué ha de saber, si con tantos libros que ha leído no pena ni tanto así de caló!… Pues es el vino y el aguardiente; y cuando oiga que mis compares dicen que estoy molaló, es que creen que estoy borracho; pero no hay tal cosa: un poco de alegría y na más.
La presencia de Maltrana y Feli en este barrio, donde no existían otros payos que los mendigos y los quincalleros de las ferias, causó cierta emoción en la gitanería. Vivía la pareja fuera del callejón, en los altos de una casucha aislada, cuyo piso bajo estaba ocupado por una tienda de comestibles.
Feli, en los primeros días, había sentido gran repugnancia por su nuevo alojamiento. Le daba miedo ver tanto gitano; le inspiraban inquietud estos hombres de color de bronce y mirada aviesa, como bandidos de carretera. Temía a las mujeres viéndolas de lejos vociferar y amenazarse en un lenguaje extraño, del que sólo entendía algunas palabras. Vivían pacíficamente; pero ella sentía la inquietud de la mujer europea que se ve trasladada a una población de África, entre gentes que parecen sumisas, pero que pueden sentir de pronto la hostilidad de la raza.
Isidro se reía de sus preocupaciones. ¿Dónde mejor que allí? Era cierto que el río olía mal, pero ya se habituarían a este hedor de los residuos de la villa. En cambio, oían a los pájaros, contemplaban campo y cielo al abrir sus ventanas, no tropezaba su vista con una sucia pared a unos cuantos metros de distancia, que los robaba el aire y el azul del espacio.
Isidro, con su imaginación, embellecía el barrio. Un siglo antes, era aquella parte la más hermosa de Madrid. ¿Veía Feli las praderas al otro lado del río? Pues allí bailaban los chisperos y manolas pintados por Goya; por allí paseaban el gran pintor y las duquesitas hermosas que se hacían retratar desnudas. Aquellos sotillos habían presenciado el período más amable y pastoril de nuestra historia.
—Piensa, Feli —añadía el joven—, que por real y medio vivimos como unos señores en plena campiña, y además, el pago es diario: una verdadera comodidad.
La joven, viendo a todas horas a estas gentes de aspecto terrorífico y costumbres pacíficas, ya no las tuvo miedo. Las mujeres, por su parte, en fuerza de contemplarla junto a la ventana trabajando en los corsés, acabaron por sentir admiración. Su laboriosidad inspiraba gran respeto a estas hembras vagabundas, cuyas faenas domésticas consistían en encender el fuego y dejar que la familia se tragase la cena medio cruda.
Además, habían llegado a la gente gitana vagas noticias de que Isidro era un hombre de pluma, que aunque estaba en la desgracia podía salir de ella; y esto bastaba para que les inspirase tanto respeto como el juez, los escribanos y todos los señores graves que también escriben y envían un pobre a presidio apenas desaparece la más insignificante caballería. Algunas viejas con negras sayas de viuda detenían a Maltrana para hablarle de sus hijos, que estaban en Melilla o en Ceuta.
—Por na, señor —gimoteaban—. Un acaloramiento. Llevaban la churí en la faja, y al faltarles, pues… pincharon. Su mersé debe tener buenas influencias… Vea de sarcarles un indulto, o que los pasen a un presidio mejor.
Estas gentes de viva imaginación, que vivían en perpetuo embuste, habían creado una leyenda halagadora en torno de aquella señorita tan buena, tan laboriosa, que permanecía horas enteras tras los vidrios, con los ojos bajos, lo mismo que una virgencita en su altar. Los grupos de gitanillas haraposas, en sus pasacalles por el barrio, acompañadas del repiqueteo de los palillos, deteníanse al pie de la ventana y cantaban a la que era por antonomasia «la señorita». Feli veía el grupo de cabecitas greñudas con ojos de brasa y tez de cobre, las bocas abiertas por el canto, mostrando sus paladares de un rosa obscuro y los agudos dientes de nítida limpidez. La joven saludábalas con dulce sonrisa, y todas ellas prorrumpían en formidable griterío.
—¡Danos argo, señorita!… ¡Échanos manque sea un beso, resalá!
Y hablaban entre ellas de lo que habían oído a sus madres. La «señorita» era hija de un personaje muy rico, de un marqués o algo semejante; pero como no la dejaba casarse con don Isidro, había huido con él, y los dos pasaban jambre, y ella trabajaba para su hombre, como lo hacen todas las mujeres honrás; lo mismo que si fuese una buena gitana.
Esta laboriosidad por mantener al macho y las novelas que circulaban sobre su alto origen atraían con curioseo irresistible a las hembras de las Cambroneras.
La primera en introducirse en la casa fue la Teodora, la vieja de mayor prestigio del barrio: un dechado de sabiduría, respetada hasta por los hombres. Era viuda; iba vestida de luto, con gitanesca exageración, pues hasta por encima del cruce del pañuelo se veía el borde de su camisa de percalina negra.
Sin marido que le ganase, ni otra fortuna aparente que tres caballerías de un hijo suyo, era la hembra de más dinero de las Cambroneras, y su casa la mejor. Tenía en ella unas cuantas silletas para sentarse y las hollinadas paredes adornábalas con papel recortado del que se emplea en los vasares de las cocinas, formando multicolores tapices, que daban a su tabuco un sabor oriental, en armonía con la cara obscura de los habitantes.
La Teodora era la mujer más sabia de su raza. Servía de médico a los hombres, de comadrona a las mujeres y de castañeadora a las mocitas que iban a casarse. No había virginidad gitana que no pasase por sus manos antes del matrimonio, para que certificara su integridad. Los payos del barrio la llamaban con sorna «la madre de las vírgenes».
Se introdujo en la casa de Isidro con pretexto del embarazo de Feli. Ella sabía más de esto que todos los médicos juntos; y después de mirar largamente el abultado abdomen, contrayendo los ojos y sacando los arrugados labios en forma de trompeta, dijo con certeza:
—Va a ser una churumbela más grasiosa y requetesalá que su propia mare. Dende aquí la veo.
Halagada por los elogios disparatados de la vieja y sus extraordinarios relatos de las costumbres gitanescas, Feli la veía llegar con agrado todas las tardes. Algunas veces venía acompañada de otras mujeres y hacía gala de su gran amistad con «la señorita».
Feli se fijaba en la hija de Teodora, una joven de catorce años, casi una niña, toscamente vestida de luto y con un aire de resignada tristeza, como si fuese una monja obligada a vivir en el mundo.
—Es viuda, señorita —decía la vieja—. Se le murió el marío a los dos años de vivir juntos… Ya no podrá casarse nunca: lo prohíbe nuestra ley. La mujé no debe tener mas que un marío. Los hombres pueden casarse asín que pasa el luto: pa eso son hombres; las hembras, no. Mírela usted a la probesita. Tan joven, y pasa la vida acordándose de su difunto. Se acabaron pa ella las fiestas, las bodas y los saraos. Cuando murió el marío, hizo que la cortasen el pelo con navaja, na de tijeras, tal como es ley entre nosotros; se echó un capisayo por la cabeza, y a llorar. Duerme en sábanas negras, calza zapatos de gallego, sólo viste paño del peor, y cuando hay fiesta en casa se va a la de una vecina, huyendo de ruidos. ¡Ay, la Merivén! ¡Qué mardita bestia! ¡Y qué de tristezas trae!…
Y al nombrar a la Muerte, a la terrible Merivén, hacía grotescos ademanes de espanto, como si la tuviese delante y quisiera apartarla con las manos.
Feli se fijaba otras veces en una jovencita de rojas peinetas en el pelo, hueca falda de flores con largos volantes y un sinnúmero de collares verdes, azules y rosa. Era casi una niña; la pubertad apenas había hinchado la tapa de su pecho con los capullos femeniles; sus ropas huecas, sonando con escandaloso fru–fru, denunciaban una delgadez de escuerzo femenino.
—Y esta mocita —preguntó Feli—, ¿cuándo se casa?…
—¡Anda! —exclamó la vieja con impúdica risa—. ¡Pues si ahí dónde usted la ve, está más abierta que la puerta de la Macarena!… Es la mujé de mi hijo Rafaé, al que yaman el Boto… Tiene trece años; pero más mocita me casé yo con mi difunto… a los once.
Y la Teodora relataba a Feli los incidentes de un casamiento, el acto más importante de la vida gitanesca. Los jóvenes de veinte años ponían sus ojos en alguna mocita que sólo contaba doce o trece. Las mujeres, después de esta edad, no tenían valor alguno. El enamorado buscaba el apoyo de alguna hembra de respeto por sus años. En las Cambroneras siempre era Teodora la escogida. «Señá Teodora: yo quiero a la Fulana, pero con buen fin». La vieja, satisfecha de que pusiera en ella su confianza, iba en busca de la mocita. «Fulanito quiere ser tu buñó, pero con formaliá, pa casarse en seguía». Y la virgen gitana, bajando la cabeza, daba su contestación. «Puesto que no me quiere pa engañarme y perderme, y ya que una mujé de tanto respeto saca la cara por él… bueno, seré su buñí». Se veían a espaldas de los padres, lejos del barrio; pasaban horas enteras solos, en completa libertad, pero no había cuidado de que un buen gitano osase cosas mayores.
Cuando el buñó se creía en situación para sostener una casa y contaba con un compadre que se prestase a ser padrino, corriendo con todo el gasto de la boda, robaba a la buñí, llevándosela a la casa de sus padres. ¡Gran escándalo en el barrio! El bato de la novia salía a la calle gritando que iba a matar a su hija. Todos los amigos, compadres y vecinos, le agarraban para que no realizase su venganza paternal. Juraba, ponía los ojos en blanco, pedía una pusca de dos cañones bien cargada de plomo para matar a los fugitivos, una churí afilada para cortarles el cuello, y no se movía del sitio, a pesar de que los amigos apenas si le sujetaban, limitándose a dictarle prudentes consejos, como era costumbre.
—¿Qué vas a jaser, compare? Son cosas de la vida… Lo mesmo hisimos nosotros cuando éramos chavales.
El padre acababa por meterse en casa, y como en algo tenía que demostrar su indignación, la costumbre era que diese a su mujer una paliza de muerte.
A los dos días se presentaba el gitanillo raptor ante el padre de la novia, con su chaqueta de terciopelo granate y el pavero blanco de los días de fiesta. Se arrodillaba compungido, se apoderaba de una de sus manazas, la besaba, y gemía después:
—Su mersé es el cuchillo, y yo, probesito de mí, soy la carne. Corte su mersé por donde quiera.
Estas palabras, repetidas durante siglos, conmovían al gitano viejo y hacían que se le saltasen las lágrimas, como si las escuchase por primera vez. Levantaba al chaval, le echaba los brazos al cuello, y decía conmovido:
—A ti te perdono porque te quiero, porque no tienes culpa de na… Pero ella, que no venga, porque la mato.
Pocos días después presentábase la muchacha escoltada por la Teodora y otras respetables brujas de las Cambroneras.
—¡Aquí ties a tu chica! —gritaban desde la puerta—. ¡Vamos a ver si la pegas, peazo de bruto!
El gitano rodaba los ojos, levantaba los brazos como si fuese a aplastar a la chavalilla, caída a sus pies con las manos juntas y el rostro compungido, y de repente rompía a llorar.
—¡Mi hija!… ¡grañí de mis entrañas! ¡Qué disgusto nos has dao!
La abrazaba, dándola ruidosos besos, y su pobre mujer no lloraba menos, pero era de gozo, viendo terminado por el momento el período de las palizas.
La muchacha volvíase a la casa del novio, y allí permanecía hasta la boda, que tardaba seis, ocho o diez meses, mientras los padres reunían dinero para la costosa ceremonia.
Feli sentía curiosidad por conocer un matrimonio entre gitanos. Había oído cosas estupendas.
—Cogemos un cántaro —dijo riendo una compañera de la Teodora—, lo echamos por alto, se rompe, y ya están casados.
—¡Gaya, malage!… —exclamó la vieja—. No le tomes er pelo a la señorita. Eso del cántaro no es verdad: es jonjaba que les damos a los payos; mentiras que se tragan, ansí como creen los marditos que robamos a los churumbeles para sacarles las mantecas. No hay cántaro ni na que se le parezca. Algunos, hasta se casan por Roma… Esta, por ejemplo.
Y señalaba a su nuera, riendo maliciosamente al recordar los grandes regalos de la boda. Unas señoras ricas que iban a explicar la Doctrina a una iglesia cercana habían sentido simpatía por aquella muchacha tan guapa y apuesta, mostrando empeño en casarla católicamente.
La vieja habló con ellas, alegando el obstáculo insuperable de la pobreza. Los gitanos eran buenos creyentes y no tenían miedo a entrar en la Cangrí, o sea en la iglesia. ¡Pero los erajais (nombre que daban a los curas) hacen pagar tanto por su trabajo!… Las devotas señoras, conquistadas por la cháchara de la Teodora, corrieron con todo. Al novio le hicieron un traje completo, con capa de rico paño, y a la novia la pusieron hermosa como una Virgen. Encima les dieron cien duros y compraron el dulce por arrobas para que se hartasen todos en las Cambroneras.
—¡Qué boda, señorita!… ¡El parné que sortaron esas santas!… La Cangrí estaba toíta yena de luces; a mis nenes les echaron por la cabeza una manta dorá, y un erajai muy hablador comenzó a dar voces, como si nunca hubiese visto gitanos casándose por Roma; como si juésemos caribes, de los que no creen en Dios… A luego se tiró el durce en las Cambroneras como si lloviese del cielo: los manrelaos caían como granizo… Y cuando las señoras se najaron y quedamos solos, casamos a los chavales a nuestro uso, conforme a la ley gitana.
La Teodora, antes de hablar de esta ley y sus prácticas, miraba en torno con recelo. Todas eran casadas o viudas; no había ninguna mocita: podía hablar sin miedo.
El principal personaje de las bodas era ella, la señora Teodora, alias la Catañeta, la encargada de catañear a la moza. Un día antes de la ceremonia iba a Madrid, acompañada de las más viejas del barrio, todas con grandes cestas para los dulces. Los compraban por arrobas, especialmente los mantejos (las almendras o peladillas), que era el principal regalo de los gitanos. Había que adquirir, además, la corona de llores para la novia, la banda de raso que le cruzaba el pecho, y el pañuelo, el famoso pañuelo, objeto principal de la ceremonia.
—Compradlo de lo mejor —decía el padrino, que cargaba con todo el gasto—. Que no os duela; que sea de nipis, de lo más rico; la Teodora entiende de estas cosas.
Al día siguiente, la novia se presentaba hecha una beldad, en enaguas y chambra, la banda de raso rojo cruzándole el pecho, la cabellera suelta, y una corona de flores de trapo, alta como un morrión. Los convidados se quedaban a la puerta de la casa, y avanzaba la Teodora con el rico pañizuelo en la mano, grave y cejijunta como una sacerdotisa. Entraban con ella los padres de los novios, los individuos más ancianos de las dos familias, y luego de cerrada la puerta, tendíase la muchacha en una colchoneta, con su corona y su banda. La Teodora, sin dejarse ganar por la emoción de los presentes, tranquila y segura de su pericia, introducía por entre la hojarasca de las enaguas su mano envuelta en el pañuelo, buceando durante mucho rato en este oleaje de tela almidonada. La virgen permanecía inmóvil, con los ojos entornados, sin un gesto, coloreándose ligeramente por el dolor y las cosquillas.
Volvía a salir a luz el pañuelo, y todos lo miraban. ¡Las tres flores blancas! ¡La señal de la virginidad! Podía celebrarse la boda.
Y al abrirse de nuevo la puerta y mostrar la vieja el pañuelo, entraba la genio en tropel, vociferando de alegría, saludando a la desposada con ruidosos aspavientos:
—¡Viva lo bueno!… ¡Viva la honra! ¡Olé por el mérito! ¡Vamos a juntarlos!
El padrino cogía una cesta llena de peladillas y la arrojaba de golpe sobre la novia. Esta, tendida en el colchón, recibía sin pestañear la rociada. Luego los padres la saludaban con otra lluvia de almendras, y tras ellos los viejos de más consideración y todos los convidados, hasta los mozuelos más insignificantes. La novia desaparecía bajo la granizada de azúcar: sólo se veía su cabeza con el morrión de flores, haciendo esfuerzos por librarse del pedrisco, mientras el resto del cuerpo quedaba inmovilizado bajo la dulce avalancha.
—¡Vamos a juntarlos! —gritaba la gente—. ¡Música, música!
Rompían las guitarras en melancólico rasgueo, daba el novio su mano a la novia para que se levantase entre el crujir de las almendras aplastadas por sus pies, y comenzaban a bailar, colocando ella su corona sobre la cabeza del marido. Así pasaban la noche, devorando dulces, arrojándolos contra las paredes, sorbiéndose por docenas las tazas de chocolate, hasta que al amanecer se iban a dormir, ahítos de azúcar y soconusco. Todos los gitanos bailaban con la desposada, calándose su floreado morrión. Al día siguiente, las madres de los novios hacían platos con los dulces esparcidos en la cama y los enviaban a las solteras del barrio con una flor de la corona. El novio montaba en un caballo, llevando la hembra a la grupa; todos los chavales, jinetes en sus mejores bestias, les daban escolta, llevando también a ancas las mozas del barrio, y la vistosa cabalgata partía al trote por los campos, como si esta ceremonia fuese una iniciación del matrimonio en la vida andariega de la raza.
—Y aún pasan días —continuaba la Teodora— antes de que los novios se junten de verdad. Mientras están con los padres, tienen vergüenza y duermen separados. Sólo cuando ponen su casa se deciden a acostarse juntos.
Las famosas flores blancas asombraban a Feli, haciéndola seguir con atención las indicaciones de la Catañeta. Eran a modo de clara de huevo. ¡Ay de la que no las soltaba en aquel registro, que tenía la solemnidad de una ceremonia religiosa! Cuando el pañuelo surgía sin ellas o con manchas de sangre, un griterío de muerte estallaba contra la impura. Era la demostración de su falta de virginidad. Arrojábanse sobre ella las mujeres, arrancándole la corona, tirando de sus pendientes hasta rasgarle las orejas, haciendo trizas sus blancas vestiduras. Al abrirse la puerta, salía como una bestia acosada entre la rechifla de los hombres, los arañazos de las mozas y las pedradas de los chicuelos, para refugiarse en casa de su padre. Este era inflexible. Le cortaba con su navaja la cabellera y le daba por vestidos unos sacos, arrojándola en el rincón más obscuro, y allí permanecía sin que nadie le hablase, volviendo la espalda a la gente, temblando al oír una voz, hasta que, cansada de esta vida de abandono, si quedaba en ella un resto de voluntad, huía para perderse en los caminos.
Escuchaba Feli con asombro el relato de estas costumbres primitivas que se desarrollaban a las puertas de una gran ciudad.
Cuando volvía Isidro, repetíale estos relatos, y el joven, al escucharla, lanzaba miradas de extrañeza al puente vecino, por donde pasaban coches, carretas y peatones, todo el tráfago de un gran núcleo de población; a los inmediatos desmontes, con sus faroles de gas; al tranvía eléctrico que bajaba por el paseo de los Ocho Hilos expeliendo chispas verdes y azules de sus ruedas. Sólo unos cuantos metros separaban la vida moderna que circulaba por lo alto de aquella hondonada, donde aún subsistían las tradiciones de la existencia nómada, la barbarie de una raza errante insensible a todo progreso. Las dos vidas rozábanse diariamente, pero se ignoraban, se desconocían, sin que los de abajo, en su aislamiento, sintiesen la más leve influencia de los de arriba.
Sulfurábase Teodora al oír que «la señorita» ponía en duda su ciencia. Si catañeaban otras; era posible una equivocación… ¡pero ella! No había mas que una Teodora en toda la Península. Allá en Cordobate existía otra gitana de su arte, pero todos declaraban su inferioridad. Con la Teodora no valían engaños: la gitanería tenía fe ciega en sus manipulaciones; por eso no llevaba menos de ocho duros por el catañeo, y el que no los tuviera que no se casase. La llamaban los gitanos de toda España para sus bodas, gente rica que, además de pagarle bien, cargaba con todos los gastos del viaje. Había estado en los gaos más famosos por sus aglomeraciones de gentes de la raza; había corrido Andalucía, conocía Murcia, y hablaba de sus viajes a Valladolid y Rioseco. Nadie dudaba de su ciencia.
—Rara vez —decía— fartan las flores blancas. Las probesitas gitanas son jembras decentes. Ya quisieran muchas de las payas que van por las calles del Gao de los Foros asemejarse a nosotras.
Al volver Maltrana a casa, antes de cerrar la noche, caía algunas veces en medio de esta tertulia.
La vieja, al verle, le saludaba con grandes aspavientos, como si fuese ella la dueña de la casa.
—Pase adelante, Pare Santo… Entre su mersé, bigotillo de gobernaor… ¡Qué honra pa nosotras el verle!… Aquí estamos haciéndole compañía a este pimpollo de Abril, que lleva en su tripa bonita una churumbela como er mesmo Niño Dios.
Y hablaba de la criatura que había de nacer con tanta seguridad como si la viese, detallando sus prendas físicas: cómo tenía el pelo y cómo los ojos; en qué se parecía a la madre y qué iba a sacar del padre.
Maltrana escuchaba con mal disimulada impaciencia la charla de la vieja. Las contrariedades de su vida, cada vez mayores, irritaban su carácter, haciéndole insufrible el parloteo de la bruja.
La Teodora, a la caída de la tarde, miraba a la ventana, indicando a su nuera que se asomase.
—Sicobelate a la parlacha y veas si tu marío está por ahí.
El gitanillo esperaba a su madre y a su mujer, pensando en la cena, sin atreverse a subir a casa de don Isidro, y apenas veía a su cónyuge, gritaba con mal humor:
—Chalate al quer (vamos a casa).
Se iban las gitanas, pero al verse solo Maltrana con Feli, aumentaba su tristeza, como si viese con más claridad lo pavoroso de su situación.
Ya había llegado la época tan esperada por él. Comenzaba el frío; volvían a Madrid, terminado su veraneo, los que podían proporcionarle trabajo, y sin embargo, su situación no mejoraba.
Apenas tuvo noticia de la llegada del marqués de Jiménez, corrió a visitar al grave personaje, para incitarle a que escribiese otro libro. ¡Terrible acogida!
—¡Contento me tiene! —dijo el senador frunciendo el entrecejo—. ¡En seguida voy a colaborar otra vez con usted! La juventud es indiscreta.
Y siguió lamentándose, como lastimado por su excesiva confianza en un ser inferior.
Había sido, durante el verano, objeto de la risa de todos los amigos. ¡Lo que se habían burlado en San Sebastián los de la tertulia del jefe!… Decían a gritos que el libro no era suyo; que se lo había escrito un joven a cambio de unas pesetas, y que este joven se divertía a su costa citando autores fantásticos, copiando párrafos de libros que no existían.
—De eso último no hago caso —dijo el marqués con magnanimidad de hombre justo—. A cada cual lo suyo. El libro está muy bien; lo que en él se dice es pura verdad, ¡si lo sabré yo!… y lo de los autores falsos y los libros inventados, todo envidia, envidia nada más… A mí lo que me molesta no es esto, sino que digan que el libro no es mío, que me pongan en ridículo ante el jefe, que, como usted sabe, me honró con un prólogo… Y de esto, toda la culpa es de usted, que no ha guardado prudencia, que ha hablado con el aturdimiento de la juventud y me ha puesto en ridículo, sí señor, en un ridículo que hace gran daño a mi carrera política.
Maltrana, anonadado por la cólera del personaje, intentó defenderse. No había hablado de la paternidad del libro: y era verdad. Tal vez sus enemigos se enterarían de que era él quien iba a la imprenta para corregir la obra; tal vez la indiscreción viniese de otro lado… pero él lo juraba: nada había dicho.
En cuanto a la fidelidad de las citas, su conciencia no le dejó defenderse con igual energía. Balbuceaba al formular sus excusas. Bien pudiera ser que hubiese equivocado el nombre de algún autor, que hubiera atribuido a unos lo de otros… Pero el marqués le interrumpió enérgicamente:
—No; repito que el libro está muy bien. ¡Si lo sabré yo! Son innecesarias las explicaciones… Lo que a mí me molesta es lo otro: que digan que el libro no es mío; que supongan a un hombre de mi altura capaz de adornarse con plumas ajenas.
Decía esto con un tono amargo, con la misma expresión con que anonadaba a los gobiernos en el Senado por su falta de protección a los trigos; y Maltrana acabó por indignarse también contra los maldicientes que suponían al marqués de Jiménez incapaz de escribir un volumen.
Isidro salió de allí sin recibir dinero ni un nuevo encargo. Además, comprendió que el senador le cerraba su puerta para siempre. Después de tales murmuraciones, el mejor medio de demostrar que Maltrana no le había prestado ayuda era prescindir en absoluto de su trato. Bien se lo dio a entender al joven con la frialdad de su gesto de despedida, con la blandura de su mano y los consejos que le dio.
—Más discreción, joven. Para hacer carrera, hay que ser prudente. La vida no es un juego; no hay que soñar, joven amigo.
Maltrana volvió desesperado a su tugurio de las Cambroneras.
Entraba todos los días en Madrid persiguiendo una esperanza, pero esta revoloteaba ante él sin dejarse alcanzar. Visitaba a sus amigos de las redacciones, preguntando con avidez cuándo podría meter la cabeza en alguna de ellas; se ofrecía a los administradores para pegar fajas y hacer paquetes. Contentábase con cualquier cosa; lo importante era conseguir, fuese como fuese, un par de pesetas todos los días. Hasta buscó recomendaciones para algunos concejales, pidiéndoles un puesto cualquiera en las dependencias del Ayuntamiento.
Apenas llevaba paquetes a la fábrica de corsés cercana a la Puerta del Sol. Hacía dos semanas que Feli tenía en casa la misma docena, sin poder terminarla.
Estaba enferma, muy enferma. Maltrana seguía con inquietud los progresos de su mal. Quejábase de fuertes dolores de cabeza; perdía de pronto la vista, hablaba con incoherencia, insultando unas veces a Isidro sin saber por qué, y abrazándose otras a su cuello para pedirle perdón, con gran raudal de lágrimas.
El invierno se anunciaba con una frialdad aterradora. Todas las mañanas aparecían las charcas del río con grandes cristales de hielo. Los gitanos permanecían en sus tabucos, ahumándose junto a las hogueras. En la casa de los amantes, ni pan ni fuego. Feli vestía sus ropas de verano, sin otro abrigo que un mantón comprado en una casa de préstamos. Isidro conservaba aún aquel macferlán de color indefinible, que era como la librea de su miseria. Le servía para ocultar la delgadez del traje y su deshilachada camisa, mal cubierta por un pañuelo negro lustroso de mugre. El pobre joven presentaba un aspecto más deplorable que cuando vivía en la calle de los Artistas, sin otra familia que su padrastro. Feli, que tanto cuidaba en otros tiempos del arreglo de su persona, permanecía ahora inmóvil en la única silla entera de la casa, como si no viese ni entendiese, sin otra sensibilidad que un continuo frío que la hacía estremecerse en sus ligeras envolturas.
Maltrana salía diariamente en busca del pan. Iba a Madrid a solicitar una colocación inútilmente, a «dar sablazos», a mendigar de todas las personas conocidas. Ya no era el lobo que descendía de la cumbre en busca de alimento; era el pobre roedor, tímido y anonadado, que trepaba lentamente desde el fondo de su madriguera a las alturas de la gran población, esperando una migaja del banquete de los fuertes.
Feli quedábase en casa, enferma, temblando de frío, fijando en el suelo su mirada de estúpida vaguedad, como si la hinchazón de su abdomen absorbiese su pensamiento. El emprendía la marcha desfallecido, sin otro lastre que una taza de café recalentado o una copa de aguardiente, unas veces bajo la lluvia que se introducía por las rotas suelas de sus zapatos, otras sacudido por fríos huracanes que agitaban las mangas de su macferlán con aleteo de pajarraco fúnebre.
Una mañana, al salir de casa, se detuvo asombrado. La nieve cayó en montón a sus pies al abrir la puerta. Todo lo que abarcaban sus ojos estaba blanco, con una blancura nítida y fúnebre, como el sudario de una virgen muerta: blancos el puente y el río, blanca la cuesta de las Cambroneras, los tejados del barrio y los áridos desmontes. El silencio era completo; la soledad absoluta. El mundo parecía haber muerto durante la noche bajo el peso de la nieve. El humillo azul que se escapaba de las chimeneas era el único signo de vida.
Maltrana dudó un instante. Sintió un repentino amor por el encierro, el afecto al hogar, que hacía que los hombres se ocultasen en sus casas. Pero arriba, en la suya, no quedaba nada: la noche anterior había devorado media libreta y las cortezas de un cuarterón de queso. Feli no comía; hacía tiempo que el embarazo y la repugnancia a los manjares groseros teníanla en perpetua inapetencia. Había que vivir… ¡adelante!
Emprendió la marcha, hundiendo en la nieve sus piernas mal abrigadas, aquellos pantaloncillos de verano roídos por los bordes, que apenas si disimulaban las grietas y descosidos de las botas. Sus pies se enfriaron al contacto de la nieve; a los pocos pasos creyó que marchaba descalzo.
Dentro de Madrid vio las calles desiertas, sin carruajes, sin tranvías, todo igualado, arroyos y aceras, por aquella capa blanca, como si hubiese llovido sal. En los lados de las calles abríanse negros senderos de barro, por los que pasaban los escasos transeúntes entre un doble muro de nieve. Los árboles parecían de algodón; blancas vedijas pendían de los balcones y los aleros. Los faroles del alumbrado ostentaban una montera torcida como un gorro de dormir. Los golfos, entusiasmados por la novedad del espectáculo, hacían rodar grandes bolas de nieve, coronándolas con monigotes de su invención.
Maltrana, con los pies helados y temblando de frío, vagaba por Madrid. Subió a la casa de un antiguo compañero para pedirle algo, aunque sólo fuese una peseta, y no le encontró. Fue al extremo opuesto de la villa, en busca de otro amigo, pero tampoco estaba en casa.
Pensó, como supremo recurso, en el marqués de Jiménez. Este no podía abandonarle; le pediría socorro aunque fuese de rodillas.
Arrastrando los pies, llegó al barrio de Salamanca. Tuvo que discutir con el portero, que le cerraba el paso, y al fin le dejó subir por la escalera de servicio para que no manchase la alfombra de la escalera principal con la nieve derretida que soltaban sus pies. En la puerta de la cocina le rechazaron con aspereza después que un criado desapareció por unos instantes para anunciar su nombre. El señor marqués estaba muy ocupado: no podía recibirle.
Era más de mediodía. El cielo, de un gris blanquecino, amenazaba con más nieve. La luz de interminable crepúsculo reflejábase en la blancura con tonos lívidos. Maltrana caminaba desalentado, con los brazos caídos, sin saber adónde dirigirse.
Su voluntad desplomábase, vencida, falta de fuerza para luchar: quería morir. Todos los caminos estaban cerrados para él; iba como si el mundo se hubiese despoblado de pronto. Toda la nieve que abarcaban sus ojos la llevaba en el alma.
En la Puerta del Sol vio una hornilla enorme llena de fuego, y en torno de ella un tropel de golfos, de vagabundos, que se calentaban las manos, pataleando al mismo tiempo para reanimar sus pies entumecidos.
Maltrana uniose a ellos, y el benéfico influjo del calor pareció despertar su voluntad. ¿Qué hacía allí? Pensó con remordimiento en Feliciana, que temblaría de frío en su casucha, mientras él se calentaba en el público brasero. Aquellos vagabundos sin familia y sin afectos eran superiores a él; podían luchar más bravamente con la desgracia.
Creyó en la posibilidad de conmover a aquel tendero de las Cambroneras al que tanto debía. Su salvación, por el momento, estaba allí, ya que en Madrid todos eran invisibles, como si el frío endureciese las conciencias, como si la paralización de la vida aislase a los hombres en su egoísta bienestar.
Regresó a casa. Al salir por la Puerta de Toledo vio la nieve inmaculada y tersa, sin una huella, sin el pisoteo fangoso de las calles, igual y brillante, como una inmensa mortaja que cubría el río, los montes, las viviendas, y de la cual surgían los árboles como hilos sueltos.
Le dio miedo esta extensión, rasa a la vista, que ocultaba las desigualdades del suelo, las cunetas, los hoyos de los árboles, los declives de los desmontes. Su pensamiento, quebrantado por el hambre, entorpecido por el frío, creyó ver, con tétrica alucinación, la imagen de su vida futura en esta planicie blanca, silenciosa, monótona.
El mundo estaba frío, sin alma y sin piedad; contemplaba su marcha penosa sin un impulso de misericordia.
¡Morir de hambre!… Por él, que fuese al momento: descansaría de una vez. Pero ¿y aquella infeliz que le aguardaba, enferma y casi enloquecida, como si no pudiese con el peso de sus entrañas? ¿Cuál iba a ser su suerte?…
Maltrana el altivo, el hombre superior, cuya palabra era un hachazo; el fervoroso creyente de la alegría de la vida y su refinado helenismo, sintió que sus piernas flaqueaban, y se apoyó en un árbol.
No podía más: era un vencido. Confesaba su cobardía, cayendo anonadado bajo el zarpazo de la Suerte.
¡Pobrecillo! Se llevó las manos a los ojos y rompió a llorar con vagidos de cordero abandonado, como un niño que despierta en las tinieblas y siente el vacío en torno suyo, sin que sus manos temblonas tropiecen con el calor del pecho maternal.