Capítulo VII
Maltrana, en la apacible calma de su nueva existencia, terminó pronto el libro del marqués de Jiménez. El grave prócer mostrábase satisfecho del trabajo. Además, por encargo suyo, vigilaba el joven la impresión y corregía las pruebas. ¡El senador tenía tantas ocupaciones!…
Cada vez que Isidro le presentaba un pliego impreso, don Gaspar examinábalo minuciosamente, dando bufidos de satisfacción ante las páginas que presentaban gran cimiento de notas. Las que aparecían con el texto solo, provocaban en él un mohín de disgusto.
—No tienen seriedad —decía el senador—. Parecen páginas de una novela. Pero, hombre, ¿qué le hubiera costado poner unas cositas al pie?…
Cuando el libro estuvo impreso, el marqués hizo un nuevo encargo a Maltrana. El jefe del partido, que había de escribir el prólogo, entreteníale con excusas, sin cumplir su promesa. Don Gaspar no se ofendía por ello, conociendo las exigencias de la política, la vida cruel, abrumada de trabajo, que arrastran sus hombres. Por fin, el importante personaje, dando al marqués una muestra de gran confianza, le había rogado que escribiese él mismo el prólogo, autorizándole para que pusiese su firma al pie. Quien había escrito un libro tan notable, bien podía en una noche pergeñar unas cuantas cuartillas a guisa de introducción.
—Y yo, joven amigo —siguió diciendo el prócer—, le transmito a usted el encargo, rogándole que haga todo cuanto sepa… ¡Qué honor, joven! ¡Escribir cosas que ha de avalorar con su firma un personaje ilustre! Muy pocos alcanzan esta gloria a la edad de usted… Creo inútil indicarle lo que el prólogo debe decir. A su talento me confío. El jefe me quiere mucho; de permitirlo sus ocupaciones, hubiese dedicado a mi obra grandísimas alabanzas. Tire usted de pluma sin miedo. Mejor que nadie, sabe usted que ese libro es el resumen de una larga vida política y que hay en él cosas muy notables.
Descendiendo, como él decía, a la práctica, y sin soñar —eso nunca—, habló el marqués de la remuneración del nuevo trabajo. Por el libro, ajustado en tres mil reales, le daría mil pesetas, pues estaba contento, aunque no había apretado la mano tanto como él deseaba en lo de las notas. Aun así, el jefe, que sólo conocía el índice, había hecho grandes elogios de la erudición de la obra. Por el prólogo le aumentaría cincuenta duros, pero tendría que lucirse, haciendo un trabajo que asombrase y apabullase a los otros caudillos de grupo que osaban discutir en el Congreso con el ilustre jefe.
—Estos son misterios de alta política. ¡Qué honor para usted conocerlos siendo tan joven! Punto en boca, amigo Maltrana: me perdería usted ante el jefe si este llegase a saber que el prólogo lo ha hecho otro que yo. No tendría confianza en mi, y a usted le conviene que la tenga… Cuando seamos Poder… ¡Ya verá usted cuando seamos Poder!
Con estas esperanzas pretendía halagar a Maltrana para que guardase silencio. El joven escribió el prólogo, mostrándose satisfecho de la retribución. ¡Cinco mil reales, de los cuales llevaba comidos cerca de la mitad!… Le quedaba cuerda para dos meses largos, y en este tiempo, raro sería que don Gaspar, halagado por el éxito, no desease hacer otro libro. Decididamente, la vida era alegre.
Aún no había salido del primer encantamiento de su existencia plácida, ordenada y tranquila al lado de Feli. La muchacha se revelaba como una excelente ama de casa. Descendía por las mañanas a la plazuela con mantón y cesta; después, pasábase el día con los brazos arremangados, cocinando, sacudiendo el polvo, repasando la escasa ropa de Isidro.
Nunca había ido este tan pulcro. Sus amigos hablaban con asombro de la blancura de su camisa y la limpieza de su sombrero. Además, engruesaba, tenía mejor color. Los pucheretes de Feli, los guisos campestres aprendidos en casa de su padre y el no trasnochar daban nuevo vigor a su cuerpo quebrantado por las privaciones y desarreglos de la vida bohemia.
—Tiene una muchacha —decían sus camaradas— que le arregla y le cuida: una verdadera ganga, y además, guapa. ¡Qué suerte la de ese chico!…
Y comentaban el astuto recelo de Maltrana, que, conociendo la lengua libre y las audacias de la tropa menuda de sus amigos, cuidábase de ocultarles su domicilio. Temía las visitas de estos, y aun a los más íntimos les daba cita en el salón del Ateneo llamado de la «Cacharrería».
Feli, por su parte, también experimentaba los beneficiosos efectos de la nueva existencia. Mostrábase alegre; sólo de tarde en tarde pasaba una nube por sus ojos, acordándose del Mosco. ¡Qué haría su padre en la casucha de las Carolinas! ¡Qué diría de ella!…
Cuando en las tardes de los domingos salían los dos a las afueras, evitando el aproximarse a los Cuatro Caminos, o paseaban por las avenidas más solitarias del Retiro, el amante contemplábala con cierto orgullo, como si fuese obra suya, complaciéndose en sus perfecciones.
—¡Si te viesen tus amigas de antes, chiquilla!… Estás hecha una señorita; el día en que menos lo esperes te compro un sombrero.
Había adquirido Feli su traje en una tienda de modas de la calle de Toledo. La sedujeron unos maniquíes colocados en la acera como si fuesen damas sin cabeza, vestidas de colorines y alineadas para una recepción. Del vientre de todas ellas colgaba un cartel con la cifra del precio. Feliciana había escogido un traje azul con adornos negros, «última moda venida de París», según declaración formal del hortera. Con él y una mantilla modesta, la muchacha parecía otra. Hasta ocultaba con guantes aquellas manos que eran su orgullo en el barrio de las Carolinas.
Pero lo que más satisfacía su vanidad femenil eran las botas, las famosas botas color limón con las que había soñado tantas veces, y que apreciaba como el mejor de los regalos de Isidro. El calzado era una de sus preocupaciones. Consideraba sus pies la parte más preciada de su persona, y al andar fijaba los ojos coquetamente en las dos manchas de oro pálido, de aguda punta, que aparecían y se ocultaban alternativamente bajo el borde de su falda.
De sus paseos del domingo volvían fatigados, con los pies cubiertos de polvo, pensando en la dulce quietud de su casita, en la cena que les esperaba, en la noche de cariñosa intimidad, interrumpida al otro lado del tabique por las visiones tentadoras del señor Vicente.
—Estamos hechos unos burgueses —decía Isidro—. No hay en Madrid una pareja legal que viva tan virtuosamente como este par de socios… libres.
Y se aislaban cada vez más, satisfechos de su amor, olvidados del mundo, creyendo que la vida podía deslizarse de este modo eternamente.
Maltrana, al ir por la calle, examinaba a las gentes con extrañeza, como si fuesen de otra raza, como si él procediese de un mundo distinto. Al bajar de su alta habitación, creía descender a otro planeta.
La gran mayoría de los transeúntes no amaban ni eran amados. ¡Y podían subsistir así!… El apenas si se acordaba de los tiempos recientes en que vivía como en el limbo, sin otras pasiones que leer, soltar paradojas y morder a los de arriba, no enterándose de que existían mujeres en el mundo y un sentimiento llamado amor. Ahora le parecía imposible haber vivido de este modo, como una planta, como un pedrusco, sin verdadera alegría, sin dulces tristezas… sin ideal. Como él había sido, así eran casi todas las gentes que pasaban junto a él. Vivían preocupadas por las más groseras aspiraciones, sin una chispa de amor. Toda la poesía de la tierra se reconcentraba en unos cuantos, que eran ellos, los enamorados.
Maltrana pensaba con orgullo que en el mundo existe una reducida aristocracia, y que él pertenecía a ella: la aristocracia del amor, de los que saben embellecer la vida con sus pasiones. Los demás eran pobres bestias que bostezaban de aburrimiento con los ojos bajos y los pies en el barro, aunque gozasen de todos los refinamientos del bienestar.
Una tarde, Maltrana encontró al señor Manolo el Federal en la acera de la Puerta del Sol, donde tenía establecidas sus oficinas.
—Bien, muy bien, ciudadano —dijo irónicamente el capataz—. Tú y la Feli la habéis metido hasta el corvejón. Paece mentira que hombres intelectuales que no son del cuarto estado cometan esas pifias.
Le miraba con sus ojos saltones, limpiándose el sudor de la frente, jadeando, antes de hacer caer sobre Isidro la avalancha de su indignación.
—Paece mentira, hombre… Y no creas que yo pienso ojetar nada contra el hecho de que tú y la Feliciana haigáis pactado el amontonaros, en uso de vuestra perfecta autonomía. Eso podrá escandalizar a los reaccionarios y a los unitarios, pero no a mí, que soy un ciudadano consciente y he pactado también muchas veces. El hombre es libre, la mujer es libre, el amor debe ser libre y autónomo… Pero lo que resulta una chiquillada, digna de azotes, es el dejar esa mocosa a su padre abandonado allá en las Carolinas. Yo voy a hacerle un rato de sociedad con más frecuencia que antes. El Chispas vive con él, y no se las campanean mal. Hacen cada cachuela que Dios se chupa los dedos. Pero el pobre Mosco está triste, le falta algo; no quiere que le nombren a la chica, y menos a ti. Bebe como un mosquito, y cuando tiene la tajá, la toma con los guardas, y quiere irse al Pardo para matar cara a cara al que asesinó a Puesto en ama. Le habéis puesto de un modo, que el día menos pensado hará una barbaridad.
Maltrana se conmovió con hondo remordimiento al pensar en el daño causado a aquel amigo. Sintió vehementes anhelos de reparar su falta. El señor Manolo podía interceder por ellos; él conseguiría que su hermano les perdonase.
—Lo que habéis hecho —continuó el Federal— es una chiquillada que no tiene nombre. ¿Os queríais?… está bien; pues haber venido a mí, que soy la práctica, y juntos hubiésemos ido a las Carolinas a tener un rato de sociedad, y yo, con mi labia, habría presentado una moción… «Hermano: estos chicos se quieren, ya tienen edad de ser autónomos, y deben confederarse ante la Naturaleza. Además, las cosas no merecen otro arreglo: andan, después de cerrada la noche, muy agarraditos por los desmontes, según dicen las malas lenguas, y me recelo que se han comido el puchero antes de las doce. He dicho». E iniciado el debate, habríamos discutido con todos los turnos que fuesen menester, y al reasumir yo, es seguro que, en uso de vuestros derechos individuales, os habríais ido al catre, sin que el Mosco las echase de tirano centralizador. Pero ahora, después de vuestra calaverada sin substancia, veo difícil que encaucemos el debate.
Maltrana, impulsado por el remordimiento, tuvo un arranque de audacia, y habló de ir con el capataz en busca del Mosco para pedirle perdón.
—No: es demasiado pronto —dijo el señor Manolo—. No vayas; si te presentases así, de sopetón, sería capaz de tratarte lo mismo que a un gamo. Tiene unas ganas locas de matar a alguien. Déjame que yo lo arregle; tú no sabes adonde llega mi habilidad; figúrate que estás hablando con la mismísima diplomacia.
El ablandaría poco a poco a la fiera. Mientras ellos no fueran por allá, no correrían peligro alguno. El Mosco permanecía en sus territorios y juraba no volver a Madrid, por no encontrarse con los fugitivos. Le enfurecía que le hablasen de ellos. El señor Manolo no los mentaba nunca, y eso que sabía dónde se ocultaban desde la semana siguiente a la de su fuga. Vivían cerca de la plaza de la Cebada, en la casa de un reaccionario, de un loco que repartía estampas y regocijaba a la gente con sus sermones.
—Yo lo sé todo —dijo el capataz, riendo ante el asombro de Maltrana—. En mi oficina se habla de cuanto ocurre en Madrid.
Y miraba su oficina, la ancha acera, con su incesante corriente de transeúntes y sus vendedores, de plantón, pregonando billetes del próximo sorteo, gomas para los paraguas, libros baratos y perrillos de cría con un cascabel al cuello.
Se despidió Maltrana del señor Manolo, luego que este le prometió interceder cerca del Mosco para que los perdonase. Podía marchar tranquilo, que en buenas manos dejaba el encargo. El era la diplomacia.
Al llegar a su casa habló Maltrana de este encuentro. Feli lloró un poco, pero su dolor fue más breve de lo que esperaba Isidro. La vida ruda de las Carolinas, aquella existencia de nocturnas aventuras que separaba al padre de la hija, haciendo familiar en la casa el riesgo de la muerte, había embotado los sentimientos filiales de la muchacha. Tantas veces había visto al padre herido y próximo a morir, que el disgusto doméstico de su fuga lo apreciaba como un incidente de escasa importancia. En ella no existía otro sentimiento vivo que el del amor.
—Que arregle tío Manolo todo eso —acabó por decir—; que nos perdone padre. Pero nada de separarnos, ¿eh? Contigo, siempre contigo.
Una mañana, al pasar Isidro después de las nueve por la Puerta del Sol, con dirección a la Biblioteca Nacional, reconoció en la entrada de la calle del Carmen el carro de Zaratustra por los bizarros adornos de su caballería. El filósofo de la busca estaba sentado dentro del vehículo, con las barbas esparcidas sobre las rodillas, aguardando a su criado el Bobo, que recogía el estiércol de los pisos altos.
Zaratustra se incorporó al reconocer a Maltrana. Reía maliciosamente, guiñaba sus ojillos al verle por primera vez después de su fuga con Feliciana, que tanto había dado que hablar a las gentes de las Carolinas.
—No vayas por allá, muchacho —dijo poniéndose serio—. El Mosco es muy bruto, y está que echa chispas. Han pasado dos meses desde que os fuisteis, pero te soltará un escopetazo lo mismo que el primer día. Algunos chavales de la busca que querían a la Feliciana han averiguado dónde vivís, y le llevan este soplo y otros. Un día habló con tu abuela, y la dijo que te matará si te encuentra al paso… Pero buscarte, no creo que te busque. Se pasa las noches en El Pardo, y algunas veces va de día. Es una rabia de cazar, una locura. Me han dicho que los guardas andan de cabeza. Comenzaban a hacer la vista gorda por huir de compromisos, pero ahora se desesperan y gritan: «Quiere que le matemos». El mejor día, cazando, el rey se va a encontrar con el Mosco, que anda por todo El Pardo como si fuese de su propiedad.
Zaratustra pasó repentinamente a hablar de la muchacha.
—Te has llevado lo mejor del barrio, granuja. ¡Los que te envidian por allá y desean verte morir!… Pero lo que has hecho es propio de tus pocos años. ¡Ay, si tuvieses los míos! ¡Si poseyeras mi sabiduría!… Ya te cansarás: el amor es un sarampión de cabeza, que todos sufrimos a cierta edad. Cree, muchacho, que el hombre está mucho mejor solo. Ya sabes que yo pasé unos cuantos meses en la Modelo. La di tal paliza a mi tercera mujer, que la dejé chorreando sangre al pillarla con un criado que era joven. Y la muy perra tenía cerca de sesenta años. Cuando salí de la cárcel volví a tomarla, y al morir ella tomé otras. Todas son iguales, y hay que tragarlas como son, ya que las necesitamos. Te lo dije otra vez: el hombre es un animal noble y altivo; la mujer…
—Sí, Zaratustra, lo sé —interrumpió Maltrana, que temía la charla del viejo—. La mujer, si no tiene su buen traje, su bota ajustada y demás señorío, da su cuerpo al demonio. Adiós, gran filósofo; expresiones a la abuela.
Zaratustra no le dejó marchar hasta enterarse de las señas de su domicilio. Alguna mañana que acabase pronto su tarea iría a verles y echarían un párrafo. La Feliciana se alegraría de hablar con el señor Polo, que la había visto nacer.
Transcurrió algún tiempo, sin que nuevos encuentros viniesen a recordar a los dos amantes el grave trastorno que habían causado con su fuga en la vivienda del cazador.
Isidro carecía de trabajo; pero aún duraba en las prudentes manos de Feli una parte del dinero del marqués de Jiménez. Había visitado a este, por si le ocurrían nuevas ideas y le tentaba el deseo de publicar otros libros; pero el prócer estaba en plena luna de miel literaria.
La obra reinaba esplendorosa, con su magnífica cubierta, en los escaparates de las librerías. ¿Venderse?… ni un ejemplar. El senador lo declaraba con desaliento: nadie quería enterarse de la verdadera solución del problema social. ¡Qué país!… Así andaba él. Caliéntese usted la cabeza, trabaje usted noches y noches, estudie condensando en innumerables notas toda la sabiduría del mundo, para que después le hagan a uno menos caso que a un novillero.
El marqués lanzaba estas lamentaciones ante el joven, olvidando momentáneamente su intervención en la obra. Pero de esta indiferencia del público le compensaban los elogios de sus compañeros de la Alta Cámara, a los que había regalado el libro y lo conservaban intacto sobre la mesa, sin cortarle las hojas; los sueltos laudatorios de los diarios, obra también de gentes que no hacían mas que pasear la mirada por el índice.
El prólogo del jefe lo habían publicado todos los periódicos del partido.
—¡Qué hombre, amigo Maltrana! —exclamaba el senador—. ¡Qué talentazo! ¡Y qué modo de escribir tan… castizo!
Se olvidaba, en su entusiasmo, de quién era el que le escuchaba, y seguía en sus elogios al jefe y a la bondad con que le cubría de alabanzas en varios pasajes del prólogo.
El marqués de Jiménez no pensaba publicar otro libro hasta el año siguiente. Era un mal el prodigarse. Además, sentíase fatigado, pues una obra como la que acababa de publicar no se escribe todos los meses.
Lamentábase en presencia de Maltrana de sus fatigas y trabajos, con una sinceridad que daba ganas de llorar… Por ahora no tenía otra ocupación que leer las críticas de los periódicos. Pasaba las noches en un sueño inquieto, temblando por lo que podría decir la prensa al día siguiente, y cuando encontraba un pequeño suelto laudatorio lo leía a la familia, y encerrándose en su despacho, pasaba las horas contemplando con ojos amorosos el pedacito de papel, para mostrarlo después, con ademán displicente de grande hombre fatigado de la gloria, a todos sus visitantes.
Maltrana renunció por el momento a todo encargo de trabajo por parte del senador. Pero su fe no se alteró por esto: otros le proporcionarían nuevas tareas. Al verse falto de ocupación, dejó de estar en casa, y pasó las tardes en el Ateneo o en los cafés, discutiendo con la juventud literaria. De noche comenzó a recogerse tarde, aconsejando a Feli que le esperase acostada. La literatura imponía deberes: era preciso dejarse ver para hacer carrera y adquirir un nombre, asistir a los estrenos de los teatros, intervenir con interrupciones en los debates del Ateneo, hacerse notar en las interminables y estériles disputas sobre si hay Dios o no lo hay, y acerca de la separación de la Iglesia y el Estado.
Una mañana, Feli le despertó cuando estaba en lo mejor de su sueño. La noche anterior había intervenido en una discusión sobre «la filosofía de lo maravilloso», y aunque con la certeza de que esto no podía reportarle ningún beneficio positivo y los periódicos no le dedicarían más allá de una línea, descansaba satisfecho de su tarea. El grande hombre inédito se despabiló al oír que en el despacho le aguardaba su padrastro, el señor José, mostrando gran agitación. ¿Qué le quería el bueno del albañil?
Cuando salió, el señor José, casi llorando, le agarró las manos.
—¡Qué desgracia, Isidro! ¡Qué vergüenza!… Si tú no arreglas eso, voy a morir.
El joven lo hizo sentar, tranquilizándolo. ¿Qué era ello? No había que apurarse, pues para todo hay remedio. Y el albañil, en presencia de Feli, habló de Pepín, del famoso Barrabás, que iba a ser motivo de su muerte.
Estaba en la Cárcel Modelo. Tres días antes lo habían cogido con otros golfos, por un robo de bronces y alambres en una fábrica de Vallecas. Hacía más de un mes que había huido de la calle de los Artistas, sin que el padre pudiese averiguar su paradero. Esta fuga no era la primera. Ya sabía Isidro que varias veces había desaparecido, sin que le corrigiesen las palizas que le propinaba al volver. Tenía piel de perro, según afirmaba el señor José. Ni golpes ni consejos habían servido de nada al padre. Era un golfo, pero de los de marca; el talento de su hermano para los libros lo tenía él para el mal. Colocábase al frente de sus camaradas, como más atrevido, y estos lo alzaban capitán.
—¡Lo que me ha hecho sufrir! —continuó el señor José—. He perdido varios jornales en un mes por dedicarme a su busca y captura, y todo inútil. Y eso que yo aún conservo cierto olfato de mis tiempos de guardia civil. He pasado días enteros en las inmediaciones del cerro del Pimiento. Me dijeron que andaba por allí con una cuadrilla de pillos y cierta pelona que es su querida, la Piquirri, una chicuela seca como una caña, con la cara llena de costurones, que vende periódicos en la Puerta del Sol y se arremanga para que los señores viejos la vean unas pantorrillas que parecen flautas. No he podido atraparle… Después, le busqué en la montaña del Príncipe Pío, en unas cuevas que hay debajo de los cuarteles por la parte de la estación del Norte. Creí pillarle en lo que llaman el «Palacio de Cristal», un chamizo donde se juntan los golfos con todos los plumeros y pericos que esperan a los soldados cerca de los cuarteles… Tampoco le vi… Y anoche, hablando en los Cuatro Caminos con un chico de Zamora que sirvió conmigo y está en Orden público, supe el paradero del granuja. Está en la Modelo; tú fíjate bien, Isidro; ¡un hijo mío en la Modelo!… Yo, que soy su padre, podré parecer tosco y pasar por ignorante, pero allí donde he estado nadie ha tenido que decir de mi, y los jefes me citaban como modelo de honradez.
El señor José llevábase una mano a los ojos, fregoteándolos para que las lágrimas retrocediesen. ¡Un hijo suyo en la cárcel!… Le parecía que todo su pasado de áspera integridad y honradez feroz se derrumbaba de un golpe. ¡Quién le hubiera dicho, cuando con el fusil al hombro conducía delincuentes esposados por las carreteras, que él, el soldado de la ley, el guardián del orden, procrearía carne de presidio, aumentando con un individuo más el ejército sombrío y desesperado que vivía en guerra continua con la sociedad!
Ya no tendría valor para detener en las calles a sus antiguos jefes, pacíficos veteranos que vegetaban en Madrid, abrumados por las estrecheces del sueldo de retiro. Ya no osaría decir: «¿Cómo va, mi capitán?», a aquellos señores que, recordando su pasado de probidad y obediencia, le estrechaban la mano como si fuese un igual, preguntándole por la familia. ¿Cómo iba a contestarles que un hijo suyo, el único, estaba en la cárcel por ladrón?… Aquel miserable le hacía abandonar el mundo de los buenos, le arrebataba para siempre el orgullo de una virtud que era su único lujo. ¡A los catorce años en la cárcel, y llevaba su apellido, que tantas veces había alcanzado elogios por servicios a la sociedad!…
—Yo deseo, Isidro —siguió gimoteando el señor José—, que en este asunto hagas lo que puedas. Ciertamente, no sé lo que quiero. No te pido que lo saques de allí; aunque esto pudiera ser, yo me opondría. Que se pudra en la cárcel, que se muera… ¡por pillo!
Pero tras estas palabras enérgicas, reaparecía el padre.
—Quiero —continuó con dulzura— que vayas a verle. Yo no puedo ir: creo que me lo comería, que le haría pedazos si le viese… Tú tienes otra labia; él te respeta y te hará más caso. Sermonéale; si ha caído, al menos que se corrija y se arrepienta. Grandes criminales he visto que acabaron como personas honradas. Y… —aquí titubeó— y si conoces al escribano que tiene la causa o alguna otra persona que pueda influir, hazlo por Dios. Que el muchacho salga de este mal paso; que una vez esté en la calle yo lo cogeré, y antes muere a mis manos que vuelve a escaparse.
El señor José estaba trastornado por el suceso.
¡Qué mundo, señores! Parecía cambiado y con gentes distintas a las que él había conocido en sus tiempos juveniles. Creía que los buenos formaban una casta, y que él y los que de él saliesen figurarían eternamente en ella. Por esto profesaban ideas sanas, respetaban la autoridad y acataban todo lo establecido… Y de repente, un pedazo de su carne, una prolongación de su persona, se pasaba de un salto al campo de los malos, burlándose de todas las doctrinas de orden y sumisión enseñadas por su padre.
El señor José comenzaba a sospechar si el mundo sería distinto de como él lo imaginaba. No sentía las mismas energías de antes para abominar de los vociferadores, que deseaban que la sociedad diese una vuelta, colocándose arriba los de abajo. El dolor le hacía tolerante. Ya no comparaba la organización social con la disciplina militar. No; la sociedad no era un ejército; era más bien un rebaño triste y manso, que los malos pastores obligaban a pastar en campos de desolación, reservándose para ellos las mejores tierras. Los lobos de la desgracia rondaban en torno de él, arrebatando las reses más débiles, las que marchaban a la cola.
—Te digo, Isidro —continuó—, que soy otro, y que cada día pierdo algo de mis creencias. Esto es el fin del mundo: todo farsas y mentiras. Voy creyendo que vivimos en plena comedia y que somos muchos los que hacemos el papel de bobos. De lo que tengo certeza es de que existen muchos ladrones, muchísimos, que no conoce la Guardia civil ni los conocerá jamás. Si ahora tuviese yo que conducir criminales, los miraría con mejores ojos. ¡Pobres diablos! También estos son de los lobos… Los ladrones, los verdaderos ladrones que turban el orden y la paz, los que ponen en peligro la vida de los hombres, están muy altos, en sitios adonde no llega la autoridad.
El señor José hablaba como un ciego que fuese recobrando poco a poco la luz. Fijábase con asombro en todo lo que le rodeaba. La injusticia conmovía su carácter sencillo y recto, que comenzaba a perder el endurecimiento de la disciplina.
—Vivimos entre ladrones, Isidro. Verbigracia: yo me gano ahora el jornal trabajando en un gran edificio de las afueras que construye el gobierno no sé si para cuartel, hospicio u otra cosa. La obra es por contrata; al contratista le dan sus buenos millones, y él hace el edificio como si fuese de cartón. Lo que importa es ganar dinero, mucho dinero, para partírselo tal vez con los mandones que le protegen. Los que conocemos el oficio temblamos de miedo al ver cómo nos obligan a construir. Sólo llevamos hecho un piso, y estamos seguros de que el día que lo carguen se vendrá abajo, aplastando a todo Cristo. ¡Con tal que no estemos nosotros!… El contratista viene en su automóvil una vez por semana; mira, recomienda que se haga todo por el sistema de «mírame y no me toques», y se va. El cemento es polvo de la carretera, las paredes son tabiques, las pilastras están huecas… El mejor día hay una catástrofe, que ni la del Dos de Mayo… Y por tres o cuatro pesetas estamos allí centenares de hombres honrados con la muerte en la garganta, mientras los culpables hacen vida de grandes señores. Yo soy imparcial y reconozco mis engaños. A esos que hablan de revoluciones del pobre los creo, como siempre, unos escandalosos perturbadores, pero en algunas cosas no les falta razón.
Aún habló el señor José largamente, mezclando las desilusiones de su vida con los pesares que le daba el rebelde Barrabás. Isidro le prometió que aquella misma tarde iría a ver al muchacho. Era amigo del director de la cárcel y podía recomendarle al maldito golfo. Buscaría además entre sus amigos alguno que pudiese influir con los señores del Juzgado.
Marchose el albañil, y por la tarde se dirigió Maltrana a la Cárcel Modelo. Feli le dio gran prisa por que fuese a ver a su hermanastro. La sensibilidad femenil se había interesado por este suceso que venía a alterar la calma doméstica. Recordaba vagamente al Barrabás, de haberle visto merodear por las Carolinas con una banda de golfos. ¡Pobrecillo! Tenía cara de bueno: le habrían perdido las malas compañías.
Isidro entró en la cárcel, siguiendo al empleado que el director le dio por guía. Al abrirse el último rastrillo, experimentó una impresión de frío y de tristeza; vio de un golpe las naves enormes, las galerías superpuestas, y en ellas las puertas de las celdas con gruesos cerrojos. Un silencio de tumba pesaba sobre la población invisible. La luz cenital de las monteras de cristales se ensombrecía al descender, adquiriendo la vaguedad crepuscular de las bodegas. Las filas de puertas recordaban a Isidro las tramadas de nichos de un cementerio. Detrás de ellas existían hombres silenciosos, que comían y pensaban; pero eran cadáveres animados, que la estrechez de su tumba obligaba a la inmovilidad; vivos que únicamente sentían la vida a son de corneta, al recibir el rancho por el ventanillo o al salir al sol, para pasear, como fieras enjauladas, durante algunos minutos. Un tropel de pájaros refugiados bajo las claraboyas de las naves revoloteaba en esta luz plomiza. Sus alegres piídos y el murmullo de sus alas sonaban como un remedo irónico de la alegre risa de la primavera.
Maltrana pensó con horror en la posibilidad de un largo encierro en uno de estos ataúdes de mampostería. Centenares de hombres vivían allí, sin que un grito, una palabra, un suspiro, conmoviese el silencio de estas naves, que parecían las de una catedral abandonada. Nunca se había creído valeroso; desconocía el impulso brutal de la agresión; pero a la vista de este cementerio de vivos se juró ser aún más prudente. Si le injuriaban, perdonaría la injuria antes que venir a este infierno silencioso por un arrebato de su animalidad.
El empleado le hizo subir una escalera, al término de la cual estaban las celdas de los niños. Apenas avanzaron algunos pasos por una larga galería, el empleado que vigilaba esta sección dio una voz, y un muchacho descalzo, con ligereza de diablillo, saltó de puerta en puerta, descorriendo con gran estrépito los cerrojos.
En la entrada de cada celda apareció un niño, cuadrándose con militar rigidez. Se examinaban con miradas oblicuas unos a otros, apretando los labios para sofocar la risa.
Calzaban alpargatas deshilachadas, o iban con los pies desnudos sobre los fríos baldosines. Vestían ropas remendadas y mugrientas. Algunos no tenían otro traje que la camisa y un pantalón de hombre sostenido por un tirante que les cruzaba el pecho. Llevaban rapadas las cabezas, mostrando muchos de ellos la extraña configuración de sus huesos craneanos. Había testas enormes, que parecían temblar por su peso sobre el cuello delgado y débil; otras presentaban por detrás un ángulo recto, un corte radical, que denunciaba la anulación de gran parte de la masa encefálica. Los había de ojos picarescos e insolentes, que miraban con fijeza agresiva; otros tenían el cuello ondulado por las cicatrices de la escrófula, o la nariz y las mejillas roídas por la viruela. Manteníanse rígidos, las manos pegadas a las piernas, sacando el vientre, con el bullón de la camisa lleno de objetos y papeles que les servían de juguetes.
El guía de Maltrana los conocía a todos como antiguos parroquianos de la casa. El primero en quien se fijó fue el Machaco.
—Cuando le trajeron por primera vez —dijo el empleado— tenía tanto miedo, que en el rastrillo le dio un accidente y hubo que curarle. Después, mira esto como su casa… Tú, ¿cuántas veces has venido?…
El empleado preguntaba al Machaco, y este contestó, sonriendo con sencillez infantil:
—Con esta veintitrés.
—Te han traído por un portamonedas de señora, ¿verdad?… Le darías tirón y echarías a correr.
—No, señor —dijo el Machaco poniéndose serio—. Lo saqué de dentro del bolsillo. Yo ya no hago esas cosas.
El empleado sonrió ante esta protesta de la dignidad profesional, y siguió presentando a los otros. Un muchacho cabezudo, con ojos azorados y chaquetón de paño pardo, era el Paleto. Le habían traído por robar un corsé. Miraba a Maltrana con ojos de víctima moribunda, creyéndolo un señor poderoso.
—Sí, señor; me llevé el corsé —gimió con su rudo acento de campesino—. Tenía hambre… vine a Madrid con mi padre… buscábamos trabajo. No lo haré más, señor… yo soy bueno.
Las grotescas contorsiones del Paleto, sus gemidos, provocaron una hilaridad bárbara en todas las puertas.
—¡Uuú!, ¡uuú! —rugían los golfos, burlándose del arrepentimiento y el miedo del Paleto.
—¡A ver si hay silencio! —gritó el empleado imperiosamente.
Todos quedaron inmóviles, con la vista baja, pero vagando en su boca una sonrisa, como si les divirtieran muchísimo los incidentes de su vida de encierro.
El empleado siguió designando por sus nombres a la doble fila de pillos. Este era el Besugo, consorte del Gallego, el Margallo y el Viruelas, y compañeros los cuatro del Barrabás en el robo de bronces y alambres en Vallecas. Al hermano de Maltrana lo tenían alejado de ellos, para evitar peleas, pues hablaba de comerse los hígados de sus consortes por haber charlado de sobra en las declaraciones.
—El muchacho es una alhaja —dijo el empleado irónicamente—. Tiene genio. Crea usted que sería un bien para la familia que reventase aquí. Cuando crezca, de seguro que le veremos en las celdas de abajo.
Maltrana examinó a los camaradas de su hermano, golfos de mirada viciosa y quijada fuerte, más voluminosa que el resto de la cara. El Viruelas era un monstruo de fealdad, con las facciones roídas, la nariz aplastada, los ojos casi ocultos bajo las cejas colgantes, y un hedor nauseabundo que surgía al mismo tiempo de su boca y su piel.
Luego, el empleado fue presentándole a otros: el Golfín, un angelito de pelo rizado y ojos garzos, con el que había que tener gran vigilancia por la intensa simpatía que inspiraba a sus compañeros; el Boto, el Feo y el Paniego, que llevaban varias temporadas en el establecimiento, y siempre «trabajaban» juntos; el Morritos, el Lentejas y el Lagarto, que aún no contaban trece años, pero tenían sus novias fuera de la cárcel, lo que les daba gran prestigio entre los compañeros. Eran mujeres que casi podían ser sus madres: prostitutas callejeras, que tomaban a risa la pasión de sus hombrecitos y les aconsejaban que robasen, pues sólo podían creer en su cariño cuando se presentaban con dinero.
El empleado habló a uno de estos:
—¿Y la novia?, ¿viene a verte alguna vez?
Contestó con un movimiento negativo. ¡Las mujeres!, ¡todas iguales! ¡Sólo eran tiernas cuando veían parné! Y su cara viciosa, ajada prematuramente, completó estas palabras con un gesto cínico.
Maltrana saludó al vigilante de la sección de los niños: un viejo de hirsutas barbas, con una expresión de bondad en los ojos. El otro empleado explicó a Maltrana las dificultades del cargo. Había que ser dulce con los presos; el director exigía la abstención de toda violencia; pero debían tratarles con energía al mismo tiempo, pues los golfos, maliciosos como monos, se insolentaban y sublevaban a la menor blandura. Por medio de ingeniosas telegrafías comunicábanse de una a otra celda, tramando complots contra todo vigilante que les era antipático.
Su revolución consistía en «darle tapadera», entendiéndose por esto que cada uno, encerrado en su celda, golpease la puerta con el redondel que tapaba el orificio de su letrina, armando a un tiempo tal estrépito, que se conmovía toda la cárcel. El empleado a quien obsequiaban con este estruendo había de abandonar su puesto, trasladándose a las galerías de hombres, más tranquilas y disciplinadas que la de estos gorilas del crimen.
Al final de la galería encontró Maltrana al Barrabás, erguido en la puerta de su celda.
Había visto entrar a su hermano, sereno, sin mostrar emoción alguna. Su orgullo consistía en ser un «buen preso», imitando los gestos y la impasibilidad de los veteranos del crimen que estaban abajo; en conocer los toques de corneta y moverse automáticamente, cual si llevase varias campañas y viviera en la casa como en su propio elemento.
Saludó al empleado llevándose la mano a la cabeza y quedó inmóvil.
—Bien, muy bien —dijo Maltrana—. Tú parece que estás aquí perfectamente, mientras tu pobre padre va a morir de vergüenza. ¡Golfo!, ¡ratero!
El Barrabás sonrió e hizo un ligero movimiento de hombros, como dando a entender a su hermano que para dirigirle tales reconvenciones no era precisa su visita.
—Este es un mozo de cuidado —dijo el guardián dándole golpecitos en la nuca—. Este irá a Ceuta. Cuando le trajeron estaba algo amarillo, tenía su poquito de miedo; pero apenas entró, ¡como el pez en el agua!… Si le dejásemos, cobraría el barato. Quiere ser el jefe, le disputa el cartel al Machaco: las echa de matoncillo…
Maltrana, mirando a su hermano con repugnancia, siguió reconviniéndole.
—Estás aquí por ladrón. ¿Sabes tú lo que es eso, Pepín? ¿No conoces lo que nos afrenta a todos? ¿No comprendes que vas a matar a tu pobre padre?…
El Barrabás abandonó su inmovilidad y miró con ojos hostiles, homicidas, a los que estaban plantados algunas puertas más allá.
—Estoy aquí —dijo con voz ronca— por esos voceras, que se han chivado, contándoselo todo al juez. Mis consortes tienen la culpa; en cuanto pueda, les saco el redaño.
Y se erguía con la arrogancia fanfarrona de un gallo joven, estremeciéndose todo su cuerpo linfático y desmedrado, con esa ruindad física de los homicidas por instinto.
Maltrana comprendió que sus palabras no causarían efecto alguno en el muchacho. Había hecho mucho camino cuesta abajo durante el tiempo que no le veía. Estaba agarrado por el engranaje del crimen. Cuando saliese de esta mala aventura, caería en otra. La cárcel era su casa, y toda aquella juventud que se aislaba de la sociedad, su verdadera familia, la escogida por él, con la atracción de las comunes aficiones.
El Barrabás siguió hablando, sin fijarse en la mirada de reprobación de su hermano, creyendo ingenuamente que eran portentosas hazañas las raterías verificadas por su banda. Tal vez le inspiraba lástima aquel hermano infeliz, incapaz de pelearse con otro hombre y sin agallas para apoderarse de un mal pañuelo.
A él le hacían caso en la cárcel. Lo declaraba con orgullo: pocos días llevaba allí, y los empleados le elogiaban, porque «hacía un buen preso», siendo el primero en la formación y ayudándoles con su influencia para que todos obedeciesen. Los compañeros y consortes le respetaban. Sabían que no era un ladronzuelo cobarde, de los que meten los dedos en los bolsillos y huyen muertos de miedo a la menor alarma. Tampoco era un «quincenario» de los que pasan en la celda medio mes sin enterarse del motivo de su detención. Era un detenido de causa, y los camaradas conocían su historia. Sabían que en el «Palacio de Cristal» había descalabrado a dos compañeros de los más audaces y que en todas las cuevas del Príncipe Pío, por su labia y por la facilidad con que empalmaba la navajilla, no le disputaba nadie el mejor sitio para dormir y las primeras hembras del rebaño de vendedoras de periódicos y explotadoras de señores viejos que seguían a los golfos en sus antros.
Los pequeños presos, al saber que el visitante no era un señor de los Juzgados, sino un hermano del Barrabás, abandonaban su posición rígida, aproximándose unos a otros para aprovechar este rato de inesperada tertulia.
El pilluelo, viendo alejarse hacia estos grupos al empleado que acompañaba a Maltrana, se espontaneó más con su hermano; quiso deslumbrarle con las grandezas de su porvenir.
—¿Ves todos estos? —dijo señalando a los camaradas—. Pues me tienen miedo y quieren que sea su capitán. Hemos resuelto, cuando salgamos, hacer una partida y que yo sea el jefe.
Circulaba, ocultamente, de celda en celda, un grueso volumen de páginas mugrientas, con las puntas de la encuadernación roídas por el manoseo. Era la historia de José María, «el rey de Sierra Morena». Las enfermizas imaginaciones de estos torpes engendros exaltábanse al leer, en el silencio del encierro, las hazañas del caballeresco bandido, al contemplar en las láminas las arrogantes figuras de los paladines de carretera, con sus grandes patillas, el trabuco debajo del brazo y el cinto repleto de onzas. Así serían ellos cuando saliesen al campo: el Barrabás marcharía al frente, por montes y caminos, como glorioso capitán. Y el libro, por medios habilísimos, pasaba de unos a otros, a pesar de que el director perseguía tales obras como si fuesen veneno puro.
—Si estos me siguen —continuó el Barrabás con énfasis—, si no son unos cobardes como mis consortes, ya oirás hablar de mí… Algún día puede que os tape con onzas de oro a padre y a ti… Cada uno sabe lo que le conviene. ¿Qué había de ser yo?, ¿albañil, como mi padre? Muchas gracias; no quiero morir aplastado lo mismo que un sapo, o en medio de la calle pidiendo limosna.
El deseaba vivir: juerga, alegría, mujeres; de lo bueno, lo mejor. Sabía dónde se encontraba todo: sólo era asunto de agallas el hacerse dueño, y él las tenía. Aunque muchacho, había visto bastante.
Su sonrisa era una mueca de viejo, un gesto de repugnante precocidad, que se reflejaba en sus ojos con un brillo feroz.
Maltrana, molestado por el cinismo del pequeño, huyendo su mirada, que parecía insultarle, se fijó en otro muchacho que se aproximaba a ellos. Iba descalzo, sin otras ropas que un pantalón y una elástica, pero llevaba el pelo cuidadosamente peinado, con una raya en el centro y dos bandos luengos y lustrosos.
—Y tú, ¿por qué estás aquí? —le preguntó Isidro.
El aludido contestó gravemente:
—Por darle una puñalada… a un queso.
Rio Barrabás la estúpida gracia con estruendosas carcajadas, y los grupos cercanos rieron también, como escandaloso eco. Todos se habían enterado de quién era Maltrana, y le miraban burlonamente. Al escuchar sus reconvenciones al hermano le consideraban como un enemigo. Era igual a muchos individuos de sus familias que venían a sermonearles en presencia de los camaradas, poniéndoles en ridículo, cual si no fuesen ya unos hombres.
—A ver si hay formalidad —dijo el empleado aproximándose al oír las risas—. Al primero que venga con chirigotas le suelto un capón.
Amenazaba como un maestro de escuela, con los nudillos de su mano. Luego añadió, señalando al de la puñalada al queso:
—Este se ve aquí por sinvergüenza. Su padre es rico, y él le ha robado, ha empeñado cosas de su casa, se ha escapado con mujeres. Aún no tiene catorce años. Su familia, para que se corrija, le ha metido en esta escuela de moralidad y buenas costumbres.
Y miraba a Maltrana con ojos entre asombrados e irónicos, como admirando por su inmensa estupidez a aquel padre que pretendía corregir al hijo encerrándolo en la Cárcel Modelo.
—Este señorito irá lejos —continuó—. Los chicos le llaman el Levita, y es el mayor amigote del Barrabás. El es quien le llena la cabeza de aire hablándole de las cosas que pueden hacer juntos cuando salgan a la calle.
Maltrana comenzaba a sentir la inquietud de una situación ridícula viéndose rodeado por aquellos monos malignos. Al volver la cara, sorprendió por dos veces los guiños burlescos, las morisquetas que hacían algunos a sus espaldas mirando al Barrabás. Su hermanastro, con una leve sonrisa, parecía animarles.
Del fondo de la galería salieron voces imitando el gruñido de varios animales. El empleado iba de un lado a otro amenazando con el consabido «capón». Todos adivinaban en Maltrana al enemigo, al pariente moralizador y molesto que se presenta a predicar la virtud. ¡Virtud a ellos, que eran unos hombres y estaban enterados de todo!
No quiso Isidro prolongar por más tiempo la visita; además, el empleado que le servía de guía mostrábase impaciente.
Prometió al Barrabás interesarse por su suerte, ver a los señores del Juzgado, por si era posible hacer algo en favor suyo.
—No lo descuides —dijo el pilluelo con hipócrita seriedad—. Será una buena acción; mis consortes son más culpables que yo. Si hubiese justicia, ya me habrían puesto en la calle.
Pero en sus palabras notábase la falta de anhelo por salir. Allí no estaba mal; además, pensaba en el «cartel» que podía darle un largo encierro, en la admiración con que acogerían su salida los golfos albergados en las cuevas de los alrededores de Madrid.
Cuando Isidro volvió a casa, pensaba en su visita a la cárcel como si fuese un ensueño. ¡Y su hermano, un pedazo de su carne, vivía allí con delectación, como si la esclavitud le colocase por encima de los demás! No ocultó a Feli el mal efecto de su visita.
—Haré lo que pueda por ese granuja, aunque él, por su gusto, mejor está allí.
El señor José se presentaba por las noches en casa de Isidro, pues el día pasábalo en aquella gran edificación de las afueras, por no perder el jornal.
—¿Qué hay del chico? —preguntaba ansiosamente.
Al principio le dio Isidro buenas esperanzas. Creía posible su excarcelación por medio de un amigo que, a su vez, lo era de otro que conocía al escribano. Luego se mostró pesimista. Pedirían una fianza, y no era cosa fácil para unos pobres como ellos el conseguirla. Por fin, quiso dar un consejo al señor José. El Barrabás era cosa perdida. Lo mismo daba que permaneciese en la cárcel que en la calle. Casi le favorecían dejándolo allí, pues evitaban que cometiese nuevos delitos.
El albañil no volvió por casa de Maltrana. A pesar de su carácter rígido, mostrose ofendido por esta falta de esperanza en la regeneración del Barrabás, y eso que él era el primero en desconfiar de su enmienda.
Isidro casi olvidó a su hermano. Otras preocupaciones dominaban su pensamiento. Quería salir de su mísera situación antes que se agotase el dinero del libro del marqués de Jiménez, administrado por Feli con escrupulosa economía.
De vez en cuando, una traducción que le proporcionaba un amigo, un artículo que conseguía colocar en un periódico ilustrado, sostenían instantáneamente el descenso de su fortuna. Pero esto no era bastante: le faltaba el ingreso regular y seguro para mantener su vida.
Pensó un momento en hacer un esfuerzo de voluntad y entrar en la redacción de un periódico… La empresa no era fácil: todos los puestos estaban ocupados, y él apenas si servía para esta labor. La fama del Homero indolente se había esparcido por todas las redacciones.
Hubo instantes en que confió su salvación a libros originalísimos que se le ocurrían, y que, según él, estaban destinados a producir gran escándalo en el público. Pero ¿quién iba a imprimirlos? ¿Y la fuerza para escribir dónde podía encontrarla, con la voluntad entorpecida y la inquietud del sustento inseguro?…
Comenzaba a dudar de su fuerza. Desvanecíase la fe de aquellos momentos de bienestar, en los que creía en asombrosas ascensiones hacia el triunfo. Pensaba, en su desesperación, que era un infeliz sentenciado a la miseria, con menos talento que un mozo de cordel. Aquellas ropas raídas de señorito que cubrían su cuerpo eran la librea del hambre. Llegaba a su cuarto y se tendía en la cama, triste, trémulo, como si le amenazase una desgracia, ocultando la cara entre las manos. La pobre Feli acudía, balbuceando de miedo:
—¿Qué tienes, Isidrín? ¿Qué te pasa, rico mío?
Le acariciaba como una madre; hundía sus manos en la crespa cabellera, mientras Maltrana respondía entre suspiros. Nada, no tenía nada; jaqueca, cansancio de no trabajar, aburrimiento.
Gemía de impotencia, acompañado por la dulce Feli, que también derramaba lágrimas, sin pedir nuevas explicaciones, adivinando, en su instinto de mujer, que estas crisis tenían relación con el montoncillo de dinero, cada vez más exiguo, que guardaba en la cómoda.
La juventud y el amoroso contacto de sus cuerpos acababan por desvanecer esta lluvia de lágrimas. Abrazábanse con los ojos todavía húmedos, sentían la necesidad de estrecharse, de hacer frente con mayor solidez a la desgracia, y los besos sucedían a los llantos, entregándose al amor con un resto de melancolía que proporcionaba a su placer nuevas dulzuras.
Por las noches entraba Maltrana en casa cada vez más tarde. La tímida Feli había tenido que vencer su miedo a las habitaciones desiertas, a las terroríficas imágenes del señor Vicente.
Cosía hasta más de las once a la luz de un quinqué comprado en el Rastro. El señor Vicente, al volver a su habitación y ver luz por debajo de la puerta, tocaba discretamente con los nudillos.
—¿Aún no ha vuelto el señor de Maltrana?
Y al saber que Feli estaba sola, negábase a pasar adelante. Era tarde y debía levantarse con el alba.
—Que trabaje usted mucho, señora, y duerma bien. ¡Ah! Y si tiene usted un rato libre y quiere distraerse, lea aquella oración tan bonita que le entregué. Se ganan ochenta días de indulgencia.
Escuchaba Feli el ruido de sus zapatos al caer, los crujidos del jergón, los suspiros y rezos del devoto al tenderse. Luego venían los gritos de la pesadilla, los apóstrofes al Malo, para que se alejase con sus carnales tentaciones.
Feli se acostaba después de media noche, aguardando en la obscuridad la llegada de Isidro, creyendo que era él cada vez que sonaban pasos en la escalera. Dormíase muchas veces vencida por la fatiga, y despertaba al sentir en sus ojos la violenta impresión de la luz.
Isidro, con aire fatigado, desnudábase junto al lecho. ¿Qué hora era? Las tres; las cuatro. El joven excusaba su retraso hablando de los deberes que pesan sobre un escritor, de las exigencias del oficio. Había que dejarse ver de las gentes, frecuentar las tertulias de Fornos, visitar algunas redacciones, callejear con ciertos amigos noctámbulos que podían ayudarle. El la amaba como siempre; pero se debía a la literatura y al público.
Una noche asistió a un banquete en honor de un compañero que acababa de publicar un tomo de versos. Era una fiesta de juventud, un alarde de fuerza y cohesión para que rabiasen los viejos. Feli cepilló con gran cuidado su traje, puso en su pañuelo unas cuantas gotas de esencia que aún le restaban en el fondo de un frasco; añadió un par de pesetas, por lo que pudiera ocurrir, al duro (precio del cubierto), que separó tristemente de lo que ella llamaba «el capital de la casa», cada vez más reducido.
Eran las tres de la madrugada cuando despertó Feli sintiendo en la frente el contacto de unas manos. Lo primero que vio fue la cara de Isidro, pero transfigurada, con las mejillas rojas, brillándole los ojos con un fulgor extraordinario. Después percibió un perfume de flores marchitas y vio esparcidos sobre la cama varios bouquets, que indudablemente habían servido de adorno a los cubiertos antes de comenzar el banquete.
—¡Viva el arte! —gritó Maltrana con una agitación que hizo reír a Feli—. ¡Viva la eterna belleza! ¡Viva la juventud triunfante!
—Pero ¡cállate, condenado! —exclamó la muchacha—. Puesto a gritar, dale un viva al vino, porque me parece que vienes algo marcado.
—Estoy borracho, es verdad; borracho de entusiasmo, de vida, de inspiración… El porvenir es nuestro, nena; los jóvenes triunfaremos. Tú eres la belleza, la musa de la juventud: deja que te cubra de flores.
Y riendo como un chicuelo travieso, le arrojaba a la cara los ramilletes.
—Pero ¡Isidro, hijo mío —protestó Feli—, que vas a despertar al señor Vicente!…
—Que se fastidie ese sacristán; que reviente el rapavelas. ¡Abajo el obscurantismo! ¡Viva el arte y la juventud!
La alegre embriaguez de Maltrana hacíale contemplar a Feli con ojos amorosos. ¡Qué hermosa la veía en el desorden del sueño, con el pelo alborotado y las mejillas sonrosadas, mostrando su pecho de suave palidez de camelia por entre las modestas puntillas de la camisa, cruzando tras la cabeza el marfil de sus redondos brazos! Era la musa de la juventud. Isidro la besaba en el rostro, en los hombros, en los pechos, en todos los adorables rincones de su carne que la muchacha iba dejando al descubierto al revolverse en la cama, estremecida bajo el chaparrón de caricias, que le arrancaba sofocadas risas, lamentaciones de irresistible cosquilleo.
—Déjame, mala persona —gemía riendo—. Déjame, o chillo.
Maltrana siguió besándola, interrumpiendo sus caricias con ardorosas palabras.
—Grita lo que quieras… pero no te dejo. He de asesinarte, matarte a besos… Te adoro. Eres la Venus de Milo… La de Milo, no, ¡qué barbaridad!, no tiene brazos, y los tuyos son muy bonitos. Eres la de Médicis, la de Cánova, la Capitolina, ¡eso es!… la Capitolina, que es la más chulona de todas las Venus… Deja que te bese de rodillas, que te adore.
Y en la extravagancia de su embriaguez, pretendió arrodillarse para besar una pierna que asomaba entre las ropas del lecho.
Feli sonreía con estos arrebatos de su amante. Le placía verle alegre. Se había dormido pensando en la necesidad de decirle una cosa… una cosa muy importante.
Maltrana inclinó su cabeza para oír mejor.
—Habla: dime qué es eso.
Pero Feli se resistió a hablar, ocultando su cara al mismo tiempo que sus mejillas se enrojecían intensamente. No; así no. Temía que alguien la oyese; que sus palabras llegasen hasta el devoto, que dormía al otro lado del tabique.
Extendió sus brazos para coger la cabeza de Isidro y la aproximó a su boca, hablándole al oído largamente, con mimo infantil.
Cuando Maltrana se incorporó, ya no le brillaban los ojos. Se había disipado el gesto risueño de su embriaguez; había perdido las ganas de dar vivas a la juventud y al arte.
La paternidad acababa de arrojar su fardo de inquietudes, de graves afectos y penosos deberes en medio del camino de su amor.
¡Un hijo!… Adiós, juventud. Maltrana creyó que caía de golpe sobre sus hombros la capa de plomo de los años; vio más negra, más triste, la miseria en que vivía.
Fue un sentimiento indefinible, en el que se mezclaban la satisfacción y el miedo. Su personalidad iba a desdoblarse, prolongándose en el curso de la vida. Esto le elevaba como hombre. Pero creyó sentir en torno algo que se despegaba de él. La juventud alegre, sin responsabilidades ni obligaciones, se perdía para siempre. A lo lejos, la Ilusión, en fuga, batía sus alas de diamante.