Capítulo VI

Capítulo VI

Un domingo por la mañana, Isidro y Feli bajaron al Rastro.

La tarde anterior, el joven había hablado con acento de resolución.

—Feli, de mañana no pasa. Ya es hora de vivir juntos. Estoy harto de que vaguemos por los desmontes como gitanos. Yo trabajo para ti y tenemos derecho a formar nuestro nido.

Feliciana dudó un instante. ¿Y su padre?… Pero una mirada de él bastó para vencer su resistencia. Estaba en plena embriaguez de amor, sin otra voluntad que la de adorarle y seguirle. ¡Con él, con él, aunque hubiese de renegar de todo su pasado!

Maltrana tenía dinero y se aburguesaba, según decía él irónicamente al hablar de su opulencia. Necesitaba poseer una casa, vivir bajo un techo que fuese suyo, tener un refugio donde encerrarse y trabajar acariciado por el calor de la intimidad amorosa.

Su obra El verdadero socialismo estaba próxima a terminarse. Había trabajado con gran actividad, escribiendo durante el día en la Biblioteca Nacional, en el Ateneo, allí donde encontraba silencio y libros. La tarea avanzaba rápidamente, sin que se le olvidasen las recomendaciones del marqués de Jiménez, gran amigo de la erudición. Cada página llevaba al pie un gran cimiento de letra menuda y apretada citando autores de todas las naciones, libros de todas las literaturas, y hasta largos fragmentos en diversos idiomas.

No hacía afirmación, por simple que fuese, que no la acompañase con el testimonio de media docena de escritores. El autor caminaba despacio, con largos titubeos, pero cuando avanzaba el pie, lo ponía en firme, como hombre a quien guían y llevan del brazo todos los sabios de la tierra.

La erudición corría como un torrente por la parte baja del libro. Amontonábala Maltrana con una facilidad exenta de escrúpulos. Cuando quería demostrar algo con textos ajenos y no los hallaba a mano, valíase del ilustre Murfinos, de la Academia de Noruega, de Max Stradivarius, célebre catedrático de la Universidad de Gottinga, y otros sociólogos no menos fantásticos, inventados por él para deslumbrar a su cliente. Al fin, él no había de firmar la obra. El marqués de Jiménez recibía un capítulo cada dos días, y al copiarlo de su letra —a pesar de sus grandes ocupaciones—, admirábase de la sabiduría del joven.

«Esto va a dar golpe —pensaba—. Tal vez es demasiado bueno; hay que poner un poco de estilo propio».

Y para comunicar a la obra el «estilo propio», cambiaba de lugar las comas o el orden de las palabras; escribía «ilustre» allí donde Maltrana había puesto «célebre», o viceversa. Un trabajo pesadísimo para él… ¡Y aún habría quién dudase, al publicar el libro, de que era obra suya!…

Maltrana, obligado a trabajar durante el día, había abandonado el cuartucho de la calle de los Artistas, ya que su único camastro lo ocupaban por la noche el señor José y su hijo. El joven dormía en Madrid, en el hospedaje de un compañero de bohemia, poro esto era con carácter provisional.

Necesitaba una casa. Le repugnaba vagar con Feli todas las tardes por los campos inmediatos a los Cuatro Caminos, acompañándola después a su barrio, cuando cerraba la noche.

El Mosco, aunque no ponía gran atención en los actos de su hija, comenzaba a mostrar cierta extrañeza por la tardanza con que se presentaba de vuelta del taller, alegando ocupaciones extraordinarias para justificar su retraso.

Las áridas cercanías de Madrid embellecíanse con la llegada de la primavera. Cubríanse los cerros de verde al crecer la cabellera de las cebadas y los trigos. En las cañadas, los grupos de almendros adornábanse con flores: unas blancas como el nácar; otras sonrosadas, con el color de la carne femenil. Las lilas pendían como racimos de violetas de las altas ramas. Zumbaban los insectos, ebrios de calor y vida; aleteaban los pájaros, poblando el follaje de estremecimientos y suspiros; chirriaban los primeros grillos, ocultos en la hierba. El campo parecía embellecerse para ocultar en sus espesuras las caricias del amor, para arrullar a las parejas con los perfumes y cantos de su vida exuberante.

Junto a la Huerta del Obispo, un camino bordeado de almendros atraía todas las tardes a Isidro y Feli. Paseaban cogidos del talle entre los árboles, que extendían sobre sus cabezas una bóveda de flores. Sus corolas rojas, inflamadas, parecían abrirse para saludarles.

—Míralas —decía Feli—; son boquitas que nos sonríen, que quieren hablarnos.

Maltrana aceptaba esta cándida afirmación de la muchacha. Sí; eran bocas de flor que se abrían para decir a Feli que era muy bonita.

—Y yo —continuaba con gravedad— me adhiero a la sabia opinión de este mitin florido.

La brisa de la tarde estremecía los árboles, y una nevada de pétalos caía sobre Feli, enredándose en su peinado.

Sentábanse en los ribazos cubiertos de hierba, y al hablarse arrancaban las margaritas silvestres que crecían al alcance de sus manos. Así esperaban la llegada del crepúsculo, y las sombras les sorprendían muchas veces en las inmediaciones del canal silencioso y profundo, que había presenciado sin un murmullo, con la bonachona complicidad de la luna, la comunión primera de su amor.

Feli vivía en dulce somnolencia, absorta por su felicidad, algo asombrada de que el mundo guardase ocultas tantas delicias. Todo le parecía bueno; se abandonaba con sublime impudor; sentíase capaz de caer en los brazos de Isidro en plena glorieta de los Cuatro Caminos con el mismo arrobamiento que si estuvieran en despoblado.

Maltrana era más exigente y descontentadizo. ¡Muy bonito el campo de primavera, con su ambiente poético y aquellos crepúsculos, que eran lo mejor del mundo! Pero ellos no iban a permanecer así toda la vida, vagando como perros enamorados, en busca de un rincón solitario, huyendo de las gentes, estremecidos de espanto al menor ruido.

Además, pensaba en el Mosco, que podía sorprenderles, enterado de lo que ocurría por cualquier murmurador. No nombraba a su terrible amigo, pero le parecían peligrosos e insostenibles estos idílicos encuentros en campo libre, cerca de las Carolinas.

Isidro tuvo la audaz resolución de los débiles. El miedo al Mosco le hizo ser atrevido y arrostrar el peligro de una vez… ¿Era de veras que Feli le quería? Pues a seguirle, a vivir juntos, olvidados de todo lo que no fuese su amor.

Los dos hablaron sin emoción alguna, con el egoísmo de la pasión, de abandonar al padre, de engañar al amigo.

Maltrana tenía dos mil reales, un capital, pues jamás había visto tanto dinero. Vivirían en el interior de Madrid, donde no les conociesen. Serían marido y mujer para las gentes que sólo comprenden el amor con documentos y sellos. Más adelante, cuando tuviesen hijos, ya pensarían en el matrimonio. Feliciana, vencida en sus últimos escrúpulos, contestaba afirmativamente a todos los proyectos de su amante. Ella también deseaba la nueva vida: estar siempre junto a Isidro, no volver a aquel barrio de traperos, que le parecía ahora más sucio, más triste.

Maltrana discutió con Feli largamente los detalles de su instalación.

—Hay que ser prácticos —decía—; hay que ser burgueses…

Y Feli contestaba, con no menos seriedad:

—Ya verás hacer economías y vivir bien.

Isidro, en su deseo de ser práctico, buscaba una casa en el extremo opuesto de Madrid, un rincón donde no pudiesen dar con ellos, después del escándalo que seguiría a su fuga. ¡Pero los alquileres eran tan caros!…

Un sábado expuso a Feli su resolución. Ya tenían casa; al día siguiente irían a ella. Había encontrado al hermano Vicente, aquel santo loco que repartía papelillos católicos y propagaba la religión en las afueras. Vivía en las inmediaciones de la plaza de la Cebada. Isidro había subido a la habitación, un piso cuarto, bajo el tejado, pero con piezas de sobra para el hermano Vicente y los viejos mamotretos de su biblioteca. Vivirían con él. Era un buen hombre, dulce y tolerante, sin otros defectos que su manía de santidad. Había tenido en su casa a varios obreros con sus familias, pero acabó por despedirles, a causa de los chismorreos de las mujeres y las embriagueces de ellos. No quería más huéspedes; pero el señor de Maltrana —como él decía— era un hombre cortés y bien educado, que le escuchaba en silencio, sin permitirse una burla. Al decirle el joven que se había casado, aceptó con gozo la vida en común que le propuso Maltrana.

Enumeró este a Feli las ventajas de tal arreglo. Vivirían al otro extremo de Madrid: listos habían de ser los que les encontrasen. Sólo pagarían tres duros por la casa. Del resto del alquiler se encargaría «el santo», que ocupaba las dos mejores habitaciones con su balumba de libros viejos. Ellos tendrían por suyas la cocina, jamás utilizada por el señor Vicente, a causa de sus ayunos y su alimentación de pájaro; una habitación grande, e la que escribiría él, y desde cuyas ventanas se abarcaban los tejados de todo Madrid, y otra que les serviría de dormitorio… En fin, un palacio, que iban a embellecer con su amor, ellos que vagaban por el campo como los amantes de los idilios antiguos.

Sólo les faltaba amueblar la casa; y se dedicaron a ello con el entusiasmo de la novedad, halagados por esta ocupación, que era de burgueses, según decía Maltrana.

Feli abandonó para siempre la casa de su padre y el barrio de las Carolinas. El Mosco dormía aquella mañana, cansado de su expedición de la noche anterior. Ni una duda ni un remordimiento sintió la joven: huyó sin que dijeran nada a su alma los lugares en donde había transcurrido su vida. Sólo pensó en no hacer esperar a Isidro, que la aguardaba en la glorieta de Bilbao.

A las once entraron en la plazuela del Rastro. Feliciana apenas conocía esta parte de Madrid. Habituada a la vida semirrural de Tetuán, sintió cierta inquietud viéndose empujada por el gentío en los alrededores de la plaza de la Cebada.

Las vendedoras, con un par de limones en una mano o unos fajos de perejil, pregonaban sus mercancías a grito pelado. En la calle de la Ruda tuvo que agarrarse del brazo de Isidro para poder andar sobre el asfalto resbaladizo, cubierto de hojas verdes, paja mojada y escamas de pescado. Mujeres de delantal mugriento, abombado por la voluminosa panza, pregonaban el buen repollo y la fresca escarola. Los cestones de los vendedores ambulantes ocupaban el arroyo; las tiendas se apoderaban con sus puestos exteriores de las estrechas aceras.

Al llegar a la plazuela del Rastro, la joven descansó un instante apoyada en la verja del monumento al soldado de Cascorro.

Maltrana parecía reflexionar, y acabó por hundir sus manos en los bolsillos del chaleco, juntando dos billetes de veinticinco pesetas y un puñado de monedas de plata.

—Guarda tú el dinero, nena. Me conozco: si lo llevo yo, me lo gasto en chucherías antes de que compremos nuestro ajuar.

Feliciana acogió con agrado esta prudente resolución, y envolvió en su pañuelo la pequeña fortuna, apretándola entre ambas manos con un mohín de mujer hacendosa dispuesta a defender el dinero.

Después avanzaron los dos cuesta abajo, en el infernal estrépito del Rastro.

Abríase ante ellos la Ribera de Curtidores, con su declive tan rudo, que las últimas casas tienen sus tejados al nivel del arranque de la calle. Por encima de las cubiertas de las Américas veía Feli la ondulación de los cerros amarillentos, la llanura castellana, de suaves hinchazones, con su sequedad que acusa los objetos a luengas distancias.

Así como descendieron por la Ribera de Curtidores, se achicó el panorama, fue hundiéndose, hasta ocultarse detrás de los tejados de los almacenes que cerraban el fondo de la calle. A ambos lados, bajo toldos de lienzo blanco o de sacos obscuros, estaban los puestos de los chamarileros tradicionales, que viven todo el año en el Rastro.

En el suelo, sobre viejas lonas, esparcíanse los más heterogéneos objetos: espadas con fundas de terciopelo que habían servido en los teatros, machetes cubanos, sables corvos de la Milicia Nacional, loza desportillada, saleros rotos, vasos de porcelana remendados con groseras lañas, viejas litografías de vidrios empolvados representando las desdichas de Atala o las hazañas de Hernán Cortés, lienzos embetunados, en cuya negrura distinguíase una pincelada roja que era una pierna, una mancha amarilla que era una calva.

Los palos que sostenían los sombrajos estaban unidos por cuerdas, y pendientes de ellas se balanceaban uniformes de soldados, viejas levitas, pantalones roídos por el roce, sobrefaldas de gasa que habían sido de moda treinta años antes, sayas que olían a humedad y a polvo, delatando el olvido en los cofres de algún desván.

Otros puestos eran de géneros nuevos, y los vendedores, en vez de permanecer inmóviles, con moruna pasividad, esperando la pregunta del comprador, agitábanse pregonando la baratura de las mercancías, anunciando su procedencia de famosas quiebras. Eran los sobrantes de la elegancia, los desperdicios del capricho femenil: abalorios que ya no se usaban en los vestidos, guirnaldas de flores para los sombreros, blondas y puntillas amarillentas, envejecido todo ello por la moda antes de ser aprovechado. En otros puestos se exhibían viejos telescopios, cornetines, cartucheras de agrietado cuero, sillas de montar, y entre las ropas mugrientas asomaban, como una primavera moribunda, las pálidas rosas de alguna casulla.

Por el centro de la calle pasaban los vendedores ambulantes con grandes cestos de quincalla, pregonando las piezas a real, desde la palmatoria al cepillo y el juego de peines. Eran golfos de poderosos pulmones, que para atraer al público se agitaban como epilépticos, corriendo en torno de su puesto, manoteando, exhibiendo sus artículos, entregándolos a ciertos compinches que se fingían compradores para impulsar a la gente reacia.

—¡Aquí!, ¡al tío que se ha vuelto loco y todo lo regala! —gritaba uno con voz de trueno.

—¡Lleven y compren! —mugía otro—. ¡Aire!… ¡Marchen, marchen!

Entre la miseria sórdida y gris acumulada en los puestos de las aceras brillaba de pronto un fulgor, deslumbrando a los curiosos. Era una instalación de objetos de bronce, bien fregoteados para la, venta del domingo: braseros de cúpula dorada, almireces, vasijas de cocina, y entre estas piezas, gran cantidad de revólveres vizcaínos, de una baratura que hacía temblar por la suerte de los que osasen dispararlos.

Feli y su amante deseaban adquirir la cama antes que los otros muebles, y se detenían indecisos al ver en los puestos y en las puertas de las tiendas camas de todas clases, de hierro y de madera, unas plegadas, otras extendidas, con su colchón de muelles. La muchacha deteníase, asombrada por esta abundancia, indecisa, desorientada, gustándole varias a un tiempo y sin decidirse por ninguna.

Maltrana la hacía seguir adelante. Aún quedaba mucho por ver: estaban en la entrada del Rastro. Abajo, en las Américas tenía él amigos, tenía parientes: ellos les indicarían lo más ventajoso.

En la parte baja de la Ribera pululaban los golfos ofreciendo «las buenas botellas modernistas de cristal tallado… a real». Unas mujeres atraían en torno de ellas gran aglomeración de gentes de su sexo, ofreciendo «las magníficas medias escocesas de hilo… a tres reales el par».

Maltrana se introdujo en el corro femenil, llevando del brazo a Feli. Quería que fuese para ella la primera compra que hiciesen juntos; ¡a ver!… unos cuantos pares de los más bonitos: media docena. La joven le tiraba del brazo protestando con voz queda. Era un disparate: ¿para qué media docena? Jamás había tenido tantas… No debía derrochar el dinero.

Pero Maltrana le impuso silencio fingiéndose enfadado.

—Usted, señora mía, tomará lo que le den… Vamos, Feli, págale a esta buena mujer, ya que eres el ama del dinero… ¡Pues poco bonita que va a estar mi nena cuando meta en estas envolturas de colores sus pantorrillas de diosa!…

Se alejaron del corro, llevando ella el regalo en un paquete. Ruborizábase por el carácter íntimo del obsequio y murmuraba al oído de su amante:

—Las medias hacen reñir; es un regalo que trae mala sombra: lo he oído muchas veces. Hay que deshacer el efecto con otro regalo.

Y se detuvo ante el puesto de un chamarilero, donde se amontonaban los objetos más diversos. Acababa de ver un tintero de cristal, enorme, con una esfera dorada a guisa de tapón. Feli lo compró después de largo regateo, entregándolo a Maltrana.

—Toma. Ya necesitas plumear, pobrecito mío, hasta que lo agotes.

Siguieron adelante, y entraron en el corralón de las Nuevas Américas. Allí estaban los comerciantes en grande, los que adquieren el hierro y los adornos de los derribos. Las tiendas estaban establecidas en casuchas de madera vieja, pero su inmensa balumba de objetos, no encontrando espacio en tales estrecheces, esparcíase por los callejones y plazoletas del corralón.

En un sitio predominaba el mármol, y se exhibían en número considerable cruces de tumba y de fachada de iglesia, mostradores, lavabos, y hasta sepulturas, cuyos constructores se habían declarado en quiebra antes de llevarlas al cementerio. En otro lugar se amontonaban las alfombras, plegadas en rollo, con intenso olor de polvo, mostrando los apagados colores de su revés. Mostrábanse las filas de herramientas industriales y agrícolas, con reflejos de obscuro azul, los rótulos arrancados de puertas y balcones anunciando con letras de oro modistas francesas y peluquerías elegantes que ya no existían.

En las plazoletas elevábase en montañas el hierro viejo y oxidado, tan frágil por la herrumbre, que parecía próximo a quebrarse como el cristal. Eran máquinas desmontadas, cuyas ruedas yacían empotradas en el barro; calderas enormes, con el cóncavo vientre hundido en pilas de planchas rotas; y entre estos grupos de residuos de la industria, filas y más filas de balcones en correcta formación, y verjas de jardín guardando en sus garras el yeso de las pilastras.

Los dos amantes apenas se detuvieron en esta parte del Rastro. Atravesaron la ronda de Embajadores, llena de gente, de chamarileros libres que no podían pagar un puesto, de corrillos que escuchaban el canturreo de un crimen célebre ante el cartelón pintarrajeado con las escenas más truculentas del suceso, y entraron en otro corral.

—Esto —dijo Maltrana— es el Rastro del Rastro; lo más barato de la baratura. Los de la Ribera de Curtidores miran a los de aquí como puedan mirarles a ellos los comerciantes de la Puerta del Sol.

Al entrar vieron librerías de lance, en cuyo interior se agrupaban viejos señores de traje raído hojeando volúmenes, hundiendo en ellos su nariz coronada por los anteojos; tiendecillas de indescriptible amontonamiento, en las que se confundían cuadros de agujereado lienzo, piezas de vidrio sucio y opaco, cofres viejos y cornucopias con el oro descascarillado y los remates incompletos.

Antiguas decoraciones de teatro, lienzos gruesos con manchas de color en las que se columbraban restos de palacios y frondosos bosques, servían de cortinas y tabiques a estas tiendas de la miseria. El suelo era de guijarros desiguales, que de trecho en trecho se hundían en el fango, desapareciendo bajo los arroyos de agua negra y hedionda. Estos callejones oliendo a polvo y a miseria secular, con su pavimento de islas de pedruscos y mares tortuosos de fango líquido, daban al Rastro gran semejanza con las avenidas angostas y sombrías de un zoco moruno.

En la plaza vieron a los vendedores más míseros, con sus puestos de objetos rotos, de una utilidad desconocida.

Maltrana señaló riendo algunos de estos comercios, cuyo valor en conjunto no ascendía a más de tres pesetas. Sobre unos periódicos viejos exhibíanse martillos faltos de mango, cuchillos mellados y sin empuñadura, pomos de picaporte, petacas viejas, ejemplares mugrientos de revistas ilustradas. El vendedor permanecía inmóvil en una silla rota, sin prestar gran atención a las moscas que revoloteaban en torno de sus labios; y más para espantarlas que para atraer al público, gritaba de tarde en tarde: «¡A perra chica… a perra chica la pieza!».

Lo que más abundaba en los puestos era la ferretería vieja y rojiza por el óxido. Isidro admiraba la paciencia de algunos rebuscadores, que, necesitando un tornillo o un clavo igual al que llevaban en la mano, iban toda la mañana de puesto en puesto, sin fatigarse, removiendo montones de hierro.

Algunas mujeres examinaban los puestos de vidrios, deseando sacar utilidad de sus despojos, fijándose en las grietas y desportilladuras de un salero, de un vaso, de una botella, antes de ofrecer en junto por todo ello cinco céntimos.

Un puesto de muñecas viejas atrajo la atención de Feli. Eran bebés que habían vivido en las casas de los ricos, y con una mejilla rota o faltos de una pierna esperaban en el Rastro su segunda campaña, ofreciéndose a la niñez pobre, a los pequeñuelos de la miseria, obligados a buscar su alegría en este estercolero.

Una pobre mujer con una muñeca en la mano discutía con el vendedor, mientras su hija se agarraba a sus faldas pugnando por tocar el desnudo monigote, que tenía la cara ennegrecida y una de las piernas quemada.

—¡Dámela… la quedo! —lloriqueaba la pequeña con balbuceo infantil.

Pero la madre dejó la muñeca en el suelo.

—¡Si piden tres perras, hija!… Eso es sólo pa los ricos.

Feli intervino, conmovida por el gesto de inmensa decepción de la pequeña.

—Tómela usted, señora… Yo se la regalo.

Y pagó, mientras la pobre mujer le daba las gracias, y la niña, con el mutilado monigote sobre el pecho, repetía a instancias de la madre:

—Gracias, señora… muchas gracias.

Isidro, mientras tanto, examinaba las caras de los vendedores. Buscaba a uno de sus tíos, apodado el Ingeniero, el cual, según noticias, aunque retirado de los negocios, colocaba allí su tenderete todos los domingos.

En el otro extremo de la plaza sonaba como un quejido la música de un órgano. Las melodías gangosas llegaban a jirones hasta Maltrana cuando se hacía un corto silencio en el vocear de los vendedores.

Cogiendo del brazo a Feli, fue el joven hacia donde sonaba el lamento del órgano.

La música no le había engañado: el que la hacía era su tío el Ingeniero, llamado así por la rara habilidad que demostraba en el arreglo de los instrumentos de música y juguetes mecánicos. Vestía un gabán de color de castaña con grandes botones, y bajo la visera de su gorra destacábanse las dos manchas negras de los anteojos con bordes de paño que abrigaban su vista enferma.

Estaba sentado en un sillón de madera blanca y dorada, con las graciosas curvas del siglo XVIII; la seda antigua enseñaba, entre desgarrones y deshilachados, el lejano recuerdo de una escena pastoril.

A su lado, una mujerona chata, de desbordantes grasas, sentada en un taburete, se cubría de, los rayos del sol con una sombrilla roja, de encajes, cuya riqueza contrastaba con la mugre de sus ropas.

Isidro no la prestó atención. Conocía las debilidades del Ingeniero. Aquella sería la favorita del momento. Su tío, desde que había quedado viudo, gozaba de una fama vergonzosa en todo el barrio, desde la Ribera de Curtidores al paseo de las Acacias. No había vendedora de mollejas, tripicallera o chamarilera del Rastro a la que no cortejase, valiéndose del prestigio que lo daban sus habilidades y los cuantiosos ahorros que todos le suponían. Las odaliscas turnaban en su favor con alternativas de escándalos y riñas, sin que el ilustre Ingeniero se decidiese formalmente por ninguna.

Sentado en el hermoso sillón, daba vueltas al manubrio, deleitándole los chillones sonidos, que acompañaba con movimientos de cabeza. A sus pies vio Maltrana una numerosa colección de cartillas para ciegos. ¡Quién podría ir al Rastro en busca de tales cosas!…

El Ingeniero, percibiendo al través de las negras antiparras una pareja detenida ante su «establecimiento», husmeó al comprador.

—Un órgano magnífico, caballero; fabricación alemana, y se da regalado. Usted es persona de gusto. Voy a cambiar el papel y oirá cosa buena: la marcha de El Profeta.

Isidro le contestó con una carcajada, al mismo tiempo que la grasienta odalisca tirábale de la manga para advertirle su equivocación.

—¡Pero tío, si soy yo! —dijo Maltrana.

—¿Y quién eres tú?…

—Isidro, el hijo de su hermana. Me he casado, vengo con mi mujer a comprar unas cosillas, y he querido verle para que me aconseje.

El Ingeniero, al oír que era una mujer la que acompañaba a su sobrino, abandonó bruscamente el manubrio, y pisando las cartillas, aproximó a Feli sus antiparras, contemplándola largo rato.

—Muy bien, sobrino, muy bien; mi enhorabuena —dijo con sonrisa de inteligente en el género—. Tanto gusto en conocerla, joven, y que siga usted muchos años tan antipática y tan feota… La pobrecita está ciega. Caballeros, ¡y qué par de ojos se trae la socia!

Luego continuó, dirigiéndose a su enorme compañera, con el mismo acento que si hablase a un perro:

—Oye, tú, ¿no encuentras que esta joven se parece mucho a Nicanora, la cigarrera de la calle de Mira el Sol?…

—No señor, no se parece —dijo la mujerona con no menos rudeza, mostrando al hablar unos dientes picudos y amarillos entre las salchichas de sus labios—. Bien se ve que estás ciego. La señora es más guapa. Ya quisiera la Nicanora parecerse a la suela de sus zapatos.

—¡Muuú! —mugió burlescamente el Ingeniero—. Ya la has metido; ya has soltado una barbaridaz. No la hagan ustés caso —continuó, dirigiéndose a los dos jóvenes—; le tié tirria a la Nicanora porque la chica está por mí. La semana pasá se tiraron del pelo y fueron a la delegación del distrito.

—Que sus den morcilla a los dos —dijo la gorda con bronco vozarrón.

Y satisfecha de este caritativo deseo, se removió en el asiento, enderezó la sombrilla, y quedó inmóvil, con los morros apretados, fingiendo no ver ni oír al Ingeniero y sus parientes.

El chamarilero, sentado en el sillón, aconsejaba a su sobrino dónde debía hacer las compras. La tienda de la Ribera de Curtidores era ahora de sus hijos; se la había traspasado para quedar en completa libertad. Bien podía divertirse después de tanto trabajar. Pero le restaba la afición al negocio, sobre todo a los instrumentos de música. Los compañeros no adquirían un mecanismo defectuoso que no se lo ofreciesen para que lo arreglara; siempre tenía alguna joya como aquel órgano, y todos los domingos colocaba su puesto en las Américas, para no perder la costumbre.

El Ingeniero indignábase al hablar de sus parientes. Su hermano el anticuario era un orgulloso, que desde que trataba, por su negocio, con marqueses y curas ricos, no había quien lo sufriese. No se veían una vez que no le echase en cara sus aventurillas y escándalos. Era un jesuita, un hipócrita; vivía como un imbécil, sin alegría, sin amables desórdenes. ¿De qué le servía el dinero?… Aconsejaba a su sobrino que no entrase a verle en el viejo patio de las Américas.

—Te recibirá con unos aires de personaje que dan ganas de soltarle dos tortas… En cuanto a mis hijos, los dos han salido a su tío. Se pelean conmigo y me reniegan por menos de una perra chica. Apenas me saludan, y alegan que esto es porque vivo como vivo, porque hablo con esta o con la otra. Todo filfa, pues lo que buscan es no pagarme lo que me deben por el traspaso de la tienda. ¡Qué les importa a esos judíos lo que haga su padre!… Yo parezco un chaval al lado de ellos. Aquí no hay otro joven en la familia, alegre y que se las traiga, que este cura: el Ingeniero.

Después aconsejó a Isidro que comprase la cama en la tienda de sus hijos. Tenían géneros baratos y nuevos. No debía adquirirla en las Américas. Eran todas de largo uso; la que menos, había visto morir a toda una familia. Sus primos le darían con economía lo que necesitase.

Luego preguntó por su madre, la señora Eusebia. Más de un año hacía que no la había visto. ¿Cómo le iba a la abuela con el señor Polo? Un día que tuviese humor, tal vez se decidiera a ir a Tetuán. Ya no conocía a las gentes de allá. Madrid terminaba para él en el Café de San Millán, donde se reunía con ciertos amigotes para admirar a las hembras de la plaza de la Cebada. Cuando el sobrino quisiera encontrarle, ya sabía dónde: siempre en su «farmacia». Le tenía ley al Rastro y sus alrededores, y eso que el barrio, con todo su comercio, era igual a aquellas casuchas de Tetuán de donde procedía la familia. Traperos todos: unos de burro y carro, otros con casa abierta, pero viviendo por igual de los desperdicios de la villa. Los restos de la existencia diaria, la comida y los trapos rotos, los expelía Madrid hacia lo alto; los residuos de su lujo, los muebles y las ropas, empujados por los vaivenes de la fortuna, bajaban la cuesta del Rastro para amontonarse en el estercolero de las Américas.

—¡Las cosas que uno ha visto, muchacho!… ¡Si los muebles hablasen!

Comenzó a dar vueltas al manubrio del organillo y la gangosa melodía sonó otra vez.

Maltrana dijo adiós a su tío; pero este, antes de que se alejasen, tuvo un arranque de generosidad.

—Tomad lo que queráis. Ya que sois recién casados, os debo un regalo.

Y les mostraba noblemente la mercancía esparcida a sus pies, las cartillas de ciegos, con las páginas al viento o puestas en ángulo con el lomo en alto. Los dos jóvenes diéronle las gracias.

—No os ofrezco el órgano —siguió diciendo— porque le tengo querencia a la Gran Marcha. Pero cuando me canse, venid por él: pasaréis buenos ratos.

Se alejó la enamorada pareja. Feli reía del Ingeniero, de sus pretensiones galantes y del mastín con faldas que le acompañaba.

—Es un hombre temible —dijo Isidro con tono irónico—. El terror del barrio… Y tú parece que le has dado golpe: tendré que vigilaros…

Volviendo hacia lo alto del Rastro, asomáronse al patio de las Viejas Américas. La muchacha admiró las grandes tiendas de antigüedades y las de muebles con sus sillerías de sedas vistosas que alegraban los sombríos rincones del caserón. Isidro mostró a Feliciana un hombre obeso y cejudo que en la puerta de su tienda enseñaba unas planchas pintadas en cobre a dos señoras extranjeras. Aquel era su tío; debían pasar sin saludarlo, no creyera que iban a pedirle algo.

Permanecieron más de una hora en la tienda de los hijos del Ingeniero. Maltrana reconoció que sus primos eran unos judíos, como decía el padre, sin alegría, sin afectos, cual si tuviesen cegada el alma por el polvo amontonado en el establecimiento. Le hablaban con seriedad recelosa, temiendo que apelase al parentesco para no pagar.

En otro sitio hubiese adquirido Isidro los mismos muebles a menos precio. Pagaba el parentesco y la vergüenza del regateo. Compraron una camita dorada, una mesa de escribir, otra de comedor, varias sillas y un colchón con almohadas y dos mantas. Todo era modesto, de poco precio; pero la cama, con sus hierros coruscantes, les pareció a los dos un derroche, un alarde de suprema elegancia, una manifestación de su propósito de vivir en grande, sin privaciones. Siete duros les costó esta joya. Los dos se miraban con inquietud. ¡Qué modo de gastar el dinero! Pero este remordimiento desvanecíase al examinar la cama otra vez, fijándose especialmente en el colchón de muelles. ¡Ella, que no había conocido otro lecho que un jergón sobre tablones en la casucha del Mosco! ¡El, que durante años aguardaba a que le dejasen libre el camastro para descansar sus huesos!…

Los dos abandonaron la tienda, trémulos de emoción por las adquisiciones que acababan de realizar. Por fin, iban a tener una casa, a ser dueños de algo. Comenzaban una vida nueva. Antes de dos horas tendrían los muebles en su casita, en aquel nido próximo a las nubes.

—¡Cuánto dinero hemos gastado! —decía Feli, apreciando con el tacto la disminución del envoltorio que llevaba en la mano—. Si seguimos derrochando así, dentro de poco pediremos limosna.

Isidro la tranquilizaba: aún tenía más dinero para las necesidades de la casa. Y después, ganaría nuevas cantidades; contaba con su pluma para vivir.

Y hablaba de su pluma con petulante seguridad, como si el mundo entero aguardase impaciente que él se dignara escribir algo para adquirirlo.

Salieron del Rastro. Cerca de la plazuela contemplaron un instante los puestos de los remendones que aprovechan el calzado viejo recogido en las calles. Tenían ante ellos grandes montones de zapatos húmedos, extraídos de una gran cuba, y agarrándolos como animalillos muertos, les arrancaban las tachuelas, las suelas, los tacones, todo lo aprovechable. Lo inservible caía en el suelo, pegándose a las piedras como inertes piltrafas.

Junto a la estatua del héroe de Cascorro se cruzaron con dos ropavejeros que volvían de recorrer las calles pregonando sus ofrecimientos de compra. Llevaban al brazo varias prendas de ropa. Calzaban alpargatas, cubríanse la cabeza con boinas, pero encima de ellas, como si fuesen las enseñas del oficio, llevaban con solemnidad, uno de ellos un sombrero de copa, y el otro una teja de cura de un negro verdoso. Caminaban gravemente, como dos caricaturas de la riqueza y el clero, sin prestar atención a las risas de los curiosos, y se metieron en la taberna del Manco para hablar de sus asuntos entre dos «tintas».

Isidro y Feliciana sentían impaciencia por verse en su casita. Dudaron un instante ante la puerta de un café, no sabiendo si almorzar en él. No; mejor sería en su casa, completamente solos, sin la molestia de las miradas del público.

Al presentarse el camarero con una gran bandeja en aquel piso alto donde ocultaban su felicidad, tuvieron que colocar sobre una mesilla del señor Vicente el solomillo con patatas, la merluza frita, el postre de pasas y almendras y la botella del vino. Comieron con el buen apetito de la juventud, con esa excitación que proporciona la novedad de los cambios de sitio.

Feli, de vez en cuando, fruncía el entrecejo con sus preocupaciones de amita de casa.

—Esto empieza mal; gastamos demasiado. Con lo que cuesta este aparato que han traído del café tengo yo para dos días.

Maltrana contestaba con risas. Había que alegrarse: aquel domingo era el de sus bodas, el primor día que pasaban juntos. Ya pensarían luego en las economías.

Bebieron en el mismo vaso, cuidando el uno de poner los labios en la empañadura que dejaba la boca del otro. Se besaban entre bocado y bocado, marcándose en las mejillas redondeles de vino y de grasa:

—¡Cochino, cómo me pones! —decía Feli con gracioso mohín, limpiándose la cara—. ¡Ay! ¡Déjame comer!, ¡déjame tranquila! Mira que estoy cansada, que deseo paz… que aún nos queda mucho por arreglar.

La presencia del señor Vicente hizo que el almuerzo acabase con cierta tranquilidad. Venía de oír varias misas, de asistir a una reunión de Hermandad, de hablar con los señores de la Conferencia, que le entregaban las estampitas y hojas piadosas para los impíos de la plebe. Los domingos eran días de gran trabajo.

Se negó a aceptar los restos del almuerzo que le ofrecía el joven. Gracias, señor de Maltrana; no era orgullo, pero estaban en Cuaresma, y él ayunaba rigurosamente. Había devorado en la calle su modesta colación; la carne pecadora ya tenía bastante.

Fijaba sus ojos enfermos en Feli con cierta inquietud, turbado por la presencia de una mujer joven y bonita en su propia sala, en medio de los estantes empolvados repletos de tomos de pergamino que guardaban toda la sabiduría y la santidad del mundo.

—¿Conque usted es la señora del señor de Multrana? Vaya, vaya… Que sea por muchos años.

Y al decir esto, paseaba por la habitación con sus zapatos de cura, que parecían querer escapársele a cada paso, acompañando sus movimientos con un monótono chac–chac. Tenía en sus piernas algo inexplicable que parecía repeler los lacios pantalones que las cubrían. Feli pensaba que aquel hombre había nacido para llevar una sotana, un hábito, una envoltura talar. Se movía y andaba como si unas sayas invisibles estorbasen su paso.

—¿Conque usted es la señora del señor de Maltrana? —repitió otra vez, no sabiendo qué decir—. Vaya, vaya… Que Dios la bendiga y la dé muchos hijos, para que la acompañen en el ciclo… Tiene usted cara de buena; el señor de Maltrana también es bueno, aunque algo olvidado de la salud del alma. Usted le guiará por el buen camino: las señoras, para estos casos, saben más que nosotros. Creo que nos entenderemos, que viviremos como buenos cristianos, en santa paz.

El señor Vicente entró a detallar su futura vida. Libertad completa para todos. Ellos tenían su llave, y él guardaba la suya. Cada uno podía entrar y salir cuando quisiera. No hacía falta llamarse mas que en casos de necesidad, como buenos hermanos. El se acostaba muchas veces cuando aún había sol en el horizonte. Otras llegaba a altas horas de la noche. Se retrasaba peleando con algún pecador de lengua blasfema; velaba enfermos, con la esperanza de que se arrepintiesen a última hora. La noche era tan buena como el día para servir a Dios. Además, dormía poco: le repugnaba el sueño, por ser el momento que aprovecha el Malo para tentar y atormentar con visiones pecaminosas e impuros disparates. Ansiaba la llegada del día como un descanso, y antes de apuntar el alba estaba de pie para asistir a la misa primera. Cuando ellos se levantasen, ya andaría él muchas horas por el mundo.

—No crea usted, señora —continuó—, que siempre he vivido tan cristianamente. He tenido mis épocas de calavera, de trasnochador.

Al decir esto, sonrió con una candidez que pretendía ser maliciosa.

—Cuando yo conquistaba a mi zapatero, un demonio de Granada que cometió enormes sacrilegios, y cuya conversión no sé si se la habrá contado don Isidro, entonces pasé meses y aun años acostándome después de la salida del sol. El pecador tenía gusto en oírme, y yo me agarraba a él, acompañándolo a las tabernas y a sitios peores, señora… a sitios donde fueran conducidas en tiempos de martirio las santas vírgenes para ser atormentadas en lo que más estimaban. El Señor me lo perdone… El bebía y hacía cosas peores; yo le hablaba, sin aceptar sus obsequios, sin hacer caso de sus blasfemias, esperando que estuviese bien borracho para ver si de este modo podía meterlo en una iglesia y que oyese una misa, una tan sólo, con la esperanza de que Dios y su Santísima Madre me habían de ayudar, tocándole el corazón. ¡Y costó, pero llegó! Pasé años haciendo una vida de pillo, pero puedo decir que he devuelto un alma al Señor… Ya le contará más despacio el señor de Maltrana mi conquista del zapatero.

Y paseaba, guiñando los sanguinolentos ojos, frotándose las manos, celebrando su malicia y aquella conversión que era el acto más glorioso de su vida.

—Aquí estará usted muy bien, señora —continuó—. Hay de todo en el distrito; tiene usted inmediatas varias iglesias, con misas a todas las horas. Además, casi a la mano, está la catedral. San Isidro, con su famosa capilla isidoriana. Si usted no la ha oído, vaya a oírla. Un coro de ángeles, una bandada de querubines, que la dejarán con la boca abierta.

Cuando se presentaron dos mozos de cordel trayendo a cuestas una parte de los muebles, el señor Vicente se despidió. Tenía que hacer propaganda aquella tarde. Ahora visitaba a la gente de la carretera de Extremadura: unos pobrecillos sin más medios de existencia que el trabajo en los tejares durante el verano y el robar cardillos y leña de la Casa de Campo. Allí se quedaban los dos como dueños de todo. Con otros huéspedes no osaría tales confianzas. Pero el señor de Maltrana podía hacer lo que gustase y disponer de su biblioteca: todas las puertas quedaban abiertas. Si necesitaba clavar algo en el arreglo de la casa, allí tenía un poco de todo, en el cajón de los chismes. Y le mostró en el fondo de una caja clavos, tachuelas, dos martillos rotos, todo de hierro viejo recolectado en sus excursiones por las afueras y traído a casa con una minuciosidad que le hacía aprovechar cuantos objetos veía en el suelo. Si la señora necesitaba botones, hilos o agujas, también encontraría gran provisión en una tabla de la biblioteca.

Los amantes, viéndose solos, dedicaron gran parte de la tarde al arreglo de los muebles. Los habían dejado los portadores agrupados en el centro de la habitación que destinaba Isidro para despacho. Después de largas reflexiones y no menores titubeos, se dispusieron los jóvenes a colocarlos.

—Aquí la mesa, junto a la ventana —dijo Feli—. Tú escribirás de espaldas a la cocina, y yo vendré de puntillas, poquito a poco, y… ¡zas!, te daré el gran susto, cuando menos lo esperes, echándote los brazos al cuello, besándote… así, así.

Y el silencio monacal de la casa del hermano Vicente conmovíase escandalizado por una lluvia de ruidosos besos y por los suspiros de pasión que acompañaban a los fuertes abrazos.

Al colocar la mesa de comedor, sentáronse frente a frente; pero arrepentidos de establecer entre los dos este obstáculo, diéronse las manos por encima de ella, mientras por debajo se buscaban los pies. Luego, soltándose Feli con inesperado tirón, se levantó y corrió alrededor de la mesa, perseguida por Isidro, que lo acosaba con rugidos de ogro.

—¡Qué te como, feísima!… ¡Qué te devoro, sosa… desgalichá!

Con tales intermedios, el arreglo de los muebles, a pesar de ser pocos, amenazaba prolongarse hasta bien entrada la noche.

La colocación de la cama fue el asunto magno de la tarde. Cambiáronla de sitio un sinnúmero de veces, sin que llegase a quedar nunca a gusto de los dos. Sudaban, con la cara roja de fatiga, al mover y dar vueltas a este armatoste dorado en la estrechez de la habitación.

Feli, arremangándose los brazos, pegados a su frente los rebeldes rizos con el sudor y el polvo, daba pataditas en el suelo y torcía el gesto, no encontrando nunca a su gusto la posición de la cama. Quería que se viese bien, que la luz hiciera brillar el oro con todo su esplendor: para esto habían gastado el dinero. Y cuando la veía colocada en estas condiciones, surgían otros inconvenientes. ¿Es que iba a dormir ella junto a la pared?… No; ella sería la primera en levantarse; había de madrugar para el buen arreglo de la casa, y no quería que Isidro viese turbado su sueño.

Nuevos cambios de sitio, otros tirones y esfuerzos, sin que el maldito, lecho llegase a colocarse a su gusto en la estrecha habitación.

Feli, para apreciar en todos sus detalles la hermosura de este mueble, que la llenaba de orgullo, colocó el colchón, las mantas y las almohadas sin funda. Sábanas ya las compraría al día siguiente, pues había sentido repugnancia por las que le ofrecían en el Rastro. Quedó largo rato contemplando la cama con cierta indecisión.

—¿Estará bien así, Isidro? ¿Qué dices tú?…

Maltrana, cogiéndola del talle, la hablaba al oído, cosquilleándole una oreja con su aliento. Así o de otra manera, bien estaba. ¿Iban a pasar la tarde sudando y haciendo fuerza como gallegos? La pobre cama tenía derecho a quejarse con tantos arrastres y vueltas. Había que dejarla quieta… hacerla los honores de la nueva instalación…

Feli se abandonó, vencida, trastornada por el susurro tibio que acariciaba su oído, erizando al mismo tiempo la suave película de su mejilla. Durante una hora durmieron los ecos de la casa del santo, sin otros estremecimientos que el metálico ruido del armatoste, que parecía condenado a no descansar.

Cuando los amantes, dando por terminado el arreglo del dormitorio, volvieron a lo que había de ser despacho, Maltrana buscó el martillo y los clavos.

Quería adornar su habitación de trabajo colocando unas láminas regaladas por un amigo. Eran retratos, y el joven explicó a Feli la grandeza de todos aquellos señores que mostraban sobre el papel su gesto leonino, mirando a lo alto con ojos ardientes de inspiración.

—Fíjate, nena; este es Víctor Hugo, un semidiós. Cuando yo arregle mis libros, te daré a leer algo suyo. Este otro es David–Federico Strauss, uno que se metió a examinar la vida de Jesús y no dejó en ella títere con cabeza. Este barbudo es Darwin; el otro, que parece un erizo blanco, mi gran tío Schopenhauer; el de más allá, Zola, con su mirada triste, como si fuese a llorar; aquel viejo tan guapo y simpático, el amigo Haeckel… Todos gentes distinguidas, apreciables puntos, que no se ofenderán de vivir con nosotros en plena alegría juvenil. ¡Las cosas que van a presenciar estos ilustres gachos!…

Feli sonreía contemplando los retratos, creyendo de buena fe, en su sencilla ignorancia, que eran señores de Madrid a los que conocía y trataba su amante. Esta misma amistad la hizo presentir que podían ser mal vistos por el dueño de la casa.

—Pero Isidro, ¿y don Vicente? ¿No se ofenderá al ver a estos caballeros?

Maltrana prorrumpió en una carcajada al oír el nombre del «santo». El día anterior, al dejar los grabados en la casa, se los había enseñado, quedando el devoto perplejo largo rato en su contemplación.

—Yo —dijo— desconfío siempre de los señores que tienen mucha fama. No conozco a estos caballeros mas que para servirles; jamás leo periódicos; pero me escamo cuando los papeles hablan mucho de un hombre. Ahora sólo se habla de los grandes pecadores: los santos viven en la obscuridad.

Luego de una larga reflexión, había preguntado:

—¿No estarán entre estos señores Voltaire y Garibaldi?

El hermano Vicente no conocía mayores impíos. El nombre de Voltaire, pronunciado con todas sus letras, le hacía estremecer, al mismo tiempo que se alteraban sus ojos inflamados con el lagrimeo de la rabia.

—No; señor Vicente; no están.

—Me alegro. Porque si estuvieran Voltaire y Garibaldi, yo me marcharía. No podría vivir bajo el mismo techo que esos demonios.

Y más tranquilo ya, examinó los retratos, alabando a algunos de aquellos señores, que, por sus grandes barbas de plata y sus frentes serenas, tenían, según él, caras de santo.

Cuando Maltrana terminó de clavar unas perchas en el dormitorio y dio por definitivamente colocados todos los muebles, comenzaba a anochecer. Había que pensar en la cena y en la luz. Las necesidades de la vida turbaban su amoroso aislamiento, haciéndoles salir de aquella inconsciencia de pájaros errantes que por primera vez construían nido.

Isidro tomó el sombrero para bajar a la calle y hacer sus compras.

—Adiós, niña… Rica, adiós: vuelvo en seguida.

Se despedían entre fuertes abrazos. Alejábanse y volvían a juntarse, con nuevos besos, como si Fuese él a emprender un interminable viaje. Por fin, se separaron en el rellano de la escalera.

—Cierra, bien —dijo Maltrana, como si temiese los mayores peligros durante su ausencia.

Y sólo se decidió a bajar cuando vio cerrada la puerta y sonaron tras ella los ruidos de la llave y el cerrojo.

Volvió a la media hora, con un paquete de bujías, dos chuletas empanadas de una taberna cercana, una libreta, una botella de vino y un paquete de dulces. ¡Juerga completa! Decididamente, la vida de burgués, con casa propia y mujer única, tenía grandes encantos. La vida era alegre; había que dar a la vida un sentido helénico, y el helenismo no podía ser más fácil de conseguir: estaba en el escaparate de una confitería, en los ojos de una tierna muchacha, aunque hubiese nacido entre los estercoleros de Tetuán.

Feli le aguardaba en el rellano, trémula de miedo.

—Isidro, ¿eres tú? —preguntó con voz acongojada.

Había anochecido. Al invadir las sombras su nueva habitación, la muchacha experimentó el terror de lo desconocido. La daban miedo los libros en sus vetustas estanterías; pensaba con pavor en cierto Cristo ensangrentado, con lacias melenas, que el señor Vicente tenía en la pieza inmediata. Se había refugiado en la escalera y aguardaba impaciente la llegada de Isidro.

Este encendió una bujía, y fue alineando sus provisiones sobre la mesa. Feli, con la luz y los dulces, recobró la alegría.

Comieron y bebieron, hablando de acostarse al poco rato. Reían, pensando en que otras noches, a aquellas horas, todavía vagaban por los campos. Iban a dormir como las gallinas. ¡Oh la vida ordenada! ¡La vida tranquila, lejos de todos, queriéndose mucho, aislados del mundo, en el dulce egoísmo del cariño!… Les parecía imposible que las gentes fuesen tan ciegas que no supieran vivir así.

Mientras comían, hablaron de lo que pensaban hacer a la mañana siguiente. Visitarían las tiendas de la calle de Toledo para que ella comprase las sábanas. Isidro, desoyendo sus protestas, pensaba regalarle cierto vestido expuesto en un maniquí a la puerta de una tienda de modas. Además, acordábase de que hacía tiempo que soñaba Feli con unas botas altas, muy altas, de suave color de limón y con muchos botones.

—Pero ¡nos vamos a arruinar, nene! —suspiraba ella, posando la cabeza en un hombro del amante—. Tú no tienes dinero para tanto.

Maltrana protestó. El trabajaría. ¿Y para quién era todo su dinero?… Para su Feli, para su gorrera graciosa, que lo había abandonado todo; siguiéndole a él, pobre y feo.

—¡No digas eso!… —suspiraba ella—. Tú eres el hombre más guapo de Madrid, el que más sabe. Aunque me buscase el mismísimo príncipe de Asturias, le diría que no. Ya tengo a mi Isidro, que es para esta pobrecita mucho más que los príncipes y los reyes. ¡Si supieras qué celos me daba una compañera de taller cuando decía que, aunque feo, eres simpático!…

Terminada la cena, devoraron los dulces y bebieron las últimas gotas de vino. Feli, sin darse cuenta, habíase deslizado de su asiento, acabando por acomodarse en las rodillas de Maltrana. Le ofrecía entre sus labios un dulce; lo partían con largo y meloso beso, y el joven, después de esta caricia, hablaba gravemente de su porvenir.

—Vivimos mal, Feli —decía—. ¿Crees tú que estoy satisfecho de la existencia que te ofrezco?… Ahora podemos sufrirlo todo porque somos jóvenes, porque nos amamos. Tenemos la salsa que hace chuparse los dedos con el plato más insípido: la alegría y el amor…

—Yo estoy bien, nene. Quisiera quedarme para siempre así… con la cabecita en tu hombro… y dormirme… y no despertar nunca.

—Pues yo deseo más. Yo quiero darte criada y un cuarto mejor, y que vistas como una señora, y vayas al teatro, y algún día la gente te salude, y digan todos: «Ahí va la mujer de Isidro», y hasta en los periódicos se hable de «la bellísima señora de Maltrana».

Feli rio como una niña.

—Pero ¡qué tonto!… ¡Qué cosas tan superficiales deseas! Lo que importa es quererse. La gente que se arregle como pueda; que diga lo que mejor le plazca.

Maltrana quedó largo rato pensativo. Sentía el entusiasmo, la fe en el porvenir, los ensueños de ambición que acompañaban todos sus momentos de bienestar físico.

—Empezamos mal, Feli; con grandes necesidades, como todos los que subieron muy alto… Tú no te das cuenta de adónde podemos llegar. Me quieres, pero ignoras en realidad quién es tu Isidro. Hasta el presente he luchado con la mala suerte; pero tú me traes la Fortuna. Trabajaré, escribiré mucho: tengo ahora una fuerza, un vigor para el trabajo, que no había conocido nunca. La gente acabará por fijarse en Maltrana, por ver en él un gran escritor, un talento extraordinario.

—¡Quién lo duda, bobito! —exclamó Feli—. Tú tienes mucho talento: eso lo he dicho yo desde que te conocí. Deja que te bese esa frente donde guardas tu talentazo; deja que te acaricie con los labios ese almacén de donde sacas tus cosas bonitas.

Oprimía entre sus brazos la cabeza del amante, la besaba enardecida, como si quisiera morder su frente enorme y rugosa.

Maltrana, después de desasirse, continuó con entusiasmo:

—Me dedicaré a la política; quiero que seas una gran señora, y en este país no hay camino mejor para subir aprisa. Yo llevo dentro algo. El día que me conozcan, impondré respeto. Seré director de periódico, seré diputado… ¡Llegaré a ministro, Feli, y tú serás mi mujer, la esposa de Su Excelencia!…

El joven hablaba con la fe de todos los humildes de alguna imaginación, que hasta en los momentos de mayor angustia se sienten tocados por las alas de oro de la Quimera y creen que en el porvenir les aguardan inmóviles la riqueza o la fortuna política para que las tomen con sus manos.

Feli reía con entusiasmo infantil, no sintiendo la menor duda acerca de las esperanzas de su amante, creyendo que estos ensueños podían realizarse al día siguiente.

—¡Yo, ministra! —exclamó—. ¡Y tendré coches, y los lacayos se me quitarán la chistera con galones dorados, y mi tío el Federal se quedará con un palmo de boca abierta cuando pase en carretela por la Puerta del Sol, frente a su oficina!… ¡Y tú irás a Palacio y te tratarás con las grandes damas, y…!

El rostro de Feli pareció entenebrecerse. Apretó los labios, le brillaron los ojos, y dijo con enfurruñamiento:

—No; tú no serás ministro; no quiero que lo seas, no me da la gana, ¿lo entiendes, Isidro?… Dime que no lo aceptarás aunque te lo ofrezcan; dímelo, o reñimos… El mundo está lleno de tentaciones, y ¡no digo nada si acudirían las señoronas al ver a este feo, que habla como los propios ángeles y tiene tanto talento, vestido de general, con una casaca de esas que tienen la pechera bordada de ojos!… ¡lo mismo que las moscas a la miel! ¡Ojo, señorito! Yo tengo mucho quinqué, y adivino las cosas. No serás ministro, no. Dime en seguida que no lo serás, o te pego.

Se incorporaba sobre las rodillas de Isidro, y fingiendo furor, abofeteábale con su blanca manecita. Después, pareciéndole poco este castigo, metía sus dedos en la crespa cabellera del joven, tirando sin compasión de los mechones.

—No, no lo seré —exclamó Maltrana—. Presento la dimisión de la cartera; crisis total. Pero ¡déjame el pelo, niña, que me haces daño!

—Está bien —dijo Feli más tranquila—. Te dejo, pero ¡cuidadito con faltarme a la palabra!… Lo que deseo es que algún día vivamos como esos matrimonios que no tienen que rabiar por el puchero, que envían sus lujos a un colegio, tienen su buena casa allá en el barrio de Salamanca, salen a paseo juntos, y los días que hace mal tiempo se dan una vueltecita en coche, muy apegadizos, con los vidrios levantados. ¿Puede ser esto, Isidrín?… Tú escribirás mucho; escribe cuanto quieras: yo no he de enfadarme por eso. Pero sin cansarte, ¿eh? Cuando te canses, lo dejas; no quiero que se me pongan enfermos estos ojitos tan monos.

Y besaba los ojos de Maltrana delicadamente, como si temiera lastimarlos con sus labios.

—Podías hacer también cosas para los teatros; mi tío dice que eso da mucho dinero… Pero no: ¡qué bruto soy! Dime que no en seguida, o te araño. ¡Dónde iba yo a meterte!… Nada de teatro: queda prohibido. Escribirás en los periódicos, escribirás libros; y si alguna vez las señoronas te envían cartitas, entusiasmadas por esas cosas tan monas que sabes decir, ¡cuidado con hacer caso de ellas!… Mira que tú aún no me conoces; mira que yo, cuando le tengo ley a una persona, soy peor que una mosca.

Y la pobre Feli, haciéndose la temible, se apretaba contra Isidro, le estrechaba en sus brazos, frotaba su cara en uno de sus hombros, le acariciaba el cuello con el raso de sus labios.

Sentíanse invadidos los dos por una dulce laxitud, por un deseo de descansar en algo más sólido que las frágiles sillas… ¡A dormir! Pero no durmieron: no tenían sueño.

Escucharon desde su cama, envueltos en la obscuridad, el rechinar de la cerradura y la entrada del señor Vicente, a tientas, en su habitación.

Feli, apretando su boca contra un brazo del amante para que no sonase su risa, seguía, regocijada, todos los ruidos del «santo», adivinando su significación. ¡Plam!, ¡plam! Era que se quitaba, los zapatones de fraile, arrojándolos lejos. Ahora, se desnudaba; después se tendía en el jergón.

La traviesa Feli tuvo un pensamiento que la hizo retorcerse con grandes contorsiones para ahogar su risa. Isidro le preguntó al oído, riendo igualmente, sin saber por qué. ¿En qué pensaba?

—Pienso… —murmuró la muchacha— pienso en la figura que hará el santo en camisa.

Y los dos, fuertemente abrazados, volvían a reír, estremeciéndose sus carnes desnudas bajo la manta, rozándose con el temblor del regocijo sofocado.

Sonó largo rato un murmullo en la vecina habitación. El señor Vicente rezaba sus oraciones. Luego, un ronquido fatigoso cortó el silencio.

Los amantes no durmieron. Reían de este roncar grotesco interrumpido por largos suspiros. El señor Vicente despertaba unos instantes, mascullando santas exclamaciones: «¡Ay, señor!», y volvía a sumirse en su sueño intranquilo, cortado por las visiones del ayuno y la exaltación.

Oían detrás del tabique su voz medrosa con sacudidas de terror:

—¡Suéltame… te conozco! Eres el Malo… ¡Largo de aquí!

Feli no pudo contenerse por más tiempo, y su carcajada infantil rodó en el silencio como una campanilla de plata.

Así transcurrió la noche. Los amantes ya no reían; callaban, como si durmiesen. En su habitación gemía la cama con ligeros temblores, cual si anduviesen ratas por debajo de ella.

Al otro lado del tabique hablaba en sueños el señor Vicente, estremecido por el horror de sus visiones.

—Te conozco, Malo… Pierdes el tiempo enseñándome esas asquerosidades… Mi carne está muerta… Gloria al Señor… La impureza no entrará en la casa de su siervo.