Capítulo V

Capítulo V

Siéntese usted, joven. Está usted en su casa: ya sabe que le considero como de la familia.

Y el senador don Gaspar Jiménez acariciaba a Maltrana con aquellas palmaditas protectoras que enorgullecían al joven.

Estaba en el despacho del personaje, habitación amueblada con la severidad que correspondía a un hombre de su importancia y su seso. Las sillas eran de cuero, las paredes obscuras. En una librería alineábanse los tomos de las Sesiones del Senado, juntos con memorias, estadísticas y aranceles; volúmenes imponentes por el tamaño, impresos a expensas del Estado. Pendientes de los muros, en marcos coruscantes, exhibíanse varios títulos de individuo de honor de diversas sociedades, acreditando los méritos del marqués de Jiménez, y un tarjetón, prodigio de caligrafía, en el cual los compromisarios castellanos felicitaban a su «digno senador» por sus brillantes discursos en defensa de la protección a los trigos.

Un retrato al óleo, de tamaño natural, llenaba todo un lado del despacho. El marqués aparecía en el lienzo de pie, vestido de frac, con todas sus condecoraciones, apoyando un codo en la chimenea de su salón y sosteniendo con la diestra mano su frente cejijunta cargada de pensamientos. Una obra maestra. Al contemplar Isidro este figurón con el pecho constelado de condecoraciones, encontraba cierta semejanza a su poderoso amigo con varios prestidigitadores célebres. Después, sintió ganas de reír ante la seriedad y el empaque con que el senador se mostraba en el retrato. Era un caballero que se hacía representar de visita en su propia casa.

El grave marqués, que trataba siempre a las gentes con tono protector, parecía titubear en presencia de Maltrana.

Hablábale con cierta distracción, como si su pensamiento estuviese lejos. Se enteraba con forzada curiosidad de la vida del joven, de sus luchas y aspiraciones, mientras fruncía el ceño y su mirada vaga parecía buscar un pretexto para conducir la conversación adonde era su deseo.

Por fin, habló del motivo que le había hecho llamar a Isidro.

—Pues sí, joven amigo —dijo con la entonación solemne que empleaba al charlar en los corrillos de la Alta Cámara—. Yo me he tomado la libertad de hacerle venir porque tengo que proponer a usted algo que considero muy beneficioso para su persona. Yo entiendo que hay que proteger a la juventud; yo amo a los jóvenes; soy uno de ellos, por más que muchos no lo crean viéndome dedicado a serios estudios, a problemas graves, que mejor cuadran con la vejez. Pero la vida no es un sueño, como ya le dije a usted en cierta ocasión. La vida no es un juego, y hay que aceptarla con toda su seriedad… Por lo demás, lo que tal vez sea beneficioso para usted será indudablemente muy útil para mí, y si usted lo acepta, merecerá mi agradecimiento.

Isidro, que escuchaba atentamente estas palabras del senador, con todo su relleno de retazos oratorios, no sacó nada en claro. ¿Qué deseaba el señor marqués? Allí estaba él para servirle; podía decir cuál era su intención.

El personaje volvió a hablar con no menos anfibologías y rodeos, como si temiese descubrir de golpe su pensamiento. El vivía muy ocupado. Era el hombre que en todo Madrid disponía de menos tiempo para dar satisfacción a sus particulares aficiones. Por una parte, la sagrada defensa de los trigos, y por otra, las asociaciones de propaganda católica y de religiosidad obrera, devoraban todo su tiempo. Era vicepresidente de unas Ligas, secretario de otras, y consideraba un deber sagrado no faltar a ninguna de sus reuniones. A más de esto, le asediaba el partido con sus exigencias de disciplina, gozaba del afecto del jefe, a cuya tertulia no le era lícito faltar, y tenía que ocuparse de la educación de sus hijos, dos muchachos irreprochables, que profesaban las ideas sanas de su padre y merecían los elogios de sus antiguos maestros, los buenos sacerdotes de la Compañía.

Maltrana acogió con graves movimientos de cabeza y risas interiores estas palabras. Conocía de vista a los hijos: les había encontrado muchas noches en Romea y otros salones donde cantan y bailan las «estrellas» del género ínfimo. Uno de ellos firmaba pagarés en blanco a todos los usureros de Madrid para atender de este modo al sostenimiento de cierta divette procedente de Perpiñán.

—En estas condiciones, pues —continuó el senador con entonación oratoria—, me es imposible dedicar mi actividad a los trabajos de pluma, exteriorizar mis modestas ideas sobre el papel. Porque yo, amigo Maltrana, también soy escritor. Por esto me inspiran tanto afecto los jóvenes que, como usted, se dedican a las bellas letras… Yo, según dicen mis amigos, hablo bastante bien; pues crea usted que soy más escritor que orador. He publicado poco; mi modestia me lo impide. Pero ¡si viese usted el montón de papel que llevo emborronado!…

Y como creyera ver en Maltrana un ademán de curiosidad, se apresuró a añadir:

—No; no puedo enseñarle ninguno de mis trabajos. Mi modestia me obliga a romperlos antes de acabarlos. Necesito que alguien me ayude y me empuje. Yo tengo ideas, muchas ideas; lo que me falta es el auxilio, la colaboración de un joven ilustrado que sea dueño de todo su tiempo para escribir: uno como usted.

Isidro comprendió que el personaje había llegado por fin adonde quería. Adivinábase en su rostro la placidez de haber soltado una proposición vergonzosa que era su tormento. El joven aceptó con breves palabras. ¿En qué había de consistir su trabajo? Estaba dispuesto a servirle, muy agradecido de que se fijase en él.

Y el pobre Maltrana lo sentía así, apreciando como un gran honor la propuesta del personaje.

Lo que deseaba el marqués de Jiménez era escribir un libro, pero un libro notable que consolidase su prestigio de economista, de pensador serio. No quería tener secretos con Maltrana, y le confesó que el tal libro sería un escalón, el último, para alcanzar la cartera de ministro el día que su partido volviese al Poder. El mismo jefe le prometía escribir un prólogo para la obra.

—Ya ve usted, amigo Maltrana. ¡Qué honor!, ¡qué honor para nosotros!…

Este «nosotros» dejó frío al joven. Renunciaba de antemano a todo lo que no fuese la retribución que el marqués quisiera darle.

—Usted escribirá —continuó el personaje—; yo le daré las ideas; y con esto creo que su trabajo será coser y cantar, como quien dice… Usted es un joven discreto que «se entera» de las cosas, y tendrá cuidado de no «salirse del tiesto» mezclando en la obra ideas de esas diabólicas y modernistas que se traen los muchachos de estos tiempos. El libro irá dedicado a Su Majestad el rey; no necesito decirle más. Una dedicatoria sencilla, pero hermosa, que usted tendrá la bondad de escribir. Asunto de decirle que, así como es el primer soldado de la nación, el primer agricultor, el primer cazador, el primero en todo, tanto si se trata de dirigir la política como de dirigir un automóvil, es también, para mí y para todas las gentes de bien que tenemos que perder, el primer sociólogo. ¿No será bonita una dedicatoria en este sentido?…

Isidro contestó con movimientos de afirmación.

—Porque mi obra, amigo Maltrana, va a ser socialista; no se asuste usted: socialista del verdadero socialismo, del práctico, del que puede ser, del que defendemos los espíritus sanos, uniendo las exigencias de la época con las santas tradiciones y los intereses creados.

El joven le pidió las ideas que habían de servirle de guía, la trama poderosa, sobre la cual no tendría él otro quehacer que alinear palabras con la pluma: «coser y cantar», como decía el personaje.

—El libro —dijo este— podría titularse El verdadero socialismo; pero si usted encuentra otro título más bonito, por mí no se prive usted; yo no tengo en esto empeños de amor propio. Usted manda, usted es el amo. Haga todo lo que considere más acertado; cuantas más iniciativas tenga, mejor.

Y gravemente, arrugando el entrecejo, como si cada idea le costase una extracción dolorosa, expuso su plan. El libro debía ser un himno a la caridad; que los ricos diesen a los pobres, que los pobres respetasen a los ricos, y unos y otros se confiaran a la dirección de la Iglesia católica, maestra de siglos en estas cuestiones, y a Su Santidad el Papa, el primer socialista del verdadero socialismo.

—Creo que con esto —continuó— ya tiene usted bastante para hacer el libro. No queda mas que el escribirlo, lo más fácil; sólo que esto exige tiempo, y yo no lo tengo. Reconocerá usted que estas ideas no son cualquier cosa; que tienen puntos de vista completamente nuevos. De exponer cuestan muy poco; pero yo sé el tiempo que llevo rumiándolas, dándoles forma, preparándolas, para que usted no tenga mas que escribirlas. Además, tengo mis iniciativas propias sobre la forma del libro. Debe ser grueso, muy grueso. No tema usted correrse; se gastará en imprenta lo que sea preciso. Los capítulos deben ostentar al frente esos párrafos en letra, pequeña que llaman sumarios. Esto me ha gustado siempre; da cierto aire de seriedad y de método. Luego deseo que todas las páginas lleven notas, muchas notas, que ocupen tanto como el texto. He visto que todas las obras importantes van así. También esto da aire de seriedad y prueba erudición en el autor. Hay que citar muchos nombres y que sean extranjeros; cuanto más enrevesados, mejor. Esto lo hará usted fácilmente; es asunto de consultar libros, de pasarse algunas semanas en la Biblioteca. ¡Si yo tuviese tiempo!…

Maltrana sonreía escuchando las indicaciones de su protector.

—La tarea es fácil —prosiguió el marqués—. No crea usted que yo ignoro dónde están las fuentes. En esto del socialismo sano y sin escándalo hemos coincidido algunos hombres de Europa. Según me dijo el jefe, hay un señor profesor, italiano o suizo, no recuerdo bien, que ha escrito algo muy sonado sobre el socialismo católico. Uno no tiene tiempo de leerlo todo. Búsquelo usted, y ya tiene una fuente más, después de las mías.

El senador habló aún largo rato de su obra, para demostrar a Maltrana la facilidad con que podía escribirla contando con la firme base de sus ideas.

—Y no es, joven amigo, que yo pretenda aminorar la recompensa de su tarea. Yo entiendo que estos encargos deben pagarse bien. Además, amo a la, juventud y deseo protegerla. Le daré a usted tres mil reales por su trabajo; pero que sea grueso el libro, ¿eh?, y sobre todo, notas… muchas notas. Tal vez si la cosa sale a mi gusto, como yo la he concebido, llegue a los cuatro mil. Por de pronto, tome usted veinte duros para los primeros gastos… papel, tinta, plumas.

Maltrana cogió el billete con cierta emoción, contestando aturdidamente a todas las recomendaciones del personaje.

—A trabajar, joven. La vida no es un sueño; hay que trabajar, hay que ser prácticos. Tratándose de un joven formal como lo es usted, creo inútil recomendarle la prudencia. Esto debo quedar en secreto. Además, no supone gran cosa: sólo significa que me falta el tiempo. El libro lo doy yo hecho; usted no tiene mas que escribirlo. ¡Ay, si yo no estuviese tan ocupado!

Aún le recomendó otra vez que no olvidase los sumarios de los capítulos y las notas, muchas notas, con gran desfile de autores.

—Esto viste mucho. Cuando usted tenga un capítulo, me lo trae, y así con todos los demás. Yo los iré copiando, para que vaya de mi letra a la imprenta. Aunque ocupadísimo, creo que tendré tiempo para este pequeño trabajo.

Maltrana, al verse en la calle, creyó que la Fortuna marchaba ante él, abriéndole paso con el revoloteo de sus alas de oro. No sentía el más leve remordimiento por este trabajo de mercenario que acababan de encargarle. Se reía del socialismo católico y de las «ideas» de su protector: cuatro simplezas que aquel necio juzgaba suficientes para el esqueleto de un libro. ¡Valiente atún era el señor Jiménez!… Pero lo respetaba, viendo en él al hombre providencial que cambiaría el curso de su existencia, al suceso esperado que había de sacarle del atolladero de su voluntad.

El papelito de cien pesetas plegado en un bolsillo de su chaleco pesábale como un lastre que daba a su persona nuevo aplomo; veía tras él la seguridad de otros billetes, de más dinero, todo a cambio de llenar unos cuantos centenares de cuartillas de retazos de libros ajenos, de disparates para él inadmisibles, que el grave senador firmaría sin titubear, poniéndolos bajo el amparo de su empingorotada personalidad.

Podía dormir tranquilo el solemne marqués de Jiménez. Tendría el libro más pronto de lo que esperaba; grueso, muy grueso, con notas, con sumarios, hasta con apéndices, desfilando por el piso bajo de sus páginas, en tumultuosa corriente, los nombres de todos los autores conocidos y desconocidos, con algunos más que él inventaría. Difícil era que el personaje no se mostrase satisfecho; y una vez le tomase gusto a ser autor a tan poca costa, repetiría el encargo, dándole ideas para nuevos libros. El le sugeriría el deseo de ser académico, de conquistar la inmortalidad apedreándola con grandes volúmenes de interminables notas que nadie leería. Acababa de encontrar un filón; iba a tener una renta fija.

Y el bohemio, sin remordimientos por esta piratería literaria, aceptándola alegremente como una liberación de la miseria, pensó en cambiar el billete, en gozar por adelantado de su futuro bienestar.

Era más de mediodía. Maltrana se fue a la «taberna de los genios», que únicamente visitaba en los días prósperos. ¡Flojo atracón iba a darse! Buscó en la lista los platos mejores, aquellos cuyos nombres leía melancólicamente las noches que entraba en el establecimiento sin otro capital que una peseta. ¡Viva la abundancia! Comió a su antojo de lo más caro, tomó café, y hasta hizo que le trajesen de la Tabacalera de la calle de Sevilla un cigarro habano de los mejores. Había que solemnizar el suceso.

Saboreando la copa de coñac y envuelto en la nube azulada de oloroso humo, sentía la placidez de una buena digestión, aquella fe en el destino que surgía en él al llenar el estómago.

Pensaba en el porvenir. Su protector tenía razón: la vida no es un juego; debía cambiar inmediatamente de método. El trabajo exige orden; suprimiría la vida nocturna: dejaría de ir a la redacción. Ya no podía estar en el tabuco de la calle de los Artistas, esperando que su padrastro y su hermano abandonasen la cama para ocuparla él. Se acabó la bohemia triste y errante. Tenía derecho a una casa, como todos… ¿Y por que no a una mujer que le acompañase en esta ascensión hacia la Fortuna, que creía haber comenzado ya?…

La imagen de Feliciana, de la dulce Feli, como él la llamaba, pareció surgir ante sus ojos entre las nubes de humo azul.

Aún duraba en él la impresión de sorpresa y de orgullo que le produjeron las palabras de la muchacha cuatro días antes. El, tan feo y miserable, que sólo burlas o indiferencia inspiraba a las mujeres, veíase amado, y para mayor asombro, era la hembra la que salía a su encuentro, ofreciéndose en un arrebato de audacia.

No dejaba de reconocer que en este amor había mucho de admiración. La pobre muchacha de las Carolinas le adoraba como un ser superior. Era el único hombre que la había revelado la existencia de una vida distinta de la vida salvaje, sucia y violenta que la rodeaba.

«Para la pobre Feli —pensó Maltrana—, yo soy la poesía; un pedazo de cielo que desciende hasta ella; algo superior que ama y venera a un mismo tiempo. ¡Con tal que no pierda las ilusiones al verme de cerca!…».

La Fortuna le había azotado largos años, para dárselo todo a un tiempo: dinero y amor. Desde que Feli hizo su confesión, él no podía dormir sin que se cortase su sueño con visiones, en las que aparecía la hija del Mosco acariciándolo con la sonrisa, tendiéndole los brazos. Al despertar, la imagen quedábase fija en su memoria, ennoblecida y hermoseada por el ensueño, como una ilusión más de las muchas que llevaba en el bagaje de sus esperanzas.

Maltrana, al preguntarse si amaba de veras a Feli, permanecía indeciso, no sabiendo ciertamente qué contestar. El no conocía otro amor que el de las comedias y las novelas, y se confesaba noblemente que el suyo no era de este género. Habituado por sus aficiones filosóficas a buscar la causa de las cosas y a desentrañar las pasiones, abriéndolas en canal para sorprender su secreto, acababa por convertir en esqueletos descarnados los sentimientos más vivos.

No; él no amaba a Feli con grandes arrebatos, pero sentíase atraído por ella dulcemente. En esta atracción había un poco de agradecimiento y algo de orgullo personal, de halago al amor propio. La deseaba, además, por egoísmo, viendo en ella una hembra apetecible que podía embellecer su existencia. Maltrana, con gran detrimento de su dignidad de filósofo, soñaba despierto muchas veces al pensar en su porvenir. Cuando su imaginación tomaba vuelos de águila, se veía aclamado por las naciones, reconocido por todas como el genio más grande del siglo, presidiendo, en nombre de la ciencia, los Estados Unidos de Europa, que vivían felices gracias a Maltrana, al gran Maltrana I, moderno Napoleón de las grandes conquistas del progreso.

Otras veces, sus ensueños aleteaban más bajos. Nada de dominaciones, ni de Estados Unidos de Europa y otros líos: contentábase con ser un hombre que tuviese asegurada la satisfacción, sus necesidades, y pasase la vida plácidamente entre la abundancia y el estudio. Y el joven, al escribir sus traducciones, soñaba con tener algún día habitación propia, muchos libros y algunos objetos de arte. Entonces, cuando se sintiera fatigado por el trabajo, unos brazos femeniles, blancos, desnudos, surgirían por detrás, estrechándole, y una boca acariciadora le rozaría las orejas murmurando palabras de cariño.

Esto no era imposible; podía conseguirlo. Llegaba el momento de realizar sus ensueños. La buena hada de las leyendas marchaba ante él con la varilla, de oro, haciendo brotar rosales en los bordes de su camino.

Salió de la taberna con el enorme cigarro en los labios, echando humo ante él, como si las ilusiones se le escaparan por la boca, precediéndole en la marcha.

El sol tibio de la tarde y el azul transparente del cielo parecían colarse en su alma. Aún vagaban por las calles algunos mascarones, últimos recuerdos de la pasada fiesta. Maltrana les sonreía, encontrándolos interesantes; también por su imaginación se paseaban como máscaras las más abigarradas ilusiones.

Con la alegría del bienestar, emprendió a pie su marcha hacia los Cuatro Caminos. Pensaba detenerse en la calle de Bravo Murillo, frente a la fábrica de gorras donde trabajaba Feli; aguardar la salida de esta para hablarla de la fortuna que inesperadamente embellecía su vida.

Paseando por un andén de la ancha calle, más allá de los Depósitos viejos, vio Isidro venir a un antiguo conocido.

—Vaya usted con Dios, don Vicente.

Era un hombre vestido con ropas cuidadosamente cepilladas, pero que por su holgura revelaban no haber sido confeccionadas para su cuerpo. El sombrero, más grande que la cabeza, llevaba hinchado el sudador por ocultas cintas de papel. Tenía la cara rojiza, con profundos surcos en cuyo fondo la piel aparecía blanca y brillante. Los ojos parpadeaban, inflamados, sin pestañas, con las córneas manchadas de sangre. Las orejas sobresalían, casi despegadas del cráneo, como si fuesen a aletear. Las púas blancas y amarillentas del bigote y la barba delataban la torpeza de unas tijeras manejadas ciegamente.

Parecía fuerte, con una salud campesina capaz de afrontar las mayores rudezas, pero las privaciones habían amojamado su cuerpo y daban a su paso cierta irregularidad, como si las piernas sólo pudiesen avanzar a costa de nerviosos temblores. Gesticulaba y hablaba solo, sin hacer caso de la extrañeza de las gentes. De vez en cuando se detenía, y apoyando un codo en una mano, se llevaba la otra a la frente, partida por una arruga vertical.

Al oír que el joven le saludaba, dudó algunos instantes, como si sus ojos inflamados no pudiesen reconocerle.

—¡Ah! ¿Es usted, señor de Maltrana? —dijo con voz dulce—. Que la Virgen le guarde. ¿Trabaja usted mucho?…

Maltrana le había conocido por sus hábitos de noctámbulo. Como él se acostaba bien entrado el día y aquel hombre levantábase mucho antes de amanecer, se habían encontrado varias veces en las calles de Madrid, cerca de los mercados, cuando apenas apuntaba la mañana.

Isidro sentía por él irónica admiración. Había llegado tarde al mundo, así como él, en su petulancia juvenil, creía haber nacido demasiado pronto para que le comprendiesen. Dos siglos antes, la muchedumbre habría venerado al señor Vicente; los reyes le habrían visitado en su tugurio; las gentes piadosas, en la hora de su muerte, habrían caído sobre su cadáver, arrancándole los pelos y pedazos de su hábito como santas reliquias, y tal vez a aquellas horas figuraría en los altares, trocadas las sucias vestimentas en mantos de oro.

Iba siempre con los bolsillos repletos de hojitas impresas que contenían oraciones, de pequeñas estampas y de periódicos de religiosa procacidad que le entregaban las asociaciones católicas para que los repartiese. Maltrana le había tropezado un amanecer cerca de la plaza de la Cebada peleándose de palabra con un carretero porque arreaba sus bestias con acompañamiento de tremendas blasfemias. El señor Vicente se arrodillaba con los brazos en cruz ante el pecador, pidiéndole que le pegase con el látigo, que saciase en él su furia, a cambio de dejar en paz el santo nombre de Dios, pues antes quería morir que verlo insultado. El joven había sentido interés por este loco que vagaba por Madrid entre la extrañeza y la rechifla, como si fuese un resucitado. De nacer en otros tiempos, habría fundado una orden, una nueva regla religiosa, dejando su huella en la Historia.

Después le vio muchas mañanas deteniendo a las criadas en las inmediaciones de los mercados para darlas estampas y oraciones, hablándolas de la Virgen, con los ojos rojizos puestos en lo alto, sin fijarse en las risas de las muchachas, que sentían cierta lástima por la guilladura de este buen señor, que al mismo tiempo era persona fina.

Otras veces lo encontraba sentado en el puesto de un remendón, rozando con la cabeza las viejas caricaturas anticlericales de El Motín pegadas a la pared, mientras hablaba al zapatero de Dios y de los santos, sin intimidarse por los canturreos burlones y el golpear del martillo sobre la suela.

Metíase en las tabernas, sin miedo a las burlas de los alegres compadres, que le invitaban a tomar una copa. Gracias; el no bebía. El vino le dañaba los ojos. Pero a cambio de que le oyesen, acababa por tomar un sorbo, a guisa de mortificación, haciendo los mismos aspavientos que si fuese veneno, y les hablaba de sus devociones simples, de su piedad de hombre sencillo. Maltrana también le había visto irritado, con la cólera del loco pacífico que pierde su tranquilidad. Le saludaban con blasfemias cuidadosamente rebuscadas para provocar su furor. Al principio las acogía cerrando los ojos, bajando la cabeza, como un mártir en las primeras angustias del tormento; pero su paciencia se agotaba al ver que el pecador insulto iba abarcando toda la corte celestial. Resurgía el campesino, el hombre forzudo habituado a la violencia: sus puños se cerraban amenazantes.

—¡Virgen María! ¡Santísimo Señor! —rugía con una entonación semejante a la que usaban los malvados blasfemos cuando ofendían a Dios.

Pero bastaba que los burlones, compadecidos de esta cólera que nublaba la luz de sus ojos, cesaran en tales bromas, para que el exaltado se dulcificase, volviendo a llamar hermanos a todos los que le rodeaban.

Maltrana le veía también en las inmediaciones de los Cuatro Caminos, entablando conversación con los guardas de Consumos, entrándose en los merenderos para hablar de Dios a los que formaban círculo en torno del plato de gallinejas y el frasco de vino o a las parejas que, enlazadas por la cintura, descansaban en un banco, sudorosas y jadeantes por las vueltas que acababan de dar al compás del piano.

—Mis negocios van bien, señor Vicente —dijo Maltrana contestando a su pregunta—. ¿Y usted adónde va? ¿A la propaganda?

El santo varón sonrió, guiñando con inocente malicia sus ojos pitañosos.

—No hay que descansar, señor de Maltrana. Estos días han sido de prueba para la bondad del Señor. ¡Lo que habrán ofendido su santo nombre en las fiestas de máscaras! ¡Los pecados con que habrán puesto a prueba su bondad infinita!… Ahora es el buen momento: el del cansancio y el desengaño.

Y miraba hacia los Cuatro Caminos, como si en las barriadas miserables de los trabajadores se cobijasen gentes crapulosas que hubieran pasado aquellas fiestas en plena bacanal. Isidro le indicó que debía volver al centro de Madrid, si deseaba convertir grandes pecadores: en las afueras sólo encontraría infelices que, no teniendo el pan necesario, mal podían pensar en locuras.

—En todas partes existen pecadores necesitados de consejo —dijo el señor Vicente—. Cada uno escoge su campo según sus fuerzas. Los teólogos, los sacerdotes sabios, los pájaros gordos de la Iglesia, ya se encargan de la gente alta; yo soy un pobre pardillo de Dios que canto como puedo, y voy a los humildes, a los únicos que pueden entenderme. Aun así, ¡si viese usted lo que me cuesta conquistar ciertas almas! Catorce años empleé en traer al buen camino a un zapatero, que es la mejor de mis conversiones. ¡El tiempo y la saliva que me ha hecho perder! Pero digo mal: perder, no… ganar, pues al fin lo he traído al redil del Señor. Era uno de los tremendos; un hombre con pelos en el alma, que se ensuciaba en las cosas del cielo. En Granada fue cantonal cuando la revolución, y echó de su altar a la Santísima Virgen —aquí el señor Vicente se quitó el sombrero e hizo una reverencia—. Pues bien; le tengo hecho un corderito, y hace un mes se inscribió en la Hermandad del Sacramento de su parroquia. Es mi mejor conquista.

—¿Y esos ojos cómo van? —preguntó Isidro.

—¡Cómo quiere usted que vayan! Mal, muy mal. Me sofoco demasiado. Me dan muchos disgustos los pecadores.

Maltrana le aconsejó la calma.

—¿Cree usted que puedo permanecer tranquilo? —gritó el señor Vicente exaltándose—. Mi sangre se requema cuando oigo que en mi presencia cualquier bárbaro insulta a Dios con sucios juramentos. Es lo mismo que si me diesen un balazo en medio del pecho. Prefiero que me maten, sí señor, que me maten, antes que oír tales blasfemias.

Y al decir esto se golpeaba el pecho o abría los brazos como si ofreciese su vida al joven, suplicándole que le matase. Algunos transeúntes acortaban el paso y miraban al viejo, que movía los brazos y las piernas cual si retase a invisibles enemigos.

—Calma, señor Vicente —dijo Maltrana—. Cuídese; guarde la vida para servir a su Dios.

—¡Si todos fuesen como usted, señor de Maltrana! —exclamó el devoto con cierto respeto—. Usted es de los verdes, no crea que no le conozco; usted vive olvidado de Dios y su santa madre; pero tiene educación y no se burla de las cosas santas ni dice blasfemias. Usted es bueno, y llegará el día en que Dios le tocará el corazón. Por eso no le digo nada. ¡Qué he de decirle yo, pobre gorrión del Señor, a usted que lee y sabe tanto!… No puedo hacer otra cosa que rezar por la salud de su alma, y crea que más de una parte de rosario le llevo dedicada. Se olvida usted del Señor porque sus negocios andan mal; pero algún día sentirá los efectos de su misericordia, y se arrepentirá y se acordará de lo que le dice el hermano Vicente.

Maltrana, para amenizar su espera, quería retener a este personaje original, que mostraba deseos de seguir adelante, hacia los Cuatro Caminos.

—Usted fue soldado, ¿verdad? —dijo para prolongar la conversación.

—Sí, señor; fui militar. Otros que son santos lo fueron.

Y al recordar sus tiempos de soldado, latía en sus palabras cierto orgullo; la misma satisfacción soberbia que muestra la Iglesia al decir que muchos de sus santos fueron antes hombres de espada.

—¿No se lo dije en otra ocasión, amigo don Isidro?, fui militar y estuve en aquel zafarrancho de Alcolea, pero al lado de los malos. Ya sabe usted lo que es la disciplina. Yo era cabo en Cádiz; dieron el grito y tuve que echar detrás de los mandones, disparando tiros en contra de la religión, de la reina y todo lo antiguo y lo bueno. Es el pecado mayor de mi vida; pero Dios me lo perdonará, porque fui forzado y no tuve intención de ofenderle… Después salí del servicio y me dediqué a las cosas santas.

—¿Y por qué no se hizo usted fraile?

—No me faltaron ganas, señor de Maltrana. Un marqués, antiguo coronel mío y persona muy devota, puso empeño en que me admitiesen en un convento; pero no quisieron tomarme. No tengo suficientes méritos para vestir el hábito.

Lo decía bajando la cabeza, encogiéndose para mostrar mejor su humildad. El joven pensaba que los frailes habían tenido miedo a las exaltaciones del señor Vicente, comprendiendo que su santa locura un tanto andariega no podía permanecer en un convento.

—Pero vivo lo mismo —continuó— que si perteneciese a una orden. Tengo mi regla. Un señor sacerdote me escribió en un papel lo que debo hacer a todas horas, y sigo sus indicaciones, bajo pena de desagradar al Señor. La regla me recomienda paseo, mucho paseo, unas cuantas horas de ejercicio sin pensar en las cosas santas. Otro señor sacerdote reformó el primer papel, ordenándome aún más horas de paseo; toda la tarde en el campo. Dicen que de no hacerlo así puede turbárseme la cabeza y el demonio me dará martirio con sus perversas tentaciones. Yo obedezco: todas las tardes salgo al campo; cada día a un sitio de las afueras. He dado la vuelta a Madrid como unas veinte veces. No hay en los alrededores niño ni mujer que no conozca al hermano Vicente. ¡Las estampas que llevo repartidas!… Me paseo por obediencia; hablo con los pájaros, con los perros, con todas las buenas bestias de Dios que me acompañan en el camino; pero ¿dejar de pensar en las cosas santas?, no puedo… ¡no puedo!… y peco por desobediencia.

El señor Vicente irritábase contra esta imposibilidad de olvidar por unos instantes los asuntos del alma y las grandezas del cielo.

—Dicen que pienso demasiado, señor de Maltrana, y tal vez tengan razón. Hay noches en que la cabeza parece que me hierve, y no puedo dormir. El Malo me martiriza con imágenes infames. Dicen además los señores sacerdotes y los caballeros de las Conferencias que me alimento poco, que debía atender más al cuerpo… Eso no; santos famosos hubo que comían menos que un pájaro, y yo, señor, hay días en que no ayuno y gasto un real o más en mi manutención. Las buenas señoras que me protegen me dan dinero y muchos trajes, me recomiendan que me cuide, y yo digo que sí a todo, pero regalo lo mejor de sus limosnas a los pobres que viven en el pecado, para ver si de este modo los ablando y se arrepienten. Como seglar, procuro presentarme limpio y decentito: creo que voy bastante bien.

Al decir esto se miraba de los pies al pecho. Maltrana se fijó en su camisa de tela burda, que asomaba el cuello por encima de varias vueltas de una corbata obscura. El punto negro y bullidor de un parásito movíase entre el borde del lienzo y la piel rojiza de su cuello.

—No necesito más allá de un real para vivir —continuó el devoto con cierto orgullo—. Nunca he comprado un periódico, ni sé lo que es tener una caja de cerillas. Me acuesto a obscuras; y en cuanto a papelotes, ninguno me importa nada, ya que maldito lo que me interesa la política. A estas horas no sé quién manda en España. Lo mismo da que sean unos que otros. Todos son lo mismo: gobernantes, manipulantes y danzantes; y eso de la política, zarandajas, marañas, patrañas y tonterías.

El devoto exaltábase al hablar. Soltaba sus palabras atropelladamente; inclinaba la cabeza, como si el chorro de su verbosidad tirase de ella.

—El liberalismo, señor de Maltrana, y todo eso del progreso y las revoluciones está condensado en pocas palabras; lo que yo digo: «matar, robar y no hacer daño a nadie…». Matan el alma, se la roban a Dios, y después dicen que no hacen ningún daño… ¡La libertad! La gente se va detrás de sus patrañas, porque estas halagan a la bestia que todos llevamos dentro y que desea campar a su gusto. Pero el hombre es malo y necesita, unas buenas disciplinas. Que dejen al hombre en completa libertad, y veremos barbaridades.

Maltrana, entretenido por esta charla, fingía aprobarlo todo con movimientos de cabeza.

—Usted habrá leído mucho, don Vicente.

—Nada, señor de Maltrana: soy lego. No tengo capacidad para comprender las obras de Teología. Además, estos ojos no están para lecturas… Pero tengo muchos libros, muchísimos: no caben en tres carros. Me gasto en ellos todo mi dinero; me conocen los libreros de lance de todo Madrid, y apenas cae en sus puestos una obra antigua de teología moral, de cánones y de vidas de santos, bien encuadernada en pergamino, la apartan, diciendo: «Para el hermano Vicente». ¡Lo que me cuestan los libros! Yo podría vivir en una buhardilla o ser huésped de una familia cristiana; pero tengo los libros, que son mi familia, y pago un cuarto de ocho duros para que estén bien alojados. No tengo sillas, no tengo cama, no enciendo luz, duermo en el suelo sobre un jergón; pero las obras están en sus estantes, hermosas y limpias como puedan estar las de un seminario o un obispado. Es mi vicio, es mi debilidad, mi placer pecaminoso. Me parece que forman un jardín, el jardín de la sabiduría eterna. Cada libro es una flor, con su riquísimo perfume de pergamino y de polvo. Yo no he leído mas que un poco a Santa Teresa y otro poco a San Juan de la Cruz. Pero si algún día me honra usted con su visita, verá un ejemplar de la Summa en muchos tomos, ¡en muchos!, y usted, que está más acostumbrado a los estudios, pasará un rato celestial. Yo no puedo; se me embrolla el pensamiento, me da vueltas la cabeza apenas leo cosas profundas. Soy un pobre animalito de Dios, con menos talento que la hermana hormiga que pasa junto a mis pies.

El devoto mirose los zapatos y añadió:

—Me aguardan en Bellasvistas, señor de Maltrana. Llevo tres reales en el bolsillo y unas hojitas para cierta viuda. La pobrecilla está muy mal; tiene un batallón de chiquillos. Ya sabe usted, don Isidro, dónde vivo. A ver si me honra un día con su presencia y visita mi jardín. No tiene mas que preguntar por el señor Vicente, don Vicente o el hermano Vicente, como quiera, pues de todos estos modos me llaman… Deseo que sus negocios marchen bien. Sólo tengo que hacerle una recomendación, porque le quiero. Tenga mucha fe en Nuestro Señor Jesucristo, en su Santa Madre María y en nuestro poderoso patrón San José, y con estas ayudas crea que todo le saldrá bien, y si no es en la tierra, será en el cielo… Buenas tardes, señor de Maltrana.

Dijo esto apresuradamente, como una jaculatoria aprendida, llevándose la mano al sombrero y descubriendo un instante su cráneo rapado, puntiagudo, estrecho, con las orejas salientes. Después se alejó manoteando, como si no pudiera aplacarse fácilmente la exaltación que se despertaba en él al mencionar sus celestiales protectores.

Maltrana siguió con la vista un buen rato al interesante personaje, motivo de regocijo para las criadas de las plazuelas y para los desocupados que se reúnen en tabernas y portales.

«¡Y pensar —se decía Isidro— que si nace dos siglos antes hubiésemos tenido un San Vicente más!…».

El joven olvidó pronto a su original amigo. Comenzaban a salir mujeres de la fábrica de gorras. Maltrana vio a Feli detenerse en el portal y mirarle con el rabillo del ojo, como si estuviera enterada de su presencia por haberle visto desde las ventanas de la fábrica.

La muchacha emprendió su marcha hacia arriba, cuidando de no confundirse con las otras del oficio y de no aguardar a la compañera con la que llegaba todas las mañanas al taller.

Maltrana salió a su encuentro. Bastó un saludo algo tímido para que Feli sonriera, olvidando todos los propósitos de seriedad que se había forjado al verle. Sus mejillas se enrojecieron con el recuerdo de lo ocurrido en la tarde cíe Carnaval.

Isidro comenzó a hablarla con emoción. Desde que la muchacha le había confesado su afecto, no podía contemplarla con la misma frialdad que cuando sólo era la hija de su amigote el Mosco y comía él las famosas cachuelas sin fijarse en sus miradas.

El recuerdo de su buena suerte, del libro encargado por el marqués de Jiménez, que le parecía el primer anuncio de la riqueza, le devolvió su aplomo de hombre superior.

—Feli, te esperaba porque necesito hablarte, porque deseo que charlemos sin prisa. Tengo que decirte cosas importantes.

Los dos atravesaron la calle, saliéronse de ella, y sin darse cuenta de lo que hacían, se internaron en los campos, siguiendo la linde del tercer depósito, hacia el cementerio de San Martín, que alzaba en el fondo su masa de cipreses.

La muchacha intentó detenerse. ¿Adónde iban por allí? Pero Isidro la empujó con dulzura.

—Echa para adelante; vienes conmigo, que te respeto y soy un caballero. No vamos a pasearnos por una calle donde tantos nos conocen: nos sería imposible hablar.

Siguieron un camino entre los sembrados, ennegrecido por la carbonilla de una fábrica cercana.

—Feli —continuó el joven—, era preciso que hablásemos. Después de la otra tarde en el Caño Dorado, de las cosas que me dijiste… yo necesitaba hablar. Tus amigas no me dejaron. Además, tú llorabas como si fueses a morir.

—¡Pero si yo no dije nada! —exclamó la muchacha con las mejillas arreboladas—. Y si dije algo, no lo recuerdo. No sabía lo que hablaba; estaba borracha.

Isidro se aproximó más, pegando todo un lado de su cuerpo al de Feli, percibiendo la firmeza elástica de su carne, su tibia suavidad, al través del mantoncillo y la falda sutil.

—Oye, Feli, no nos pongamos tontos. ¿A qué ir con disimulos y coqueterías, como si nos viésemos ahora por primera vez?… Yo te quiero; tú me quieres; los dos nos queremos. ¡Me parece que más sencillo!… No hay otra diferencia entre nosotros, que tú, como mujer, eres más lista en asuntos de amor y te has enterado antes de la verdad. Yo soy un pazguato y he necesitado que vinieras tú a decírmelo, como si fuese una señorita boba. En resumen: Feli, ¡rica!, yo te quiero… ¿Y tú?

La muchacha no contestó con palabras. Bajó los ojos, y su cabeza fue inclinándose dulcemente en señal de asentimiento.

Maltrana metió un brazo por debajo del mantoncillo, enlazándolo con el de la joven. Así, muy agarrados, muy juntos. Este mudo apretón, este contacto invisible, valía más que todas las palabras.

Caminaban lentamente, sin mirarse, como si toda su atención y el calor de su vida estuviesen concentrados en los brazos, que se apretaban con estremecedor contacto, confundiendo los latidos de sus venas.

Maltrana creía caminar en medio de una bruma que le ocultaba los objetos, que hacía elástico el suelo, dando a sus pisadas una ligereza sobrenatural.

Un perfume extraño, de embriagadora suavidad, acariciaba su olfato. Parecíale imposible que una muchacha criada en las Carolinas, entre los desperdicios de la villa, oliese tan bien. Surgía de su cabellera negra peinada a la diabla, con gracioso descuido; de su cuerpo esbelto, del revoloteo de sus faldas. Era una esencia sobrenatural que seguramente no podía comprarse en perfumería alguna, que tal vez era un engaño de la imaginación, pero se le subía a la cabeza como el más fuerte de los vinos. Ninguna mujer, al pasar junto a Maltrana, olía así. El joven iba ya enterándose de lo que eran el amor y sus dulces engaños.

Vieron venir hacia ellos un viejo de cara hosca con un cayado al brazo, un guarda de Consumos que paseaba. Los dos, instintivamente, se separaron desenlazando los brazos.

Esta sorpresa les sacó de su dulce somnolencia. Maltrana, en quien las impresiones eran menos duraderas, volvió, como él decía, a la realidad.

Aquella noticia importantísima que deseaba comunicar a Feli era, sencillamente, el nuevo trabajo que iba a acometer, el dinero que llegaba inesperadamente, enloqueciéndole de alegría, cual si le asegurase el bienestar por todo el resto de la existencia.

—Tú me traes la buena suerte, Feli. Voy a ser rico; es decir, vamos a serlo los dos.

Y como la muchacha quisiera saber en qué consistía tanta riqueza, Isidro tuvo que explicarse con cierta vacilación.

—Ricos en seguida, lo que se llama ricos, no lo seremos. No van a darme mas que tres mil realazos. Pero algo es algo, y tras ellos otros vendrán. Lo que importa es encontrar el camino, y en él estoy ya… ¿Sabes por qué era ciego, Feli, por qué no me fijaba en tu regraciosísima personilla? Porque hasta hoy he sido un mendigo, sin casa, sin una peseta, durmiendo poco menos que de limosna. ¿Cómo iba a pensar en una mujer, a proponerla que partiese la miseria conmigo?…

Maltrana quiso hablar de la indigencia en que, había estado hasta entonces, pero la muchacha lo atajó. Que era pobre, ¿y qué? Ya lo sabía ella. Muchas veces se había fijado en la voracidad con que comía en casa de su padre, reveladora de dolorosas escaseces. Pero era bueno, era sabio, y para ella el hombre más guapo del mundo.

—¡Guasona! —exclamó Isidro, volviendo a meter el brazo por debajo del mantón—. ¿Es que quieres burlarte de mí?

—Lo digo como lo siento —continuó la muchacha con sencillez—; el más guapo de Madrid. Pero no se enorgullezca usted por esto, señorito.

Ella se había enamorado sin saber cómo. Su padre la hablaba con admiración de los grandes hombres desconocidos a los que había tratado en sus tiempos de impresor. Al presentarse Maltrana, ella pensó que era uno de aquellos seres que, vistos desde la casucha del dañador, aparecían como semidioses.

La Mariposa hablaba de su nieto a todo el barrio, augurando que algún día le verían entre los mandones; el Mosco reconocía en Isidro un talento que se aproximaba al de sus grandes ídolos; el señor Manolo el Federal lamentábase, a sus espaldas, de que un muchacho de tanto mérito no se inscribiese en el censo del partido. Y Feli, incitada por estos elogios, mirábale con creciente admiración, escuchando horas enteras de sus labios cosas que no entendía, pero que sonaban en su oído como música celeste.

De vez en cuando, en la muralla de palabras incomprensibles se abría un desgarrón, una gran ventana, por la que contemplaba la muchacha un cielo nuevo, otro sol, un mundo sobrenatural que sólo habitaban los seres como Isidro. Cuando este recitaba versos al final de sus meriendas con el Mosco, cuando hablaba de aquellos grandes escritores que vivían en el extranjero con honores de príncipe, a la pobre Feli le temblaba el corazón, sentía que sus piernas se doblaban, le faltaba poco para llorar, como si estuviese en presencia de una religión nueva.

Comenzó a pasar las noches en continuo ensueño, viéndole a él, siempre a él, hermoso como un ángel, asombrando a los hombres con su grandeza; siendo lo más extraño que al día siguiente, contemplándolo en su realidad, lo encontraba no como era, sino embellecido con los mismos atractivos de la nocturna visión.

—¡También tú! —exclamó Maltrana—. ¡También tú sueñas!…

Feli habló luego con tristeza de las dudas que le habían atormentado. Isidro estaba demasiado alto para que descendiese hasta ella, pobre muchacha hija de un dañador que vivía entre la gente miserable de la busca. Cada vez que llegaba con palidez de hambriento, buscando los almuerzos y las meriendas del Mosco, experimentaba ella una alegría. Aplicábase al cocineo, poniendo todos sus sentidos en el guiso de los gazapos. Bendecía estas privaciones de la existencia bohemia, como algo providencial que aproximaba al hombre amado, dándola nuevas esperanzas. Pero luego transcurrían largas temporadas sin que le viese. Estaba en Madrid… ¡en Madrid! Y la muchacha repetía la palabra con cierta cólera, como si evocase un mundo desconocido lleno de tentaciones. Isidro debía tener allá mujeres muy hermosas; seguramente que era amigo de las actrices, como todos los que escriben en los papeles. ¡Las noches que había pasado gimiendo de desesperación, creyendo perdidas sus ilusiones!…

La inocente Feli decía esto trémula aún de miedo, como si no tuviese la seguridad de poseer a Isidro, como si temiera que se lo arrebatasen aquellas tentaciones que abultaba con fantástico relieve. Maltrana rio de la simpleza de la muchacha. ¡Alma cándida y trémula!… ¡Si conociese la realidad de su vida!… ¡Suponerle de jolgorio entre actrices y grandes cocotas, a las mismas horas en que, desfallecido de hambre, pensaba en la cazuela bienhechora de la redacción! ¡Creerle favorecido por las mujeres, perseguido por ellas, cuando hasta los hombres se burlaban de la ruindad física del pobre Homero y le herían con sus bromas!…

Las palabras de la joven resultaban, sin saberlo ella, de una ironía cruel. Maltrana siguió riendo de la inocencia de Feli cuando esta le dijo con un gestecillo hosco:

—Se acabaron las calaveradas, ¿eh? Sólo me querrás a mi: no harás caso de las señoronas. Porque advierto a usted, señorito, que yo soy muy celosa, y si me haces alguna de las tuyas, grandísimo pillo, me la pagarás… ¡vaya si me la pagarás!

Habían entrado en el camino viejo que conduce de Madrid a la Patriarcal de San Martín. Por este camino bajaban, al caer la tarde, las mendigas de las afueras para recoger la sopa en el Asilo de San Bernardino.

Los dos jóvenes llegaron al parterre que se extiende ante la Patriarcal. Sus pasos, haciendo crujir la arena, sonaban agigantados por el silencio. De vez en cuando oíase el chillido de un pájaro y el follaje se estremecía con invisibles aleteos.

Feli, que siempre había visto de lejos este cementerio, sintió gran inquietud al encontrarse cerca de él. Por entre el ramaje y el hierro de las verjas veíase la blancura del mármol de los panteones. El brazo de la muchacha se estremeció de inquietud, apretando el de su novio.

—¡Tonta! —exclamó Maltrana—. ¡Si esto es un jardín! La última que enterraron fue mi protectora, y antes de que trajesen su cadáver habían pasado muchos años sin entierros… Esto es muy bonito: hace pensar en el amor más que en la muerte.

Contemplaba la joven desde el parterre todo el frente del cementerio: dos pabellones color de rosa unidos por una doble columnata del mismo tinte alegre. En un pabellón estaba la capilla, cerrada muchos años, con una espadaña de hierro en el tejado, de la cual pendían dos campanas cubiertas de herrumbre. El pabellón opuesto servía de habitación al conserje, y en una ventana de medio punto alineábanse macetas de flores bajo una cortina de tonos alegres que la brisa hacía ondear.

Una verja cerraba la columnata, y por entre sus hierros veíase todo el cementerio como un frondoso jardín. Los cipreses, esbeltos y elegantes, alineábanse a lo largo de las avenidas. En el espacio comprendido entre sus troncos agrupábanse altos rosales de hermosa vejez. Las plantas trepadoras enroscaban sus verdes ondulaciones en las columnas de los claustros, llegando hasta los arcos de herradura. Los mausoleos, las imágenes yacentes, los ángeles de mármol, en medio de las platabandas de tupida vegetación, parecían estatuas de jardín.

Maltrana, siempre que veía de lejos este cementerio, destacando en el cielo las techumbres redondas de sus pabellones, las columnatas y la helénica vegetación de sus esbeltos cipreses, pensaba en una acrópolis clásica de aquellas que eran fortaleza, santuario y paseo a un tiempo.

La dulce calma, cortada por el rumor del follaje y el piar lento de los pájaros, disipó la inquietud de Feli.

—Entremos —dijo su novio—. Esto es un cementerio de novela; un jardín como no hay otro en Madrid.

La enamorada pareja sentíase atraída por el poético silencio de este rincón olvidado.

En la columnata vieron a una vieja haciendo calceta, y junto a ella un hombrón, que fijó en los jóvenes su mirada escrutadora.

—¿Vienen ustedes por algún pariente? —dijo.

Maltrana contestó con la firmeza del que dice verdad:

—Tengo aquí lo mejor de mi familia.

El guardián no parecía satisfecho.

—¿No vienen ustedes a pintar? —preguntó de nuevo—. Porque para pintar se necesita permiso.

Isidro sonrió, echando atrás las aletas de su macferlán. ¡Pintar! ¡Vaya una pregunta! ¿En dónde iba a ocultar los colores y la paleta?…

Los dos jóvenes, tras un gruñido de asentimiento del portero, entraron en la Patriarcal, comentando las extrañas preguntas de este con risas que parecían alegrar el fúnebre silencio.

Maltrana quiso que Feli viese la sepultura de su protectora, y los dos salieron de la avenida central para descender por una escalerilla en forma de túnel a un patio inmediato.

En este rectángulo, mucho más bajo que el centro del cementerio, no vieron árboles ni platabandas. El suelo estaba totalmente ocupado por la muerte; las tumbas se apretaban entre las galerías del claustro.

Embellecía el abandono este rincón con desolada poesía. Las grandes losas sepulcrales estaban curvadas por el tiempo y la lluvia, con las inscripciones borrosas; las plantas parásitas, creciendo entre las piezas de mármol, las hacían saltar, desuniéndolas con el impulso vital de sus raíces. Las coronas, pendientes de cruces de hierro mohoso, habían perdido sus flores, sus doradas siemprevivas; eran aros de paja negra y putrefacta, guardando en sus briznas un hervidero de insectos.

Los pasos de los dos jóvenes hacían resonar las oquedades repletas de huesos; por todos lados, en el suelo y en las paredes, la sensación de lo hueco, la repetición interminable del más leve ruido, la nada sonora de la muerte.

Maltrana se detuvo ante un nicho. Allí estaba su ángel bueno, la que él llamaba por antonomasia «la señora». Acordábase, conmovido, de las palabras de la buena anciana cuando le prometía buscarle una esposa que le hiciese feliz. Señora, la compañera estaba allí: venía a saludarla, agradecida por lo que había hecho con él. No era rica, tal vez no era buena cristiana, como la deseaba ella; pero embellecería su existencia, dándole ánimos para seguir aquel camino áspero en el que le había abandonado su mano protectora, paralizada por la muerte.

Al salir del fúnebre patio, les pareció aún más hermosa la avenida central del cementerio. El jardín, con su belleza melancólica, ahuyentaba toda idea de muerte. Era distinto de los patios cercanos, henchidos de cadáveres. Sus diseminadas tumbas parecían monumentos de adorno, colocados allí sin otro objeto que alterar la verde monotonía de la vegetación. Eran sepulturas de ricos, de privilegiados, que aun después de muertos parecían guardar la tranquila compostura de los felices. Los nombres de antiguos ministros, de generales, de duquesas famosas por sus gracias, brillaban en las caras de estos enormes juguetes de mármol.

Las primeras mariposas movían sus alas sobre los rosales, cuya sequedad invernal comenzaba a hincharse a impulso de los tiernos brotes. Zumbaban los insectos en el ambiente dorado de la tarde; la tierra se agrietaba para dar paso a una vegetación salvaje, a una maraña verde, que parecía la cabellera primaveral surgiendo lentamente de la tierra. Las hormigas removían el suelo, elevaban pirámides junto al túnel de su vivienda, y en negros rosarios atravesaban los andenes, realizando bajo la hierba obscuras epopeyas de combates, conquistas y trabajos hercúleos. De ciprés en ciprés aleteaban pájaros negros, rasgando el silencio con su silbido. Eran los mirlos y las currucas ocultos en la espesura de la Patriarcal, único refugio de follaje en medio de las yermas colinas.

Tres niños con blancas blusas, sonrosados y mofletudos como angelotes, tres pequeñuelos de la familia del conserje o de alguna casucha cercana, jugueteaban puestos en cuclillas sobre la hierba, hurgando los hormigueros y arrojando pedradas a los pájaros, que apenas si movían las alas. Feli los contempló con ojos amorosos; sentía deseos de abrazarse a ellos, de comerse a besos sus hociquillos sonrosados y sucios, como si fuesen una imagen de la vida triunfadora, invadiendo el rincón del olvido.

Maltrana, bajo la influencia de este ambiente melancólico y dulce, hablaba a Feli de sus ideas. Le gustaba el cementerio de San Martín, con su rumorosa vegetación de jardín abandonado, porque ofrecía la belleza de la Muerte tal como él la había concebido.

La Muerte no era un esqueleto de burlesca risa y grotescas cabriolas, cual la representaba el bárbaro arte de la Edad Media en su horror a la carne. Era una gran señora de belleza triste, pálida, intensamente pálida, con una piel mate que parecía absorber la vida del aire, sin dejar en su superficie brillo ni jugo; con unos ojos negros, intensos, helados, profundos, que recogían la luz del espacio sin devolver el más leve fulgor. Era una matrona de potentes caderas, en cuyas entrañas renacía la vida; de robustos y voluminosos pechos, siempre hinchados de leche densa y amarga. A un pecho se agarraba el Recuerdo, gimiendo al paladear el líquido de acíbar; al otro el Olvido, que chupaba cerrando los ojos, queriendo dormir. A su paso callaban los pájaros, mustiábanse las flores, caían al suelo los seres animados, se hacía el silencio. Sus pies, invisibles bajo la túnica de crespones, hacían temblar la tierra cual si estuviesen calzados con coturnos de hierro. Pero apenas pasaba, todo resurgía a su espalda, casi en los bordes de sus fúnebres velos: revivían las flores con nueva fuerza, trinaban otros pájaros, y del polvo donde habían caído los viejos, los inútiles y los débiles, volvían a levantarse, transfigurados por la juventud. Ella era el abono de la vida, la hoz que siega el prado para que resurja con mayor fuerza. Maltrana la conocía: la había visto pasar ante sus ojos, con todo su esplendor melancólico, evocada por la más sublime de las exaltaciones artísticas. Wágner la sacaba de las tinieblas de lo misterioso, haciéndola marchar entre graves melodías que eran ecos del dolor humano. Por dos veces la había contemplado Maltrana cerrando los ojos, con su piel pálida, sus ojos negros y fríos que brillaban hacia adentro, sus caderas de eterna creadora y sus pechos amargos: cuando el salvaje Sigmundo habla a la walkyria que le anuncia la muerte; cuando la desesperada Iseo se enrosca de dolor y se mesa los cabellos, agitados por el viento del mar, ante el cadáver de Tristán.

Era ella, la verdadera, la única, la que inspira miedo y consuelo; la belleza triste que nunca se aja; la pálida señora del mundo; la beldad que llega puntual a la cita con su beso de olvido y de paz, con el supremo espasmo de la insensibilidad y el anonadamiento.

Feli escuchaba a su novio con los ojos dilatados por el asombro, pugnando por entenderle.

—¡Cuánto sabes, Isidro! —murmuró acariciándole con la mirada—. Por eso te quiero tanto: porque dices cosas bonitas.

Maltrana rio de la sencillez de la muchacha, sintiéndose halagado al mismo tiempo por su admiración. Casi se arrepintió de lo que llevaba dicho: eran tonterías; la hablaba como si fuese un compañero al que quisiera turbar con sus paradojas. Se cogieron del brazo otra vez, y Maltrana condujo a la joven a una galería de nichos, en lo más hondo del cementerio.

—Quiero enseñarte cómo acaban los hombres de talento, cómo reposan los que en vida tuvieron aduladores y fanáticos… Mira.

Y después de una rápida busca con los ojos, le señaló un nicho, el más mísero de todos. Su boca apenas estaba cubierta con un hule, desprendido de las puntas; un andrajo negro con letras amarillas y borrosas. Feli leyó con algún trabajo: «Aparisi y Guijarro».

—Ese señor —continuó Isidro— fue famoso en vida. Pronunciaba en el Congreso discursos que duraban varias sesiones. Los curas de toda España, los devotos, las mujeres, aguardaban con impaciencia los periódicos para leerle. Y ahora, mírale: cualquier tabernero tiene mejor alojamiento después de muerto… Era un poeta, un soñador; y los poetas, no sé por qué, tienen mala sombra en la política… Yo no creo en él; pero le compadezco y le defiendo por espíritu de cuerpo. Este olvido nos consuela a los que trabajamos sin esperanza en la tienda de enfrente, que es la de los pobres, la del populacho.

Maltrana siguió hablando con tono de cólera. Bien podía el rey de aquel tribuno adecentar su tumba; bien podían los representantes de la tradición acordarse un poco del gran artista que les había enardecido con sus himnos oratorios. Equivalía a una burla infame citar su nombre a todas horas, como gloria y bandera de las aspiraciones hacia el pasado, mientras sus restos permanecían en un rincón, sin el más leve signo de homenaje, como los de un hombre que hubiese atravesado la vida sin ruido y sin afectos.

Feli deletreaba las inscripciones en lápiz que ennegrecían el yeso alrededor del nicho. Eran versos disparatados e ingenuos en honor del «Cicerón español», del «paladín de la fe y las tradiciones»; testimonios de entusiasmo de algunos curas de misa y olla, que, al venir a Madrid, no habían querido tornar a sus pueblos sin ver la tumba de su grande hombre. El hule caído parecía reírse con sus arrugas de tales elogios, que sonaban a falso en este abandono.

Maltrana examinó las firmas.

—Todas son del populacho: curas pobres, guerrilleros ilusos; gente de abajo, de la que tiene corazón.

Aquel soñador de Levante, artista engañado, también tenía corazón, y por eso reposaba en el olvido.

—Era pobre y defendió a los ricos —continuó Maltrana—; era plebeyo y pidió la resurrección del pasado con sus privilegios de raza; tenía el carácter independiente y un tanto levantisco de su tierra y deseaba el absolutismo. Los que él defendió no se acuerdan de él, y tal vez siguen con esto al instinto, que no engaña. Vivió para ellos, pero no fue de su familia.

Los dos jóvenes se alejaron de este rincón, volviendo a la avenida central. Remataba esta en un edificio abierto, especie de ábside, que ocupaba el fondo del cementerio, con muros en semicírculo y media cúpula. En las paredes habíanse abierto grandes hornacinas con ricas urnas funerarias. Los segmentos de la bóveda ostentaban varias pinturas representando la resurrección de Jesús. La gran puerta del fondo, cerrada por una verja mohosa, dejaba ver al través de sus vidrios el cerro de enfrente y un grupo de álamos entre dos casitas rojas en lo más hondo de una cañada.

Sobre esta puerta abríase un medio punto de vidrios de colores, por el que se filtraba el sol de la tarde, dando a las paredes, a las tumbas, al suelo, las palpitaciones policromas del iris. La luz fantástica parecía prestar vida a las figuras de la bóveda, animándolas con esplendores de apoteosis.

—¡Qué bonito! —murmuró la muchacha.

Esta luz alegraba los ojos, borrando la lúgubre significación del sitio. A Feli le parecía el ábside un salón de baile alumbrado con luces de colores: creía que todos los muertos, con trajes vistosos, sonrientes y sin infundir miedo, iban a mostrarse para intervenir en la fiesta. Los pájaros piaban en el inmediato jardín o revoloteaban bajo las arcadas, como atraídos por la hermosa iluminación.

La clase social de las gentes enterradas en esta parte del cementerio sólo evocaba imágenes de lujo, de placer y de fiestas. Eran duquesas famosas por su hermosura, damas palaciegas que habían muerto en lo mejor de su edad, mujeres que gozaron sus épocas de reinado y adoración. Los nombres que brillaban en letras de oro sobre la blancura láctea del mármol hacían soñar en fiestas elegantes, amorosas entrevistas, tocadores lujosos impregnados de suaves esencias, adornados con flores costosas.

Maltrana, como si sintiera los efectos de este recuerdo de voluptuosidad y amor que las ilustres muertas evocaban con sus nombres, fijó los ojos en Feli, que contemplaba absorta las hermosas tumbas. Pasó un brazo por su talle, la atrajo hacia él y la besó donde pudo, donde alcanzaron sus labios, entre el lóbulo sonrosado de una oreja y el cuello moreno, que erizó su piel, estremecida al contacto de los labios.

La joven se desasió con rudo empujón.

—¡Isidro! —exclamó avergonzada—. ¡Isidro!…

Y bajó la cabeza tristemente, como dolorida por la audacia del amante.

Después habló para acusarse a sí misma, sin dirigir el menor reproche al joven. Ella tenía la culpa: debía haber evitado esta soledad, negarse a entrar en el cementerio con Isidro, que estaba acostumbrado a los mayores atrevimientos con sus impúdicas amigas de Madrid… ¡Besarla!… ¡y en aquel sitio!…

Miró en torno, como si esperase que se abrieran las tumbas, irguiéndose airados los cadáveres por tal profanación.

Maltrana sonreía. ¡Tonta!, ¿a qué tal miedo? Aquel sitio era lo mismo que otro; mejor aún, por su poesía silenciosa de jardín abandonado, propicio al amor. Ellos no hacían mas que repetir el eterno himno de la vida. Antes lo habían cantado aquellas gentes que fueron felices y dormían ahora en sus envolturas de mármol. Lo único verdadero de la vida era el amor. Si los muertos pudiesen recordar el pasado, la memoria de las horas amorosas sería el consuelo de su eterna noche. Aquellas aristócratas ocultas tras la piedra que pregonaba sus títulos, sus bandas y su caridad no pasaron toda la vida con la diadema nobiliaria en el peinado y los cintajos en el pecho, echándolas de damas benéficas. Habían sido mujeres orgullosas de su hermosura, propicias a conceder la admiración de sus encantos como una limosna regia.

Isidro, con impúdica imaginación, se las representaba en el abandono de su dormitorio, mostrando misterios de nácar y rosa al través de la espuma de sus blondas, agarradas al hombre amado con el supremo estremecimiento del deseo, olvidándose de las vanas grandezas de la vida, concentrando toda su existencia en el violento estrujón carnal. Aquel personaje tendido sobre su sarcófago con la severa toga del que juzga a sus semejantes no siempre había sido ceñudo y austero, como lo mostraba el escultor. Alguna vez el hombre vencería al personaje, y recatándose como un mozuelo, dando al diablo su gesto imponente, habría buscado un rayo de felicidad en misteriosos rincones, lejos de la familia, abominando de su moral avinagrada y áspera. Los muertos habían conocido la dicha mucho antes; ahora les tocaba el turno a ellos, y debían aprovecharse de la buena suerte.

—Feli, vida mía —exclamó Maltrana con su vehemente exageración—, ríete de los muertos; no nos odian, nos envidian. Grita conmigo: ¡viva el amor!…

—No; vámonos —murmuró la muchacha—. Fuera de aquí hablaremos; gritaré lo que quieras. ¡Quererse por primera vez en un cementerio!… Esto da mala sombra; acabaremos mal. Vámonos, Isidro.

Tiraba de él poseída de un terror infantil, y el joven la siguió. Pero al pasar bajo el arco que daba entrada al ábside, Isidro la detuvo, lanzando una exclamación de asombro.

La luz de la vidriera envolvía a Feli. Era una faja de colores palpitantes, que abarcaba a la joven de pies a cabeza, haciendo temblar todo su cuerpo como si estuviese formado con las tintas del iris.

—¡Qué bonita! —exclamó Maltrana con arrobamiento—. ¡Si pudieras verte!… Tienes la falda verde y el pecho azul. Tu boca es de color naranja; una mejilla es violeta y la otra ámbar. Parece que tengas claveles en la frente.

Feli permanecía inmóvil, sonriendo con femenil complacencia, gozosa de que su novio la viese tan bella. Sentía la caricia del rayo mágico de sol; entornaba los ojos, cegada por la ola de colores que palpitaba en sus ropas y su carne.

El halago de la coquetería disipaba su miedo al cementerio, con esa facilidad que tienen las mujeres para el olvido cuando se sienten acariciadas en su vanidad.

Algo más que el contacto ardoroso de la luz sintió de pronto Feli. Su novio la estrujaba otra vez, pero con mayores arrebatos, sin que ella intentase resistir.

—Deja que bese ese amarillo de oro… Ahora, el morado; ahora, el azul… el rosa de tu frente… el heliotropo de tus labios… las violetas de tus ojos.

Caían los besos sobre ella como una lluvia sonora, con chasquidos de pasión, que agrandaba el eco del cementerio.

Feli revolvíase entre sus brazos, intentando en vano librarse de ellos. Al moverse, los colores cambiaban de sitio, pasando de una parte a otra de su cuerpo adorable. Todos los resplandores de la luz desfilaban por su boca. Maltrana no perdonó uno; quiso saborearlos todos, en medio de aquella gloria de colores que envolvía su amoroso grupo.

Feliciana cerraba los ojos, estremecida por el chaparrón de besos, vibrando su virgen sensibilidad con el apretón de los masculinos brazos, sintiéndose próxima a caer al suelo, como si las piernas temblorosas no pudiesen sostenerla, murmurando entre suspiros dulces:

—Basta… déjame… Que me matas: que grito… Asesino…

Por fin pudo desasirse: y arreglándose el mantón, atusándose el pelo alborotado por los viriles apretones, fijó sus ojos en el novio, con una mirada en la que había reproche y agradecimiento.

—Enseguidita me coges otra vez… ¡Y cómo se ha divertido el niño con esa tontuna de los colores! Vámonos o reñimos.

Echó a correr hacia la salida, como si quisiera evitar las explicaciones de Maltrana, y este la siguió. Cerca de la verja, los dos acortaron el paso y marcharon unidos, con rostro grave, como si saliesen tristes de su visita a las tumbas.

Pasaron sin despegar los labios ante el portero que les había acogido con tan extrañas preguntas; pero, al alejarse, Feli volvió la cara para mirarle y prorrumpió en una carcajada de niña. Isidro adivinaba el pensamiento de su novia; recordó el gesto hosco con que el portero les había preguntado si entraban a pintar.

—El tío presentía el suceso —dijo Maltrana alegremente—. De enterarse a tiempo, hubiera sido capaz de pedir su parte de colores.

El recuerdo de las caricias le hizo juntarse, enlazar sus brazos, caminar apoyados uno en otro, mirándose con ojos en los que aún brillaba el fuego de las recientes sensaciones.

Feli olvidaba su enfado. Al verse en campo raso, donde no podía temer nuevos arrebatos del novio, se abandonaba, apoyábase en él con desmayo, acariciándolo con el soplo de su respiración, mirándole de tan cerca, que Maltrana creía sentir el calor de sus ojos de brasa.

Finalizaba la tarde. Ocultábase el sol, y en el cielo de suave color de violeta flotaba la luna como una nubecilla pálida, borrosa aún por la luz diurna.

Los dos amantes siguieron el camino a lo largo del tercer depósito, haciendo crujir bajo sus pies el polvo de carbón que ennegrecía el suelo. Pasaban hacia Madrid mujeres astrosas con niños dormidos en sus brazos; viejas arrugadas y negras como brujas, con pucheros destinados a recibir el rancho de San Bernardino.

Estas infelices, al cruzarse con la joven pareja, husmeaban el amor con su instinto de hembras, e imploraban una limosna. Isidro repartió pródigamente el dinero, acompañándolo de inmorales consejos, que hacían reír a Feli. Nada de comprar pan: aquella limosna era para vino, para tomar la gran curda. El mundo había de alegrarse y saltar loco de embriaguez; debía reflejar la felicidad que rebosaba en su alma al verse amado por Feli.

También ellos dos iban en busca de un merendero, de un lugar bonito, para comer, para beber, para darse dos vueltas de vals al son de un piano.

¡Viva la vida! Maltrana, recordando las afirmaciones de otros tiempos, repetía a su novia que la vida es alegre, que la vida tiene un sentido helénico, que el dolor, que parece interminable, no es mas que un accidente pasajero, el aperitivo de la felicidad, tras el cual se atraca uno mejor de las dichas de la existencia.

Pasó un hombre con un cesto de naranjas, y al sorprender Isidro una ávida mirada de su novia le hizo detenerse. ¡A soltar en seguida lo mejor del cesto! A Feli le gustaban las naranjas; aún no las había probado aquel año, y él era capaz de tender a sus pies, como alfombra de oro, toda la cosecha de los campos valencianos.

Feliciana sólo quiso aceptar una naranja, la más hermosa, y los dos siguieron adelante, jugueteando ella como una niña con la pequeña esfera de color de fuego, haciéndola saltar entre sus manos. Acabó por abrir un agujero en ella y por chupar su jugo apretándola entre los dedos. Un chorro de ámbar descendió por la comisura de sus labios hasta la barbilla de graciosa redondez, endulzando su piel. Isidro quiso beberlo, y de nuevo rozó con su boca la boca de Feli.

—¡Otra vez! —exclamó la muchacha, echándose atrás entre sonriente e indignada—. Pero, condenado, ¿no ves que nos miran… que pasa gente?

Después rio del gesto desalentado de Isidro, el cual bajaba la cabeza como un niño enfurruñado. Con mimosa gracia puso en su boca la naranja.

—Toma y no llores… Yo he puesto ahí los labios; chupa, y cuidadito con volver al besuqueo… A ti habrá que tratarte como a un niño de teta. Zurra… zurra al nene, que es malo.

Y con su mano fina y blanca, aquella mano de señorita, que era el asombro de las Carolinas, abofeteó cariñosamente la cara del joven.

Al anochecer entraron en un merendero de la hondonada de Amaniel. La muchacha habló débilmente de la necesidad de volver a casa en seguida, pero Isidro protestó. Su padre no iba a inquietarse por tan poca cosa; la creería, como otras veces, en casa de su compañera de Bellasvistas. Tal vez a aquellas horas estaría ya en el «Ventorro de las Latas», preparando su marcha a El Pardo.

Unos faroles de papel iluminaban el merendero con difuso resplandor. Los tranvías viejos habían servido para su construcción, igual que en el barrio de las Carolinas. Los bancos de movibles respaldos procedían de una jardinera; los tabiques eran de persianas de ventanilla. Junto al techo, a guisa de friso, alineábase un saldo de fotografías amarillentas, mezclándose las vistas de la Habana y de los bulevares de París y Viena con reproducciones de la Fuente de la Teja y el Viaducto. Cabezas de angelotes pintarrajeadas y doradas, restos de una anaquelería de tienda pretenciosa, aparentaban sostener las viguetas del techo.

Isidro, que lo veía todo de color rosa, admiraba el adorno del merendero. ¡Muy hermoso!, ¡muy original! ¡Aquello era arte moderno!

Y el amo, satisfecho por estos elogios de un señorito que parecía inteligente, contestaba con modestia:

—Un poquito de gusto, y nada más. Así y todo, me cuesta, un porción de dinero… ¿Qué van ustedes a tomar?

El merendero completo quería Isidro para Feli. Pero esta no sentía apetito, no quería nada; y al fin, por no contrariarle, pidió una botella de cerveza.

Otras parejas ocupaban los rincones, silenciosas, en íntimo contacto por debajo de la mesa y devorándose con los ojos. Maltrana se creía en un mundo nuevo, mejor que el que había conocido hasta entonces. ¡Viva la alegría de la vida… y el helenismo también!

Tras un macizo de plantas estalló de pronto, como un cohete, el sonido de un piano, con acompañamiento de golpes de timbre. Isidro miró con admiración al muchacho de boina, pañuelito al cuello y anchos pantalones de odalisca que daba vueltas al manubrio. Pero ¡qué talento tenía aquel golfo! ¡Qué musicazo! Nunca había experimentado Maltrana igual impresión: ni en los mejores conciertos. Aquel vals, que a primera vista parecía escrito para un baile de criadas, era una pieza sublime: la obra tal vez de un gran genio desconocido. El joven no vacilaba en sus afirmaciones; aquello era tan magnífico como la Novena sinfonía.

—Alza, Feli: vamos a darnos dos vueltecitas. A ver cómo meneas ese cuerpecito gitano.

Ninguno de los dos sabía bailar. Isidro, en sus tiempos de estudiante, había tomado lecciones de sus amigas de los cafés cercanos a la Universidad. Feliciana había bailado con sus compañeras, y fue ella la que, guiada por el instinto femenil, siguió mejor el ritmo de la música, arrastrando a su pareja.

¡Valiente cosa les importaba bailar bien o mal y que se rieran o no los parroquianos del merendero!… Lo interesante era estar en brazos uno del otro, pegados desde el pecho a las rodillas, transmitiéndose el alma con el calor de sus cuerpos, confundiendo los alientos.

Sentían una alegría loca, como si el sorbo de cerveza, que acababan de beber contuviese todas las embriagueces de la tierra. No se besaban por un resto de pudor, por miedo a la gente, pero sus labios secos, acariciados por la humedad de la lengua, parecían atraerse al través de la pequeñísima distancia que los separaba.

Cuando abandonaron el merendero, iban con paso vacilante, silenciosos, por la soledad del campo.

Se detuvieron en las inmediaciones del Canalillo. La luna reflejaba su cara bonachona en el cristal azul del agua que transcurría silenciosa.

Los dos huyeron de la luz. Querían descansar; sentíanse sin fuerzas para seguir adelante, y se detuvieron junto a un desmonte, ocultándose en la sombra que proyectaba la masa de tierra.

Sonaron en la penumbra suaves chasquidos, apagadas voces de protesta.

Feli hablaba quedamente, con llorosa voz.

—Júrame que no me abandonarás. Que me querrás siempre… que no me desprecias porque soy débil contigo… porque te quiero.

Isidro lo juraba todo sin hablar; lo juraba con sus manos inquietas, con sus labios acariciadores, con el viril estrujón que hacía caer vencida y esclava en entre sus brazos a aquella alma simple y primitiva, ansiosa de ideal.