Fin

La vida nunca tiene un final convincente y natural. Excepto uno.

Walter fue enterrado en Coshocton, Ohio, en el mismo día en que sonaron las trompetas de mi treinta y nueve cumpleaños. No asistí a su funeral, aunque estuve a punto (Carter Knott sí fue). Pese a todo lo que había pasado, pensaba que estaba fuera de lugar. Durante un día o dos lo tuvieron en Mangum & Gayden’s, en la calle Winthrop, donde había estado Ralph hacía cuatro años, y luego se lo llevaron de vuelta al Medio Oeste en un trailer. Al final, no era su hermana la que vi aquella noche en el andén de la estación de Haddam, sino otra mujer. La hermana de Walter, Joyce Ellen, es una mujer gruesa, con gafas, tipo YWCA,[16] solterona con trajes y corbatas varoniles, una buenísima persona, y que nunca ha leído la biografía de Teddy Roosevelt. Ella y yo tuvimos una larga y cordial entrevista en una cafetería de Nueva York, donde hablamos sobre la carta que Walter había dejado y sobre Walter en general. Joyce decía que Walter era un enigma para ella y para toda su familia, y que hacía mucho tiempo que no sabía nada de él. Me dijo que sólo en la última semana de su vida Walter la había llamado varias veces para hablarle de la caza y de la posibilidad de trasladarse allí y montar un negocio, y también de mí, a quien había descrito como su mejor amigo. Joyce me dijo que pensaba que había algo muy raro en su hermano y no le extrañó cuando recibió la noticia por teléfono. «Uno puede intuir estas cosas», dijo (aunque yo no estoy de acuerdo). Ella dijo que esperaba que Yolanda no asistiera al funeral y tengo la sospecha de que vio cumplido su deseo.

Podría decirse que la muerte de Walter produjo en mí el efecto que puede esperarse de la muerte: me recordó mis responsabilidades respecto a un mundo más amplio, aunque este efecto se produjo en una época en la que yo no quería pensar mucho en eso, y aún ahora me es difícil adaptarme a actuar de una forma distinta.

La historia de Walter sobre una hija que nació de un connubio y que había crecido en Florida resultó ser falsa, una broma simpática. Creo que él sabía que yo nunca correría el riesgo de decepcionarle, y tenía razón. Cogí un avión a Sarasota, hice un montón de averiguaciones, incluyendo varias llamadas sobre nacimientos registrados en Coshocton. Llamé a Joyce Ellen, incluso contraté un detective que me costó bastante dinero pero que no descubrió nada ni nadie. Y he llegado a la conclusión de que todo este juego del ratón y el gato era sólo su último intento de evitar la confidencia total. Una pista falsa muy novelesca. Admiro a Walter por ese gesto, que para mí tiene todo el sabor del misterio, una cualidad de la que carecía la vida de Walter, aunque él no dejara de perseguirla. Creo que Walter podría incluso haber descubierto algo importante antes de encender la televisión por última vez, aunque no quiero hablar por él. Pero uno puede creer fácilmente que algunas preguntas particulares quedan contestadas por la naturaleza de las cosas, cuando te das cuenta de que el martillo va a caer.

Venir a Florida ha sido muy positivo para mí, y llevo aquí unos pocos meses. Ahora es septiembre. No creo que me quede aquí para siempre. Venir a la otra punta del país produce una agradable sensación, una certidumbre tropical de que algo te sucederá. Todo este lugar parece animado con estas esperanzas. He descubierto que la gente de Florida está aquí para huir de las cosas, no para buscar un objetivo a la vida, y hay una claridad y una rectitud que envuelve a la mayoría de la gente que he conocido y me ha parecido agradable. Nadie intenta jugársela a nadie, como solía decir mi madre, al contrario de lo que se cuenta por ahí. Aquí hay mucha gente de Michigan, las matrículas azules de sus coches y los acelerones al conducir les traicionan. No es como Nueva Jersey, pero no está mal.

Desde abril, el tiempo ha transcurrido muy deprisa, casi en panavisión, mucho más rápido de lo que yo estaba acostumbrado, y ésa es quizá la gran virtud de Florida, y no su clima benigno: el tiempo pasa deprisa, de una forma atemporal. No se parece en nada a Gotham, donde uno parece sentir cada segundo de su vida y perderse todo lo demás.

Con mis ahorros me he comprado a plazos un Datsun deportivo verde mar y he dejado mi casa y mi coche al cuidado de Bosobolo. Esto le ha permitido, como me explicaba en una carta, traer a su mujer del Gabón y vivir en América una auténtica vida de casado. No sé qué habrá sido de la chica blanca y regordeta, quizá la haya dejado de lado o quizá no. Y tampoco sé lo que pensarán mis vecinos de este nuevo arreglo, al ver a Bosobolo en el jardín, cuidando la espirea y los setos, estirando sus largos brazos y bostezando como un marqués.

Tengo un apartamento amueblado en el que no se admiten niños, en un lugar de la costa bastante agradable llamado Longboat Key, y he pedido una excedencia indefinida en la revista. Y durante estos pocos meses he vivido una vida de placentera miscelánea. A menudo, por las noches, alguien pone discos de alguna Big Band o de reggae, y hombres y mujeres se reúnen alrededor de la piscina, preparan bebidas, bailan y charlan animadamente. Hay muchas chicas en bañador o con vestidos de verano, y de vez en cuando alguna consiente en pasar la noche conmigo, y al día siguiente vuelve a interesarse por sus cosas: otro trabajo, otro hombre, un viaje… Aquí viven unos pocos homosexuales agradables, así como un montón de ex marines, tipos del Medio Oeste en la mayoría de casos, algunos de mi edad, con un montón de tiempo y energía entre manos y poca cosa que hacer. Esos tipos cuentan muchas historias de Vietnam y Corea que, juntas, formarían un buen libro. Uno o dos de ellos me han pedido que escriba su vida al enterarse que yo vivía de escribir. Cuando todo esto empieza a aburrirme o no tengo ganas de escucharlo, me doy un paseíto hasta el agua, que está justo detrás del muro de contención, ando un rato a la luz del atardecer, cuando el cielo está verdaderamente claro y blanco, y observo cómo se oscurece el horizonte en dirección a Cuba, y el último avión de turistas del día dobla en ángulo en dirección a quién sabe dónde. Me gusta el plexo liso del Golfo y la sensación de que hay un vasto y turbulento paisaje perdido por debajo del agua, del que sólo queda la tierra definida, una triste, lisa y melancólica pradera que puede ser solitaria de una forma muy sugerente. A veces voy en coche a la Sunshine Skyway, y muchas veces he pensado en Ida Simms y en la noche en que Walter y yo hablamos de ella y de lo mucho que significaba para él. Me he preguntado si alguna vez se despertó aquí o en las Seychelles o en algún otro lugar, y volvió a casa con su familia. Pero no lo creo.

Me doy cuenta de que he contado todo esto porque es nuevo para mí. Aquel jueves de hace meses me desperté con una sensación, una impresión de que algunas cosas cambiarían, se asentarían y llegarían a su fin, y podría contar algo importante e incluso interesante. Y ahora estoy en el punto de ignorar otra vez el resultado de las cosas, un estado de ánimo que me gusta. Siento que me he enfrentado a un gran momento de vacío, pero sin sufrir el habitual y terrible remordimiento. Después de todo, así fue como empecé a describir esto.

Algunos días cojo el Datsun y vago alrededor de los estadios de la Liga Grapefruit, donde no pasa casi nada. Los Tigers han topado al fin con un número mágico y parecen imparables. En torno al complejo deportivo hay una extraña y anhelante alegría. Empieza a haber unas pocas expectativas para las ligas de aprendizaje del otoño. Unos chicos latinos, más unos cuantos jugadores veteranos en declive, a algunos de los cuales los conozco desde hace años, intentan motivar por su cuenta a algún muchacho para que le pegue a la pelota o cambie una mala actitud, o para causar buena impresión en alguien que les contrate como entrenador u ojeador, quizá en algún club de granjeros de Iowa, y así poder seguir viviendo la vida que han elegido. Esta es una vida intensa, y el juego, en el mejor de los casos, depende del azar, que es indiferente a sus placeres, y todo el mundo ansia la victoria. De este pequeño mundo podría sacarse un artículo de interés humano. Se me acercó un viejo catcher y me confesó que tenía diabetes y que se estaba quedando ciego. Pensé que podía ser una buena historia para los jóvenes. Pero nunca la escribiré, como nunca escribí la de Herb Wallagher y ahí tuve que aceptar mi derrota. La vida es sólo vida, y no se puede desmembrar, del mismo modo que algunas preguntas no tienen respuesta. No hay nada que decir. Le he pasado a Catherine Flaherty la historia del catcher y le he dado algunas ideas por si acaso no le funcionan sus planes de estudiar Medicina.

Ahora las cosas me pasan de una forma distinta, como podrían ocurrirle al personaje al final de un buen cuento. Tengo diferentes palabras para lo que veo y espero, e incluso distintos tipos de pensamientos y reacciones, mucho más maduros y más de verdad. Si pudiera escribir un relato breve lo haría, pero no creo que pudiera. Y no pienso intentarlo, porque no me preocupa. Me parece bastante ir al estadio como un buen ciudadano de Michigan, que me dé el sol en la cara mientras oigo el siseo y el choque de la pelota con un guante de piel. Ese debe de ser el sueño de todo periodista deportivo. A veces me siento incluso como aquel hombre que me contó Wade que había desaparecido después de un desprendimiento de tierra.

Aunque no es verdad que mi antigua vida haya desaparecido por completo. Desde que estoy aquí he tenido la oportunidad de entrar en contacto con unos parientes estupendos, unos primos de mi padre que me escribieron a Gotham a través de Irv Ornstein (el hijastro de mi madre), para contarme que mi tío abuelo Eulice había muerto en California y que les encantaría verme si alguna vez iba a Florida. Por supuesto, no les conocía y ni siquiera estaba seguro de haber oído sus nombres. Pero me alegro, porque ellos son la auténtica sal de la tierra, y aún me alegro más de que me escribieran y de haber tenido la oportunidad de conocerles.

Buster Bascombe es un guardabarreras retirado con un serio problema de corazón que podría afectarle a cualquier hora del día o de la noche. Y Empress, su mujer, es una vivaracha conservadora que lee libros como Masters of Deceit. Cree que hay que cambiar el patrón oro, dejar de pagar impuestos, abandonar Yalta y las Naciones Unidas, fuma Camels a cien por hora y vende pequeñas propiedades como negocio extra (aunque no es tan terrible como suele ser ese tipo de gente). Ambos son ex alcohólicos y se las arreglan para creer en muchos de los principios en los que yo creo. Su casa es un gran bungalow estucado en amarillo situado fuera de Nokomis, en el Tamiami Trail, y yo he ido en coche allí al menos cuatro veces, y he comido carne a la plancha con ellos y sus hijos mayores: Eddie, Claire Boothe, y (para mi sorpresa) Ralph.

Estos Bascombe de Florida son, en mi opinión, una gran familia moderna que cree que el mundo todavía tiene cosas buenas y que la vida les ha dado más de lo que nunca habían esperado ni creían merecer, sin exceptuar al joven Eddie, que ahora está fuera trabajando. Estoy orgulloso de ser un nuevo miembro de su familia.

Buster tiene grandes ojos húmedos y tez pálida y es un hombre alegre que va a ver a un quiromántico para consultarle sobre su problema del corazón y que disfruta confiándose a extraños como yo.

—Tu padre era un hombre listo —me dijo en el porche trasero de su casa después de comer, bajo el dulce aroma de los pomelos y las azaleas. Yo apenas recuerdo a mi padre, así que para mí todo esto es nuevo. Incluso la idea de que alguien le conociera me sorprende—. Tenía una forma de prever el futuro muy poco común —dice Buster, y sonríe. Él no llegó a conocer a mi madre, y no le molesta que yo apenas recuerde a ninguno de los dos. Lo considera como un mero error del destino y él está dispuesto a intentar corregirlo por mí, aunque yo no tenga confidencias interesantes que hacerle a cambio.

Y lo cierto es que cuando vuelvo por la autopista número 24, mientras la luz declina más allá de mi apartamento, tras su amplia avenida de palmeras y farolas, siempre me alegro (fugazmente) de tener un pasado, aunque sea atribuido y remoto. Hay algo nuevo en todo esto. No es una carga, aunque siempre lo había considerado así. Sigo pensando que no necesitamos un pasado al estilo literario, y no creo que se puedan encontrar muchas cosas aprovechables en él. Pero un leve pasado no hace daño, especialmente cuando uno ya está viviendo la vida que ha elegido por sí mismo. «Tú eliges a tus amigos», me dijo Empress al principio de llegar aquí, «pero en lo que respecta a tu familia no puedes elegir».

Y finalmente, ¿qué me queda por decir? No es muy complicado que digamos.

Mi corazón todavía late, aunque no exactamente como antes.

Mi voz es más fuerte y creíble que nunca, y no ha vuelto a bajar de decibelios desde aquel día de Pascua en Barnegat Pines.

He estado bastante en contacto con Catherine Flaherty, y después de pasar dos días juntos en su pequeño y desordenado apartamento de la calle Cinco Este, nos vimos bastante hasta que me vine aquí. Ella es una chica maravillosa, curiosa, tendenciosa, y tan irónica como yo sospechaba, y seguimos hablando de cosas serias. Ha empezado a estudiar Medicina en Dartmouth, y tiene previsto venir en avión el Día de Acción de Gracias si yo sigo aquí, aunque no creo que siga. Al final resultó que no había ningún Dan de Dartmouth, y eso debería ser una lección para todos nosotros: muchas veces las mejores chicas no son las elegidas, precisamente por el hecho de ser mejores. Para mí es suficiente descubrir eso y que los dos actuemos como dos estudiantes, hablando por teléfono hasta altas horas de la noche, planeando visitarnos en vacaciones y esperando secretamente no volver a vernos. Dudo que el nuestro sea un verdadero romance. Yo soy demasiado viejo para ella, ella es demasiado lista para mí. (Nunca me hubiera visto con fuerzas para conocer a su padre, a quien llaman «Punch» Flaherty, y que planea presentarse al Congreso). Aunque, como post scriptum, reconozco que me equivoqué sobre su actitud hacia el amor, y también me gustó descubrir que era lo bastante moderna como para no creerse que yo pudiese cambiarle la vida en uno u otro sentido, por mucho que quisiera.

No he vuelto a saber nada de Vicki Arcenault, y no me sorprendería que se hubiera ido a Alaska y se hubiera reconciliado con su primer marido y nuevo amante, el Everett de cabeza rapada, y que los dos se hubieran hecho de la Nueva Era, sentándose en bañeras de agua caliente y discutiendo sobre sus objetivos y sus dietas, enfrentándose a un frío mundo con Informes para el Consumidor, seguros de quiénes son y de lo que quieren. El mundo es para ellos, no para mí. Yo podría haber retrasado su evolución, pero por poco tiempo, y seguramente hubiéramos acabado con un amargo divorcio. Sospecho (y no es una idea muy alegre) que un día descubrirá que no le gustan los hombres y que nunca le han gustado (como ella misma dijo), incluido su padre, y que llevará una pancarta públicamente con esas mismas palabras escritas en ella. Así suceden las cosas: las expectativas se convierten en asuntos del corazón; el amor, en una víctima del destino y la suerte; y lo que nos proponemos no hacer jamás es lo que acabamos haciendo después de todo.

Ahora creo que me mintió sobre Fincher Barksdale y mi ex mujer, aunque al fin no fue una mentira tan dañina. Quizá todavía se avergüence de ello. Pero ella tenía sus objetivos propios, y si yo no estaba dispuesto a confiar en ella (y no lo estaba) no había motivo para que ella confiase en mí. No me hizo más daño del que puede hacer una mandíbula dolorida, y no le guardo ningún rencor. Navega marinero, como ella solía decir.

Al final dejé el Club de Divorciados. La verdad es que desde la muerte de Walter me pareció que no quedaba mucho entusiasmo. No parecía cumplir muy bien su función y creo que los demás se limitarán a mantener una amistad a la antigua usanza.

En cuanto a mis hijos, están planeando hacerme una visita. Ellos querían venir a pasar todo el verano, pero tal vez su madre sospeche que yo estoy llevando una deshonrosa vida de soltero y no me los mande. De alguna manera, siempre surge algo. Se llevaron una decepción por no hacer el viaje al lago Erie, pero mientras sigan siendo jóvenes habrá otras ocasiones.

La madre de X, Irma, se ha trasladado a Michigan con Henry. Otra vez juntos después de veinte años. Seguro que les da miedo morirse solos. A diferencia de lo que me pasa a mí, para ellos el tiempo vuela. En su última carta Irma decía: «Franky, leí en el Free Press que mucha gente importante —excepto una locutora de radio— lee los deportes todas las mañanas a primera hora. Eso anima, ¿no crees?» (Sí lo creo). «Creo que tendrías que dedicarle más atención a tu trabajo».

En cuanto a la propia X, sólo puedo decir ¿quién sabe? Ya no me considera un hombre horrible, y eso es mejor de lo que les espera a la mayoría de matrimonios en el futuro. Últimamente ha empezado a competir en el circuito de profesionales del Medio Oeste, desafiando a otros clubs femeninos de Pensilvania y Delaware. Por teléfono me contó que estaba jugando el mejor golf de su vida, pateaba con la máxima confianza y había adquirido un diestro dominio de sus hierros, habilidades que no sabía si habría conseguido compitiendo durante todos estos años. Me dijo también que hay cosas de su vida que le hubiera gustado hacer de otra manera, pero no precisó cuáles. Me temo que se ha vuelto más introvertida, y eso no es siempre un signo esperanzados Habló de vivir en otro sitio, pero no dijo dónde. Dijo que no se casaría. También dijo que quizá se apuntara a unas clases de vuelo. Nada me sorprendería. La última vez, justo antes de colgar, me preguntó por qué yo no la había consolado aquella noche en que nos robaron, hace años, y yo le dije que todo me había parecido tan absurdo y a la vez tan imposible de explicar que simplemente no había sabido qué decir, pero que lo sentía y que había sido un fracaso por mi parte (no fui tan cruel como para decirle que había hablado y que ella no me había oído).

Como he dicho, la vida sólo tiene un final cierto. Es posible querer a una sola persona en el mundo y no vivir con ella ni verla siquiera. El que diga algo distinto es un mentiroso, un sentimental o algo peor. Es posible estar casado, divorciarse, y luego volver a estar juntos y descubrir cosas que nunca te habían interesado y ni siquiera habías entendido en la época anterior, pero que para tu sorpresa ahora te parecen absolutamente perfectas. Déjenme que les diga que la única verdad que nunca puede ser mentira es la vida misma, lo que de verdad ocurre.

¿Volveré a vivir alguna vez en Haddam, Nueva Jersey? No tengo ni la menor idea.

¿Volveré a ser periodista deportivo y a hacer las cosas que hacía y con las que tanto disfrutaba? Tampoco lo sé.

Hace una semana, leí en el St. Petersburg Times que un chico había muerto en la Academia De Tocqueville, el hijo de un famoso astronauta (por eso era noticia, aunque murió silenciosamente). Me hizo pensar en Ralph, mi hijo, que no se murió silenciosamente, sino gritando como un loco, con su propia voz, rodeado de enfermeras trastornadas, de insultos y también de bromas. Y me di cuenta de que al fin ha terminado mi duelo, cuando el del astronauta acaba de empezar. La tristeza, la verdadera tristeza es relativamente breve, pero el duelo puede ser muy largo.

Esta mañana he salido de los apartamentos a la playa suave y cambiante y he dado un paseo en bañador y sin camisa. Y se me ha ocurrido que un efecto natural de la vida es cubrirse con una fina capa de… ¿qué?, ¿una película?, ¿un residuo de la piel de todas las cosas que has hecho, sido y dicho y en las que te has equivocado? No lo sé. Pero el caso es que durante mucho tiempo nos cubrimos con esa capa y sólo raramente lo sabemos, a menos que por un motivo o una oportunidad inesperados salgamos de ella —durante una hora o incluso un momento— y nos sintamos repentinamente bien. Y en ese mágico momento uno se da cuenta del tiempo que ha pasado desde que empezó a sentir así. Se pregunta si habrá estado enfermo. ¿Es la propia vida una enfermedad o un síndrome? ¿Quién sabe? Seguro que todos nos sentimos así alguna vez, pues yo no puedo sentir nada que cientos de miles de ciudadanos no hayan sentido antes.

Sólo después, súbitamente, uno se despoja de eso —de esa película, de esa piel de vida— como cuando era pequeño. Y piensa: así debió de ser mi vida una vez, aunque entonces no lo supiera y tampoco lo recuerde realmente. Es una sensación de viento en las mejillas y en los brazos, de liberarse, de soltarse, de ser el faro que guía a los barcos. Y como no ha sido así durante mucho tiempo, esta vez uno quiere prolongar ese momento resplandeciente, ese aire fresco, esa nueva vida, intentando preservar una sensación fugaz, porque quizá cuando vuelva ya sea demasiado tarde, o sea demasiado viejo. Y la verdad es que ésa será la última vez que uno sienta eso en su vida.