Tucutut-tucutut, nos balanceamos y oscilamos bajo la luz desolada del corredor de un Jersey nocturno. Mi vagón es de los viejos, con asientos de plástico trenzado marrón y sucios cristales en las ventanillas. Un olor a metal recalentado llena los pasillos y sube hasta las repisas de los equipajes, mientras las viejas lámparas vacilan y se apagan. Es el reverso de la moneda del confort público.
Pero no está mal moverse. Apoyando los pies en el asiento de enfrente es fácil acomodarme y ver pasar flotando las pequeñas ciudades siderales de Edison, Metuchen, Metropark, Rahway y Elizabeth.
Por supuesto, no tengo ni idea de hacia dónde me dirijo o qué haré cuando llegue. A veces es esencial huir rápidamente de las fuerzas siniestras, aunque lo que siga pueda resultar desconcertante. Juraría que no había cogido el último tren a Nueva York desde que X y yo fuimos a ver Porgy and Bess una nevada noche de invierno. ¿Cuánto tiempo hará? ¿Cinco años? ¿Ocho? El pasado concreto tiene una forma de mezclarse que no me preocupa especialmente. Y esta noche, la perspectiva de bajarme del tren en Gotham me parece menos inquietante que nunca. Me parece un lugar más local, con un dulce olor a prohibido, como una mujer a la que apenas conoces y apenas quieres, pero que te deja acercarte a ella. Las cosas cambian. Hay que tenerlo presente. De hecho, lanzarme esta noche a las calles de uno de esos cerrados y domésticos burgos de Jersey podría haberme hecho presa de un pánico mucho peor que el que nunca me haya producido Nueva York.
Comparto el vagón con unos pocos pasajeros solitarios. Casi todos van durmiendo y no reconozco ninguna de las caras que he visto en el andén. No me hubiera importado ver a alguien conocido. Bert Brisker sería bienvenido como compañero de viaje, con una larga y novedosa disertación sobre los libros que está criticando o sobre alguna entrevista que le ha hecho a algún autor famoso. Me gustaría preguntarle por el futuro de la novela moderna (echo de menos esa amistosa charla de grupo, la posibilidad de confirmar que tu educación formal no te ha convertido en un náufrago). Generalmente, Bert está muy metido en su trabajo y yo en el mío. Y una vez dejamos el andén, donde charlamos y refunfuñamos en una jerga nuestra, raramente volvemos a hablar. Pero ahora me encantaría charlar un rato. No lo hago mucho últimamente. Es lo peor de estar con deportistas y otra gente a la que no conozco bien ni llegaré a conocer nunca, gente a la que apenas le interesa hablar. Es triste decirlo, pero ser un periodista deportivo significa vivir encerrado con los propios pensamientos y sólo unos retazos de lo que piensan los demás. Por eso Bert dejó este oficio y por eso esta noche estará con Penny, las niñas y sus perros pastores, viendo una obra de Shakespeare en la cadena de la HBO, o dormitando con algún buen libro en las manos. Y por eso yo estoy solo en un tren vacío, sucio y maloliente, dirigiéndome hacia un oscuro reino que siempre he temido.
El joven revisor de mirada suspicaz entra en mi vagón y me mira con desconfianza mientras me vende un billete apoyándose sobre el respaldo de mi asiento. No le gusta que tenga que comprarme el billete en el tren, o que no haya querido llevar a la ciudad a la hermana de Walter, que se ha quedado en el andén. O quizá no le guste que lleve una camisa a cuadros y que parezca contento y tan opuesto al mundo que él conoce y al que pertenece exclusivamente, con su lustroso uniforme negro de cobrador. En mi opinión, no tendrá más de treinta años, y le dedico una sonrisa tranquila de cliente para demostrarle que todo va bien. No soy una amenaza para ninguna de sus creencias. De hecho, es probable que estemos de acuerdo en muchas cosas. Por su suspicacia deduzco que no le gusta la noche y lo que ella conlleva: algo inestable, acechante, siniestro y violento que hay que evitar en el retumbante túnel de su obligación profesional. Y como yo he aparecido inesperadamente, también soy sospechoso. Saca el cortabilletes lo más rápido que puede, pica los billetes de los demás pasajeros del pasillo y se aleja de mí hacia el vagón restaurante, donde le veo hablando con el camarero negro.
Al pagar mi billete he vuelto a rozar con los dedos la carta de Walter y como no tengo otra cosa mejor que hacer decido leerla. Empiezo a hacerlo en Rahway, con la ayuda de la penosa lamparita del techo.
Querido Franko:
Hoy me he despertado con una idea muy clara de lo que tenía que hacer. Estoy completamente seguro. ¡Escribir una novela! No sé para qué demonios servirá, o quién la leerá y todas esas cosas, pero ahora he sentido el gusanillo de la escritura y quien quiera que la lea, y los que no, que la olviden. He pasado por encima de todo, y eso siempre te hace sentir bien.
Lo que he escrito era: «Eddie Grimes se levantó una mañana de Pascua y oyó el tren silbar a lo lejos, en un apeadero olvidado. Su primer pensamiento del día fue: “Estás perdiendo el control gradualmente”». Esto me ha parecido, un principio fantástico. Eddie Grimes soy yo. Es una novela sobre mí, basada en mis propias ideas, conceptos personales y creencias. Es difícil pensar en los temas de tu propia vida. A ti te parecerá fácil, pero yo lo encuentro muy muy difícil, casi imposible. Me es mucho más fácil pensar en los tuyos, Frank. Yo soy conservador, apasionado, inventivo y justo como un banquero, ¡y eso funciona muy bien! Pero es difícil separar todo eso y traducirlo en forma de novela. Y aún no lo he conseguido.
Quizá, la mejor forma de empezar una novela sea una carta de suicidio. Eso sería un gancho narrativo de por sí. Sé que otros lo han utilizado antes, ¿pero qué más da? Para mí es nuevo, ¿no es verdad? No me preocupo por eso.
Me he ido y he vuelto. La carta de suicidio no conduce realmente a una novela interesante y sensata, Frank. No sé a qué voluble maestro estoy intentando imitar aquí (ja, ja). Por cierto, te pido disculpas por el mensaje del avión. Sólo estaba intentando manipular mis sentimientos, conseguir el estado de ánimo adecuado para escribir. Espero que no te hayas cabreado. Te admiro cada vez más por tu trabajo. Te sigo considerando mi mejor amigo, aunque no nos conozcamos muy bien el uno al otro.
Antes he intentado llamar a Yolanda. No contestaban, luego comunicaban, luego no contestaban. También he arreglado las cosas con Warren. Eso ha estado bien. Reconozco que nos tendríamos que haber limitado simplemente a ser amigos, pero no fue así. Entonces, ¿qué pasó? Me sedujo. Cuídate, Frank.
Me gustaría que, por lo menos, esta carta resultara interesante aunque no fuera una novela de éxito. Tengo la sensación de que sé exactamente lo que estoy haciendo. No es ningún farol. ¿Hay que estar loco para querer suicidarse? Bueno, olvídalo, Walter, nunca volverás a estar cuerdo. Eso seguro.
Frank, ésta es la sorpresa, ¿vale? Tengo una hija. Y ya sé lo que estás pensando. Pero es así. Tiene diecinueve años. Fue una de esas desgraciadas relaciones juveniles en Ohio, a principios de verano, en el segundo curso, cuando yo tenía diecinueve años. Se llama Susan, Suzie Smith. Vive en Sarasota, en el estado de Florida, con su madre, Janet, que vive con un marino o un policía, no sé muy bien. Todavía le sigo mandando cheques. Me hubiera gustado ir allí y aclararle algunas cosas, bueno, y aclararme yo también. La verdad es que nunca la he visto. En aquella época fue un gran problema. Desde luego, ahora no habría sido así. Me siento muy cerca de ella. Y tú eres la única persona que puede darle un poco de sentido a todo esto, Franko. Espero que no te importe que te pida que vayas allí y hables con ella. Gracias por adelantado. Necesitabas unas vacaciones, ¿verdad?
Nunca había visto las cosas tan claras desde que estaba en Grinnell y tuve que tomar la decisión de cambiarme al peso pesado cuando triunfaba en el peso medio, porque de pronto apareció alguien mejor, nada menos que un novato. Tenía que rendirme o bien tomar una gran decisión. Finalmente, gané algunos combates en la nueva categoría, pero nunca fui tan bueno como antes. Ya no volví a sentirme tan orgulloso, ni ahora tampoco, aunque supongo que tengo razones para estarlo.
Mucha suerte,
Wally
¿Suerte? ¡Hablarme de perder la seguridad! Suerte, y luego ¡bum!, volarse la tapa de los sesos. ¿Cómo nos relacionamos con gente a la que ni siquiera conocemos?, ésa es mi pregunta para quien tenga respuestas. En este momento lo daría todo por no haber conocido nunca a Walter Luckett junior, o por que él estuviera vivo y yo pudiera deshacerme de él como de una patata caliente, y que no encontrase a nadie a quien dirigir su torpe carta de gilipollas y tuviera que descubrir por sí mismo las grandes cuestiones. A lo mejor habría terminado su novela. En cierto modo, quizá si yo no hubiera sido amigo suyo él estaría vivo.
De todas formas, ¿qué vida se basa en un misterio permanente? ¿La de un astronauta?, ¿la de un campeón de pesos pesados?, ¿la de un nativo de Ubangi? Incluso el viejo Bosobolo tiene que perseguir un grado mayor y arriesgarse, y esto se aplica también a su idilio. Si Walter estuviera aquí le sacaría las entrañas.
Podría haber conocido a Mrs. Miller (si le hubieran hablado de ella), o haber leído catálogos por la noche, o haber visto el show de Johnny Carson, o haber llamado a una puta de cien dólares. Así podría haber encontrado una razón para seguir respirando. ¿Para qué sirve el mundo corriente, si no para ofrecer razones y no rendirse antes de tiempo?
Las circunstancias de Walter hubieran sido un buen argumento para un viaje a Bimini a arreglar cuentas, o para un viaje con acampada en Yellowstone. Pero yo no me puedo permitir esos lujos. Todo lo que tengo ante mí es una muerte horrible, pálida y objetiva. Y en cuanto empiezas a pensar en ella, se hace permanente e invade tu vida como si tuvieras una mofeta en el porche de tu casa.
¿Y una hija? No tiene sentido. Yo tengo mi propia hija. Muy pronto, cualquier día, ella también querrá una explicación. Francamente, eso es lo único que me preocupa, las respuestas que le daré entonces. Lo que le ha pasado a Walter en el mundo es asunto suyo. Lo siento terriblemente, pero él tuvo su oportunidad, como todos nosotros.
De pronto atravesamos las exuberantes praderas y entramos en el largo túnel que lleva a Gotham, donde las luces se apagan y no se ve más que el propio reflejo en el sucio cristal. Tengo la repentina sensación de caer en el espacio en un peligroso sueño, un sueño que solía tener después de divorciarme (aunque esta vez lo ha inspirado Walter). En el sueño, estoy en la cama con alguien a quien no conozco pero a quien no puedo (o no debo) tocar (una mujer, gracias a Dios), pero con quien me quedo echado durante horas y horas y al borde de un estado de miedo, excitación y amarga culpa. Es un sueño terrible, pero no me sorprendería que todos los hombres lo tuvieran alguna vez en su vida. O muchas veces. Y la verdad, después de haberlo soñado durante seis meses, me acostumbré a él, y al cabo de cinco minutos lograba dormirme otra vez. Y si al despertarme todavía no me había caído al suelo, al menos estaba al borde de la cama. Me levantaba acalambrado y dolorido, como si hubiera estado agarrado a un bote salvavidas en medio de un vasto y caprichoso océano. Pero ocurre con todas las cosas buenas o malas: acabamos acostumbrándonos a ellas y se pasan con la edad.
Al cabo de diez minutos hemos parado bajo la bóveda de la Penn Station, me levanto, salgo de su cálido túnel y cruzo el luminoso vestíbulo superior. Mi sueño se ha desvanecido entre la multitud de gente abandonada o que vuelve de pasar la Pascua. Luego salgo a la fresca Séptima Avenida y a las amplias perspectivas de Gotham en una cálida noche de Pascua. Son las diez y cuarto y no tengo ni idea de lo que voy a hacer.
Aunque no me arrepiento de estar aquí. El incendio habitual y desmoralizante de velocísimos taxis, luces hirientes y ululantes voces urbanas me conduce dando tumbos hacia el miedo opresor a la oscuridad y las complicaciones. Todo se vuelve demasiado importante y demasiado peligroso como para ser soportable. Aquí, en el cruce de la Séptima Avenida y la calle Treinta y cuatro, siento una rara flaqueza, un cariño hacia las cosas, como la típica actitud postcoito de la gente del Medio Oeste, cariño hacia el aire siempre melancólico, elevado y hueco, las calles animadas con el girar de las ruedas de un tráfico hambriento que fluye junto a mí para desvanecerse rápidamente.
Y siento, de pie entre la multitud, a la salida del espectáculo de Shaggy Chrysantemum en el Garden, mirando la marquesina y las luces nocturnas del viejo Statler Hotel, que uno podría disfrutar aquí, podría incluso encontrar una moderada excitación en el goce de una mujer, si se encuentra en el momento y lugar adecuados. Uno podría hacer que sus actos hablasen por sí mismos (aunque fuese brevemente), algo que nunca me había parecido posible aquí, y soportar la vieja naturaleza ilícita y sin ética durante un rato, antes de que la huida se convirtiera en algo esencial. Así es como deben sentirse los habitantes de las zonas residenciales cuando éstas se les antojan lugares lánguidos e incómodos. Las cosas no pueden continuar decayendo eternamente, y es un buen momento para el amanecer de una nueva y rápida era. Es incómodo ser tan tímido y poco mundano a mi edad.
Pero aún hay más. ¿Qué voy a hacer yo en esta frágil tregua? Si no estoy dispuesto a correr escaleras abajo, comprar el billete de vuelta y dormir durante todo el camino a casa, ¿qué se supone que voy a hacer?
Mi respuesta, incluso con la ciudad domesticada y dispuesta a satisfacer mis necesidades al menos en parte, demuestra mi falta de pericia con la complicada vida de los verdaderos habitantes de la ciudad. Salto al primer taxi que se me cruza y me largo hacia el norte, hacia la calle Cincuenta y seis esquina Park, donde ejerzo mi profesión de periodista deportivo. Nada me apetece tanto como retomar el tema de Herb con otra perspectiva y transformar ese símbolo de desolación en algo mejor, aunque eso implique tergiversar un par de cosas.
La planta veintidós está en plena efervescencia, con la luz fluorescente a lo largo de las hileras de cubículos. Cuando salgo del ascensor, oigo voces subidas de tono que discuten en los despachos del fondo. «¡Bueeeno!… ¡Bueeeno!». Y luego «Nnnooo, no, no y no. Es un blandengue. Un asno». Y luego: «No me lo creo. Ese tipo estará vivo en tus pesadillas, de verdad. ¡Créeeme!». Es el Avance de Fútbol. Dentro de diez días es el «draft» de la Liga Nacional de Fútbol y están en reunión extraordinaria.
Me dirijo hacia mi propio cubículo, pero antes me paro y acerco la cabeza a la atestada sala de conferencias. Dentro hay una larga mesa de formica cubierta con bolsas amarillas de hamburguesas, ceniceros, tazas de café, gruesos cuadernos verdes de anillas, y una pantalla verde de ordenador con una lista de nombres. Contra la pared se apoya una pizarra. Toda la redacción de fútbol, con unos cuantos aprendices cuyos nombres salen al final del staff, miran atentamente a través de una cortina de humo, hacia un enorme vídeo que muestra un partido en un gran campo de césped artificial. Esta es la reunión de la inteligencia, donde nuestros expertos deciden los primeros cuarenta jugadores de la universidad que serán elegidos por los profesionales, y en qué orden. Después del Sumario de las Series Mundiales, es el tema más importante del año. Cuando yo era un joven redactor me sentaba en estas mismas sesiones, mordisqueaba un cigarro apagado y aclamaba a mis favoritos como ellos lo hacen ahora (hay una mujer al fondo que me resulta vagamente familiar) y esto se convirtió en una experiencia muy valiosa. Los jóvenes escritores, investigadores e internos salidos de Yale y Bowdoin suelen acudir a ver cómo estas viejas cabezas hacen su trabajo, para ver cómo funcionan realmente las cosas. Los escritores más veteranos normalmente dirimirían esto con unas copas en un restaurante japonés de la esquina. Pero para el Avance, y para su mayor credibilidad, sacan toda la maquinaria al exterior y montan todo el espectáculo como si de verdad se decidiera democráticamente. Más tarde, todos acabarán tambaleándose por las calles al amanecer, riéndose y blasfemando, y tomando una o dos rondas en algún bar de mala muerte de la Tercera Avenida. A veces se quedan ahí hasta que amanece y a las nueve se les puede ver en torno a la máquina de café, o volviendo a sus escritorios con expresión exhausta pero satisfecha, dispuestos a poner todo el asunto a imprimir.
Montones de veces he visto a escritores, famosos novelistas y ensayistas, incluso poetas cuyos nombres reconocerían todos ustedes y cuyas obras admiro, arrastrarse por estas oficinas para hacer algún que otro bien pagado encargo. He visto las expresiones ansiosas y evasivamente solitarias en sus ojos, les he visto sentarse en el escritorio que les destinamos en un lejano cubículo, poner los pies sobre la mesa y empezar a hablar en voces altas, burlonas, fanfarronas y atrayentes, intentando sentirse miembros de la redacción, presidiendo la reunión, portándose realmente como buenos tipos, dispuestos a dar consejo y a ofrecer opiniones sobre cualquier cosa que cualquiera quiera saber. En otras palabras, pasándoselo como en su vida.
¿Y quién podría culparles? Los escritores, todos los escritores, necesitan pertenecer a algún sitio. Sólo que los escritores de verdad, desgraciadamente, son socios de un club de un solo miembro.
Los chicos del Avance de Fútbol están disputando sobre las virtudes de un enorme polaco de Iowa al que no le falta velocidad ni coraje, frente a las de un zaguero negro de mirada venenosa de una pequeña universidad baptista de Georgia, que es rápido como un tigre y tiene un talento natural. Grandes cigarros ondean entre dedos apretados. Hay montones de hojas impresas desparramadas por doquier. Todos los ojos están en la pantalla, donde el chico negro al que llaman Tyrone el Asesino, con una camiseta azul y naranja y el número 19, le da a un larguirucho blanco un golpe que llevaría a la UVI a cualquiera. De todas formas, los dos jugadores brincan como muñecos y Tyrone le da una palmada al chico blanco en el trasero mientras vuelven para la melée.
—Hijo de perra, el Asesino estaba en ese juego —exclama un hombre de un lugar como Williams—. El muy bastardo empezó tarde, olvidó la jugada y encima repartía leña como un maldito tren de mercancías.
Eddie Frieder, el redactor jefe, con un cigarrillo entre los dientes y una gorra de los Red Sox en la cabeza, levanta las cejas y asiente. Luego sigue con sus cálculos. Él es el que manda aquí, aunque no se nota. Flota una especie de acuerdo entre los jóvenes, pero todavía hay disensiones. Dos hombres se muestran preocupados por la palmadita del Asesino en el trasero del otro. Sospechan que los profesionales podrían interpretarlo como un instinto competitivo impuro, mientras que los otros piensan que es un signo de buen carácter por parte del Asesino.
—Este tipo no pasará del octavo puesto en la segunda ronda.
Todos parecen estar de acuerdo.
—¿Tú qué opinas, Frank? Eddie mira hacia la puerta en la que yo estoy semioculto, sin querer llamar la atención.
Todas las miradas se posan en mí. Un hombre sonriente, delgado, ligeramente ruborizado, con camisa a cuadros y chinos. Un par de jóvenes dejan los lápices y me miran. Yo no soy un experto en fútbol. Eddie sabe que ni siquiera me gusta mucho, aunque es probable que acabe reescribiendo mucho de lo que se haga aquí o dando forma a una columna sobre «el miedo congénito del Asesino a heredar el fatal alcoholismo de papá» (ese miedo podría mellar el instinto competitivo de cualquiera).
—He oído hablar bien de ese chico hawaiano de la Universidad de Arkansas. Va el cuarto o quinto y no rehúye el contacto.
—¡Ya está eliminado! —gritan cuatro personas a la vez. Cabezas que se agitan, ojos que parpadean, todo el mundo vuelve a sus cuartillas. Alguien vuelve a pasar el placaje criminal del Asesino, y eso me recuerda que yo no he sacado nada de mi viaje a Detroit para utilizar aquí.
—Los Denver lo ficharon aunque había sido nominado por Miami. No puede fallar —dice Eddie Frieder sentando cátedra, y luego vuelve a sus notas.
—Aquí tenemos a nuestro próximo millonario, Mike —parlotea alguien.
—Vosotros sois los expertos —digo—. Yo sólo me enteré en Altoona —saludo a Eddie con la mano y luego me escabullo a lo largo de la hilera de cubículos hasta llegar al mío.
Mi escritorio. Mi máquina de escribir. Mi vídeo. Mi fotocopiadora. Mi camisa de reserva colgada de la pared del módulo. Mi teléfono con tres líneas. Mi estrecha ventana que da a la oscuridad de la ciudad. Mis fotos: Paul y Clary bajo un paraguas y sonriendo durante un aplazamiento por lluvia de un partido de los Mets. X y Clary con camisetas de los Six Flags, en una foto tomada desde los escalones de la fachada de casa seis meses antes del divorcio (X parece feliz, de buen humor). Ralph sobre un pony de cumpleaños en el jardín de detrás de la casa, con aire aburrido. Una foto brillante pegada con cinta adhesiva de Herb Wallagher con su casco de los Detroit, junto a otra de Herb con traje completo en su silla de ruedas, sobre el césped de Walled Lake. En la segunda sonríe beatíficamente, con las gafas impecables y bien peinado. En la primera es simplemente un deportista.
Mi plan de ataque es escribir en un bloc de notas lo primero que me venga a la cabeza; frases, axiomas, un concepto, una palabra o detalle para contrapesar… Cuando escribía en serio, me sentaba durante horas dándole vueltas a una frase, generalmente a una frase que todavía no había escrito, y generalmente sin tener la menor idea de los que estaba intentando escribir (ésa hubiera tenido que darme la clave). Pero en el momento en que empecé con el periodismo deportivo, descubrí que no importaba mucho el aspecto de la frase o incluso su sentido, pues algún otro —Rhonda Matuzak, por ejemplo— la cambiaría a su gusto antes de que se imprimiese. Adquirí la costumbre de anotar todo lo que se me ocurriese y al cabo de poco, en la mayoría de los casos, el verdadero artículo surgía con esas ideas. Si alguna vez escribo otro relato utilizaré la misma técnica, lo haré como si estuviera escribiendo sobre un jugador de hockey americano que se convierte en un borracho callejero, se rehabilita con los Alcohólicos Anónimos, mete cuarenta goles y gana la Stanley Cup como capitán y alma de los Quebec Nordiques.
En el caso de Herb Wallagher, escribo: Posibilidades Limitadas.
Luego pienso un momento en el primer viaje que hice en mi vida a Nueva York. Era 1967. Otoño. Mindy Levinson y yo fuimos conduciendo toda la noche desde Ann Arbor con el coche de uno de mis compañeros de la fraternidad, para que yo pudiera asistir a la entrevista de la facultad de Derecho de Nueva York. Hubo un breve periodo, cuando dejé los Marines, en que deseaba más que nada en el mundo ser abogado y trabajar para el FBI. Mindy y yo nos quedamos a dormir, como marido y mujer, en el viejo hotel Albert Pick de la Avenida Lexington. Fuimos por la IRT a Greenwich Village, compramos un anillo de boda de latón, para hacerlo todo más creíble, y nos pasamos el resto del tiempo en la cama, cada uno a su aire y viendo deportes por la televisión. Al día siguiente, por la mañana temprano, cogí un taxi hacia Washington Square y me presenté a la entrevista. Me senté y conversé amablemente con un tipo que entonces me pareció un erudito y ahora creo que sólo era un estudiante en prácticas, que me impresionó como si fuera un joven y excéntrico genio de la Constitución. No supe contestar a ninguna de las preguntas que me hizo y ni siquiera me había imaginado que me pudieran preguntar cosas como aquéllas. Más tarde Mindy y yo dejamos el hotel, cruzamos el puente George Washington, atravesamos la Turnpike y volvimos a Ann Arbor. Yo tenía la sensación de que habría hecho un buen papel si me hubieran preguntado otras cosas, y que hubiera podido dirigir la revista de la facultad.
Naturalmente, no me admitieron en la Universidad de Nueva York, ni tampoco en las demás facultades de Derecho donde lo intenté. Aún ahora, no puedo pasear por Washington Square sin recordar aquello con un leve remordimiento y cierta nostalgia. Suelo preguntarme qué habría pasado, cómo sería mi vida ahora. Y la sensación que tengo es que, dada la naturaleza multitudinaria e imprevisible del mundo, las cosas podrían haber resultado exactamente igual que ahora, variando un par de pequeños detalles: divorcio, niños, cambios profesionales, la vida en una pequeña ciudad como Haddam… En todo esto hay algo consolador, aunque no me importa reconocer que también hay algo pavoroso.
Vuelvo al tema de Herb y escribo: Herb Wallagher ya no juega a fútbol.
Luego pienso en la gente a la que podría llamar a esta hora: 10.45 de la noche. Puedo volver a llamar a Providence. O a X, aunque la actividad que había en su casa me hace pensar que debe de estar ya camino de las Poconos o de otro sitio. Podría llamar a Mindy Levinson a New Hampshire. Podría llamar a Vicki a casa de sus padres. Podría llamar a mi suegra, a Mission Viejo, donde sólo serán las ocho menos cuarto, con el sol detrás de Catalina sobre un mar de Pascua. Podría llamar a Clarice Wallagher, porque es posible que se quede levantada hasta tarde la mayoría de las noches, preguntándose qué ha pasado con su vida. Toda esa gente me hablaría, eso lo sé. Pero estoy casi seguro de que a casi ninguno de ellos le gustaría.
Vuelvo una vez más a Herb: Herb Wallagher mira las cosas como la vida real nos mira a todos cada día. Es algo que surge por sí solo.
—Hola —dice una voz detrás de mí, con una cadencia casi marina.
Me vuelvo y enmarcada en el rectángulo de aluminio hay una cara que resucitaría a un muerto. Una sonrisa segura. Una guirnalda de pelo color miel con dos trencitas prendidas hacia atrás a cada lado, con un estilo de niña bien. La piel clara como un tulipán, los dedos largos, vello rubio en los brazos que se frota ligeramente con la palma de la mano, falda pantalón color caqui, una blusa blanca de algodón que oculta un par de enormes frutos.
—Hola —le devuelvo la sonrisa.
Apoya una cadera en el marco de la puerta. Por debajo del dobladillo de la falda pantalón, sus piernas son firmes y satinadas como la piel de una silla de montar. No sé dónde mirar, aunque la sonrisa parece decir: Mira adonde quieras, Jack, Dios me hizo para eso.
—Eres Frank Bascombe, ¿no? —sigue sonriendo como si supiera un secreto.
—Sí, soy yo —noto un agradable calorcillo en mi rostro.
Parpadea y enarca las cejas. Una mirada de admiración sin dobleces, una formalidad aprendida en los mejores internados de Nueva Inglaterra y consolidada en la madurez, el simple pero atractivo deseo de hacerse entender perfectamente por los demás.
—Siento irrumpir así, pero quería conocerte desde que estoy aquí.
—¿Trabajas aquí? —digo torpemente, ya que sé con absoluta certeza que trabaja aquí. La vi hace un mes por un pasillo, aparte de hace diez minutos en la reunión del Avance de Fútbol, y miré los archivos para ver si estaba preparada para poderle encargar una investigación. Trabaja de meritoria y viene de Dartmouth, una tal Melissa o Kate, ahora no lo recuerdo exactamente, porque un robusto Dan de Dartmouth debe de proteger celosamente su belleza. Ella comparte con él un pequeño apartamento en el Upper East Side, tomándose su tiempo para pensar si casarse sería una decisión sensata en este momento. Pero sí recuerdo que su familia es de Milton, Massachusetts, su padre es un político local con un nombre que me suena vagamente a brillante deportista de Harvard (es compañero de un alto cargo de la revista). Incluso puedo imaginármelo, bajito, rechoncho, con los hombros caídos, un camorrista que se graduó en Harvard y obtuvo una calificación especial por deportes, mientras que en su familia lo más parecido que habían visto a un estadio era un sembrado de patatas. Un tipo que normalmente me caería bien. Y he aquí a su risueña hija mejorando su currículum con interesantes aportaciones extras para la facultad de Medicina o para cuando se dedique a la política local de Vermont, New Hampshire, a punto de divorciarse de su Dan de Dartmouth. Nada de esto es una mala idea.
Pero verla en el umbral de mi puerta, fresca como una rosa y con acento de Boston, «experimentada» en cosas en las que prefiero no pensar, es algo digno de verse para unos ojos masculinos. Quizá Dan de Dartmouth esté fuera, tripulando el doce metros de papá, o quizá siga aún en Hannover repasando las cotizaciones de bolsa. O quizá ya no encuentre «interesante» a esta chica de suave belleza (una decisión que lamentará) o no la vea apropiada para su carrera (que exige a alguien más bajo o un poco menos mandón), o quizá necesita mejores conexiones familiares o que sea francesa. Por suerte, todavía se cometen este tipo de equivocaciones. Si no, ¿cómo podría uno enfrentarse a un nuevo día?
—Estaba sentada en la reunión de fútbol —dice Melissa/Kate. Se inclina hacia atrás para mirar por el pasillo. Las voces se arrastran hacia los ascensores. El trabajo de pronóstico ya está hecho. Lleva el pelo cortado bruscamente sobre sus dulces orejas helicoidales y así puede agitarlo como acaba de hacer—. Me llamo Catherine Flaherty —dice—. Trabajo aquí desde la primavera. Soy de Dartmouth. No quiero molestarte, supongo que estarás muy ocupado —una tímida y reservada sonrisa y otro movimiento del pelo.
—A decir verdad, no me estaban saliendo muy bien las cosas —me recuesto en mi silla giratoria y enlazo las manos por detrás de la cabeza—. No me molesta un poco de compañía.
Otra sonrisa, todavía menos permisiva. Hay algo muy puro en ti, parece decir, pero no me hagas equivocarme. Mentalmente, le prometo con firmeza no burlarme.
—Quería decirte que he leído tus artículos en la revista y me gustan mucho.
—Es muy amable por tu parte, muchas gracias —asiento de una forma tan inocente como el viejo tío Gus—. Intento tomarme el trabajo en serio.
—No lo decía por ser amable —sus ojos centellean. Es el tipo de mujer que puede ser a la vez tímida y desafiante. Estoy seguro de que si la situación lo requiere también puede ser irónica.
—No, ya sé que no intentabas ser amable, pero es amable por tu parte que lo digas, aunque no lo digas por eso —apoyo la mandíbula, justo por donde Vicki me pegó, sobre la blanda palma de mi mano.
—Muy razonable —su sonrisa dice que después de todo soy un buen tipo. Todo se computa en sonrisas.
—¿Qué tal va el Avance de Fútbol? —digo con forzada desenvoltura.
—Bueno, creo que es muy interesante —dice—. Finalmente han elaborado sus gráficos y tablas, y han hecho sus pronósticos. Luego empiezan las peleas. Me ha gustado.
—Intentamos evaluar todos los elementos imprevisibles —digo—. Cuando yo empecé aquí, me costaba muchísimo descubrir por qué todo el mundo tenía razón, o incluso por qué lo sabían todo —asiento, complacido ante la verdad principal de una vida, aunque no hay motivo para pensar que esta Catherine Flaherty no lo sepa tan bien como yo. Tiene veinte años, pero también una expresión penetrante de saber más que yo de las cosas que a mí más me preocupan, lo cual es fruto de una vida de privilegios—. ¿Piensas seguir aquí cuando acabes de estudiar? —le pregunto, esperando oír «Ajá, seguro que sí». Pero en seguida se queda pensativa, como si no quisiera disgustarme.
—Bueno, la verdad es que ya he solicitado una plaza en Medicina. Cualquier día de éstos me darán una respuesta. Pero también quería probar esto. Siempre he pensado que estaría bien —esboza otra amplia sonrisa, pero sus ojos se vuelven súbitamente serios, como si pudiera ofenderse al más mínimo destello de burla. Lo que realmente quiere es un consejo radical, un voto en una u otra dirección—. Mi hermano jugaba a hockey en Bowdoin —dice, por alguna razón que no alcanzo a comprender.
—Muy bien —le digo alegremente y sin un ápice de sinceridad—. No puedes equivocarte con la profesión médica —giro mi silla con un ánimo burlón y tamborileo los dedos sobre los brazos de la silla—. Medicina es una elección muy buena. Participas en la vida de la gente de una forma útil, y eso es importante. Pero mi opinión es que como periodista deportivo también puedes hacerlo bastante bien —me late la rodilla herida, un latido provocado seguramente por mi corazón.
—¿Por qué quisiste ser periodista deportivo? —dice Catherine Flaherty. No es una chica a la que se le pueda tomar el pelo. Su padre le ha enseñado un par de cosas.
—Bueno. Alguien me lo pidió en un momento en que no tenía ni idea de nada, para serte sincero. Había fracasado en mis objetivos. En esa época intentaba escribir una novela y no me salía como yo quería. Me alegró dejarlo y apuntarme a esto. Nunca me he arrepentido.
—¿Acabaste la novela?
—No. Supongo que si quisiera podría hacerlo. Para mí, el problema era que, a menos que fuese Cheever u O’Hara, nadie iba a leer lo que yo escribiera, aunque lo terminase, cosa que tampoco podía asegurar. Pero así tengo un montón de lectores y puedo dedicar mi atención a otras cosas que me interesan. Esto después de ganarme un nombre.
—Bueno, todo lo que escribes parece tener el propósito de demostrar algo importante. No sé si yo podría hacer eso. Quizá sea demasiado cínica —dice Catherine.
—Si te preocupa eso, es que probablemente no lo eres, eso es lo que yo he descubierto. A mí siempre me preocupa. Mucha gente de esta profesión no piensa nunca en ello y algunos son tipos muy cerebrales, pero creo que si te interesa puedes aprender a no ser cínico. Alguien te puede enseñar cuáles son las señales de alarma. Probablemente yo mismo te lo podría enseñar en muy poco tiempo —la rodilla me late, el corazón desbocado—: Déjame ser tu maestro.
—¿Cuál puede ser una señal típica de alarma? —sonríe, y agita su dulce pelo, como diciendo «éste debe de ser el buen camino».
—Bueno, no preocuparse es una, y tú ya te has preocupado. Otra es darte cuenta de que sientes lástima por alguien sobre quien escribes, ya que después correrías el peligro de compadecerte a ti mismo, y eso es un gran problema. Si yo me descubro pensando que la vida de alguien es una tragedia, sé seguro que estoy cometiendo un error y empiezo otra vez. Y no creo que me haya sentido confuso o alienado haciendo las cosas así. Los verdaderos escritores se sienten alienados todo el tiempo. He leído a algunos que lo reconocen.
—¿Crees que los médicos se sienten alienados? —Catherine parece preocupada, porque también le podría pasar a ella.
No puedo evitar pensar en Fincher y en la vida estúpida y depresiva que debe llevar. Aunque otros lo tienen peor.
—No sé cómo podrían evitarlo —le contesto—. Ven mucha miseria y muchos absurdos. Puedes darle una oportunidad a la facultad de Medicina, y luego, si no te funciona, seguro que tienes trabajo como periodista deportiva. Podrías volver aquí.
Me dedica su sonrisa más radiante, una larga hilera de dientes Colgate que reflejan la luz como ópalos. Nos hemos quedado solos. Cubículos vacíos que se extienden por pasillos vacíos hasta el área de recepción, también vacía, y los bancos vacíos junto al ascensor. Un lugar perfecto para que florezca el amor. Tenemos muchísimas cosas que compartir: su admiración por mí, mis consejos para su futuro, mi admiración por ella, su respeto por mi opinión (que puede rivalizar incluso con la de su novio). Olvidemos que la doblo en edad, quizá de largo. En este país se da demasiada importancia a la edad. Los europeos se burlan de nosotros. Ellos calculan la cantidad de cosas buenas que pueden haber entre el momento presente y la muerte. Catherine Flaherty y yo sólo somos dos personas con muchas cosas en común, mucha energía y ganas de una relación de verdad.
—Eres realmente fantástico —dice ella—. Eres un verdadero optimista, como mi padre. Cuando tú hablas, todas mis preocupaciones parecen nimiedades que se arreglarán solas —su sonrisa demuestra que se cree lo que dice y estoy deseando empezar a enseñarle cosas.
—Me gusta pensar que soy bastante literal —digo—. Pasará lo que tenga que pasar. Yo sólo intento arreglar las cosas de la mejor manera que sé, según mi capacidad —miro a mi alrededor detrás de mi escritorio como si acabase de recordar algo importante y quisiera mencionarlo, un ejemplar inexistente de Hojas de hierba o un manoseado libro de Ayn Rand. Pero sólo está mi bloc de notas amarillo y vacío, con falsos principios anotados como si fuera una lista de la compra—. A menos de que seas calvinista, naturalmente, las posibilidades no están en absoluto limitadas —digo frunciendo los labios.
—Mi familia es presbiteriana —dice Catherine Flaherty, e imita a la perfección el gesto de mis labios. (Yo hubiera apostado cualquier cosa a que era del equipo del Papa).
—Esos también son los míos, pero les tengo un poco abandonados. Pero creo que está bien así. Tengo muchas cosas en que pensar estos días.
—Supongo que yo tengo mucho que aprender.
Y por un momento reina un grave silencio mientras las luces zumban suavemente sobre nosotros.
—¿Qué han hecho aquí para enriquecer tu experiencia? —pregunto efusivamente. Sea cual sea la idea que me está rondando todavía está en el horizonte, e intento no parecer calculador, pues eso la pondría en fuga inmediatamente. En este momento me doy cuenta de lo mucho que me fastidiaría conocer a su padre, aunque supongo que es un gran tipo.
—Bueno, he hecho alguna entrevista telefónica y cosas por el estilo. El entrenador retirado del equipo de Princeton era un disidente ruso en los años cincuenta que pasaba información sobre la bomba H durante las reuniones deportivas. Supongo que se echó tierra al asunto y el gobernador le dio trabajo en Princeton.
—Parece interesante —digo, y lo es. Una intriga menor, algo para ir haciendo boca.
—Pero no se me ocurren buenas preguntas —frunce el ceño para parecer sinceramente preocupada por su trabajo—. Mis preguntas son demasiado complicadas y tienen poco contenido.
—Eso es normal. Tienes que procurar hacer preguntas simples y acordarte de plantear siempre las mismas, una y otra vez, a veces utilizando diferentes palabras. La mayoría de los deportistas se mueren de ganas de contarte toda la verdad. Sólo tienes que quitarte de en medio. Por eso muchos periodistas deportivos se vuelven condenadamente cínicos. Su papel es mucho más nimio de lo que ellos creían y se amargan, porque lo único que han hecho es aprender a ser buenos en su trabajo.
Catherine Flaherty se apoya en la jamba de aluminio de la puerta, con los ojos brillantes, la boca indecisa, sin decir nada en este importante momento. Se limita a asentir con su preciosa cabecita. Sí, sí.
Todo depende de mí.
La clara luna de esta noche ha dibujado una suave joroba de plata sobre mi oscuro horizonte, y yo sólo tengo que resistir, con las manos firmemente puestas en el pecho como un san Esteban, y sugerir que salgamos al frío aire de Park Avenue, o tal vez que nos desviemos por la Segunda para tomar un sandwich y una cerveza en algún sitio que se me ocurra (pero que aún no se me ha ocurrido), y luego dejar que la soñadora noche cuide de sí misma y de nosotros a partir de entonces. Una pareja. Dos ciudadanos de orden, cogidos del brazo bajo la luna, compañeros vagando por las calles tranquilas, manos antiguas para un nuevo romance.
Echo un vistazo al reloj que hay encima del cubículo de Eddie Frieder, miro por la ventana de su despacho, a la brillante noche y al edificio que hay al otro lado de la calle. Las ventanas están amarillentas bajo una anticuada luz. Un hombre gordo con chaleco mira abajo, a la calle, ¿hacia qué? No puedo evitar preguntarme en qué estará pensando. ¿Unas perspectivas poco atrayentes? ¿Un dilema que le exigirá toda una noche para desentrañarlo? ¿Un futuro más negro que la propia noche? Detrás de él, alguien a quien no puedo ver le habla o le llama por su nombre, él se da la vuelta, levanta las manos en un gesto de aceptación y desaparece de la vista. En el reloj de Eddie Frieder son las once en punto. Una noche de Pascua. La oficina está quieta y en silencio, excepto por el lejano zumbido de un ordenador y por el reloj que avanza sinuoso hacia su siguiente posición horaria. Hay un dulce olor en el insípido aire, el olor de Catherine Flaherty, un olor de armarios llenos, de jugarretas secretas de colegio, de oscuras (aunque no demasiado) citas. Y por un momento dejo de hablar y de moverme e imagino con precisión cómo se enfrentará a la tarea de amarme. Por supuesto, de una forma conocida, inevitablemente familiar; es un tema que no puede sorprenderte cuando ya eres adulto. Lo hará casi en serio. No como amaría a Dan de Dartmouth, no como amará al afortunado hombre con quien se vaya a casar, algún graduado de Columbia de ojos grandes, con una tradición familiar en la abogacía, y todo en orden. Será una forma intermedia entre esas dos, una forma que significa: Esto va en serio, aunque sólo es una experiencia; yo misma me sorprendería si esto se convirtiera en algo importante; seguro que será interesante, y algún día lo recordaré sintiéndome segura de que hice lo correcto, pero sin saber muy bien por qué. Todo avante.
¿Y cuál es mi actitud? Llega un momento en que sólo importa tu actitud —tus esperanzas, tus riesgos, tus sacrificios, tus márgenes de posible arrepentimiento y gratificación— cuando te inicias en la experiencia rutinaria en el mundo.
Me alegra poder decir que mi actitud es muy positiva.
—Bueno, hum —digo con voz sugestiva, poniéndome las manos en el pecho—. ¿Qué te parece si nos vamos de aquí y damos una vuelta? No he comido nada desde hace horas y me zamparía una llave inglesa. Te invito a un sandwich.
Catherine Flaherty se muerde un poco el labio mientras sonríe aún más que yo y sus mejillas de tulipán se colorean. Es una buena idea, parece pensar, llena de sentimiento. Aunque antes de hablar asiente con el aire de una mujer de negocios.
—Fantástico —agita el pelo de una forma definitiva—. Creo que yo también estoy hambrienta. Déjame que me ponga el abrigo y nos vamos.
—Trato hecho —digo.
Oigo sus pies moverse por el pasillo enmoquetado, oigo la puerta del lavabo de señoras, luego entornarse y finalmente cerrarse de golpe (siempre la chica práctica). Y no hay en el mundo un momento más feliz que éste; todo en perspectiva, nada que haya salido mal, todo es posible, el polo opuesto de como me sentía la otra noche cuando conducía hacia casa, cuando todo estaba perdido y en un radio de mil kilómetros no había nada a lo que valiera la pena anticiparse. Para esto sirve la vida si consigues llegar a ello.
La luz del edificio de enfrente se ha apagado. Mientras estoy de pie observando (ya no me duele la rodilla), esperando a que vuelva esta chica irresistible y sentimental, no puedo estar seguro de que el hombre que he visto ahí, el gordo con su chaleco y su corbata, sorprendido por el súbito e inesperado sonido de una voz pronunciando su propio nombre, no esté todavía ahí, mirando las oscurecidas calles de una ciudad amiga, solo. Y me acerco más a la ventana, intentando verle a través de la oscuridad. Miro fijamente, esperando al menos la ilusión de un rostro, de alguien que esté ahí observándome. A lo lejos, puedo oír el ruido de los coches y de la vida en movimiento. Detrás de mí, vuelvo a oír una puerta cerrarse y un rumor de pasos que se acercan. Me doy cuenta de que no puedo seguir mirando allí, aunque sospecho que nadie me está mirando. Nadie me ve.