12

Es el final del día, el profundo manantial de sombras y semipenumbra primaveral, cuando la última hora de la tarde se convierte en noche y todos queremos sentarnos en una butaca de cuero junto a una ventana abierta, tener cerca una buena bebida, alguien a quien querer o que nos guste, leer la sección de deportes y quizá dormitar un rato, despertarnos antes de que haya anochecido completamente, salir al fresco jardín de nuestra casa y escuchar cómo pían los pájaros en los árboles con sus dulces cantos vespertinos. Nuestros barrios residenciales están hechos para esos frescos interludios. Y si sabemos aprovecharlos, pueden servirnos perfectamente en cualquier estación de la vida, disfrutemos o no de la susodicha libertad. A veces, cuando estoy solo en el brumoso Spokane o el helado Boston, añoro ese sencillo ritmo del día y del lugar, hasta tal punto que una absurda lágrima aflora a mi ojo. Es una especie de pastoral de la nostalgia, pero todos podemos disfrutarla.

Ahora, las cosas parecen moverse más deprisa.

Avanzo zumbando por Freehold, vuelvo hacia el este por el carril rápido, luego vuelvo hacia la Ruta 1 y paso Pheasant Run & Meadow. «Venga a disfrutar de una vida agradable», dice el reverso del cartel.

En la emisora de Trenton el locutor lee un cuestionario y yo no podría contestar ni a una sola pregunta, aunque aventuro algunas suposiciones cultas. ¿Qué récord rompió Babe Ruth cuando consiguió sesenta batazos en 1921? Yo suponía que el de Harry Heilmann, pero la respuesta es: «El suyo». ¿Quién fue el jugador más valioso del Circuito Junior en 1941? Yo apuesto por George Kell, el Flash de Newport, pero la respuesta es Phil Rizutto, el Spaghetti de Glendale. En cierto modo, me alegra no saber todos esos datos. Pienso que el periodismo deportivo no es tanto una profesión real como un agradable estado de ánimo, es más una forma de enfocar las cosas que de hacer o saber exactamente. Una suposición razonable es una fuente de placer, que me hace sentir como uno entre la multitud, y no una IBM humana que escupe estadísticas y reduce los deportes a un insípido sumario de datos. Cuando los deportes dejan de ser materia de especulación —aunque sea una especulación ociosa, sin objetivo preciso o mal informada—, algo se trastorna, diga lo que diga Mutt Greene. Entonces habría que dejar el asunto en manos de analistas de cliometrías y genios del ordenador de la Price Waterhouse, para que ellos se hagan cargo del espectáculo.

En el cruce entre la Ruta 1 y la 533, me desvío hacia el sur, a casa de Mrs. Miller. Me gustaría tener ahora la consulta que perdí el jueves pasado, e incluso quizá que me haga una lectura completa de la mano. Si, por ejemplo, Mrs. Miller me dijera que si identificaba a Walter en la morgue, sufriría una crisis emocional y no volvería a ver a mis hijos mientras viviera, empezaría a pensar en el cangrejo de Alaska y en una noche viendo la HBO en un área de servicio de Filadelfia, y por la mañana vería las cosas de otra manera. ¿Por qué burlarse en las narices de un mal augurio?

Pero, desgraciadamente, la casita de ladrillo y asfalto de Mrs. Miller parece cerrada a cal y canto. No hay ningún polvoriento Buick aparcado en el camino. Ni rastro del habitual doberman gruñendo en el cercado de detrás. Los Miller (¿cuál será su apellido de verdad?) se han ido a pasar la fiesta fuera, y ahora he perdido ya dos consultas. Eso es una mala señal.

Aparco en el camino y me quedo ahí sentado, como hice hace tres noches, esperando a que se descorran las pesadas cortinas, como si pudiese haber alguien allí. Doy un bocinazo «sin querer». Me encantaría ver abrirse la puerta, una rendija tras la polvorienta reja metálica, como pasó la otra vez. Sería una guapa sobrina. Pagaría diez pavos por mantener una pequeña charla con una pariente política del sexo femenino y de piel morena. No haría falta que tuviese poderes adivinatorios. Aunque no los tuviera, me sentaría bien hablar con ella.

Pero eso no va a ocurrir. Los coches recorren la autopista a mis espaldas y no hay rastro de ninguna sobrina, ni crujidos en las puertas. El futuro, o al menos la parte de él que me corresponde, sigue siendo incierto. Tendré que cuidar de mí mismo yo solo. Enfilo hacia la Ruta 1, en dirección a casa, esquivando por pelos a un gran trailer que da un bocinazo y se dirige hacia el sur. Todavía me late la mandíbula por el puñetazo que me ha dado Vicki hace dos horas.

Cojo el camino central hacia Haddam, tuerzo por la avenida King George y la calle Bank, paso junto a los jardines del Instituto y atravieso la plaza. Pero, una vez dentro de los límites de la ciudad, me encuentro sin saber adónde ir y me impresiona la hostilidad de una ciudad que no ofrece ni la menor pista de cómo llegar a los sitios, sin prioridades ni estructuras monumentales que configuren un auténtico centro, ni una calle mayor como referencia. Y otra vez descubro que puede ser una ciudad triste, una ciudad silenciosa de domingo en la que no pasa nada y que te obliga a refugiarte en ti mismo, con la biblioteca cerrada y oscurecida por sombras verdosas. El bar de Frenchy parece abandonado. El Coffee Spot está vacío (el Times del domingo desparramado por el suelo desde la hora del desayuno). El Instituto se yergue lejano y en sombras entre los árboles. Una pareja se ha quedado en la plaza con su hijo desde los servicios matinales. Es un lugar inesperadamente extraño, tan extraño como Molina u Oslo, como si su hospitalidad habitual hubiera plegado velas porque acechara el terror, un áspero olor a muerte, muy distinto del olor a piscina que me hace sentir seguro.

Aparco en el camino de acceso a mi casa y entro a cambiarme de ropa. Hoving Road está somnolienta, sombreada de azul y plúmbea como un Bonnard. El aspersor de los Deffeyes sisea y unas casas más allá el juez ha instalado una red de badmington en su césped. Hay un viejo Fort Woody aparcado en el camino de su casa. De algún lugar cercano me llega el sonido de una charla ligera y el tintineo de los vasos, con el estilo acogedor de estos jardines. Ya ha acabado la búsqueda de los huevos de Pascua, los niños se han ido a dormir y se oye a alguien zambullirse solo en la piscina. Pero eso forma parte de este día. Quedarse en casa en la intimidad con la familia hasta que anochezca. Todas las puertas tienen guirnaldas. El mundo vuelve a ser un lugar muy familiar.

Dentro, mi casa tiene un olor extrañamente público, un olor que me gustaría cualquier otro día, pero que hoy me parece malsano. Subo al piso de arriba, me pongo mercromina y una gran venda en la rodilla, y me enfundo unos chinos y una camisa a cuadros descolorida que compré en Brooks Brothers el año en que se publicó mi libro. A veces, un aspecto informal te ayuda a mantenerte a distancia de los acontecimientos.

No he pensado mucho en Walter. De vez en cuando, su rostro se zambulle en mis pensamientos, un rostro expectante y de ojos tristes, el compañero sobrio y soñador con el que estuve junto a la barandilla del Mantoloking Belle, especulando sobre la vida que llevábamos en tierra, y descubriendo que veíamos el mundo desde ángulos muy distintos, lo que, en definitiva, no tenía mucha importancia.

¡A mí me hubiera bastado con eso! Yo no necesitaba saber nada de Yolanda y Eddie Pitcock, y aún menos de sus payasadas en el Americana. No necesitábamos consolidar una relación. Ése no es mi estilo.

Nadie contesta cuando llamo al piso de arriba, a Bosobolo. Él y la señorita Razón, Doctora en Teología, están sin duda entretenidos en el «centro», con algún profesor de Nuevo Testamento con papada, y en este preciso momento él debe de estar apoyado en una estantería con su codo de ébano y con un vaso de chablis en la mano, mientras el Profesor Tal y Cual charla sobre hermenéutica en relación a las enseñanzas de aquel radical que fue el apóstol Pablo. Seguro que Bosobolo tiene otras cosas en la cabeza, pero está aprendiendo a ser un americano de primera clase. Podría tener peor suerte. Podría estar aún corriendo por la jungla, ataviado con una faldita de juncos. O podría estar como yo, obligado a ir a la morgue y luchando con una endemoniada desesperación.

Mi plan, que acabo de decidir, es llamar a X, ir a hacer lo que tenga que hacer con la policía, quizá encontrarme con X en su casa —una remota posibilidad de ver a mis hijos—, y luego hacer algo de lo que no tengo ni idea. El plan no va más allá pero las posibilidades literales pueden ser fuente de preocupación.

Cuando voy a llamar a X un silencioso «3» rojo se ha iluminado en el contestador automático. «1» debe de ser Vicki preguntándome si he llegado a casa sano y salvo y citándome para hablar en algún lugar público donde podamos acabar nuestro romance como adultos, con menos estridencia y menos izquierdazos a la mandíbula, intentando darle un giro final a las cosas.

Y tiene razón, desde luego. La verdad es que no compartimos los suficientes intereses «esenciales». Simplemente yo estoy loco por ella. Y ella no lo tiene claro respecto a mí, ¿y dónde nos deja eso tras seis meses de relación? Yo nunca sería bastante para una chica de Texas. La fascinación tiene sus virtuosos límites. Ella presta atención a una serie de cosas que yo paso por alto: la columna de Walter Scott en el Parade, ser de la Nueva Era, montarse un nidito de amor, miles de cosas que a mí no me preocupan demasiado y que hacen volar su imaginación. En consecuencia, romperé sin quejarme (aunque de buena gana pasaría otra feliz noche en Pheasant Meadow y luego lo daría por terminado).

Aprieto el botón para escuchar los mensajes:

Pip. Frank, soy Carter Knott. Estoy persiguiendo a los Veteranos para el partido de mañana de los Cardinals. Espero que podré contar con bastantes de vosotros. También llamo a Walter. Es domingo por la mañana. Llámame a casa. Clic.

Pip. Eh, tú, viejo tunante. Pensaba que vendrías a las once y media. Todos estamos furiosos contigo. Será mejor que no aparezcas. Sabes quién soy, ¿no? Clic.

Pip. Frank, al habla Walter Luckett Junior. Ahora son las doce en punto, Frank. Estaba tirando unos Newsweeks viejos y he encontrado aquella foto del DC-10 que se estrelló hace un año o así en Chicago. O’Hare. Seguro que te acordarás. Frank, se ven las cabezas de toda esa gente en las ventanillas mirando hacia fuera. Es realmente increíble. Y no puedo evitar preguntarme en qué debían de estar pensando mientras llevaban una bomba a bordo. Una gran bomba plateada. Eso es todo lo que tengo en mente en este momento. Hum, hasta luego. Clic.

¿Me hubiera dicho eso mismo si yo hubiera estado aquí para contestarle? ¡Vaya forma de felicitarme la Pascua! Una amistosa tajada de vida que ofrecer cuando estás acabando de arreglar tu cohete para lanzarte al otro mundo. ¡Un poco antes de entrar en la tumba! ¿Qué más puede pasar?

Todavía no soy capaz de pensar mucho rato en Walter. Lo que me viene a la mente es el pobre Ralph Bascombe en sus últimas horas sobre la tierra, sólo a cuatro manzanas de aquí, en el Doctors Hospital, y ahora a una vida de distancia. Ralph cambió en sus últimos días. Incluso en sus rasgos me parecía un pájaro, un extraño y rígido albatros, y no un niño de nueve años con una enfermedad mortal y cansado de su vida inacabada. Una vez me ladró en voz alta como un perro, aguda y claramente, luego se agitó en la cama y se rio. Después abrió los ojos y me abrasó con ellos, como si me conociera mejor que yo mismo y pudiera ver todos mis defectos. Yo estaba en una silla junto a su cama, sosteniendo su vaso de agua con aquella horrible paja doblada. X estaba en la ventana, mirando hacia fuera, al soleado aparcamiento (y probablemente al cementerio). Ralph me dijo en voz alta: «Eh, tú, hijo de puta, ¿qué haces con ese estúpido vaso en la mano? Podría matarte por eso». Y luego volvió a quedarse dormido. X y yo nos miramos y nos echamos a reír. Es verdad, nos reímos y reímos hasta llorar de risa. Sin miedo y sin dolor. Parecía que hubiéramos pensado que no podíamos hacer otra cosa, y que hubiéramos acordado tácitamente reírnos de buena gana. A nadie le importaría. No nos reíamos de nadie, y sólo nos oiríamos nosotros dos, porque Ralph tampoco nos oiría. Podría parecer indiferencia, pero lo guardábamos entre nosotros, ¿y quién va a erigirse en juez cuando está en juego la intimidad? Fue uno de nuestros últimos momentos de pura ternura.

Aunque supongo que hay algo en este triste recuerdo que atañe al pobre Walter, muerto de una forma tan definitiva y tan errónea como mi hijo, e igualmente absurda. He intentado no sentirme implicado en eso. Pero ¿por qué no? Todos merecemos piedad humana, todos merecemos que nos lloren. Y quizá todavía más cuando nos salimos de los límites normales y no logramos volver atrás.

Nadie contesta en casa de X. Quizá haya ido a llevar a los niños a casa de alguien. Me pregunto si tendremos otra conversación íntima. ¿Recibiré otra desdichada noticia? ¿Dejará Fincher Barksdale a Dusty y logrará llevarse a X a su criadero de visones de Memphis? ¿De qué fino cable pende todo el equilibrio?

Dejo un mensaje diciendo que iré pronto para allá, y luego salgo hacia la comisaría, a echarle una ojeada a Walter, aunque con la esperanza de que algún ciudadano responsable —quizá uno de los divorciados del club que piratee la emisora de la policía— se me haya adelantado y haya prestado ese servicio por mí.

La comisaría ocupa parte del nuevo edificio de ladrillo y cristal del ayuntamiento, el mismo edificio al que yo iba acongojado en los días de mi divorcio. El ayuntamiento está situado cerca de nuestras casas más bonitas y de más categoría, y ahora está cerrado, salvo los cubículos fuertemente iluminados de detrás, donde se aloja la policía. Desde el exterior, al pasar en coche por la entrada circular, las últimas y somnolientas horas del día de Pascua suavizan su sólido aspecto republicano. Pero para mí sigue siendo una casa de las sorpresas, un lugar donde me siento incómodo cada vez que pongo un pie en él.

El sargento Benivalle todavía está de servicio cuando le doy mi nombre al oficial de guardia, un joven de aspecto italiano y corte de pelo a cepillo que lleva un pistolón enorme y una placa dorada que dice PATRIARCA. Creo que es un tanto burlón, y esboza una sonrisa secreta. Seguro que se han pasado el día contándose chistes subidos de tono, y si fuéramos mejores amigos me los contaría. Pero mi sonrisa demuestra que no estoy para bromas, y después de anotar mi nombre él se larga a buscar al sargento.

Me siento en el banco público junto a un gran mapa enmarcado de la ciudad, respirando el olor a fregona de las salas de espera, apoyándome en las rodillas y mirando por las puertas de cristal al fondo del pasillo, hacia la pradera de olmos, ginkos biloba y arces de primavera. Fuera la luz es color almendra, y en una hora volverá una onírica oscuridad celestial y un nuevo día llegará a su fin. ¡Y qué día! No ha sido un día típico y, sin embargo, acaba suavemente, tan aterciopelado, silencioso, fresco y sereno como cualquier otro. La muerte no es una presencia compatible con estos alrededores y todo —las fuerzas municipales y las privadas— se confabula para negarla. Es una mala lectura, un rumor equívoco que debe olvidarse. Aquí no puede causar ningún perjuicio. Éste no es un lugar para morir y hacerse notar, aunque bien pensado, no es un mal sitio para vivir.

Dos ciclistas se deslizan ante mis ojos. El hombre va delante y la mujer detrás. Llevan a un niño sentado en el asiento de seguridad, bien atado a papá. Los tres llevan gorras blancas. Banderines rojos ondean en sus manillares bajo la oscuridad. Los tres van camino de su casa tras una informal reunión de oración en algún lugar, en alguna moderna y hospitalaria iglesia danesa de religión unitaria, donde están permitidos los barriles de sidra y se puede blasfemar. Vivir perfeccionándose semana tras semana es la consecuencia de tener un seminario en la ciudad. Ahora vuelven hacia su fresco hogar, su núcleo, con sus débiles luces de dinamo susurrándole un camino a la vieja oscuridad. Ahí vienen los Jamieson: Mark, Pat y el pequeño Jeff. Ahí viene la vida. Todo está claro. Ahora nada puede detenernos.

Pero esos Jamieson se equivocan. Debería avisarles. La vida para siempre es la peor mentira de los barrios residenciales, algo que vale la pena saber antes de quedar atrapado en su fragante y absurdo sueño. Si no, pregúntenle a Walter Luckett. Él se lo diría si pudiese.

El sargento Benivalle aparece por una puerta trasera de la oficina. Es exactamente el tipo que yo esperaba: ancho de pecho, corte de pelo a cepillo, ojos tristes, duras cicatrices de acné y manazas como guantes de boxeo. Su madre no debía de ser italiana, porque tiene los ojos claros y su cuadrada cabeza es impasible y nórdica. Eso sí, tiene un barrigón muy italiano, que le sobresale de la hebilla del cinturón, oprimiendo el pequeño saliente de plata que aprisiona su cartera. No es amigo de estrechar la mano y cuando nos encontramos mira el cartel rojo de SALIDA que hay sobre nuestras cabezas.

—Podemos sentarnos aquí mismo, Mr. Bascombe —dice. Su voz es ronca, más cansada que hace unas horas.

Nos sentamos en el iluminado banco mientras él hojea un expediente de papel Manila. El agente Patriarca toma asiento detrás de la mesa del oficial de guardia, se acomoda y echa un vistazo a un número de la revista Road & Track, con un héroe negro travestido muy famoso sonriendo en la portada.

El sargento Benivalle suspira hondo y pasa hojas de papel. Yo le espero, silencioso como un detenido.

—Ajajá. Aquí está. Nos hemos puesto en contacto con la familia… una hermana… en… Ohio, creo. Y… —levanta un momento una hoja grapada con la brillante fotografía de los pies de un hombre, con un par de sandalias de cordones y las puntas de los pies hacia arriba. Es evidente que se trata de los pies de Walter, y espero que será suficiente como identificación. «Bascombe identifica al fallecido mediante fotografía de los pies»—. Así que —dice el sargento Benivalle lentamente— no será necesaria su identificación del, er, finado.

—Yo tampoco lo considero necesario —digo.

El sargento Benivalle mira altivamente.

—Por supuesto, las huellas dactilares están al llegar. Pero es más fácil confirmarlo de esa forma.

—Comprendo.

—Bueno —dice, pasando más páginas. Es asombroso cuánto papel escrito han acumulado ya. ¿Estaría Walter en algún otro tipo de aprieto?—. Bueno —dice otra vez, y me mira—. Es usted periodista deportivo, ¿verdad?

—Sí —sonrío débilmente.

El sargento Benivalle mira otra vez sus papeles.

—¿Quién va ganando este año en la Liga Americana del Este?

—Detroit. Son bastante buenos.

Suspira.

—Ajá. Es probable. Me gustaría tener tiempo para ver un partido, pero estoy muy ocupado —empuja hacia fuera su labio inferior, mirando hacia abajo—. He jugado un poco al golf, de uvas a peras.

—Mi mujer es la profesora de golf profesional de Cranbury Hills —le digo, pero añado rápidamente—. Mi ex mujer, quiero decir.

—¿Ah sí? —dice Benivalle, olvidándose totalmente del golf—. Pero resulta que tengo alergia a la hierba —dice, y como no sé qué contestarle a eso, no digo nada—. ¿Tiene…? —se para un momento—, ¿tiene idea de por qué mister, er, mister Luckett pudo quitarse la vida, Mr. Bascombe?

—No. Supongo que estaba desesperado, eso es todo.

—Ajá, ajá —el sargento Benivalle lee su carpeta. Dentro hay un título mecanografiado: INFORME DE HOMICIDIO—. Esto suele pasar con mucha más frecuencia en Navidad, en Pascua no lo hace casi nadie.

—Nunca me había parado a pensarlo.

El sargento Benivalle jadea al respirar, un leve ruido agudo en el interior de su pecho. Señala el dorso del expediente.

—Yo nunca he sabido escribir —dice pensativo—. No sabría qué decir. Debe ser difícil.

—No es tan difícil.

—Hum. Bueno. Tengo esta, er, esta copia de la carta para usted —saca una satinada fotocopia del final del montón, sosteniéndola delicadamente por una esquinita—. Nosotros nos quedamos con el original, pero si usted lo reclama dentro de tres meses a la autoridad estatal, se lo devolverán.

—De acuerdo —cojo la hoja por otra de sus grasientas esquinas. La fotocopia es bastante mala, gris, con un desagradable olor a fluido embalsamante. Veo que la letra es pulcra, muy pequeña, con una firma cerca del final de la hoja.

—Tenga cuidado con esto, el olor se queda en la ropa. Los agentes huelen a esto todo el tiempo, así la gente adivina cuándo estamos en su barrio —cierra la carpeta, la guarda en el bolsillo y saca un paquete de Kools.

—La leeré más tarde —digo, y doblo la carta en tres, me la quedo en la mano y espero a que pase lo que tenga que pasar. Los dos estamos paralizados por lo fácil que ha sido todo.

El sargento Benivalle enciende su cigarrillo y guarda la cerilla apagada en la cajita junto a las demás. Los dos miramos el mapa amarillento de la ciudad en la que vivimos. Probablemente, cada uno mira hacia la calle donde vive. Quizá no estén muy alejadas. Seguro que él vive en The Presidents.

—¿Dónde ha dicho que estaba la mujer de ese tipo? —dice Benivalle aspirando una buena dosis de humo. Aunque parezca que tiene cincuenta años, no es más viejo que yo. Su vida no debe de haber sido nada fácil.

—Se fue a Bimini con otro hombre.

Echa el humo, y luego sorbe ruidosamente dos veces.

—Siempre esa mierda —pasa el brazo por detrás del curvado respaldo del banco, sujetando el cigarrillo con los dientes y pensando en Bimini—. Hay muchas cosas que hacer antes que suicidarse. No es para tanto, ¿no le parece? —tuerce la cabeza hacia mí y se me queda mirando con unos ojos tan azules como los fiordos. Este asunto no le ha gustado ni pizca, como a mí, y le gustaría que alguien dijera algo para dejar de preocuparse.

—Estoy de acuerdo —digo asintiendo.

—Chico, chico, humm, qué mierda —estira ambas piernas y las cruza a la altura de los tobillos. Es una forma de invitar a la conversación entre hombres, pero yo no sé qué decir. A lo mejor comprende que no diga nada.

—¿Le parecería bien que fuese a casa de Walter? —me sorprendo diciendo estas palabras.

El sargento Benivalle me mira extrañado.

—¿Para qué quiere ir?

—Para echar un vistazo. No estaré mucho rato. Probablemente es la única manera de asimilar lo que ha pasado. Él me dio una llave.

El sargento Benivalle gruñe meditando esa petición. Fuma el cigarrillo y contempla el humo que exhala.

—Bueno —dice casi con indiferencia—. Pero no se lleve nada. La familia lo ha reclamado todo. ¿De acuerdo?

—No me llevaré nada —aquí todo el mundo confía en los demás. ¿Y por qué no? Nadie puede causar daño a nadie excepto a sí mismo—. ¿Está usted casado, sargento? —le pregunto.

—Divorciado —me lanza una mirada inflexible, con los ojos entrecerrados y rasgados por la sospecha—. ¿Por qué?

—Bueno, algunos de nosotros, todos divorciados (hay muchos en esta ciudad), nos hemos juntado. No es nada serio. Sólo nos reunimos a tomar una cerveza en el August una vez al mes, vamos a algún partido… La semana pasada fuimos a pescar. Si le apetece, bueno, yo podría llamarle. Es un grupo que está muy bien, todo muy informal.

El sargento Benivalle sostiene su cigarrillo Kool entre un enorme pulgar y un índice ganchudo, como un actor francés, y echa la ceniza al encerado suelo.

—Estoy muy ocupado —dice, y sorbe ruidosamente—. El trabajo de policía… —va a decir algo más, pero se detiene—. Se me ha olvidado lo que iba a decir —se queda mirando el suelo de mármol.

Le he incomodado sin querer, y ahora quisiera irme lo antes posible. Quizá el sargento Benivalle es sólo otro Cade Arcenault pero con más años, y debería dejarle solo con su trabajo de policía. Pero tampoco hace daño a nadie mostrarle que sus grandes y peculiares problemas son exactos a los de los demás. Todos tenemos nuestro propio trabajo policial que hacer.

—De todas formas le llamaré, ¿de acuerdo? —le sonrío con gesto de dependiente de comercio.

—No creo que vaya —dice, repentinamente distraído.

—Bueno. Somos bastante flexibles. Yo mismo no voy muchas veces, pero me gusta la idea de poder ir.

—Sée —dice el sargento Benivalle, y una vez más saca su grueso labio inferior hacia fuera.

—Supongo que tengo que irme —digo.

Parpadea como si se acabara de despertar de un sueño.

—¿Cómo es que tiene una llave? —no puede dejar de ser policía, me satisface comprobarlo. Es difícil imaginarle haciendo otra cosa.

—Me la dio Walter, no sé por qué, no sé si tenía muchos amigos.

—Normalmente, la gente no da sus llaves a otros —sacude la cabeza y chasquea la lengua.

—Supongo que la gente hace cosas raras.

—Continuamente —dice, y vuelve a sorber—. Tenga —dice. Busca en el bolsillo debajo del paquete de Kools y saca un tarjetero de plástico azul—. Lleve esto si va para allá —me pasa una tarjeta impresa con su nombre y el cargo que ocupa, con el sello de la ciudad de Haddam grabado en relieve. «Gene Benivalle. Sargento de detectives». El número que aparece al final es el de su casa, que seguramente no figura en la guía. Yo podría llamarle para lo del Club de Divorciados a ese mismo número. Seguro que ya lo ha pensado.

—De acuerdo —me levanto.

—No coja nada, ¿eh? —dice bruscamente, sentado en el banco, con el montón de papeles frente a su estómago—. No estaría bien.

Me guardo su tarjeta en el bolsillo de la camisa.

—A lo mejor viene a vernos alguna noche.

—Naa —dice, aplastando con fuerza el cigarrillo con el pie y echando el humo entre sus grandes rodillas.

—De todas formas le llamaré.

—Cuando quiera —dice cansado—. Siempre estoy aquí.

—Hasta pronto —digo.

Pero a él no le gustan las despedidas, igual que tampoco le gusta dar la mano. Le dejo ahí sentado, bajo el rótulo rojo de SALIDA del vestíbulo, mirándome a través de la puerta de cristal.

El coche de X está aparcado junto al mío en la oscuridad, frente al ayuntamiento. Ella está sentada en el parachoques delantero y mantiene una paciente conversación con nuestros dos hijos, que están haciendo la rueda en el césped de los jardines públicos y riéndose. Paul no es capaz de estirar lo suficiente las piernas en el aire para conseguir un equilibrio perfecto, pero Clarissa es experta porque practica mucho. A pesar del vestido a rayas estilo abuelita que yo le regalé, puede andar haciendo el pino, y sus bragas de algodón sorprenden en la semipenumbra. En el parachoques delantero del coche de X hay una pegatina que dice «Preferiría estar jugando al golfo».

—Les he comprado a éstos unos helados y mira cómo se han puesto —dice X, y yo me siento a su lado sobre el cálido guardabarros. No me ha mirado, ha dado por hecha mi presencia al ver mi coche—. Parece que les ha despertado su lado infantil.

—Papá —grita Paul desde el césped—. Clary se va a apuntar a un circo.

—¿Por qué no vas y te pierdes? —dice Clary, y en seguida vuelve a hacer el pino. No se han sorprendido al verme, aunque he visto que intercambiaban una mirada secreta. Su vida cotidiana está llena de secretos, y sienten hacia mí un humor y una simpatía secretos. Les gustaría que nos peleáramos en la hierba como hacemos en casa, pero ahora no se puede. Seguro que Paul sabe un nuevo chiste, aún mejor que el del jueves por la noche.

—Es muy buena, ¿verdad? —exclamo.

—Lo he dicho como un cumplido, ¿vale? —Paul está de pie con las manos en la cintura, como una chica. No me ha entendido. Clary se deja caer de culo y se ríe. Se parece a su abuelo y tiene el pelo casi igual de plateado.

—Es raro que una ciudad como ésta tenga morgue, ¿no crees? —dice X pensativa. Lleva una capa de lona verde y roja brillante y una camisa Brooks de punto verde como las que yo llevaba antes. Parece serena y amistosa. Alisa la tela sobre sus rodillas y hace chocar sus tacones contra la rueda. Se siente generosa.

—Nunca lo habría pensado —digo, mirando a mis hijos con admiración—. Pero supongo que es raro.

—Un amigo de Paul es hijo de un patólogo, y dice que hay unas instalaciones muy modernas en los sótanos de este edificio —mira hacia la fachada de ladrillo y cristal con plácido interés—. Pero no tienen juez de primera instancia. Lo hacen venir de New Brunswick para todo un distrito —por primera vez me mira a los ojos—. ¿Cómo estás?

Me alegra oír de nuevo su voz llena de complicidad.

—Estoy bien. Se me pasará cuando se acabe el día.

—Siento haber tenido que llamarte a ese sitio.

—No pasa nada. Walter ha muerto y nosotros no podemos evitarlo.

—¿Has tenido que reconocerle?

—No. Vienen unos parientes suyos de Ohio.

—El suicidio es muy típico de Ohio, ¿sabes?

—Supongo —la suya es una actitud muy típica de Michigan. Allí son muy inflexibles con los de Ohio.

—¿Y su mujer?

—Están divorciados.

—Bueno. Pobrecillo —dice, me da una palmadita en la rodilla y esboza una rápida e inesperada sonrisa—. ¿Quieres que te compre algo para beber? El August está abierto. Me llevaré a estos dos indios a casa —X mira a la cercana oscuridad, donde están sentados nuestros hijos conferenciando en la hierba como indios. Cada uno confía en el otro para los asuntos importantes.

—Estoy bien. ¿Te vas a casar con Fincher?

Me mira impasible y luego aparta la mirada.

—Por supuesto que no. Y a menos que hayan cambiado las cosas en los últimos tres días, él está casado.

—Vicki dice que en Urgencias sois la comidilla de todo el mundo.

—Vicki-ri-quí —dice y suspira ruidosamente por la nariz—. Está totalmente equivocada. Y no creo que eso te importe.

—Es un gilipollas que hace tintinear su dinero en los bolsillos, eso es todo. En este momento estará allí en Memphis montando un criadero de visones con aire acondicionado. Es esa clase de tipo.

—Ya lo sé.

—Es verdad.

—¿Verdad? —X me mira despiadadamente. Por supuesto, el único gilipollas soy yo, pero no me importa. Todo parece estar en peligro; la santidad y estabilidad de mi divorcio.

—Pensaba que te interesaban los vendedores de ordenadores.

—Me casaré y follaré —susurra fieramente— con quien me dé la gana.

—Lo siento —le digo, pero no es verdad. Veo que las luces se encienden débilmente en la calle Seminary, parpadean y luego se quedan encendidas.

—Los hombres siempre piensan que los demás hombres son gilipollas —dice X fríamente—. Es sorprendente cuán a menudo aciertan.

—¿Fincher cree que yo soy gilipollas?

—Está intimidado contigo. Y la verdad es que no está tan mal. Está bastante seguro sobre ciertas cosas de la vida, pero no lo demuestra.

—¿Y Dusty?

—Frank, me llevaré a tus hijos a Michigan y no los volverás a ver, excepto dos semanas en verano en el Huron Mountain Club, con mi padre haciéndote compañía. Eso si no me dejas en paz en este momento. ¿Te gustaría que hiciera eso? —no lo dice en serio, y ahora pienso que es posible que Vicki se haya inventado todo eso por su propio interés, aunque más bien creo que ha sido un malentendido. X vuelve a suspirar fatigosamente—. Le he estado enseñando a Fincher a jugar a golf porque participa en un torneo de la universidad, en Memphis, y le daba vergüenza. Así que fue al Bucks County de Idlegreen y estuvo practicando unos días. Necesitaba coger confianza en su juego.

—¿Tuviste que ponerle un hierro en el putter? —me gustaría preguntarle por el beso prohibido, pero se me ha pasado el momento.

Ahora ya es totalmente de noche y estamos solos y en silencio. Los coches murmuran a lo largo de Cromwell Lane, sus luces oscilan hacia el Instituto, donde sin duda habrá «cantos de Pascua» esta noche. San León el Grande llama por última vez a vísperas. Es una llamada de exhortación. Tres policías uniformados pasean por fuera riéndose, y se dirigen hacia su casa para cenar. Reconozco a los agentes Carnevale y Patriarca, y no sé por qué, me imagino que serán primos lejanos. Caminan muy juntos hacia sus coches particulares, sin prestarnos mayor atención. Es una soñadora tarde cualquiera, una vertiginosa tarde en los barrios residenciales, sin demasiada excitación, llena de vidas de individuos aislados en el armonioso secreto de una época sombría.

No puedo negar que me alivia lo de Fincher Barksdale, todo ha sido un malentendido y así estoy dispuesto a creerlo.

—Tu padre me ha dado un mensaje —digo.

—¿Eh? —su rostro adopta en seguida una expresión escéptica.

—Me ha dicho que le diga a tu madre que tiene cáncer de vesícula.

—Ella le dijo a él lo mismo una vez cuando yo era pequeña, y él se fue al día siguiente y se le olvidó preguntarle qué tal estaba. Pero ahora es distinto. Es una forma de expresarle sus sentimientos. A ella le hará mucha gracia.

—Dice que puedo volver a casarme contigo si quiero.

X se sorbe los mocos, luego se mira las manos como si tuviera algo que había olvidado.

—No se resigna a dejarme libre.

—Es un buen tipo, ¿no crees?

—No, no lo es —me lanza una misteriosa mirada—. Siento mucho lo de tu amigo. ¿Erais muy amigos?

Las farolas que iluminan los arbustos alrededor del ayuntamiento se encienden todas a la vez. Un portero negro se acerca a la puerta de cristal y mira hacia fuera haciendo pantalla con las manos. Luego retrocede, arrastrando una larga fregona. Fuera empieza a hacer frío. Suena fugazmente la bocina de un coche. Desaparecen las luces traseras de los coches patrullas en las oscuras calles.

—No. No le conocía muy bien.

—¿Qué le ha podido pasar?

Oigo reírse a mis niños en la húmeda hierba, una dulce melodía que dice no-hay-por-qué-preocuparse.

—Debería de estar muy interesado en lo que vendría después. No lo sé. Intento no dramatizar.

—No creerás que ha sido culpa tuya, ¿verdad?

—No lo había pensado. No veo por qué iba a ser culpa mía…

—Tienes unas relaciones muy extrañas. No sé cómo lo aguantas.

—Yo no me relaciono con nadie.

—Ya lo sé. Eso es lo que a ti te gusta.

Clarissa nos llama vacilante desde la oscuridad. Quiere saber la hora exacta. Son las siete y treinta y seis. De pronto se siente extraña fuera de casa, como si temiera quedarse súbitamente perdida y sola.

—Es pronto —susurra Paul.

—Voy a acercarme a casa de Walter esta noche. ¿Te gustaría venir conmigo?

X se vuelve hacia mí con una cara de ridícula sorpresa.

—¿Para qué demonios? ¿Es que tiene algo tuyo?

—No, pero quiero ir. Me dio una llave y quiero utilizarla. A la policía no le importa mientras no me lleve nada.

—Es bastante truculento.

Me quedo silencioso e intento escuchar algún sonido significativo en la oscuridad; un tren que silbe a lo lejos, un camión que avance ruidosamente por la Ruta 1, quizá desde un lugar tan lejano como Arkansas, el zumbido de una avioneta que se deslice por el angelical cielo nocturno, algo que nos consuele en estos últimos instantes. Las auténticas conversaciones con tu ex mujer están limitadas por los crecientes territorios de intimidad que te están vedados. Supongo que está bien que sea así.

—Bueno —digo.

—Pero tú vas a ir de todas formas, ¿no? —X me mira y luego aparta la vista y contempla el vestíbulo iluminado del ayuntamiento, a través del cual se divisa la oficina acristalada del asesor de impuestos. Los dos podemos ver al conserje con su fregona en las manos, moviéndose lentamente.

—Supongo que sí —digo—. Pero todo va bien, de verdad.

—¿Por qué? —me mira con ojos entrecerrados. Es su mirada de escepticismo ante las incertidumbres terrenales, unas entidades que nunca le han gustado mucho.

—No sé cómo explicarte. A veces, los hombres sentimos cosas que las mujeres no sienten. No tienes por qué desaprobarlo.

—Haces cosas rarísimas —me sonríe con simpatía, aunque también con un aire magistral—. A veces eres muy confuso. ¿De verdad te encuentras bien? Antes, a la luz, parecías muy pálido.

—Bien bien no estoy, pero lo estaré —podría contarle lo del puñetazo de Vicki y lo del golpe del carrito. ¿Pero de qué demonios serviría? Sería seguir el camino de la confidencia total, y ninguno de los dos quiere volver a eso, ni ahora ni nunca. Probablemente llevamos demasiado tiempo aquí.

—Ahora sólo nos vemos para cosas relacionadas con la muerte —dice X sombríamente—. ¿No es triste?

—Hay mucha gente divorciada que no se ve nunca más. La mujer de Walter se fue a Bimini y él no volvió a verla. Nosotros lo llevamos bastante bien. Tenemos unos hijos maravillosos. Tampoco vivimos muy lejos.

—¿Me quieres? —dice X.

—Sí.

—Quería saberlo, hacía mucho que no te lo preguntaba.

—De todas formas me gusta decírtelo.

—Hace mucho que no se lo oigo decir a nadie, excepto a los niños. Seguro que tú lo has oído muchas veces.

—No —aunque sería una mentira decir que no lo he oído ninguna vez.

—A veces me imagino que tienes relaciones con distintos tipos de gente que yo no conozco de nada y se me hace muy extraño. No me gusta esa sensación.

—Cada vez me relaciono con menos gente.

—¿Y eso te hace sentir solo?

—No. Ni una pizca.

El parachoques de su Citation se ha enfriado en la oscuridad. Nuestros dos niños, cansados finalmente de secretitos, se han levantado y permanecen en las tinieblas, como temerosos fantasmas de sí mismos, con ganas de que les hagan caso y se los lleven. No están muy lejos de nosotros y nos miran sin decir nada, preguntándose qué pasa, haciendo exactamente lo mismo que harían sus auténticos fantasmas.

—¿De verdad quieres que vaya contigo? —dice X pestañeando, pero dispuesta a ceder.

—No tienes por qué venir.

—Sí, bueno —dice y contiene una risita—. Puedo colocar a éstos durante media hora en casa de los Armentis. A ellos les gusta ir.

Y no sé qué será de ti si vas solo.

—Yo pagaré lo que cueste.

X sacude la cabeza y se desliza del parachoques.

—¿Pagarás, eh? —la luna ha aparecido de repente sobre los majestuosos olmos. Un mundo ancho y brillante se extiende por encima de nuestras cabezas, iluminando árboles, retazos de la calle vacía y las viejas mansiones blancas que quedan más allá. Ella me mira divertida—. ¿Quién pensabas que iba a pagar? —se ríe.

—Sólo quería ser deportivo.

—¿Qué es lo que más te importa en el mundo? Creo que podría ser la pregunta del día.

—Tú y nada más que tú.

X se vuelve a reír y abre la puerta.

—De acuerdo, eres muy deportivo, eres el más deportivo.

Le sonrío en la oscuridad del espacio público. Mis hijos entran delante de mí. La puerta del coche se cierra. Otra vez nos ponemos en marcha.

La casa de Walter, en el 118 de la calle Coolidge, es un edificio de apartamentos de dos plantas, situado entre dos bonitas casas estilo colonial, cuyos propietarios son jóvenes parejas que han invertido razonablemente en ellos y que esta noche están en casa. Nunca me había fijado en este lugar, aunque hay una farola justo enfrente y sólo está dos calles más allá de la casa de X. Además, todas las casas son iguales a la de ella excepto este edificio. La fachada sin ventanas ha sido decorada con tiras de aluminio con un aire de celosías, con las palabras «La Catalina» pintadas e iluminadas por una débil luz. Las luces exteriores de las puertas laterales clarean notablemente la calle. Es un lugar para perversos seminaristas maduros, solteros recalcitrantes y divorciados —gente de paso— y no me parece un mal sitio. No me hubiera importado que hubiera habido uno igual en Ann Arbor a mediados de los sesenta. Ahora tampoco me importaría si acabara de terminar la carrera de derecho y quisiera echar una canita al aire antes de emprender una vida en serio junto con una mujercita. Pero no es un sitio en el que me gustaría acabar mis días, ni pasar otra fase de la madurez. En esas condiciones, La Catalina sería demasiado inexorable, y nunca lo hubiera elegido como lugar para morir. Al verlo, me pregunto qué tipo de nido de amor compartirán Eddie Pitcock y Yolanda en Bimini. Estoy seguro de que no se parece en nada a esto. El océano estará cerca y la fría brisa agitará las plataneras mientras el tañido del viento marca el paso de los lánguidos atardeceres. Será mejor que esto en todos los aspectos.

X aparca detrás del MG de Walter y nos acercamos por el suelo de cemento hacia los buzones, en los que brilla débilmente un globo lleno de insectos. La tarjeta de visita de Walter ha sido doblada para que encaje en el espacio del 6-D y empezamos a mirar la hilera más baja de puertas. Se oye el murmullo de los televisores.

—Hay bastante humedad aquí —dice X—. Nunca había estado en un sitio tan húmedo, ¿y tú?

—Sí, en los vestuarios de algunos viejos estadios —digo.

—Supongo que no es para extrañarse, ¿no?

—No creo que a Walter le gustara mucho.

—Pero él ya lo ha solucionado.

La luz exterior del 6-D está apagada y un adhesivo naranja brillante tapa la puerta con la siguiente inscripción: INVESTIGACIÓN POLICIAL. SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. Doy la vuelta a la llave y abro la puerta a oscuras.

Una lucecita verde y las cifras pequeñas 7:53 brillan desde la negrura. Yo tengo un reloj idéntico en mi casa.

—Esto es muy, muy desagradable —dice X—. Creo que a ese hombre le parecería fatal que yo entrase aquí.

—Puedes volver atrás —le digo.

Hay un olor en la habitación que parece serle ajeno, un olor a fármaco, como el del consultorio de un médico cerrado por vacaciones.

—¿Podemos encender alguna luz?

Por un momento no descubro ningún interruptor y cuando lo encuentro, no funciona.

—No funciona.

—Por Dios, busca una lámpara. No me gusta ese reloj.

Me tambaleo por el suelo oscuro. Los muebles que me rodean parecen enormes elefantes. Toco algo que parece un sofá de cuero, me araño una pierna con el canto de una mesa, tropiezo con el respaldo de una silla, y luego, por en medio de la habitación, toco el cuello de una lámpara y tiro de la cadenita.

X aparece en el umbral, con el ceño fruncido.

—Bueno, por Dios —dice otra vez.

—Sólo quería verlo —digo, de pie en medio del salón de Walter y viendo manchitas.

La lámpara proyecta una claridad amarillenta por todas partes, revelando una habitación muy bonita. Las paredes están cubiertas de paneles barnizados y una puerta lleva a un oscuro dormitorio. Hay una minicocina detrás de una barra, todo arreglado y en su sitio. Está lleno de muebles modernos y confortables, un sofá de cuero rojo frente a un gran televisor de 24 pulgadas, sobre la que Walter fijó la escopeta de caza. En una esquina hay una serie de barras con pesas, sobre varias mesas hay lámparas con atractivas pantallas orientales. Hay un pequeño escritorio de caoba adosado a una pared, y sobre él, papeles en blanco y lápices primorosamente colocados, como si Walter hubiera intentado escribir algo en serio.

En la pared que está junto a la puerta de la habitación hay una serie de fotos enmarcadas que me llaman la atención. El equipo de lucha de Grinnell en el 66, en blanco y negro, y entre ellos Walter, con sus sesenta y cinco kilos, arrodillado en un gimnasio con ventanas de rejilla, los brazos cruzados y solemne como un indio. Debajo hay una guapa chica rubia con el labio superior ligeramente más grueso y ojos grandes —sin duda Yolanda— en una foto hecha en una barca, con mucho viento. En otra foto, la Fraternidad Delta Chi al completo. Otra foto de dos personas mayores con mirada severa, el hombre con un estricto traje de lana y la mujer con un vestido de flores. Papá y mamá Luckett en Coshocton. Walter con una pierna colgada en una cama de hospital junto a una preciosa enfermera, los dos levantando el pulgar en señal de triunfo. Y Walter con un traje y una gorra de preso junto a Yolanda, en una fiesta de disfraces, los dos riéndose. Walter ha enmarcado la carta de admisión en la Harvard Business School, y al lado hay una foto de un Walter más joven, sentado en su mesa con un montón de papeles, fumando con una pipa Meerschaum. Al final, para mi sorpresa, hay una foto del Club de Divorciados en nuestra gran mesa circular del August. Está hecha durante las reuniones de los jueves por la noche. Yo tengo una enorme jarra de cerveza en la mano y una estúpida sonrisa en el rostro, mientras escucho alguna perorata que suelta Cabeza de chorlito Knott, y parezco aburridísimo. Cabeza de chorlito esboza una gran sonrisa, pero yo no recuerdo de qué debíamos de estar hablando. Tampoco recuerdo cuándo sucedió, y al verla me da la sensación de que sólo existió en la imaginación de Walter.

Asomo la cabeza en el dormitorio y enciendo la luz del techo. Es más sobrio que el salón, pero sigue siendo agradable a su manera. Hay un acuario sobre la cómoda y su tenue luz muestra pececillos negros tropicales. La cama de Walter tiene una colcha de dibujos geométricos y está cubierta con tres almohadones. En la mesilla de noche hay un ejemplar de mi libro Melancólico otoño, con mi foto de autor boca arriba. Tengo un aspecto exageradamente flaco e irónico. Estoy bebiendo una cerveza, acodado en la barra de un bar al aire libre en San Miguel de Tehuantepec. Llevo el pelo cortado a cepillo, estoy fumando y no podría tener un aire más ridículo. «Mr. Bascombe», dice mi biografía, «es un joven americano que vive en México. Nació al final de la Segunda Guerra Mundial, sirvió en los Marines y estudió en la Universidad de Michigan». Lo cojo y veo que es un ejemplar de la biblioteca pública de Haddam, con la cubierta de plástico quitada. (¡Walter lo había robado! En el Manasquan me dijo que tenía un ejemplar de la biblioteca, pero no le creí). Ha anotado pequeños signos de más y ceros en algunos títulos del índice. Me gustaría estudiarlo con más detenimiento, llevarme el libro, pero sé que hay un inventario en el escritorio del sargento Benivalle. Vuelvo a dejar el libro en su sitio, echo un rápido vistazo. Zapatos, hormas, un armario de trajes y camisas, un silencioso galán de noche, una terminal de ordenador en una esquina del suelo, un aparato de aire acondicionado en el exterior, un banderín de Grinnell, los signos habituales de una vida desocupada.

X está sentada al borde del sofá de cuero, con las muñecas sobre las rodillas, mirando una langosta de cerámica roja que sobresale de una fuente que hay sobre la mesita de té.

—¿Sabes? —se queda mirando de cerca los ojos de la langosta. Su voz produce un eco sordo.

—¿Qué?

—Me recuerda a una casa de alguien de la fraternidad que hay por aquí, un lugar de la Phi Delt al que yo solía ir. La casa era de Ron no sé qué. Ron Kirk. Estaba decorada exactamente igual, como si alguien viviera en una consulta de dentista. Cosas horribles de chicos. Seguro que hay un montón de Playboys en alguna parte. Los he estado buscando —sacude la cabeza asombrada. En el suelo, frente a la mesita de té hay más adhesivo naranja que la policía ha puesto alrededor de la silla donde estaba sentado Walter, una silla que no está. En uno de los dos tapices hay dos manchas ya secas color marrón oscuro y las han tapado con plástico transparente fijado con cinta. Una zona de la pared también ha sido cubierta y sellada. X no menciona nada de eso—. Eres muy raro, Frank, Dios mío. No sé cómo os lo hacéis para desenvolveros solos —parpadea mirándome y sonriendo, curiosa hacia alguien que se ha matado, buscándole una explicación de sentido común a tan extraño acontecimiento—. ¿Sabes?

—Me preguntaba cómo pudo hacer Walter para apretar el gatillo. Probablemente era un experto.

—¿Crees que entiendes todo esto?

—Creo que sí.

—Entonces, ¿te importaría explicármelo?

—Walter lograba animarse de vez en cuando, pero luego se desmoronaba. Creo que se excitó y enfocó toda su vida desde un punto de vista sentimental, y eso le llevó a arrepentirse de todo. Si hubiera conseguido aguantar hasta hoy, todo hubiera ido bien —recojo una cajita de cerillas del Americana del mostrador de la cocina y le leo en silencio el teléfono y la dirección. Debajo hay un ejemplar del Bimini Today con una fotografía en la portada de una larga playa plateada. Dejo las cerillas.

—¿Crees que tú podrías haberle ayudado? —dice X sonriendo—. Por lo que se ve aquí, parece que era muy convencional.

—Él podría haberse ayudado a sí mismo —es mi respuesta y es lo que creo de verdad—. Nunca se es demasiado convencional. Ser convencional salvaría a cualquiera.

Y por un instante, me invade sin querer una súbita pena, supongo que por las posibilidades malinterpretadas, por el consuelo no hallado (pues en eso consiste la pena). Sé que, por un instante, comparto la pena que Walter debió de sentir aquí solo y que no tendría que haber sentido. No es un buen sitio para ello. Aquí hay muy poco lugar para que revoloteen los pequeños misterios, la esperanza y el sentido de la anticipación. Y sin embargo, aquí no hay nada tan corrupto ni solitario que no se pueda superar. Me podría quedar aquí colgado hasta que consiguiera orientarme, pero intentaría hacerlo a toda prisa.

—Se diría que ha muerto tu mejor amigo, cariño —dice X.

Le sonrío. Ella está de pie en la sombra de esta habitación que huele a muerte, más alta de como suelo imaginarla, con su sombra alargándose hasta el rugoso techo.

—Vámonos —dice y me devuelve la sonrisa amistosamente.

Por un momento pienso en los vasos que debía de tener Walter. Estoy seguro de que no me equivocaba, aunque no me molesto en comprobarlo.

—¿Sabes? —digo—. De pronto he tenido la sensación de que deberíamos hacer el amor. Cerremos la puerta y metámonos en la cama.

X me mira con una repentina y fiera incredulidad. Noto que le horroriza la idea y me gustaría tragarme mis palabras, porque es una idea descabellada y yo no quería decirla.

—Eso es algo que nunca más vamos a hacer. ¿No te acuerdas? —dice X amargamente—. Eso es lo que significa divorciarse. Eres un hombre horrible.

—Lo siento —digo. El sargento Benivalle entendería esto y tendría una estrategia para salir bien parado. Después de todo, éste no va a ser el día más feliz de nuestras vidas.

—Ahora me acuerdo de por qué me divorcié —X se da la vuelta y llega a la puerta con tres grandes zancadas—. Te has vuelto horrible. Antes no eras siempre así. Pero ahora lo eres. Ya no me gustas nada.

—Supongo que lo soy —digo intentando sonreír—. Pero no tienes nada que temer.

—No tengo miedo —dice y se ríe con una risa leve y dura. Cruza el umbral de la puerta justo en el momento en que un hombre bajo y con camisa blanca llega ahí. Eso la hace detenerse, asustada.

Los ojos del hombre parecen muy grandes tras las gruesas gafas. Bloquea el paso de X sin querer. Me mira por encima del hombro de X.

—¿Son ustedes el hermano y la hermana? —dice.

Hago el mismo gesto que él para verle y parecer simpático.

—No —digo—. Soy amigo de Walter.

Es la única explicación que tengo y por su cara puedo ver que no es suficiente. Es una especie de Frank Sinatra joven, de pálidas y abultadas mejillas, con el pelo rizado (posiblemente no sea tan joven como parece, pues tiene el aspecto seco de un bibliotecario). Él sospecha que algo pasa y pretende llegar al meollo gracias a su aspecto. Su presencia me hace darme cuenta de que no tengo nada que hacer aquí y de que X tenía razón. Ha sido una suerte que no nos hayamos metido en la cama.

—Usted no es de aquí —dice el joven. Por alguna razón, está desconcertado e intenta decidir qué actitud tomar. Podría enseñarle la tarjeta del sargento Benivalle.

—¿Es usted el administrador?

—Sí. ¿Qué están ustedes robando? No se pueden llevar nada.

—No nos llevamos nada.

—Perdone —dice X, y pasa junto a él en la oscuridad. Ella ya no tiene nada más que decirme. Oigo sus pasos por la acera y me siento fatal.

El hombre parpadea mirándome bajo la luz del salón.

—¿Qué demonios está haciendo aquí? Voy a llamar a la policía. Nosotros…

—Ya saben que estoy aquí —digo cansado. Éste es sin duda el momento en que debería enseñar la tarjeta del sargento Benivalle, pero no tengo ganas.

—¿Qué quiere de aquí? —dice el hombre dolorosamente, desamparado en el umbral.

—No lo sé. Lo he olvidado.

—¿Es usted periodista?

—No. Yo sólo era un amigo de Walter.

—Aquí sólo puede entrar la familia, así que lárguese.

—¿Usted también era amigo de Walter?

Ante esta pregunta directa pestañea varias veces.

—Sí, lo era —dice—. Claro que lo era.

—¿Y por qué no fue a identificarle?

—Lárguese —dice el hombre, ofuscado.

—De acuerdo —voy a apagar la luz y me acuerdo de mi libro en el oscuro dormitorio. Me gustaría cogerlo para devolverlo a la biblioteca—. Lo siento —digo.

—Ya lo apagaré yo todo —dice bruscamente—. Váyase.

—Gracias —paso junto a él y le rozo la manga, luego salgo donde me espera la brisa, dulce y densa, que sopla impregnada de temores.

X está sentada en su Citation junto a una farola con el motor ronroneando, y las luces verdosas del salpicadero se reflejan en su cara. Me ha esperado.

Me inclino hacia la ventanilla y me llega un aire cálido que huele al perfume de X.

—No sé por qué he venido —me dice inflexible.

—Lo siento, es culpa mía. No quería decir lo que he dicho ahí dentro.

—Eres tan tópico, Dios mío… —X sacude la cabeza, aunque todavía está enfadada.

Desde luego, tiene toda la razón. Es verdad que por algún intrincado motivo he intentado una especie de furtiva relación completa, pero me he pillado los dedos y aquí estoy con las manos vacías.

—No sé por qué tengo que hacerme notar ahora que soy adulto. Ya no tengo que impresionar a nadie.

—Sólo me has avergonzado, pero no pasa nada —asiente mirando tristemente hacia la noche—. Pensaba decirte que vinieras a casa conmigo. Tiene gracia. He dejado a los niños en casa de los Armentis.

—Me gustaría ir. Es una buena idea.

—Pues no —X se da la vuelta y se pone el cinturón por encima de sus maravillosos muslos, que sobresalen de la falda, y coloca las manos sobre el volante.

—Ese hombre que había ahí me ha parecido muy extraño. ¿Era un amigo de tu amigo?

—No lo sé. Nunca lo mencionó —probablemente, ella está preocupada pensando si Walter y yo tendríamos «un vínculo amoroso».

—Quizá tu amigo estaba destinado a suicidarse —me sonríe con mucha ironía, demasiada en cualquier caso para dos personas que se conocen tanto como nosotros, que han dormido juntos, que han tenido hijos y que se han querido y luego se han divorciado. La ironía debería estar prohibida en este tipo de situaciones. Sienta como una patada en el culo y no ayuda a nadie. Desgraciadamente, la suya es la típica actitud del Medio Oeste ante el complejo dilema humano.

—Walter no conocía sus propios recursos. No tenía por qué haber llegado a esto. Creo que deberías ser más flexible. Podríamos irnos a casa ahora mismo. No hay nadie.

—No —sigue sonriendo.

—Pero yo quiero ir —digo sonriendo por la ventanilla. Huelo el insistente perfume que lo anega todo y siento que el coche se estremece tras sus luces de posición. Veo que el hueco del cambio de marchas entre los dos bajos asientos está lleno de tees de golf naranjas.

—No creo que seas malo. Lo siento, pero creo que el divorcio no te ha hecho mucho bien —pone en marcha el coche, que vibra, pero sigue inmóvil—. No ha sido una idea muy buena.

—Los seres queridos son los únicos en quienes se puede confiar —digo—. ¿En quién, si no?

Me dedica una sonrisa triste y solitaria bajo la luz del tablero de mandos.

—No lo sé —veo sus ojos bañados en lágrimas.

—Yo tampoco. Empieza a ser un problema.

X quita el freno y yo retrocedo en el césped. El Citation vacila y luego sale siseando por la calle Coolidge y se adentra en la noche. Y yo me quedo solo en el frío silencio de muerte del jardín de Walter y del MG, con una desconocida casa de apartamentos a mis espaldas y un vecindario que no me conoce. Soy un hombre que no tiene adónde ir, sin ideas, en el triste epílogo de un día que no habría tenido lugar en un mundo mejor.

¿Adónde irían ustedes en mi lugar?

¿Adónde van los periodistas deportivos cuando el día se ha terminado en todos los sentidos y las posibilidades son tan limitadas que ni lo bueno ni lo malo pueden amenazar? Me gustaría irme a dormir, pero no creo que sirviera de nada.

Aunque no es un momento auténticamente vacío y, como tal, no hay que librar una batalla contra él. Ni tampoco hay que evitarlo o enfrentarse a él con especial osadía. Tampoco es el prólogo de un terrible remordimiento. Un momento de vacío requiere una expectación real y su derrota eventual por las fuerzas del destino. No tengo esperanzas que destruir. De momento, estoy más allá de cualquier esperanza, tanto como aquella noche en que X quemó su arcón del ajuar mientras yo miraba las estrellas.

Walter hubiera dicho que no me he convertido ni en el que ve ni en el objeto visto, tan invisible como Claude Rains en la película, aunque sin enemigos a mis espaldas ni deudas que pagar. La verdad es que la invisibilidad no es tan mala. Todos tendríamos que intentar conocerla mejor y utilizarla en nuestro provecho como no supo hacer Claude Rains. Porque, nos guste o no, en algún momento todos nos volvemos invisibles, libres del cuerpo y del deber, flotamos a la deriva en la brisa nocturna, hacemos lo que queremos, intentamos descubrir cómo nos gustaría ser en el momento siguiente. Les prometo que ése no es un momento vacío. Y aún está más lejos del auténtico remordimiento. A lo mejor yo le interesaba a Walter, pero ¿quién sabe?, ¿a quién le importa? Desvanecerse como un susurro en el viento significa libertad. Si somos lo bastante afortunados como para ganar tal libertad, aunque la provoquen acontecimientos negativos, deberíamos utilizarla. Es el único consuelo natural que nos es dado, único y soberano, sin el apoyo ni la tolerancia de otros, entre los cuales incluyo al propio Dios, que no nos deja permanecer invisibles mucho tiempo, ya que se reserva ese estado para sí.

Dios no ayuda a los que son invisibles como él.

Conduzco como hombre invisible a través de las somnolientas y empinadas calles post-Pascua de Haddam. Ya he dicho antes que éste no es un buen lugar para morir. La muerte es un intruso absurdo, una ruptura, un edificio que no encaja con los otros. Un enigma tan complicado como el sánscrito. Las grandes ciudades son mucho mejores para albergarla. Allí se refugian tantas otras cosas que una muerte tan nimia como la de Walter sería bien acogida, recibiría todas sus simpatías y luego sería olvidada.

Pero Haddam es un lugar de primera clase para la invisibilidad, prácticamente está hecho para eso. Cruzo Hoving Road y paso junto a mi casa, que está rodeada de hayas. Bosobolo no ha vuelto (seguramente debe de estar enzarzado aún con la sencilla Jane). Podría hablar con él de la invisibilidad, aunque probablemente un auténtico africano sabría menos de eso que cualquiera de nuestros negros locales, y acabaría teniéndole que dar un montón de explicaciones. Pero seguro que él lo captaría, interesado como está en lo invisible.

Atravieso el oscuro cementerio donde reposa mi hijo y donde los invisibles gritan tácitamente. Gritos del silencio, silencio y más silencio. Podría ir a sentarme en la lápida de Craig y quedarme en silencio, ser invisible con Ralph a nuestra manera contemplativa. Pero pronto me daría de bruces con mi propia y dura factualidad, y se acabaría el consuelo.

Conduzco hasta casa de X, donde brilla una luz en cada ventana y reina una sensación de bullicio y actividad tras las puertas cerradas, como si alguien se marchara. Ahí no hay nada para mí. Mi única esperanza sería causar problemas, llevar las cosas al extremo, y hacer algo como gritar o romper una lámpara. Y —no debería sorprenderme— me faltan fuerzas para eso. Son las nueve de la noche y sé dónde están mis hijos.

Me pregunto dónde podría pasarlo bien.

Paso por el August, donde una luz rojiza caldea la ventana del bar y donde seguro que hay algún cliente habitual o un divorciado que busca compañía. Esa idea me deprime.

En Cromwell Lane, junto al ayuntamiento, todavía hay luz en el vestíbulo acristalado. En la oficina de impuestos, el conserje está de pie junto a la puerta, con la fregona en posición de firmes. En algún lugar lejano silba un tren y suena una sirena a través de los frondosos olmos del Instituto. Veo destellos de luces y oigo la monotonía primaveral de las zonas residenciales. Podría decirse que no hay nada tan solitario como una calle del extrarradio por la noche, cuando estás solo. Pero no sería verdad. Me juego el cuello a que hay muchas cosas peores. Por ejemplo, estar sentado en la oficina de la Bolsa de Nueva York. Una muerte silenciosa en el mar sin que nadie se dé cuenta de que te hundes. La vida de Herb Wallagher. Todo eso sería peor. La verdad es que podría hacer una lista interminable.

Conduzco por la pendiente adoquinada hacia la estación, adonde, si no me equivoco, debe de estar a punto de llegar un tren. No está mal quedarse en la oscuridad, sin sitio para sentarse, y observar a los viajeros que salen, a la luz de los fangosos faros del tren, encaminándose hacia la promesa de generosos abrazos, frías habitaciones empapeladas, combinados, hielo en la cubitera, un periódico, una larga velada sin interrupciones, el telediario y luego a dormir. Poco después de divorciarme, empecé a venir aquí a ver a la gente llegar de Gotham. Les veía encontrarse, abrazarse, besarse, darse palmadas, ayudarse con las maletas y luego alejarse en sus coches. Cualquiera podría pensar que sentía envidia o desconsuelo, o que distorsionaba las cosas de una forma equivocada. Pero yo encontraba en ello algo valioso y alentador, y al cabo de un rato, cuando el tren se había ido, la estación se quedaba vacía y los taxis volvían al centro, yo me iba a casa y me metía en la cama casi siempre animado. Es posible encontrar placer en el consuelo de los demás, incluso en los consuelos más pequeños. Y aún diría más: a veces, cuando casi todo va mal, hay que hacer cosas así. Se necesita un temperamento profundo, noble, resistente y dispuesto a saltar del banquillo de los suplentes para jugar un gran partido sabiendo muy bien que nunca será un titular, o como uno que decide no acostarse con la hermosa mujer de su mejor amigo. Walter Luckett podría estar todavía vivo si hubiera sabido esto.

Pero yo tengo razón.

Más allá de la frondosa oscuridad de los arbustos, desde la vía del tren me llega el estruendo de la última llegada de la noche desde Filadelfia, de camino hacia Nueva York. Los ferroviarios asoman la cabeza por los plateados vestíbulos, controlando la estación, observando a los dos coches que esperan con indiferencia. La suya es otra vida que no me interesaría, aunque estoy dispuesto a aceptar que tenga momentos de satisfacción. Estoy seguro de que yo prestaría demasiada atención a los pasajeros, me acercaría a ellos para saber qué piensan, averiguaría de dónde vienen, hablaría con ellos mientras viajábamos, apuntaría un número de teléfono aquí y allá y así nunca me daría tiempo a picar todos los billetes, y acabaría dejándolo. No me iría mejor en eso que soldando un coche.

El tren local se detiene en la estación. Los ferroviarios saltan al suelo, balanceando sus linternitas como policías, aun antes de que se hayan parado los últimos vagones. El taxi solitario enciende la luz anaranjada del techo y los dos coches revolucionan el motor al unísono.

Dentro de los compartimentos iluminados de amarillo, pálidas caras ensoñadas miran fuera, hacia la noche de Pascua. Dónde estamos, parecen preguntar. ¿Quién vivirá aquí? ¿Es un lugar seguro? Sus rasgos se ven suavizados y uniformizados por el sueño.

Paseo por el andén y bajo las marquesinas, con las manos en los bolsillos, apoyándome sobre las puntas de los pies y animado como si estuviera esperando a alguien, un ser querido, una novia, mi mejor amigo de la universidad después de mucho tiempo sin verle. Los dos ferroviarios me miran con ojos despectivos e inician una charla privada que habían aplazado hasta ahora. Pero no me siento excluido en absoluto, porque disfruto de esta proximidad de los trenes y del gran momento que irradian, con su implacable siseo y su propósito. Una vez leí no sé dónde que psicológicamente es bueno acercarse a cosas más grandes y poderosas que uno mismo, y achicarse después con la comparación (y el culo mojado es bastante molesto). El escritor decía que hacer eso liberaba al espíritu de sus amarras cotidianas. Eso explicaría por qué los montañistas y los sherpas que viven al pie de impresionantes montañas no se quejan ni se entregan a una molesta introspección. Escribía sobre los mejores «usos» que se podía dar a los rascacielos, y si me lo preguntan, creo que tenía toda la razón del mundo. Ahora, solo junto a los humeantes vagones, siento cómo se sueltan mis amarras y volveré a decirlo por última vez, hay misterio por todas partes, incluso en una vulgar estación suburbana como ésta, que huele a orines. Lo único que hay que hacer es exponerse a ello. Nunca se puede saber lo que pasará a continuación y siempre está la oportunidad de que sea —milagrosamente— algo que deseas.

Baja del tren una joven y rolliza monja, vestida con un hábito negro muy ortodoxo. Lleva una brillante maleta y un paraguas rígido. Tiene los ojos brillantes, la cara redonda y risueña y le dirige un burlón «Adiós, gracias» al revisor, que se lleva la mano a la gorra y sonríe, pero la mira torvamente en cuanto ella le da la espalda. Nadie la espera. Camina junto a mí muy contenta, dirigiéndose seguramente al Seminario para tratar de algún asunto eclesiástico con los presbiterianos. Cuando se cruza conmigo le sonrío para que las calles no le parezcan peligrosas y vaya tranquila. No habrá violadores ni fanfarrones. Pero tiene el aspecto de alguien que mira el peligro de frente y se burla de él.

A continuación, salen dos hombres de negocios con corbatas extravagantes, maletas de un solo traje y portafolios, sin duda abogados que vienen de Filadelfia o de la capital de la nación, para negocios con una u otra de las sedes de grandes empresas que puntean el paisaje local. Los dos son judíos y parecen muy cansados, dispuestos a tomarse un Martini y darse un baño, a meterse en sábanas limpias y ver una película en la televisión. Se zambullen en un taxi. Oigo a uno decir «Al August», y en un instante se alejan murmurando colina arriba, con las luces traseras del taxi rojas como rosas marchitas.

Dos mujeres rubias corren una hacia la otra y se abrazan afectadamente, luego se meten en dos coches que las esperan, conducidos por sendos hombres, y desaparecen. Por un momento me ha parecido que una de ellas me era familiar, alguien a quien hubiese conocido en una fiesta en los viejos tiempos, una esbelta Laura o Suzannah con estrechas caderas de chico, medias de seda roja y piel correosa. Alguien de mi época escabrosa a quien probablemente habría importunado con mi charla, dejándola tan aburrida que ni siquiera me hiciese callar. Tal vez una amiga de X que sabe toda la verdad sobre mí. El caso es que una de las rubias me ha dedicado una mirada asesina antes de meterse en el Grand Prix que la estaba esperando y darle a Mr. Interior un beso bien ensayado, aunque no pareció reconocerme. El problema de estar divorciado en una ciudad de estas dimensiones es que todas las mujeres se vuelven amigas de tu mujer aunque no la conozcan. Y no es una paranoia: cada vez resulta más duro ser hombre.

Los ferroviarios se separan y vuelven a sus vestíbulos. Las señales luminosas corren por encima de los raíles abiertos. Los pasajeros de dentro vuelven a dormir. Casi ha llegado el momento de irse a casa. ¿Y hacer qué?

De un lejano vagón plateado sale un último viajero. Una mujer bajita, con el pelo del color de un cervatillo, del tipo frágil pero guapa, y que no es de esta ciudad. Eso queda claro desde el momento en que sus zapatos —los tacones más bajos que las puntas— pisan el suelo. Lleva un vestido muy holgado, aunque es delgada como un palillo, con un aspecto agradable y pulcro en sus rasgos de roedor, y una forma de orientarse mirando a su alrededor que da la sensación de que olfatea el aire. En una mano lleva, por todo equipaje, una cesta brasileña de mimbre cubierta con un jersey de punto. Y en la otra, un grueso ejemplar de La vida de Teddy Roosevelt, según veo, lleno de señales de papel que sobresalen de las páginas.

Olisquea el aire como si se estuviera bajando del tren en el Punjab y vuelve la cabeza con cada nuevo olor. Se acerca a preguntar algo al más viejo de los dos ferroviarios, que señala hacia la misma dirección que ha tomado la monja, colina arriba hacia la ciudad y luego hacia mí. Yo estoy apoyado contra una viga, junto a un montón de cajas de periódicos, adormeciéndome en la noche de primavera.

Pronuncian la palabra «taxi» y ambos miran hacia los espacios vacíos del aparcamiento y sacuden la cabeza. Mi Malibu yace solitario al otro lado de la calle, situado en el sombrío seto de hibiscus detrás del teatro regional, un bulto oscuro y apenas visible. Veo que los dos me miran otra vez y adivino que se refieren a mí.

—Quizá aquel caballero pueda llevarla a la ciudad —está diciendo uno de ellos—. En esta ciudad la gente es muy amable. Nadie le haría daño ni entre diez mil personas.

¡Soy inesperadamente visible!

La mujer se vuelve con su estilo de orientarse como un roedor. Ella y yo somos de la misma cosecha. En los sesenta aprendimos a confiar en los extraños y todavía no nos hemos enterado de que eso puede ser un error. Aunque la clave quizá esté en nuestra propia perfidia. Yo estoy dispuesto a que me utilicen, a echar una mano o a mostrarme tan cándido como el viejo Huck. De hecho, podría incluso haber una invitación tardía a un cóctel como agradecimiento, un reservado en la oscura taberna del August, junto a los cansados abogados. Y después, ¿quién sabe? ¿Más? ¿Menos?

En lo más hondo de mi bolsillo, mis dedos rozan un dudoso papel. La carta del pobre Walter, doblada en tres y colocada junto a mi cartera, que hasta este momento había olvidado. Y una súbita melancolía me sube por debajo de la barbilla y me tensa las orejas y el cuero cabelludo.

¡Esta mujer es la hermana de Walter! Bolso de mimbre, zapatos ortopédicos, biografía de Roosevelt… Ha venido a cumplir sus penosos deberes, con un seco sentido práctico capaz de mitigar la pena y de enviar a un ahogado directamente al fondo. Es una pobre maestra de escuela Montessori de Coshocton. Una mujer con una lista de lecturas recomendadas y una agenda, amigos en el Cuerpo de Paz y un programa de la NPR en el fondo de su bolso brasileño. Una pulcra mujer de pecho liso llamada Pat o Fran, de Oberlin o Reed, con un promedio de calificaciones escolares muy alto. Mi corazón late furiosamente por la rubia desaparecida, zigzagueando en su Gran Prix hacia alguno de los albergues italianos apartados de la carretera, sin saber si estarán abiertos en Pascua. Odio estar aquí en medio. Quizá me espere una cena. Bebidas. La propina. No quiero una noche de aflicción y charla sincera (no estoy seguro de que sea ella, pero tampoco estoy seguro de que no lo sea). Para mí, esta mujer tiene el aire de la hermana en apuros, y yo prefiero confiar en mi intuición sin tener que mediar palabras para comprobarlo.

—Perdone un momento, por favor —dice Fran o Pat con tono estridente y una descarnada voz profesional, mientras se acerca a mí. Tiene toda la pinta de estrechar la mano con mucha fuerza, y seguro que considera la muerte como una de esas curvas del camino donde todos tenemos que pararnos alguna vez, sea por un hermano o por cualquiera. Me horrorizaría ver el contenido de su bolso—. Me preguntaba si no le importaría… —habla con un afectado acento de internado, con la nariz hacia arriba, mirándome (si es que me mira) desde el fondo de su tercer ojo. El tren deja escapar un fuerte siseo. El timbre da el último aviso chirriante. «¡Viajeros al tren!», exclama el ferroviario desde su oscuro vestíbulo. El tren se estremece, y en ese mismo instante yo salto a bordo, con golpe en la rodilla incluido, como inesperado pasajero. Me voy.

—Lo siento —digo, mientras me alejo—. Tenía que coger el tren.

La mujer se queda parpadeando, con la boca abierta para pronunciar unas palabras que yo no llegaré a oír, palabras para las que no habría antídoto posible, ni siquiera una voltereta en la hierba.

Se vuelve pequeña —cada vez más pequeña y oscura— bajo la luz polvorienta de la estación. Se queda suspendida en un momento en el que la certidumbre deviene confusión y se mezcla con otras cosas: la gente de aquí hace cosas muy raras, es mucho más brusca, está menos dispuesta a comprometerse, no está educada a la antigua. Se pregunta por qué alguien le jugaría una mala pasada con tal de no ayudarla. Quizá Pat/Fran tenga razón. Es desconcertante, pero déjenme que les diga que a veces es mejor no arriesgarse. Puedes arriesgarte demasiado y acabar sin nada, salvo el arrepentimiento como única compañía, del que ya nunca te librarás durante toda tu vida.