11

Camino de casa, me azota un fuerte viento impidiéndome avanzar. La verdad es que este fin de semana el tiempo ha sido terrible, aunque quién hubiera podido imaginárselo el viernes por la mañana, ante la tumba de mi hijo.

La ruta que he elegido para volver —el Parkway— no es muy buena. El paisaje no es nada consolador, sólo pinos, tristes montecillos de juncias y lejanos tendidos de cables eléctricos que penden contra el cielo hacia Lakehurst y el sentimental Fort Dix. De vez en cuando, un rótulo anunciando que se venden Pontiacs o una pista de tenis cubierta asoman sobre las coníferas, pero son demasiado escasos y abstractos. Estoy al filo del antiguo pavor, sin una constructiva distancia respecto de lo que vendrá, y sólo veo el largo y vacío horizonte del que me hablaba X en el cementerio, cuando estaba demasiado idiotizado como para sentir miedo.

El tráfico viene de Atlantic City y de las playas a toda velocidad. En la Ruta 98 consulto el mapa y giro para salir hacia la Ruta 9 para luego coger por los tramos llenos de granjas hacia Freehold y llegar a casa. El mal tiempo ha pasado, y en la radio se oyen emisoras inesperadas con noticias inesperadas: el menú de mañana en el Senior Citizens’ Center de South Amboy, brochetas de pollo al estilo de Texas; el tiempo que hace en Kalispell y en Coeur d’Alene, mucho más veraniego que el de aquí. En la emisora feminista de New Brunswick, una mujer de voz sensual lee pasajes obscenos de Trópico de Cáncer, el monólogo de Van Norden sobre el amor, en el que compara el orgasmo con la sagrada comunión, y luego reza para conseguir una mujer que sea mejor que él. «Encuéntrame un coño como ése, por favor», pide Van Norden. «Si pudiera hacer eso te daría mi trabajo». Después, la locutora le propina al pobre Miller un buen rapapolvo por su actitud, seguido inmediatamente de una oferta para «visitar» un sex club que no queda muy lejos de mi oficina. Dejo la emisora sintonizada hasta que el viento se lleva las palabras, dejándome con la acariciadora y fugaz idea de una puta de cien dólares esperándome en alguna parte, si tuviera el valor de encontrarla y no tuviera otros deberes. Desdichados deberes. De la peor clase.

De pronto, en dos pavorosos minutos, hago un inventario de todo lo que podría salir bien en las próximas veinticuatro o treinta y seis horas, y no encuentro nada, excepto un fluctuante recuerdo de Selma Jassim años atrás. Era de madrugada y estábamos juntos, medio dormidos, medio borrachos y en un estado de sobreexcitación. Ella gemía en un árabe ininteligible y yo estaba sumido en una expectación animal (y todo ocurría mientras yo tenía que estar leyendo trabajos de mis alumnos). No recuerdo ni una sola palabra de lo que dijimos. No sé cómo hacíamos para interesarnos el uno en el otro con lo poco que podíamos ofrecernos, los dos al borde de nuestras trastornadas vidas. Pero cualquier arrebato de frenesí es posible cuando estás muy solo y al límite de tus recursos. La libertad rebelde es para quienes puedan soportarla.

Lo único que recuerdo son largos y sinuosos respiros en la noche y el tintineo intermitente del hielo en los vasos, el humo de su cigarrillo en la oscuridad de la casita de la profesora de baile, y el sosegado aire de octubre electrizado por la nostalgia. Y luego, al día siguiente, la densa niebla de haber pasado toda la noche levantados y sin dormir, y una sensación de satisfacción por haber conseguido resistir sin dejarse vencer por el sueño.

No me arrepiento de nada. Uno no se arrepiente de engullir el último bocado desmigajado de un pastel de moras cuando se queda aislado por la nieve en una carretera rural de Wyoming, en diciembre, cuando nadie sabe dónde está, y el sol se pone por última vez ante sus ojos. El remordimiento no tiene nada que ver con eso, puedo asegurarlo. A pesar de que ella había ahondado la distancia entre X y yo —como yo sabía— y de que me hizo volverme soñador y taciturno en el momento crucial.

Pero yo no soy víctima del pasado. A mitad de camino, mientras atravieso la ciudad de Adelphia, en Nueva Jersey, por la Salida 524, entro en un solar vacío de Acme y llamo a Providence, donde creo que estará Selma. Una voz me ayudaría. Mejor que cuatro putas de cien dólares y un viaje gratis a Coeur d’Alene.

En la cabina de teléfono me apoyo pesadamente contra el frío plexiglás, contemplando un carrito de supermercado situado en el solar del aparcamiento vacío mientras la operadora del lejano cuatro-cero-uno busca en la guía. A cierta distancia más allá del suelo alquitranado hay una hamburguesería que está abierta en Pascua. Ground Zero Burg, una reliquia de los viejos bailes de los años cuarenta, con mamparas corredizas, ventanas todo a lo largo y toldos a rayas. Hay un solitario coche negro aparcado que asoma bajo el toldo, y una camarera con patines está inclinada hablando con el conductor. El cielo es blanco y se desliza hacia el océano a toda velocidad. Puede ocurrir cualquier cosa, lo sé. El mal acecha en todas partes, y la muerte es un remedio demasiado drástico para casi todo. Yo ya me las he visto con eso antes.

Un pitido y luego contestan directamente.

—¿Diga?

—¿Está Selma? —un nombre inexplicable, lo sé, pero en árabe se pronuncia distinto.

—¿Sí?

—Hola, Selma, soy Frank, Frank Bascombe.

Silencio. Desconcierto.

—¡Ah, sí, claro! ¿Cómo estás? —el humo del cigarrillo chocando contra el receptor. No es un detalle extraño.

—Bien, estoy bien —la verdad es que no podría estar peor, pero no quiero reconocerlo. ¿Y ahora qué? No tengo nada más que decir. ¿Qué esperamos que los demás hagan por nosotros? Uno de mis problemas es que no soy un resuelveproblemas. Me apoyo en otros, aunque me gusta pensar que no lo hago.

—Bueno, ¿cuánto tiempo hace? —es muy amable por su parte intentar darme conversación, ya que yo parezco incapaz de decir nada.

—Tres años, Selma. Bastante tiempo.

—Sí. ¿Y todavía escribes…? ¿Qué era aquello que escribías y que a mí me parecía tan divertido?

—Deportes.

—Eso, deportes, ahora me acuerdo —se ríe—. No novelas.

—No.

—Muy bien, eso te gustaba mucho.

Miro el semáforo de la Ruta 524 mientras cambia del ámbar al rojo, e intento imaginarme la habitación donde está ella. Una casa estilo reina Ana, azul o blanca, en College Hill. En la calle Angell o Brown. La vista desde la ventana: un bonito paisaje de olmos y calles que llevan a los viejos edificios de la fábrica, con la gran bahía a lo lejos en el confuso horizonte. Si pudiera estar allí en vez de en un aparcamiento de Adelphia… Estaría muchísimo más contento. Tendría nuevas perspectivas, posibilidades reales levantándose como montañas jóvenes. Podría convencerme en seguida de que las cosas no andaban tan mal.

—Frank —dice Selma, rompiendo el contemplativo silencio de mi lado del hilo. Yo estoy sacando un barco a la bahía, calculando vientos y mareas, habitando un mundo distinto.

—Qué.

—¿Te encuentras bien? Tienes una voz muy rara. Siempre me alegro de saber de ti, pero no parece que estés muy bien. ¿Dónde estás exactamente?

—En Nueva Jersey. En una cabina de teléfonos de una ciudad llamada Adelphia. No estoy muy bien, pero tampoco me pasa nada. Simplemente quería oír tu voz y pensar en ti.

—Bueno, eso es muy agradable. ¿Por qué no me dices qué te pasa? —el tintineo familiar de un solo cubito de hielo (hay cosas que siguen igual). Me pregunto si llevará su albornoz de Al Fatah, que ponía tan nerviosos a sus colegas judíos (aunque en privado les encantaba, desde luego).

—¿Qué estabas haciendo? —le pregunto, mirando a través del solar de Acme. A la altura de mis ojos, el nombre «Shelby» está garabateado en el cristal. A mi alrededor flota un frío olor a orina. En el Ground Zero Burg, la camarera se aparta súbitamente del coche solitario, con los brazos en jarras y una actitud que parece de disgusto. Puede haber problemas. Ellos no saben hasta qué punto.

—Estaba leyendo —dice Selma y suspira—. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Dime qué leías. No he leído un libro desde hace no sé cuánto. Me encantaría, pero lo último que leí no me gustó mucho.

—Robert Frost. Tengo que darlo en clase dentro de una semana.

—Suena bien. Me gusta Frost.

—¿Bien? No sé —tintineo.

—Sí, suena bien, de verdad. Le vas a quitar todos los yo, ¿no?

—Sí, naturalmente —risas—. Aquello era una estupidez. La verdad es que es un rollo, muy infantil. A veces tiene su gracia, supongo. Y por lo menos, es corto. También he leído a Jane Austen últimamente.

—También está muy bien.

De debajo de las ruedas del coche negro salen ráfagas de humo azul y blanco, aunque no se oye ningún ruido. La camarera se vuelve y avanza lánguidamente hacia la acera, indiferente. El coche retrocede, se para, luego ruge hacia ella, pero ella ni siquiera se mueve mientras el guardabarros se le acerca, parándose en seco y clavándose. Ella alarga el brazo y señala con el dedo al conductor, y el coche sale rápidamente hacia atrás con más humo blanco hacia el solar de Acme, y da un giro de ciento ochenta grados de película. Sea quien sea, el que conduce sabe lo que hace. Adelphia podría ser el lugar donde viven los pilotos de carreras.

—Y bueno, ¿estás casado, Frank?

—No. ¿Y tú? ¿Ya has encontrado a tu empresario?

—No —silencio seguido de una risa cruel—. Algunos me han pedido que me case con ellos… Bueno, muchos. Pero todos son idiotas y muy pobres.

—¿Y yo? —vuelvo a mirar mentalmente desde su ventana hacia la atmosférica ciudad de Narragansett y su bahía. Está llena de barcos. Todo es maravilloso.

—¿Y tú? —se ríe otra vez y da un sorbo a su bebida—. ¿Eres rico?

—Todavía sigo interesado.

—¿De verdad?

—Claro que sí, joder.

—Bien, muy bien —parece contenta, ¿por qué no iba a estarlo? Su actitud ante el mundo occidental siempre era jocosa, pero sin mala intención. Frost y yo somos sólo un par de payasos. No me importa reconocer que me siento un poquito mejor. ¿Y a qué precio? Dos minutos de palabrería cargados a mi cuenta telefónica.

Por alguna razón, el coche que había en el aparcamiento de Acme se ha detenido. Es un largo tiburón Trans-American de la General Motors con alerones de coche de carreras. Una cabecita conduce tras el volante. De pronto, sale más humo blanco de debajo de las llantas. El coche no se mueve, pero parece querer moverse, y supongo que el conductor está pisando el freno. Luego da un brusco salto hacia delante, seguido de la humareda de sus ruedas, y colea a través del aparcamiento de Acme (seguro que el conductor las está pasando canutas para que no se le vaya el coche), por un pelo no da contra los postes de la luz, logra arrastrarse, relampaguea junto a un segundo poste, y se tambalea directamente hacia el carrito vacío, lo envía por los aires de punta a punta, con las ruedecillas volando como cohetes, las asas de plástico desparramadas, y el cartel rojo «Propiedad de Acme» flotando contra el cielo blanco. Toda la cesta del carrito da una voltereta y se estrella contra la cabina de teléfono donde yo estoy hablando con Selma, que está en Rhode Island, Ocean State.

El destrozado carrito golpea ¡BAM! contra la cabina, rompe el panel interior de plexiglás y hace vibrar el marco entero.

—¡Dios! —exclamo.

—¿Qué ha sido eso? —dice Selma desde Providence—. ¿Qué ha pasado, Frank? ¿Hay algún problema?

—No, no pasa nada.

—Sonaba como si fuese la guerra.

Todo a mi alrededor se ha llenado de polvo y el Trans-American se ha detenido justo un poco más allá de donde ha golpeado al carrito, con el motor latiendo como un corazón averiado.

—Un chico ha chocado con el coche contra un carrito y el carrito ha salido volando y se ha estrellado contra mi cabina. Un panel de cristal se ha roto. Es extraño —el panel está ahora apoyado en mi rodilla.

—No entiendo nada.

—Es difícil de entender, la verdad.

Se abre la puerta del Trans-Am, sale un chico negro con gafas de sol y se me queda mirando. Su cabeza apenas llega al techo. Parece estar midiendo la distancia que hay entre nosotros. No sé si está pensando en seguir adelante y embestir la cabina.

—Espera un minuto —salgo donde pueda verme. Le saludo con la mano y él me devuelve el saludo, luego vuelve al coche y retrocede lentamente unos veinte metros, no sé por qué, pues está en medio de un parking vacío. Despacio, da la vuelta buscando la salida del Ground Zero. Al salir a la calle toca la bocina a la camarera y ella le hace otra vez un gesto con el dedo. Ella es blanca, por supuesto.

—¿Qué pasa ahora? —pregunta Selma—. ¿Te está atacando alguien?

—No. No me han dado —empujo con el pie el canto del carrito fuera de la ventanilla rota. Entra una brisa al nivel de mis rodillas. Al otro lado del parking la camarera le está contando a alguien lo que ha pasado. Este sería un buen gag para Objetivo Indiscreto, aunque no sé cuál sería la gracia—. Siento haberte llamado con todo este estropicio —el carrito se desprende de la ventanilla y cae fuera.

—No importa —dice Selma, y se ríe.

—Te parecerá que mi vida es todo caos y confusión —digo, pensando en el rostro de Walter por primera vez en toda la tarde. Le veo vivo y luego muerto, y no puedo evitar pensar que ha cometido un error terrible. Quizá yo podría haberle avisado, pero no se me ocurrió a tiempo.

—Bueno, sí, supongo que da esa sensación —Selma parece divertida otra vez—. Pero no importa, se diría que lo llevas bien.

—Escucha, ¿qué te parece si cojo el tren y llego esta noche? También podría ir en coche, ¿qué te parece?

—No, creo que no saldría bien.

—De acuerdo —me noto un tanto mareado—. ¿Qué te parece a finales de esta semana? No tengo mucho trabajo estos días.

—Quizá, bueno —escaso entusiasmo por mi plan, aunque ¿quién me iba a querer como huésped de medianoche?—. Quizá no sea una buena idea que vengas —su voz implica muchas cosas, un montón de ‘posibilidades mejores.

—Vale —digo, y logro animarme un poco—. Me alegro de haber hablado contigo.

—Sí, está muy bien. Siempre me hace ilusión tener noticias tuyas.

Lo que me gustaría decir es: «Vete al infierno, no existe mejor posibilidad en el mundo que estar conmigo. Mira a tu alrededor. Tú te lo pierdes». ¿Pero qué clase de hombre diría algo así?

—Tengo que irme. Tengo que conducir hasta casa.

—Sí, muy bien —dice Selma—. Ten cuidado.

—Vete al infierno —digo.

—Sí, adiós —dice Selma. Y la casa estilo reina Ana, las brillantes perspectivas, la ordenada vida de la facultad, los barcos de vela, las frondosas calles, todo se arremolina y desvanece.

Salgo fuera del matadero hacia el ventoso solar del parking, con el corazón aporreándome como una lancha fueraborda. Unos pocos coches cruzan lentamente la Ruta 524. Pero las afueras de la ciudad están sumidas en la secular deriva de los domingos, que la Pascua sólo empeora para los solitarios del mundo. No sé por qué, me siento estúpido. El chico negro del Trans-Am pasa, me mira sin reconocerme y luego, con el semáforo en ámbar, se dirige hacia el lanoso campo, hacia Point Pleasant y las playas, pensando en otras chicas blancas. Alcanzo a ver el tablero de mandos de su coche, que está forrado de piel blanca.

Me gustaría saber cómo ha venido a parar aquí. Cuando me encuentro en lugares inhabituales, siempre necesito asociarlo todo, considerar qué fuerzas me han traído aquí, y me pregunto si esto es típico de lo que yo considero mi vida o si es sólo algo extraordinario por lo que no hay que preocuparse.

Quo vadis, en otras palabras. No es una pregunta fácil. Y en este momento no tengo respuesta.

—Eeeeh, ¿no estás muerto, no, tío? —dice una voz hacia mí.

Me vuelvo y veo a una chica delgada y pálida, con las caderas ligeramente rencas. Su camiseta sin mangas lleva impreso el nombre de un grupo, «THE BLOOD COUNTS», sobre su pecho liso, sus vaqueros rosas le marcan las huesudas caderas fuera de toda proporción. Es la camarera del Ground Zero Burg, la chica que saluda a los hombres con el dedo. Ha venido a echarme una ojeada.

—Creo que no —digo.

—Tendrías que mandarle la pasma a ese pequeño negrata —dice con voz malintencionada que intenta expresar odio sin conseguirlo—. Ya he visto lo que te ha hecho. Yo antes vivía con su hermano, Floyd Emerson. Y no era como él.

—Quizá haya sido sin querer.

—Hum —dice ella, parpadeando ante los añicos de la cabina y el carrito abollado, y luego me mira otra vez—. No parece que estés muy fino. Te sangra la rodilla. Creo que te has dado en la boca. Llamaré a la poli.

—La herida de la boca es de antes —le digo mirándome la rodilla, donde el lino se ha desgarrado y la sangre ha manchado las rayas azules—. No me había dado cuenta de que me había hecho daño.

—Mejor siéntate antes de que te caigas redondo —dice—. Pareces un fiambre.

Bizqueo ante los toldos naranjas del Ground Zero, que ondean como banderines con la brisa. Me siento débil. La chica, la cabina telefónica rota y la estructura metálica del carrito parecen muy lejos de donde yo estoy. Increíblemente lejos. Una gaviota grita en el distante cielo blanco y yo tengo que apoyarme en el guardabarros del coche para no caerme.

—Pues no sé por qué —digo con una sonrisa, aunque sin saber muy bien lo que quiero decir. Y por un instante, no recuerdo nada.

La chica se ha ido y ha vuelto. Está de pie junto a la puerta de mi coche, con una enorme jarra de Humdinger marrón y blanca. Estoy sentado en el asiento del conductor, pero con el pie fuera, apoyado en el pavimento, como la aturdida víctima de un accidente.

Intento sonreír. Ella está fumando un cigarrillo, el paquete duro está en el bolsillo de sus vaqueros y se le marcan los contornos. En el aire flota un denso olor a petróleo.

—¿Qué es eso? —pregunto.

—Un reconstituyente. Wayne lo ha hecho para ti. Bébetelo.

—Vale —cojo la espumosa jarra y bebo. La cerveza de raíz es dulce y cremosa y me duele en los dientes—. Fabuloso —digo, y busco dinero en el bolsillo.

—Para el carro. Es gratis —dice, y aparta la vista—. ¿Adónde vas?

—A Haddam —bebo un poco más del brebaje.

—¿Dónde está eso?

—Al oeste de aquí, más allá, cerca del río.

—Aaaaah, el río —dice, y mira escéptica por la ancha calle. Debe de tener dieciséis años, pero no lo parece. No me gustaría que Clary fuese como ella, aunque eso ya no está en mis manos. Pero no me importaría que Clary fuera tan amable como es ella.

—¿Cómo te llamas?

—Debra. Spanelis. Ya no te sale sangre de la rodilla —mira con asco mi desgarrada rodilla—. Un buen desinfectante y ya está.

—Gracias. Spanelis es un apellido griego, ¿verdad?

—Sée. ¿Cómo lo sabes? —aparta la vista y da una calada a su cigarrillo.

—El otro día conocí a unos griegos en un barco. Se llamaban Spanelis. Eran una gente encantadora.

—Es un apellido griego corriente, muy corriente —quita el seguro de la puerta y luego lo vuelve a poner, me mira pestañeando como si yo fuera un pájaro exótico—. Te he intentado conseguir una venda, pero Wayne ya no tiene —yo no digo nada y ella me mira—. ¿Qué haces? —ahora ha adoptado un tono cansino, como si yo le aburriera mucho. Otra vez oigo gritar una gaviota. El labio, en el sitio donde Vicki me ha pegado, me late como una olla a presión.

—Soy periodista deportivo.

—Ajá —dice. Apoya la cadera contra la puerta y se inclina—. ¿Y de qué escribes?

—Bueno, de fútbol, de béisbol y de los jugadores —echo un trago de mi dulce y frío preparado. Me siento mejor. ¿Quién iba a pensar que una cerveza de raíz podía devolver el ánimo y la salud? ¿Y quién me iba a decir que la encontraría en esta ciudad mestiza, que se reduce a unos cuantos aparcamientos, una librería y un autocine cerrado en la carretera, restos de un boom que nunca fue tal? Y de ahí ha surgido una samaritana, Debra.

—Bueno —dice ella, escudriñando de nuevo la autopista con sus ojillos grises, como si esperase ver pasar a alguien desconocido—. ¿Tienes algún equipo favorito y todo eso? —se ríe con afectación, como si la idea la avergonzase.

—En béisbol, los Tigers de Detroit. Hay algunos deportes que no me gustan nada.

—¿Como cuáles?

—El hockey.

—Vale, olvídalo. Se pelean y se acabó el juego.

—Eso creo yo.

—¿Jugabas a algo de joven?

—También me gustaba el béisbol entonces, pero no sabía golpear ni correr.

—Ajá. A mí igual —da una ridícula calada a su cigarrillo y exhala todo el humo en la atmósfera del área comercial—. ¿Y cómo te interesaste por eso? ¿Leíste algo en alguna parte?

—Fui a la universidad. Luego me hice mayor y fracasé en todo lo demás, así que eso era lo único que podía hacer.

Debra baja la vista para mirarme, con la preocupación ensombreciéndole los ojos. Su idea del éxito tiene un guión distinto, sin problemas desde el principio. Podría darle una lección de vida sobre eso.

—No suena muy bien —dice ella.

—Pues está muy bien. El éxito no sigue una línea recta hasta la cumbre. A veces las cosas no salen como uno quería y entonces hay que cambiar de enfoque. Pero no tienes que pararte y desanimarte cuando van mal dadas. Eso sería lo peor. Si me hubiera parado cuando las cosas me iban mal, me habría ido al carajo.

Debra suspira. Sus ojos bajan de mi rostro a mi desgarrada y sangrienta rodilla, a mis arañados zapatos de lengüeta y luego sube la vista hacia la húmeda y suave jarra de Humdinger que sujeto con las dos manos. Yo no encajo con su imagen del éxito, pero espero que no se le olvide lo que le he dicho. A veces, la verdad produce una fuerte impresión.

—¿Tienes algún plan? —le pregunto.

Debra da otra calada al cigarrillo y eso la obliga a levantar la barbilla.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero a la universidad. No es que sea necesaria. Sólo sirve para hacerse una idea de lo que se puede hacer después.

—Me gustaría irme a trabajar al parque de Yellowstone —dice—. He oído hablar de ello. Se mira su camiseta de «THE BLOOD COUNTS».

Yo me muestro entusiasmado.

—Es una gran idea. Yo también quise hacerlo una vez —de hecho, consideré esa posibilidad después de divorciarme. En aquel momento me atraía la idea de una tarjeta de identificación de plástico azul que dijera «FRANK. NUEVA JERSEY». Pensé que podría ocuparme de la tienda de objetos de regalo del Old Faithful Inn—. ¿Cuántos años tienes, Debra?

—Dieciocho —contempla su cigarrillo muy seria, como si le hubiera descubierto algún defecto—. Bueno, los cumplo en julio.

—Es una edad perfecta para ir a Yellowstone. Supongo que acabarás el bachillerato esta primavera, ¿no?

—Lo dejo —tira el cigarrillo sobre el suelo alquitranado y aplasta la brasa con el zapato.

—Bueno, a los de allí no les importará. Necesitan mucha gente.

—Sée…

—Oye, creo que es una buena idea. Seguro que te abre nuevos horizontes —me encantaría escribirle una carta de recomendación con el membrete de la revista: «Debra Spanelis no es una chica corriente». La cogerían en un abrir y cerrar de ojos.

—Tengo un bebé —dice Debra, y suspira—. No creo que le dejen estar conmigo en Yellowstone —me mira con ojos inexpresivos, con la boca dura y femenina, y luego mira al Ground Zero, vacío de coches, con los bordes de los toldos ondeando.

Ha perdido todo interés en mí y no puedo culparla. Es como si le hubiera hablado en francés desde el planeta Plutón. No soy capaz de darle respuestas.

—Supongo que no —digo sombríamente.

Los ojos de Debra vuelven a mí. De pronto tiene el cuerpo totalmente flexible. Mi Humdinger está pastosa y sin gas, y ya no hay mucho que decir. Algunos encuentros no llevan a ninguna parte, es una realidad irreductible de esta vida. No se pueden evitar ciertos momentos de vacío, por mucha buena voluntad y grandes expectativas que uno ponga.

—¿Qué tal estás ahora? —se toca la barbilla con el dedo índice, con un gesto de abogado.

—Mejor. Mucho mejor. Gracias a esto es otra cosa —sonrío optimista mirando mi Humdinger.

—Creo que se usa como medicina —echa la cadera hacia un lado y se apoya en el cristal de la ventanilla con las puntas de los dedos—. ¿Crees que es malo que no tenga aún claros mis panes? —me mira de soslayo, intentando adivinar mi verdadera opinión por si acaso le miento.

—En absoluto —le digo—. Ya tendrás planes, y además no tardarán, ya verás —parpadeo ante su incertidumbre—. Tu vida cambiará cincuenta veces antes de que cumplas veinticinco años.

—Porque me estoy haciendo vieja, ¿vale? No quiero cagarla para toda la vida —tamborilea con las uñas en el cristal y luego lo deja. No puedo evitar pensar en el sueño de muerte y odio de Herb Wallagher. Todo el mundo tiene derecho a ser feliz, pero a veces no puedes hacer nada por ayudarte a ti mismo.

—No es verdad —le digo—. Lo tienes todo por delante —le dedico una sonrisa animosa, aunque no creo que nos surta efecto a ninguno de los dos.

—Sí, vale —sonríe por primera vez, con una tímida sonrisa de niña, llena de cortesía y recelo—. Tengo que irme —mira hacia el Ground Zero, donde un Corvette amarillo se desliza ya bajo el toldo, con su intermitente rojo parpadeando.

—¿Te llevo?

—Nooo, puedo ir andando.

—Un millón de gracias.

Mira la cabina de teléfono. El carrito sigue apoyado contra el marco y el receptor se ha caído de su horquilla. Es un sitio desolador. Ahora me horrorizaría llamar desde allí.

—¿Alguna vez has escrito sobre el esquí? —dice, y sacude la cabeza como si supiera mi respuesta de antemano. La brisa levanta polvo y nos rocía las caras con él.

—No. Ni siquiera sé esquiar.

—Yo tampoco —dice, sonríe otra vez y luego suspira—. Bueno, vale, que pases un buen día. ¿Cómo te llamas, cómo me has dicho? —pregunta mientras se aleja.

—Frank.

No sé por qué, me callo mi apellido.

—Frank —dice ella.

Mientras la observo andar por el solar hacia el Ground Zero, con las manos buscando en los bolsillos otro cigarrillo y los hombros encorvados contra una fría brisa inexistente, pienso que sus esperanzas de pasar un buen día son tan buenas como las mías, los dos expectantes bajo el viento y dispuestos a mejorar. Y espero que a los dos nos llegue un poco de suerte. La vida no siempre es ascendente.