9

Una niebla gris de hebras plateadas invade mi habitación. Estoy tumbado en el suelo del dormitorio de la galería, completamente vestido, con la cabeza apoyada en los listones de madera, que están fríos y humedecidos por la niebla matinal. En los meses que siguieron a la marcha de X, me despertaba muchas veces en esta misma postura. Me dormía leyendo catálogos en el sofá de fuera, como anoche, en mi cama o en el office, pero me despertaba siempre igual, vestido y tieso como una momia y sin poder moverme. Aún no se por qué. Hace tiempo que dejé de considerarlo como una mala señal. Y aunque cierta nostalgia impregna la fría mañana, todo es bastante familiar, y me apetece quedarme echado un poco más, escuchando cómo mi corazón late con fuerza y sin dolor. Es Pascua.

Oigo los sonidos típicos de domingo. Alguien rastrillando hojas de primavera en un jardín cercano, acabando una tarea empezada meses atrás, un solo pitido del primer tren que llega, papás y mamás preparándose para los oficios religiosos que se celebran en el instituto… Un pedazo de papel recio azota el pavimento. Un murmullo de voces en la casa contigua de los Deffeye y el golpear suave de la pelota en la oscura madrugada. Oigo el trasiego de Bosobolo en su habitación y su radio sonando a bajo volumen con el mismo gospel de toda la noche. Oigo a alguien haciendo jogging por mi calle en dirección a la ciudad. Y más lejos, en la quietud de antes del alba, tan lejos como la próxima ciudad durmiente, oigo campanas que repican una afable llamada de Pascua. Y también oigo sollozar. Los susurros bajos de alguien que siente pena de verdad en algún lugar del cementerio, envuelto en la oscuridad. Me acerco a la ventana y miro abajo en la penumbra del amanecer, entre el follaje de las copas de las hayas y los tulipaneros, pero no puedo ver nada bajo el pálido cielo de nubes y estrellas, sólo el perfil de las sombras de los árboles y los blancos monumentos. No hay ningún ciervo mirándome.

He oído sonidos así otras veces. La hora de la zona residencial para llorar a los muertos es temprana; en este punto intermedio de la carretera de más de tres kilómetros; una parada en el camino al trabajo o hacia la Autopista 7-11. Nunca he visto a nadie, pero siempre suena igual, casi siempre una mujer llorando lágrimas de soledad y remordimiento. Una vez me quedé escuchando y al cabo de un rato alguien —un hombre— empezó a reírse y a hablar en chino.

Me tumbo en la cama y escucho los sonidos de Pascua, la fiesta optimista, la fiesta ideal para los barrios residenciales. Es un día especial para todos los que tienen un carácter risueño y creen firmemente en una visión conciliadora, una pequeña y ordenada fiesta para recordar dulcemente, sin distinguirla del día, durante toda la vida. No puedo recordar un día de Pascua lluvioso, o uno en que el sol no brillase con todo su esplendor. Después de todo, los cristianos no pueden sentirse cómodos con el misterio de la muerte. Es demasiado severa, demasiado inequívoca. Pensamos que es algo así como un fallo en la suma, y elevamos un clamor contra ella, pedimos seguir teniendo ánimo bajo el sol, rezamos con el más conmovedor de los sermones. «Y ahora arrodillémonos ante un milagro real, mientras sumamos dos y dos» (típica broma de sermón de Pascua). «Dejemos que la biología y la física intenten explicarnos esto». El sacerdote se ríe y asiente a los parroquianos mientras el sol empieza a calentar furiosamente a través de las ventanas modernas, abstractas, ecuménicas y permanentemente soleadas. Órgano de oratorio. Todos los corazones están henchidos por la victoria.

Mi único deseo sería que mi dulce niño Ralph Bascombe se despertase de su sueño y viniera a casa. Organizaríamos una buena pelea a puñetazos típica de Pascua, como solíamos hacer, y luego saldríamos juntos a los oficios anuales. ¡Qué día tan magnífico sería entonces! ¡Qué chico tan estupendo! Muchas cosas serían distintas. Muchas cosas seguirían siendo como antes. Sé que X no lleva a Paul y Clarissa a la iglesia, y eso me preocupa, no porque vayan a ser menos buenos (eso no me preocupa), sino porque les está convirtiendo en pequeños y perfectos seres factuales, que acumulan información sin ninguna creencia particular, ni ningún interés especulativo por lo desconocido. Dentro de poco, la Pascua les parecerá una curiosa costumbre popular que olvidarán al pasar la adolescencia, una especie de mito. En casa de los Dykstra no había tiempo para la religión, allí sólo contaban los hechos y las cifras. Pero Irma me ha contado que está «experimentando» con la secta de los Rolleristas del condado de Orange. Me preocupa hacia dónde se inclinará la balanza cuando mis propios hijos sobrepasen el límite del conocimiento sensible y literal, justo donde acecha el extremismo. Por muchos conocimientos que uno llegue a acumular, siempre puede sufrir una gran pérdida. Pero el encuentro con Paul hace tres noches fue un signo positivo y esperanzador.

Saben demasiado de su madre y de su padre y nada es más prosaico que el divorcio. Obliga a dar un montón de explicaciones y hay que llevarlo inteligentemente. Por suerte, ellos optaron por ser ecuánimes. Me he dado cuenta de que en ese momento los niños empiezan a llamar a sus padres por sus nombres de pila, y a mostrarse irónicos con los defectos de los padres. ¿Qué puede hacer sentirse más solo a un padre que ser criticado por un hijo que le llama por su nombre? Se supone que son niños, pero cuando saben demasiado, ¿en qué se convierten? Si supieran exactamente cómo es mi vida en solitario tal vez me harían pedazos como si fueran ménades.

En mi generación, no conocíamos a nuestros padres por sus nombres de pila. Para nosotros no eran, como la demás gente, Tom y Agnes, Eddie y Wanda o Ted y Dorie, seres democráticamente iguales a sus hijos, como papeletas de una misma urna. Nunca se me ocurrió llamar a mis padres por el nombre, nunca pensé que sus vidas, tan lejanas como ellos, fuesen como la mía, que sus miedos se pareciesen a mis miedos, que hasta sus más pequeños deseos fuesen idénticos a los de cualquier otro. Mis padres estaban en un pedestal y eran inaccesibles. No sé cómo financiaban sus coches, cómo hacían el amor ni si les gustaba, qué compañía les aseguraba, qué les decía su médico particular (los dos debían de oír malas noticias de vez en cuando). Simplemente me querían y yo les quería a ellos. En cuanto a todo lo demás no sentían la necesidad de hablar de ello. Siempre había algo importante de lo que yo no podía enterarme; algo que sólo podía sospechar, imaginarme sin estar nunca seguro de qué se trataba. Para mí, ése fue su mejor regalo y su mejor lección. «No tienes por qué saberlo», me decían continuamente. No tengo ni idea de por qué no me decían las cosas, supongo que por nada en especial. Probablemente pensaban que descubriría las verdades y los hechos por mí mismo, o quizá —esto es lo que creo— pensaban que nunca me enteraría y que así sería más feliz, y que la ignorancia era un estado bastante satisfactorio de por sí.

¡Y cuánta razón tenían! Qué esperanzador es pensar que mis propios hijos (los que han sobrevivido) puedan disfrutar de ciertos misterios de su vida, y que no caigan presa de una absurda naturaleza prosaica, o de la indignidad de una explicación interminable. Si pudiera les protegería contra eso. El divorcio y la monotonía de la paternidad lo han hecho casi imposible, aunque sigo esforzándome al máximo día a día.

En una ciudad de estas dimensiones, divorciarse no es nada agradable, aunque es bastante fácil. En muchos aspectos, la ciudad está preparada para ello, lo valora en su justa medida y sabe ofrecer «grupos de apoyo» y cosas por el estilo. El día en que nos divorciamos, un grupo de mujeres llamó a X para invitarla a uno de esos almuerzos en los que cada uno se lleva su comida, que se celebraban en la biblioteca. Pero, aun así, es incómodo ser un litigante en el mismo edificio donde tienes que ir a pagar las multas de aparcamiento o a recoger las bicicletas robadas y recuperadas, donde mecanógrafas y agentes de policía te consideran un ciudadano de orden. Sales con una sensación de bancarrota, porque aquí la ley no está hecha para llamar la atención sino para ofrecer un gobierno respetable y desinteresado. Me han dicho que es mucho mejor divorciarse en Las Vegas, porque allí nadie se entera de nada.

Nuestra separación fue de lo más amistoso. Claro que podríamos haber seguido casados y haber esperado a que las cosas fuesen mejor, pero, no fue así. Alan, el pequeño abogado de X —un tipo lleno de sueños de grandeza debido a su larga experiencia en el mundo del espectáculo, siempre con flamantes XKE esperándole en la calzada y coristas con tetas gigantes— conferenció con mi abogado, un ex alcohólico de Middlebury, barbudo, de hombros caídos y antiguo miembro del Cuerpo de Paz. Y en una hora cerraron el trato sobre la mesa de caoba del despacho de Alan. En principio yo cedí en todo, aunque X no pedía mucho. Me quedé esta casa a cambio de ayudarla a comprar la suya con la mitad de mis ahorros. Yo reclamé el mapa de la isla de Block y tres o cuatro tesoros más. Acordamos alegar «diferencias irreconciliables» como motivo para la comparecencia a juicio, luego todos cruzamos la calle en tropel y nos sentamos a charlar incómodamente hasta que nos llamaron. Y al cabo de otra hora estábamos «servidos», como dicen en Michigan. X cogió un avión con los niños para pasar unas vacaciones nadando y jugando al golf en la isla Mackinac y «dejar pasar un tiempo». Yo me fui a casa en coche, me emborraché como una cuba y lloré hasta que oscureció.

¿Qué otra cosa podía hacer? El ritual purificador de los fluidos fuertes y las ardientes lágrimas balsámicas era lo único que tenía. Busqué unos poemas de Rupert Brooke o un ejemplar de The Prophet, pero no pude encontrarlos. Hacia las ocho, me eché en el sofá, puse un vídeo de un concurso de mates de la NBA, me comí un bocadillo de queso con pimientos, empecé a encontrarme mejor y me dormí viendo a Johnny Carson. Recuerdo que fue una de las veces de mi vida en que dormí más profundamente y con menos sueños, hasta las ocho y media de la mañana siguiente, en que me desperté como un león hambriento y con tanta confianza en el futuro como un paracaidista ciego.

¿Estaba trastornado? ¿Deprimido? ¿Avergonzado? ¿Necesitaba una violenta reanimación? ¿Estaba esquizofrénico? ¿Tenía los nervios de punta? Mi respuesta es: no mucho. Me sentía como un Tarzán soñador. Y muy solo, aunque se me pasó al cabo de un rato. Pero no me sentía víctima en absoluto. Después del desayuno me puse en seguida a acabar un trabajo, un artículo muy historiado sobre los estilos de robar bases de béisbol en la Major League, y antes de darme cuenta ya estaba sumido en el meollo del asunto. Bert Brisker me dijo que después de divorciarse enloqueció, irrumpió en casa de su mujer cuando ella se había marchado de vacaciones, rompió la pantalla del televisor a hachazos, durmió en la cama de ella y echó mierda de gato en todos los cajones de su cómoda. Pero yo no me sentía así. A veces exageramos demasiado nuestra desdicha.

Desde que estuve en los marines (sólo estuve seis meses) soy muy madrugador, y siempre se me ocurren mis mejores ideas a esa hora. Solía quedarme tumbado en mi litera, nervioso y totalmente despierto, esperando a que tocaran diana. Mi mente flotaba, planeando cómo podría hacer mejor las cosas aquel día, cómo lograr que el Cuerpo de Marines me tuviera en cuenta y se enorgulleciese de mí. No quería ser víctima de los temores y discrepancias a los que se enfrentaban mis compañeros candidatos a oficiales. Quería ascender rápidamente a oficial y poder proteger las vidas de mis hombres una vez en Vietnam, pues yo sabía que albergaban muchos temores, como por ejemplo ser destrozados en una explosión. Pensaba que yo tenía la ventaja de mi educación y que tendría que suplir sus ojos y sus oídos allí donde ellos no alcanzaran. Era un estúpido, pero es fácil equivocarse cuando se es tan joven.

Mientras estoy aquí tumbado, y antes de que el día florezca con un resplandor de Pascua, me gustaría organizar unas cuantas ideas sobre Herb, un par de detalles que actúen como imanes para todo lo que se me vaya ocurriendo en los próximos días, pues así es como se hace un buen trabajo de periodismo deportivo. Casi nunca te sientas a que se te ocurran buenas ideas desde el principio. Eso puede ser mortal. Es mejor utilizar tus instintos al azar, pillarte desprevenido y escribir una frase o una descripción inesperada; el olor que tenía el aire ese día, o cómo se levantaba y quebraba el viento la superficie del lago. Y hacerlo de una forma peculiar, que más tarde atraerá magnéticamente al resto del artículo. Una vez escritas esas notas, las guardas en un cuaderno especial que puedas encontrar luego, cuando estés ordenando cosas, justo antes de acabar el plazo de entrega del artículo. Ese es el momento de escribir.

Pero Herb no es un hueso fácil de roer porque está tan trastornado como Camus. Quizá hubiera respondido mejor si yo le hubiera dado alguna idea o recordado alguna cita, pero no sabía qué decir y ahora tampoco sé qué escribir. El olor del aire, la forma de soplar del viento o la canción que sonaba en la radio del coche parecen borrosos. Sólo se me ocurren frases sueltas que no ayudan al gran Herb. Todo está en clave menor, subjuntivo y contingente. «En estos días, Herb Wallagher tiene los ojos puestos en el futuro» (al menos, mientras le dura el efecto de los antidepresivos). «Herb Wallagher ha visto la vida desde los dos lados» (y ninguno de los dos le satisface). «A Herb Wallagher le sería fácil tener una visión pesimista de la vida» (si no estuviera más loco que una cabra).

Los artistas del melodrama barato de mi profesión sacarían provecho rápidamente de alguien como Herb. Son especialistas en husmear el fracaso: hacen insinuaciones malévolas sobre las piernas de un luchador en cuanto pasa los treinta, dicen que las muñecas de un lanzador han perdido flexibilidad, cuando su misión se reduce ahora a hacer carreras para el equipo. En la victoria, sólo ven los gérmenes de la derrota, y en cualquier esfuerzo humano, sólo encuentran corrupción.

A veces, los periodistas deportivos son bastante crueles y les gusta inventar vidas a base de mentiras y falsas tragedias. En el caso de Herb, pondrían su foto en blanco y negro, con mucho grano y en gran angular, en su silla de ruedas, con una camiseta BIONIC y sus zapatillas de carrera, con el aire de un niño de correccional enjaulado y sacarían también su mísero vecindario para «ambientar». Clarice saldría de pie, al fondo, con mirada demacrada y perdida, como un esclavo abandonado en tierra yerma. Y luego empezarían el artículo con un «¿Quo vadis, Herb Wallagher?». La idea sería provocar la lástima hacia Herb o hacia cierta idea de Herb, convencernos de que todos somos como él y estamos trágicamente implicados en su drama. Pero todo eso es falso, Herb no es un tipo muy simpático, y no todo el mundo va en silla de ruedas. Si yo fuera el jefe, les pondría de patitas en la calle para que se buscaran la vida sin hacer daño a nadie.

¿Pero podré escribir algo mejor que eso? No lo sé. Hay vidas que no se ajusten a la perspectiva de un periodista deportivo. Habría que aproximarse por la retaguardia, buscar el drama desde la trinchera, encontrar en Herb la tenacidad del superviviente, algo que les gustara leer a miles de personas el domingo, mientras se toman un martini muy cargado antes de la cena (todos nosotros tenemos nuestros lectores y horas idóneas). Algo que refuerce el tejido de la vida, el futuro. Aunque, al final, lo único que pido es participar fugazmente en las vidas de otros, hablar con una voz llana y sincera, no tomarme a mí mismo demasiado en serio, y luego distanciarme. Porque, al fin y al cabo, una cosa es escribir de deportes y otra cosa muy distinta es vivir la vida.

A las nueve me he levantado, me he vestido con mi ropa de trabajo y he salido a la parte lateral del jardín, olisqueando los lechos de flores como un sabueso. Mientras seguía con mis especulaciones sobre Herb, me he vuelto a la cama a dormir y me he despertado contento y alerta, con la mente vacía, el sol jaspeando las hojas de las hayas y ni un solo indicio del mal tiempo de Detroit en el horizonte. De todas formas, aún faltan dos horas para mi viaje a casa de los Arcenault y como suele pasar en días así, no tengo mucho que hacer. Una de las consecuencias indirectas de vivir solo es que a veces te quedas demasiado absorto en calcular los intervalos de tiempo que dedicas a las cosas, y puedes empezar a disfrutar con una vida irremisiblemente teñida de nostalgia.

Al otro lado de mi seto de cicutas, Delia Deffeyes está en su jardín. Lleva zapatillas de tenis y está leyendo el periódico, como la he visto hacer cientos de veces. Ella y Caspar ya han jugado su partido matinal y él se ha ido a echarse la siesta. Los Deffeyes y yo mantenemos la política de no iniciar forzosamente una conversación cada vez que nos vemos en nuestros jardines. Muchas veces nos saludamos informales con la mano y con una sonrisa, y seguimos con nuestras cosas. Pero tampoco me importa entablar una conversación improvisada. No guardo mi privacidad como un tesoro y si estoy en el jardín fumigando las plantas o revisando los matojos de azafrán, acepto la charla de buen grado. A veces, Delia y yo nos liamos a hablar de temas editoriales. Ella está escribiendo un libro para la sociedad histórica sobre la tradición europea en la arquitectura de Nueva Jersey. Mi experiencia sobre el tema se remonta a hace años, pero hablo de ello a un nivel sencillo y de sentido común: «Cualquier editor o editora que se precie valoraría el rigor de su trabajo. No se lo tome al pie de la letra, pero es lo único que sé». Lo único, pero Delia parece dispuesta a tomarlo en serio. Tiene ochenta y dos años, y nació en Marruecos, durante el Protectorado, en el seno de una familia de rancio abolengo. Ha visto mucho mundo. Caspar está retirado de la carrera diplomática y ahora es profesor de ética en el seminario. A ninguno de los dos les queda mucho tiempo de vida en este mundo. Lo cierto es que vivir en una ciudad con un seminario es una revelación, porque la mayoría de los seminaristas, como Caspar, no son los típicos santurrones y piadosos, sino gente inteligente, liberales de la Ivy League casados en segundas nupcias con huesudas y bronceadas mujeres, y que en las fiestas pegan la hebra con cualquiera, beben whisky y hablan de sus apartamentos de veraneo en Telluride.

Delia me espía por detrás del columpio de los niños, señalando un macizo de rosas que están a punto de abrirse, y deambula hasta el seto de cicutas moviendo la cabeza, aunque aparentemente sigue leyendo. Es una señal, la premisa de nuestros contactos vecinales. Todas nuestras conversaciones son continuación de la anterior, aunque traten de temas distintos y se lleven meses de diferencia.

—Mire, Frank —Delia sostiene la portada del Times para enseñarme algo. Las campanas de la iglesia han empezado a repicar su llamada por toda la ciudad. Las familias están en las calles para asistir a la escuela dominical vestidos con ropa nueva de Pascua, los coches recién lavados para que parezcan nuevos y todas las discusiones congeladas e interrumpidas—. ¿Qué le parece lo que está haciendo nuestro gobierno con esa pobre gente de Centroamérica?

—No sigo muy de cerca ese tema, Delia —le digo desde el rosal—. ¿Cómo están las cosas ahora? —le dedico una radiante sonrisa y me acerco al seto.

Sus húmedos ojos azules brillan de insolencia. Tiene el pelo del mismo tono azul que los ojos.

—Están minando todos los puertos de… —atisba el periódico y dice—: …Nicaragua —agita el periódico frente a mí y parpadea. Delia es pequeña y morena, arrugada como una iguana, pero tiene opiniones muy contundentes sobre los problemas mundiales y su posible resolución—. Caspar está muy desanimado. Dice que será un nuevo Vietnam. Ahora está en casa llamando a sus colegas de Washington para averiguar qué pasa realmente. Él cree que aún tiene cierta influencia, pero no sé qué podrá hacer.

—He estado dos días fuera de la ciudad, Dee —admiro el par de flamencos rosas de cerámica que Delia y Caspar compraron en México.

—Bueno, yo no veo por qué tenemos que minar los puertos de nadie, Frank. Sinceramente, ¿no cree que tengo razón? —sacude la cabeza, expresando su decepción particular respecto a todo el gobierno, como si hubiera sido su gobierno favorito y se hubiera vuelto súbitamente incomprensible.

Pero en este momento tengo la mente tan vacía como un botijo, atrapada por el tañido de campanas del seminario. «Venid, almas, despertad. Un nuevo día despunta sobre la tierra entera». Ni siquiera puedo recordar el nombre del actual presidente, y en vez de su cara me imagino inexplicablemente al actor Richard Chamberlain con un albornoz y una barba eduardina muy bien cortada.

—Supongo que depende de cuál fuera la causa, pero no me parece muy bien —sonrío a través del seto cortado horizontalmente—. Tengo que hacer un esfuerzo para portarme como un adulto con Delia, porque si me despisto, nuestra diferencia de edad —¡cuarenta y cinco años!— me hace sentirme como si tuviese diez.

—Si ésa es nuestra política, Frank, somos unos hipócritas. Tendríamos que recordar la advertencia de Disraeli sobre los gobiernos conservadores.

—Ahora no la recuerdo.

—Que son la hipocresía organizada. Y no se equivocaba.

—Recuerdo que Thomas Wolfe escribió algo sobre salvar al mundo de la hipocresía. Pero no es lo mismo.

—Caspar y yo pensamos que Estados Unidos tendría que levantar un muro a lo largo de la frontera mexicana, tan grande como la Gran Muralla, y vigilarla con hombres armados, dejándoles claro a esos países que aquí tenemos propios problemas.

—Es una buena idea.

—Así al menos podremos resolver nuestro propio problema con los negros —no sé lo que pensarán Delia y Caspar de Bosobolo, pero por si acaso no se lo pregunto. Para ser anticolonialista, Delia tiene fuertes instintos coloniales—. Ustedes los escritores siempre están dispuestos a navegar en la dirección que sople el viento, Frank.

—El viento puede llevarle a uno a lugares interesantes, Dee —le digo con seriedad burlona, pues Delia sabe cómo pienso.

—Vi a su mujer en la tienda de ultramarinos, y no me pareció muy contenta, Frank. Y esos dos niños tan monos…

—Todos están muy bien, Dee. Quizá la pilló usted en un mal día. A veces se agota de tanto jugar al golf. Nunca se había tomado en serio su profesión y creo que ahora intenta recuperar el tiempo perdido.

—Yo también lo hago, Frank —asiente Delia, con su rostro enjuto como un guante de cuero viejo, y dobla el periódico con un estilo de repartidor de periódicos que me maravilla. Yo ya estoy listo para irme a holgazanear con mis rosales y mis manzanos silvestres.

Delia y yo simpatizamos mutuamente con las causas privadas del otro, los dos lo sabemos, y para mí eso es suficiente. Por un momento, diviso a Frisker, su perro perdiguero blanco, husmeando alrededor del hibiscus, bajo el mástil de la bandera de Caspar, observando el comedero de pájaros, en el que se ha posado un pinzón. Anoche, Frisker me despertó merodeando por mi tejado y yo estuve tentado de tirarle con honda, pero al final no lo hice.

—El hombre no está hecho para vivir solo, Frank —dice Delia significativamente, y de pronto me mira desde muy cerca.

—Tiene sus ventajas, Delia. Yo ahora me he acostumbrado.

—¿Cuánto hace que leíste Fiesta, Frank?

—Debe de hacer bastante tiempo.

—Pues deberías releerlo —dice Delia—. Se aprenden cosas importantes. Aquel hombre era un sabio. Caspar lo conoció una vez en París.

—Siempre ha sido uno de mis preferidos —no es verdad, pero la ocasión pedía una mentira. No es extraño que la visión de Delia sobre el mundo date más o menos de 1925. Seguramente eran mejores tiempos.

—Caspar y yo nos casamos a los sesenta años, ya sabe.

—No lo sabía.

—Pues sí. Caspar tenía una mujer gorda que estaba muy bien pero se murió. Yo llegué a verla una vez. Y mi pobre marido había muerto hacía años. Caspar y yo, ya viudos, estábamos en Fez en 1942, pero no nos enteramos del paradero del otro hasta tiempo después. Cuando me enteré de que Alma, su gorda mujer, se había muerto, le llamé. Entonces yo estaba con una sobrina, en Maine, y al cabo de dos meses Caspar y yo estábamos casados y viviendo juntos justo al pie de Mount Reconnaissance, en Guam, que fue su último destino. La verdad es que yo no esperaba lo que me ha dado la vida, Frank. Pero tampoco he perdido el tiempo.

Sonríe con fiereza, como si pudiera ver mi futuro y no le pareciese tan maravilloso.

—Hace un día precioso, ¿verdad, Dee?

—Sí, muy bonito. Es por la Pascua.

—No recuerdo ninguna tan bonita.

—Yo tampoco, Frank. ¿Por qué no viene un día de esta semana y se toma un whisky con Caspar? A él le encantaría tener una conversación de hombre a hombre con usted. Me parece que está muy molesto con todo este jaleo de las minas —en los catorce años que llevo viviendo aquí, sólo he estado dos veces en casa de los Deffeyes (y las dos era para arreglar algo). Las corteses invitaciones de Delia no hacen daño a nadie. Hemos llegado al límite natural de nuestra relación de vecinos, aunque ella es demasiado educada para admitir lo inevitable, y yo la admiro por eso. Desde mi jardín miro hacia arriba, a la azulada mañana de Pascua, y para mi sorpresa veo un globo volando libremente sobre las corrientes de una atmósfera centelleante, con las cuerdas de amarre colgando y una gran luna roja de rostro risueño sobre su hinchada superficie. Dos cabecitas pegadas miran abajo desde la cesta, señalándonos, y tiran de una cadena que produce un jadeo lejano.

Me pregunto de dónde habrán salido. ¿De los terrenos de una multinacional cercana? ¿De la mansión de un millonario de Delaware? ¿Hasta dónde alcanzarán a ver en un día tan claro? ¿Estarán seguros? ¿Se sentirán seguros?

Delia parece no darse cuenta y espera a que conteste a su invitación.

—Lo haré, Dee. Dígale a Cap que esta semana me pasaré. Tengo un chiste que contarle.

—Cualquier día menos el martes —esboza una sonrisa remilgada. Es el problema de siempre—. Me temo que echa de menos a los hombres.

Delia se aleja cabizbaja con su periódico hacia su soleado césped y a la pista de tenis, y yo hacia la barbacoa, las rosas y la jornada que me espera, llena de buenos augurios, un día que me alegraré de poder sumar a todos los días de Pascua felizmente pasados y olvidados.

Tolón, tolón, tañen las campanas de la ciudad. Tolón, tolón, tolón, tolón, tolón.

Justo antes de las diez, llamo a X para felicitarles la Pascua a los niños. Este es uno de los fines de semana que hemos «negociado» y es la primera vez que no estoy con ellos. Pero no hay nadie en la casa de la calle Cleveland. El contestador automático de X dice que si me interesan las clases de golf, deje mi nombre y número de teléfono. Oigo a Clary de fondo diciendo «Luego, cabeza de chorlito» y echándose a reír. En la voz de X percibo un tono que me resulta extraño, una desfachatez empresarial y con un tufillo a dinero que me recuerda a su padre. Me pregunto si mi familia se habrá ido a comer a Bucks County con alguno de esos amigos de X que trabajan con ordenadores o algún corredor de fincas, algún tipo peludo con chaqueta deportiva verde y el dinero a plazo fijo.

Decido no dejar ningún mensaje, aunque me hubiera gustado hacerlo.

No sé por qué, marco el número de Walter Luckett y dejo que suene el teléfono sin obtener respuesta, mientras contemplo las calles de Pascua, que parecen un estampado de cachemir. ¿Dónde estaría yo si fuese Walter? Tal vez en algún bar de mala muerte del West Village. O atravesando las calles llenas de olmos del entorno insular de Newfoundland, con un humor de mil demonios. O en la facultad, golpeando algún punching-ball antes de ir a ver La soga en Lost Bridge Mall… Supongo que me da igual lo que haga. Hay gente que no ha nacido para tener amigos íntimos y yo debo de ser uno de ellos. Walter también, aunque por motivos distintos. A mí me basta con tener conocidos, y ésa fue más o menos la lección más importante que aprendí de Selma Jassim, mi novia libanesa del Berkshire College. Para ella, las confidencias de cualquier tipo no eran más que una sarta de mentiras.

Ahora sé que si decidí dar clases en el Berkshire College fue para evitar el dolor de un terrible remordimiento. Ese mismo motivo fue el que me hizo abandonar mi novela años atrás y dedicarme al periodismo deportivo. Y por ese mismo motivo, al llegar a la mediana edad, muchos dan dramáticos giros a derecha e izquierda, y algunos se salen del camino para irse a la tumba.

Una tarde, cuando había pasado un año desde la muerte de Ralph, estaba en casa, disfrutando de uno de los largos descansos que se producen entre dos trabajos importantes para la revista. Esos días sirven para descansar y reintegrarse en el ritmo de la vida cotidiana. Era mayo. Yo estaba sentado en el office leyendo números atrasados de Life cuando sonó el teléfono. El interlocutor se identificó como Arthur Winston y me dijo que estaba casado con Beth Winston, la hermana de mi antiguo agente literario, Sid Fleisher. Yo no había vuelto a saber nada de Sid desde que me enviara una carta de pésame. Arthur Winston me dijo que dirigía el departamento de inglés del Berkshire College de Massachusetts. Por lo visto, había estado hablando con Sid en su casa de Katonah, y éste le había hablado de un escritor con el que había trabajado y que había escrito un buen libro de relatos, pero que de pronto había dejado de escribir. «Una cosa llevó a otra», dijo Arthur. Había acabado leyendo mi libro, y según decía, le había gustado mucho. Quería saber si había escrito más relatos desde entonces. No sé por qué, le di una respuesta evasiva que él pudiera interpretar como un sí y hacerle creer que con un poco de chantaje podía convencerme de que siguiera escribiendo (ninguna de estas cosas resultó cierta). Me dijo que estaba en un aprieto. El escritor que trabajaba en el Berkshire, un viejo cuyo nombre yo no conocía, había enloquecido de repente al final del semestre de primavera y se había liado a puñetazos con varias personas, entre ellas una mujer. Había empezado a llevar pistola, lo habían acabado internando y ya no volvería en otoño. Arthur Winston dijo que sabía que su llamada me parecería un poco extraña, pero Sid Fleisher le había dicho que yo era un tipo «interesante» y que había vivido una vida «curiosa» desde que dejé de escribir. A Arthur se le había ocurrido que un semestre dando clases me ayudaría a volver a escribir, y que si accedía, él lo consideraría como un favor personal, e intentaría que diese clases de algo que me gustara. Yo dije simplemente «Sí, muy bien», y prometí estar allí en otoño.

No sé exactamente qué es lo que me pasó por la cabeza. Nunca había pensado en hacer algo semejante, y aquello no podía ser más disparatado. Por supuesto, la revista siempre está dispuesta a conceder periodos de excedencia para lo que considera experiencias enriquecedoras. Pero cuando se lo dije a X, ella se quedó en la cocina, mirando por la ventana hacia la pista de tenis de los Deffeyes, donde Paul y Clary estaban viendo jugar a Caspar con uno de sus amigos octogenarios. Los dos ancianos llevaban jerseys impecablemente blancos y lanzaban muy alto las bolas de color naranja. X dijo:

—¿Y nosotros? No podemos trasladarnos a Massachusetts. Yo no quiero vivir allí.

—Muy bien —dije yo. Por un momento me había imaginado dirigiendo unos actos del día de graduación, en un campus con aspecto gótico, con gorra blanda, toga púrpura y un cetro en la mano, provocando la admiración de todo el mundo—. Vendré a menudo —dije—. Vosotros tres podéis venir algunos fines de semana. Podemos ir a esos paradores con molinos de sidra. Lo pasaremos estupendamente, todo saldrá bien —de pronto, me moría de ganas de ir.

—¿Estás loco? —X se volvió y me miró como si hubiera perdido la cabeza. Me sonrió de una forma muy rara. Parecía como si supiera que algo terrible estaba sucediendo y se sintiera impotente. Aquélla era la época más desenfrenada de mis líos con mujeres, y ella había hecho muchos esfuerzos para mantener la calma.

—No, no estoy loco —dije, sonriendo y sintiéndome culpable—. Siempre he querido hacer una cosa así —eso era una flagrante mentira—. Hay que vivir el momento, ¿no crees? —me acerqué para darle un apretón en el brazo, pero ella se apartó y se fue al jardín. Fue la última vez que hablamos del tema. Luego empecé a negociar con la universidad para que me proporcionaran una casa. Pedí la excedencia en la revista y me la concedieron (una «beca especial», lo llamaban ellos). Me enviaron los textos del curso a mitad de verano y me puse a prepararlos. En septiembre lo cargué todo en mi Chevy y me puse en marcha.

En cuanto puse los pies allí, descubrí que tenía tantas aptitudes para dar clases en la universidad como un pato para ir en bicicleta, y que pese a mis esfuerzos no tenía nada que enseñar.

Bien pensado, es difícil que alguien tenga algo que enseñar, pues el mundo es tan complejo como un microchip y todos lo vamos descubriendo poco a poco. Yo había aprendido muchas cosas, tenía una amplia colección de vivencias, pero sólo me atañían a mí y eran significativas sólo para mí (el amor es transferible, el lugar en que se vive no lo es todo…). Pero no quería reducir ninguna de esas vivencias a intervalos de cincuenta minutos y traducirlas a unas palabras y un tono comprensible para alguien de dieciocho años. Era un terreno muy resbaladizo. Por un lado, corría el riesgo de desanimar y desconcertar a los estudiantes —que ni siquiera me gustaban— y, lo que era peor, me arriesgaba a reducirme y a reducir mis emociones, mi sistema de valores y toda mi vida, a un interesante y tópico compendio. Todo esto tiene bastante relación con la tendencia a «mirar alrededor» que se había apoderado de mí, pese a que intentaba superarlo. Si uno no «mira a su alrededor», puede hablar con su propio tono de voz y contar su propia verdad, sin buscar el reconocimiento exterior. Pero si uno se pierde «mirando a su alrededor», estará dispuesto a decir lo que sea, la mentira más burda o la más ridícula idiotez, con tal de agradar a alguien. Debo decir que los profesores tienen una fuerte tendencia a «mirar a su alrededor», y que esta práctica acarrea serias consecuencias.

Yo podía sacar a colación anécdotas deportivas o de los marines, inocentadas de la universidad, revisar de vez en cuando un poema fácil e instructivo de Williams, contar un chiste en latín y agitar los brazos como un poeta para expresar entusiasmo. Pero eso sólo servía para llenar los cincuenta minutos. Cuando llegaba el momento de enseñar, la literatura me parecía demasiado amplia e indiferenciable, imposible de transmitir. Y tampoco sabía por dónde empezar. Solía quedarme junto a los altos ventanales mirando a las musarañas mientras uno de mis alumnos comentaba un interesante relato que había leído por propia iniciativa. Yo contemplaba meditabundo los mortecinos olmos, la hierba verde y la carretera hacia Boston, preguntándome qué aspecto debía de tener aquel lugar hacía cien años, antes de que construyeran la nueva biblioteca y el centro de estudios, antes de que pusieran la escultura del biplano en el césped para conmemorar la era de la aviación. Antes, en otras palabras, de que todo se echara a perder con la enloquecida modernidad.

Es cierto que mis compañeros de departamento tenían una actitud inmejorable. Para ellos, yo era un «escritor maduro» con un principio «muy prometedor» que, tras un periodo de inactividad dedicado a «otros intereses», intentaba recuperar el tiempo perdido. Podía contar con todo su apoyo. Para contentarles, les dije que estaba escribiendo una nueva serie de relatos basados en mis experiencias como periodista deportivo. Pero si alguna vez había contemplado en serio ese empeño, se desvaneció como un relámpago en cuanto puse un pie en el campus. Había visto un ejemplar de mi libro en doce casas distintas y en doce fiestas distintas (el mismo ejemplar de biblioteca que había precedido a mi llegada). Y aunque nadie lo mencionó, me di cuenta de que me habían leído con gran atención, y que mi libro se había elogiado en público y en privado. Una fresca tarde de octubre, en casa de un estudioso de Dickens, lo cogí discretamente de una mesita, lo arrojé a un crepitante fuego de otoño y me quedé allí mirando cómo ardía (con la misma satisfacción que X debió de sentir cuando su ajuar se desvaneció en forma de humo por nuestra chimenea). Luego entré a comer, tomamos pollo al estilo de Kiev y lo pasé muy bien hablando sobre la política del departamento y el antisemitismo de T.S. Eliot, con un acento inglés fingido. Acabé a las tantas de la madrugada, en un bar, al otro lado del límite territorial de Nueva York, con Selma, que también estaba entre los invitados, discutiendo las virtudes del movimiento sindicalista americano, y la agitada vida de Emil Mazey, con una pandilla de defensores del derecho al trabajo. Y después dormimos en un motel.

Debo decir que a mis colegas les interesaban mucho los deportes, sobre todo el béisbol, y manteníamos intensísimas conversaciones sobre cómo mienten las estadísticas sobre las zonas de bateo o cuál había sido el mejor entrenador de todos los tiempos. Eran sesiones que podían durar hasta bien entrada la noche. Muchas veces sabían más que yo y hablaban durante horas y horas sobre exóticas reglas, quién cubre a quién en un «doble-robo», y sobre las grandes «personalidades» de los estadios de béisbol. A menudo, cambiaban su acento inglés de ciudad por otros más sureños, acentos «deportivos», y así se pasaban las horas hablando, como sucedía en las fiestas de Haddam. Tenía la secreta esperanza de que ellos quisieran hacer lo que yo, pero en sus jóvenes vidas no había ninguna «brecha» que les permitiera plantearse algo tan insólito como ser periodista deportivo. Todos ellos habían ido a la universidad, luego habían preparado el doctorado y siempre habían tenido trabajo, casa y una vida montada.

Y si en el curso de esa vida había surgido alguna «brecha», ellos no se habían enterado porque iba acompañada de algún fracaso, una mala nota en el doctorado, una baja calificación del consejo, una recomendación descafeinada de un importante profesor, algo que les había revuelto las tripas y que preferían olvidar.

Con todo, les desconcertaba que a mí me hubiera pasado algo que no les había pasado a ellos. Después de todo, yo no parecía mal tipo, y había irrumpido en sus perfectas y vulgares vidas. Me sonreían y saludaban con la cabeza, con los brazos cruzados, la pipa firmemente sujeta en los labios y las corbatas bien anudadas.

Y por alguna razón que ni entonces ni ahora he podido comprender, me escuchaban. En cambio, entre ellos no se aguantaban ni un segundo. Yo era el espécimen que demostraba la existencia de una vida distinta a las suyas e igualmente real. Y eso les maravillaba.

Creo que escribir de deportes era tan tentador y exótico para ellos como para mí, pero por su naturaleza prosaica, les incomodaba y asustaba, les hacía reír y cruzaban y descruzaban los brazos como si fuesen zulús.

Sin embargo, todos estaban empeñados en que yo intentara escribir. Eso sí que lo entendían, que un tipo quisiera hacer algo y fracasara noblemente. Respetaban profundamente el valor de los pequeños fracasos, pues se veían reflejados en ellos. A mi juicio, se subvaloraban, y no se daban cuenta de que todos estábamos en el mismo barco, un barco lleno de defectos.

Yo no comparto la vieja creencia de que a los profesores les gusten los escritores para verles fracasar de un modo peor, más absurdo e inequívoco que el suyo. Al contrario, les gusta ver a alguien intentando y dándolo todo para alcanzar un objetivo duradero. En el fondo, quizá deseen tu fracaso, pero no son unos cínicos. A mí me admiraban porque creían que yo estaba intentando alcanzar un objetivo, así que me convertí en el elemento más interesante del lugar.

Los únicos con los que me llevaba mal eran los alumnos más jóvenes, aquellos tristes, desesperanzados y cariacontecidos muchachos. Me odiaban. Por un lado, me parecía demasiado a ellos porque estaba igual de desamparado, y por otro, me diferenciaba de una forma que a ellos les parecía ofensiva e insultante. Nada incita más al desprecio que alguien que hace algo distinto de lo tuyo, no lo hace mal, y encima no se queja. Y eso que en aquella época yo estaba totalmente perdido. Me miraban con verdadero disgusto, y a veces ni siquiera me hablaban, como si mi empeño tuviera que fracasar de un modo ridículo. Pero al mismo tiempo parecía como si algo en mí les resultase familiar y amenazase con reproducirse en su propio futuro. Supongo que la horca asustará menos a un condenado a muerte que a uno que todavía no ha sido sentenciado.

Sin ningún rencor y sin el más mínimo deseo de asustarles, les dije que si no tenían una sólida posición, podían probar suerte con el periodismo deportivo, como habían hecho muchos otros en su situación. Pero por lo visto no apreciaron el consejo. No eran en absoluto flexibles, y aún menos a la hora de buscar un trabajo.

Pero lo que finalmente no pude resistir no es lo que ustedes se imaginan.

No me importaban las reuniones interminables. Me sentaba con la sonrisa en los labios y sin nada en la mente. Me importaba un comino la idea de «aprender» —ignoraba el significado que tenía para ellos—, porque yo no podía hacer que mis alumnos viesen el mundo que yo veía. Acabé sintiendo un doloroso remordimiento hacia los chavales, especialmente hacia los pobres deportistas, y sólo me entretenía imaginando qué aspecto tendrían las chicas en ropa interior. Me impresionaba la profesionalidad de mis colegas. Todos sabían muy bien en qué parte de la biblioteca estaban «sus libros», se sabían de memoria las nuevas adquisiciones y no tenían que perder el tiempo mirando catálogos. Yo disfrutaba encontrándomelos en los estantes más bajos, chismorreando y dándose codazos uno a otro mientras hablaban de mujeres de la facultad o de cargos, y contaban chistes o cotilleos que habían salido en la revista de aquella semana. En su lugar, yo también hubiera actuado y me hubiera comportado como ellos. Consideraban el mundo como un irrelevante cosquilleo y sus propias y confortables vidas como un club masculino de élite. Nunca tuve ningún sentimiento de superioridad hacia ellos, y me extrañaría que ellos lo hubieran tenido. No me parecían mal los jerseys de pescador ni los zapatos Wallabies, que fumasen en pipa o jugasen al diccionario, las adivinanzas y las interminables conversaciones en fiestas sobre «parentescos», sobre «La Maz», los colegas del consejo, los tratamientos experimentales para el autismo, las discusiones sinceras sobre lesbianismo o sobre quién tenía razón en Las Malvinas (yo iba con los argentinos). Incluso me acostumbré a las breves charlas pedantes, con sonrisas afectadas, cada uno junto a su buzón, con gente que conocía de la cena de la noche anterior, pero que a la mañana siguiente se dirigía a mí de un modo socarrón, con crípticas alusiones a lo que habíamos hablado: «Pon este memorándum en Los Cantos, ¿eh, Frank? A ver si el viejo Ezra lo traduce. Ciao». Mi lema es vive y deja vivir. Me siento a gusto con la gente más variopinta. Por ejemplo, el departamento propagandístico de la revista, que a veces me encarga conferencias por el país para que hable de la filosofía de la reconstrucción desde el interior, o para contar anécdotas manidas sobre deportes.

Y por su parte, esos tipos eternamente jóvenes e inocentes, de manos suaves y hombros estrechos, junto con un par de nervudas lesbianas, se llevaban bien conmigo. Se dejaban llevar por su parte infantil, animados por sus mujeres. De repente dejaban de jugar a ser serios y al cabo de unas cuantas copas se reían estúpidamente como si fueran auténticos palurdos. Creo que en el fondo yo les gustaba porque les trataba como si fueran tipos decentes, e incluso las lesbianas parecían apreciarlo. Les hubiera gustado tenerme con ellos mucho tiempo, quizá para siempre. Si no, no me hubiesen pedido que me quedase cuando sabían que me pasaba algo, que algo no andaba bien en mi vida, algo que me volvía melancólico, aunque todos tuvieron mucho cuidado en no mencionarlo.

Pero lo que más odiaba y finalmente me hizo salir huyendo una noche a final de curso, sin decir adiós y sin siquiera entregar mis notas, era que, a excepción de Selma, aquella gente no tenía ningún misterio, ni los hombres ni las mujeres. Todos eran muy hábiles en el arte de explicar, desarrollar y diseccionar, e intentaron conseguir que me quedase por esos medios. Consiguieron desesperarme, y al final ya no podía soportar sus caras sonrientes y esperanzadas de profesores. Déjenme que les diga que los profesores son unos impostores de tomo y lomo y de la peor especie, pues pretenden una vida imposible, una eterna y ociosa juventud existencial. Eso les crea terribles decepciones y les lleva a alejarse de la verdad. Y la literatura, por su carácter duradero, es el billete para esos viajes.

Allí todo pretendía ser duradero, la vida, los ladrillos de las paredes y los libros de la biblioteca, sobre todo desde la perspectiva de los temas que trataban: eterno retorno, dominio del hombre por la máquina y la sempiterna historia de cómo elegir una vida mediocre frente a una vida de placer, una y otra vez hasta llegar a un apolillado letargo. El auténtico misterio, que es la verdadera razón para leer o para escribir un libro, era para ellos algo que había que destruir, algo que podían dominar con penosas y duraderas explicaciones; en otras palabras, monumentos a sí mismos. En mi opinión, todos los profesores tendrían que dejar de dar clases a los treinta y dos años y no se les debería permitir volver a ejercer hasta que no tuvieran sesenta y cinco, para que pudieran vivir sus vidas en lugar de enseñarlas; vivir vidas llenas de ambigüedad, provisionalidad, remordimiento y asombro. No deberían explicar nada públicamente hasta que estuvieran tan cerca del final que ya no pudieran hacer otra cosa.

Intentar explicar las cosas es la fuente de nuestros problemas.

Ellos estaban haciendo exactamente lo mismo que yo, intentaban mantener el remordimiento a una distancia prudencial, cosa que tiene sentido si uno lo entiende bien. ¡Pero ellos habían decidido no arrepentirse nunca más de nada! No querían responsabilizarse de nada que no fuese absolutamente permanente y consolador. Una vida sin culpa. Y eso no tiene mucho sentido. Lo mejor que se puede hacer es intentar que el remordimiento no te destroce la vida hasta que puedas volver a emprender algo.

Por eso, cuando esa misma gente se enfrenta de repente a la ambigüedad o al remordimiento reales —a algo tan simple como decirle a un joven y sensible colega que les cae bien y con el que han cenado cientos de veces, que vaya a buscar trabajo a otra parte; o algo tan complicado como una molesta y traviesa infidelidad que invade su propio hogar (las universidades están llenas de eso)—, cuando se enfrentan a esto no pueden ser más torpes, mostrarse menos preparados, o más proclives a desmoronarse. Por más que se lo propongan no pueden encontrarle explicación, o lo que es peor, intentan negarlo todo.

Algunas cosas no pueden explicarse; sencillamente son. Y al cabo de un tiempo desaparecen para siempre, o se vuelven interesantes en otro sentido. El consuelo de la literatura es siempre temporal, mientras que la vida vuelve a empezar en seguida. Es mejor no mirar tan profundamente, no intentar aclarar nada. Nada me fastidia tanto como pasar el tiempo con gente que ignora esto y que no sabe olvidar, para la que ese tipo de conocimiento explicativo es la piedra angular de la vida.

Quizá por culpa de aquel ambiente, Selma y yo nos entregamos a la más frívola provisionalidad, que revelaba un remordimiento contenido y el recuerdo de la pérdida que conllevaba. Déjenme que les diga que los musulmanes son una estirpe de gente que comprende la provisionalidad, aún en mayor medida que los periodistas deportivos.

Mirado fríamente, lo que pasó aquella noche entre Selma y yo tras nuestra romántica cena junto a la chimenea del pretencioso Vermont Yankee Inn, y después de que yo acompañase a X y a los niños al autobús, podría parecer un mero ejemplo de las mezquinas intrigas habituales en que suelen verse envueltos los huéspedes ilustres de los pequeños colleges de Nueva Inglaterra, sin nada más que hacer, cuando las semanas se suceden confundiéndose unas con otras y sin adaptarse al ritmo de la vida. Pero yo creo que cuando uno es presa de la más desesperada ensoñación, hasta la más trivial de las relaciones humanas puede servir de referencia y a veces puede ayudar a mejorar una vida encallada. Aparte de esto, nunca se puede generalizar a partir de las propias pasiones.

X había venido con los niños el segundo fin de semana, justo cuando yo acababa de ver a Mindy Levinson. Me compró un par de lámparas para mi casita, lo ordenó todo, asistió a una de mis clases, vino conmigo a las fiestas de la facultad dos días seguidos y parecía que se lo pasaba bien. Se acostaba tarde y paseábamos por el paisaje otoñal del río Tuwoosic y hablábamos de que aquella primavera haríamos un viaje en coche con los niños al parque natural del Big Bend, un lugar sobre el que ella había leído algo. Al fin cogimos el coche y nos dirigimos a Bay State Tavern, para que ellos tres cogieran el autobús del domingo por la mañana hacia casa. Entonces me miró desde su asiento y me dijo: «En realidad, no sé qué haces aquí, Frank, pero me parece que lo que estás haciendo es una estupidez. Quiero que lo dejes y vuelvas a casa con nosotros. La casa no es muy divertida sin ti».

Yo le dije que no podía dejarlo (si lo hubiera hecho aún estaría casado), pero me di cuenta de que ella tenía razón, que cualquier otro escritor frustrado podía salir de debajo de las piedras para sustituirme y Arthur Winston no volvería a acordarse de mí. Pero sentí que por muy ridículas que fueran las razones que me habían llevado hasta allí, quería averiguar cuáles eran, y así se lo dije a X. Además, había dado mi palabra. Le sugerí tímidamente que viniese todos los fines de semana, y que incluso podía sacar a Paul del colegio y que los tres se vinieran a vivir conmigo (eso era más ridículo todavía). Mientras le decía todo esto, X contemplaba el autobús, que estaba allí parado esperando. Luego suspiró y dijo con tristeza: «No pienso volver aquí nunca más, Frank. Hay algo en este ambiente que me hace sentirme vieja y completamente estúpida. Tendrás que seguir tú solo».

Luego salió del coche con Paul y Clary y arrastró su maletón al autobús. Cuando subieron, los dos niños se echaron a llorar (X no lloró), y me dejaron allí solo y ofuscado, diciéndoles adiós con la mano desde el aparcamiento de Bay State.

Durante las trece semanas que siguieron antes de volver a Nueva Jersey y divorciarme, Selma y yo compartimos una caprichosa existencia. Selma era árabe, una mujer de ojos fríos y duros, con una melancólica belleza. Entonces tenía treinta y seis años (la misma edad que yo), aunque parecía mayor. Había llegado de París aquel otoño y decía que sólo había ido al Berkshire College para conseguir el visado, encontrar un rico empresario americano con el que casarse, establecerse en un barrio residencial y vivir feliz. Ella sabía que no hay nada como una vida plácida y cómoda para restañar las heridas.

No volví a casa hasta que terminó el semestre, y X no me llamó ni me escribió. A Selma y a mí nos gustaba quedarnos en mi casita de la universidad retozando en la cama, o irnos lejos con mi Malibu en los descansos entre clase y clase. Hablábamos durante horas de las cosas que nos interesaban, y ahora recuerdo aquellas conversaciones como las más fascinantes de mi vida, quizá porque eran horas robadas a la universidad. Nos íbamos a Boston, subíamos a Maine, bajábamos a Westchester, nos alejábamos hasta Vermont, y más al oeste, hacia Binghamton. Dormíamos en pequeños moteles, comíamos en posadas y entrábamos en bares de piedra, con nombres como El Cherokee, El Águila o Las Montañas Rocosas, lugares lejanos y oscuros a los que raramente llegaba el mundo exterior y donde no conocíamos a nadie ni llamábamos la atención. Una mujer árabe, alta y cuellilarga, vestida de brillante seda negra que fumaba cigarrillos franceses, y un tipo corriente con jersey de cuello alto, pantalones de trabajo y una gorra con el logotipo de los tractores John Deere (la llevaba desde que estaba en el Berkshire). Para la gente de allí, éramos turistas y no íbamos ni veníamos de ninguna parte.

Apenas hablábamos de literatura. Ella era muy crítica y adoptaba una actitud irónica y despectiva hacia toda la literatura. Como juego, había preparado un trabajo para un seminario, eliminando todos los pronombres «yo» de una novela de F. Scott Fitzgerald. A nuestros colegas les había parecido muy «ingenioso». Hablábamos de cosas muy concretas, por ejemplo, por qué un montecillo poblado de arces de azúcar cambiaba de color a medida que pasaban las horas y en qué medida podía anunciar una plaga; por qué las autopistas americanas pasaban por los lugares que pasaban; qué se sentía conduciendo por Londres (yo no había estado, pero ella había estudiado allí); de su primer marido, que era británico; de mi mujer; de la carrera de actriz que Selma había abandonado, y de lo que yo había pensado del servicio militar obligatorio en las distintas etapas de mi vida. Nada de todo esto era muy interesante, pero eran cosas sobre las que podíamos charlar sin plantearnos ningún futuro próximo (tampoco nos hacíamos ninguna ilusión en ese sentido) y nos servía para pasar el día agradablemente antes de mis clases, que había llegado a odiar. En aquellas conversaciones descubrí un montón de cosas sobre ella, aunque nunca le preguntaba nada directamente y se suponía que no sabía nada. Sabía que había muchas otras personas en su vida, hombres y mujeres, gente que vivía en otros países, tal vez en la cárcel, y otros que habían sido exiliados por motivos que ella soslayaba. Durante una semana me sentí intensamente ligado a ella y me invadieron ideas románticas y muy poco prácticas que nunca se me habían ocurrido, pero luego olvidé todo aquello. Le dije que la quería cientos de veces, muchas veces entre risas y de una forma descarada. Los dos sabíamos que aquello era música celestial, porque ella se burlaba de cualquier clase de afecto y decía que el amor era una emoción que no le interesaba.

Sólo tenía una extraña debilidad y era el tema del altruismo. La primera mañana que amanecimos juntos, me soltó un largo discurso sobre ello, desnuda en mi soleada casita, fumando y mirando el Tuwoosic por la ventana como si fuera el río Irrawaddy. Decía que el altruismo sacaba a los árabes de sus casillas porque era una «farsa» (una palabra que le encantaba). Se puso hecha una furia al hablar de eso, movía la cabeza hacia los dos lados, se reía y gritaba. Yo me quedé sentado en la cama, admirándola. Para ella, lo que avivaba las llamas del odio en el mundo no eran la religión ni la economía, sino el altruismo. Aquella primera mañana me dijo, con mirada grave, que a los dieciocho años ya había sobrevivido dos veces a la adicción a las drogas, había superado un compromiso «serio» con un grupo terrorista (con el cual insinuó que había matado gente), había sido secuestrada, violada y encarcelada. Había coqueteado con un gran número de ismos siniestros que habían galvanizado su intelecto y la habían convencido irremisiblemente de que la gente hacía las cosas egoístamente y por ninguna otra razón. Por eso prefería mantenerse a distancia de todo. Decía que le desagradaban los cristianos de la facultad (no los judíos), no por la mezquindad autocomplaciente de sus vidas, que le daba risa y la hacía burlarse (los despreciaba porque no eran ricos), sino porque los cristianos se consideraban altruistas y pretendían ser generosos y biempensantes. Ella pensaba que el único remedio contra el altruismo era ser muy pobre o muy rico. Y sabía muy bien cuál de las dos cosas elegir.

No estoy seguro de lo que Selma pensaba de mí. A mí, ella me parecía maravillosa. Quizá ella me encontrase patético, pero yo, como cualquier americano cuando viaja al encuentro de culturas lejanas y más avanzadas, intentaba despertar su admiración. A veces, yo caía en estados de gran agitación interior, me negaba a hablar y me volvía sombrío como un enfermo mental, o bien hacía malévolas observaciones sobre cosas que no sabía. Hacia final de curso, me dio por hablar de un colega que me había despreciado —eso creía yo—, pero la verdad es que apenas le conocía y no tenía nada contra él. Selma me seguía la corriente y decía que nunca había conocido a nadie como yo. Decía que yo confirmaba la imagen que tenía de los auténticos americanos (no como aquellos insignificantes académicos), porque era astuto y obstinado, pero por otra parte tenía un lado reflexivo, complejo, sincero y vulnerable, y esa mezcla me daba un carácter exótico y brillante. Opinaba que había sido una buena idea dejar la literatura por el periodismo deportivo. No sabía nada de esa profesión, pero lo consideraba como un medio de vida fácil. Estaba de acuerdo con X en que era ridículo que yo estuviese en el Berkshire College, y también le parecía ridícula su presencia allí. Pero en realidad pensaba que nos parecíamos, los dos exiliados y un tanto trastornados, buscando la manera de seguir adelante. «Podrías haber sido perfectamente un musulmán», me dijo más de una vez, levantando su afilada nariz con aire apreciativo. «Tú también podrías haber sido periodista deportiva», le dije yo (y no sé lo que quería decir con eso, pero los dos reímos como locos).

Desde fuera, podía parecer que Selma y yo estábamos siempre jugueteando al borde del cinismo, pero no era verdad. Para ser realmente cínico (como cuando yo flirteé con aquellas dieciocho mujeres durante todas aquellas grandes finales deportivas), tienes que engañarte con tus propios sentimientos. Y nosotros sabíamos exactamente lo que estábamos haciendo y viviendo. No era un amor fingido, ni era sentimentalismo, ni tampoco expresaba un falso interés. No había sufrimiento. Era sólo una forma de anticiparse a los hechos, y eso puede ser tan bueno como cualquier otra cosa, incluido el amor. Selma sabía muy bien que cuando la tendencia a anticiparse se vuelve obsesiva, el infortunio empieza a acechar como una pantera. Y como tampoco quería nada de mí —yo no era empresario y estaba cargado de problemas—, ni yo de ella —salvo tenerla en mi coche y en mi cama, riéndonos y recorriendo el acolchado paisaje de Nueva Inglaterra y examinándolo como naturalistas—, nos salió bien. Pero yo descubrí todo esto más tarde, porque nunca llegamos a hablar de ello.

Por supuesto, nadie puede basar en eso una vida plena y equilibrada y esperar que dure mucho. Salir en coche a cenar a una posada de la carretera atravesando colinas y bosques con olor a otoño, pasar frío antes de volver a casa, un teléfono que suena al fin, repentinamente, en medio de una noche de verano, mientras los insectos zumban, el sonido de un coche y el chasquido de una puerta al cerrarse, un ronquido que se te ha hecho familiar, el ruido del humo de un cigarrillo contra el teléfono, el tintineo de los cubitos de hielo en un silencio envolvente, el rumor del río Tuwoosic filtrándose en tu sueño y la sensación lenta y positiva de que quizá no todo esté perdido, seguido del clásico final con suspiros de placer. Ella se rendía a la literalidad de la vida, pero a casi nada más. Y por eso el misterio emanaba de ella como una alarma contra incendios. No se puede buscar mucho más en la vida sin sufrir complicaciones.

No hubo nada entre nosotros ni ninguno de los dos dijo nada que pudiera cambiar nuestras vidas más de un instante. Los detalles eran lo que eran y nada más. Para los dos, nuestra vida juntos era algo perfecto y fugaz (que sirvió para enseñarme algo) que finalmente terminó.

De todas formas, ¿con qué podía ilusionarme si no? ¿Con el curso académico? ¿Con aquella pandilla de risueños y didácticos colegas? ¿Con la vida sin mi hijo primogénito? ¿Con la deteriorada vida hogareña de X y mía? ¿Con aquel desmoronamiento progresivo hacia la línea de meta? No lo sé, ni tampoco lo sabía entonces. Simplemente, descubrí que uno no puede conocer la vida de otra persona, y que tampoco había que intentarlo. Y cuando todo se acabó, nos limitamos a tomar una copa en el Bay State y nos dijimos adiós como si acabáramos de conocernos. Cuando oscureció, salí del campus y volví a Nueva Jersey sin entregar siquiera las notas (luego las mandé por correo). Estaba impaciente y receloso como un peregrino, pero no tenía ningún sentimiento de pérdida y ni un ápice de remordimiento. Todo estaba claro desde el principio y ninguno de los dos sintió que se le rompiera el corazón ni se arrepintió o sufrió. Es difícil lograr algo así en un mundo tan complejo como éste y por eso vale la pena recordarlo.

El día de mi marcha repentina, estaba sentado en mi despacho, en la planta de arriba de la antigua biblioteca, mirando por la ventana y soñando, en vez de leerme los exámenes finales y poner notas, cuando alguien llamó a la puerta. Yo había pedido que pusieran mi despacho en el sitio más aislado posible, para poder trabajar en mi libro. En realidad era para que a ningún estudiante se le ocurriera aparecer por allí, y de este modo Selma y yo tuviéramos más intimidad.

En la puerta estaba la mujer de un joven profesor agregado, un tipo al que apenas conocía y del que sospechaba por su actitud arrogante que no me tenía mucha simpatía. En cambio Melody, su mujer, había mantenido conmigo una larga y amistosa conversación en la primera fiesta del año que dio Arthur Winston (a la que asistió X). Me habló de El pájaro de fuego, una obra que yo no conocía ni había visto nunca. A partir de entonces, me pareció que ella me consideraba un elemento interesante, y siempre me sonreía. Era bajita y tenía el pelo de ratón, con ojos castaños y lacrimosos. Pero tenía una boca muy seductora que probablemente no le gustara a su marido, pero a mí sí.

Parecía nerviosa y un tanto avergonzada allí de pie, pero al mismo tiempo daba la sensación de que quería entrar y cerrar la puerta. Era diciembre e iba abrigada para la nieve. Recuerdo que llevaba un gorro peruano con orejeras y acabado en punta, y una especie de botas de lana.

Cuando cerré la puerta se sentó frente a mí y, acto seguido, sacó un cigarrillo y se puso a fumar. Yo también me senté y le sonreí, dando la espalda a la ventana.

—Frank —dijo de pronto, como si las palabras se agitaran dentro de su cabeza y le salieran accidentalmente—. Ya sé que no nos conocemos muy bien, pero quería verte otra vez desde que tuvimos aquella maravillosa conversación en casa de Arthur. Fue una conversación muy importante para mí. Espero que lo comprendas.

—Yo también lo pasé muy bien, Melody —apenas me acordaba de nada, salvo que Melody había dicho que hacía tiempo quería ser bailarina, pero que su padre siempre había estado en contra, y gran parte de su vida había estado marcada por el desafío al padre y a todos los hombres. Me pareció como si pensara que yo era distinto de los demás hombres.

—He montado una compañía de baile aquí en la ciudad —dijo Melody—. Contamos con el apoyo local. Creo que van a venir algunos alumnos del Berkshire y la facultad va a participar. Estoy yendo a clases otra vez y voy en coche a Boston dos veces a la semana. Seth se ocupa de los niños. Son unos días muy agitados, pero ha cambiado algo importante. Por lo menos hasta principios de otoño no se verán los resultados, pero todo empezó la noche en que estuvimos hablando de El pájaro de fuego —me sonrió llena de orgullo.

—Qué noticia más buena, Melody —le dije—. Te admiro, y sé que Seth está muy orgulloso de ti. Él me lo comentó —era mentira.

—Mi vida ha cambiado, Frank. Especialmente con Seth. De momento no me voy a separar, pero le he pedido recuperar mi libertad. Libertad para hacer lo que quiera y con quien quiera.

—Eso está muy bien —le dije. La verdad es que no sabía si estaba bien o no. Giré mi silla y miré por la ventana, al rectángulo nevado que se divisaba más abajo, donde unos estúpidos estudiantes construían una fortaleza de nieve. Luego miré el reloj de la pared como si tuviese una cita. Pero no la tenía.

—Frank, no sé cómo decir esto, pero tengo que decírtelo así porque no hay otra manera. Quiero tener un «lío». Y quiero tenerlo contigo —me dedicó una fría sonrisita que hizo más apetecibles sus dulces labios—. Ya sé que estás liado con Selma, pero también puedes enrollarte conmigo, ¿no? —se desabrochó su grueso abrigo y lo dejó caer tras ella. Vi que llevaba una malla púrpura por un lado y blanca por otro, los colores del Berkshire College—. Puedo resultar atractiva —dijo, y se bajó el hombro de la malla enseñando un pecho muy bonito, en medio de mi despacho, y luego empezó a bajarse el otro lado, color púrpura.

—Espera un momento, Melody —le dije—. Esto es bastante raro.

—Hasta ahora sólo he hecho cosas normales, Frank. Ahora quiero follar.

—Es una buena idea —le dije—. Pero ahora espera, quiero hacer una cosa. Ponte el abrigo —recogí su abrigo del suelo y se lo puse por los hombros. Ella seguía sentada con los dos magníficos pechos al desnudo. Sus labios parecían más llenos y hermosos que nunca. Llevaba el maillot arrollado en la cintura. Salí al pasillo. Cerré la puerta tras de mí, cogí mi abrigo del perchero que había al final de las escaleras, y bajé al aparcamiento a coger mi coche. Los estudiantes estaban dando los últimos retoques a la fortaleza de nieve y habían empezado a tirarse bolas chillando. Las clases habían terminado. Los exámenes quedaban aún demasiado lejos como para preocuparles. Ese es el mejor momento para estar en la universidad y simplemente vivir.

Cuando estaba a medio camino de aquel rectángulo me encontré —cómo no— a Seth Fairbanks, el marido de Melody, que se arrastraba pesadamente hacia el gimnasio. Llevaba una bolsa llena de libros y una raqueta de squash. Era un tipo delgado, nervudo, con un fino bigotillo negro, que había estudiado en la Universidad de Nueva York y daba clases sobre el siglo XVIII y también sobre la novela contemporánea. Una vez habíamos hablado de mis autores favoritos y resultó que odiaba a todos los que a mí me gustaban, y utilizaba argumentos cerriles para ridiculizarlos.

—¿Adónde vas, profesor Bascombe? —dijo Seth Fairbanks con una sonrisa irónica—. ¿A la biblioteca? —debía de ser una broma, pero yo no la entendí. Hice una mueca pensando en su mujer, que en aquel momento estaría tiritando en mi despacho, justo junto a una ventana que era visible desde donde estábamos (si es que aún estaba allí). Eran las cinco en punto y el día era gris y casi oscuro, así que tampoco hubiéramos visto nada.

—Voy a casa a corregir unos ejercicios, Seth —dije alegremente—. Les he pedido que escriban sobre Robbe-Grillet —otra mentira. Mis alumnos elegían los temas de sus ejercicios y también sugerían la calificación—. Es un tipejo muy listo.

—Me gustaría ver las preguntas que les planteas. Déjamelas en mi buzón mañana por la mañana. Igual aprendo algo. Yo estoy dando El mirón —Seth apenas pudo contener una risita.

—Claro —dije. Vi mi coche cubierto de nieve mientras bajábamos por la colina hacia el aparcamiento. El viejo gimnasio marrón estaba al otro lado de la carretera, con sus luces amarillas brillando en la oscuridad. Pronto empezaría a hacer frío. Se acercaba un largo invierno.

—Estoy preparando un curso sobre literatura fantástica. Frank, sólo para el trimestre de invierno —podía ver el aliento de Seth con el frío—. Hay muchos libros de literatura fantástica, y buenos libros. Tengo una teoría al respecto. Mucha gente tendría que leer esos libros.

—Me gustaría que me explicases tu teoría —le dije.

—Te dejaré un programa en tu buzón. Podemos comer juntos la semana que viene.

—Muy bien, Seth.

—Aquí está lo mejor de lo mejor, Frank. Tendrías que quedarte otro semestre. El periodismo deportivo puede esperar. Igual decides quedarte definitivamente —sonrió Seth. Yo sabía que no se creía lo que estaba diciendo pero le seguí la corriente.

—Lo pensaré, Seth.

—Muy bien —al llegar junto a mi coche, Seth levantó su raqueta a modo de despedida, y luego bajó por la colina hacia el gimnasio. Yo me quedé allí de pie y miré a la oscura ventana de mi despacho, donde había estado la mujer de Seth. Seguro que ya se había ido a casa. Eso me pareció una buena idea. Subí al coche, lo puse en marcha y volví a mi casa yo también.

A las diez y media me he lavado, afeitado y vestido con mi mejor conjunto de Pascua, un traje de lino mil rayas que tengo desde que iba a la universidad. Camino del jardín, veo a Bosobolo entrando a grandes zancadas por la puerta principal. Frisker se le ha colado en casa, y atraviesa el vestíbulo a toda prisa hacia la cocina y se cruza conmigo.

Me paro en el umbral de la puerta y por unos instantes le miro de arriba abajo, enarcando las cejas de una forma apreciativa. Es un hombre al que admiro, un huesudo africano de rostro austero, y estoy seguro de que tiene un largo pene de aborigen. Los dos compartimos el mismo sentido del humor un poco extravagante y sutil, un humor que nos parece único, y por eso somos respetuosos y malévolos, a la vez, el uno con el otro. A él le gusta que yo viva solo sin autocompadecerme, y que Vicki pase alguna noche aquí. Y yo le respeto porque estudia a Hobbes como antídoto contra la excesiva espiritualización reinante en el Instituto.

Lleva pantalones negros de misionero, camisa blanca de manga corta y sandalias, pero también una corbata feísima color naranja que se compró en la calle Cuarenta y Dos el día en que llegó de Gabón y que le da un aire de músico de blues. Últimamente le he visto dos veces desde la ventanilla de mi coche del brazo de una chica blanca y regordeta del seminario, con la mitad de años que él, los dos paseando por el jardín. Es evidente que se está urdiendo un romántico idilio en el pequeño ático de ella o quizá aquí mismo, en el piso de arriba de esta casa.

¡Qué idea tan exótica! Un viejo príncipe salvaje, lo bastante viejo como para ser su padre, retozando con ella por ahí como un muchacho de una fraternidad.

Al verme, Bosobolo se detiene bajo la lámpara de araña que X heredó de su tía, y me escudriña desde el vestíbulo como si yo estuviera muy lejos. Sé que le gustaría subir arriba y llamar al hermano Jimmy Waldrup, de Carolina del Norte, a quien admira profundamente, aunque no entiende cómo el hermano Jimmy puede ser tan listo y tener la lágrima tan fácil. Yo he visto sus apuntes en su habitación. Aquí recibe una educación muy completa.

—¿Qué tal la escuela dominical? —le digo sin poder esconder una mueca burlona. Entre nosotros todo tiene siempre un tono de sofisticada ironía.

—Bien —me dice, distante pero con aspecto serio y vagamente remilgado—. Usted lo habría pasado muy bien. Yo me encargué del Segundo Curso Metodista Profesional Avanzado para Hombres. Expliqué los orígenes del mito de la resurrección —sonríe altivo—. El hombre de Neanderthal pensaba que el oso de las cavernas estaba muerto, y luego descubrió que no era así.

Yo no puedo saber lo que esos profesionales —un grupo de avispados vendedores de seguros y vicepresidentes de divisiones bancarias— pensarán sobre el tema. Seguro que ahora lo estarán comentando en la Howard Johnson.

—Todo eso me suena demasiado antropomórfico, Gus —los profesores del Instituto le llaman Gus, no pueden pronunciar su primer apellido porque está lleno de difíciles consonantes. Además, creo que a él le gusta lo de Gus.

—Nuestro objetivo es la reconciliación —dice, y da un paso atrás—. La divinidad penetra donde puede, por decirlo con otras palabras —sus ojos negros se clavan en las estrellas y luego vuelven a bajar. Me gustaría interrogarle sobre sus arrumacos con la chica del seminario, pero seguro que se ofendería. Está casado y tiene un montón de hijos, y no creo que se tome a broma su nuevo compromiso. Después de todo, no soy Fincher Barksdale.

—Lo siento, pero no creo que le encuentren sentido a todo eso —sacudo la cabeza con seriedad burlona. Estamos en el vestíbulo, a tanta distancia uno del otro que es imposible ponerse del todo serios.

—Einstein creía en Dios —dice rápidamente—. Tiene su lógica. Debería usted venir a los debates —lleva su gran misal negro de Evangelios, aunque sus huesudos dedos ocultan totalmente el título.

—Me da miedo acabar con el misterio.

—No nos dedicamos a escuchar a Bach —dice—. Hemos comprometido nuestra fe. No tenemos nada que perder.

Me sonríe, orgulloso de su alusión a Bach, al que sabe que admiro. Los dos sabemos que Bach puede llegar a extenuar a cualquiera.

—¿Tienen algún incrédulo en la Iglesia metodista?

—Muchos. Yo sólo ofrezco lo que siempre ha estado al alcance de todos. Algún día morirán y lo descubrirán.

—Eso es muy duro.

Los ojos de Bosobolo centellean de regocijo y firmeza al mismo tiempo. Aquí, él es una autoridad.

—Cuando vuelva a casa seré más compasivo.

Enarca las cejas y camina hacia las escaleras. No ha mencionado la visita de Walter de anoche. Seguro que le divertiría saber que Walter le tomó por el mayordomo. En la frescura del aire matinal que entra en la casa, percibo su especiado olor a sudor, un olor que se adentra profundamente en mi nariz con una vaga y punzante advertencia: con este hombre no se bromea. Para él la religión no es un deporte.

—¿Y Hobbes? —le digo, dispuesto a dejarle marcharse—. ¿Discuten sobre él?

—También era cristiano. Le interesaba la temporalidad —con todas esas palabras me está diciendo que sí, que tiene un romance con la muchachita regordeta del seminario, que no se avergüenza, y que yo tendría que meterme en mis cosas—. Debería usted venir.

—Tengo demasiados asuntos mundanos.

—Bueno, entonces hoy es el día —dice. Levanta su mano libre para saludar y empieza a subir las escaleras de dos en dos—. Dios le sonríe hoy —dice desde el oscuro piso de arriba.

—Muy bien —digo—. Yo le devuelvo la sonrisa —vuelvo a la cocina primero para encontrar a Frisker y luego para ponerme en camino.

Avanzo por la ciudad y cruzo la calle del Seminario, que acaba en el jardín del Instituto y la pequeña iglesia presbiteriana, con su blanco campanario apuntando hacia las nubes. La plaza está vacía de gente, pero llena de coches aparcados. Un hombre de chaqueta naranja, sentado en una silla de ruedas, mira hacia la heladería cerrada, y nuestro único policía negro permanece de pie en el bordillo, agobiado con el peso de toda la parafernalia policial. El minibús de De Tocqueville me adelanta gruñendo y luego desaparece por Wallace Road. Los dos semáforos se ponen verdes bajo la acuosa luz del sol. Es el momento perfecto para un robo.

Giro al sur hacia Barnegat Pines, pero una manzana más allá doy un giro en U —lo que Ralph solía llamar un «izquierdazo»— y me coloco en el solar vacío destinado a inválidos, junto a la iglesia presbiteriana.

Dejo el motor encendido y me cuelo por una puerta lateral. Los porteros lo acordonan todo con unos folletos de Pascua hechos con hojas de reborde picoteado color vainilla. Son hombres de negocios locales, con trajes marrones y alfileres de corbata, dispuestos a susurrar un «encantadodeverle», como si te conocieran de toda la vida y te hubieran reservado el banco. Uno no puede sentarse durante las oraciones, los Gloria in excelsis y la Santa Comunión, pero sí durante los himnos, las proclamas y por supuesto la colecta.

Este es mi sitio favorito de la iglesia, la puerta trasera más lejana. Ahí es donde solía quedarse mi madre conmigo, de pie, las pocas veces que fuimos a la iglesia en Biloxi. No sé estarme quieto en un banco y siempre tengo que salir pronto, de forma que molestaría a la gente y pasaría vergüenza.

El tipo que me saluda lleva un cartelito que pone «Al». Alguien le ha escrito «Gran» delante con rotulador rojo. Lo reconozco de la ferretería y del bar The Coffee Spot. La verdad es que es grandón, de cincuenta y pico años, lleva ropa holgada y huele a tabaco y Aqua Velva. Cuando paso junto a su puerta, que está abierta, mostrando las hileras de cabezas orantes, se acerca a mí, me pone una manaza en el hombro y susurra «Le acomodaremos en un minuto. Hay un montón de asientos delante». El Aqua Velva fluye en torno a mí. El Gran Al lleva un gran anillo masónico dorado y púrpura y su velluda mano es tan ancha como un estribo. Me da un folleto y oigo el jadeo de sus pulmones enfermos. Los otros acomodadores están rezando, mirándose muy serios los pies y la alfombra rojo sangre, con los ojos decididamente abiertos.

—Sólo me quedaré un minuto, si le parece —susurro. Después de todo somos viejos amigos, presbiterianos de toda la vida.

—Claro, Jim. Quédate ahí —asiente el Gran Al con absoluta seguridad, y luego vuelve con los demás acomodadores e inclina la cabeza teatralmente. No es tan raro que piense en mí como en uno más, pues aquí mi identidad no es muy importante.

El altar flota bajo una luz eclesiástica, rodeado de floridos sombreros y cabezas inclinadas piadosamente. El ministro, que parece estar a un kilómetro de distancia, es un tipo robusto, serio, que se pasea con su poblada barba y una Biblia episcopalista, y sin duda da clases en el seminario. Su profunda voz teatral resuena en los viejos altavoces, con los brazos levantados y su hábito formando negras alas de murciélago sobre el altar adornado de lirios. «Y tomamos este día, oh Señor, como un gran, un grandísimo don. Promesa de una vida que empieza. Henos aquí en la tierra… ante el futuro…». Y todo lo demás. Escucho conteniendo el aliento, como si estuviera oyendo una gran revelación, un mensaje prometido que debo propagar en una ciudad lejana. Y siento…, ¿qué siento exactamente?

Es una buena pregunta ecuménica para un tipo tan arraigado como yo. Aunque la respuesta es llana y simple, pues si no no estaría aquí.

Siento simplemente lo que quería sentir, y sabía que sería así cuando he dado ese «izquierdazo» y he venido a toda velocidad hasta el aparcamiento. Un dulce y hierático ardor y una libre elevación por encima de los pesares, un agudo hormigueo en la punta de los pies como si fuera a desmayarme, algo semejante a lo que sienten los marinos de un rancio bergantín cuando el presidente visita su barco. Súbitamente vuelvo a mí, sin miedo ni ansiedad, pero sin sentir tampoco una reverencia opresiva. Tampoco corro ningún peligro de ser devorado por la religión —no es esa clase de sitio— y me siento increíblemente bien conmigo mismo y mis compañeros. Una rara inmanencia se apodera de mí, mientras las cosas retroceden y se alejan con la promesa de que aquí hay mucho más de lo que pueden percibir los ojos. Es sólo una ilusión y sólo durará hasta que llegue al coche. Pero eso es mejor que nada. Podría ser peor, podría sentir una vacía tristeza, o remordimiento, o podría sentirme trastornado por el doloroso hecho de estar solo.

Y luego de pronto: «Eleva mi alma y extiende tus alas, el mejor vestigio de tu voluntad; Elévala de lo transitorio hacia el cielo, el lugar de tu destino…». Mi voz se eleva fuerte y clara. Detrás de mí, la voz de barítono del Gran Al se integra en el coro de piadosos y arrepentidos habitantes de la zona residencial. Nunca me detengo a pensar lo que significan o implican las palabras. El órgano hace vibrar las ventanas, alcanza el techo, cosquillea las costillas, produce agitación en el vientre de todos; en el de Jim, en el de cada uno de los porteros, en el del predicador.

Luego me voy.

Le hago un signo furtivo al Gran Al, que se hace cargo en seguida y se estrecha sus manazas de estribo, en un masónico apretón de manos individual. Es el momento de la «Carrera hacia la tumba», y yo ya he recibido todos los mensajes que necesitaba. Estoy «salvado» en el único sentido posible (pro tempore) y puedo avanzar hacia la oscura temporalidad, ondeando todas mis banderas.