8

Una luz sospechosa brilla en la sala de estar de mi casa. Hay un coche extraño aparcado junto al bordillo. En el tercer piso, la lámpara de mesa de Bosobolo está encendida, aunque ya es más de medianoche. La Pascua le exige preparativos especiales, probablemente un sermón en una de las parroquias del Instituto, donde oficia de vez en cuando, para perfeccionar su técnica evangelizadora. Ha puesto una guirnalda en la puerta principal, una decisión que ya discutimos y que obtuvo mi aprobación. Todas las casas de Hoving Road están oscuras y silenciosas, cosa extraña en un sábado por la noche, pues siempre hay animación y las ventanas suelen estar iluminadas. En el claro cielo que se extiende sobre los acianos y los arbustos de tulipanes, sólo veo el resplandor cítrico de Gotham brillando en el cielo ochenta kilómetros más allá, como si estuviera ocurriendo algo importante, como por ejemplo una feria estatal, o un incendio colosal. Me gusta verlo desde aquí, estar lejos de la acción, a sotavento de todo lo que el gran mundo considera importante.

En mi casa está Walter Luckett.

Para ser más exactos, me espera de pie en la habitación que ahora utilizo como estudio. Es un lugar muy acogedor, con una galería y puertaventanas, atestado de muebles de jardín, lámparas de candelabros y mapas en vez de persianas (comprados por catálogo). Las estanterías llegan hasta el techo y hay una alfombra persa color púrpura que ya estaba en la casa. Esta es «mi» habitación, aunque tampoco soy muy quisquilloso con eso. Pero incluso Bosobolo, que puede ir por toda la casa, se mantiene a distancia de aquí, a menos que le llame. Es la habitación donde abandoné Tánger y donde escribo la mayoría de mis artículos deportivos. Mi máquina de escribir reposa sobre el escritorio. Y cuando X me dejó, dormí en esta habitación todas las noches hasta que tuve fuerzas para volver arriba. Mucha gente tiene espacios así de confortables y significativos en sus casas. En este momento, Walter Luckett está de pie en medio de mi habitación, con una sonrisa afectada e irónica. Seguramente fue esa sonrisa la que conquistó a una chica de Coshocton inteligente y picada de viruelas. Ella pensó que había encontrado a alguien único, y más tarde, la sonrisa la ayudó a soportar la locura y el infierno de ser su compañera.

No puedo decir que me alegre de verle, porque estoy cansado y hace sólo doce horas estaba lejísimos, en Walled Lake, hablando con un loco del que no he podido sacar ningún artículo. Lo que quiero es olvidarlo todo y acostarme. Mañana, como todos los mañanas, puede ser un magnífico día.

Walter tiene en la mano un catálogo de maletas de lona y al verme lo enrolla y hace un cucurucho con él.

—Frank, tu mayordomo me ha dejado entrar, si no no estaría aquí a estas horas, te doy mi palabra.

—Está bien, Walter. Pero no es mi mayordomo, es mi inquilino. ¿Qué pasa?

Dejo la bolsa para trajes en el suelo, una bolsa que compré con ese mismo catálogo que él estaba hojeando. Me encanta esta habitación, su resplandor cobrizo y dulce, la pintura descascarillándose levemente en las molduras, los canapés, las butacas de cuero y la mesa con su tapete, todo arreglado de una forma descuidada y nada pretenciosa que resulta muy sugerente. Me encantaría ovillarme en cualquier rincón y dormir siete u ocho horitas sin que nadie me molestara.

Walter lleva la misma camisa azul de tenis y los pantalones cortos sport de hace dos noches en el Manasquan, un par de mocasines sin suela y una chaqueta Barracuda con forro escocés (lo que en la fraternidad hubiéramos calificado de traje de cretino). Tiene toda la pinta de ser el mismo conjunto de ropa informal que Walter ha llevado desde los días de Grinnell. Pero, tras las gafas de carey, sus ojos parecen derrotados, y su pelo grasiento pide a gritos un lavado. En otras palabras, Walter tiene un aire que hace pensar en la muerte íntima, aunque me da la sensación de que quiere contarme algo.

—Frank, hace tres noches que no duermo —suelta Walter, y da dos tímidos pasos adelante—. Desde que hablamos en la playa —estruja el catálogo de Gokey enrollándolo lo más prieto posible.

—Deja que te prepare una copa, Walter —le digo—. Y dame el catálogo antes de que lo rompas.

—No, gracias, Frank, no voy a estar mucho rato.

—¿Una cerveza?

—No —Walter se sienta en un gran sillón frente a mi silla y se echa hacia delante, con los antebrazos sobre las rodillas: la postura de la confesión, algo que los presbiterianos apenas conocemos.

Se ha sentado bajo el mapa enmarcado de la isla de Block, adonde X y yo fuimos una vez en barco. Yo le regalé el mapa por su cumpleaños, pero se lo reclamé cuando el divorcio. X protestó, pero yo le dije que el mapa significaba mucho para mí, y en seguida cedió. Era verdad. Es un vínculo con aquellos tiempos felices en que la vida era sencilla y sin pesares. Es como una pieza de museo y me da rabia ver debajo el acosado rostro de Walter.

—Frank, esta casa es increíble. Me ha parecido lo más normal del mundo que tuvieras un mayordomo negro con acento británico —Walter mira a su alrededor atónito y con aire aprobador—. ¿Cuánto hace que la tienes? —esboza una gran sonrisa de niño ante su primera bici.

—Catorce años, Walter —me sirvo un buen vaso de ardiente ginebra de una botella que guardo detrás de los Libros del Mundo de mis hijos, y me lo bebo de un trago.

—O sea, en dólares antiguos, más un barrio como éste, más los intereses, suma un pico. Yo tengo algunos clientes por aquí, el viejo Nat Farquerson, por ejemplo. Ahora vivo en The Presidents, en la calle Coolidge. No es mala zona, ¿verdad?

—Mi mujer vive en la calle Cleveland, bueno, supongo que tendría que decir mi ex mujer.

—La mía está en Bimini, con Eddie Pitcock, menuda sorpresa me dio.

—Ya, ya me lo contaste.

Los ojos de Walter se vuelven rasgados y frunce el ceño al mirarme, como si lo que acabo de decir mereciese un buen azote. El silencio envuelve la habitación y yo no puedo contener un maleducado bostezo.

—Iré al grano, Frank. Lo siento. Desde aquel asunto en el Americana me he quedado paralizado. Toda mi vida está como muerta por ese maldito suceso. Por Dios, Frank, tienes que creerme, he hecho cantidad de cosas peores en mi vida. Una vez, cuando tenía veinte años y estaba ya casado, me tiré a una niña de trece años y luego estuve presumiendo de eso con mis amigos. Después de hacerlo me quedé dormido como un bebé. ¡Como un bebé! Y cosas peores. Pero no puedo quitarme esto de la cabeza. Tengo treinta y seis años, Frank. Y todo me parece horrible. Tengo la sensación de que me he parado, pero en el momento equivocado —una sonrisa de incredulidad cruza el rostro confuso de Walter, que sacude la cabeza. Tiene la expresión perturbada de un lisiado de guerra, pero el suyo es un asunto privado sobre el que nadie más podría bromear—. ¿Qué estás pensando en este momento, Frank? —me pregunta esperanzado.

—La verdad, no pensaba en nada —sacudo la cabeza para demostrarle a Walter que yo también soy un educado veterano de guerra, aunque en realidad estoy perdido en una especie de neblina en torno a Vicki. Me pregunto si espera que yo la llame para quedar, y no sé por qué, también me pregunto si volveré a verla alguna vez.

Walter se echa hacia delante sobre las rodillas, más ceñudo que cortés.

—¿Qué pensaste cuando te conté aquello hace dos noches? Cuando te lo dije por primera vez, ¿te pareció una idiotez?

—No, Walter. Son cosas que pasan, eso es lo que pensé.

—Entonces, ¿no he cometido ningún crimen, Frank?

—No creo.

La expresión de Walter todavía se vuelve más grave, como un hombre que se replanteara los límites de las cosas. Le gustaría que yo le hiciese una pregunta significativa, algo que le permitiese contarme un montón de cosas que no quiero saber. Pero si he decidido escuchar, también he decidido no preguntar. Es el único signo de la verdadera amistad del que estoy seguro: no ser curioso. Puede que lo que esté tramando Walter sea tan original como enseñar a conducir a un avestruz, pero no quiero un informe confidencial y detallado. Esta noche es demasiado tarde, y tengo ganas de irme a la cama. Y además, tampoco tengo experiencia en esas cuestiones. Y no creo que nadie, ni siquiera un profesional, pudiera decirle nada salvo «Muy bien, pero ahora, hijo, ve al hospital y que te pongan una inyección de algo que te haga volver al buen camino».

—¿Qué te preocupa a ti, Frank, si no te importa que lo pregunte? —Walter sigue mortalmente serio.

—No me preocupan muchas cosas. A veces, por la noche, el corazón me late como un martillo. Pero al encender la luz todo vuelve a la normalidad.

—Permíteme que te diga, Frank, que eres un hombre de principios. Tienes tu propia ética.

—Yo no creo que tenga una ética determinada, Walter. Simplemente, intento no hacer daño a nadie. Es lo único que sé hacer —le sonrío suavemente.

—¿Tú crees que yo le he hecho daño a alguien, Frank? ¿Crees que tú eres mejor que yo?

—Creo que eso da igual, Walter, si quieres que te diga la verdad. Todos somos iguales.

—Eso es una evasiva, Frank. Yo admiro los códigos de conducta en todos los aspectos —Walter se recuesta, cruza los brazos y me mira apreciativamente. Es posible que Walter y yo nos liemos a puñetazos antes de terminar la conversación. Aunque yo echaría a correr hacia la puerta para evitarlo. Siento que me invade un agradable y cómodo aturdimiento gracias a la ginebra y me encantaría irme así a la cama.

—Bueno, Walter —miro fervientemente a la isla de Block, intentando encontrar el punto donde recalamos X y yo por primera vez hace años. Sandy Point. Escudriño las librerías por detrás de la cabeza de Walter, como si esperase encontrar esas mismas palabras en el amistoso lomo de un libro.

—Frank, ¿puedo preguntarte qué haces cuando algo te preocupa y no puedes pararlo, lo intentas una y otra vez y no lo consigues? —los ojos de Walter se animan como si hubiera decidido mostrarse furioso e irritante y no le importase ser engullido por un torbellino.

—Bueno, a veces me doy un baño caliente. O doy un paseo a medianoche. O leo un catálogo. Me emborracho. A veces me meto en la cama y me entretengo pensando guarradas sobre mujeres. Eso me hace sentirme mejor. O escucho la radio. O veo el show de Johnny Carson. Pero tampoco caigo en ese estado muy a menudo —le sonrío para que se dé cuenta de que estoy hablando en broma—. Quizá debería deprimirme más a menudo.

Arriba, oigo a Bosobolo cruzar el pasillo hacia su cuarto de baño, oigo cerrarse la puerta y tirar de la cadena. Es un agradable sonido hogareño, como siempre, su último rito antes de acostarse. Un alivio prolongado y satisfactorio. Le envidio más de lo que nadie puede imaginarse.

—¿Sabes lo que pienso, Frank?

—Qué, Walter.

—No pareces alguien que sabe que se va a morir. Eso es —Walter agacha súbitamente la cabeza, como un hombre amenazado y a punto de ser derrotado.

—Supongo que tienes razón —sonrío con cierta condescendencia, aunque las palabras de Walter me producen un frío y lúgubre impacto; la primera palada de tierra fangosa golpeando el ataúd, los dolientes volviendo a sus Buicks, las puertas cerrándose al unísono. ¿Quién demonios quiere pensar en eso ahora? Es la madrugada de un día de resurrección y de renovación universal. Tengo tantas ganas de hablar de la muerte como de cantar una canción haciendo el pino—. Quizá lo que necesitas es reírte a gusto, Walter. Yo intento reírme a diario. ¿Sabes lo que le dijo la bandeja al camarero?

—No lo sé. ¿Qué le dijo? —Walter no está muy divertido, pero a mí tampoco me divierte mucho Walter.

—No me toques el culo, guarro —le miro. Sonríe forzadamente pero no se ríe—. Si no te parece divertido, debería parecértelo. Es muy divertido —yo tengo que hacer un esfuerzo para reprimir una carcajada, aunque estamos en plan serio y profundo, y no se admiten bromas.

—Quizá pienses que necesito un hobby o algo así, ¿no? —Walter todavía sonríe, aunque no muy amistosamente.

—Sólo tienes que ver las cosas desde otro ángulo, Walter. Eso es todo. No te concedes ni un instante de descanso —quizá una puta de cien dólares fuese un buen ángulo. O un cursillo nocturno de astronomía. Yo no me enteré de que podía haber más de una estrella polar hasta que tuve treinta y siete años. Fue una gran sorpresa y para mí esa estrella aún conserva la aureola de la sorpresa.

—¿Sabes una cosa de verdad, Frank?

—¿Qué, Walter?

—Que cuando nos hacemos adultos dejamos de observar para convertirnos en el objeto observado. ¿Sabes lo que eso significa?

—Supongo que sí —lo sé con una claridad meridiana. El divorcio está lleno de esas pequeñas lecciones colectivas. Pero tendría que estar loco para intercambiar máximas de ésas con Walter. Ni siquiera lo hacemos en el Club de Divorciados—. Walter, estoy muy cansado, ha sido un día muy largo.

—Y te diré otra cosa, Frank, aunque no me lo hayas preguntado. No voy a ser tan cínico como para ignorarlo. No voy a encontrar un hobby ni voy a aprender a contar chistes. El cinismo te hace creerte muy listo aunque no lo seas.

—Quizá. Pero yo no me quiero pelear contigo.

—Frank, yo no sé qué demonios he hecho de mí y no tiene sentido creerme muy listo. Si lo fuera, no me hubiera metido en este lío. Me siento desnudo y confuso, estoy aterrorizado —Walter sacude la cabeza en afligido desconcierto—. Siento todo esto, Frank. Preferiría superarlo solo, sin ayuda.

—Eso está muy bien, Walter, pero no sé si podrás. ¿Por qué no tomamos algo? —inesperadamente, mi corazón late por este Walter que intenta avanzar solo. Walter es el auténtico miembro de la Nueva Era y la verdad es que yo no soy muy distinto. He hecho descubrimientos que él también hará cuando se calme. Pero la época en que podía quedarme levantado toda la noche, furioso por algún point d’honneur, con una nueva novela o para salvar a alguien de mares embravecidos, se acabó hace tiempo. Ya soy demasiado viejo para todo eso, aunque no lo sea en años. El día siguiente, cualquier nuevo día significa demasiado para mí. Tiendo a anticiparme en demasía, con los ojos puestos en el futuro. Le puedo ofrecer una última copa y una habitación en la que Walter pueda dormir con la luz encendida.

—Sí, tomaré algo, te lo agradezco. Y luego me largaré.

—¿Por qué no te quedas a dormir esta noche? Puedes instalarte en el sofá, y hay una cama extra en el cuarto de los niños. Eso estaría bien.

Sirvo un vaso de ginebra para cada uno y le tiendo el suyo. Había escondido unos vasos muy gordos de los Baltimore Colts que compré con un catálogo de Balfour cuando estaba en el college, en la época en que Unitas y Raymond Berry eran las grandes estrellas. Y ahora parece el momento perfecto para sacarlos. Los deportes son una buena distracción en la vida cuando todo se vuelve melancólico.

—Muy amable de tu parte, Franko —dice Walter, mirando extasiado el emblema de los Colts en el aire, una antigua calcomanía azul brillante sobre un cristal en relieve—. Bonitos vasos —sonríe admirado. Hay una parte de mí que Walter no puede desentrañar, aunque tampoco creo que le interese. La verdad es que tampoco está interesado en mí. Tal vez a mí tampoco me interese él, y simplemente esté jugando al buen samaritano, un papel que yo podría representar por cualquiera (preferiblemente una mujer), siempre que el otro no quisiera matarme. Todavía hay una parte de mis pensamientos que siguen en esa línea. Como mis vasos Colt. Él tendrá en su casa Waterfords, cristales grabados color salmón y copas de plata. A menos que Yolanda se lo haya quedado todo. Pero lo dudo, porque Walter es demasiado astuto como para eso.

—Salud —dice amilanado.

—Salud, Walter.

Deja el vaso inmediatamente y tamborilea los dedos en el brazo de la silla, luego clava la vista en mí, taladrándome.

—Es un tipo normal, Frank —Walter sorbe y sacude la cabeza con fuerza—. Un economista que estaba en Wall Street como yo. Tiene dos hijos y una mujer llamada Priscilla. Viven en Newfoundland.

—¿Qué coño hacen allí arriba?

—Es el Newfoundland de Nueva Jersey, Frank, en Passaic County —un lugar adonde X y yo solíamos ir en coche los domingos y comer pavo con guarnición en un restaurante. Perfecta pequeña América bucólica en una reserva natural de Nueva Jersey, a una hora de Gotham—. No sé qué pensarás de nosotros —dice Walter.

—Nada.

—Es un tipo que está bien, eso es lo que quiero decir, ¿entiendes? —Walter palmea las manos en su regazo y me dirige una mirada casi ofendida—. Fui a su empresa a cobrar unos bonos de un cliente y, no sé cómo, empezamos a hablar. Él utilizaba los mismos fondos sin comisión que yo, y ya sabes, hablas… Yo ya llegaba tarde y decidimos coger el funicular y tomar algo hasta que se despejase el tráfico. Y una conversación llevó a otra. Me refiero a que hablamos de todo, desde la petroquímica y la industria del vidrio hasta del equipo de fútbol del college. Resulta que se graduó en Dickinson. Pero lo primero que supe de él fue a las nueve y media, ¡y llevábamos tres horas hablando! —Walter se frota su pequeño y atractivo rostro con las manos, debajo de las gafas, alrededor de los ojos.

—Eso no me extraña, Walter. Podríais haberos estrechado la mano y haberos ido cada uno a su casa. Es lo que hacemos tú y yo. Es lo que hace la mayoría de la gente —(¡y lo que hay que hacer!).

—Ya lo sé, Frank —se vuelve a poner sus gafas de concha con las dos manos. No tengo nada que decir. Walter actúa como alguien que estuviera en trance y temo que despertarle sólo sirva para confundir las cosas y eternizarlo todo. Con un poco de suerte, esto acabará pronto y podré meterme en la cama—. ¿Quieres que te lo cuente, Frank?

—No quiero oír nada que me resulte violento, Walter. En ningún sentido. No tengo tanta confianza contigo.

—No es nada violento, en absoluto —Walter se vuelve a un lado y alcanza su vaso, mirándome esperanzado.

—Está ahí —le digo, señalando la ginebra.

Walter se acerca y se sirve un vaso, luego se hunde en su cómoda butaca y se lo bebe. Lo engulle, como decíamos en Michigan. Ha engullido su bebida. Se me ocurre que en este momento podría estar en Michigan, que Vicki y yo podríamos haber ido a Ann Arbor y haber cenado tarde en el Pretzel Bell. Filete con mostaza picante y una ración de col lombarda. Me he equivocado en la elección.

—¿Sabes quién es Ida Simms, Frank? —Walter me mira con una expresión sensata, apretándose el labio de arriba con el de abajo. Quiere darme a entender que se basa en una fría lógica y que a partir de ahora sólo se basará en fundamentos sólidos y hechos demostrables. Este chico no admite ningún sentimiento extremo.

—Me suena, pero no sé de qué.

—Su foto salió en todos los periódicos el año pasado. Era una señora mayor con un peinado años cuarenta. Parecía un anuncio de algo, y en parte lo era. Era una mujer que había desaparecido. Cogió un taxi hasta Penn Station con dos perritos de lanas y nadie volvió a verla. La familia puso anuncios con su foto diciendo que si alguien sabía algo les llamase. Se había volatilizado en un abrir y cerrar de ojos —Walter sacude la cabeza, atónito, y al mismo tiempo aliviado de pensar lo extraño que es el mundo—. Sufría trastornos mentales, Frank, había estado internada y todo eso salió a la luz. Como verás, los signos no eran muy esperanzadores para la familia. En circunstancias así, cualquiera sentiría un fuerte impulso de desaparecer.

Walter me mira con un brillo significativo en sus ojos azules y yo me veo obligado a mirar otra vez el mapa de la isla de Block.

—Nunca se sabe, Walter. La gente desaparece durante diez años y luego se despierta un día en San Petersburgo, se suben a un avión de la Sunshine y todo acaba bien.

—Ya, es verdad —Walter se mira los mocasines—. Yolanda y yo estuvimos hablando del asunto. Ella pensó que la foto era una especie de truco de un salón de masaje o algo encubierto. Pero yo no podía creerlo. Yo sabía lo mismo que ella. Pero en la foto aquella mujer parecía la madre de alguien, la tuya o la mía, con peinado alto como en los años cuarenta, y con una sonrisa temerosa, como si supiera que iba a tener problemas, y yo no estaba dispuesto a creer que fuese un truco. Le dije a Yolanda que tenía que creerlo, que no podía ser mentira. ¿Me entiendes?

—Supongo que sí —la verdad es que había visto la foto unas veinte veces. El anunciante había tenido la genial idea de colocarla en la página de deportes del Times, y yo me la leo enterita, hasta las necrológicas. Me preguntaba si Ida Simms sería una peluquería unisex o un servicio de catering erótico, y que a alguien se le habría ocurrido usar una foto de su madre como reclamo. Al final los deportes de la temporada me absorbieron y me olvidé de Ida Simms.

—Un día —dice Walter—, estaba leyendo el periódico y dije «Me pregunto dónde estará esa pobre mujer». Y Yolanda me dijo, como era típico en ella, «Esa mujer no es nadie, Walter. Es sólo un reclamo para alguna canallada. Si no me crees, yo llamaré a ese número y tú puedes escuchar por el otro teléfono». Le dije que no quería escuchar nada porque aunque tuviera razón, no debería de tenerla. Si algo así me sucediera, no me gustaría que nadie se diera por vencido, ¿entiendes?

—¿Qué pasó después?

—Ella llamó y le contestó un hombre. Yolanda dijo: «¿Quién es?», y él le dijo algo como: «Al habla Mr. Simms, ¿sabe algo de mi mujer?». Naturalmente, era una línea especial. Y Yolanda dijo: «No, no sé nada. Pero me gustaría saber si esto va en serio». Y el hombre dijo: «Sí, va en serio. Mi mujer se perdió en febrero y estamos muy preocupados. Ofrecemos una recompensa». Yolanda sólo le dijo: «Lo siento, yo no sé nada». Y colgó. Esto fue unas seis semanas antes de que se marchase con ese Pitcock —los ojos de Walter se contraen como si pudiera ver a Pitcock por la mirilla de un rifle de gran calibre.

—¿Y qué tiene que ver eso contigo?

—Resulta irónico, o por lo menos yo lo veo así. Nada más.

—Creo que estás obsesionado con todo eso, Walter.

—Quizá sí. Pero no puedo quitármelo de la cabeza. Esa pobre mujer vagando sólo Dios sabe por dónde, quizá perdida o loca. Y todo el mundo pensando que su foto era un anuncio de algo sucio, un truco obsceno. Esa impotencia me conmueve.

—Todo es posible, Walter —no puedo contener otro bostezo.

Walter se aprieta las manos entre sus rodillas desnudas y me dirige una extraña mirada de súplica.

—Ya sé que todo es posible, pero cuando se lo mencioné a Warren, me dijo que todo aquel asunto le había parecido una tragedia, y era una vergüenza que nadie hubiera llamado con noticias que tranquilizasen a la familia. Incluso saber que había muerto hubiera sido un alivio.

—Lo dudo.

—De acuerdo, eso es discutible. Pero todos tenemos que morir. Eso no es ninguna tragedia. Lo malo es una vida de mierda, cínica e insensible, con alguien como Yolanda, que llamaba a esa pobre gente y les hacía sufrir más de la cuenta sólo porque no podía evitar bromear sobre la muerte. Algo que nos afecta a todos…

—Oh no, por favor.

—Vale, Frank, no te preocupes. Pero quiero contarte el resto, al menos la parte que no te resulte violenta.

Escuchar la historia del momento mágico de Walter sólo puede aburrirme. Es como ver una película sobre cadenas de montaje o ir a una conferencia de física sobre la ionización negativa. ¿Qué podría oír que no supiera ya? No me interesa la vida íntima de los hombres, sólo su vida pública.

—Era como una amistad, Frank —de pronto, Walter tiene los ojos tan tristes como un enterrador—. Si es que puedes creerme. —¿qué podría decirle?—. Creo que puedo explicar mis sentimientos, ¿no? Lo único que sé es que él dijo: «La muerte no es ninguna tragedia». Me pareció extraño, no sé. Y luego dijo: «Vayámonos de aquí». Lo mismo que harías con una mujer de la que creyeras estar enamorado. Ninguno de los dos se sorprendió. Simplemente nos levantamos, salimos del funicular hacia la bolera Green y cogimos un taxi hacia la zona alta.

—¿Por qué escogisteis el Americana? —en realidad, no me interesa saberlo. Lo que me gustaría es agarrar a Walter por las solapas de su Barracuda y echarle de aquí.

—Su empresa tiene reservadas habitaciones allí para los que trabajan hasta tarde. Supongo que eso te parecerá irónico, ¿no?

—No sé, Walter, me imagino que teníais que ir a algún sitio.

—Suena estúpido, incluso para mí. Dos tipos de Wall Street yendo a hacerlo al Americana. A veces te atrapa tu propia estupidez, ¿no te pasa, Frank? —se muere por contarme todo ese miserable asunto.

—¿Y qué pasará, Walter? ¿Vas a volver a ver a ese Warren o como se llame?

—Quién sabe, Frank. La verdad es que lo dudo. Supongo que él es feliz allí, en Newfoundland. Para mí, el matrimonio se basa en el mito de la perpetuidad, y yo estoy firmemente casado con el aquí y ahora —Walter sorbe con aire profesional, pero no tengo ni puñetera idea de qué me está hablando. Por mí, podría estar recitando el discurso de Gettysburg en swahili[12]—. Warren no piensa como yo, y eso está muy bien. No creo que yo haya nacido para ser uno de esos tipos, Frank. Pero nunca me había sentido tan cerca de nadie en toda mi vida. Ni siquiera de Yolanda, ni de mi madre y mi padre, lo que para un chico de Ohio es bastante terrorífico —Walter me dedica una sonrisa asustada de chico de Ohio—. Yo renuncié a ese asunto de perpetuarse que, después de todo, sólo se basa en el miedo a la muerte. Pero tú ya sabes todo eso. Es otra vez el gran tópico. A mí no me da miedo morirme de pronto, Frank, y dejarlo todo hecho un lío. ¿Y a ti?

—A mí sí me preocupa, Walter, lo reconozco.

—¿Habrías hecho lo que yo, Frank? Di la verdad.

—Me temo que todavía estoy apegado al concepto de la perpetuidad. Soy bastante convencional. Eso no quiere decir que te desapruebe, Walter, porque no es así.

Al oír eso, Walter levanta la cabeza. Acaba de oír inesperadas buenas noticias, y sus tristes ojos azules se contraen como si viese un largo corredor donde la luz se hubiera desvanecido como el tiempo pasado. Me mira a través de sus lentes durante un largo momento, quizá medio minuto. Y yo sé exactamente lo que ve o intenta ver. Durante mucho tiempo, intenté ver lo mismo en X, antes de que ella me dejara para siempre.

¡Walter intenta reconocerse en mí! Si algún anticuado y convencional elemento de Walter Luckett es reconocible en la convencional e indulgente naturaleza de Frank Bascombe, quizá no esté todo perdido. Walter quiere saber si puede salvarse, después de haberse adentrado por sus propios medios en aguas turbulentas e inexploradas. A pesar de su imprudencia, Walter es un académico y no un explorador de lo desconocido.

—Frank —dice Walter, con una sonrisa. Se retuerce en su silla y sacude la cabeza exageradamente. De momento, ha conjurado el mal—. ¿Alguna vez has deseado que algo o alguien te arrastrara y te llevara lejos, muy lejos de todo?

—Muchas veces. Por eso trabajo en lo que trabajo. Puedo coger un avión y ya está. A eso me refería la otra noche cuando te hablaba de viajar.

—Bueno, así es como me sentía cuando he llegado aquí esta noche, Frank, cuando tu chico de color me ha dejado entrar. Yo vagaba por aquí, esperando. Pensaba que no había ningún sitio que estuviera lo bastante lejos. Estaba metido en un lío infernal, y cada vez era peor. ¿Te acuerdas de cómo te sentías cuando eras pequeño? No había límites, nada tenía importancia, no éramos responsables de nada.

—Era fantástico, Walter, ¿no crees? —yo estoy pensando en la fraternidad, que era fantástica. Whisky, partidas de cartas, chicas…

—Antes de venir aquí tenía la sensación de que todo estaba contra mí. Era espantoso.

—Entonces me alegro de que hayas venido, Walter.

—Yo también. Me siento mejor, gracias a ti. Quizá haya sido la conversación. Me parece como si me dieran otra oportunidad. Por cierto, Frank, ¿has ido alguna vez a cazar patos? —Walter esboza una amplia y generosa sonrisa.

—No.

—Pues vayamos algún día. Tengo todo tipo de escopetas. Precisamente ayer las estaba mirando y limpiando. Te puedo dejar una. Me gustaría que vinieras conmigo a Coshocton y que conocieras a mi familia. Quizá el próximo otoño. La región del río Ohio vale la pena. Cuando era pequeño iba todos los días hasta que terminaba la temporada, ¿sabes? Aunque parezca lejos, no está tan lejos, sólo hay que coger la Penn Turnpike. Últimamente no he ido, pero estoy dispuesto a empezar otra vez. Mis padres se están haciendo viejos. ¿Y los tuyos, Frank? ¿Dónde están?

—Están muertos, Walter.

—Ah, ya… Todos los perdemos un día u otro, Frank. ¿Y qué planes tienes?

—¿Cuándo?

—Este verano, por ejemplo —Walter está realmente radiante. Me gustaría que se fuese a su casa.

—Voy a llevar a mis hijos al lago Erie. —¿Qué le importarán mis planes? Para él, ahora todo está bien.

—Muy buena idea.

—Ya he tenido bastante por hoy, Walter, ha sido un día muy largo.

—Al llegar aquí estaba desesperado, Frank. Parecía que la vida se me escapaba y ahora ya no es así. ¿Qué puedo hacer? ¿Te apetece venir a comer unos huevos fritos? Hay un sitio bastante bueno en la Ruta 1. ¿Qué te parece un desayuno? —Walter está de pie, con las manos en los bolsillos, apoyándose en los tacones.

—Creo que me voy a la piltra, Walter. El sofá es todo tuyo.

Walter retrocede, coge su vaso Colt, lo admira y luego me lo da.

—Creo que cogeré el coche y conduciré un rato. Eso me relajará.

—Dejaré la puerta abierta.

—De acuerdo —dice Walter con una sonrisa impetuosa—. Frank, déjame darte una copia de la llave de mi casa. Nunca se sabe cuándo vas a querer desaparecer un rato. Mi casa es tuya.

—Pero tú estarás allí, ¿no, Walter?

—Sí, pero eso da igual. Así sabes que siempre puedes desaparecer cuando te dé la gana —Walter me tiende la llave. No tengo ni idea de por qué piensa que yo querría desaparecer.

—Es muy amable por tu parte —me guardo la llave en el bolsillo y le dirijo una bondadosa sonrisa para forzarle a que se vaya.

—Frank —dice Walter, y luego, inesperadamente y sin darme tiempo a escapar o esquivarle, Walter me agarra la mejilla ¡y me da un beso! Yo me quedo un momento aturdido, luego le empujo hacia atrás y en un arrebato de malhumor le grito:

—¡Déjame, Walter, no quiero que me beses!

Walter se pone rojo como un tomate y parece confuso.

—Claro, claro —dice. Sé que le he malinterpretado, pero me conozco. Le daría un beso en los morros a un camello antes que dejarle a Walter que me besara otra vez en la mejilla. No ha roto esa barrera conmigo, por mucho que se sienta como en casa.

Walter sigue de pie, parpadeando tras sus gafas de concha.

—Perdemos el control poco a poco, ¿eh, Frank?

—Vete a casa, Walter —ahora estoy impaciente.

—Quizá lo haga, Frank, gracias a ti —Walter esboza su sombría sonrisa de veterano de guerra y se dirige a la puerta.

Al cabo de un momento le oigo arrancar el coche. Por la ventana veo los faros delanteros en la calle y el coche —un MG— gruñe tristemente y se aleja. Walter toca dos veces el claxon para despedirse y desaparece por la curva. Seguro que llamará al llegar a casa, es el típico niño bien pelmazo. Me instalo en el sofá donde dormía en los viejos tiempos, cuando X se fue. Me echo totalmente vestido, con catálogo de Gokey para leer y descuelgo el teléfono: una pequeña y silenciosa concesión a la experiencia. No llames, dice mi mensaje silencioso, estaré durmiendo. Soñando con dulces sueños. No llames. La amistad es una mentira de la vida. No llames.

Durante los primeros seis meses tras la muerte de Ralph, cuando estaba en lo más profundo de mi ensoñación, empecé a pedir que me mandaran a casa todos los catálogos posibles. Cada tres meses llegaban al menos cuarenta. Al final tuve que tirar un montón para poder conservar el resto. A X no parecía importarle y a veces se interesaba tanto como yo, incluso bastantes catálogos venían a su nombre. Era verano y en esa época pasábamos al menos una tarde a la semana echados en el solarium o sentados en el office, hojeando las páginas a color, marcando con rotulador fosforescente las cosas que queríamos, doblando las esquinas de las páginas interesantes, rellenando formularios con nuestros números de cuenta (muchos de ellos nunca llegamos a enviarlos) y apuntando números de teléfono gratuitos para llamar cuando nos apeteciera.

Yo tenía un catálogo de animales que incluía un disco con una balada a un conejito muerto. Catálogos de collares de perros. Catálogos de maletas de lona que resistían un viaje a África. Catálogos de expediciones a países extranjeros con mujeres solteras. Catálogos de todo tipo de ropa para cualquier ocasión y cualquier clima. Catálogos de libros raros, catálogos de discos, de exóticos trabajos de marroquinería, catálogos de jardines ornamentales de Italia, catálogos de semillas de flores, catálogos de pistolas, catálogos de utensilios eróticos, catálogos de hamacas, catálogos de veletas, accesorios de barbacoa, animales exóticos, morteros, caza-babosas… Tenía todos los catálogos posibles, y si encontraba un anuncio de otro, escribía o llamaba para pedirlo.

Durante un tiempo, X y yo nos convencimos de que satisfacer todas nuestras necesidades de consumo mediante catálogos era la forma de vida que mejor se adecuaba a nosotros y a nuestras circunstancias. Pensábamos que, para nosotros, aquello era mejor que salir al mundo y perder el tiempo en galerías comerciales, ir a Nueva York o incluso a las sombrías calles comerciales de Haddam en busca de lo que necesitábamos. Mucha gente de la ciudad hacía lo mismo, convencida de que era la manera de encontrar los productos mejores y más inusuales. El camión de la UPS sigue viniendo cada día a nuestra calle, a descargar hamacas, aparatos para ahumar y Dios sabe qué, guantes para barbacoa, buzones de correos imitando cofres de tesoros y hasta balcones enteros.

Para mí, en todo aquello había algo más que la facilidad de compra. Dedicaba horas a pasar páginas en busca del destornillador más práctico o del tapón para las botellas de cerveza que sólo se podía comprar a través de una oficina de correos de Nebraska. La vida que pintaban esos catálogos me parecía irresistible. Tal vez debido a mi estado de ánimo, me atraía la abundancia de cosas corrientes y pseudoexóticas (el exotismo desaparece si compras el mismo producto en una tienda). Me encantaba la idea de la venta por correo y aquellas caras de americanos corrientes allí pintadas, gente con batas de amianto para soldar, sosteniendo sus cañas de pescar, revisando sus generadores con sus nuevos destornilladores luminosos, con sus zapatos Oxford, sus camisones de lana, siempre con los mismos productos, mes tras mes, temporada tras temporada. El hecho de que fuera de mi vida hubiera ciertas cosas inmutables me producía una extraña seguridad. Me tranquilizaba que aquellos mismos hombres y mujeres, colocados junto a las mismas chimeneas familiares de ladrillo, o en las mismas confortables camas con dosel, sosteniendo las mismas escopetas o cerbatanas, con calentadores o cajas de pastillas para el fuego, disfrutaran de un magnífico día a perpetuidad. Todo era seguro y accesible. Todo el mundo tenía lo que necesitaba o podía conseguirlo. La demostración perfecta de que algo ligeramente misterioso puede convertirse en literal.

Había noches en las que X y yo nos sentábamos sin nada que decirnos, aunque no estábamos enfadados ni peleados. En esas ocasiones, lo mejor era entrar en aquella vida fugaz y totalmente convencional de los catálogos. Allí, lo único que importaba era tener aquel abrigo sport de pata de gallo para Halloween o un felpudo buenísimo, o que en plena noche, tus vecinos vieran de lejos a Jacques, tu perro spaniel Brittany, leyeran su nombre en el collar fosforescente, y le llamaran para salvarle del camión de troncos que estaba a punto de atropellarle.

Todos encontramos consuelo donde podemos. Allí había una especie de vida, y aunque no pudiéramos ir a buscarla a Vermont, Wisconsin o Seattle, seguía siendo una vida. Era mejor que el ensueño y el silencio de aquel caserón, donde una muerte injustificada se había cobrado su triste precio.

Con el tiempo, todo aquello pasó, cuando yo empecé a interesarme por las mujeres y X se esforzó por adaptarse a su pérdida. Meses después, me fui de casa para dar clases en el Berkshire College. Una noche, solo en la casita del profesor de baile que el college me alquilaba al final del campus, cerca del río Tuwoosic, me puse a leer un catálogo. Durante el primer par de semanas no había hecho otra cosa. El vestíbulo de la facultad estaba lleno de ellos, o sea que yo no era el único que los leía. En aquella ocasión, se trataba de un proveedor de artículos de caza bastante caros, con sede en West Ovid, New Hampshire, al pie de las White Mountains, sólo a unos ciento y pico kilómetros de donde yo estaba en aquel momento. Aquella noche, en lo alto de la colina, un grupo de estudiantes daba un recital (al que yo estaba invitado), y un fresco olor a manzanas acarameladas flotaba en aquel aire de Nueva Inglaterra y entraba por mi ventana. La posibilidad de ir me parecía tan remota como la de llegar a Neptuno. Estaba distraído comparando los tamaños de las cestas suizas de picnic, hechas de mimbre y forradas de cuero, y volviendo a mirar los anuncios de liquidaciones de las páginas en blanco y negro, pensando en una linterna de colgar, unos calentadores para las gélidas noches que vendrían y un cable a prueba de ratones, cuando de pronto, en la página 88, vi unos ojos familiares.

¿Cuántos años habían pasado? Era un leve brillo, estrábico y alegre que había visto cientos de veces. Pero en la página 88 sólo se veían los ojos, tras una seda negra de Crimea. La seda cubría a una mujer que anunciaba prendas de ropa interior de seda de Formosa.

Fuera, en la oscuridad reinante, las notas de «Scarborough Fair» flotaron por las colinas púrpura, y el olor del bosque de olmos y manzanos entró volando deliciosamente por mi ventana. Pero ya no me importaba.

Pasé las páginas hacia adelante y atrás. Y de pronto, allí estaba Mindy Levinson casi en cada página: con el pelo largo y castaño y una tímida sonrisa, una chaqueta sueca de angora por los hombros (no parecía judía ni por asomo); más atrás, de pie frente a un granero rojo de Vermont, con una informal chaqueta Harris Tweed y un aire orgulloso y arrogante; en el dorso de portada, con un sombrero austríaco y una expresión arrepentida por algún error inconfesable; en otra parte, hacia el final, en una confortable cocina de New Hampshire, encendiendo fuego con un encendedor de bronce con forma de cabeza de pato. Y más allá, rodeada de un grupo de duendecillos, todos con sombreritos de juguete de piel de conejo.

Mindy fue mi primer romance del college. Solíamos escaparnos a la casa que sus padres tenían en Royal Oak, y nos pasábamos el día retozando. Mindy me acompañó en un viaje por la región de Hemingway y se quedó conmigo en una playa del lago Walloon, donde brillaban las luciérnagas. Ella fue la primera chica por la que mentí al recepcionista de un hotel. Más tarde, se casó con un escuchimizado promotor inmobiliario llamado Spencer Karp y se estableció en un barrio residencial de Detroit, en Hazel Park, cerca de sus padres, y tuvo hijos antes de que yo acabase la carrera.

Me quedé de piedra. En medio de un presente desordenado y desconcertante surgía un amistoso y caritativo rostro del pasado. No solía ocurrirme a menudo. Allí estaba Mindy Levinson, sonriéndome veinte veces, envuelta en una vida radiante que yo podría haber compartido si hubiese estudiado Derecho, me hubiese aburrido de la práctica corporativa, lo hubiese dejado todo, me hubiese trasladado a New Hampshire, hubiera colgado mi placa y le hubiera montado a mi mujer una tienda de ropa prêt à porter. Una vida agradable y tentadora, sin locuras ni taquicardias a media noche. Una vida de cuento de hadas para adultos de verdad.

Me preguntaba dónde estaría Mindy, dónde estaría Spencer Karp, por qué ya no parecía judía, qué había pasado con Detroit…

Lo que hice fue coger inmediatamente el teléfono, marcar el número —que era gratuito las veinticuatro horas del día—, y hablar con una mujer de voz somnolienta. Cité la página del catálogo de los niños con sombreritos de juguete y pedí tres. Mientras le leía mi número de tarjeta de crédito, le comenté que la mujer de la foto me parecía extrañamente familiar, que se parecía a mi hermana, de quien me había separado la agencia de adopción. ¿Utilizaba su empresa modelos locales?, le pregunté. «Sí», fue la estoica respuesta. ¿Sabía ella quién podía ser aquella mujer en concreto? Hubo una pausa. «Yo no sé nada», dijo la mujer recelosamente. «¿Quiere comprar algo más?», suspiró, exasperada por la falta de sueño. Yo le dije que no, y que había decidido no comprar los sombreritos, y entonces ella me colgó.

Me senté un rato y miré por mi ventana sin cortinas la luz amarillenta del valle del Berkshire College. Los arces y los robles todavía tenían el follaje de verano. Escuché cómo cambiaba «Scarborough Fair» por «Michael, Row the Boat Ashore» y luego, «Try to Remember». Intenté recordar a Mindy y aquellos viejos tiempos en Ann Arbor. Tenía la sensación de que el misterio y el azar intervenían en todo ello. Aquellos ojos castaños tras la seda negra de Crimea y la sonrisa que no parecía judía habían provocado una pequeña revolución.

Cierta clase de misterios requiere una investigación tan exhaustiva que serviría para que un misterio mucho más intrincado se abriese como una flor exótica. Esos misterios no son tan fáciles de desentrañar y no se resuelven con una indagación rudimentaria.

Para aclarar el mío, me levanté al despuntar el alba del día siguiente y condujo los ciento y pico kilómetros que había hasta West Ovid, me paré en la tienda del catálogo, y le pregunté directamente a la dependienta quién era la mujer que llevaba los pantalones de cazador de piel de topo. Le dije que se parecía a una chica que había ido conmigo a la universidad y que se había casado con mi mejor amigo del ejército, del que me habían separado en un campo de prisioneros vietnamita e ignoraba su destino hasta aquel momento.

La cajera, una mujer de Hampshire pequeña y rubicunda, se alegró mucho de poder decirme que la mujer en cuestión era Mrs. Mindy Strayhorn, la esposa del doctor Pete Strayhorn, cuya consulta de dentista estaba en el centro de la ciudad. Lo único que tenía que hacer era ir a la consulta y comprobar si se trataba de mi amigo perdido. Me dijo que yo no era el primero que reconocía a viejos amigos en el catálogo, pero que muchos, al indagar, descubrían que se habían confundido.

Salí lo más deprisa que pude. Y no hacia el despacho del doctor Strayhorn, naturalmente, sino a la cabina de teléfonos que había en la tienda de Jeeps de enfrente. Cogí la guía y busqué Strayhorn en la avenida Raffles, y marqué el número de Mindy sin darme tiempo a respirar ni pestañear.

—¿Frank Bascombe? —dijo ella, y hubiera reconocido su voz traviesa en un túnel lleno de coches—. Dios mío. ¿Cómo nos has encontrado?

—Estabas en el catálogo —le dije.

—Ah, claro —se rió avergonzada—. No me hace mucha gracia, lo hago porque me hacen rebajas en la ropa, pero a Pete no le gusta.

—La verdad es que estás muy bien.

—¿Sí?

—Increíblemente bien. Estás más guapa que nunca. Guapísima.

—Bueno, me operé la nariz después de casarme con Spencer. Él odiaba mi antigua nariz. Me alegro de que te guste.

—¿Dónde está Spencer?

—Ah, Spencer, me divorcié de él. Era un desgraciado, ya lo sabes —(yo lo sabía)—. Llevo diez años viviendo aquí, Frank. Estoy casada con un hombre encantador que es dentista. Nuestros hijos tienen unas dentaduras perfectas.

—Fantástico. Eso suena a una buena vida. Y además haces de modelo.

—¿No es gracioso? ¿Cómo estás tú? ¿Qué has hecho en estos diecisiete años? Seguro que un montón de cosas.

—Bastantes —dije—. Pero ahora no quiero hablar de eso.

—Vale.

Fuera, enfrente del solar del almacén de Jeeps, ondeaban banderolas rojas y plateadas. Había dos largas hileras de Cherokees y de apaches sentados bajo la viva luz del día de Nueva Inglaterra. Pronto vendría el invierno y en aquellas latitudes las cumbres de las montañas ya estaban amarillas y rojas. Al día siguiente, yo tenía que empezar a dar clases a unos estudiantes que ya sabía que no me iban a gustar, y todo parecía tomar un nuevo y peligroso rumbo. Pero yo quería ver a Mindy Levinson por última vez. Muchas cosas cambiarían, pero si ella seguía siendo ella, yo seguiría siendo yo.

—Mindy.

—¿Qué?

—Me gustaría verte —me sorprendí sonriéndole persuasivo al teléfono.

—¿Cuándo, Frank?

—Dentro de diez minutos. Estoy en la calle. Pasaba por aquí…

—¿Diez minutos? Muy bien. Nuestra casa es muy fácil de encontrar. Ahora te lo explico.

El resto fue breve, exactamente como yo esperaba, pero no pasó lo que ustedes se imaginan. Fui hasta su casa, una granja de Moravia construida de forma irregular y remodelada, con un granero y pequeñas construcciones exteriores, con un hermoso estanque que reflejaba el cielo y los gansos que nadaban en él. Había un perro canelo y una guardesa que me miró recelosa. Dos niños, de unos ocho y diez años cada uno, y una chica más alta, que debía de tener diecisiete, estaban en la entrada y me sonrieron cuando su madre y yo salimos. Mindy y yo dimos un paseo en coche con la capota bajada, hacia el lago Sunapee, y nos contamos muchas cosas. Le hablé de X, de Ralph y de mis otros hijos, de mi carrera de escritor y el periodismo deportivo y de mis planes de dar clases durante una temporada. Todo eso no pareció interesarle mucho, pero fue agradable. Yo tampoco esperaba otra cosa. Me habló de Spencer Karp, de su marido y sus hijos, y de cómo apreciaba «la mentalidad» de la gente «del norte». Dijo que todo el país estaba cambiando a peor, y que nadie podría hacerla volver a Detroit. Al principio, estaba asustada y a la defensiva, y hablaba como un guía turístico. Mientras nos deslizábamos por la autopista, iba pegada a la puerta, quizá temiendo que yo quisiera hundir y destruir su existencia con recuerdos obsoletos. Pero al cabo de un rato, vio que yo era bueno y entusiasta y que lo único que quería era acercarme a ella durante un par de horas, sin cuestionar nada y admirándolo todo desde lejos. Se dio cuenta de que yo no pretendía irrumpir en su vida, ni llevarla a un miserable motel camino de Concord (como solía hacer). Entonces volvía a gustarle, se rió y estuvo contenta durante el resto del tiempo. Al final, me besaba y me abrazaba de vez en cuando y en cuanto estuvimos lo bastante lejos de West Ovid para que nadie pudiera verla, apoyó la cabeza en mi hombro. Me dijo que no le contaría a Pete mi visita, porque así sería «aún más delicioso», y eso me hizo besarla otra vez y sorprenderla.

Luego la acompañé a casa. Llevaba un vestido tirolés de algodón verde, sacado directamente del catálogo, y cuando estaba sentada en el coche se lo subía por encima de sus magníficas rodillas. Estaba tan guapa como en la foto, como en mi recuerdo y como siempre que vuelvo a verla en los catálogos de cada temporada, con sus conjuntos de brillantes vestidos tradicionales y encaminándose hacia un futuro ideal.

Aquella noche, cuando volvía por aquella larga y lenta carretera de vuelta a la pequeña ciudad donde se yergue el Berkshire College y crucé el Connecticut y atravesé aquel paisaje de postal de Vermont, me sentí mucho mejor en todos los aspectos. X y yo éramos demasiado modernos para aquella vida cristalizada y perfecta, al margen de los problemas que teníamos en aquel momento. Pero yo había vislumbrado una vida tan literalmente perfecta como prometía el catálogo. Todo había ocurrido de una forma improvisada y casual. Por eso había vuelto a gustarle a Mindy y por eso me había abrazado y besado sin ningún pudor. No le había pedido nada ni había estropeado nada (aunque con otro beso más la hubiera llevado a aquel motel de Concord). No había llegado a ser un flirteo y había sido muy fugaz. Para mí, era suficiente porque yo sólo buscaba un camino mejor, más recto, intentaba ver el lado brillante de las cosas y poner fin a mi ensueño. Pensaba que ya estaba a punto de salir de aquel ensueño, pero ciertamente me equivocaba.