En las presentes circunstancias, Mr. Smallwood es el mejor aliado que podía encontrar.
—Necesita un trago, amigo —dice en cuanto salimos, y me pasa una botella medio envuelta en papel. Me echo un trago y noto una sensación empalagosa en los labios: peppermint. Es tan dulce como un jarabe para la tos, pero me sienta muy bien, y doy otro trago—. Pues sí que lo ha debido pasar mal —dice Mr. Smallwood mientras pasamos junto a los restos de una enorme construcción calcinada junto al camino que lleva al lago.
Una hilera desmembrada de cabañas se yergue al otro lado. En otra época, el edificio era una cabaña prefabricada, con un granero en la parte de atrás. La nieve se amontona sobre las ennegrecidas maderas de su interior, una de las cuales había sido una larga barra de bar. La hierba ha crecido por doquier. Por lo visto, a nadie se le ha ocurrido volver a aprovechar el lugar. Es mi pasado en descomposición, con un desorden que resulta trivial.
—Estos tíos de por aquí están locos —generaliza Mr. Smallwood, y conduce como la mayoría de los taxistas, con una manaza en el volante y el otro brazo extendido sobre el respaldo del asiento—. Ya sabe, estos de las afueras. Las casas llenas de pistolas y siempre cabreados. Yo les diría: tranquis, tíos. No había estado aquí hace un montón de años, y no me sé ni las calles. Antes venía cantidad —entramos en la autopista que nos llevará de vuelta hacia la Gran Detroit, ahora invisible bajo las mohosas nubes verdes que anuncian nieve y quizá una gran tormenta—. Oiga —Mr. Smallwood me mira por el retrovisor y se echa hacia atrás en su asiento para echarme un vistazo—. ¿Cuánto dinero tiene?
—¿Por qué?
—Bueno, por cien dólares puedo hacer una llamada desde una gasolinera que hay aquí y alguien le pondrá otra vez fino —Mr. Smallwood esboza una alegre sonrisa hacia mí, y por un momento pienso en una puta de cien dólares, qué tipo de placeres podría proporcionarme, como una farmacia que te suministra una lujosa pócima para ayudarte a pasar una noche difícil. Un viaje a un balneario. Algo mudo que remiende el tejido de palabras inocentes que permite ver el lado positivo de la vida. Demasiadas conversaciones serias y confidencias acaban con cualquiera.
Lo que Herb necesita y no puede conseguir es acomodarse sobre un montón de almohadones y pegarle una paliza a alguien, y dejar de preocuparse por teorías artísticas. Es un hombre que se ha quedado sin el deporte, cuando el deporte es lo que más necesita. Si la suerte nos hubiera acompañado, hubiéramos podido dar un repaso a sus recuerdos más vívidos de sus días de jugador y podríamos haber visto las películas de sus partidos. Herb se habría recobrado, se habría deshecho de su extravío y de sus melancólicas dudas, y habría superado el dolor, convirtiéndose en el modelo que estaba destinado a ser.
Le doy las gracias a Mr. Smallwood y le digo que no, y él se ríe entre dientes, alegre e irónico. Durante un rato nos deslizamos hacia la ciudad sin decir una palabra. Esta vez cogemos el Lodge, porque ya no hay nieve y el tráfico se ha ido hacia el norte, dejando la autopista gris y ventosa.
Enfrente del estadio de los Tigers, Mr. Smallwood se para en una tienda de licores que, según dice, es de su cuñado. Es un pequeño Fort Knox rodeado de una alambrada metálica y con cristal blindado. Al otro lado de la avenida, el estadio se yergue blanco y sin vida. En el tablón de anuncios hay un mensaje que dice simplemente: «Perdonen las molestias. Que lo pasen bien».
Mr. Smallwood entra y compra una botella de schnapps que yo me empeño en pagar. Él y yo nos vamos animando y caldeando durante el corto viaje de vuelta al Pontchartrain. Me cuenta que es un fan de los Tigers y que cree que ha llegado la hora de hacer algunos cambios. También me dice que sus padres se fueron de Magnolia, en Arkansas, en los años cuarenta. Él fue a la Universidad de Wayne State durante un tiempo, antes de casarse y de ir a trabajar a Dodge Main. Lo dejó el año pasado y con el dinero de la liquidación se compró el taxi. Ahora es feliz al poder decidir sus propios horarios. Cada día se va a comer a casa con su mujer y descansa una hora antes de volver a la calle a la hora punta de la tarde. Espera retirarse algún día a Arkansas. No me pregunta nada de mí, quizá porque es demasiado educado o porque está demasiado sumido en su interesante vida y en su trabajo discrecional. Es una vida que no está mal y que envidiaría si no estuviera contento con la mía. No creo que Mr. Smallwood sea mucho mayor que yo.
Al llegar al hotel, pongo los pies en la acera barrida por el viento, y me guardo el cambio en la cartera. Mr. Smallwood se echa para delante para verme mejor. Por un momento me da la sensación de que quiere estrecharme la mano, pero no. Le he pagado la tarifa acordada y además la botella de schnapps, que está en el suelo junto a su enorme pierna. Es mi regalo.
—Hay un asador muy bueno en la calle Larned —dice, con voz de guía turístico y con una sonrisa que me hace dudar si me estará tomando el pelo—. Los filetes son así de gordos —separa el pulgar y el índice cinco centímetros—. Puede ir andando desde aquí, no tiene pérdida. Yo voy mucho allí con mi señora. Se puede tomar un buen vino y pasarlo muy bien —por alguna razón, Mr. Smallwood ha empezado a hablar como un hijo de emigrantes suecos. Ahora entiendo que no me estaba tomando el pelo, sino intentando ser un buen anfitrión de su ciudad, con un tono de voz aprendido.
—Fantástico —digo, sin oír del todo su consejo sobre restaurantes y escuchando el silbido del viento. Ahora caen copos de nieve.
—Vuelva cuando haga mejor tiempo —me dice—. Le gustará mucho más.
—¿Y cuándo será eso? —le sonrío, dándole la oportunidad de contestar con el viejo dicho de Michigan.
—Dentro de diez minutos quizá —y se ríe a carcajadas con su expresión chistosa, la misma expresión que ha puesto cuando me ha dicho lo de la puta de cien dólares. La puerta amarilla se cierra con un chasquido, y el taxi se aleja calle abajo, dejándome en la acera y con el viento silbando, tan solo como un solitario final.
Pero no por mucho tiempo.
En la habitación, la tele está encendida sin sonido. Las cortinas están echadas y fuera hay dos bandejas de platos. Vicki yace desnuda como un pajarillo sobre la cama deshecha, bebiendo Seven-Up y leyendo la revista del avión. La atmósfera de la habitación está cargada y ha cambiado el suave y soporífero olor de anoche. Me recuerda la sensación triste y familiar de los días de ensoñación que siguieron a la muerte de Ralph. De nuevo estoy perdido en «villaextraña» con una chica a la que no conozco lo suficiente y sin saber cómo reavivar mi interés por ella (o cómo reavivar con su ayuda un interés en mí que pudiera compensar esa falta). Es una sensación en clave menor, un ansia de convicción en medio de un mar de dudas.
—Me alegro de verte —dice ella, sonriéndome feliz bajo la parpadeante luz de la tele. Yo estoy de pie en el oscuro y reducido umbral, con los pies pesándome como anclas, y no puedo evitar pensar en mi vida como si fuera una escena de alguna vaporosa novela de kiosco de estación. «Big Sledge se acercó a la chica con rapidez felina, acariciándola con un ardiente deseo, entre su maleta barata de vagabundo y una pila de grasientas cadenas de neumáticos, contra el dorso de un barril de aceite lubricante. La haría disfrutar. Los dos disfrutarían…»—. ¿Qué tal te ha ido con tu ex futbolista?
—Super —voy a la ventana, corro la pesada cortina y miro afuera. La nieve resplandece a unos centímetros de mi rostro, cayendo en gruesos copos sobre la avenida Jefferson. El río se ha desvanecido bajo la blancura, al igual que el Cobo. En la calle, unas luces amarillas intermitentes anuncian la llegada de las primeras máquinas quitanieves. Siento como si pudiera oírlas deslizarse y escuchara su estruendo, pero seguro que no es verdad—. No me gusta la pinta que tiene este tiempo. Quizá tengamos que cambiar de planes.
—Vale —dice ella—. Yo estoy contenta de estar aquí contigo. Me da igual ir al aquarium o adonde sea —deja el Seven-Up sobre su vientre desnudo y lo mira pensativa.
—Yo quería que pasaras un fin de semana divertido. Tenía muchos planes.
—Pues olvidémoslos, porque yo me lo estoy pasando muy bien. Me han subido unas gambas y una cerveza, que es casi una comida. Me he vestido y he bajado a mirar las tiendas. Eran bonitas, aunque muy parecidas a las de Dallas. Creo que he visto a Paul Anka, pero no estoy segura. Es mucho más bajo de lo que pensaba, y eso que ya sabía que era pequeñito.
Me siento en la silla junto a la mesita del desayuno. Su belleza desnuda es lo que necesito para lograr la transición de vuelta (lo familiar todavía puede y debe sorprender). Y al mismo tiempo, la suya es una desnudez vulgar; la suave curva del busto, un muslo prieto y moreno que se va afilando hasta el fino tobillo y una sonrisa voluntariosa, sin intención. Es la mujer perfecta para un tipo solitario en una ciudad extraña y con tiempo que perder.
En la televisión, el rostro de un pálido locutor actúa dramáticamente sin sonido. ¡Créanme!, dicen sus ojos. ¡Todo esto es la palabra de Dios! ¡Es lo que buscan!
—¿Crees que un hombre y una mujer pueden ser simplemente amigos? —pregunta Vicki.
—Supongo que sí —digo—. Cuando se acaba el frenesí. Aunque a mí me gusta el frenesí.
—Guauu, y a mí también —sonríe aún más y cruza los brazos bajo sus suaves pechos. Juraría que tiene algo en la cabeza, algo que le gusta y que quisiera compartir. En el fondo, es muy cariñosa y sé que sería una esposa fantástica para cualquiera. Pero no sé por qué, ya no parece tan mía como antes. Quizá el viento de este día haya contagiado su espíritu y eso la haya dejado tan desconcertada como a mí. Aunque no tiene un pelo de tonta.
—He llamado por teléfono a Everett —dice, y se mira las rodillas, que tiene dobladas hacia arriba—. He pedido que cargasen la llamada a mi número.
—Podías haberlo cargado a éste.
—Bueno. De todas formas lo he cargado a mi número.
—¿Qué tal está el viejo Everett? —por supuesto, nunca he visto al amigo Everett y mientras le tenga lejos, puedo ser todo lo simpático que quiera.
—Está muy bien. Ahora está en Alaska. Dice que la gente necesitaba alfombras allí. También dice que se ha afeitado la cabeza como una bola de billar. Le he dicho que yo estaba en una gran suite, mirando un edificio de estilo renacentista, pero no le he dicho dónde.
—¿Y qué le ha parecido?
—«Las vueltas que da el mundo», ha dicho, lo típico. Quería saber si le mandaría su estéreo, porque me lo quedé cuando nos divorciamos. Creo que allí todo está por las nubes, pero si te llevas todo lo necesario, puedes ganarte bien la vida.
—¿Quería que volvieras con él?
—No. Ni yo tampoco. Con alguien como Everett sólo te puedes casar una vez en la vida. Dos veces sería mortal. De todas maneras, está con alguna chica, estoy segura.
—¿Qué quería entonces?
—Le he llamado yo, ¿es que no te acuerdas? —frunce el ceño—. Él no quería nada. ¿Nunca te ha dado la neura del teléfono?
—Sólo cuando me siento solo, cariño. No pensaba que te sintieras sola.
—Exacto —dice ella, y mira la silenciosa televisión.
Ahora veo que Detroit no le ha afectado exactamente como yo esperaba. Se ha vuelto cautelosa. ¿Contra qué? Quizá en el vestíbulo ha visto a alguien que le recordaba demasiado a ella misma (eso puede pasarle a un viajero inexperto). O peor, que nadie le recordase a nadie conocido. Ambas cosas pueden resultar amenazadoras para un buen estado de ánimo y pueden volverte melancólico y distante. Llamar a un antiguo amante o ex marido quizá sea el antídoto perfecto. Así recuerdas de dónde vienes y adónde crees que vas. Y si tienes suerte, estés donde estés en ese momento —incluso en Motor City, en plena tormenta de nieve—, te puede parecer que es el lugar más idóneo del planeta. Pero no sé si Vicki habrá tenido tanta suerte. A lo mejor ha descubierto que la vieja llama aún ardía y ahora no sabe qué hacer.
—¿Te gustaría ser amiga de Everett? —planteo una pregunta inocente, preparando el terreno para otra más delicada.
—Nooo —se echa y se tapa con las sábanas. Está aún más recelosa. Quizá quiere decirme algo y no encuentra las palabras. Pero si voy a ser relegado al cubo de la basura de la amistad, quiero cumplir con un deber de amigo: dejar que sea ella misma. Aunque preferiría acurrucarme con ella bajo las sábanas y retozar hasta que llegase la hora de coger el avión.
—Dime una cosa: cuando has colgado el teléfono, ¿has pensado que preferías que tú y yo fuéramos sólo buenos amigos? —le digo sonriéndole.
Vicki se da la vuelta en la inmensa cama y mira a la otra pared, con la blanca sábana subida hasta la barbilla. El crujiente percal del hotel la cubre como un sudario. He puesto el dedo en la llaga. Un día y una noche conmigo han conseguido despertar su nostalgia por Everett. Por lo visto, hay que tener algo más y yo no estoy a la altura, ni siquiera con la ayuda del champagne, la suite, los acianos y las vistas al Canadá. Pensándolo bien, no es tan extraño que al poner límites a mi propio placer quizá haya limitado también sus esperanzas. Sin embargo, yo soy experto en asumir cosas como estar tumbado cómodamente. Para los periodistas, incluso para los periodistas deportivos, las malas noticias suelen ser más fáciles que las buenas, porque, al fin y al cabo, les resultan más familiares.
—No quiero que seamos amigos, no es eso —dice Vicki con una vocecita pusilánime, desde un montículo de sábanas blancas—. En realidad, pensaba que había empezado algo nuevo contigo.
—Bueno, ¿y qué ha pasado para que cambies de opinión? ¿Es porque me pescaste andando en tu bolso?
—Bah, eso da igual —dice en voz baja—. Vive y deja morir, digo yo. Eso es inevitable. Ayer no era tu día, eso es todo.
—Entonces, ¿qué ocurre? —cuántas veces le habré dicho eso o algo similar a una mujer que pasara fugazmente por mi vida. ¿Qué estás pensando? ¿Por qué te has quedado tan callada? De pronto pareces distinta, ¿qué te pasa? Todo eso significa quiéreme, ríndete, o por lo menos, pierde un poco de tiempo para explicarme por qué no, y quizá acabes cediendo.
Fuera, el viento ulula con un aullido oceánico por la esquina del hotel y luego se aleja en la fría y pálida tarde de Detroit. A las cinco podría volver a llover, a las seis saldrían las estrellas y por la noche Vicki y yo podríamos estar paseando hacia Larned para comernos un filete o unas costillas. Aquí nunca puedes saber nada con seguridad. La vida es el contrapeso de un fuerte viento que puede cesar súbitamente.
—Bueno —dice Vicki, y se vuelve a mirarme, saliendo de una gruta de almohadas y sábanas—. Tú te habías ido y yo he bajado para hacer algo, ¿sabes? No necesitaba comprar nada. He ido al pequeño kiosco de aquí abajo y me he comprado este libro de bolsillo, Cómo enfrentarse al mundo, del doctor Barton. Porque pensaba que estaba empezando algo contigo, como te decía antes. Tú y yo. Me he quedado ahí delante del expositor y he leído un capítulo que se titulaba «La gente de la Nueva Era». Trataba de esa gente que no come patatas fritas y que se une a esos grupos de autodescubrimiento, beben agua mineral y cada día se enzarzan en conversaciones literarias. Gente que piensa que expresar los propios sentimientos y ser lo que pareces es muy fácil. Y he empezado a llorar porque me he dado cuenta de que tú eras así y de que yo iba por el mal camino, que yo era del grupo de las patatas fritas, de los que no saben mirar dentro de sí mismos. Hemos venido hasta aquí y lo único que sé hacer es comer gambas, ver la tele y llorar.
Y eso no funciona. Y he pensado que podríamos ser amigos si tú quieres. He llamado a Everett porque sabía que con él dejaría de llorar. Sabía que yo estaría en mejor situación que él.
Una gran y hermosa lágrima abandona su ojo, baja hacia su nariz y desaparece en la almohada. He conseguido hacer llorar a dos personas en dos horas. Estoy haciendo algo mal, ¿pero qué es?
Cinismo.
Me he vuelto más cínico que el mismísimo Yago, porque no hay peor cinismo que el narcisismo y la visión de un túnel que sólo te lleva ti mismo. Es incómodo. Además, no hay nada que haga sentirse más miserable a la gente que pensar que alguien intenta ayudarles. Aunque no tengan nada de miserables. Yo soy exactamente un cínico de la «Nueva Era», un triste introvertido que evita las patatas fritas con una mentalidad muy poco sincera, aunque daría mi reino por no ser así, o al menos por no parecerlo.
La única esperanza que me queda es negarlo todo —amistad, desilusión, vergüenza, futuro y pasado—, y resistir, aferrándome al presente. Si pudiera acercarla a mí en esta fría tarde, besarla y ahuyentar sus preocupaciones con mi ardor… Cuando el sol se pusiera, el viento cesara y la tarde de primavera se abriese para nosotros, quizá podría amarla después de todo y ella a mí. Entonces le echaríamos la culpa de todo esto a haber dormido la siesta dos veces en una ciudad extraña, haber bebido schnapps y haber conocido a Herb.
—No soy de la «Nueva Era» —digo. Me siento al borde de la cama y le toco la mejilla, cálida como la de un bebé—. Sólo soy un tipo anticuado e incomprendido. Hagamos como si acabásemos de llegar y fuese por la noche, muy tarde, y yo te cogiese en mis anticuados brazos para amarte.
—Oh, oooh —ella pone una tímida mano en mi hombro y me da una palmadita cariñosa—. Seguro que piensas que lo he estropeado todo —sorbe los mocos con fuerza—. No sé ponerme triste y hacer las cosas bien.
—No sabes estropear nada —le pongo una mano firme sobre su suave pecho—. Deja que las cosas buenas sigan siendo buenas si quieren. Y no te preocupes más de lo necesario.
—No tendría que leer, es eso. Leer siempre me trae problemas —me rodea el cuello con las dos manos y aprieta fuerte, tan fuerte que un dolor paralizante me recorre la espalda hasta las nalgas.
—Oh —digo sin querer. En la tele, un esquiador está a punto de pasar la puerta del cronometraje para lanzarse por la pendiente más larga y más alta que nunca había visto. Dondequiera que sea está nevando. Yo no haría eso ni por un millón de dólares.
—Oooh —dice ella, porque la he encontrado bajo la luz amarillenta. Oooh, oooh, oooh.
—Mi dulce niña —digo—, ¿quién podría no quererte?
Fuera, en la fría ciudad, el viento aúlla otra vez, y creo que puedo oír los montones de nieve golpeando la ventana, haciendo estremecerse a toda alma de Detroit que esté dispuesta a apostar su vida por cualquier cosa. Dejo el televisor encendido porque incluso ahora, con su inquisitiva presencia, me sigue pareciendo un consuelo.
A las cinco, hemos cogido un taxi y hemos subido por la avenida Jefferson hacia el Jardín Botánico Belle Isle, y ahora estamos de vuelta en la habitación, con la típica neura de tanto vagar por ahí, algo que los periodistas deportivos conocen muy bien. Nos pasa lo mismo que a la familia de un viajante, que le acompaña pensando en diversión y aventuras y descubre que tiene demasiado tiempo libre mientras espera que él acabe con su trabajo. Demasiadas calles desconocidas que llevaban demasiado lejos, demasiadas idas y venidas por el vestíbulo del hotel, observando a la gente como único entretenimiento.
El Jardín Botánico nos ha parecido frío y extraño, pero hemos caminado pesadamente por pasadizos de helechos, plantas crasas y pasionarias hasta que Vicki ha anunciado un dolor de cabeza. Los espacios más interesantes parecían cerrados, en concreto uno que reproducía un jardín francés del siglo XVIII, que vislumbrábamos a través de la puerta de cristal y del que ambos nos habíamos quedado prendados. En un cristal que colgaba de la ventana se explicaba que la ciudad de Detroit carecía de un sistema impositivo capaz de financiar la reconstrucción de esa época. Y en menos de una hora hemos vuelto al frío y la nieve de la tarde, y hemos bajado los escalones de cemento azotados por el viento. Un embarrado campo de deporte se extendía a lo lejos, hacia la dársena, con el gran río bajo e invisible, tras una hilera semicircular de álamos jóvenes. A veces, por muy prometedores que parezcan, los lugares públicos son decepcionantes.
En el hotel, le he propuesto a Vicki un corto paseo por Larned, a «un pequeño asador buenísimo del que he oído hablar». Pero al llegar a Woodward, todo nos ha parecido negro y vagamente amenazador. Los taxis y la policía habían desaparecido inexplicablemente, y Vicki se ha agarrado a mí, estremecida por el viento del norte que venía a azotarnos desde el dulce Canadá.
—La verdad es que no voy vestida para esto —ha dicho, cogiéndose de mi brazo y esbozando una atemorizada sonrisa—. Yo votaría por la empanada de atún de la cafetería del hotel, si te apetece.
—Me temo que el restaurante ya no está aquí —he dicho, dirigiendo la mirada más allá de Woodward, vacío porque es fin de semana, hacia el Gran Circus. Una vez, cuando estudiaba, Eddy Loukinen, Kirkland el golfista y yo paseamos por esos locales de variedades y cervecerías. Luego condujimos los sesenta y pico kilómetros de vuelta al campus, invadidos por la mística de los soldados en su última salida antes de embarcar a un destino que no hace ninguna gracia. A mí me era indiferente que aquel año fuese 1963 y no el 73 o el 53. A veces puedo incluso olvidar mi propia edad y el año en que vivo, e imaginar que tengo veinte años, que soy un chico que empieza a vivir en el mundo, todavía inmaduro y desconcertado por la vida.
—Las ciudades ya no son ciudades —ha dicho Vicki, notando que su tristeza me aturdía, y me ha abrazado allí en medio—. Dallas no lo ha sido nunca, se nota en seguida al entrar. Es sólo una zona residencial que no tiene centro.
—Me acuerdo de que tenían una carta de vinos de primera —he dicho, mirando por Woodward hacia el asador fantasma, pasado el viejo Sheraton, en el abandono y la confusión de los sex clubs, los meublés y las bibliothèques sensuelles que se suceden unos a otros, con la nieve como telón de fondo.
—Y podré probar el queso Cheddar —ha dicho ella, pensando en la empanada de atún e intentando ser animosa—. Me juego lo que quieras a que en el hotel tienen el mismo vino y cuesta la mitad.
—Te encanta gastarte el dinero a lo loco —y tenía razón. Me ha hecho dar la vuelta y hemos echado a andar hacia el Pontchartrain. Íbamos riéndonos, dando grandes zancadas y mirando nuestras pisadas en la nieve. Parecíamos congresistas a los que hubieran soltado por el centro de la ciudad.
Pero a las cinco estamos en la habitación, obligados por el mal tiempo y las peligrosas calles de esta ciudad. Hemos intentado aprovechar los sitios que nos quedaban de paso. Hemos cenado opíparamente en el Frontenac Grill, con una botella de beaujolais de Michigan. Nos hemos echado la siesta en una cama limpia, después me he acercado a la ventana y he contemplado otro barco plateado que venía del lago Superior abriéndose camino por el río nevado, que se dirigía, como anoche, a Cleveland o Ashtabula. Quizá debería llamar a Herb o a Clarice, pero no sé qué podría decirles y la verdad es que no me siento con fuerzas. También podría llamar a Rhonda Matuzak, para informarla de que no he encontrado nada para el Avance de Fútbol. Este fin de semana habrá gente en la oficina, pero dudo mucho que nadie cuente conmigo. De momento, la mía no es la mejor actitud para un periodista deportivo.
—Te diré lo que vamos a hacer —dice Vicki de pronto. Está sentada en el tocador poniéndose unos pendientes navajos que se ha comprado con su dinero en la tienda de regalos. Son pequeños como cabezas de alfiler, azules como jacintos, muy bonitos.
—Pide por esa boquita —le contesto, levantando la vista del folleto «Visite la ciudad», que me he leído de cabo a rabo sin encontrar nada que me apetezca, incluido Paul Anka, que ya se habrá marchado. Hasta coger un taxi al Tiger Stadium y saborear una comida mexicana me parece una lata.
—Vámonos al aeropuerto y nos apuntamos a la lista de espera. Nadie viaja los domingos. Me acuerdo que cuando me entretenía mirando aviones, muchas veces dejaban subir a gente con billetes para otros días. Suelen ser bastante flexibles con eso.
—Yo tenía otros planes para esta noche —digo con indiferencia—. Pensaba que podíamos ir al barrio griego. Todavía hay muchas cosas que hacer aquí.
—Sí, ¿pero no te pica a veces el gusanillo de dormir en tu propia cama? Y de todas maneras, mañana tenemos que estar en casa de papá antes del mediodía. Así sería más cómodo.
—Pues te perderás a las señoritas Teodorakis y Stavros.
—Me da igual, no las conozco. Además, seguro que hay que cruzar un montón de nieve hasta llegar allí.
—Este viaje no es que haya sido una maravilla. No sé qué ha pasado.
—Nada —mirándose al espejo, Vicki echa hacia atrás sus rizos oscuros para exhibir el efecto de sus pendientes navajos, prendidos junto a sus redondeadas mejillas. Se vuelve de lado para ver mejor y me envía una sonrisa reconfortante a través del espejo—. No me hace falta montarme en un tiovivo para pasármelo bien. Me importa más con quién estoy, no lo que hago. Me lo he pasado muy bien y tú que eres un viejo zorro deberías saberlo.
—¿Y si el aeropuerto está cerrado?
—Entonces nos sentaremos y te leeré artículos de revistas de cine. Hay cosas peores que pasar la noche en un aeropuerto. Preferiría mil veces estar allí que en muchos otros sitios.
—No estaría tan mal, ¿verdad?
—No, señor. Te sientas en una de esas sillitas de televisión, cenas en un buen restaurante, haces que te limpien los zapatos… Y en eso se te va toda la noche.
—Llamaré a un botones —digo levantándome.
—No sé por qué hemos esperado tanto —me sonríe.
—Supongo que yo estaba esperando que pasara algo raro y excitante. Siempre lo espero. Es mi debilidad.
—Uno siempre tiene que estar preparado para que le digan: «Sonría, Objetivo Indiscreto», y tienes que sonreír.
Y yo le sonrío mientras cojo el teléfono para llamar a conserjería. Un futuro inmediato resplandece ante nosotros: no está mal, es un futuro corriente pero agradable. Y mientras marco, siento que el cielo de este largo día se despeja para mí por vez primera, y las nubes empiezan a ascender al fin.
A las diez estamos en Nueva Jersey, como por un milagro horario. Hemos pasado de las llanuras del Medio Oeste a la diversidad geográfica de la costa. Vicki ha vuelto a dormirse al atravesar el lago Erie, después de leerme varios extractos de Daytime Confidential que me han hecho reír. Ella se lo tomaba en serio y parecía meditabunda. He leído un buen trozo de Love’s Last Journey y no me ha parecido mal del todo. Al menos no tenía un largo prólogo explicativo para contar el pasado, y el escritor se ha revelado muy habilidoso manteniendo el interés hasta la segunda página. La he despertado cuando el piloto inclinaba el avión sobre lo que yo he supuesto que sería el Red Bank, con la rutilante Gotham (la estatua de la libertad pequeña pero reconocible, como una miniatura japonesa de sí misma), y Nueva Jersey, que se extendía como un diamante refulgente, mientras que el Atlántico y Pensilvania parecían tan oscuros como el Ártico.
—¿Qué es esa cosa? —ha preguntado Vicki, mirando y señalando hacia abajo, al lejano carnaval de luces civilizadas.
—Es la autopista Turnpike. Se puede ver dónde se cruza con el Garden State, en Woodbridge, para dirigirse a Nueva York.
—Ajá.
—Es bonito desde aquí arriba.
—Seguro —dice—. Y ya veremos que será lo siguiente que te parezca bonito. Supongo que un almacén de chatarra.
—Tú me pareces muy bonita.
—¿Más que un almacén de chatarra? ¿Y que un almacén de chatarra en Nueva Jersey?
—Casi —le he apretado su fuerte bracito acercándola a mí.
—Ahora te has pasado —ha contraído los ojos con fingido disgusto—. Hasta ahora me gustabas mucho, pero no sé cómo vas a arreglar esto.
—Me rompes el corazón.
—¿No seré la primera que te lo rompa, eh?
—¿Y qué pasa si no me porto bien?
—Demasiado tarde —ha dicho—. Deberías haberlo pensado incluso antes de haber nacido —sacude la cabeza como si se creyera todo lo que dice, luego se echa hacia atrás y cierra los ojos hasta quedarse dormida mientras nuestra perfecta nave de plata desciende hacia la tierra.
A las once cincuenta hemos llegado a Pheasant Meadow. La noche se ha vuelto clara e intensamente nítida, con la luna menguante y el cielo sin ningún vestigio de que vaya a llegar el mal tiempo de Detroit. Las noches como ésta siempre me han desconcertado. En una noche como ésta, mientras X quemaba su ajuar, yo me quedé en el jardín y localicé Cassiopea y Géminis en el cielo del norte, sintiéndome vulnerable junto a los rododendros. Desde entonces, y para ser sincero, nunca me ha gustado contemplar el claro cielo nocturno. Es como si estuviera en un edificio altísimo y temiera mirar hacia abajo. Normalmente prefiero los cielos con nubes, cirros y cirrocúmulos, a una bóveda pura y estrellada.
—No te molestes en acompañarme —dice Vicki ya fuera del coche, asomando la cabeza por la ventanilla. He parado delante de su Dart. Los obreros de ayer han terminado una falsa mansarda al otro lado del solar, aunque ninguno de los edificios acabados tienen mansardas. Yo esperaba que me invitase a entrar, a tomar una última copa. Pero veo que mis posibilidades son escasas. Ahora se ha vuelto tímida, como si alguien la estuviese esperando arriba.
—Mañana es el día en que Él apartó la piedra del sepulcro y resucitó de entre los muertos —me dice muy seria, mirándome fijamente, como si esperase que yo me pusiera a cantar un salmo. Lleva su bolso de viaje Le Sac colgado al hombro y sus pendientes navajos puestos—. Quizá vaya a misa temprano para asegurar nuestra salvación, eso y el seguro de vuelo. O quizá vaya al oficio metodista al aire libre que habrá en Hightstown. Los dos sirven exactamente igual. He estado pensando en lo del pecado. Te diría que vinieras, pero sé que no te gustaría.
—Me gustaría por la música.
—Algo a lo que agarrarte, supongo —dice ella.
Hemos estado dos días juntos, compartido otra geografía, dormido en la misma cama, hemos estado tranquilos, atentos al placer del otro y a la cortesía como unos recién casados. Ahora se vislumbra el final y ninguno de los dos encuentra la manera de separarse. Su ritual consiste en la impertinencia y una cierta grosería. El mío en cortesía inconsciente. No es una buena mezcla.
—¿Nos veremos mañana entonces? —digo animoso y me inclino hacia adelante para verla. A sus espaldas, veo el inmenso tanque de agua estilo era espacial, y más allá, la gran luna de Pascua.
—Será mejor que no llegues tarde. Papá es muy quisquilloso a la hora de comer. Y se tarda una hora en llegar allí.
—Me apetece mucho ir.
Eso no es del todo verdad, pero es mi actitud oficial. En realidad, pensar en mañana me produce sentimientos encontrados.
—Tú no le conoces. Y espera a conocer a mi madrastra. Ella es un caso aparte. Si te gusta ella, también te gustará el brécol. Pero papá es un personaje. Es mejor que te caiga bien, pero seguro que a él no le gustas. Bueno, eso es lo que dirá. Su verdadera opinión no se sabrá hasta más tarde, pero da igual.
—¿Me quieres, no? —cuando me acerco para que me bese, ella me mira con expresión vivaz y apreciativa. No puedo evitar preguntarme si no estará considerando la posibilidad de Everett y una aventura en Alaska.
—A lo mejor. ¿Y qué pasa si te quiero?
—Entonces me darás un beso y me invitarás a pasar la noche contigo.
—Ni hablar —dice ella, se da un beso en la mano a lo Dinah Shore y me palmea fuertemente la mejilla—. Eso es lo que querías, ¿eh? Firmado y sellado, ¿eh, viejo señor Listo? —y luego se aleja a saltitos hacia los apartamentos en sombras, pisando el césped que clarea. Llega a la puerta iluminada y se pierde de vista. Yo me quedo solo en mi Malibu, contemplando la luna resplandeciente, llena de misterio y anticipación, llena de todas esas cosas que nos alegra dejar para poder volver a ellas con más alegría.