5

En la metrópolis de Detroit, el aire es luminoso y crepitante como el de una fábrica. En cada cruce, aparecen coches nuevos y resplandecientes. Paul Anka canta esta noche en el Cobo Hall, según anuncia un rótulo luminoso e intermitente. Todos los hoteles son palacios y sus residentes, nuestros mejores amigos. Incluso los negros parecen distintos aquí, risueños, saludables, prósperos, vestidos con trajes caros y yendo de un sitio a otro con portafolios en la mano.

Nuestros compañeros de viaje resultan ser asistentes a algún congreso y no residentes en Michigan, aunque todos proceden originariamente de allí y sus parientes son su viva imagen. Las mujeres con el pelo rubio ceniza, hippiosas y sonrientes, los hombres con el pelo moldeado con secador, silenciosos, reservados, con versiones modernas de los antiguos tabardos, sombreros tiroleses, y fuertes apretones de mano. Éste es un sitio de tabardos, un sitio de acurrucarse contra el frío, un sitio en el que me alegro de haber aterrizado. Si buscan una hermosa península, miren a su alrededor.

Barb y Sue vienen por el vestíbulo. Llevan maletas con ruedas, vistosos blazers rojos y bolsos en bandolera. Las dos están muy contentas. Esperan passar un fin de sssemana divertido, dicen. Y Sue le hace a Vicki un guiño lascivo. Barb nos cuenta que Sue está casada con un «tiarrón» de Orion Lake dueño de un taller de coches, y que quizá deje pronto de volar para dedicarse a la casa. Ella y Ron, su propio marido, todavía están «sin blanca» y no se lo pueden permitir.

—No dejess a esta pobre chica, yeah —canturrea Sue con una mueca—. Ess una muñequita. Te contaría cosas que llenarían un libro, los viajess que hacemoss, du-du-a —Sue hace girar los ojos y sacude su magnífico pelo.

—No hagáiss casso de todo esso —dice Barb—. Passároslo bien y que tengáiss un buen viaje de vuelta a cassa.

—Seguro que sí —alardea Vicki, con su nueva sonrisa de recién llegada—. Que paséis una noche estupenda, ¿eh?

—No habrá quien nos pare —contesta Sue. Y las dos avanzan hacia el control de la tripulación, parloteando como colegialas seguras de que después de engañar a la directora del centro, los chicos más guapos del campus las estarán esperando con sus descapotables.

—¿A que eran encantadoras? —dice Vicki, con un aire de distanciamiento sentimental en medio del bullicio de Detroit, a lo largo de más de un kilómetro. Se ha quedado meditabunda por un momento, aunque sospecho que también se debe a la excesiva expectación y que volverá a ser ella misma en un santiamén. Siempre está a la expectativa, tanto como yo o más—. No me había dado cuenta de lo encantadoras que eran.

—Sí que lo eran —digo, pensando que Sue y Barb son el vivo retrato de todas las animadoras deportivas. Si les pusiera un voluminoso jersey con una inicial, una falda plisada cortísima y tobilleras, mi corazón latiría por ellas—. Eran maravillosas.

—¿Maravillosas hasta qué punto? —dice Vicki frunciendo el ceño con recelo.

—Más o menos la mitad de maravillosas que tú —la acerco a mí, levantándola por debajo de su suave brazo. Flotamos entre la maraña de habitantes de Detroit, como un peñasco en un río.

—Las lilas también son bonitas, pero salen de un arbusto feísimo —dice Vicki con ojos pequeños e inteligentes—. A usted le gusta demasiado mariposear, mister. No me extraña que tu mujer decidiera partir peras contigo.

—Pero eso es agua pasada —digo yo—. Soy totalmente tuyo, si es que me quieres. Podemos casarnos ahora mismo.

—Ya tuve uno para siempre y no duró —dice Vicki malévola—. Estás chalado. Yo he venido aquí a ver las vistas, así que vamos —frunce el ceño como si algo la hubiera desconcertado fugazmente, luego se recobra y vuelve a esbozar su sonrisa radiante. Es verdad que estoy un poco chalado, pero me casaría con ella en un abrir y cerrar de ojos, en la oficina del capellán del aeropuerto, que sirve para todas las religiones, con un mozo de carga como padrino y Barb y Sue como damas de honor cosméticamente perfectas—. Vamos a por el equipaje. ¿Te mola, chico? —dice, más animada y marchosa—. Quiero echar un vistazo a esa rueda tan grande antes de que le arranquen el pitorro —enarca las cejas mirándome, con una fragante promesa secreta en su expresión, un código erótico que sólo conocen las enfermeras. ¿Cómo podría decirle que no?—. De pronto, te ha dado un ataque de morriña —dice, un metro más allá—. Vámonos ya.

En otra ciudad te puede pasar cualquier cosa. Ya no me acordaba. Pero hace falta una auténtica chica del país para poder entenderlo. Salgo a alcanzarla sonriendo, arrastrando un carro a toda prisa hacia el carrusel del equipaje.

Detroit, ciudad de perdidos sueños industriales, flota a nuestro alrededor como el espejismo de una vida helada y saludable. Los cielos son grises como lagos y se levantan vientos impetuosos. Papeles y celofanes volantes se arremolinan sobre la autopista Ford y azotan los costados de nuestro autobús de línea como si fuera artillería antiaérea, mientras nos arrastramos hacia el centro de la ciudad. Casas sin relieve, abuhardilladas, y casitas de ladrillo con mansardas se deslizan una junto a otra, en una compleja mezcla urbana e industrial. Y como siempre, la expectación del cambio de «tiempo» está a la vuelta de la esquina. Cierren las escotillas. Aquí hay un pesimismo muy pragmático siempre al acecho.

He leído que con el tiempo, la civilización americana extenderá su cultura del Medio Oeste a todas partes, Nueva York incluido. Y visto desde aquí, no parece mala idea. Éste es un magnífico lugar para estar enamorado, para estudiar con una beca de agricultura o disfrutar de una hipoteca. O para ver un partido en un campo iluminado, cuando la melancólica y senil luz del día se vuelve de un negro azulado, con un telón de estrellas y edificios de piedra al fondo, mientras amistosos negros y polacos se arremangan los pantalones hasta las rodillas, sentados unos junto a otros y aspirando la fría brisa canadiense que se eleva del lago. Lo más típico del sistema de vida americano está fabricado en Detroit.

Y yo podría ser un perfecto nativo de esta ciudad si no me hubiera establecido en Nueva Jersey. Podría trasladarme aquí, unirme a los alumnos de Michigan y comprarme un coche nuevo todos los años, en la puerta misma de la fábrica. Nada me sentaría mejor en la madurez que establecerme en una casita de madera de cedro, en Royal Oak o en Dearborn, e intentarlo con otra chica de Michigan. O con la misma, ya que tendríamos la posibilidad de empezar otra vez y de planificarlo todo de antemano. Mi revista podría montarme una corresponsalía en el Medio Oeste. Incluso tal vez me apeteciera probar mi habilidad en algo más aventurado, un servicio de guía a los lagos del norte, por ejemplo. Cambiar a un entorno placentero siempre es un tónico para la creatividad.

—Es como si todavía fuese invierno —Vicki aplasta la nariz contra el cristal ahumado de la ventanilla del autobús. Hemos pasado el gran neumático hace kilómetros. Mientras nos alejábamos, ella lo miraba en silencio, como un turista que contemplase una pirámide menor. «Bueno», ha dicho al ver la gran factoría de la Ford, inmensa y uniforme, como Nebraska, «ahí se queda esa cosa enorme».

—En la universidad solíamos decir: Si no te gusta el tiempo que hace, espera diez minutos.

Ella hincha los carrillos mientras se enciende el rótulo del Walter Reuther Boulevard, luego el edificio Fisher, y a lo lejos, en la distancia de un cielo gris y acolchado, se yergue el desmañado Olympia.

—También lo decían en Texas. Supongo que lo dicen en todas partes —mira hacia atrás, al panorama de la ciudad—. ¿Sabes lo que decía papá de Detroit?

—No le debía de gustar mucho.

—Cuando le dije que vendría contigo, dijo que si Detroit fuese un estado, se llamaría Nueva Jersey —me sonríe astutamente.

—Detroit no tiene la diversidad de Nueva Jersey, pero los dos sitios me gustan.

—A él le gusta Nueva Jersey, pero no le gusta esto —giramos por la desviación de la autopista de Lodge, que lleva al centro de la ciudad—. Nunca le ha gustado mucho ningún sitio y yo siempre pensaba que era una vergüenza ser así. Pero este sitio no tiene mal aspecto. Muchos colorines, pero a mí me gusta. No se debe estar mal aquí —dice, asintiendo muy seria. Luego me coge la mano y me la aprieta mientras entramos en un brumoso túnel de la autopista que nos lleva al barrio ribereño y al Pontchartrain.

—Esta fue la primera ciudad que conocí en mi vida. Solíamos venir a la ciudad cuando estaba en la universidad. Íbamos a ver espectáculos cómicos y fumábamos puros. Para mí era la primera ciudad americana.

—A mí me pasa lo mismo con Dallas. Pero no me importa un pito haberme ido frunce exageradamente los labios y me suelta la mano—. Mi vida es mucho mejor ahora, te lo aseguro.

—¿Dónde te gustaría estar? —le pregunto. La lechosa luz de la avenida Jefferson se abre paso por nuestro oscuro autobús. Los pasajeros empiezan a murmurar y a coger sus cosas por el pasillo. Alguien le pregunta al conductor por otra parada que hay más allá de la curva del hotel. Todos estamos impacientes por llegar.

Vicki me mira solemne, como si la gravedad de esta ciudad se hubiera apoderado de ella. De pronto, toda la alegría parece fingida. Esta chica sabe ponerse seria. Yo esperaba que me dijese que le gustaría estar en cualquier sitio mientras estuviéramos juntos. Pero no puedo modelar todos sus deseos a mi gusto; colmar sus sueños cotidianos como hago con los míos. La miro y me parece tan desabrigada para el frío de Detroit como yo, y eso me hace enorgullecerme secretamente de ella.

—¿No decías que habías ido a la universidad por aquí? —está pensando en algo a lo que le cuesta llegar, como el destello fugaz de una idea.

—A unos sesenta y pico kilómetros de aquí.

—¿Y cómo era?

—Era una ciudad preciosa, rodeada de árboles. Un sitio muy bonito en las tardes de primavera, con profesores bastante decentes.

—¿Lo echas de menos? Seguro que sí. Seguro que fue la mejor época de tu vida y te gustaría volver atrás. Dime la verdad.

—No, señora —le digo, y es la pura verdad—. No cambiaría este momento por nada.

—Aaah —dice Vicki, escéptica. Luego se vuelve a mí, súbitamente apasionada—. ¿Me lo juras?

—Te lo juro.

Aprieta los labios otra vez y chasquea la lengua, mirando a otro lado para poder pensar.

—Bueno, pues no me lo creo. Has contestado lo que a mí me gustaría.

—Hum.

Nuestro autobús llega siseante a una parada de madera que hay frente al hotel. Las puertas delanteras se abren. Los pasajeros se mueven por el pasillo. Detrás de Vicki, a través de la ventana ahumada, veo la avenida Jefferson, con coches grises avanzando, y por encima, el Cobo, donde Paul Anka cantará esta noche. Más allá, al otro lado del río, el horizonte de Windsor: un reflejo débil y melancólico, aterido y retrógrado de los Estados Unidos.

Cuando enterraron a Ralph, lo primero que hice fue comprarme una Harley-Davidson y largarme con ella hacia el oeste. Llegué hasta Buffalo, a medio camino del Peace Bridge. Luego me descorazoné y volví. Algo de Canadá me había arrebatado el espíritu, y me prometí a mí mismo no volver nunca más, aunque por supuesto, no mantuve mi promesa.

—Cuando pienso dónde preferiría estar —dice Vicki soñadora—, me acuerdo de mi primer día en la escuela de enfermeras, allí en Waco. Todas estábamos en fila en el pasillo del dormitorio de chicas; un pasillo desnudo desde el pupitre de recepción hasta la máquina de Coca-Cola que había entre las puertas dobles. Cincuenta chicas. Y enfrente de donde estaba yo, había un tablón de anuncios detrás de una mampara de cristal. Yo me veía reflejada allí. Escrito en letras blancas sobre el fondo negro del tablón de anuncios, ponía: «¡Nos alegramos de que estés aquí!». Y recuerdo que pensé para mí: «Estás aquí para ayudar a la gente, eres la más guapa y tendrás una vida maravillosa». Lo recuerdo muy claramente, ¿sabes? Una vida maravillosa —sacude la cabeza—. Siempre me acuerdo de eso.

Somos los únicos que aún no han salido del autobús y los demás pasajeros están ya listos para marcharse. El conductor está cerrando las puertas del equipaje y nuestras dos maletas yacen en la húmeda y atestada acera.

—No quiero ser una aguafiestas.

—No eres aguafiestas, en absoluto —le digo—. Ni se me había ocurrido esa idea.

—Y no quiero que pienses que no estoy contenta de estar aquí contigo, porque sí lo estoy. Es el día más feliz de mi vida desde hace mucho tiempo porque todo esto me encanta. Esta grande y vieja ciudad… me encanta. No tenía que haber contestado eso justo ahora. Es uno de mis fallos. Siempre contesto preguntas que no hay que contestar. Sería mucho mejor dejarlo correr.

—Soy yo el que no tendría que haber preguntado. Pero me vas a dejar que te haga feliz, ¿verdad? —le sonrío esperanzado. ¿Quién me mandaba intentar averiguar esas cosas? Soy mi peor enemigo.

—Soy feliz. Soy feliz de verdad —me echa los brazos al cuello y deja una pequeña lágrima en mi mejilla (una lágrima de felicidad, espero). El conductor estira el cuello y nos hace un ademán—. Me casaría contigo —susurra—. No quería reírme de ti antes. Me casaría contigo en cualquier momento.

—Entonces intentaremos fijar la fecha en nuestra agenda —digo, y rozo su húmeda mejilla mientras ella sonríe a través de otra lágrima fugitiva.

Luego nos levantamos, bajamos y nos envuelve el brioso y húmedo viento de Detroit y la agitada calle. Nuestras maletas yacen sobre la capa de nieve vieja y derretida como restos de una hoguera. Hay un policía solitario allí observando, dispuesto a decidir el destino de las maletas a partir de este momento. Vicki me aprieta el brazo y apoya la mejilla en mi hombro, mientras yo levanto las dos maletas. La suya, escocesa, es ligera. La mía, llena de la parafernalia de un periodista deportivo, es un ladrillo.

¿Y qué siento exactamente en el momento de pisar la calle?

Por lo menos cien cosas a la vez, todas pugnando por apoderarse de este instante, hacerlo suyo y reducir la parte no dramática de la vida a un núcleo amable y animoso.

Por supuesto, es una mentira de la literatura, una mentira menor pero perniciosa, decir que en momentos como éstos —tras significativas o decepcionantes revelaciones, en idas y venidas importantes, cuando se han apuntado los tantos, registrado los K.O., enterrado a los seres queridos y alcanzado los orgasmos—, podemos compartir una emoción, ser conscientes de nosotros mismos y no pensar en otras emociones que también podríamos o preferiríamos sentir. Si la misión de la literatura es contar la verdad de esos momentos, en mi opinión suele fallar y es culpa del escritor, por caer en tales convenciones. Intenté explicarles esto a mis alumnos del Berkshire College, utilizando las epifanías de Joyce como ejemplo de falsedad. Pero ninguno de ellos entendió nada desde el principio, y yo empecé a pensar que si se perdían la mayor parte de lo que quería decirles, no valía la pena seguir. Esa fue una buena razón para abandonar el oficio de enseñar.

Mientras balanceo las dos maletas por encima del cemento mojado y el autobús resopla y avanza ruidosamente hacia los demás hoteles de su ruta y los botones acechan tras el grueso cristal intentando vendernos sus servicios, lo que siento realmente es, en una palabra, inquietud. Es como si estuviera renunciando a algo importante por necesidad. Siento que se me acelera el pulso. Siento que el mal acecha: la experiencia moderna del placer va unida a la certidumbre de que se va a terminar. Siento que carezco totalmente de ética y de coherencia. Percibo la posibilidad del terrible remordimiento flotando en el impetuoso aire. Siento la repentina necesidad de confiarme a alguien (pero no a Vicki, ni a nadie que conozca). Me siento mucho más prosaico que nunca y tan perdido y simple como un emigrante. Siento todas esas cosas al mismo tiempo. Y por esas y otras muchas razones, siento el impulso, reprimido, de llorar como lloraría un hombre.

Ésa es la verdad de lo que siento y pienso. Esperar algo menor o distinto sería una idiotez. Los malos periodistas deportivos siempre quieren saber este tipo de cosas, pero no les interesa saber la verdad, ni le conceden un lugar en sus artículos. Seguro que en los momentos importantes, los deportistas piensan y sienten la milésima parte que cualquiera —están entrenados para eso—, aunque supongo que pensarán en más de una cosa al mismo tiempo.

—Yo llevaré mi bolsa —dice Vicki, siguiéndome como si fuera mi sombra y derramando una lágrima final por la alegría de llegar—. Es ligera como una pluma.

—A partir de ahora lo único que vas a hacer es pasarlo bien —le digo, levantando las dos maletas y avanzando—. Sólo tienes que sonreírme.

Ella esboza una sonrisa tan grande como Texas.

—Oye, yo no voy de marquesa, ¿sabes? —dice, mientras las puertas automáticas del hotel se abren suavemente—. Siempre llevo mis cosas yo misma.

A las cuatro y media llegamos a la habitación, un pulcro rectángulo de pretencioso pseudolujo tipo Medio Oeste. Hay una cesta de fruta recién dispuesta, una botella de champagne del país, un jarrón chino lleno de acianos azules, un papel rojo aterciopelado estilo burdel y una cama inmensa. Desde el undécimo piso hay una vista panorámica del río, orientada al desolado Ren-Cen, con la gris y pseudópoda Belle Isle a medio camino, y al norte y al oeste, las trémulas luces de las afueras perdiéndose de vista.

Vicki lo inspecciona todo, armario, ducha y cajones del escritorio, emitiendo ooooohes y aaaahas al descubrir los artículos de baño que nos ofrecen sin recargo. Luego se instala en un sillón junto a la ventana, descorcha el champagne y empieza a bebérselo. Es exactamente lo que yo esperaba: un respetuoso silencio ante el esplendor de las cosas, una confirmación de que lo he hecho todo como es debido.

Aprovecho la ocasión para hacer unas cuantas llamadas.

Primero, llamo a Herb para «darle un toque» y concretar los planes de mañana. Está muy animado y risueño y nos invita a cenar con ellos en un asador de Novi, pero yo alego cansancio y compromisos anteriores, y Herb dice que no pasa nada. Está decididamente optimista y se ha despojado de la melancolía de esta mañana (debe de tomar algún antidepresivo, no sé cuál). Colgamos, pero al cabo de dos minutos, Herb vuelve a llamar para cerciorarse de que me ha indicado correctamente el atajo que hay que coger al salir de la 1-96. Dice que desde el accidente, sufre una leve dislexia que le hace confundir los números la mitad de las veces, con resultados bastante cómicos.

—A mí también me pasa, Herb —le digo—. Sólo que yo lo considero normal.

Pero Herb cuelga sin decir nada más.

Después llamo a Birmingham, a Henry Dykstra, el padre de X. Desde el divorcio he adoptado la política de mantenerme en contacto con él. Cuando X y yo teníamos nuestros asuntos en manos de los abogados, la relación entre él y yo se volvió muy formal y un tanto tirante. Pero luego reanudamos una relación mejor y más sincera que nunca. Henry cree que la muerte de Ralph fue pura y simplemente lo que se cargó nuestro matrimonio, y siente una considerable simpatía hacia mí. Yo tengo una idea mucho más compleja sobre ese tema, pero no me importa que él piense así. Por otra parte, he seguido siendo un intermediario entre Henry y su mujer, Irma, que vive en Mission Viejo. Ella me escribe regularmente y yo le he demostrado a Henry que puede confiar en mí y transmitirme una información que muchas veces resulta sorprendentemente íntima y personal. «Mi vieja herramienta todavía funciona», me pidió que le dijera una vez, y yo se lo dije, pero que yo sepa ella nunca contestó. Es muy difícil romper una familia para siempre, y yo lo sé muy bien.

Henry tiene setenta y un años, es robusto y, como yo, no ha vuelto a casarse, aunque a veces hace veladas alusiones a mujeres. Creo (y X está de acuerdo conmigo) que es feliz viviendo solo en su finca y lo hubiese sido desde el día en que nació X si no se hubiera llevado mal con Irma. Es un empresario de la vieja escuela, que logró subir en los años treinta y que nunca ha entendido el concepto de vida íntima. Yo creo que no es culpa suya, pero X no piensa lo mismo y a veces se disgusta con él por eso.

—Vamos a quebrar, Franky —dice Henry de mal humor—. Este maldito país se ha bajado los pantalones ante los sindicatos. Y lo peor es que nosotros votamos a los hijos de puta que lo están haciendo. ¿No es increíble? ¿Los republicanos? No daría un maldito centavo por lo que han hecho nunca. Yo he decidido unirme a la derecha de Atila el huno, supongo que va de eso.

—Yo no estoy de acuerdo, Henry. Me suena a engaño.

—¿Engaño? No es ningún engaño. Si yo quisiera robar y despedir a todos los trabajadores de mi fábrica podría vivir durante cien años exactamente como vivo ahora. ¡Sin abandonar nunca la casa ni levantarme de este sillón! Yo era de los de Reuther, ya lo sabes, Frank, de toda la vida. Pero son esos gángsters de Washington, todos son unos malditos criminales. Quieren arruinarme, quieren que me retire del negocio. Pero dime, ¿qué tal va todo en casa? ¿Aún sigues divorciado?

—Todo va muy bien, Henry. Hoy es el aniversario de Ralph.

—¿Ah, sí? —a Henry no le gusta hablar de esto y yo lo sé, pero como para mí es un día importante, no me preocupa mencionarlo.

—Ahora sería un adulto y estaría muy bien, estoy seguro, Henry.

Sigue un momento de estupefacto silencio mientras los dos pensamos en las posibilidades perdidas.

—¿Por qué no vienes y nos emborrachamos? —dice Henry bruscamente—. Le diré a Lula que prepare pinchitos de pato. Yo mismo tuve que matar a esos hijos de perra. Podemos llamar a unas putas. Tengo aquí sus teléfonos particulares, yo las llamo de vez en cuando.

—Sería fantástico, Henry, pero no estoy solo.

—¿Estás con una mujercita de mala reputación? —dice Henry, y suelta una risotada.

—No, con una chica que está muy bien.

—¿Dónde está tu hotel?

—En el centro. Tengo que volver mañana. Hoy tengo trabajo.

—Vale, vale. Dime por qué te dejó nuestra amiga golfista, Frank. Dime la verdad. No sé por qué demonios hoy no puedo quitármelo de la cabeza.

—Creo que quería coger las riendas de su vida, Henry. Simplemente eso.

—Ella siempre ha pensado que yo le arruiné la vida en lo que respecta a los hombres. Es horrible tener que oír eso. Yo nunca le he arruinado la vida a nadie. Ni tú tampoco.

—No creo que ahora siga pensando lo mismo.

—¡Me lo dijo la semana pasada! Imagínate. Me alegro de ser viejo. Ya he vivido bastante. Un día estás aquí y al otro ya no estás.

—No siempre he sido buen chico. Henry. Me he esforzado, pero a veces te engañas a ti mismo.

—Olvida todo eso —dice Henry—. Dios perdonó a Noé. Tú también puedes perdonarte. ¿Quién es esa dudosa mujercita?

—Te encantaría. Se llama Vicki.

Vicki ladea su rostro sonriente y alza una copa de champagne para brindar conmigo.

—Tráela aquí, así la conoceré. Vaya nombre, Vicki.

—En otra ocasión, Henry. Éste es un viaje relámpago.

Vicki retrocede para ver cómo anochece.

—No te culpo —dice Henry impetuosamente—. ¿Sabes, Frank? A veces, vivir con alguien convierte la vida en un infierno. Eso nos pasó a Irma y a mí. Un enero la envié a California y de eso ya hace veinte años. Ella es mucho más feliz. Haz lo mismo con Vicki, sea como sea.

—Es difícil llegar a conocer a otra persona, lo reconozco.

—Es mejor hacerse a la idea de que cualquiera puede hacer cualquier cosa en cualquier momento. Es mucho mejor estar sobre aviso. Incluso con mi propia hija.

—Me encantaría ir a emborracharme contigo, Henry, de verdad. Me encanta ser tu compinche. Irma me dijo que te dijera que había visto una interpretación muy buena de Los fantásticos en Mission Viejo. Le hizo pensar en ti.

—¿Eso dijo Irma? ¿Y quiénes son los fantásticos?

—Es una obra de teatro.

—Bueno, eso está bien, ¿no?

—¿Quieres mandarle algún mensaje? Seguramente le escribiré la semana que viene. Ella me mandó una tarjeta por mi cumpleaños. Puedo añadir algo de tu parte.

—Nunca he conocido a Irma de verdad, Frank. ¿No es increíble?

—Estabas demasiado ocupado ganándote la vida, Henry.

—Ella podía haber tenido un montón de amantes y yo no me habría enterado. Espero que lo hiciera. Yo sí lo hice, con todas las que quise.

—Yo no me preocuparía por eso. Irma es feliz. Y tiene setenta años.

—Los cumple en julio.

—¿Qué me dices del mensaje? ¿Hay algo que quieras decirle?

—Dile que tengo un cáncer de vesícula.

—¿Es verdad eso?

—Lo tendré si es que antes no me da cualquier otra cosa.

Y de todas formas, ¿a quién le importa?

—A mí. Piensa otra cosa o tendré que pensar yo por ti.

—¿Cómo están Paul y Clarissa?

—Muy bien. Este verano haremos un viaje por el lago Erie y nos pasaremos a visitarte. Ellos ya lo están preparando.

—Subiremos a la Península de Upper.

—No creo que tengamos tanto tiempo como para eso —(espero que no)—. Sólo tienen ganas de verte. Te quieren mucho.

—Eso es fantástico, aunque no sé por qué será. ¿Qué opinas de Maize y Blue, Franky?

—Un equipo excelente, en mi opinión. Todos los séniors han vuelto y aquel grandullón sueco de Pellston está con ellos otra vez. He oído historias increíbles. Es un espectáculo impresionante. —Ésta es la única parte ritual de nuestras conversaciones. Siempre me informo a través de los chicos del equipo de fútbol de la universidad, especialmente nuestro nuevo jefe de redacción, un bostoniano un tanto neurasténico y fumador empedernido que se llama Eddie Frieder. Así puedo pasarle información de primera mano a Henry, que nunca estudió en ninguna universidad, pero que es un fan apasionado de los Wolvering. Es la única utilidad que él encuentra a mi profesión y, aun así, a veces sospecho que finge interesarse sólo para complacerme. A mí no me gusta especialmente el fútbol, pero la gente siempre sufre malentendidos con los periodistas deportivos—. Este otoño habrá algunos fichajes interesantes en la defensa, eso es todo lo que puedo anticiparte, Henry.

—Lo único que tienen que hacer ahora es despedir a ese cabeza de chorlito que corta el bacalao. Es un perdedor, si quieres saber mi opinión. No me importa los partidos que haya ganado.

—Por lo que he oído, a los jugadores les gusta.

—¿Y qué demonios saben ellos? Mira, para mí, el fin nunca justifica los medios. Ése es el error de este país. Tendrías que escribir sobre eso. La degradación de las cualidades intrínsecas de la vida. Eso es un artículo.

—Quizá tengas razón, Henry.

—Esa idea me interesa, Frank. Los deportes son el paradigma de la vida, ¿verdad? Si no fuera así, ¿a quién le importarían un carajo?

—Conozco gente que estaría de acuerdo contigo —(yo intento eludir esa idea)—. Pero eso es un tanto simplista. La vida no necesita una metáfora, al menos en mi opinión.

—Bueno, sea como sea, que le paren los pies a ese tipo, Frank. Es un nazi —Henry pronuncia la palabra a la antigua, como si se escribiera con dos zetas—. Su popularidad es la peor amenaza —la verdad es que el entrenador en cuestión es bastante bueno y quizá acabe en el Hall of the Fame[11] de Canton, Ohio. Henry y él son personajes muy similares.

—Les daré tu consejo, Henry. ¿Por qué no escribes una carta a «El correo de los lectores»?

—No tengo tiempo. Hazlo tú. Yo me fío de ti.

Fuera, la luz declina sobre el Pontchartrain. Vicki está sentada en la sombra, de espaldas a mí, abrazándose las rodillas y mirando hacia el exterior. Mira hacia el cartel de Seagram, que está quinientos metros más allá, sobre el río, y reluce rojo y dorado a la luz del crepúsculo. Mientras, las casitas de Canuck se encienden como luciérnagas en la oscura y remota ribera de un lago donde yo estuve una vez. En este momento desearía abrazarla, sentir su fuerte espalda texana y acurrucamos juntos, interrumpiéndonos sólo cuando el camarero del servicio de habitaciones llamase a la puerta. Pero no sé si ella se habrá adormecido, sintiendo el maravilloso alivio de no estar a la expectativa. En muchas cosas, Vicki y yo somos iguales, y ahora la añoro terriblemente, aunque esté a menos de tres metros de distancia y con un leve movimiento pueda tocar su hombro en la oscuridad. Éste es uno de los peores males de anticiparse a las cosas.

—Frank, no servimos para mucho. No sé por qué nos empeñamos en sostener opiniones —dice Henry.

—Yo creo que ayuda a superar los momentos de vacío.

—¿Y qué demonios es eso? Yo no tengo ni idea.

—Entonces te lo debes de haber montado muy bien, Henry. Es perfecto. Es lo que yo intento conseguir.

—¿Cuántos años cumples? Has dicho que era tu cumpleaños.

Por algún motivo, Henry es un tanto brusco con este tema.

—Treinta y nueve, la semana que viene.

—Treinta y nueve, qué joven. Treinta y nueve no es nada. Eres un gran tipo, Frank.

—No me considero un gran tipo, Henry.

—Bueno, quizá no lo seas, pero te aconsejo que te lo creas. Yo no habría llegado a ninguna parte si no me hubiera considerado perfecto.

—Tomaré ese consejo como regalo de cumpleaños. Un consejo para mis últimos años.

—Te mandaré una cartera de piel, pero tú llénala.

—Tengo algunas ideas tan buenas como una cartera repleta.

—¿Te refieres a esa muñeca llamada Vicki?

—Exacto.

—Estoy totalmente de acuerdo. Todo el mundo debería tener una Vicki en su vida, o mejor dos. Pero no te cases con ella, Frank. Mi experiencia me ha enseñado que esas Vickis no son para casarse. Son sólo para jugar.

—Tengo que dejarte ahora, Henry —nuestras conversaciones tienden a acabar así, él adopta el papel de un amable y viejo tío y luego, como por educación, me provoca para que le mande al infierno.

—Vale. Te has enfadado conmigo, ya lo sé. Pero me importa un comino. Yo sé lo que me digo.

—Llena tu cartera con eso, Henry. No sé si me entiendes.

—Lo he cogido. No soy tan idiota como tú.

—Creí que me considerabas un gran tipo.

—Y lo eres, un gran imbécil. Y te quiero como a un hijo.

—Gracias, me alegra oír eso, Henry. Ha llegado el momento de colgar.

—Cásate otra vez con mi hija si quieres. Tienes mi permiso.

—Buenas noches, Henry. Yo siento lo mismo que tú —pero al igual que Herb Wallagher, Henry ya ha colgado, y ya no oirá mis palabras de despedida, que resuenan en la vacía línea telefónica como un sollozo de soledad.

En efecto, Vicki se ha dormido en su sillón, y abajo fluye un helado río de faros de coches que se derraman por la avenida Jefferson hacia las Grosse Pointes: Farms, Shores, Woods, comunidades pequeñas y atrincheradas en la típica seguridad del medio-oeste.

Tengo un hambre canina. Despierto a Vicki poniéndole una mano en su suave hombro, dispuesto a devorar un soufflé de cangrejos o una langosta a la parrilla, que se pueden comer a la carta arriba, en el restaurante giratorio de la azotea. Pero ella se despierta con un menú distinto in mente, un menú por el que cualquiera estaría dispuesto a renunciar incluso a su vieja madre patria. Se ha bebido todo el champagne y ahora quiere divertirse un poco.

Me alcanza y me atrae hacia su sillón. Junto a su regazo, percibo el suave aroma oliváceo de su aliento tras el sueño. Más allá del cristal de la ventana, en la noche sin rumbo ni estrellas de Detroit, un barco metálico con radiantes luces de navegación rojas y verdes flota sobre la corriente hacia el lago Erie y los altos hornos de Cleveland.

—Oh, dulce y viejo amigo —me dice Vicki, y se mueve sinuosa y confortable. Me da un húmedo y suave beso en la boca y murmura roncamente—. He leído en alguna parte que si un Tauro dice que te quiere, hay que creerle. ¿Es verdad?

—Eres una chica maravillosa.

—Mmmm, pero… —murmura sonriendo.

Sus magníficos pechos me llenan las manos. Ella es un hallazgo, un tesoro para un hombre interesado en lo romántico.

—¿No te gusta?

—Pues claro que sí, ya lo sabes. Para mí eres única.

Ella no es una soñadora y lo sé. Está apegada a la idea de acción, feliz de disfrutar del mundo en la pequeña medida de lo posible. Una norma que sigue poquísima gente y aún menos las mujeres. Pero quizá no sea fácil estar aquí conmigo, en un extraño y vítreo hotel de una fría ciudad siniestra, tan extraña como un hombre para un mandril, y creer que estás enamorado.

—Oh, oh, oh, oooh —suspira.

—Dime qué es lo que te haría más feliz. Estoy aquí para eso, de verdad —o casi de verdad.

—No nos quedemos sentados toda la noche en este viejo sillón, desperdiciando esta cama del tiempo de maricastaña. Me pongo como una moto al pensar en ti. Creía que nunca acabarías con el teléfono.

—Pues ya he acabado.

—Entonces prepárate.

Y la fría habitación nos envuelve. Nos perdemos en la sencilla penumbra del amor nocturno, como balsas flotando juntas por un paisaje turbulento y levemente peligroso. Una hermosa chica de Texas en una oscura sesión. No hay nada mejor ni más cordial. Nada. Se lo dice a ustedes un hombre que sabe de qué habla.

Antes de que se acabase mi matrimonio, pero después de la muerte de Ralph, durante aquel período errabundo de dos años en el que me compré una Harley-Davidson y me fui hasta Buffalo, di clases en un college, sufrí aquel ensueño que me absorbió durante tanto tiempo y empecé a perder mis lazos más íntimos con X sin siquiera darme cuenta, debí de acostarme con dieciocho mujeres distintas. Dadas las circunstancias, el número no me parece ni excesivo, ni especialmente escandaloso o sorprendente. Estoy seguro de que X lo sabía, y retrospectivamente veo que hizo lo posible para adaptarse. Intentó que yo no me sintiera tan mal. Procuraba no hacerme preguntas, ni tampoco me pedía explicaciones los días en que me iba fuera por trabajo, a alguna meca deportiva como Denver o San Luis. Seguramente, esperaba que un día u otro se me pasaría, como ella creía que se le había pasado (aunque ahora no piense lo mismo, dondequiera que esté; y ojalá esté bien). Nada de esto hubiera sido tan terrible si, con las mujeres a las que «veía», no me hubiera empeñado en fingir que todo era mucho más profundo de lo que era. Cualquiera que se gane la vida viajando sabe que eso es un error. En las épocas bajas, yo me quedaba, por ejemplo, solo al final de un partido, en la tribuna de prensa de algún palacio de los deportes americano de cemento y acero. Muchas veces, había una reportera terminando su último artículo. Se me había agudizado la vista para localizar a esas rezagadas. Acabábamos tomando unos martinis en algún bar ambiental y panorámico, luego íbamos a un pequeño apartamento de las afueras con mi coche alquilado. El apartamento tenía lamparillas de pie, terraza hawaiana y alfombras de cáñamo, y había una hija esperando, una pequeña Mandy o Gretchen. Y en un abrir y cerrar de ojos, la niña estaba dormida, sonaba música lenta, las copas se llenaban de vino y la reportera y yo nos desplomábamos juntos en la cama. ¡Y bingo! De pronto, deseaba con toda mi alma formar parte de aquella vida. Deseaba entrar en aquella pequeña existencia y participar plenamente en ella, aunque fuese fugazmente, y compartir sus ilusiones secretas, sus esperanzas… «Te quiero», me había oído decir a mí mismo más de una vez a Becky, Sharon, Susie o Marge, ¡y sólo las conocía desde hacía cuatro horas y quince minutos! Yo me lo creía a pies juntillas y para demostrarlo disparaba una andanada de preguntas curiosas. Me interesaba por los qués, quiénes y porqués de su vida. Todo para entrar en su vida, perder la terrible distancia que nos separaba y, durante unas pocas horas, ir a la deriva, cerrar la puerta, simular intimidad, interés, expectación, y resolverlo todo en un confuso romance nocturno. «¿Por qué fuiste a Penn State y no a Bryn Mawr?». Ya. «¿En qué año dejó el servicio tu marido?». Hum. «¿Por qué tu hermana se lleva mejor con tus padres que tú?». Es lógico. Como si saberlo todo hubiera podido cambiar en algo las cosas.

Desde luego, aquél era el peor cinismo del mundo, el más cobarde. No el efecto levemente vigorizante de acostarse juntos, que no podía hacer daño a nadie, sino el hecho de pedirles que me lo contaran todo cuando yo no tenía nada que contar a cambio, ni podía comprometerme a nada. Sólo podía prometerles, lo que resulta ridículo, que seguiríamos «siendo amigos», y a la mañana siguiente escabullirme lo antes posible, para dedicarme a mis asuntos o volver a casa. Lo peor era el sentimentalismo, la compasión por la solitaria vida de alguien (es lo que sentía casi siempre, aunque entonces no lo hubiera admitido). Pasaba de la compasión al interés y del interés al sexo. Es lo mismo que hacen los peores periodistas deportivos cuando se ponen frente a alguien que acaba de recibir un golpe en la cabeza y le preguntan: «Mario, ¿en qué pensabas cuando tu cara empezó a tomar el aspecto de un tomate maduro? ¿En qué pensaste mientras contaba hasta diez?».

No fui consciente de lo que estaba haciendo hasta mucho después, después de los tres meses que pasé dando clases en el Berkshire College, de la época en que viví con Selma Jassim, a quien no le interesaban las confidencias. Intentaba ser consciente de mí mismo y ser consciente de alguien más. No es una aproximación al amor muy original. Y no funciona. Conduce a una terrible ensoñación, a la abstracción más remota.

¿Cómo iba a ser consciente de una pequeña Elaine, Barb, Sue o Sharon que apenas conocía, cuando ni siquiera lo conseguía con X en mi propia vida? Es una buena pregunta y la respuesta está clara: era imposible.

Probablemente, Bert Brisker diría que en aquella época yo no era lo bastante «flexible intelectualmente», pues perseguía algo totalmente ilusorio con unas bases muy limitadas y muy a corto plazo. Y tendría que haberme contentado con el simple y elemental éxtasis que una mujer, cualquier mujer que me gustara, podía darme, sin hacer preguntas, y luego volver a casa y disfrutar de la vida como siempre. Pero raro es el hombre que puede encontrar una felicidad real en la vida familiar cuando la suerte está en su contra. Y eso era lo que me ocurría a mí.

Al cabo de tres meses de dar clases, casi al final de aquellos dos años, abandoné los líos de faldas. Pero X se había quedado en casa con Paul y Clary, no estaba muy comunicativa y se dedicaba a leer The New Republic, The National Review y China Today, una costumbre que antes no tenía. Parecía muy lejana. Yo caí en una especie de ensoñada monogamia que sólo sirvió para que X se sintiera estúpida, tal como ella me confesaría más tarde, por haberme aguantado hasta el punto de dejar que aflorara su propia inseguridad. Yo rondaba cada día por la casa, sin hacer nada útil ni ayudar a nadie. Me limitaba a leer catálogos, mentía caritativamente para no tener que confesar, les sonreía a mis hijos y me sentía extraño. Visitaba semanalmente a Mrs. Miller, meditaba irónicamente acerca de las posibles respuestas que podía dar a casi cualquier pregunta que me hicieran, veía los deportes y el programa de Johnny Carson en la televisión, llevaba pantalones de deporte y camisas a cuadros compradas en L. L. Bean. Iba a Nueva York una vez a la semana y era un periodista deportivo moderadamente bueno y responsable. Entre tanto, el rostro de X se iba desvaneciendo y mi voz se hacía cada vez más tenue, hasta que apenas fue audible, ni siquiera para mí. Por su forma de actuar, creo que X pensaba que yo ya no era «digno de confianza» y no me extraña. Si lo que quería era que la hiciese feliz y que le diese la máxima seguridad posible a nuestra vida, tenía razón en no confiar en mí. En aquel momento eso era para mí más difícil que volar. Y cuando pude hacerlo, ella empezó a abrigar sospechas de todo tipo. Tampoco la culpo por eso, aunque fuese un error. Pese a todo, yo intenté recuperar su confianza. Si al menos hubiera creído que yo la quería… y la quería de verdad. (La vida matrimonial requiere que haya un misterio compartido, aunque se conozcan todos los hechos). Si lo hubiera creído yo no hubiese tardado en restablecerme, estoy seguro, y me hubiera alegrado de que las cosas siguieran como estaban, mientras hubiese esperanza de mejorar. Si pierdes toda esperanza, siempre puedes volver a encontrarla.

Pero irrumpieron en nuestra casa y desparramaron por todas partes aquellas odiosas Polaroid, aparecieron las cartas de aquella mujer de Kansas y, súbitamente, X debió de pensar que habíamos llegado demasiado lejos, más lejos aún de lo que creímos. Y la vida tembló y se rompió entre nosotros, no de una forma trágica o salvaje, sino ineluctablemente, como diría un auténtico escritor.

A mitad de camino de la vida suceden y se sufren muchas cosas: tus padres pueden morir (aunque los míos murieron hace años), tu matrimonio puede transformarse o incluso terminar, un niño puede sucumbir, tu profesión puede empezar a parecerte vana. Puedes perder toda esperanza. Cualquier cosa puede hundirte. En cambio, es difícil decir cuál es la causa, ya que, en un sentido muy importante, todo es causa de todo.

Y con toda esta verdad, ¿cómo puedo decir que «quiero» a Vicki Arcenault? ¿Cómo puedo volver a confiar en mis instintos? Una buena pregunta, pero he eludido planteármela, por miedo a provocar más caos en la vida de todo el mundo.

Y la respuesta, como casi todas las respuestas dignas de crédito, se puede desglosar en varios aspectos.

He renunciado a un montón de cosas. Me he dado cuenta de que es imposible llegar a conocer a alguien totalmente, así que ya no lo intento. El resultado es un misterio incondicional y placentero. También me he vuelto menos solemne. No soy tan «serio literalmente», y me preocupa menos la complejidad de las cosas, miro la vida de forma más sencilla y literal. He dejado de preguntarme lo que sentía hacia las cosas y lo que podría sentir. Con aquellas dieciocho mujeres estuve tan enfrascado en crear y resolver una complicada ilusión de vida, que perdí la pista de lo que podía hacer: pasarlo muy bien y olvidar todo lo demás.

Cuando vives plenamente tus emociones, cuando son lo bastante simples y atractivas como para disfrutarlas y se acorta la distancia entre lo que sientes y lo que también podrías sentir, entonces puedes confiar en tus instintos. Es la diferencia que hay entre un hombre que deja su trabajo para convertirse en guía de pesca en el lago Big Trout, y que un día, mientras rema hacia el muelle al atardecer, deja de remar para contemplar la puesta de sol y se da cuenta de lo mucho que desea ser guía en ese lago; y otro hombre que ha tomado la misma decisión, deja de remar al mismo tiempo, siente la misma alegría, pero al mismo tiempo, piensa que podría hacerlo también en el lago Windigo, y que también podría ganarse la vida vendiendo canoas.

Otra forma de describirlo sería hablar de la diferencia que hay entre ser literal y ser factual. Un ser literal es el que, cuando su avión se retrasa y tiene que quedarse en el aeropuerto de Chicago, disfruta durante toda una tarde observando a la gente, mientras que un ser factual no puede dejar de preguntarse por qué su avión habrá salido con retraso de Salt Lake, y si en el avión servirán cena o sólo un refrigerio.

Además, cuando le digo «te quiero» a Vicki Arcenault, sólo estoy diciendo algo evidente. ¿A quién le importa si la querré para siempre? ¿O ella a mí? Nada persiste. Ahora la quiero y no me estoy engañando ni engañándola a ella. ¿Qué otra cosa debería sustentar la verdad?

A las doce y cuarenta y cinco estoy despierto. Vicki duerme junto a mí, respirando ligeramente, con un suave ronquido de garganta. En la habitación reina la densa sensación sin dimensiones de despertarse en silencio, en la oscuridad y preguntarse la hora: ¿cuánto faltará para el amanecer? ¿Cuánto durará el silencio? ¿Sufriré una repentina desesperación? ¿Cómo pasaré el tiempo hasta entonces? Generalmente, como ya he dicho, duermo a pierna suelta y no me hago esas preguntas. Seguro que, en parte, mi desvelo se debe a la emoción natural de estar aquí, con esta mujer, libre de hacer lo que me apetezca, esa vieja sensación familiar de no tener colegio que todo el mundo persigue y espera. Esta noche sería un buen momento para dar un paseo solitario por las oscuras calles de la ciudad, subirme el cuello del abrigo y meditar una serie de cosas, pero no tengo nada que meditar.

Pongo la televisión sin sonido, cosa que suelo hacer cuando viajo solo, mientras hojeo la ficha de un jugador o garabateo unas notas ingeniosas. Me encanta ver la televisión en otras ciudades, la seguridad que da contemplarla desde la butaca de una habitación extraña y ver a un presentador familiar hablando con su familiar acento de Nebraska, vestido con un familiar y poco atractivo traje, con un telón de fondo informe y urbano (nunca puedo recordar las noticias reales); o ver un acontecimiento deportivo anónimo pero absolutamente fascinante, representado en un estadio abovedado y sin carácter, bajo la misma luz cítrica, con los silbidos rabiosos de siempre, a muchos kilómetros de cualquier parte donde me conozcan. Y además, con una comodidad de la que no me gustaría tener que prescindir.

La emisora de televisión retransmite en diferido un partido de baloncesto profesional que me hace mucha ilusión volver a ver. Detroit contra Seattle. Volver a ver un partido de un modo fortuito es lo que te permite entenderlo desde dentro y desde fuera. Es mucho mejor que ver el juego real en el lugar real donde se juega, donde todo suele resultar tan aburrido que llegas a olvidar que estás ahí y acabas fijándote en otras cosas.

Voy a buscar el bolso de Vicki, lo abro, cojo uno de sus Merit y lo enciendo. No he fumado ni un solo cigarrillo en los últimos veinte años. Desde que era novato en la universidad y asistía a un club de fumadores donde chicos más mayores me ofrecían Chesterfield y yo me quedaba de pie, apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos, intentando adoptar el aire del chico al que todo el mundo querría como amigo: el silencioso y apuesto chico del Sur con ojos maduros para su edad y una expresión de cierto cansancio y mucha experiencia. El que todos necesitábamos.

Entre tanto, hurgo en el bolso. Hay un rosario (era de esperar). La revista de vuelo de la United (robada). Un cartón de botones nacarados (muy práctico). Las llaves del Dart en una gran anilla de latón con una insignia que lleva la V grabada. Un tubo empezado de pastillas de menta. Dos trozos de las entradas de un cine donde Vicki y yo vimos parte de una antigua película de Charlton Heston (hasta que yo me quedé dormido). La póliza de seguro de vuelo. Un ejemplar de bolsillo de la novela Love’s Last Journey, escrita por una tal Simone La Noire. Y una gruesa cartera de piel marrón, labrada con un motivo del Oeste: una gran cabeza de caballo de un tono granate brillante.

En su interior, nada más abrirla, está la foto de un hombre que no había visto nunca, un personaje de cabeza engominada y aspecto elegante, con una camisa blanca, el cuello abierto y un cardigan de punto grueso, blanco, con un vivo escocés. El tipo tiene pobladas cejas negras, lleva un laborioso pero sobrio peinado de ondulado pelo negro, tiene los ojos brillantes y contraídos y una sonrisa de cuchillo, con las comisuras fruncidas y burlonas en una maligna autocomplacencia. En torno a su cuello de espárrago lleva una cadena con una gruesa cruz. Es Everett.

El rey de las alfombras de Dallas es el típico bailarín de motel de Las Vegas de cuarta categoría, con las caderas altas y mirada de soslayo, de ésos que llevan el paquete de tabaco en la manga de la camisa, con largos brazos flacuchos y dedos de acero, acostumbrado a beber grandes cantidades de cerveza barata a todas horas del día y de la noche. Le reconocería en cualquier parte. Lonesome Pines estaba lleno de tipos así, que procedían de las mejores familias y eran capaces de las más penosas depravaciones. Ver esa foto no podía haberme decepcionado ni desconcertado más. Tal vez sea un patán altivo y bondadoso y si alguna vez llegáramos a conocernos (ojalá que no), quizá encontrásemos un terreno común para expresar cortésmente nuestras distintas opiniones sobre el mundo. Los deportes son una lingua franca para esos escarceos entre novios o maridos rivales, y evitan el riesgo de malsanas peleas a puñetazos.

Pero la verdad es que no daría un centavo por las cualidades de Everett. Me siento inclinado a tirar esta foto al retrete y luego mantenerme firme cuando llegue la primera queja.

Doy una honda y furiosa calada a mi cigarrillo e intento tragarme el humo a la francesa, un truco difícil que vi practicar en el college. Pero el humo se me va por la garganta en vez de por la nariz. Siento que me ahogo y me invaden unas ganas irresistibles de toser con fuerza. Entro en el cuarto de baño a toda prisa y cierro la puerta para no despertar a Vicki con una tos ronca que hace que mi cara se ponga de color púrpura.

En el espejo del cuarto de baño parezco un desdichado maníaco sexual, con el cigarrillo colgándome de los dedos, el pijama azul de lunares arrugado, la cara demacrada de haber perdido el resuello y los ojos contraídos como los de Everett a causa de la despiadada luz. No tengo muy buen aspecto y no me hace ninguna gracia verme así. Tendría que haberme ido a la calle solo y haberme inventado algo en qué pensar. Ciertas situaciones sugieren por sí mismas la forma de sacar partido de ellas. En esos casos, hay que seguir siempre la sabiduría convencional; de hecho, en todos los casos. Siempre hay que subir a cubierta para ver salir el sol. Siempre hay que darse un chapuzón nocturno en la piscina cuando tus anfitriones ya se han ido a la cama. Siempre hay que dar un paseo por el bosque cerca de la cabaña de tus amigos, y buscar un nuevo camino hacia la cascada o un viejo granero que explorar. Así evitas, al menos, entregarte a una curiosidad personal y a los problemas que plantea. En cambio, yo he estado fisgoneando en pos de una confidencia total, justo cuando acababa de desaprobarla. Es un decepcionante testimonio de autoengaño, aún más decepcionante que encontrar la foto del bruto de Everett en la cartera de Vicki, donde, después de todo, tenía más derecho a estar que yo.

Cuando salgo del baño, Vicki está sentada frente al tocador, fumando uno de sus Merit, con el codo en el respaldo de la silla, la televisión apagada y el aire extraño y voluptuoso de una chica de salón de baile. Lleva un camisón de crepé de Chine negro con vuelo y zapatillas abiertas a juego. No me gusta que sean tan puntiagudas, aunque hace unas horas quizá sí me hubieran gustado, pero creo que a Everett sí le gustarían. Incluso es posible que las comprase él, como un sugerente recuerdo final. Si de mí dependiera, no toleraría esto ni un minuto más.

—No quería despertarte —digo lúgubremente. Me escabullo hacia el otro extremo de la inmensa cama, a medio metro de sus magníficas rodillas, y me siento ahí. El mal ha empezado a acechar por la habitación, dispuesto a clavar sus frías y prosaicas garras. El corazón me late como esta mañana al despertarme, y siento que mi voz puede volverse inaudible.

Estoy atrapado. Podría salvar el momento, salvarnos del enfado, del reproche, y sobre todo de la confesión, el enemigo de la intimidad. Quisiera poder improvisar otra verdad: que sufro un secreto tumor cerebral y a veces hago cosas inexplicables que luego no puedo justificar; o que estoy escribiendo un artículo de baloncesto profesional y necesito ver el final del partido del Seattle, justo cuando el Seattle abandona la zona y todo queda pendiente de un último lanzamiento, como casi siempre. Salvar el momento es el verdadero arte del amor.

Pero mientras miro las esculturales y levemente redondeadas rodillas de Vicki, me siento perdido, y veo cómo se alejan las cosas más elementales mientras el desconsuelo amenaza con impregnarlo todo.

—¿Qué es lo que buscabas en mi bolso? —dice ella. Su ceño expresa un concentrado desdén. Soy el malo de la clase y me han pescado mirando el libro de las notas en el pupitre del profesor. Ella es la simpática profesora suplente de un solo día (aunque todos quisiéramos que se quedara para siempre), pero sabe reconocer a una serpiente en cuanto la ve.

—La verdad es que no buscaba nada —sí que buscaba. Esa mentira es un error, pero no me queda más remedio que mentir. Mi primera y tímida escaramuza con los hechos va a parar a la columna del debe. Mi voz decae diez decibelios. Esto ya me ha ocurrido otras veces.

—Yo no tengo ningún secreto —dice ella en tono categórico—. Pero, por lo visto, tú sí.

—A veces sí —no pierdo nada admitiéndolo.

—Y también dices mentiras.

—Sólo cuando no tengo otro remedio. Si no, nunca miento —es mejor que confesar.

—Supongo que también mientes cuando dices que me quieres.

—Te equivocas —le digo, y nada podría ser más cierto.

—Hum —dice. Sus cejas se fruncen sobre sus pequeños ojos acusadores—. Y ahora tengo que creerte, ¿no? ¿Después de revolverme mis cosas y fumarte mis cigarrillos mientras yo dormía?

—No tienes que creértelo para que sea verdad —apoyo los codos en las rodillas, como haría un indio honrado.

—Odio a los tipos rastreros —dice, mirando fríamente el cenicero que hay junto a ella, como si hubiera una serpiente muerta ahí enrollada—. Me he prometido a mí misma alejarme de ellos. Porque están por todas partes, ¿sabes? Tampoco es difícil reconocerlos —desvía los ojos hacia la puerta del pasillo y esboza una sonrisa melancólica—. Yo era sólo otra de tus mentiras, ¿no?

—La única forma de descubrirlo es quedarte conmigo y darme tiempo.

Fuera, en las heladas calles, se oye una sirena de policía ululando por la vacía y oscura avenida y arrastrándose hacia el tráfico. Algún pobre ser lo está pasando peor que yo.

—¿Y lo de casarnos? —dice socarronamente.

—Eso también es verdad.

Sonríe con desilusión y sacude la cabeza. Apaga el cigarrillo en el cenicero con cuidado. Ya ha vivido esto antes. Habitaciones de motel. Las dos de la madrugada. Extrañas vistas. Los sonidos de ciudades y sirenas extrañas. Chicos que mienten para divertirse y un corto viaje de vuelta a casa. Momentos vacíos, quien más quien menos ha vivido centenares de momentos así. Carecen de misterio y su frágil belleza callada oculta estos terribles malos ratos. Incluso en los buenos tiempos, son momentos de derrota y de impotencia.

—Bueno, bueno —dice, y se encoge de hombros, con las manos caídas entre sus rodillas y un aire de fatalismo.

Pero hemos ganado algo, hemos superado el peligro de una posible tragedia. No sé muy bien de qué se trata, porque el mal todavía revolotea por la habitación hacia las cornisas. La libanesa que conocí en el Berkshire College nunca habría dejado que esto ocurriera, sin importarle lo que yo hubiera hecho para provocarlo. Era insensible a esas cosas, cultivaba un desinterés muy islámico. X tampoco, aunque por otras razones, quizá mejores: ella esperaba más de mí. Vicki tiene esperanzas, pero no tantas, y sin embargo, aún le falta mucho para decepcionarse.

Aun así, por difícil que sea, reconciliarse con una mujer siempre es mucho más fácil que reconciliarse consigo mismo.

—En este bolso no hay nada que robar, ni siquiera hay nada que ver —dice Vicki cansinamente, y abre los labios ante su bolso de viaje como si se tratara de los restos de un naufragio, arrastrados por el agua hacia la costa, después de muchos años, sin que nadie los echara en falta—. Guardo el dinero —añade lánguidamente— en un escondite especial. Es un secreto. No lo podrías encontrar.

Me gustaría abrazarle las rodillas, pero no está el horno para bollos. El más mínimo error podría condenarme a reservar por teléfono otra habitación en otra planta o en otro hotel, quizá el Sheraton, cuatro fríos y solitarios edificios más allá, y sin abrigo con qué protegerme de la traidora humedad canadiense.

Vicki alza la vista por encima de la superficie acristalada de la mesa, hacia su cartera abierta, junto a los cigarrillos. La instantánea del descerebrado Everett mira hacia arriba de soslayo. La verdad es que costaría mucho distinguir mi sombría y grave expresión de la suya.

—Para mí sólo hay seis personas en el mundo —dice Vicki con la voz suavizada, mirando la jeta de Everett—. Pensaba que tú eras una de ellas. Una muy importante. Pero creo que ya has tenido demasiadas novias. Quizá todavía tengas alguna.

—Quizá te equivoques. Todavía puedo ponerme en la cola.

Ella me mira con desconfianza.

—Los ojos son importantes para mí, ¿sabes? Son las ventanas del alma. Y tus ojos… antes pensaba que se te veía el alma en los ojos, pero ahora… —sacude la cabeza, dubitativa.

—¿Qué ves? —no quiero oír la respuesta. Es una pregunta que nunca le haría a Mrs. Miller, y sobre la que ella no aceptaría nunca especular. Después de todo, no actuamos sobre verdades sino sobre potencialidades. La verdad en exceso puede ser peor que la muerte, y dura mucho más.

—No lo sé —dice Vicki casi en un susurro. Eso significa que yo haría mejor en no insistir o que aún tiene que decidirlo—. ¿Por qué te interesa tanto mi hermanastro? —me mira extrañamente.

—No conozco a tu hermanastro —digo.

Ella coge la cartera y levanta la fotografía de forma que me encuentro frente a la morena cara del sabelotodo.

—Es éste —dice—. Este pobrecillo que ves aquí.

Hay muchas cosas en la vida que no puedes prever. Un centenar de explicaciones y disculpas íntimas acuden corriendo a mi garganta, y tengo que tragar fuerte para contenerlas. Aunque, desde luego, no hay nada que decir. No vale la pena aclarar el malentendido ni proferir excusas superfluas. De todas formas, siento una turbulenta ensoñación, la vieja abstracción familiar me invade súbitamente al observar lo que me rodea. La ironía se ha dado la vuelta. Tengo la sensación de que si ahora intentase hablar, mis labios se moverían, pero no saldría de ellos ningún sonido. Y eso nos aterraría a ambos. ¿Por qué, en nombre de Dios, no es posible dejar que la ignorancia siga siendo ignorancia?

—Ese pobre chico está muerto y ya estará en el cielo —dice Vicki. Vuelve la foto hacia ella y la mira apreciativamente—. Lo mataron en Fort Sill, en Oklahoma. Lo atropelló un camión del ejército. Es hijo de la mujer de mi papá. Bueno era. Bernard Twill. Beany Twill —cierra la cartera y la deja sobre la mesa—. En realidad nunca llegué a conocerle. Lynette me dio esta foto para mi cartera cuando él se murió. No sé por qué la guardo —me mira dulcemente—. No es que esté loca. Sólo es un viejo monedero sin nada dentro. Todas las mujeres guardan cosas raras en sus bolsos.

—Me voy a meter en la cama —digo con una voz que apenas es un susurro.

—Ande yo caliente y ríase la gente. Es un buen lema, ¿no crees?

—Sí, es perfecto —digo, gateando por la gran cama helada—. Lo siento.

Ella sonríe y me mira, allí sentada, mientras yo me tapo con las sábanas hasta la barbilla y empiezo a pensar que mi vida con Vicki Arcenault no es difícil de imaginar. La verdad es que me gustaría que se pareciese lo más posible a cualquier otra vida: una vida de pequeños adornos y manteles limpios. Una vida en la que el sexo juega un importante papel nocturno, mejor que con aquellas dieciocho (o las que fueran) mujeres que conocí y a las que «amé». Una vida que valore la historia y sus generaciones. Una vida de fidelidad, de ir a pescar con algún buen amigo, y tener una pequeña Sheila o un pequeño Mathew, comprar un remolque de cinco ruedas y ver el campo desde las ventanillas. Paul y Clarissa podrían venir y unirse a nuestra pandilla. Yo podría vender mi casa y trasladarme, no a Pheasant Run, sino al viejo Quackerstone de Bucks County. Y cuando nos retirásemos, haríamos un viaje al Peace Corps o a Vista, para «hacer algo con nuestras vidas». No tendría que dormir vestido ni despertarme en el suelo. Podría olvidarme de la necesidad de ser consciente de mis emociones y dejar de preocuparme por esas cosas.

En resumen, sería una prolongación natural de todas mis actitudes actuales llevadas a sus últimas consecuencias.

¿Y qué habría de malo en eso? ¿No es lo que todos queremos? Mirar hacia el horizonte y ver un brillante y cálido futuro esperándonos. Un lugar de ensueño.

Vicki enciende el televisor y mira extasiada su luminosidad rutilante. Ponen patinaje sobre hielo en directo, son las dos de la madrugada (el baloncesto era en diferido). Parece Austria. Cinzano y Rolex decoran las vallas. Tai y Randy patinan con un dominio férreo. Él es Mr. Elegancia, pelo dorado al viento, un par de patines Salchows, figuras y piruetas perfectas. Ella es todo lo que un hombre pueda desear, vulnerable y fogosa, ágil como un cisne. En conjunto, su irrepetible número merece un diez indiscutible. Juntos ejecutan una vuelta doble perfecta, dos elevados triples saltos de puntas, giran como una peonza y luego se quedan inmóviles; Tai en una espiral de muerte sobre el blanco hielo y Randy de pie, como un noble caballero. Y los austríacos no pueden contener sus aplausos ni un segundo más. Esos dos patinadores son tan buenos como los Protopopovs, y son americanos. ¿A quién le importa si no participaron en las Olimpiadas? ¿A quién le importa si es verdad el rumor de que se desprecian el uno al otro? ¿A quién le importa si Tai no es tan hermosa vista de cerca? (¿y quién lo es?). Sigue siendo tan exótica como un bereber, con magníficos muslos y pechos extraordinarios. Lo importante es que se han entregado totalmente, como siempre. Todos los austríacos desean ser americanos por un momento, y se reconcilian con el mundo.

—Oh, ¿no te encantan esos dos? —dice Vicki, sentada en su silla con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo y mirando la pantalla resplandeciente como si contemplase el sueño de una vida a todo color.

—Es maravilloso —le digo.

—A veces me dan ganas de ser ella —dice, exhalando el humo por la comisura de la boca—. De verdad. El viejo Randy…

Me vuelvo, cierro los ojos e intento dormir mientras siguen los aplausos y fuera, en las frías calles nocturnas de Detroit, más sirenas secundan a la primera. En ese instante, descubro que es muy fácil y agradable ignorar lo que vendrá después, como si esta noche las sirenas sólo salieran por mí.