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Desde el preciso momento en que nos instalamos en nuestros asientos, nos sumergimos en el Medio Oeste. Toda la cabina de la clase turista de nuestro 727 vibra virtualmente con el encanto de ese acento grave y sonoro. Corpulentas azafatas con sonrisas que parecen decir: «Hola, si quieres, te amaré cuando estemos abajo sanos y salvos», colocan nuestro equipaje de mano. Vicki coge su bolsa de viaje por el asa y la acomoda arriba.

—Oooh, esto está quedando máss ordenado que nunca —dice una rubia grandona a la que alguien ha llamado Sue, y se lleva las manos a la cintura con una admiración caballuna—. Barb tendría que ver essto. Nuestrass maletas sson una mierda. Eh, ¿hacia dónde vais, chicoss? —la sonrisa de Sue muestra un gran canino levemente manchado de maquillaje, pero ella es muy simpática y acogedora. Me jugaría el cuello a que su padre sirvió en la Fuerza Aérea y a que tiene un montón de jóvenes y atléticos hermanos. Tiene toda la pinta.

—«Detroit» —anuncia Vicki muy ufana, lanzándome una mirada furtiva.

Sue se echa el rubio cabello hacia un lado con orgullo.

—Detroit te encantará, cariño.

—Bueno, eso espero, me hace mucha ilusión —dice Vicki sonriendo.

—Fantásstico, realmente fantásstico —dice Sue, y se aleja para servir el café. A mi alrededor, casi inmediatamente, la gente empieza a conversar con las mismas voces suaves y nasales y la misma sensación apacible y familiar de mis días de universidad. Todos tienen aspecto de ser nativos de Detroit, que vuelven a casa a pasar las fiestas. Al parecer, nadie viene de visita desde el oeste, como nosotros. Desde un asiento cercano, alguien cuenta que se quedó despierto toda la noche viendo una retransmisión televisiva y que perdió dos días de trabajo. Otro se fue de pesca «a dedo», pero el coche que le llevaba se estropeó y se quedó colgado en Bad Axe todo un fin de semana. Otro se fue a Wayne State y se hizo de la fraternidad Sigma Ni, pero las pasadas Navidades volvió para trabajar en el negocio de laminado de metal de su padre.

La mayoría de los medios de transporte modernos recrean en su interior la atmósfera típica del Medio Oeste: las maletas bien ajustadas por encima de nuestras cabezas, los confortables asientos abatibles color pastel, las mesitas-bandeja plegables y los manjares variados, y el aire de «todo lo que usted quiera dentro de unos límites razonables»… Todo es producto de la ingenuidad característica del Medio Oeste, tan seguro como que el vals es vienés.

Al cabo de un rato, vuelven Sue y Barb y le aplican a Vicki un tercer grado a propósito de su maletín de viaje. Dicen que nunca habían visto uno igual. Vicki está encantada de hablar con ellas. Barb es pequeña y regordeta, tiene el pelo rubio rojizo, lleva demasiado maquillaje y tiene las manos un poco gordas. Le interesa el llamado «índice de precios» y el «alza media de valores»; por lo visto, estudió técnicas de venta en la universidad. Quiere saber si encontraría una bolsa como la de Vicki en una boutique de Hudson, en la galería comercial que hay cerca de su apartamento de Royal Oak. Vicki le explica que lo compró en la tienda Joske, y es lo único que puede decirle. Luego se ponen a hablar de Dallas durante un rato. Barb y Sue han estado destinadas allí en distintas épocas. Vicki dice que le encanta una tienda llamada Spivey’s y un sitio para comer costillas en Cockrell Hill que se llama Atomic Ribs.[8] Las tres simpatizan mutuamente. Y de pronto, estamos en el aire, elevándonos. Sobrevolamos Watchungs, sombreado por las nubes, y un río azul verdoso brillante e industrial, hacia Pensilvania, en dirección al lago Erie. Las chicas se alejan para seguir con sus tareas. Vicki levanta el brazo del asiento de tres plazas y se acerca a mí, con su brillante muslo embutido como una salchicha, sin aliento por la excitación. Ahora volamos muy por encima de la tormenta de esta mañana.

—¿En qué está usted pensando, querido señor? —se ha puesto los auriculares rosas en torno al cuello.

—En los muslos tan suaves que tienes y en cómo me gustaría acariciarlos.

—Puedes hacerlo. Sólo te verán Suzie y la pequeña Barbara, y si no nos desnudamos, no creo que les importe. Pero no era eso lo que tenías en el coco. Te conozco, viejo tramposo.

—Estaba pensando en Objetivo Indiscreto y su buzón parlante. Es el programa de televisión más divertido que he visto en mi vida.

—A mí también me gusta. Y el protagonista, el viejo Allen Funk. Me pareció verle un día en el hospital. Había oído que vivía cerca, pero no era él. Ahora mucha gente le imita, ¿sabes? Pero tampoco era eso lo que pensabas. Anda, dímelo.

—Eres una chica muy lista.

—Tengo buena memoria, algo que a ti te falta. Pero no soy lista. Si lo fuese, no me habría casado con Everett —hincha los carrillos y me sonríe—. ¿No me vas a decir qué es lo que te preocupa? —me agarra el brazo con las dos manos y me lo aprieta. A esta chica le encanta apretar el brazo—. Si no me lo dices, te lo apretaré hasta que cantes.

Tiene mucha fuerza. Supongo que ser fuerte es una condición indispensable para ser enfermera. Pero no creo que de verdad le importe saber lo que estoy pensando.

La verdad es que no sé qué contestar. Estaba pensando en algo, pero la mayoría de cosas en las que pienso se alejan volando de mi mente y no puedo recordarlas. Ese rasgo de mi carácter convertía mi trabajo literario en algo difícil y a menudo tedioso. O bien me sentaba a escribir todo lo que se me ocurría, o bien lo olvidaba por completo. Eso fue lo que me pasó cuando escribía mi novela. Y al fin me alegré de olvidarlo todo y dejarlo en suspenso. Los auténticos escritores tienen que estar más atentos y a mí no me interesaba estar atento.

De todas formas, no creo que en ningún caso sea buena idea intentar averiguar en qué está pensando la gente (esto le descalifica a uno como escritor, pues ¿qué es la literatura sino alguien que te dice lo que otro está pensando?). Seguro que hay un montón de razones convincentes para no intentar averiguarlo. La gente nunca te contesta la verdad y la mayoría, incluyéndome a mí, no tiene muchas cosas en la mente que valga la pena explicar, así que se limitan a inventar algo ridículo en vez de reconocer que no pensaban en nada. La otra cara del asunto es que te arriesgas a que te digan la verdad de lo que estaban pensando. A veces, es una verdad que preferirías no oír o que quizá te moleste, y que, en cualquier caso, debería mantenerse en secreto. Me acuerdo que cuando era pequeño, más o menos a los quince años, en Mississippi, justo antes de marcharme a Lonesome Pines, mataron accidentalmente a un amigo mío en una cacería. La noche siguiente, Charlieboy Neblett —que era uno de mis pocos amigos de Biloxi— y yo estábamos sentados en el coche de Charlieboy bebiendo cerveza. En un momento dado, comentamos que nos alegrábamos de la muerte de Teddy Twiford, y en seguida nos sentimos culpables, pero al final acabamos perdonándonos. Si en aquel momento hubiera aparecido la madre de Teddy y nos hubiera preguntado en qué estábamos pensando, se habría quedado patidifusa y hubiera pensado que éramos un asco de amigos. Y la verdad es que sí éramos sus amigos. Pero uno no tiene la culpa de que le pasen esas cosas por la cabeza. Entonces aprendí que uno no es responsable de lo que piensa, y que en general, no ganas nada con saber lo que piensan los demás. Abrirse totalmente a los demás no es bueno para nadie, y en cualquier caso en el mundo hay muy poca gente tan consciente de sí misma como para que ese tipo de confidencias sea de fiar. Además, es meterse en un terreno muy resbaladizo, en el que hablar puede hacer daño a todos.

Recuerdo que cuando le dije a la mujer libanesa que conocí en el Berkshire College que la quería mucho, me contestó: «Yo siempre te diré la verdad, excepto cuando te mienta». Al principio no lo entendí, pero, pensándolo bien, me di cuenta de que era una gran suerte. Ella me había prometido verdad y misterio, una combinación muy difícil de lograr. Había algunas cosas de ella que yo quería saber a toda costa, y si hubiera sido lo bastante idiota, habría albergado esperanzas en ese sentido y habría perdido el tiempo dándole vueltas y preocupándome por saberlo. Pero no lo hice. Me limité a aceptar su forma de ser y me liberé de aquello para siempre.

Ella era una experta en el análisis de textos literarios y estaba acostumbrada a esa forma de pensar. Había conseguido elaborar un sistema basado en el hecho incuestionable de que es casi imposible llegar a conocer a alguien. De todas formas, no creo que en los tres vertiginosos meses que pasamos juntos me mintiera nunca. Nunca tuvo que mentirme porque yo no le hice nunca ninguna pregunta cuya respuesta no supiera de antemano. A X y a mí nos hubiera ido mucho mejor si hubiésemos seguido esa estrategia, si ella no me hubiese pedido explicaciones aquella noche en el jardín, junto a los rododendros, mientras yo me maravillaba ante Géminis y Cassiopea y su arcón de ajuar se desvanecía rápidamente por la chimenea. En vez de pensar que nuestra relación había fracasado, ella podría haber visto mi crisis como lo que era, una expresión de amor y de fatalismo. Pero tampoco puedo quejarme. Creo que en muchos aspectos, ella está mucho mejor ahora. Y si no está tan segura de las cosas como antes, tampoco es ninguna tragedia. Creo que mejorará con el tiempo.

Cuando el copiloto saca la cabeza por la cortina de la clase turista y nos da la señal de aviso, Vicki está sumida en un profundo sueño, con la cabeza apoyada en una almohadilla y la boca entreabierta. Yo quería enseñarle el lago Erie, que ahora estamos sobrevolando desde muy arriba, y se ve verde y resplandeciente, cerca del gris Ontario. Tanta expectación la ha agotado y yo la necesito llena de energía para nuestro viaje relámpago. Ya tendrá ocasión de ver el lago en el viaje de vuelta y podrá descansar el domingo por la noche, cuando volvamos de casa de sus padres.

Anoche me sucedió una cosa muy extraña y me gustaría decir algo al respecto, porque afecta al tema de las confidencias y las verdades a medias, y porque no he podido quitármelo de la cabeza desde entonces. Era eso lo que no estaba dispuesto a contarle a Vicki.

Desde hace dos años, soy socio fundador de un pequeño grupo de la ciudad, al que llamamos, con una literalidad admirable, Club de Divorciados. Somos cinco en total, aunque la composición ha cambiado un par de veces, porque un compañero se fue a vivir a Filadelfia y otro se murió de cáncer. En ambos casos, apareció alguien justo en el momento oportuno para ocupar su lugar, y todos nos alegramos de seguir siendo cinco, porque ese número parece garantizar el equilibrio. Muchas veces he estado a punto de dejar el club —si es que eso se puede llamar club—, porque no soy muy sociable y además, desde hace algún tiempo, ya no necesito ese tipo de apoyo. La verdad es que me aburre mortalmente y desde que empecé a conocerme mejor, me siento alejado de los demás y vuelvo a lo que ha sido el núcleo principal de mi vida. Pero también he tenido razones para quedarme. No quería ser el primero en marcharse por voluntad propia. Me parecía una mezquindad, era como disfrutar malévolamente de «haber superado» lo que quizá los demás no habían logrado superar. Lo cierto es que ninguno de nosotros ha reconocido nunca que nos ayudamos mutuamente. No somos muy sentimentales y tampoco nos gustan las confidencias. Todos estamos bien educados. Uno es banquero. Otro trabaja en una de esas empresas locales subvencionadas dedicadas a la investigación. Otro es seminarista y el último que entró es analista de mercado. Nuestro estilo tiene más que ver con bromas y guerras de servilletas que con algo serio. Normalmente, vamos al August una vez al mes, fumamos puros, hablamos con rotundas voces de ejecutivos y nos desternillamos de risa. O bien nos apretujamos en la vieja camioneta de Carter Knott y vamos a Filadelfia a ver un partido. De vez en cuando, vamos a pescar a la costa. En el embarcadero de Ben Mouzakis, el «Paramount Show», nos hacen un precio especial.

Pero hay otra razón para no dejar el club y es que todos somos bastante atípicos, y dadas nuestras circunstancias particulares, a ninguno nos pega estar en un club de divorciados, y de hecho tampoco nos pega mucho vivir en un sitio como Haddam. Y sin embargo, volvemos a encontrarnos cada vez y nos esforzamos por ser corteses y parlanchines como rotarios, aunque estamos tan asustados como tímidos reclutas de un pelotón de fusilamiento. Y estemos donde estemos, acabamos las noches hablando de la vida, de deportes o del trabajo encorvados solemnemente, y con la brasa de los cigarrillos brillante como las proas de los barcos en un puerto iluminado. A veces tomamos la última copa en el Press Box Bar de la calle Walnut, pendientes unos de otros, intentando expresarnos de una forma natural, pero sin confesiones íntimas. En realidad, apenas nos conocemos y a veces cuesta mucho que la conversación no decaiga antes de que lleguen las bebidas. También ha habido veces en que me moría de ganas de irme y me he prometido a mí mismo que no volvería. Pero dados nuestros caracteres, creo que esto es lo máximo que podemos esperar de la amistad (X está de acuerdo conmigo en este aspecto). Las zonas residenciales tampoco son un lugar propicio para hacer amigos. Y aunque lo nuestro no sea una gran pasión, puedo asegurarles que tampoco nos disgustamos. Cuando uno ya ha encauzado su vida, es difícil que contraiga amistades más profundas. A mí me pasa y supongo que a los demás también, pero no los conozco lo suficiente como para asegurarlo.

Los cinco nos conocimos gracias a los cursos «de apoyo» que organizó la escuela secundaria de Haddam. Estaban programados para gente que no se sintiera a gusto en los clubs sociales. Yo me había apuntado a «Los presidentes americanos del siglo XX y la política exterior». Un par de compañeros estaban en «Fundamentos básicos de la pintura a la acuarela» o en «Cómo hablar correctamente», y nos reuníamos en los descansos junto a la máquina de café. Nos entreteníamos mirando a las pobres, tristes y flacas divorciadas, que pretendían irse a casa con nosotros para echarse a llorar a las cuatro de la madrugada. Una cosa llevó a la otra y hacia mitad de curso, empezamos a frecuentar el August. Hablábamos de ir a Alaska a pescar, o de béisbol. Cada uno iba definiendo su propia idiosincrasia y nos poníamos motes divertidos unos a otros, como «ole Knot-head» a Carter Knott, el banquero, «ole Jay-Jay» a Jay Pilcher, y a mí «ole Basset-hound»[9] en vez de Frank Bascombe. Jay Pilcher se murió al cabo de un año, solo en su casa, de un tumor cerebral que nunca supo que tenía.

En realidad somos un puñado de apestosos burgueses convencionales, pero por lo menos lo sabemos.

En cierto modo, podría decirse que nos sentimos perdidos y que procuramos llevarlo de la manera más cómoda posible, sin perder las formas y sin mostrar ninguna curiosidad por los demás. Y quizá no dejamos el club porque no se nos ocurre una razón para hacerlo. Cuando la encontremos, seguro que todos lo dejaremos inmediatamente. Quizá yo ya esté a punto de encontrarla.

Pero ése no es exactamente el tema del que quería hablar, sino una especie de introducción.

Ayer era el día de la excursión de pesca de lenguados y abadejos que hacemos cada primavera, y teníamos que salir de Brielle. Cabeza de chorlito Knott hizo todos los preparativos. Por lo que le pagamos, Ben Mouzakis no nos alquila uno de sus barcos para nosotros solos, pero nos junta con otro grupo y nos lleva toda la tarde a precio de coste. Sabe que nosotros le hacemos propaganda en Haddam y que volveremos al año siguiente. Además, creo que disfruta sinceramente con nuestra compañía. Durante una tarde, todos somos buenos compañeros.

Salí de Haddam con el melancólico estado de ánimo que me invade cada año en la víspera del aniversario de Ralph. Había llovido muy de mañana, igual que hoy, y cuando rodeé la glorieta de Neptune y giré hacia el sur, hacia Shore Points, la lluvia barría el estadio de los Amboys y me empapó el coche. A la luz irreal de la orilla del mar y bajo el zumbido del tráfico de Shark River, yo debía de ser tan difícil de distinguir para mis conciudadanos de Jersey como la tierra firme para un náufrago miope.

Ese anonimato me gusta, por supuesto. Y Nueva Jersey ofrece muchas posibilidades en ese sentido. Cuando echo una ojeada al puente móvil de Avon y a los muelles de tráfico diurno, donde ondean las banderolas y danza la brisa marina, y veo a esos tipos con bermudas que esperan impacientes junto a sus corpulentas mujeres a que el Sea Fox leve el ancla o el Jersey Lady suelte amarras siempre me parece que yo podría ser uno de ellos, volviendo de pescar cazones en Mantoloking o Deauville. Esas identificaciones fortuitas siempre me dan buen resultado. Vale más pensar que eres como el resto de los mortales, que pensar, como algunos profesores que conocí en el Berkshire College, que eres un ser único e insustituible. Eso es una locura; despierta la nostalgia de una vida inexistente y lleva al más absoluto ridículo.

En la mayoría de los casos, todos podríamos ser otro. Hay que enfrentarse a los hechos.

Pero ayer, quizá debido a mi carácter veleidoso, los tipos de las bermudas que había a lo lejos, en el muelle, no me parecieron muy sugerentes. Parecían patizambos, vagando y alejándose de sus mujeres por los tablones del muelle, con los brazos cruzados y expresión quejumbrosa. Bajo la luz polvorienta, su pesimismo natural de Jersey debía de alimentar el temor de que se les estropeara el día, convenciéndoles de que no podía salir bien. Alguien les abrumaría con una petición inesperada, su mujer se marearía obligándoles a volver pronto, no habría pesca, y el día acabaría con una triste sopa de pescado en un deplorable mesón a pocos pasos de casa. En otras palabras, todo lo que se avecinaba sería fatal y era mejor acabar cuanto antes. Podría haberles gritado ¡Ánimo! Las expectativas son mejores de los que pensáis, las cosas saldrán bien, lo pasaréis fantásticamente, subid a bordo. Pero no estaba de humor.

Y tal como fueron las cosas, no me habría equivocado. Ben Mouzakis había alquilado la otra mitad de nuestro barco a una familia de griegos, los Spanelis, que eran de su mismo pueblo, un lugar del mar Jónico, cerca de Parga. Los divorciados se portaron lo mejor posible, como benévolos embajadores con un buen destino. Ayudaron a las mujeres con las gruesas cañas, prepararon el cebo de los anzuelos y desenredaron carretes enmarañados por las olas. Los griegos tenían su propio método para colocar el cebo en el anzuelo; resultaba muy difícil de enganchar, y transcurrió un buen rato en el aprendizaje de este procedimiento. Finalmente, Ben Mouzakis abrió una botella de vino griego, y hacia las seis de la tarde se había acabado la pesca. Los pocos lenguados capturados «en un banco secreto» estaban en hielo, y en la radio sonaba una emisora griega de New Brunswick. Todos, los divorciados y los Spanelis —dos hombres, tres guapas mujeres y dos niños—, estaban sentados en el interior de la larga y estrecha cabina, con los codos sobre las rodillas, hablando y sirviéndose vino. Hablaban solemnemente, tolerantes como buenos vecinos, del valor del dracma, de Melina Mercouri y de un viaje a Josemite que los Spanelis planeaban hacer en junio si les llegaba el dinero.

Yo estaba satisfecho de cómo había acabado el día. A veces, cuando estoy con esos hombres, me invade un terrible sentimiento de pérdida, tan intenso como una depresión tropical. Pero había sido peor otras veces. Todos son tipos educados, de buena pasta y bastante soñadores, incluso más que yo. Aunque parezca mentira, los soñadores no suelen llevarse bien entre sí. En realidad, tienen muy poco que ofrecerse unos a otros. Tienden a neutralizar confusamente las fantasías del otro a base de trivializarlas. La desdicha no quiere compañía, la felicidad sí. Por eso, yo he aprendido a mantenerme a distancia de los demás periodistas deportivos cuando no estoy trabajando. Huyo de ellos como de la peste, porque los periodistas deportivos son la gente más soñadora del mundo. Ése es otro de los motivos por los que no me quedo en Gotham después de oscurecer. A más de uno le gusta irse de copas con los colegas de la oficina, y van al Wally’s, un abrevadero muy popular de la Tercera Avenida. Allí, bajo el falso techo de cinc y las lámparas colgantes de cristal de Tiffany, anida un miedo venenoso. Las rodillas me empiezan a temblar debajo de la mesa y al cabo de unos minutos me siento como una piltrafa. Me quedo mudo como un mueble, mirando embobado los cuadros de la pared o los espejos del bar, que reflejan una habitación distinta de aquella en la que estoy. Y me dedico a imaginarme lo mucho que disfrutaré durante el viaje de vuelta a casa. Unos cuantos periodistas deportivos juntos te pueden hacer perder el norte y hundirte en el pesimismo. Lo peor es que son cínicos y buscan un falso drama en el origen de cualquier fracaso.

Aparte de esto, ¿qué es lo que me hace rehuir incluso las conversaciones más triviales, aunque en ellas no haya nada que me asuste, ni la menor pizca de cinismo? ¿Por qué lo hago si en principio la idea de la camaradería entre hombres me gusta? (¿Por qué, si no, iría a pescar con la Asociación de Hombres Divorciados?). Odio que las cosas se limiten, que las posibilidades se reduzcan al ser enfrentadas con los hechos, aunque sea un hecho tan simple como la camaradería. Siempre espero alguna sorpresa de la camaradería entre profesionales, la amistad entre iguales, la pasión y el romance. Pero cuando los hechos quedan al desnudo no lo soporto y corro a buscar a Vicki, o me paso toda la noche en el office mirando catálogos, escribiendo un buen artículo o una carta a una mujer lejana a la que no volveré a ver. Es como cuando era pequeño y soñaba con las vacaciones familiares. Cuando regresaba tenía que enfrentarme a las cáscaras vacías de mis sueños y al miedo de que la vida fuese siempre así, con las cáscaras de los sueños truncados desparramadas a mi alrededor. Siempre he temido que las cosas fueran así. Pero a pesar de todo, lo he pasado bastante bien en las excursiones de pesca de los divorciados. Casi nunca alquilo caña ni carrete, me paseo por ahí, intercambiando comentarios irónicos con los demás pescadores, que pescan como demonios. Me tomo una cerveza, me siento en la cabina de pasajeros y veo la televisión, o subo a cubierta y me quedo con Ben, observando el sonar de peces plateados sobre la oscuridad de la pantalla verdosa. Ben nunca se acuerda de mi nombre, pero al cabo de un rato me confunde con alguien llamado John y hablamos de la economía del país, de los buques de pesca soviéticos, o de béisbol, pues Ben es un forofo, y es un buen tema para establecer una relación masculina.

En la excursión de ayer, acabé el día haciendo lo que más me gusta, de pie junto a la barandilla de hierro, cerca de la proa del Mantoloking Belle, contemplando a lo lejos las perladas luces de la costa de Nueva Jersey, que parecía una piel oscura y lustrosa. Me sentía maravillado y lleno de ilusión, como un Cristóbal Colón o un peregrino que ve el continente de sus sueños surgiendo por primera vez entre las sombras. Mi plan para aquella noche era celebrar los dos meses de amor con Vicki. Pensaba llegar a su casa a las ocho, sorprenderla con una cena íntima en un restaurante alemán de Lambertville que da al río, el Truegel’s Red Palace, y luego irnos pronto a su casa. En conjunto, eran unas perspectivas bastante halagüeñas.

Un poco más allá de la barandilla, mirando como yo a través de la dorada penumbra, estaba Walter Luckett, tan serio y pensativo como un juez. Probablemente sentía el frío de la noche primaveral, porque estaba un tanto encorvado.

Walter es el miembro más reciente del Club de Divorciados. Ocupó el lugar de Rocko Ferguson cuando Rocko se volvió a casar y se trasladó a Filadelfia. Walter entró porque era amigo de Carter Knott, de la Business School de Harvard. Es de Coshocton, Ohio, estudió en Grinnell y pronuncia Ohio como si empezase y acabase por u. Trabaja como analista para la Dexter & Warburton de Nueva York, y se le nota, con sus gafas de carey auténtico y su pelo corto y liso. A veces lo veo en el andén de la estación cuando se dirige a su trabajo, pero rara vez hablamos. La verdad es que casi no sé nada de él. Carter Knott me dijo que la mujer de Walter, Yolanda, le dejó para fugarse a Bimini con un monitor de esquí acuático, y que eso había sido un duro golpe para él, aunque parecía que «ahora lo llevaba mejor». Eso le podía haber pasado a cualquiera y el Club de Divorciados parecía lo más idóneo para él.

Muchas veces voy al pub Weirkeeper’s a ver las finales de la liga en la pantalla gigante de televisión. Un día, me dejé caer por allí después de las once, y me encontré a Walter, que estaba un tanto bebido y con ganas de hablar. «¡Eh, Frank!», exclamó, «¿dónde están las chicas», y yo me escabullí a toda prisa.

Otra vez, yo estaba en el Coffee Spot a la hora de cenar cuando entró Walter. Se sentó enfrente mío y estuvimos hablando de los meritorios de la Cámara de Comercio, a los que él consideraba un atajo de farsantes. Hablamos de la ropa interior de seda que se vende por catálogo, pues él había tratado con alguna empresa de ese sector. Me explicó que había prendas que se fabricaban en Corea, pero que las de mejor calidad venían de la China. Luego nos quedamos sentados en silencio mucho rato. Me pareció como si pasaran siglos mientras intentábamos encontrar un punto donde posar la vista. Al final, nuestras miradas se encontraron y nos miramos durante cuatro o cinco terribles minutos. Después Walter se levantó y salió sin pedir nada más ni decir una sola palabra. Desde entonces nunca volvimos a mencionar aquel terrible momento, y yo intenté esquivarle descaradamente. Sé que en dos ocasiones estuvo a punto de entrar en el August, me vio y volvió a salir, y le respeto por eso. Creo que en conjunto Walter Luckett me cae bien. Pega tan poco como yo en el Club de Divorciados, pero quiere intentar adaptarse. No es que piense que al final le acabará gustando o crea que eso es lo que siempre deseó. Seguro que es lo último que se hubiera imaginado en el mundo y por eso siente la necesidad de hacerlo. Todos deberíamos ponernos a prueba para saber hasta dónde podemos llegar.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta de estar aquí, junto a la barandilla, mirando a tierra, Frank? —dijo Walter suavemente. Yo ya había optado por no hablar.

—¿El qué, Walter?

Me sorprendió que hubiera advertido siquiera mi presencia. En toda la tarde, Walter había pescado un abadejo, el más grande, y luego había dejado la pesca y se había acurrucado con un libro en una de las bancas.

—Me gusta ver las cosas desde un ángulo diferente al habitual. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Claro —contesté yo.

—Lo cotidiano absorbe todo mi tiempo, pero entonces vengo aquí, a una milla de la costa, y de pronto, al oscurecer todo es distinto, mucho mejor. ¿No crees? —Walter miró a su alrededor. No es un hombre alto, y anoche, aquellos pantalones cortos blancos, la holgada camisa azul de tenis y los zapatos náuticos le hacían parecer aún más pequeño.

—Desde aquí todo parece mejor. Por eso venimos.

—Tienes razón —dijo Walter, y contempló un momento la costa oscura y deslumbrante a la vez, con el sonido del agua chocando contra los costados del barco. A lo lejos, veía el resplandor del parque de atracciones Asbury, y por la proa, hacia el norte, el brillo helado de Gotham. Era un consuelo ver aquellas luces, saber que allí había otras vidas y que yo estaba donde estaba. Entonces me alegré de haber ido y pensé que los divorciados eran muy buenos compañeros. La mayoría estaban en la cabina principal, de palique con los Spanelis y pasándolo en grande—. Pero no siempre lo veo así, ¿sabes, Frank? —dijo Walter seriamente, palmeando la barandilla con las manos y apoyando en ella los antebrazos.

—¿Y cómo lo ves normalmente?

—Es divertido. Cuando era pequeño y vivía al este de Ohio, mi familia y yo solíamos hacer viajes largos, bastante largos, a cualquier parte. Desde Coshocton, que está al este del estado, hasta Timewell, en Illinois, que está al oeste. Todo eso son llanuras, ya sabes. Un condado es igual al otro. Mientras íbamos en coche, mi hermana jugaba a contar los coches, a veo-veo o a lo que fuera, y yo me concentraba en recordar ciertos detalles, una casa, un granero, una elevación del terreno o una piara de cerdos, algo que pudiera recordar en el camino de vuelta. De este modo, todo me parecería lo mismo, todo formaría parte de la misma experiencia. Supongo que todo el mundo hace cosas así, yo todavía lo hago, ¿tú no?

Cuando Walter volvió a mirarme, sus gafas captaron un destello de la luz de la costa y me deslumbraron.

—Me temo que somos totalmente opuestos, Walter —dije yo—. La autopista nunca me parece igual a la ida que a la vuelta. Incluso me imagino que voy en los coches con los que me cruzo. La verdad es que todo se me olvida en seguida. Se me olvidan montones de cosas.

—No está mal ser así —dijo Walter.

—Hace que el mundo parezca más interesante.

—Supongo que tengo que aprender eso, Frank —dijo Walter moviendo la cabeza.

—¿Hay algo que te preocupa, Walter? —le dije. No debería haberlo dicho porque rompía la norma del Club de Divorciados. A ninguno de nosotros nos interesan las conversaciones íntimas.

—No —dijo Walter sombrío—. Nada —y se quedó un rato mirando a lo lejos, a la negruzca costa de Jersey, con las luces de las casas cuadrangulares de la playa ligándonos a la prometedora vida que podía ocultarse allí—. ¿Puedo hacerte una pregunta, Frank? —dijo Walter.

—Claro.

—¿Tienes a alguien en quien confiar, alguien a quien contarle tus cosas?

Walter no me miró al decirme esto, pero intuí que su liso y suave rostro estaba triste y esperanzado al mismo tiempo.

—Supongo que no —le dije—. No, no tengo a nadie.

—¿Tampoco confiabas en tu mujer?

—No —dije yo—. Hablábamos de montones de cosas, eso sí. Pero quizá tú y yo no entendamos lo mismo por confiar. Y no soy muy dado a las confesiones íntimas.

—Bueno, eso está muy bien —dijo Walter. Parecía desconcertado y a la vez satisfecho de mi respuesta. Yo le había contestado lo mejor que podía—. Te veré luego, Frank —dijo inesperadamente. Me dio una palmada en el brazo y echó a andar por la cubierta hacia la oscuridad. Allí cerca, uno de los Spanelis estaba todavía pescando, aunque la superficie del agua estaba totalmente negra y el acre aire primaveral era muy frío. Yo me fui adentro y estuve viendo un par de entradas de un partido de los Yankees en la televisión del barco.

Al llegar a tierra, todo el mundo se dijo adiós y los divorciados les regalaron a los niños Spanelis los pocos abadejos y lenguados que habían pescado. Yo iba andando por el aparcamiento de grava hacia mi coche. Pensaba ir directamente a casa de Vicki y llevármela secuestrada a Lambertville. Pero de pronto apareció Walter Luckett, arrastrando sus zapatos náuticos junto a mi coche. Curiosamente, en la oscuridad, tenía el aire de un tipo que necesitara un préstamo.

—¿Qué tal va eso, Wally? —le dije, animoso, y metí la llave en la cerradura. Tenía una hora para llegar y quería irme. Vicki se acuesta temprano incluso cuando no tiene que trabajar al día siguiente. Es muy seria con su profesión de enfermera y le gusta estar bien despierta y animada, pues cree que muchos de sus pacientes no tienen a nadie que se haga cargo de sus problemas. Por eso, pase lo que pase, nunca voy a verla después de las ocho.

—Qué rara es la vida, Frank —dijo Walter. Se apoyó contra el parachoques de mi coche y se cruzó de brazos. Miraba divertido a los demás divorciados y a los faros encendidos y oscilantes. Tocaban la bocina y se despedían en voz alta. Los niños Spanelis chillaban.

—Desde luego, Walter —abrí la puerta del coche y me detuve a mirarle en la oscuridad. Tenía las manos en los bolsillos y los hombros encogidos. Llevaba un jersey azul pálido echado por los hombros, a la antigua, como un niño bien—. Pero no está tan mal.

—No se pueden hacer planes por adelantado.

—No, no se puede.

—Por mucho que intentes controlarlo todo, siempre surge algún imprevisto.

—¿Tienes frío, Walter?

—Te invito a una copa, Frank.

—No, esta noche no. Tengo cosas que hacer —le hice un guiño de complicidad.

—Sólo una, para entrar en calor. Podemos ir ahí, al Manasquan —enfrente del parking estaba el Manasquan Bar, una antigua hostería de pescadores con tejado de cuatro aguas y un cartel rojo en lo alto con las letras BAR. Ben Mouzakis había invertido en el local, a medias con el hermano de su mujer, Evangelis. Así me lo contó una vez en el muelle, cuando hablamos de maneras de evadir impuestos—. ¿Qué dices, eh? —insistió Walter, y echó a andar—. Venga, Frank, vamos a tomar algo.

A mí no me apetecía tomar una última copa con Walter Luckett. Quería salir pitando hacia casa de Vicki y luego al somnoliento Lambertville, mientras los últimos rayos de sol brillaran aún en el cielo de occidente. De pronto, me acordé de aquel terrible e interminable momento en el Coffee Spot y estuve a punto de saltar al coche, pisar el acelerador y salir de allí a la desesperada. Pero no lo hice. Me quedé inmóvil y miré a Walter, que ya había cruzado la mitad del aparcamiento vacío, con sus pantalones cortos y su jersey. Walter se volvió hacia mí, con un gesto suplicante que me conmovió. No podía negarme. Walter y yo teníamos algo en común, algo insignificante, pero su gesto conmovedor lo hacía más evidente. Walter y yo éramos dos hombres, con Vicki o sin Vicki, con Lambertville o sin Lambertville.

—Sólo una copa —dije, en la penumbra de aquel aparcamiento—. Tengo una cita.

—Llegarás a tiempo —dijo Walter, perdido en las brumosas y tenues luces marítimas de Brielle—. Yo me encargaré de que llegues.

En el Manasquan, Walter pidió un whisky y yo una ginebra, y durante un rato nos quedamos sentados en un incómodo silencio, contemplando las viejas fotografías de detrás de la barra, que mostraban los mayores trofeos de pesca capturados en aquel embarcadero. Me pareció reconocer a Ben Mouzakis en varias de ellas, un arrogante joven campechano de los años cincuenta, con una estúpida sonrisa de inmigrante, sin camisa, con los músculos tensos, de pie entre otros hombres más altos y vestido de caqui. A sus pies, sobre el entarimado de madera, había más de doscientos pescados muertos.

El Manasquan es oscuro, con suelo de madera de pino y paredes de troncos de olor a brea. La verdad es que se trata de uno de mis sitios favoritos para estas excursiones. En cualquier otra ocasión no me hubiese importado quedarme un rato allí. Tiene una larga barra de teca decorada con motivos náuticos.

Ninguno de los dos intentó romper el hielo, aunque ya nos habían servido unas generosas bebidas, a un precio bastante razonable para ser lugar turístico de la costa.

A veces, si llegaba pronto a la excursión, entraba aquí, me sentaba en la barra y pedía una suculenta hamburguesa. Me sentía como en casa, leyendo el periódico o viendo la televisión, junto a unos pocos pescadores que se apiñaban al fondo del bar y hablaban en voz baja, abrigados con chubasqueros. A veces, había alguna mujer que se insolentaba con los extraños. Es un sitio donde a cualquiera le gustaría que le considerasen un habitual, pero cuando terminas tu consumición y te vas, te das cuenta de que no tienes nada que ver con la gente de allí, salvo quizá, un inexpresable estado de ánimo muy vago.

—¿Has practicado en serio algún deporte, Frank? —me preguntó Walter directamente, tras nuestra larga y escrutadora mirada.

—Sólo como hincha, Walter —le dije, y sonreí para que se relajara. Se le notaba que tenía algo entre ceja y ceja y cuanto antes lo dijera, antes podría largarme yo hacia el oeste.

Walter me devolvió la sonrisa con ironía e hizo un gesto desaprobador con la nariz, subiéndose las gafas. Me di cuenta de que era guapo y eso me hizo sentir cierta simpatía hacia él. A los guapos les cuesta mucho ser ellos mismos o intentarlo siquiera. Tenía la sensación de que Walter lo estaba intentando y eso me gustó, aunque quería que todo aquello se terminase de una vez.

—Vivías en Michigan, ¿verdad? —me preguntó.

—Exacto.

—En East Lansing, no, en Ann Arbor, ¿verdad?

—Exacto.

—Aquello es distinto, ya lo sé —asintió Walter pensativo, y se sorbió los mocos—. Allí no podías dedicarte al deporte, lo comprendo, es una especie de fábrica de deportistas.

—No era para tanto.

—Yo hice bastante deporte en Grinnell. Cualquiera podía destacar. Entonces no era como ahora, supongo que ahora se habrá hecho más importante. No he vuelto nunca más.

—Yo tampoco he vuelto a Ann Arbor. ¿Qué deporte hacías?

—Era luchador, un peso medio. Luchábamos contra Carleton, Macalester y sitios así. Yo no era muy bueno.

—Pero son buenas escuelas.

—Todavía lo son —dijo Walter—. Aunque no se oiga hablar mucho de ellas. Supongo que todo el mundo quiere conversar contigo sobre deportes, ¿no?

Walter me miró muy serio.

—A veces —contesté—. Pero a mí no me importa. Hay gente que sabe mucho más que yo. Además, es un tema inofensivo y hablar de él te da la sensación de que todo el mundo está al mismo nivel.

No sé por qué empecé a hablar con Walter en plan charla universitaria de sobremesa. Quizá me pareció que eso era lo que él quería, o quizá fue lo único que se me ocurrió. Por otra parte, yo me tomo muy en serio el tema de los deportes y siempre es mejor hablar de eso que de algún libro pretencioso que nadie más ha leído.

Walter removió el hielo de su vaso con un dedo.

—¿Qué es lo peor de tu trabajo, Frank? Yo odio viajar y me veo obligado a hacerlo. ¿A ti no te pasa?

—A mí no me molesta —dije yo—. Creo que ya no podría prescindir de ciertas cosas, sobre todo ahora que vivo solo.

—Claro, claro.

Walter se bebió su whisky de un trago y pidió otro moviendo rápidamente un dedo.

—Así que no te molesta viajar. Está bien, está bien.

—Ya que me lo preguntas, Walter, creo que lo peor de mi trabajo es que la gente se cree que con mi intervención van a mejorar las cosas. Si les entrevisto, escribo sobre ellos o simplemente les llamo por teléfono, piensan que se harán ricos. Y no me refiero sólo al dinero. Es sólo una parte de la ilusión natural que genera esta profesión. A veces podemos conseguir que las cosas no empeoren, pero también podemos empeorarlas. En general, no podemos mejorar las situaciones individuales. Es más fácil favorecer a un grupo, aunque no siempre se consigue.

—Muy interesante —asintió Walter Luckett, como si no le pareciera nada interesante—. ¿Qué quieres decir con empeorar?

—A veces, si las cosas no mejoran parece que empeoren. Nunca lo había pensado —dije—, pero creo que es así.

—La gente no tiene derecho a pensar que tú les vas a mejorar la vida —dijo Walter sencillamente—. Pero es lo que quieren creer. Sí, estoy de acuerdo.

—No sé si tienen derecho o no —dije—. Sería fantástico que pudiéramos hacerlo. Creo que al principio yo mismo me lo creía.

—Yo no —dijo Walter—. Un fracaso matrimonial me demostró que no.

—Es una decepción. No el matrimonio, sino el hecho de que se acabe.

—Supongo que sí —Walter miró a los pescadores, que se apiñaban bajo la luz mortecina del fondo del bar, en torno a una baraja de cartas, junto al gordo Evangelis. Uno de los hombres se echó a reír a carcajadas. Luego, otro se metió las cartas en el bolsillo del abrigo, sonrió un tanto forzadamente y la conversación cesó. Yo hubiera dado lo que fuera por echarles un vistazo a aquellas cartas y reírme a carcajadas con aquellos pescadores, en vez de estar allí atrapado con Walter—. ¿Es que a ti no te decepcionó tu matrimonio? —dijo Walter, de un modo que me pareció un tanto insultante. Tocó el vaso de whisky con las puntas de los dedos y me miró acusador.

—No. Fue un matrimonio maravilloso. Al menos, yo lo recuerdo así.

—Mi mujer está en Bimini —dijo Walter—. Bueno, tendría que decir mi ex mujer. Se fue con un hombre llamado Eddie Pitcock. Un hombre al que no he visto nunca. No sé nada de él, excepto su nombre. Me lo dijo un detective privado que contraté, y podía haber averiguado mucho más, ¿pero de qué iba a servir? Se llama Eddie Pitcock. ¿No te parece un buen nombre para alguien que se larga con tu mujer?[10]

—Un nombre es sólo un nombre, Walter.

Walter arrugó la nariz y se sorbió los mocos.

—Vale. Tienes razón. De todas formas, tampoco quería hablarte de eso, Frank.

—Entonces hablemos de deportes.

Walter miró resueltamente las fotos de pescados detrás de la barra y respiró con fuerza por la nariz.

—Me he hecho el interesante aquí contándote mi vida, Frank. Lo siento. No me gusta hacerme notar. Y no quiero que esto se convierta en la historia de mi vida —Walter había ignorado olímpicamente mi sugerencia de hablar de deportes, y yo lo sentía—. No es una vida muy divertida, de eso estoy seguro.

—Ya te entiendo —le dije—. Quizá lo que te apetezca sea sentarte en un bar con alguien conocido, sin necesidad de confiarte a él. Eso me parece muy sensato. Yo también lo he hecho.

—Frank, hace dos noches fui a un bar de Nueva York y me dejé conquistar por un hombre. Luego fuimos a un hotel, el Americana, y me acosté con él —Walter miró las fotos con rabia. Las miraba con tal intensidad que adiviné que le hubiera gustado convertirse en uno de aquellos felices y orgullosos pescadores con ropas color caqui, que exhibían sus enormes pescados bajo el sol de un día de julio de 1956, por ejemplo, cuando Walter y yo tendríamos once años, suponiendo que tengamos la misma edad. En ese momento, también yo hubiera preferido estar allí.

—¿Era eso lo que querías decirme, Walter?

—Sí —dijo Walter Luckett, mortalmente serio y un tanto desconcertado.

—Bueno —le dije—. A mí no me importa.

—Ya lo sé —dijo Walter, subiendo y bajando ligeramente la barbilla, en una especie de secreto asentimiento interior—. Ya lo sabía, o por lo menos, eso pensaba.

—Entonces todo va bien —le dije—, ¿no crees?

—Estoy muy mal, Frank —dijo Walter—. No es que me sienta sucio o avergonzado. Tampoco escandalizado. Supongo que debería sentirme estúpido, pero no es eso. Sólo me siento mal. Es como si se hubiera apoderado de mí un sentimiento negativo.

—¿Crees que volverás a hacerlo, Walter?

—No creo, ojalá que no —dijo Walter—. Era un buen tipo, eso sí. No era uno de esos maricas fanfarrones ni nada de eso. Yo tampoco. Él está casado y tiene hijos. Vive en el norte de Jersey, en Passaic County. Supongo que no volveré a verle nunca. No volveré a hacerlo nunca, aunque sé que podría. A nadie le importaría si lo hiciese, ¿sabes?

Walter se bebió su whisky y apartó la vista rápidamente. Me pregunté si habíamos hablado tan alto como para que nos oyeran los pescadores. Si les hubiéramos dejado intervenir, ellos habrían tenido algo que decir sobre la experiencia de Walter.

—¿Por qué me lo has contado, Walter?

—Quería decírtelo porque sabía que no te importaría, Frank. Creo que sé cómo eres. Y si te importara, me sentiría bien al pensar que yo era mejor que tú. Siento cierta admiración por ti, Frank. Cogí tu libro de la biblioteca cuando entré en el grupo, aunque reconozco que no lo he leído. Pero te considero un tipo sin prejuicios.

—Tengo un montón de prejuicios —dije—. Pero suelo guardármelos.

—Ya lo sé, pero no en este tema. ¿A que no?

—Supongo que no. Pero si los tuviera, me daría cuenta después.

—Si es así preferiría que no me lo dijeras, la verdad. No creo que me ayudase mucho. No considero esto como una confesión, Frank, ni tampoco quiero que me contestes. Además, ya sé que no te gustan las confesiones.

—No, la verdad es que no —le dije—. Creo que las cosas funcionan mejor si no les das más vueltas.

—Estoy de acuerdo —dijo Walter.

—¿Entonces por qué me lo has contado, Walter?

—Necesitaba una referencia, Frank. Y para eso están los amigos.

Walter hizo tintinear el hielo de su vaso con un estilo mesurado, como un ejecutivo en una convención.

—No sé —dije yo.

—Las mujeres llevan mejor esas cosas —dijo Walter.

—Nunca lo había pensado.

—Creo que las mujeres duermen juntas montones de veces y no se preocupan por eso. Yolanda lo hacía. A la larga, entienden mejor la amistad.

—¿Tú crees que ese como-se-llame y tú sois amigos?

—Supongo que no, Frank. No. Pero tú y yo sí que lo somos. Ahora tú eres mi mejor amigo.

—Bueno, eso está bien, Walter. ¿Te encuentras mejor?

Walter se dio un golpecito en la frente, entre sus ojos castaños, y dejó escapar un hondo suspiro.

—No, no, no. Pero la verdad es que ya lo sabía. Sabía que no me iba a sentir mejor por el hecho de contártelo. Ya te he dicho que no quiero ninguna respuesta. No quería guardarme el secreto. No me gustan los secretos.

—¿Entonces, cómo lo ves?

—¿El qué? —Walter me miró extrañado.

—Lo de haberte acostado con ese hombre. ¿No hablábamos de eso? —eché una ojeada a la barra. Uno de los pescadores estaba sentado aparte de los demás, mirándonos. Los otros estaban vueltos hacia el televisor que había por encima de la caja registradora, viendo un partido de los Yankees. El pescador parecía borracho y sospeché que no estaba realmente escuchando lo que decíamos, aunque nada indicaba que no le fuera posible oírlo—. O lo de habérmelo contado. No sé —dije casi en un susurro—. Las dos cosas.

—¿Alguna vez has sido pobre, Frank? —Walter miró al pescador y luego a mí.

—No, creo que no.

—Yo también. Bueno, yo tampoco. Nunca he sido pobre. Pero ahora siento como si me hubiera vuelto pobre de repente. No es que me falte nada, no es que haya perdido nada. Estoy mal, aunque tampoco me voy a suicidar por eso.

—¿Qué crees que significa ser pobre? ¿Estar mal?

—Quizá —dijo Walter—. Al menos, ésa es mi idea. Quizá tú tengas una mejor.

—No, la verdad es que no. Esa está bien.

—Quizá todos tendríamos que ser pobres alguna vez en la vida, Frank. Sólo para ganarnos el derecho de vivir.

—Quizá. Pero espero que no. No es que me haga mucha ilusión.

—Pero Frank, ¿no sientes a veces como si estuvieras viviendo por encima de la vida y te perdieras todo lo que hay debajo?

—No, nunca he tenido esa sensación. Siempre me ha parecido que vivía al máximo.

—Qué suerte —dijo Walter bruscamente. Golpeó la superficie de la barra con el vaso. Evangelis miró a su alrededor y Walter le hizo un ademán de despedida. Se quedó un par de cubitos de hielo en la boca, saboreándolos—. Tú tenías una cita, ¿no? —intentó sonreír con el hielo en la boca. Parecía estúpido.

—Sí.

—Bueno, pues llegarás a tiempo —dijo Walter. Dejó un crujiente billete de cinco dólares sobre la barra. Debía de tener el bolsillo lleno de billetes como aquél. Se ajustó el jersey a los hombros—. Demos una vuelta, Frank.

Salimos del bar, dejando atrás a los pescadores y a Evangelis bajo el televisor, contemplando el partido en la pantalla de color. El pescador que nos había estado mirando se sentó en nuestro sitio.

—Volved otro día, amigos —dijo Evangelis sonriendo, cuando ya estábamos en la puerta.

Junto al embarcadero, a la orilla del oscuro río Manasquan, el aire nocturno era más fresco de lo que podía imaginarme, una frescura helada de después de la lluvia. Era un atardecer perfecto para mitigar las inquietudes humanas. Por encima del agua, las drizas tintineaban en la oscuridad sobre los mástiles metálicos, con un solitario y elegíaco sonido. A la orilla del río se erguían los apartamentos iluminados.

—Por favor, cuéntame algo —Walter inspiró profundamente y luego dejó escapar el aire. Dos jóvenes negros vagaban por la pasarela del Mantoloking Belle con cubos de plástico y cebos, dispuestos a pasar una noche de aventura. Ben Mouzakis estaba de pie en la cabina del timonel mirándoles desde arriba, en la oscuridad.

—No sé si podré —contesté.

Walter parecía encontrarse mejor, a pesar suyo.

—¿Por qué dejaste de escribir?

—Ah, ésa es una larga historia, Walter —hundí las manos en los bolsillos y di uno o dos pasos escabulléndome hacia el coche.

—Ya, ya me lo imagino. Todas las historias son largas, ¿verdad?

—Te lo contaré algún día, Walter, puesto que somos amigos. Pero ahora no.

—Me encantaría, Frank, de verdad. Sentarnos con una copa y escuchar toda la historia. Todos tenemos historias que contar, ¿no?

—La mía es muy simple.

—Muy bien. También me gustan simples.

—Cuídate, Walter. Mañana estarás mejor.

—Cuídate tú también, Frank.

Walter echó a andar hacia su coche, hacia la otra punta del solar de grava. Pero cuando estaba a una veintena de metros de distancia, por alguna razón echó a correr, y corrió hasta desaparecer de mi vista. Lo último que vi fueron sus pantalones cortos blancos y sus delgadas piernas desvaneciéndose en la noche.

La parte central del estado de Jersey dormitaba en una dulce somnolencia primaveral. Desde la costa, una voz de disc-jockey tan meridional como la de Tom River canturreó que eran las ocho y pico. Las calles nocturnas se iban despejando desde Bangor hasta Cabo Cañaveral. Yo lo tenía muy mal con Vicki, pero intenté ganar tiempo.

Por si acaso, me detuve en Freehold y llamé a su apartamento. No contestaban. Ella siempre desconecta el teléfono cuando se va a la cama. Llamé al número de teléfono privado de las enfermeras, un número que teóricamente no tendría que saber y que está reservado a los familiares para casos de urgencia. Es el número normal del hospital, pero cambiando la última cifra por un cero. Me contestó una mujer con voz sobresaltada y me dijo que en su registro no constaba que Miss Arcenault estuviese de guardia. Me preguntó si era urgente y le contesté que no.

No sé por qué, llamé a mi casa. El contestador automático respondió con mi voz, en un tono más animoso del que podía soportar. Luego escuché los mensajes grabados y surgió la voz de entrenadora profesional de X diciendo que nos veríamos a la mañana siguiente. Colgué antes de que terminara.

Hace tiempo, en la misma Hoving Road, un coche atropelló a nuestro perro basset, Mr. Toby, y ni siquiera se molestó en parar. X me dijo llorando que le hubiera gustado poder borrar aquel momento. Recuperar esos preciosos segundos para cambiar las cosas. Y mientras cavaba la tumba tras las forsitias, junto a la verja del cementerio, pensé que era típico de una mujer lamentarse por una tontería así de esa forma tan extraña y desconsolada. A mi modo de ver, la madurez consiste en reconocer también la parte negativa de la vida y asumirla para seguir adelante, intentando ver la parte buena de las cosas.

¿Cuál es la medida real de la amistad?

Voy a decírselo a ustedes. Es la cantidad de tiempo que uno desperdicia con las desgracias y calamidades del otro.

Y precisamente por eso, cuando me desplazaba a toda prisa por Hightstown, el lado más oscuro e impracticable de Jersey, más cabreado que una mona, los demonios invadieron súbitamente mi coche como una ráfaga sepulcral, tan densa que no pude ahuyentarla ni siquiera abriendo la ventanilla.

No hay nada tan alentador como saber que en alguna parte, una mujer que te gusta está pensando en ti y sólo en ti. Pero no hay nada tan hiriente como que ninguna mujer piense en ti. O peor todavía, que una mujer haya dejado de pensar en ti por culpa de tu estupidez. Es como mirar por la ventanilla de un avión y descubrir que la tierra ha desaparecido. No hay otra soledad que se le pueda comparar. Y Nueva Jersey, adaptable y cambiante, es el paisaje perfecto para esa soledad. Los demás placeres que ofrece no pueden competir con esto. Michigan se le acerca, con sus alargadas y melancólicas vistas, los desolados ocasos sobre sus casas bajas de madera, sus bosques repoblados, sus lisos espacios abiertos y sus deterioradas poblaciones como Dowagiac y Munising. Pero sólo se le acerca. Nueva Jersey es la más pura encarnación de la soledad.

Al confesarme una intimidad que nunca debiera haber confesado (ni siquiera necesitaba consejo), Walter Luckett me había estropeado mis fantásticas expectativas. Además, había sacado a colación una serie de «cosas de la vida» que yo hubiera preferido ignorar.

En el mundo hay montones de cosas que no necesitamos saber. El acto apestoso de dos hombres abrazándose y sodomizándose uno a otro en algún hotel de la Séptima Avenida no tiene ningún misterio, igual que tampoco tiene misterio una guitarra eléctrica, el «twist» o un viejo Studebaker. Son sólo hechos. Walter y Mister-Quien-Sea podrían vivir veinte años juntos, vender antigüedades, intercambiar propiedades, adoptar un niño coreano, cambiar su testamento, comprar una casa de veraneo en Vinalhaven, desenamorarse una docena de veces y volverse a enamorar, volver a salir con mujeres y encontrar finalmente el amor juntos en la madurez. Y aun así, no tendría ningún misterio.

Empecé a pensar que quizá Vicki se había aburrido y se había escapado en un Jaguar de ensueño con algún oncólogo de la planta de arriba. Quizá en aquel preciso instante se deslizaran juntos hacia la puesta de sol, con un termo lleno de cóctel mai tai en la guantera y Engelbert Humperdink gimiendo en el magnetofón.

¿Qué podía hacer?

Conduje hacia la Ruta 1 y luego hacia el sur, encaminándome al pequeño chalet de ladrillo de Mrs. Miller, situado en un amplio solar cubierto de hierba, entre un Exxon y un Rusty Jones, donde antaño ejerciera un quiropráctico. Había algunos coches más viejos, de chasis bajo, aparcados en el camino de la casa. Las luces estaban encendidas tras las cortinas, pero su rótulo de «consejera-quiromántica» estaba apagado. Había llegado demasiado tarde también aquí, pero las luces tras las cortinas hablaban de secretos y exóticos movimientos en el interior. Eso bastaba para excitar mi curiosidad y la de cualquiera que se dirigiese al sur por la noche hacia Filadelfia, y tuviese ante sí un panorama sombrío.

Utilizo los servicios de Mrs. Miller desde hace dos años, desde que X y yo estábamos a punto de divorciarnos. Me he convertido en una cara conocida para todas las tías, tíos y primos que rondan por las pequeñas habitaciones atestadas de muebles, hablando con voces susurrantes y tomando café a todas horas del día y de la noche. Me imaginé que en aquel momento estarían haciendo lo de siempre. Si hubiese entrado, me habrían dado la bienvenida, como a un pariente que pidiera una consulta fuera de horas. Le hubiera preguntado qué perspectivas me esperaban para el resto de la semana. Pero preferí respetar su intimidad porque a ella le ocurre lo mismo que a los escritores, que su lugar de trabajo también es su casa.

El origen de mis encuentros con Mrs. Miller no tiene nada de extraordinario. Yo iba conduciendo por la Ruta 1 hacia la ferretería, y Clary y Paul iban en el asiento de atrás. Íbamos a comprar una bomba de bicicleta. Entonces vi su rótulo, una mano abierta dibujada junto a la leyenda «Consejera-quiromántica», y entré. Probablemente había pasado por allí cientos de veces a lo largo de los años, y nunca me había fijado. No recuerdo si estaba desanimado, aunque a veces es difícil recordarlo. Pero uno sabe secretamente cuándo ha llegado el momento de ir a ver a un quiromántico, a menos que esté peleado con sus mejores instintos.

Me detuve un momento al final del camino, apagué las luces y me quedé sentado mirando las ventanas. Mrs. Miller, su casa, su trabajo, sus parientes y su vida en general son una auténtica fuente de misterio para mí. Por eso iba a verla una vez a la semana, y anoche me sentí satisfecho sólo con estar allí.

La verdad es que los consejos de Mrs. Miller son bastante tópicos y muchas veces totalmente erróneos: «Veo que pronto recibirá mucho dinero» (falso). «Veo una vida muy larga» (improbable, aunque no puedo discutirlo). «Es usted un hombre de buen corazón» (dudoso). Y casi cada semana me da los mismos consejos, con matices que se relacionan con el tiempo: «Las cosas se aclaran para usted» (en días lluviosos). «Su futuro no está totalmente claro» (en días nublados). Hay días en que ni siquiera me reconoce, y cuando entro me mira desconcertada. En cambio, cuando terminamos, se ríe como una colegiala y me dice «hasta la próxima», sin llamarme nunca por mi nombre. Y a veces ni siquiera se molesta en darme su tarjeta, que bajo el emblema de la bola de cristal en relieve, lleva impresa la siguiente leyenda:

UN LUGAR DONDE LLEVAR A SUS AMIGOS SIN PASAR VERGÜENZA.
NO SOY UNA GITANA
.

Y, en efecto, puedo asegurarles que no me da ninguna vergüenza ir allí. Por cinco dólares, ella les conducirá a un dormitorio mal iluminado de su sólida casa de las afueras, con cortinas de brocado de plástico en las ventanas. (La primera vez que entré pensaba que allí dentro habría una primita o una hermanita del Este, pero no). La luz es verde ámbar y una pequeña radio emite suavemente una sinuosa música griega de flauta. Hay una auténtica bola de cristal opaco sobre la mesa de las cartas, aunque nunca la ha utilizado. También hay varios montones de cartas de Tarot gigantes. Cuando nos acomodamos, ella me coge la mano y sigue las líneas con el dedo. A veces frunce las cejas, como si mi palma revelase asuntos difíciles, adopta una expresión ora desconcertada, ora aliviada, y al fin, me dice cosas esperanzadoras y consideradas que a ningún otro desconocido se le ocurriría decirme.

Ella es el desconocido que se toma tu vida en serio, el personaje al que todos encontramos cada día, el amigo que a casi ninguno de nosotros le importaría tener, sin problemas ni limitaciones personales.

Es una mujer guapa, de piel morena, que tendrá entre treinta y cuarenta años, con unos pocos kilos de más. Es un tanto condescendiente, pero, en el fondo, muy agradable. Al final de nuestros conciliábulos, siempre responde a un par de preguntas extra. Durante la semana, yo me voy apuntando en trozos de papel lo que quiero preguntarle, pero casi siempre los pierdo y acabo preguntándole cosas simples y prácticas como: ¿Estarán fuera de peligro Paul y Clarissa esta semana? Algo que le preocuparía a cualquiera y sobre todo a mí. Sus respuestas tienden siempre hacia el aspecto más luminoso de mi felicidad, pero cuando se refiere a mis hijos, suele mostrarse más cauta: «No les pasará nada si usted es un buen padre». Hace ya mucho tiempo le hablé de Ralph. Una vez, en un momento de pánico en que no se me ocurría nada, le pregunté si los Tigers podían empatar en la Liga Americana del Este, en cuyo caso, el partido de desempate con el Baltimore hubiera sido decisivo. Se enfadó mucho. Un consejo para apostar, dijo, costaba mucho más de cinco dólares. Y luego me cobró diez sin darme la respuesta.

Con el tiempo, he aprendido que cuando sus respuestas resultan erróneas, lo mejor es pensar que las cosas no han salido bien por culpa mía.

¿Dónde si no podría conseguir esas predicciones del futuro tan inspiradas y prometedoras? ¿Adónde puede dirigirse uno en un ventoso día de enero, acosado por mil demonios? ¿Dónde encontrar un extraño casi digno de confianza que te asegure que eres el que crees ser y que las cosas no estarán tan mal después de todo?

Me pregunto si un Doctor Freud sería tan complaciente. ¿Es más probable que supiera algo, y que te lo dijera? Lo dudo. En los terribles días que siguieron a mi divorcio, conocí a una chica de San Luis. Tenía veinticuatro años, era bastante voluminosa y llevaba invertidos miles de dólares y de horas en la consulta del psiquiatra más prestigioso de esa sombría ciudad de ladrillo. Hasta que un día irrumpió en la consulta muy animada. «Oh, doctor Fasnacht», declaró, «esta mañana al levantarme me he dado cuenta de que estoy curada. Ya puedo dejar estas visitas y salir al mundo por mis propios medios, como un ciudadano adulto. Usted me ha curado. ¡Me ha hecho tan feliz!». Y el viejo estafador le contestó: «¿Por qué? Es una noticia desastrosa. Su deseo de acabar la terapia es una prueba inquietante de su terrible necesidad de continuar. Está mucho más enferma de lo que había pensado. Y ahora, por favor, tiéndase ahí».

Mrs. Miller nunca le diría a nadie algo tan deprimente. Su estrategia sería hacerle una lectura mucho más alentadora para aquel día, estrecharle la mano, quizá renunciar a sus cinco dólares como un signo de buena fortuna y decir, enarcando las cejas: «Vuelva cuando se sienta desconcertado». Su filosofía es: Un buen día es un buen día. Hay muy pocos en la vida. Váyase y disfrútelo.

Y ésa es sólo la parte más prosaica del… —¿cómo expresarlo mejor?— ¿servicio?, ¿tratamiento? de Mrs. Miller. Pobres palabras para expresar el misterio en la parte crucial, lo único que tiene valor en esta etapa, en la mitad del camino de mi vida.

El misterio es la atractiva condición que algo —un objeto, un acto, una persona— posee cuando lo conoces un poco, pero no del todo. Es la doble promesa de lo desconocido, impresiones, ideas, sospechas… Y hay que ser lo bastante listo para no explorar todo eso en profundidad, pues correrías el riesgo de darte de bruces con los simples hechos.

Un misterio típico podría consistir en viajar a Cleveland, una ciudad que nunca me ha gustado, conocer a una chica guapa e ir a cenar langosta con ella. Durante la cena, hablaríamos de una isla de Maine, donde ambos habríamos estado con otros amantes, y donde lo habríamos pasado muy bien. Esa conversación nos haría revivirlo todo de tal forma que subiríamos a la habitación y nos revolcaríamos en la cama. A la mañana siguiente, todo estaría solucionado. Cogería un avión a otra ciudad y me olvidaría de la chica. Durante el resto de mi vida sentiría algo distinto hacia Cleveland, aunque no podría recordar por qué.

Cuando voy a ver a Mrs. Miller para una consulta de cinco dólares, ella no me descubre el mundo, ni tampoco mi futuro. Se limita a animarme y a tranquilizarme al respecto, me admite fugazmente en el misterio que rodea su propia vida, y eso me permite volver a casa con grandes esperanzas, invadido por una curiosidad frívola. ¿Quién es esta Mrs. Miller si no es una gitana? ¿Es judía? ¿Es marroquí? ¿Será Miller su verdadero nombre? ¿Quién será toda esa gente de ahí dentro? ¿Parientes? ¿Maridos? ¿Serán ciudadanos de este estado? ¿En qué trabajarán? ¿Venderán armas? ¿Pasaportes? ¿Divisas? Pero también me planteo preguntas más profundas: ¿cómo me verán? (¿quién no ha sentido ganas de preguntarle eso a su médico?). Y aunque me irrita no poder descubrir nada más que lo que me dice durante las visitas, la verdad es que si descubriese más saldría perdiendo. Eso me haría topar con los monótonos hechos y me obligaría a buscar el misterio en otra parte o a prescindir de él.

Tal como esperaba, la simple proximidad de la luz que brillaba tras las cálidas cortinas, como una antigua lámpara de otro siglo, me hizo recobrar el ánimo. Me sentí como un autoestopista al que le para un coche cuando ya había perdido todas las esperanzas. De pronto, las cosas me parecían posibles y cercanas, mientras que un momento antes nada parecía posible. Pero cuando miraba nostálgicamente hacia atrás, hacia el chalet cuadrangular de Mrs. Miller, noté que la puerta principal se había abierto unos centímetros. Alguien me estaba observando, y se preguntaría quién era yo y qué hacía allí. ¿Un coche de enamorados?, ¿la policía?, ¿un borracho que dormía la mona? Ni siquiera estaba seguro de que la puerta se hubiera abierto. Para mí, eso era tan enigmático como yo debía de serlo para quien fuese. Un enigma compartido, si es que él o ella existían. Un perfecto toma y daca en el más puro espíritu del matrimonio. Me escabullí rápidamente en el tráfico rumbo al sur, tan renovado como un bebé que hubiera nacido en plena madurez.

Cogí la primera desviación y salí por Great Woods, atravesando los oscuros campos de manzanos, las granjas rodeadas de hierba, los establos de bueyes, los campos de deporte de la Academia De Tocqueville y los modernos jardines de las sedes de distintas empresas multinacionales. Todo esto preserva a Haddam de las deslumbrantes fábricas de tapacubos, las granjas de leche y la vivaz sintonía de Radio Shack. Luego seguí por la Ruta 1 hacia la sombría ciudad del amor fraterno. No estaba dispuesto a irme a la cama. La prosaica realidad y la soledad se habían desvanecido, y habían dado paso a un sentimiento de expectación. El día, convertido en una noche de primavera, guardaba una promesa que sólo una aventura podría arrebatarle.

Vagué por la calle Seminary, abstraído y vacío, en el vapor cítrico del anochecer de los barrios residenciales. Haddam puede ser una ciudad muy triste. Los dos semáforos de los extremos estaban en ámbar intermitente. En el lado sur de la plaza, el agente Carnevale esperaba solitario en su coche patrulla, perdido en el temor de la radio policial, dispuesto a perseguir a los que se excedieran de velocidad y a atrapar a los ladrones lentos. Incluso el seminario estaba silencioso; solemnidad gótica y luces amarillas en las vidrieras cuadrangulares, semiocultas tras los olmos y los plátanos. Se acercaba la época de los exámenes trimestrales y todo el mundo debía de estar estudiando. Sólo el cansado agente Carnevale daba fe de que un alma urbana respiraba en cien kilómetros a la redonda. Por encima de las copas de los árboles, las alegres luces de Nueva York empalidecían el cielo.

Las nueve de un jueves, víspera de Pascua, a lo largo de la línea de tren de la zona residencial. Casi todas las ciudades parecen albergar secretos, pero sería un error creérselo. En realidad, Haddam es tan directa y prosaica como una boca de incendios, y eso es lo que la convierte en un lugar tan agradable.

Ninguno de nosotros podría soportar que todos los lugares fueran grises Chicagos o sucios Los Ángeles, ciudades como Gotham, con una genuina y urdida maraña. Todos necesitamos el paisaje urbano simple, claro e incluso artificial de ciudades como la mía. Lugares desprovistos de esa complejidad ambigua y desafiante. Denme un Sitio Cualquiera, pequeño, una risueña y taconeante Terre Haute, una cándida Bismark, con precios inmobiliarios estables, recogida de basura regular, buen alcantarillado y amplios aparcamientos, que esté situada no muy lejos de un gran aeropuerto, y todas las mañanas despertaré a los pájaros cantando.

Aminoré la marcha para echar una ojeada al entoldado de los presbiterianos, situado en un extremo del terreno del seminario. A veces aterrizo ahí algún que otro domingo, sólo para asegurarme de que están despiertos y levantar el ánimo con un himno. X y yo solíamos asistir al principio de trasladarnos aquí, pero ella acabó perdiendo interés y yo empecé a trabajar los domingos. Hace años, cuando hacía el último curso escolar y necesitaba un antídoto contra la ironía amarga y culpable de Ann Arbor de entreguerras, empecé a frecuentar un grupo liberal y antidogmático de Westminster. Estaba en la calle Maynard. El predicador, que se autotitulaba «moderador», era un alto espantajo con el cuello desabrochado y acné en la cara. Mascullaba sermones sobre el hambre del mundo, las Naciones Unidas y la Organización del Tratado del Sudeste Asiático. Parecía avergonzarse cuando llegaba el momento de levantarse y rezar, y siempre permanecía con sus penetrantes ojos abiertos. Su flaca y levemente anoréxica mujer le hacía de ayudante. Ambos eran de Muskegon. Nuestra congregación estaba compuesta mayoritariamente por viudas de profesores entradas en años, unos cuantos alumnos desorientados y sin pretensiones, y un par de homosexuales que venían a discutir.

Duré cinco semanas. Luego dejé mi Biblia y empecé a trasnochar los domingos, comiendo y bebiendo en el club de estudiantes. El cristianismo, como cualquier otra cosa en el Ann Arbor de aquellos tiempos, era demasiado pragmático y orientado únicamente a la resolución de problemas. El espíritu se había hecho carne demasiado prosaicamente. Los raptos en pequeña escala y el éxtasis que yo perseguía eran imposibles, dada la confusión reinante en el mundo. Por eso dejó de gustarme ir allí.

Pero los presbiterianos de Haddam ofrecen una aproximación a las cosas más válida y segura. Su esperanza más ardiente es devolverte a la tierra elevando tu espíritu: una sofisticada orientación espiritual. Los habituales no tienen ninguna duda sobre sus razones para estar allí. Van para salvarse o, al menos, para dar esa puñetera impresión. Nadie intenta engañar a nadie.

Desde fuera del entoldado parecía un extraño ritual, pero seguro que acabaría siendo lo de siempre. Era un truco para convencer a los nuevos asistentes de que la Iglesia ha cambiado.

«La carrera hacia la tumba».

Para empezar, el predicador haría algunas bromas cariñosas enarcando las cejas: «Y ese tío, Jesús, la verdad es que era un tío guay, ¿estáis conmigo, no?». Y todos estarían con él. Luego, pasaría en seguida a la obstinada confirmación de la resurrección y a sugerir que ese destino podía ser el nuestro.

Me alejé de allí, le hice al agente Carnevale un gesto triunfante levantando el pulgar y él me lo devolvió de mala gana. Me dirigí directamente hacia The Presidents, primero por la calle Tyler, luego por Pierce, y serpenteando por un sinuoso camino hacia la calle Cleveland, antes de pararme bajo una nisa gigante frente al número 116, la casita colonial de madera blanca de X. Su Citation estaba aparcado en el estrecho camino de la casa y había un coche azul desconocido aparcado junto al bordillo.

Rápido como un hurón, dejé mi coche, crucé la calle, me agaché y apoyé la mano en el capó del misterioso coche azul, un Thunderbird, y luego volví al mío antes de que nadie de la calle Cleveland pudiera verme. Como sospechaba, el Bird estaba tan frío como el corazón de un asesino. Sentí alivio al pensar que debía de ser de algún vecino o un pariente que visitaba a los Armentis, los vecinos de la puerta de al lado. Pero también podía ser un pretendiente desconocido, uno de esos tipos del club de campo, con gruesas carteras repletas de tarjetas de crédito. Esa idea se llevó mi alivio y me devolvió las dudas. Mi plan consistía en hacerle una visita inocente. No había visto a Paul y Clarissa desde hacía cuatro días, un largo intervalo en el curso normal de nuestras vidas. Los dos suelen pasar por casa después del colegio, se toman un bocadillo, se sientan a charlar, registran sus antiguas habitaciones como lo hacían en otros tiempos, juegan al Yahtzee o al Clue o leen. Todo eso mientras yo intento con fervor y sin tino demostrar una cierta continuidad de mi presencia en sus pequeñas vidas. De vez en cuando dejo el trabajo que esté haciendo y bajo a tomarles el pelo y a tontear con ellos. Contesto a sus preguntas, les desafío e intento atraerles de nuevo hacia mí de una forma llana y directa, una estrategia que ellos captan, aunque no les importa porque me quieren, saben que les quiero y no tienen otra elección. En esto, los cuatro somos una familia dividida pero bien avenida, y cada uno tiene muy claro cuál es su papel.

Anoche yo pensaba tomar unas copas en su casa, meter a los niños en la cama, pegar la hebra media horita con X y, probablemente, acabar pasando la noche en el sofá. Es algo que no he vuelto a hacer desde hace mucho tiempo, desde que conocí a Vicki. Pero de pronto sentía la furiosa necesidad de hacerlo.

Aun en el caso de que hubiera llamado a la puerta humildemente, en plan padre compungido, no podía estar seguro de no interrumpir un encuentro íntimo. Los niños se habrían ido a pasar la noche a casa de los Armentis. Las lámparas estarían hacia arriba para crear una atmósfera propicia. Reinaría una agridulce excitación, propia de los adultos que recuperan el tiempo perdido, para regodeo de los vecinos interesados en contemplar el cómo una mujer orgullosa intenta rehacer su vida truncada. Yo habría sorprendido a un tipo bien vestido y de buena posición, con ojos amorosos y echado en el mismísimo sofá donde yo pensaba acurrucarme. Y me habría quedado estupefacto, X estaría en su derecho de decirme que había boicoteado sus intentos de poner los pies en la tierra, y el tipo estaría en su derecho de echarme o de pegarme un puñetazo. Acabaríamos largándonos los dos a la calle. Los dos hombres siempre acaban marchándose solos en plena noche, aunque a veces, si se encuentran más tarde en un bar, se hacen amigos.

En resumen, todo mi guión había perdido su encanto y yo había caído en el oscuro papel del suplente, contemplando el coche azul del intruso, sin otra cosa que hacer salvo respirar la atmósfera elegante y envidiar el barrio de X. The Presidents, con sus simétricas fachadas de ciento cincuenta metros de altura, sus exuberantes moreras y sus rectas aceras, es el lugar ideal para que siente sus reales una joven divorciada con hijos, con dinero y un carácter independiente. A ambos lados de la calle vive gente joven y liberal, como las de tantos otros lugares del mundo. Gente idealista y avispada que olió una buena inversión, actuó sin pensarlo dos veces y ahora tiene una propiedad que se ha revalorizado. Los inmigrantes italianos que lo construyeron (algunos inspirándose directamente en los catálogos de Sears) prefieren ahora Delray Beach o Fort Myers y los núcleos urbanos de gente de su misma edad. Han dejado el barrio a los jóvenes (pero no jóvenes italianos), que prefieren gente como la de Pheasant Run y Kendall Park. Los bancos se han mostrado compasivos con las hipotecas y los intereses, y por eso los jóvenes liberales —la mayoría prósperos corredores de bolsa, creativos de campañas y abogados de oficio— lo han transformado en un vecindario altivo y cerrado con una ética de propietarios, donde todo el mundo cuida de los niños de los demás y se muele su propio café. Brillantes fachadas nuevas y una mano de pintura. Nuevos cimientos. Un porche exterior con cubierta de tejas. Elegantes números art déco y una discreta vidriera de colores en cada casa. Todo prometedoramente moderno.

Yo creo que X es feliz aquí. Mis hijos están cerca del colegio, de sus amigos y de mí. No es Hoving Road, donde todos compartíamos el mismo techo, pero por mucho que sepamos y por muy listos y bienintencionados que creamos ser, las cosas cambian inesperadamente para todos. ¿Quién se iba a imaginar que Ralph moriría? ¿Quién se iba a imaginar que nos dominaría la incertidumbre? ¿Quién se iba a imaginar que asaltarían nuestra casa revolviéndolo todo? ¿Imaginaba Walter Luckett que iba a conocer al Señor Error hace dos noches y que su vida se trastornaría por segunda vez desde que le dejara su mujer? No, pueden jugarse lo que quieran a que no. Nuestras vidas no son corrientes. No hay nada trivial en nuestros placeres ni en nuestros desastres. Cuando se trata de los asuntos del corazón, todo es tan problemático como el álgebra. Una vida puede cambiar como cambia un día, de soleado a lluvioso, como dice la canción. Y luego puede volver a cambiar.

El reloj de San León el Grande dio las diez y algo empezó a suceder en el 116 de la calle Cleveland.

Se encendió la luz amarilla del porche. Alguien habló desde dentro, en un tono aleccionador, y se abrió la puerta principal. Mi hijo Paul salió a la calle. Iba vestido con pantalones de tenis y una camiseta de los Minesota Twins que yo le traje de un viaje.

Paul tiene diez años, es pequeño y todavía no ha desarrollado su inteligencia. Es un niño serio y sensible, de buen corazón, con todas las cualidades de los hijos segundos: paciencia, curiosidad, cierta inventiva práctica, sentimentalismo y un vocabulario muy desarrollado, aunque no es muy buen lector. He intentado convencerme de que le irían bien las cosas. A veces subimos a conferenciar a su habitación, que él ha decorado con pósters del Sierra Club, con águilas, grandes mergos de Audubon y somormujos, y siempre muestra un melancólico embeleso. Es como si tuviese conciencia de cierto acontecimiento clave en su vida pero no recordase cuál. Desde luego, estoy muy orgulloso de él y de su hermana. Los dos avanzan como soldados.

Paul llevaba consigo a uno de los pájaros de su palomar, una paloma zurita moteada, un ave preciosa. La llevaba valerosamente hacia el bordillo de la acera, con las dos manos, con unas maneras de profesional que nadie le ha enseñado. Yo me agaché detrás del volante y le espié, protegido por la sombra de un gran plátano. Pero Paul estaba demasiado absorto en sus asuntos como para verme.

Al llegar al bordillo, cogió a la paloma con su manita, le quitó la caperuza y se la metió hábilmente en el bolsillo. El pájaro irguió ansiosamente la cabeza ante su nuevo entorno, pero la visión del rostro serio y familiar de Paul le tranquilizó.

Paul observó el pichón durante un rato, cogiéndolo otra vez con las dos manos, y en la silenciosa oscuridad, pude oír su voz de niño. Estaba adiestrando al pájaro en un lenguaje que había practicado. «Recuerda esta casa». «Sigue esa ruta». «Ten cuidado con tal peligro o tal obstáculo». «Piensa en todo lo que hemos ensayado». «Acuérdate de quiénes son tus amigos». Todo eran buenos consejos. Cuando acabó, se acercó el pájaro a la nariz y olió la picuda cabecita. Cerró los ojos, luego lo levantó y lo lanzó hacia arriba. Las largas y brillantes alas del pájaro se apoderaron de la noche instantáneamente. Se elevó y se desvaneció como una idea fugaz, y sus alas blancas se volvieron más y más pequeñas mientras atravesaba las copas de los árboles, cada vez más lejos.

Durante unos instantes, Paul siguió mirando hacia arriba, observándolo. Luego, como si hubiera olvidado al pájaro perdido, se volvió y miró hacia mí desde el otro lado de la calle. Yo estaba repantingado en mi coche patrulla como el agente Carnevale. Probablemente me había visto hacía rato, pero había seguido con lo suyo, como un chico mayor que sabe que le están mirando y no le importa porque acepta las reglas del juego.

Paul cruzó la calle con su forma de andar infantil, torpe pero con una graciosa sonrisa, la sonrisa que le dedicaría a un desconocido.

—Hola, papá —dijo por la ventanilla.

—Hola, Paul.

—¿Qué pasa? —todavía me sonreía como un niño inocente.

—Nada. Estoy aquí sentado.

—¿Qué tal?

—Muy bien. ¿De quién es ese coche de ahí enfrente?

Paul miró a sus espaldas, hacia el Thunderbird.

—De los Litze —(un vecino abogado, no hay problema)—. ¿Vienes dentro?

—No, sólo he venido a hacer la ronda para ver cómo estabais.

—Clary está dormida. Mamá está viendo noticias —dijo Paul, adoptando el estilo de su madre de suprimir los artículos determinados, un estilo muy típico del Medio Oeste. Se fueron a mercado. Le duele cabeza. Le gusta cine.

—¿A quién has soltado?

—Al Viejo Vassar —Paul miró calle arriba. Siempre les ponía a sus pájaros nombres de cantantes country: Ernest, Chet, Loretta, Bobby, Jerry Lee, y ahora había adoptado la predilección de su padre por la palabra Viejo como un término puramente cariñoso. Me hubiera gustado agarrarle por la ventanilla y abrazarle hasta que chillara, de tanto que le quería en aquel momento—. Pero aún no le he soltado del todo.

—¿Entonces, el Viejo Vassar tiene una misión?

—Sí, señor —dijo Paul, y bajó los ojos hacia el suelo. Yo me estaba entrometiendo en su dilatada vida íntima, pero sabía que él quería hablar de Vassar.

—¿Cuál es la misión de Vassar? —pregunté valientemente.

—Ver a Ralph.

—¿A Ralph? ¿Y para qué va a verle?

Paul emitió un falso suspiro de niño pequeño y se transformó en un niño mayor.

—Para ver si todo va bien y hablarle de nosotros.

—¿Quieres decir que le lleva un informe?

—Sí, algo así —todavía miraba al suelo.

—¿De todos nosotros?

—Ajá.

—¿Y qué tal es el informe?

—Bueno —Paul evitó mis ojos y miró a otro lado.

—¿Mi parte también?

—El tuyo no era muy largo, pero era bueno.

—Eso está bien. Así que he salido bien. ¿Cuándo vuelve el Viejo Vassar con su informe?

—No vuelve. Le he dicho que podía vivir en Cape May.

—¿Y eso por qué?

—Porque Ralph está muerto, creo.

Su hermana y él habían estado una sola vez en Cape May, conmigo, el otoño pasado. Me intrigó que pensara que los muertos vivían allí.

—Entonces es una misión sólo de ida.

—Exacto.

Paul miró con rabia a la puerta de mi coche en vez de mirarme a mí. Noté que toda aquella conversación sobre los muertos le había desconcertado. Los niños se sienten cómodos con la sinceridad y la vida —¿quién podría culparles?— a diferencia de los adultos, que a veces son irónicos incluso con lo que les es más próximo y puede amenazar su existencia. Pero Paul y yo hemos tenido una amistad basada en la sinceridad.

—¿Qué se te ocurre esta noche para hacerme reír? —le digo.

Paul es un coleccionista secreto de chistes y puede hacer desternillarse a cualquiera hasta con un chiste viejo, aunque en ese caso prefiere no contarlos. Yo envidio su buena memoria.

Esta vez tuvo que pensarlo. Sacudió la cabeza hacia atrás con aire meditabundo y miró hacia las ramas de los árboles, como si los mejores chistes estuvieran allí arriba.

¿Qué les decía antes de las cosas que siempre cambian y nos sorprenden? ¿Quién hubiera pensado que un paseo en coche por una calle oscura pudiera dar lugar a una conversación con mi propio hijo? La conversación me reveló que estaba en contacto con su hermano muerto —un indicador psicológico prometedor, aunque un tanto desconcertante—, pero también me permitiría escuchar algún chiste.

—Mmm, de acuerdo —dijo Paul. Ahora era igual que Johnny Carson. Por la forma en que se metió las manos en los bolsillos y torció la boca, me di cuenta de que el chiste le parecía muy gracioso.

—¿Listo? —le pregunté. Con cualquier otro, eso hubiera estropeado la broma, pero con Paul formaba parte del ritual.

—Listo —dijo—. ¿Por qué los irlandeses no tienen leche fresca en su casa?

—No lo sé —dije en seguida.

—Porque no les cabe la vaca en la nevera —Paul no pudo contener la risa ni un segundo, ni yo tampoco. Cada uno seguía en su sitio, él en la calle y yo en el coche. Nos reímos como enanos, con fuertes carcajadas, hasta que se nos saltaron las lágrimas. Pero yo sabía que si no parábamos, su madre empezaría a preguntarse si yo no habría perdido el juicio. Y es que nuestros chistes preferidos son los racistas.

—Un diez —le dije, enjugándome una lágrima.

—Sé otro todavía mejor —dijo riéndose e intentando contener la risa.

—Ahora tengo que irme a casa, hijito —le dije—. Tendrás que acordarte para contármelo otro día.

—¿No vas a entrar? —los ojitos de Paul se encontraron con los míos—. Puedes dormir en el sofá.

—Esta noche no —dije, con la alegría latiéndome en el corazón por aquel dulce Pulgarcito. Si hubiera podido, hubiera aceptado su invitación, lo hubiera cogido en brazos, le habría hecho cosquillas y lo habría metido en la cama—. Rain Czech —es uno de nuestros más viejos consuelos.

—¿Puedo decírselo a mamá? —Paul había pasado de la extrañeza ante mi decisión de no entrar, al siguiente elemento clave: confesar, informar de lo que había pasado. En eso no ha salido a su padre, aunque podría acabar pareciéndose.

—Di que pasaba por aquí en el coche, te he visto, me he parado y hemos hablado como viejos amigos.

—¿Aunque no sea verdad?

—Aunque no sea verdad.

Paul me miró con curiosidad. No era por la mentira que le había pedido que dijese —y que él podía repetir o no, según sus propias consideraciones éticas—, sino por algo que se le había ocurrido.

—¿Cuánto tiempo crees que tardará el Viejo Vassar en encontrar a Ralph? —me preguntó muy serio.

—Probablemente ya estará a punto de llegar.

Paul se puso lúgubre como un cura.

—No me gustaría que el viaje durase siempre —dijo—. Eso sería demasiado largo.

—Buenas noches, hijo —le dije, invadido de pronto por un sentimiento de expectación muy distinto. Puse el coche en marcha.

—Buenas noches, papá —me sonrió—. Felices sueños.

—A ti no te hace falta que te lo diga.

Cruzó la calle Cleveland hacia la casa de su madre mientras yo me abría camino en la oscuridad, hacia mi casa.