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Lo que todos queremos en realidad es llegar a ese punto en el que el pasado ya no nos diga nada acerca de nosotros mismos y podamos seguir adelante ¿Acaso el pasado es representativo de la vida de alguien? En mi opinión, los americanos ponen demasiado énfasis en su pasado para definirse a sí mismos, y eso es fatal. Siempre me deprimen esos pasajes de las novelas en los que el autor emprende el obligado y penoso viaje al fondo del mar del pasado. A veces me salto capítulos enteros, otras cierro el libro y no vuelvo a cogerlo. Hay que reconocer que, por lo general, el pasado no es nada dramático, de hecho tiene tan poco interés que uno debería ser capaz de librarse de él llegado el momento. Pero la verdad es que muchas veces, cuando llega ese momento, estamos tan aterrados, nos sentimos tan desnudos que apenas podemos decir nada.

Yo veo mi propia historia como una postal con escenas cambiantes en un lado, pero sin ningún mensaje especial o digno de recordar al dorso. Como todo el mundo sabe, uno puede distanciarse de sus orígenes, no por designios malévolos, sino simplemente por la propia vida, el destino y la lucha de lo omnipresente. En mi opinión, se abusa mucho de la huella que nuestros padres y el pasado en general dejan en nosotros. A partir de cierto momento, somos seres completos que viven en la tierra por sus propios medios. No hay nada que pueda cambiar eso ni para bien ni para mal y deberíamos pensar en algo más positivo.

Nací a una existencia moderna y corriente en 1945, hijo único de padres honrados con puntos de vista normales, sin ninguna conciencia de su papel en el proceso histórico. Eran sólo dos personas embarcadas en la nave terrestre, a la expectativa como todo el mundo y sin obsesiones sobre su propia importancia. A mí todavía me sigue pareciendo un buen linaje.

Mis padres eran los típicos agricultores de Iowa que habían abandonado sus granjas cerca de Keota. De recién casados habían viajado mucho, para establecerse finalmente en Biloxi (Mississippi). Allí mi padre trabajó en los astilleros Ingall, chapando con planchas de acero los barcos de la Marina, en la que había servido durante la guerra. El año antes habían estado en Cicero no sé muy bien para qué, el anterior en El Reno, en el estado de Oklahoma, y antes de eso estuvieron cerca de Davenport, donde mi padre trabajó en algo relacionado con el ferrocarril. La verdad es que tengo una idea muy vaga de su trabajo, aunque me acuerdo muy bien de él. Era un hombre alto, de rostro delgado y afilado, ojos claros como los míos, y un pelo rizado que le daba un aire muy romántico. Cuando he ido a Davenport o a Cicero como corresponsal para la revista, he intentado imaginármelo allí, pero el efecto era muy extraño. La imagen que tengo de él no encajaba en esos lugares.

Recuerdo que mi padre jugaba al golf y, a veces, yo le acompañaba por el campo en los calurosos días de verano de Biloxi. Jugaba en el campo de la base de las Fuerzas Aéreas, al que iban muchos suboficiales, y la hierba estaba quemada y descolorida. Así, mi madre podía disfrutar de un día libre para ir al cine, arreglarse el pelo o quedarse en casa, leyendo revistas de cine y novelas baratas. A mí, el golf me parecía la peor de las torturas y mi pobre padre tampoco parecía divertirse mucho. La verdad es que no estaba dotado para el golf, sino para las carreras de coches, pero se dedicó al golf con toda su alma porque para él significaba en alguna medida el éxito. Me acuerdo que estuve en un tee con él, los dos con pantalones cortos, mirando la larga calle del hoyo rodeada de palmeras. Más allá se divisaba un rompeolas y el Golfo. Recuerdo que le vi hacer una mueca hacia la lejana bandera, como si representara una fortaleza y él dudara si asaltarla o no. Luego me dijo: «Bueno, Franky, ¿crees que puedo lanzar la pelota tan lejos?». Y yo le dije: «Lo dudo». Él fumaba un cigarrillo y sudaba con aquel calor. Conservo una imagen muy vívida de él mirándome intrigado. ¿Quién era yo? ¿Qué estaba tramando? Parecía sorprendido por esas preguntas. No era exactamente una mirada dura, sino una mirada de profundo asombro y resignación.

Mi padre murió cuando yo tenía catorce años, y entonces mi madre me metió en lo que ella llamaba «la academia naval», que en realidad era una pequeña escuela militar cerca de Gulfport. Se llamaba Gulf Pines, pero nosotros los cadetes la llamábamos Lonesome Pines.[3] Nunca me importó estar allí. Me gustaba el orden de la vida militar. Y de aquella escuela me ha quedado una cierta disciplina de carácter, al menos en las formas. Mi situación en Lonesome Pines era mejor que la de mis compañeros. Casi todos los cadetes procedían de hogares rotos de la clase alta, o los habían abandonado, o bien estaban allí por algún delito y así sus familias podían librarse de ellos sin tener que mandarles al reformatorio. Sin embargo, nunca me pareció que los demás estudiantes fuesen distintos de mí. Eran chicos reservados, ignorantes y llenos de abyecta añoranza, que consideraban el tiempo que tendrían que permanecer allí simplemente como algo por lo que había que pasar. Por esa razón nadie hizo amistades. Todos sabíamos que cualquier día nos iríamos de allí (muchas veces ocurría a media noche), y nadie quería comprometerse. O quizá ninguno de nosotros quería seguir relacionándose luego con gente de Lonesome Pines.

Recuerdo una soleada explanada rodeada de pinos, un mástil con un ancla en la base, un lago poco profundo de aguas estancadas donde aprendí a navegar, una playa hedionda con un cobertizo para las canoas, pabellones de aulas estucados color marrón tostado y blancos barracones ennegrecidos por el estropajo. Algunos de los profesores eran antiguos oficiales de la Marina y no estaban preparados para la enseñanza. Tuvimos incluso un negro, Bud Simmons, que era el entrenador de béisbol. El jefe del lugar era el almirante Legler, que en la Primera Guerra Mundial había ostentado el grado de capitán.

Salíamos en grupo, cogíamos los autobuses en línea de la Autopista 1, e íbamos a los cines refrigerados y a las casas de comidas mexicanas de los pueblecitos de la costa del Golfo. Vagábamos por los alrededores de la base de la Fuerza Aérea de Keesler, por los soleados y arenosos solares de aparcamiento divididos con cintas de plástico. Todos llevábamos el uniforme marrón de la escuela e intentábamos convencer a los soldados para que nos comprasen bebidas alcohólicas. Nos sentíamos desgraciados porque éramos demasiado jóvenes para entrar en las tiendas y teníamos muy poco dinero para despilfarrar.

Durante las vacaciones, iba a casa, al bungalow que mi madre tenía en Biloxi, y a veces veía a su hermano Ted, que no vivía lejos de allí. Ted venía a verme y me llevaba en coche a Mobile o Pensacola, pero no hablábamos mucho. Quizá el destino de los chicos cuyos padres mueren jóvenes consista en no ser nunca jóvenes oficialmente, de forma que la juventud es una especie de sueño fugaz, el preludio de un momento que no perdura, antes de empezar la vida real.

Mi única experiencia deportiva directa tuvo lugar allí, en Lonesome Pines. Intenté jugar a béisbol en el equipo del colegio, bajo las órdenes de Bud Simmons, el entrenador negro. Yo era relativamente alto para mi edad, aunque ahora soy normal. Tenía los brazos largos y ágiles, y las aptitudes naturales de un buen jugador de béisbol. Pero nunca conseguí hacerlo bien, porque me veía a mí mismo desde fuera, haciendo lo que me decían. Y con esa actitud no podía hacer bien las cosas. Tenía una especie de ironía innata que no me ayudaba en absoluto, y que me convertía en un chico sabihondo, astuto y muy reservado, el típico producto de Lonesome Pines. Bud Simmons hizo todo lo que pudo conmigo, incluso me obligaba a lanzar con el otro brazo y aunque no lo hacía mal, tampoco sirvió de mucho. Según él, mi problema era que no tenía capacidad de «entrega» y sé muy bien lo que quería decir. Hoy todavía me asombro cuando me encuentro con deportistas ya maduros que siguen «entregándose» y dándolo todo. Esto no es muy frecuente y es el preciado don de un Dios complejo.

No vi mucho a mi madre en aquellos años, pero tampoco me parece algo excepcional. Lo mismo debió de sucederles a otros miles de chicos que también nacieron en 1945, o en siglos anteriores. En aquellos días no era normal que los niños vieran mucho a sus padres y que les conocieran íntimamente. Veía a mi madre cuando ella venía a verme. Estuve en su casa cuando volví de la academia y nos tratábamos como amigos. Ella me quería a su manera, dada su difícil situación. Le hubiera gustado tener una relación más estrecha conmigo, y creo que a mí también. Es posible que estuviera un tanto confusa y que no supiera muy bien qué hacer. Estoy seguro de que nunca pensó que mi padre se iba a morir, igual que yo tampoco pensé que Ralph moriría hasta que sucedió. Ella sólo tenía treinta y cuatro años, y era una mujer pequeña, de ojos oscuros, con la piel aún más oscura que la mía. Ahora me doy cuenta de cuán sorprendida estaba ella misma de haber ido a parar a un sitio tan alejado de su lugar de origen. Eso pesaba en ella más que ninguna otra cosa. Su pasado la absorbía como si fuera algo vivo, no de una forma exclusiva o egoísta. Ni siquiera mi padre la había acaparado tanto, aquello era totalmente incomprensible para mí. Supongo que le preocupaba tener que volver a Iowa, porque no quería hacerlo.

Al cabo de un tiempo se puso a trabajar como recepcionista nocturna en un gran hotel de Mississippi que se llamaba Buena Vista. Allí conoció a un tal Jake Ornstein, un joyero de Chicago. En los meses siguientes, él volvió a verla varias veces. Luego se casaron y se instalaron en Skokie, en el estado de Illinois. Vivieron allí hasta que mi madre murió de cáncer.

Casi al mismo tiempo, en Lonesome Pines, me dieron una beca del Rotary Club, y por pura casualidad fui a parar a la Universidad de Michigan. La idea de la Marina era conseguir que sus alumnos cubrieran un amplio espectro de universidades. Nadie se quedaba contento. No recuerdo muy bien adonde quería ir yo, pero estoy seguro de que no era a Michigan.

Recuerdo que fui varias veces a ver a mi madre a Skokie. Cogía el vetusto tren New York Central desde Ann Arbor y cuando llegaba, me pasaba el fin de semana haciendo el vago. Intentaba sentirme cómodo y conversar con la gente de aquella extraña casa. Tenía todo el aspecto de un rancho, los muebles tenían fundas de plástico y había veinticinco relojes de pared. Estaba en un barrio judío y yo no tenía ningún amigo en aquella ciudad: Jake Ornstein tenía quince años más que mi madre y no era mal tipo, yo me llevaba bien con él y con su hijo Irv. Al final, casi me llevaba mejor con ellos que con mi madre. Ella solía decir que mi universidad era «una de las buenas», pero me trataba como a un pariente lejano. Se sentía incómoda conmigo, a pesar de que yo le caía bien, y cuando me fui a la academia, me regaló una chaqueta de smoking y una pipa. Como en aquella época ella ya vivía en Skokie, deduzco que ése fue mi último hogar de la infancia. Por mi parte, creo que yo me limitaba a observar y me mantenía a cierta distancia. Los dos intentábamos acercarnos el uno al otro, y si lo hubiéramos logrado habría estado muy bien para ambos. Pero, de alguna manera, su vida se interponía entre los dos. Yo me convertí en un extraño para ella y no se lo reprocho. Tampoco me sentí abandonado o poco querido.

Me pregunto cómo debía ser su vida. ¿Buena? ¿Mala? ¿Regular? Tal vez se limitó a intentar no ser desgraciada. Ella y sólo ella lo sabía. No me gusta juzgar a nadie sin conocer apenas sus vidas, sobre todo considerando lo bien que me han ido las cosas. Ahora y entonces, sólo conocía mi propia vida y en la época en que mi madre se casó con Jake Ornstein, yo me moría de ganas de vivir mi vida. Mi madre y Jake eran felices. Y yo, para lo poco que la conocía, la quería bastante. Cuando se murió, yo aún estaba en la academia. Fui al funeral, ayudé a llevar el féretro, y aquel fin de semana me pasé toda una tarde sentado en casa de Jake con sus amigos. En aquella ocasión me pregunté qué me habían enseñado mis padres y llegué a la conclusión de que me habían inculcado «un sentimiento de independencia». Por la noche cogí el tren de vuelta y salí de aquella vida para siempre. Al cabo de un tiempo, Jake se trasladó a Phoenix, volvió a casarse y también murió de cáncer. Irv y yo seguimos en contacto algunos años, pero luego nos alejamos.

Quizá mi vida pueda parecer extraña. ¿No es raro no tener una larga y detallada historia familiar? ¿No tener una lista de odios y conflictos en los que pensar, una suma de penas y nostalgias particulares con las que justificarlo o alterarlo todo? Supongo que nací en una época distinta. Y quizá ésta sea la mejor forma de encarar el pasado. Tal vez sea esto lo que hace la mayoría de la gente, mientras que el resto se limita a decir mentiras.

¿Me he preguntado alguna vez lo que mi familia pensaría de mí o de mi profesión? ¿Cómo me verían? ¿Como a un divorciado, como a un padre de familia o a un mujeriego? ¿Me verían como a un adulto que va al encuentro de la vida y la muerte?

Algunas veces me he planteado estas cosas, pero no me dura mucho. Además, estoy seguro de que habrían aprobado todo lo que he hecho, sobre todo mi decisión para dejar de escribir y empezar algo que considerarían más práctico. Pensarían lo mismo que yo, que no hay mal que por bien no venga. Pensar así me ha dado la posibilidad de acceder a una interesante y difícil condición adulta.

A las nueve y media casi he acabado todo lo que me quedaba por hacer antes de recoger a Vicki y dirigirme al aeropuerto. Normalmente, esto incluiría tomar una taza de café con Bosobolo, mi huésped del seminario, una costumbre muy agradable de la que hoy no puedo disfrutar. Mantenemos sesudas conversaciones sobre cuestiones como si la dicha de los redimidos es enaltecida por el sufrimiento de los condenados. En estos temas, él piensa como un católico y yo no. Tiene cuarenta y dos años y es oriundo de Gabón. Es un firme defensor de la fe. En general, discuto sólo por discutir y no espero llegar a ningún sitio.

¿Por qué tengo un inquilino? Para combatir una soledad atroz. ¿Por qué más? En una casa vacía, el consuelo de los pasos indiferentes de otro ser humano puede ser considerable, especialmente si son los pasos de un negro africano de metro noventa y cinco que vive en la buhardilla de tu casa. Pero esta mañana se ha ido temprano a sus asuntos y le veo por la ventana subiendo la cuesta de Hoving Road como si fuera un vendedor de Biblias. Se dirige a la escuela, vestido con su camisa blanca, pantalones negros y sandalias baratas. Me ha contado que era príncipe de su tribu, los nwambes, pero todos los africanos que he conocido eran príncipes de alguna tribu. Como yo, está casado y tiene dos hijos. Los dos somos presbiterianos, aunque yo no soy practicante.

Mis otras obligaciones incluyen las llamadas telefónicas habituales desde mi mesa. Primero a la revista, para hablar con Rhonda Matuzak, la directora, que ha oído rumores de que algo anda mal en el equipo de Detroit, y se comenta que podrían tener problemas. En la reunión de redacción han decidido que yo tengo que sacar lo que pueda y hacer un reportaje. En el mundo del reportaje abundan esa clase de rumores e informaciones poco creíbles, pero a mí no me interesa mucho.

Rhonda está divorciada y vive sola con dos gatos en una gran nave industrial de muros oscuros y altos techos en la zona de la Ochenta Oeste. Siempre quiere quedar conmigo después del trabajo para cenar en Victor’s o arrastrarme a algún acto social. Pero salvo una penosa noche después de divorciarme, siempre me las arreglo para tomar algo con ella en el Grand Central, meterla en un taxi y luego correr a la Penn Station y de allí a casa.

Rhonda es alta, huesuda y con el pelo rubio ceniza. Tiene casi cuarenta años y el tipo de una corista antigua, pero con una cara de caballo de carreras y una voz chillona que no me gusta nada. La ilusión sería prácticamente imposible, incluso con las luces apagadas. Después de divorciarme, me pasé una época en la que todo me parecía profundamente irónico. Me sorprendía divirtiéndome y burlándome de las preocupaciones ajenas. Por las noches pensaba en ello para sentirme mejor. Rhonda me ayudó a acabar con todo aquello invitándome constantemente a cenar y dejándome en mi mesa notas que decían: «Toda pérdida es relativa, Jack», «nadie se muere por tener el corazón destrozado» y «sólo los jóvenes mueren puros». La única noche en que accedí a cenar con ella, en Mallory’s, en la calle Setenta Oeste, acabamos en su apartamento, sentados uno frente a otro en butacas Bauhaus. Me invadió un terror intenso que parecía entrar silbando por las tuberías de la calefacción y danzar por la habitación como un oscuro mistral. Le dije que necesitaba salir a la calle y que me diese el aire. Ella fue lo bastante sensata como para creer que me costaba asumir mi nueva condición de soltero, en vez de pensar que me aterrorizaba quedarme a solas con ella. Me acompañó abajo a pasear y salimos a los oscuros y ventosos desfiladeros de la West End Avenue. Nos detuvimos en la acera y hablamos de su tema favorito, el mobiliario americano a través de la historia. Al cabo de un rato le di las gracias, me arrastré hasta un taxi como un refugiado y me largué a la calle Treinta y tres a coger mi tren de salvación a Nueva Jersey.

Lo que no le dije a Rhonda y sigue siendo verdad es que no puedo soportar quedarme solo en Nueva York cuando oscurece. Gothman[4] adquiere un rutilante carácter nocturno que no puedo soportar. Las luces de los bares me deprimen, el ostentoso brillo de los taxis proyectándose por la Quinta Avenida o saliendo del túnel de Park Avenue me desanima, me desconcierta y me produce una sensación de peligro. También me siento perdido y sin rumbo cuando los agentes y los editores salen de sus céntricas oficinas con sus ridículos trajes dirigiéndose a sus citas, a estúpidos partidos de softball[5] o a improvisados cócteles. No soporto toda esa sofisticación y echo de menos algo más sencillo y prosaico, la acogedora plaza pseudocolonial que hay aquí en Haddam; contemplar las nubes de nicotina de Nueva Jersey, al atardecer, desde un edificio tan alto como el de mi oficina; la intensidad de un tren nocturno deslizándose por la larga vía de vuelta a casa. Aquella noche ya fue bastante terrible que Rhonda me «paseara» a lo largo de tres manzanas del West End hasta que encontramos un sitio donde había taxis. Pero peor todavía fue ir en aquel traqueteante y ruidoso taxi hasta la mismísima estación y luego correr con los pies helados hasta la escalera mecánica y bajar desde el séptimo piso antes de que la ciudad entera me alcanzase y me agarrase como la pálida mano del conductor de un coche de muertos.

—¿Por qué te empeñas en quedarte ahí aislado como un ermitaño, Bascombe? —esta mañana, la voz de Rhonda al teléfono es más chillona de lo habitual. En un afán igualitario, llama a los hombres por sus apellidos, como si estuviéramos en el ejército. Yo nunca podría desear a alguien que me llamase Bascombe.

—A mucha gente le gusta vivir en un entorno que le sea familiar, Rhonda. Y yo soy uno de ellos.

—Pero por Dios, tú tienes talento —golpea fuertemente algo cerca del teléfono con un lápiz—. He leído esos relatos, ya sabes. Son muy, muy buenos.

—Muchas gracias.

—¿Has pensado alguna vez en escribir otro libro?

—No.

—Pues deberías hacerlo. Deberías trasladarte aquí y quedarte una temporada. Ya verías.

—¿Qué vería?

—Verías que no está tan mal.

—Prefiero vivir en un sitio que esté muy bien que en uno que no esté tan mal, Rhonda. Prefiero quedarme aquí.

—¿En Nueva Jersey?

—Me gusta estar aquí.

—Nueva Jersey huele a rancio, Frank. Deberías oler las rosas de vez en cuando.

—Tengo rosas en mi jardín. Ya hablaremos cuando vuelva, Rhonda.

—Muy bien —dice Rhonda en voz muy alta y echa el humo contra el receptor—. ¿Quieres cambiar algo antes del cierre?

Rhonda está organizando una quiniela de béisbol de la oficina y este año yo participo. Es una buena forma de pasar la temporada.

—No. Me he plantado.

—De acuerdo. Intenta averiguar cómo va el draft de la NFL, ¿vale? Están acabando el Avance de Fútbol del domingo por la noche. Puedes incluirlo ahí.

—Gracias Rhonda. Haré lo que pueda.

—Frank, ¿qué es lo que pretendes?

—Nada —le digo. Cuelgo antes de darle la oportunidad de decir algo más.

Hago el resto de las llamadas en un santiamén. Llamo primero a Denver, a un diseñador de zapatillas de deporte, para que me informe sobre las distintas lesiones en los pies. Estoy colaborando, junto con otra gente de la redacción, en una sección sobre supervisión de artículos deportivos. Me explica que en el pie hay veintiséis huesos y que sólo dos personas de cada ocho saben el verdadero número de pie que calzan. De esas dos, una sufrirá lesiones crónicas en los pies antes de los sesenta y dos años, debidas a defectos de fabricación de los zapatos. Me entero de que las mujeres son más propensas que los hombres en un 38 por ciento, aunque los hombres tienen un porcentaje más alto de lesiones dolorosas debidas a su mayor peso, al stress y a otras actividades relacionadas con el deporte. Pero los hombres se quejan menos y, por tanto, no figuran en las estadísticas.

Luego llamo a una monja carmelita de Fayetteville, en la zona oeste de Virginia, que quiere correr la maratón de Boston. De joven tuvo la polio, y ahora se enfrenta a una encarnizada lucha para que la dejen inscribirse. Me alegro de poder incluirla en nuestra columna de «Proezas».

Llamo a la oficina de relaciones públicas del Detroit Fútbol Club para ver si alguien de la directiva quiere hablar sobre el ex delantero Herb Wallagher, pero no hay nadie.

Por último, llamo al propio Herb a Walled Lake para comunicarle que voy para allá. El equipo de documentación ya ha trabajado sobre Herb y tengo un grueso fajo de recortes de periódicos, fotografías, transcripciones de entrevistas con sus padres en Beaver Falls, con su entrenador de la universidad y con su cirujano. También hay una entrevista con la chica que llevaba la lancha cuando Herb tuvo el accidente de esquí acuático. He leído que, a ella, ese accidente le cambió la vida para siempre. Herb se muestra amistoso y meditabundo al otro lado del teléfono. Tiene una forma de tragarse las consonantes típica de Beaver Falls; en vez de querría dice «queería», y en vez de debería dice «deería». Tengo unas fotos suyas de antes y después del accidente, de cuando era jugador y de ahora, y no me parece la misma persona. En las fotos de antes parecía un camionero, sonriendo bajo su casco de plástico. En las fotos más recientes lleva gafas negras de concha, está más delgado y tiene menos pelo, y parece un cansado agente de seguros. Una vez dejan el deporte, los delanteros de fútbol suelen sentirse mejor en su piel que la mayoría de deportistas. Herb me cuenta que ha decidido matricularse en la facultad de Derecho el próximo otoño, y que su mujer, Clarice, se ha apuntado también. Me explica que él cree que todo el mundo tiene derecho a estudiar y que nunca se es demasiado viejo para aprender. Yo estoy totalmente de acuerdo con él, aunque noto que el tono de Herb se ha vuelto más tenso y no sé muy bien por qué. Es como si algo le molestara pero no quisiera montar el numerito. Quizá sea por los problemas del equipo de los que he oído hablar. Pero lo más probable es que le pase lo que a todo el mundo que está postrado en una silla de ruedas. Después de hacer pesas, desayunar, ir al váter, leer el periódico y bañarse, ¿qué les queda durante el resto del día excepto las noticias, el silencio y el ensimismamiento? Para que la vida sea más soportable y para evitar la tentación de volarse la tapa de los sesos hay que tener un mínimo sentido del decoro.

—Tengo muchas ganas de conocerte, Frank —nunca nos hemos visto y sólo hemos hablado por teléfono una vez, pero me parece como si ya le conociera.

—Yo también, Herb.

—Ahora echo de menos muchas cosas, ya sabes —dice Herb—. La televisión está muy bien, pero no es suficiente.

—Tendremos una larga conversación, Herb.

—Tendremos tiempo, ¿verdad? Sí, seguro que sí.

—Pues claro. Nos veremos mañana.

—Cuídate, Frank. Buen viaje y todo lo demás.

—Gracias, Herb.

—Utiliza la cabeza, ¿eh Frank? —Herb cuelga.

Lo que queda por contar de mi pasado podría explicarlo en un solo minuto de Nueva York. Estudié en la facultad de Letras de Michigan con la beca del Rotary Club. Me matriculé en todas las asignaturas, incluso latín. Luego me pasé una temporada escribiendo unas críticas de cine muy recargadas y un tanto sensibleras para el Daily, y el resto del tiempo lo pasé tumbado a la bartola en el local de la fraternidad Sigma Chi. Allí, un fresco día de otoño, conocí a X. Vino a una fiesta como acompañante de un colega mío llamado Laddy Nozar, de Benton Harbor. Me pareció desgarbada y demasiado formal, una chica con la que no me hubiera gustado salir. Tenía un aspecto muy deportivo, sus pechos parecían demasiado grandes, y su actitud, de pie con los brazos cruzados y descansando sobre una pierna, daba la sensación de que te estaba observando para reírse de ti. Parecía una niña bien y a mí no me gustaban las niñas bien de Michigan, o eso creía entonces. Y por eso no volví a verla hasta 1965, en aquella deprimente firma de libros en Nueva York, algo antes de casarnos.

Poco después de nuestro primer encuentro, aunque no fuera ésa la causa, dejé la universidad y me alisté en los marines. Estábamos en la fase intermedia de la guerra y, dada mi educación militar, pensé que era lo mejor que podía hacer. Además, eso no afectaba a la beca del Rotary. Me alisté con Laddy Nozar y otros dos chicos en la vieja oficina de correos de la calle mayor de Ann Arbor y, para hacerlo, tuve que pasar a través de una pequeña manifestación de protesta. Laddy Nozar fue a Vietnam con el Tercer Regimiento de Marines y lo mataron en Con Thien. Los otros dos se licenciaron y ahora tienen una agencia de publicidad en Aurora, Illinois. Tuve un problema de páncreas que los médicos confundieron con el síndrome de Hodgkin. Resultó ser benigno, y tras dos meses en Camp Lejeune, me libré sin matar a nadie y sin que me mataran. De todas formas fui calificado como veterano de guerra y recibí las pagas correspondientes.

Esto ocurrió cuando tenía veintiún años, y sólo lo cuento porque fue la primera vez en mi vida que me sumí en aquel ensueño, aunque entonces no tenía nada de placentero y creo que en el fondo estaba deprimido. Me quedaba echado en la cama del hospital de la Marina de Carolina del Sur y sólo pensaba en algo que me obsesionó durante un tiempo: la muerte. Pensaba en ella como si me estuviera planteando la táctica de un partido. Primero imaginaba una forma de morir, luego otra, me veía muerto, luego vivo, luego otra vez muerto, como si hubiera alguna posibilidad de tomar decisiones o elegir. Luego me di cuenta de que aquello no era posible y de que las cosas no iban a ser así. Durante un tiempo sentí nostalgia, pero acabé cogiendo una depresión de caballo. Al final, los médicos me recetaron antidepresivos para que superase aquella obsesión de la muerte, y funcionó. Es algo que le pasa a mucha gente joven cuando se ponen enfermos, y la verdad es que puede llegar a destruir una vida.

En cambio, a mí me permitió volver a la universidad, pues sólo había perdido un semestre. En 1967, retomé una idea que me había estado rondando desde que leyera los diarios de navegación de Joshua Slocum en Lonesome Pines: escribir una novela. Mi novela trataría de un ensimismado joven sureño que se enrola en la Marina pero acaba librándose por una misteriosa enfermedad, se marcha a Nueva Orleans y se pierde en un mundo turbulento de sexo, drogas y contrabando de armas. Hablaría del vano intento de reconciliar un presente vertiginoso con el recuerdo culpable de no haber muerto junto a sus camaradas de la Armada. Todo ello llegaría a su culminación a partir de un violento encuentro con la mujer de un cura metodista que le seducía en un barracón de esclavos abandonado. Tras varios encuentros con ella, su vida se trastornaba, y él desaparecía definitivamente en los campos de petróleo de Texas. La narración se estructuraba en torno a una serie de flashbacks.

La novela se llamaba Ala nocturna, el título de una romántica marina que pendía de la pared, sobre el sofá de la sala capitular de la Sigma Chai. En la primera página puse una cita de Andrew Marvell. A mitad del último curso, se la envié a un editor de Nueva York. Me contestó al cabo de seis meses diciéndome que «parecía prometedora» y preguntándome si tenía «otras cosas» escritas. El manuscrito se perdió en el correo de vuelta y, por supuesto, no había hecho ninguna copia. No volví a verlo nunca más, pero recuerdo las primeras líneas tan claramente como si las hubiera escrito esta misma mañana. Describían la noche en que fue concebido el narrador de la historia. «Era 1944 y era abril. En Memphis florecían los cerezos silvestres. Los japoneses no se habían rendido y la guerra seguía arrasándolo todo. Su padre llegó cansado del trabajo y se tomó una copa, ajena a los científicos de bata blanca, con nombres en clave, que en aquel momento proyectaban una bomba atómica…».

Después de mi graduación, me compré un coche y me fui directamente a Manhattan Beach, en California, donde alquilé una habitación. Durante un mes me dediqué a pasear por la arena, mirando a las mujeres y las torres del petróleo, pero no encontré nada que me inspirase, así que tomé una decisión. En aquella época recibía una pensión de la Marina por incapacidad, y se suponía que tenía que pagar la matrícula con ese dinero. A través de una mujer que trabajaba en la administración de la Universidad de los Ángeles, conseguí que me pagaran los cheques y que me los enviaran a cualquier sitio donde estuviera. Por ejemplo, a San Miguel Tehuantepec, en México, donde me instalé para intentar convertirme en un auténtico escritor.

A los seis meses de mi llegada, había escrito compulsivamente doce cuentos, uno de los cuales era una versión reducida de Ala nocturna. No mandé ninguno a revistas, sino que le envié el libro entero al editor con el que había estado en contacto el año anterior. Un mes después me contestó, diciéndome que su editorial publicaría el libro si yo estaba dispuesto a introducir una serie de cambios. Hice los cambios encantado y se lo envié inmediatamente. Él me animó a seguir escribiendo, y así lo hice, aunque sin gran entusiasmo. La verdad es que no tenía nada más que escribir, y no me da vergüenza confesarlo. Si hubiera más escritores que lo reconocieran, el mundo se ahorraría un montón de libros malos, y muchos hombres y mujeres podrían disfrutar de una existencia más feliz y productiva.

El resto de la historia tiene aún menos interés. Mi novela, Melancólico otoño, fue formalmente aceptada mientras yo volvía en coche de San Miguel Tehuantepec. Me mandaron un giro telegráfico de 700 dólares. Aquella noche me detuve a ver un partido nocturno de una liga local, en la ciudad de Grants, Nuevo México, y me bebí una botella de Cold Duck, solo en las gradas, brindando por mí y por mi buena fortuna. Al día siguiente, un productor de cine me ofreció comprar el libro por un precio bastante razonable. Mi editor me sugirió que Nueva York era un buen sitio para vivir, y cuando llegué a la ciudad era rico, al menos para aquellos tiempos. Era 1968.

Inmediatamente, alquilé un pequeño apartamento en la calle Perry, en el Greenwich Village, y empecé a vivir como un escritor de verdad. Era una vida que realmente me gustaba. Mi libro se publicó en primavera. Di algunas conferencias en pequeñas universidades locales, me hicieron algunas entrevistas en la radio, salí con muchas chicas y contraté a un agente literario que todavía me envía felicitaciones de Navidad. Mi foto salió en el Newsweek, y casi cada noche me quedaba hasta tarde bebiendo y de juerga con mis nuevos amigos. Escribía muy poco, aunque me pasaba horas y horas sentado ante mi mesa. Luego vino la firma de libros de la calle Spring y allí me encontré a X. Mi editor me pagó un anticipo para que escribiese otra novela. Yo tenía una vaga idea sobre lo que iba a escribir, pero no me interesaba, como tampoco me interesaba escribir sobre ninguna otra cosa.

En otoño de 1969, X y yo empezamos a pasar mucho tiempo juntos. Visité por primera vez el Huron Mountain Club y los selectos clubs de golf de los que su padre era socio. Descubrí que X no era desgarbada ni demasiado formal, sino que en realidad era una chica maravillosa, desafiante y poco común. Entonces todavía trabajaba de modelo y ganaba mucho dinero. Nos casamos en febrero de 1970. Yo empecé a colaborar con algunas revistas, para huir de la agonía de escribir mi novela. La novela se llamaba Tánger y la acción ocurría allí, pero como yo nunca había estado en Tánger, describía México. La primera frase de Tánger era: «Aquel año, el otoño llegó tarde al bajo Atlas. Carson tenía que hacer terribles esfuerzos para mantenerse sobrio en público». La novela contaba la vida de un marine que había desertado y erraba por los continentes buscándole un sentido a la historia. Estaba escrita en primera persona, intercalando escenas del pasado. Ahora está enterrada en un cajón, bajo un montón de formularios de seguros de vida y catálogos.

En primavera, mi libro todavía estaba en algunas librerías porque un crítico de Nueva York había escrito: «Mr. Bascombe es un escritor que podría llegar a ser interesante». El productor de cine decidió que mis relatos eran «muy cinematográficos», y me pagó el resto del dinero que me debía, aunque ninguna de las historias llegó a hacerse. Empecé a trabajar frenéticamente en Tánger, ya que todo el mundo, incluyéndome a mí, pensaba que lo mío era escribir. Ralph estaba de camino. X y yo pasábamos una buena época, viendo partidos de béisbol en el Yankee Stadium, viajando en coche a Montauk, yendo al cine y al teatro. Y de pronto, una mañana me levanté, me asomé a la ventana desde la que veía un trozo del Hudson y me di cuenta de que tenía que irme de Nueva York inmediatamente.

Ahora, cuando lo pienso, no sé muy bien por qué no nos trasladamos simplemente a un apartamento mayor. Si le preguntaran a X, les diría que no fue idea suya. Pero una parte de mí empezó a desearlo de repente. Entonces pensaba que bastaba con enfrentarse a las cosas con certidumbre y confianza. Aquella mañana me desperté con la sensación de que mi pasaporte para Nueva York había caducado y tuve una gran revelación sobre el destino, la sensación de que teníamos que irnos en seguida de la ciudad. Pensé que mi trabajo florecería en un lugar donde no conociese a nadie y nadie me conociese, donde pudiera encontrar el anonimato necesario para escribir.

X votó por Lime Rock, en Connecticut, más arriba de Housatonic, a donde habíamos ido en alguna ocasión. Pero a mí me daba mucho miedo aquella incierta patria de Judas. En sus montañas bajas y sus tristes parajes llenos de jerseys Shetland y camionetas Volvo, sólo veía desesperación y decepción, sarcasmo y una informalidad que rozaba la arrogancia. No me parecía un lugar adecuado para un escritor de verdad, sino para editores de segunda fila y escritores de pacotilla.

A falta de una idea mejor, yo voté por Nueva Jersey: un paisaje llano, no especialmente atractivo y sin muchas expectativas, y no me equivocaba. Y por Haddam, con la belleza de su elevado y umbrío seminario. Había visto un anuncio en el Times que describía Haddam como el nuevo Woodstock de Vermont. Allí podría invertir el dinero del cine en una sólida casa (no me equivocaba), y conocería a todo tipo de gente (así era), allí podría sentarme con la esperanza de escribir algo serio (en eso me equivocaba, pero ¿cómo iba a saberlo?).

X pensó que no valía la pena pelearse por Connecticut y en otoño de 1970 compramos la casa donde ahora vivo yo solo. X había dejado su trabajo para esperar la llegada de Ralph. Yo me trasladé con renovado entusiasmo a un «despacho» en el tercer piso, en la parte que ahora le alquilo a Bosobolo, e intenté contraer unos hábitos de escritura más serios y adoptar una buena actitud hacia mi novela, que había dejado abandonada durante el verano. Al cabo de unos meses nos integramos en un grupo de gente joven, entre los que había algunos escritores y editores. Empezamos a ir a fiestas y a dar paseos por la cercana Delaware. Asistíamos a los acontecimientos literarios de Gotham y al teatro en Bucks County, íbamos al campo en coche, y algunas noches nos quedábamos en casa a leer. Nos veían como a una pareja un poco excepcional (yo sólo tenía veinticinco años) y, en general, aprobaban nuestra forma de vivir. Di una conferencia titulada «El nacimiento de un escritor» en la biblioteca, y también para los rotarios de una población vecina, y escribí un artículo para una revista local titulado «Por qué vivo donde vivo». En él hablaba de la necesidad de trabajar en un lugar que fuese «neutral» en muchos aspectos. Escribí un guión original para el productor que había comprado mi libro, y algunos artículos largos para distintas revistas. Uno de esos artículos trataba de un famoso centrocampista de la Sally League, que más tarde se convertiría en un magnate del petróleo. Había cumplido una condena en la cárcel por estafa y se casó varias veces. Pero cuando estaba en libertad provisional, volvió a su hogar de Pumpville, en el árido oeste de Texas. Allí construyó una piscina terapéutica para niños con lesiones cerebrales y acogió también a mexicanos que necesitaban tratamiento.

Durante un año conseguí continuar así, no sé cómo. Luego dejé de escribir.

No sé exactamente por qué dejé de escribir. Durante bastante tiempo seguí subiendo a mi despacho cada día a las ocho. Bajaba para comer y vagaba por la casa buscando libros sobre Marruecos, «resolviendo problemas estructurales», haciendo esquemas, pensando argumentos y estudiando los personajes. Pero la verdad era que estaba embarrancado. A veces subía, me sentaba y no recordaba qué estaba haciendo allí o de qué se suponía que iba a escribir, me quedaba en blanco. Mi mente navegaba errabunda por el lago Superior. Después bajaba y me echaba la siesta. Y cuando el redactor jefe de la revista para la que ahora trabajo me llamó y me preguntó si me interesaba trabajar full-time escribiendo de deportes, me sentí más que interesado. No necesitaba más pruebas para saber que estaba embarrancado con la novela.

El redactor jefe me dijo que había leído mi artículo sobre el millonario texano, convicto y samaritano y que su revista tenía olfato para descubrir a un buen periodista. También dijo que aquel texto tenía algo complejo pero muy perspicaz. Sobre todo, le gustaba que yo no hubiera intentado convertir al antiguo centrocampista en héroe ni en villano. Él intuía que yo tenía el temperamento y la capacidad de ver los detalles que precisaba ese oficio. Pero también temía que yo no me tomara en serio su llamada. A la mañana siguiente cogí el tren de Nueva York. Tuve una larga conversación con aquel tipo gordo y de ojos azules, que era de Chicago y se llamaba Art Fox. También hablé con sus jóvenes ayudantes, en las vetustas oficinas con muebles de madera que la revista ocupaba entonces en la esquina de la avenida Madison con la Cuarenta y cinco. Art Fox me dijo: si eres de este país, seguro que ya sabes todo lo que se necesita para ser un buen periodista deportivo. Lo más importante, dijo, es tener la buena voluntad de observar algo que se repite una y otra vez y luego ser capaz de escribirlo en dos días. Además, siguió diciendo, tienes que pensar que escribes sobre gente que hace lo que le gusta y que, si no le gustara, no lo haría. En esto, terminó, se resume el periodismo deportivo, y es también la clave para superar la irrelevancia del propio deporte.

Después de comer, me llevó a una gran sala plagada de anticuados cubículos. Todavía tenían mecanógrafas y mesas de madera. Me los presentó a todos; les estreché la mano y escuché lo que me decían (nadie mencionó mi libro). A las tres en punto me marché a casa rebosante de alegría. Aquella noche invité a X a una opípara cena, champagne incluido, en el Golden Pheasant. Después la arrastré afuera a dar un romántico paseo a la luz de la luna por el camino de sirga, por donde nunca habíamos ido. Le expliqué lo que tenía in mente y lo que podíamos esperar de aquel trabajo (yo tenía grandes esperanzas), y ella sólo dijo que aquello sonaba muy bien. Lo cierto es que recuerdo aquel momento como uno de los más felices de mi vida.

El resto es historia, como suele decirse. Ralph enfermó del síndrome de Reye y murió unos años después, y yo me zambullí en aquel ensueño. No sé si su muerte fue la causa del ensueño, pero sin duda no contribuyó a mejorar las cosas. Y mi vida con X se rompió una noche, después de ver Treinta y nueve escalones y de que ella quemase su arcón en la chimenea.

Pero como decía antes, no sé si esto demuestra nada. Todos tenemos un pasado. Las cosas nos salen bien o nos salen mal. Algo nos lleva a donde estamos. El pasado es algo único y totalmente intransferible. Para mí, el pasado no vale nada. Supongo que la historia de mi pasado puede parecer misteriosa porque yo no la acabo de entender, porque no la he explicado con detalle o porque la he simplificado mucho. En la vida no abundan los misterios y a mí siempre me han interesado, aunque son algo muy distinto de esa ensoñación que me invadió una vez. El ensueño es, entre otras cosas, una pérdida de la capacidad de percepción y una reacción ante hechos excesivamente inútiles y complicados. Los síntomas suelen ser: un interés desmedido por los fenómenos climáticos, una sensación de estar volado, o ciertas visiones que sólo se comprenden retrospectivamente. En esos momentos, el tiempo siempre es algo irreal. Cuando se es joven, la ensoñación no es tan terrible e incluso puede resultar agradable.

Pero cuando se llega a mi edad, el ensueño no resulta tan placentero, por lo menos no como plato de cada día, y si uno es consciente de ello, cosa que no siempre ocurre, tiene que procurar ahuyentarlo. En el periodo que siguió a la muerte de Ralph, yo no era consciente de ese estado de ensueño. Creía que estaba experimentando algo importante, cambiando de vida, soltando amarras, de modo que muchos aspectos —mujeres, viajes— adquirían un ritmo distinto. Pero estaba equivocado.

Y esto plantea una cuestión interesante. ¿Por qué dejé de escribir? Olvidemos por un momento que dejé de escribir para convertirme en periodista deportivo. Un periodista deportivo se parece más a un empresario o al representante de una nueva línea de productos para el hogar que a un auténtico escritor. En muchos aspectos, las palabras son nuestra única moneda, nuestro medio de intercambio con los lectores. Este oficio es muy poco creativo, incluso para el típico reportero de la actualidad, que no es mi caso. Después de todo, la verdadera literatura es algo mucho más complejo y enigmático que la literatura deportiva. Ahora bien, nadie me oirá decir una sola palabra contra el periodismo deportivo, pues prefiero dedicarme a eso que a ninguna otra cosa.

Quizá las cosas no me salieron con la facilidad que yo esperaba. Quizá no logré traducir mis impresiones personales al ambiguo y complejo lenguaje de la literatura. Quizá no tenía nada de qué escribir, no tenía nada en la recámara, o quizá me faltaron fuerzas para escribir una obra más extensa.

Yo diría que, por lo menos, hay otras veinte razones mejores. Mucha gente sólo escribe un libro. Hay cosas peores.

Lo que sí es cierto es que a los veinticinco años perdí el sentido de la anticipación. La anticipación es ese dulce dolor de saber lo que vendrá después, una necesidad para el verdadero escritor. Y me interesaba tan poco lo que escribiría a continuación, o la frase siguiente, como el color de los marcianos. Tampoco creía que me interesara volver a escribir una novela.

Me preocupaba haber perdido el sentido de la anticipación, pero la revista implicaba una promesa de que cada dos semanas pasaría algo. Ellos me suministrarían el material. Y no sería difícil traducirlo a palabras. Mi primer reportaje trataba de natación, y los periodistas más veteranos me sometieron al típico bombardeo de las redacciones. Yo no sabía mucho de deportes, pero tampoco lo necesitaba. Me sentía como pez en el agua, tenía mis propias opiniones y siempre había admirado a los deportistas. Siempre me había sentido a mis anchas ante la presencia animosa y viril de blancos y negros desnudos. Y tampoco era tan difícil no atosigarlos y hacerles unas cuantas preguntas fáciles.

Y encima me pagarían. Me pagarían bien y podría viajar. Me acostumbraría a ver mi nombre impreso encabezando artículos que leería mucha gente. Y quizá disfrutarían leyéndolos… Me invitarían a esos programas de radio a los que llaman por teléfono los oyentes e instalarían una unidad móvil en el salón de mi casa. Yo contestaría a las preguntas de mis fans de San Luis de Omaha, donde uno de mis artículos habría levantado una auténtica polvareda. «Soy Eddie, de Laclede. Mr. Bascombe, ¿qué le parece el concepto actual de competición universitaria? Yo creo que apesta, Mr. Bascombe, hablando claro». «Bueno, Eddie, ésa es una buena pregunta…». Y además, disfrutaría de vez en cuando de la compañía de personas afables que compartieran mis opiniones aunque fuese a un nivel superficial. Y eso no suele ocurrirle a un escritor de verdad.

Estaba decidido a escribir con gran pasión todo lo que me encargaran, me daba igual que fuese sobre body-building en parejas, saltos de esquí acuático, salto de pértiga, fútbol a ocho típico de Nebraska o cualquier otra cosa. Podía escribir tres artículos distintos de cada tema. Se me ocurrían cosas en medio de la noche, saltaba de la cama, bajaba corriendo al estudio y las escribía. De pronto, todo el material en bruto que había acumulado hasta entonces —las reflexiones, los fragmentos de recuerdos, los impulsos que había intentado una y otra vez convertir en un relato— cobraban vida, una vida que ahora comprendía y sobre la que ya podía escribir: librar la batalla de la edad, aprender a plantear el futuro en términos realistas.

La mayoría de la gente pierde la ocasión de dedicarse a su vocación tardía y a partir de ese momento lo hacen todo a medias, como si su idea de la realización profesional naciese muerta. Para mí fue todo lo contrario. Descubrí que tenía una vocación natural que se escondía tras una falsa vocación. Sentarme en las gradas vacías de un campo de béisbol de Florida, oír el sonido de los guantes de piel, y hablar con los entrenadores y los managers del equipo bajo los borrascosos vientos de otoño de Wyoming. O pisar la hierba de un campo de entrenamiento en una pequeña ciudad agrícola de Illinois y contemplar las pelotas de fútbol navegando por el aire. Empollarme las estadísticas más relevantes y luego irme a casa, a mi despacho, sentarme ante mi mesa y escribirlo.

Entonces pensaba que no había nada mejor y todavía lo pienso. Escribir de deportes es la mejor forma de mitigar el dolor vital de anticiparse a las cosas, ese dolor del que sólo se libran los maestros del zen y las víctimas del coma.

He hablado muchas veces de ese tema con Bert Brisker. Él también trabajó como periodista deportivo para la revista en otro tiempo y vivió experiencias similares antes de dejarlo todo para hacer crítica literaria en una revista selecta. Bert es grande como un oso, y desde que dejó de beber se ha vuelto tan dócil como uno de ellos. Es lo más parecido a un amigo que me queda en la ciudad de aquella época de fiestas. Siempre estamos intentando organizar una cena en su casa. Hace mucho tiempo me invitó a cenar. A media tarde, cuando se dio cuenta de que no teníamos nada que decirnos, se puso nervioso y acabó soplándose varios vodkas y amenazándome con estamparme contra la pared. Desde entonces sólo nos vemos una vez a la semana, en el tren hacia Gotham. Yo creo que lo nuestro es la esencia de la amistad moderna.

Bert antes era poeta y llegó a publicar dos o tres delgados y exquisitos libros con los que a veces tropiezo en los anaqueles de las librerías. Durante mucho tiempo, tuvo fama de ser un salvaje, porque se presentaba borracho a las conferencias, mandaba al infierno a un público de monjas y señoras de clubs y luego se sumía en un sueño profundo como un trance. O bien se liaba a puñetazos en las casas de profesores que le invitaban porque lo consideraban un artista. Acabó pasando una temporada en un centro de rehabilitación de Minnesota. Más tarde organizó un curso de poesía en una pequeña universidad de New Hampshire, muy parecida a aquélla en la que yo di clases, pero lo despidieron por ligarse a sus alumnas. A algunas de ellas se las llevó a vivir a su casa con su mujer. Es una historia un tanto trillada, pero ya hace años que ocurrió. El caso es que llegó al periodismo deportivo igual que yo. Ahora vive cerca de aquí, en una granja situada en las colinas que rodean Haddam, con su segunda mujer, Penny, y sus dos hijas. Y además de escribir críticas de libros, cría perros pastores. Cuando era periodista deportivo su especialidad era el hockey sobre hielo, y déjenme que les diga que era capaz de convertir un estúpido juego de canadienses en algo casi interesante. Muchos redactores de la revista son antiguos profesores de universidad o escritores frustrados, o graduados de las escuelas de la Ivy League sin experiencia que no querían ser corredores de bolsa ni abogados matrimoniales. Queda atrás la época del viejo y obstinado reportero del Register de Des Moines o del Dakotan de Fargo, ya no hay ningún Al Buck ni ningún Granny Rice. Pero hace doce años, cuando yo empecé, esto no era del todo verdad.

Bert y yo hemos hablado muchas veces de este tema en nuestros trayectos en tren por la región de Nueva Jersey. De las razones que me impulsaron a dejar de escribir. Y hasta cierto punto estamos de acuerdo. Los dos nos ponemos melancólicos cuando intentamos ser serios, y no entendemos esa necesidad de contraste de la literatura. Mientras los escribía, yo pensaba que mis relatos eran buenos (incluso creo que me gustarían ahora). Estaban llenos de sentimiento hacia el dilema humano, revelaban un buen olfato y una buena percepción. Pero también había en ellos un montón de descripciones del tiempo o de la luna, localizadas casi siempre en lugares como los remotos parajes de caza de los lagos canadienses, o en los barrios residenciales de Arizona o Vermont, lugares donde yo no había estado nunca. Muchos relatos acababan con alguien mirando por las ventanas nevadas de un internado de Nueva Inglaterra, o conduciendo a toda velocidad por una carretera oscura y sucia, o bien apoyando la cabeza en un muro diciendo que nunca podría querer a su mujer de verdad. Acababan en un duro vacío y se estructuraban en torno al silencio. Más tarde pensé que había caído en vulgares estereotipos. Mis personajes masculinos eran demasiado serios, demasiado tristes y sin sentido del humor, luchaban con dilemas imponderables, y eran mucho menos interesantes que mis personajes femeninos. Las mujeres siempre estaban en segundo plano, pero eran animosas y perspicaces.

A Bert su deseo de dedicarse en serio a escribir le llevó a componer poemas sobre piedras y nidos de pájaros silvestres, o sobre casas vacías, habitadas por los fantasmas de hermanos que eran él mismo y que se habían quitado la vida con espantosos ritos de muerte. Hasta que al final ya no le salía ni una sola línea. Entonces empezó a emborracharse como una cuba y se dedicó a manosear a sus alumnas y a intimidarlas hablándoles de la importancia de la poesía. Me dijo que sus esfuerzos por ser «intelectualmente flexible» habían fracasado.

Pero los dos estábamos encantados, como dos niños que han llegado al final de todo lo que saben. La verdad es que yo no sabía lo que pensaba la gente de la mayoría de las cosas, y tampoco sabía qué hacer o hacia dónde mirar. Y ni que decir tiene que los grandes escritores como Tolstoi o George Eliot parten de ese mismo punto para elevarse y alcanzar su grandeza. Pero como yo no podía elevarme a ese nivel, ni Bert tampoco, comprendí que mi imaginación había fracasado estrepitosamente. Perdimos nuestra capacidad, si es que puede expresarse así.

Cuando empecé a escribir Tánger, en la que pensaba incluir una parte autobiográfica de la escuela militar, me puse más y más solemne. Mi voz literaria, mis frases y su construcción se convirtieron en un complejo entramado metálico que nadie, ni siquiera yo, hubiera querido leer. Mis temas se volvieron más y más sombríos. En general, mis personajes adoptaban la actitud del que sabe que la vida se dirige inexorablemente hacia algo maldito, detestable y quizá desconcertante, y luchaban contra ello con todas sus fuerzas. A veces, esto me llevaba a un cinismo terrible, porque yo sabía que la vida no era así. La vida era mucho más interesante que todo eso, pero yo no sabía escribir de otra manera. Y antes de llegar a esa conclusión, me descorazoné intentando conciliar los distintos elementos. Estaba hecho un lío y decidí abandonar. Bert me explicó que sus versos tenían la misma cualidad melancólica y adamascada. «Despertar cada día / en las profundidades de una gruta / la tierra se aprieta / contra mi nariz / muerdo la tierra, las raíces / los huesos / y sueño con una existencia al margen». Bert me citó de memoria estos versos un día, en el tren. Dejó de escribir no mucho después de haberlos compuesto y empezó a perseguir a sus alumnas buscando un consuelo.

No fue casualidad que yo me casara justo cuando mi carrera literaria y mi talento estaban sucumbiendo a una seriedad excesiva. Podría decirse que buscaba los contrastes, y no hay ningún contraste más intenso que el matrimonio y la vida privada. Estaba viendo el mismo largo y vacío horizonte que X ve ahora, con la mesa puesta para un solo comensal, y necesitaba volver de la literatura a la vida, llegar a algún sitio. No es ninguna pérdida para la humanidad que un escritor decida dar por terminada su labor. Cuando un árbol cae en la selva, ¿quién se preocupa salvo los monos?