22

—¿Qué pasó? —fue la pregunta que le hicieron muchos en la cola de las duchas y en el desayuno. Todos, desde McKenzie hasta Masad, de Cargas. Venían a verla y después acercaban las cabezas para murmurar sobre el tema en otra parte.

La primera vez la cogieron un poco por sorpresa. Ella dijo:

—El capitán se metió en el asunto —como si fuera sobre el lío con Fitch, lo cual era en el fondo una mentira. De pronto, deseó no haber sido tan estúpida, porque parecía que estaba desafiando a Fitch y usando el nombre de Wolfe como arma. Puede que el rumor llegase a Fitch y eso le hiciera pensar dos veces. Quizá también haría que hablara con el capitán sobre el asunto y ella no quería eso, claro que no.

Así que ahora deseaba no haberlo dicho. Intentó arreglarlo como pudo la siguiente vez y dijo:

—El capitán quería preguntarme algo, pero dijo que no comentara nada.

Qué estupidez, Yeager. Esa boca te va a matar.

Tomó el desayuno con sus compañeros, quienes estaban angustiados por Fitch. Pensaban en Wolfe y trataban de comprender de qué lado estaba. Eso era lo único que les interesaba.

—Yo estaría muerto —había dicho NB en la oscuridad, antes de que Bet durmiera las pocas horas que pudo sacarle a la noche—, si no fuera por Wolfe. No sé por qué lo hizo. Es un favor que le hizo a Bernie, supongo. En realidad no lo entiendo.

Y eso era todo lo que Bet había logrado sacarle a NB sobre el tema, esa docena de palabras. Nada más.

Y cuando lo pensó por la mañana, suponía que Fitch debía de estar muy preocupado y debería sentirse feliz por eso y agradecida de que Wolfe hubiera intervenido. Debería estar mucho más contenta de lo que estaba.

Pero Fitch quería matarla. Wolfe parecía haber decidido algo la noche anterior. La había dejado ir y la había anotado como ventaja o como problema; pero Bet no sabía en qué columna.

En cualquier caso, era prescindible.

Mierda, pensó, tomándose el té de la mañana, otra vez entre la espada y la pared. ¿En qué cambiaron las cosas?

Tenía la respuesta hasta que vio a NB mirando a los demás, mirándola a ella y a Musa, y prestando una atención especial a los seres humanos, igual que la que prestaba a los malditos tableros, pero más cuerdo de lo que lo había visto nunca.

Se había emborrachado con unos amigos la noche anterior, la gente se había preocupado por él lo bastante como para ahogar su estupidez, y ella había vuelto sana y salva, porque Dios había intervenido en la persona de Wolfe para que Fitch no la matara. Tal vez las cosas no iban a ser tan terribles como eran desde hacía tres años.

Sí, claro.

Nada podía herirlo antes. Ni siquiera Fitch. Cuando llegué a bordo no estaba lo suficientemente cuerdo para que lo lastimaran, y ¡mira lo que le hice! Lo ayudé muchísimo, ¿no es cierto?

Ese hombre hubiera muerto por mí anoche, era todo lo que podía hacer pero lo hubiera hecho.

Tal vez tenga la estúpida idea de que tiene la culpa de mis problemas. Tal vez crea que es responsable de mí, como se siente responsable de lo de Cassell.

Si es que alguna vez lo fue.

No voy a poder probar eso jamás, ni siquiera puedo hacerlo por él.

¿Y qué va a pasar cuando sepa con qué comparte la cama?

Manejar a NB en una situación pública era como jugar con una granada… Una tenía que prestar todo el tiempo mucha atención, hasta en las cosas más pequeñas, como la forma en que saltaba cada vez que alguien lo tocaba sin aviso, o el modo de ponerse tenso cuando la gente se le acercaba, rígido cada vez que veía que alguien iba a dirigirle la palabra. Había que conocerlo bien para darse cuenta de que siempre estaba alerta y muy nervioso, pero ahora estaba lo suficientemente cuerdo para tener miedo de que alguien lo asustara y de no poder dormirse. Se aferraba a ella y a Musa como si fueran su vida. Lo hacía en el desayuno, mientras la gente le preguntaba cómo se sentía.

Hughes no había aparecido temprano en el trabajo, gracias a Dios.

NB se encontraba bien, sobrio, y aceptaba los acercamientos de la gente. Con Freeman, hasta intentó una sonrisa, pero no la sonrisa de pillo, sino la otra, la que era ancha y abierta.

Todo iba bien hasta que llegaron a Ingeniería y Bernstein los recibió con un:

—Yeager, el señor Orsini quiere verla.

—Todo está bien —le dijo a NB tocándole el brazo—. Sé de qué se trata. No pasa nada.

—¿Qué es? —le preguntó NB directamente, reteniéndola en la puerta—. ¿Fitch?

—Solamente tratan de entender algunas cosas. —La mejor mentira que podía imaginar—. Fitch no me pondrá ni un dedo encima. Confía en mí.

Así que libró de Ingeniería antes de haber entrado y no le dijo nada a Bernstein sobre la noche anterior. Bernstein tampoco le dijo nada a ella.

Probablemente Bernstein y Orsini habían hablado. Con toda seguridad. Tal vez el capitán y Fitch…, anoche, en el turno de Fitch, después de que ella se hubiera marchado.

Así que fue hasta la oficina de Orsini en el puente, se sentó y recibió lo que sabía que vendría: pregunta tras pregunta mientras Orsini anotaba en el traductor.

No, señor; sí, señor; no, señor; no, señor. No sé nada de operaciones, señor.

Al menos Orsini no actuaba como si él también quisiera matarla.

—Tiene un problema con el señor Fitch —dijo Orsini.

—Espero que no, señor.

—Tiene un problema —dijo Orsini.

—Sí, señor.

—Espero que no sea tonta al respecto.

—No pienso serlo, señor.

Orsini la miró un largo rato. Empezó a hacerle otras preguntas, el tipo de pregunta que ella no quería contestar.

Detalles específicos, sobre el África, sobre la capacidad de la nave, lo que llevaba, cuánta gente tenía…

—No lo sé —decía ella. A veces escondía cosas, aunque sabía que no debía hacerlo. Tenía que traicionar y ser de la Loki. O eso o negarse del todo a hablar.

¿Qué puedo decirles que Mallory no sepa? ¡Mierda! Tienen a una capitana renegada de la Flota que les da toda la información que quieren. ¿Y qué más pueden pedir?

Así que contestó, se sentó allí y dijo cosas que podían ayudar a destruir a su nave, un detallito y otro, más y más serios… traicionó tanto como podía traicionar alguien del personal de cubierta…

Ahora estaba aquí, se repetía eso una y otra vez, porque la guerra estaba perdida, fueran cuales fuesen las razones. Teo estaba muerto y la nave en la que se encontraba era lo único que debía importarle.

Ya no podía volver atrás. Piratas, llamaban a la Flota. Y tal vez era un buen nombre.

—La guerra terminó —dijo Orsini—. Mazian no puede ganar. Ni siquiera a la larga. Lo único que va a lograr es que haya más destrucción inútil. Más víctimas, más bajas. Lo mejor que podría hacer por los suyos es entrar, firmar el armisticio, aceptar lo que le va a pasar tarde o temprano y salvar a los pobres tipos que tiene encerrados en esas naves. Pero no quiere.

Bet vio las cubiertas de nuevo, pensó en las estaciones, en hacer trabajo de estación permanentemente, eso si no te borraban el cerebro y te dejaban indefenso. O Thule quizá; era un gran agujero al que arrojar todos los problemas de Alianza, como habían arrojado la basura anterior en la zona Q.

Claro que no iban a entrar. Por supuesto que no.

—Vayamos a lo nuestro —dijo Orsini. Pero ella no quería hablar, seguía pensando en Teo y se preguntaba si Beiji todavía estaría vivo en el África.

Beiji la habría observado con una de esas miradas vacías y le habría dicho que no le guardaba rencor, pero habría tratado de matarla. Hay que sobrevivir, solía gritarles Junker Phillips. Sobrevivir, estúpidos miserables, ustedes son una inversión demasiado cara.

—¿Yeager?

—Sí, señor —dijo Bet. Estaba aquí de nuevo y era la hora de la verdad, en esta nave y con estos compañeros. Nada personal, Beiji.

Se quedó sentada allí, con la garganta seca de tanto hablar y Orsini volvió a tomar notas.

Bet pensaba: lo que hice no se puede hacer a medias. No puedo traicionar a estos compañeros y a los otros también.

Sólo quería irse y tomar una pastilla para el dolor de espalda y de cabeza. Quería bañarse, ver la cara de NB y la de Musa. Estar otra vez en el rec con su turno y recordar lo que quería a esta nave. Porque ahora no lo recordaba. Ahora no recordaba nada que no fuera el África, no veía nada excepto los rostros de Beiji y Teo y la forma en que habían pasado las cosas…

Pero ésos habían sido los buenos tiempos, los años anteriores a dejar el África, antes incluso de la Ernestina, antes de haber viajado de Pell a Thule. Donde quiera que estuvieran ahora.

Se sentía más vieja, cansada. Tal vez iba a aceptar cualquier salida que le ofreciera la suerte. A menos que volviera a sentir lo que había sentido en esta nave en esos últimos días, no estaba segura de poder librarse de los fantasmas que había conjurado Orsini.

Orsini dejó el lápiz y se levantó del escritorio. Quería enviarla de nuevo a Ingeniería, pensó Bet: todavía había tiempo antes de que cambiara el turno.

¡Dios!, tenía que volver y fingir que no había pasado nada, que no había problemas…

Tenía que decírselo a NB de alguna forma…, antes de que él lo supiera por boca de otro.

—Quiero mostrarle algo —dijo Orsini e hizo un gesto hacia la puerta.

—¿Señor?

Él no contestó. La llevó afuera, hacia el puente, hasta un almacén cerrado. Abrió la puerta y encendió las luces.

Estaba lleno de cadáveres, cuerpos pálidos quemados por el fuego, aferrados a la pared de la izquierda.

Armaduras.

África decía una inscripción. Europa, otra. Y nombres.

Walid…, el señor Walid.

Recordó a un hombrecillo oscuro que sonreía. Siempre de broma.

¡Dios…!

Orsini la miraba. Bet fue hasta el depósito y puso la mano sobre una armadura.

—Conocí a este hombre —dijo. Y después se asustó porque tal vez Orsini iba a tomarse eso como una amenaza—. Solamente de vista.

—Las conseguimos en Pell —dijo Orsini.

—Podría haber sido la mía —dijo ella—. La dejé allí.

—Tal vez su amigo tuvo suerte. Ella meneó la cabeza.

—No están bien —dijo Orsini—. Pensábamos usarlas en alguna emergencia. Ya que eran gratis, ¿por qué rechazarlas? El sistema de soporte vital funciona a medias, la mayoría de los servos también. Se mueven, pero nadie tiene tiempo para arreglarlas.

—No son cómodas —dijo Bet, pensando. Dios qué tontos eran, con las entrañas sacudidas por el recuerdo de lo que se sentía en las articulaciones, cuando un servo tiraba demasiado y preguntándose si Mallory, que debía de haberles dado todo eso, también les había enviado los manuales. Tocó las superficies, probó la tensión del brazo, sintió que se le revolvía el estómago porque toda la información que creía olvidada emergía ahora a la superficie, en su cerebro, como los restos de un naufragio: parámetros, conexiones…

… sintió que las manos le empezaban a temblar. Era el vientre del África, el taller de armaduras, las voces que no había podido recordar hasta ese momento, los olores, los sonidos…

—¿Tienen arreglo? —dijo Orsini.

—Sí, señor —dijo ella, y lo miró, tratando de ver los armarios de plástico blanco y la cara de Orsini en vez del espacio gris, lleno de ecos, que estaba recordando. Dijo, sabiendo que él no iba a escucharla—: Pero no quiero hacerlo.

—¿Por?

No quiero manejar esto de nuevo. No quiero pensar en esto.

Pero añadió, al percatarse de que él estaba sospechando:

—Pensé que había terminado con estos aparatos. —Después, otra razón le oprimía en la boca del estómago—. Y no quiero que la gente sepa de dónde vengo.

—¿Puede hacerlas funcionar de nuevo? —preguntó Orsini.

—Sí, señor. Probablemente.

El hombre no le prestaba atención. Ella le importaba un comino, aunque, en realidad, Bet no había esperado otra cosa.

—No es necesario que todos lo sepan —dijo Orsini—. Estamos dentro de un sistema; vamos despacio, atracaremos aquí y llenaremos tanques. Puedes subir y bajar por el ascensor. Tiene suficiente nivel de cubierta aquí.

Ella miró el ascensor cerca de la entrada y pensó en lo que podría llevar a ese almacén.

—Sí, señor. —Sin entusiasmo. Él hablaba de trabajo de cubierta, no de permiso en puerto. Pero ella no había esperado permiso alguno, al menos bajo esas circunstancias—. No es fácil. Pero podría hacerlo.

—No toda la tripulación tiene permiso —dijo Orsini—. Se necesitan cinco años de antigüedad y la aprobación del capitán.

—Sí, señor.

—Tal vez con esto consiga un puesto mejor —dijo Orsini—. Si muestra buena disposición.

Bet se quedó de pie, maquinando. Buena disposición. ¡Mierda! Y pensó que los oficiales tal vez creían que eran los dueños de esas armaduras, pero no sabían que no se puede entrar en una y tener todo listo y dominado en un segundo. No dijo: ¿para quién tengo que arreglarlas?, no explicó esa parte del problema. Ni pensó que tuviera que decir nada si Orsini tampoco le decía nada. Puede que Orsini lo llamara «mala disposición». Pero ella se limitó a decir:

—Veré lo que puedo hacer, señor.