Todavía estaba un tanto mareada cuando caminaba junto a Kusan por los corredores. Demasiada cerveza mezclada con una de las pastillas de Fletcher contra el dolor: una combinación que no le dejaba sentir ningún dolor real, pero eso no significaba que no recordara lo que era el dolor y quién podía causárselo. Aunque no había ninguna regla que impidiera beber y jugar en el rec, sí que la había y bien firme contra la borrachera y el desorden. Así que se estiró un poquito su traje de salto, se pasó los dedos por el cabello y desplegó parcialmente la cinta de seguridad para ver si funcionaba. Como si estuviera de guardia. ¡El olor de la cerveza y la mancha en la rodilla! Bueno, no podía arreglar eso, y probablemente Fitch pensaría en tres o cuatro acusaciones solamente con mirar su aspecto.
Sería como escupir sobre la cubierta principal si a Fitch se le ocurría que ella lo había hecho. La acusaría por borrachera y desorden, lo tenía muy fácil.
Pero Fitch no era el que la esperaba en el puente. Quien la esperaba era Orsini.
—¿Está borracha, Yeager?
—A decir verdad, no estoy sobria, señor. —Estaba medio desconcertada. Había pensado en las cosas de una manera y ahora estaba frente a Orsini. Era tonto si la llamaba a esa hora, ya que podía repetirse lo que había pasado la noche anterior.
Si es que a Orsini le importaba.
Orsini la miró de arriba abajo.
—Pasó gran parte del día en esas condiciones, ¿verdad? ¿Qué es esto? ¿Una acusación moral?
Pero si había sido Fletcher, Fletcher, que era amiga de Bernstein…, ¿o no?
—Sí, señor. Me disculpo, señor.
—Venga —dijo Orsini, y la llevó por los cilindros del puente, más allá de operaciones de principal, más allá del Casco, más allá…
Fitch estaba en el puente, y los miró pasar. No detuvo a Orsini. Bet no sabía si les seguía o no. No oía el ruido que hacen los pies sobre una cubierta en medio del ruido general de la nave, entre el murmullo de miles de ventiladores de refrigeración y circulación y de otra gente que camina en misiones desconocidas. Se quedó con Orsini, preguntándose qué querría, diciéndose a sí misma que todo estaba bien, que Bernstein no había dado señales de enojo, ni de preocupación por lo que ella le había revelado.
Como si a pesar de saber que había algo malo en mí, siguiera de mi parte.
Pero Orsini pensaba que yo era de Mallory.
No miró hacia atrás para ver dónde estaba Fitch. No estaba detrás, ni cerca, pero no había duda de que Fitch sabía adonde iban y a lo mejor estaba esperando el cambio de turno, o sabía que cuando el tiempo de Orsini se terminara, habría llegado el suyo.
Espero que sepa cómo detenerlo, señor Orsini.
Espero por Dios que se preocupe por esto.
Espero que usted y Bernie hayan llegado a un acuerdo sobre lo que pasa.
Orsini pasó junto a su oficina y junto a la de Fitch.
¿Adonde vamos?, pensó ella. Y después: Dios mío.
Se detuvieron frente a una puerta con un cartel que ponía: Wolfe, J. y nada más, igual que la puerta de Fitch y la de Orsini.
Orsini apretó el botón, la puerta se abrió mostrando una oficina con un hombre que estaba en el interior y Orsini exclamó:
—¡Yeager, señor!
Era un lugar lujoso: alfombra, paneles, un gran escritorio negro. El capitán la esperaba: un hombrecito rubio vestido de color caqui, con ojos claros a los que no parecía importarles la excusa del otro para existir, sólo el hecho de que hubiera algo para cruzarse en su camino durante cinco segundos y molestarlo.
La puerta se cerró tras ella. Orsini se iba. Wolfe se acomodó en la silla y cruzó los brazos.
Luego dijo:
—Maquinista, ¿eh?
Bet sentía que todo lo que la rodeaba quedaba muy lejos. Nada parecía tener sentido, excepto en el caso de que lo que le había dicho a Bernie ya lo supieran tanto Orsini como Wolfe. Pensó, entre fuertes latidos: Bernie, ¡mierda! Bueno, tuviste que hacerlo, ¿verdad?
—Trabajé en ese puesto, señor. En la Ernestina.
—¿Rango?
—Sargento mayor Elizabeth A. Yeager, señor. —Y agregó, porque era una tonta y odiaba que la provocaran—: Retirada.
A Wolfe no pareció hacerle gracia. Se quedó sentado mirándola, sin ninguna expresión.
—Estuvo en el África, ¿no es cierto?
—Sí, señor, tiempo atrás. —No había más que decir, evidentemente Bernie lo había dicho todo.
Y pensar que ella había tenido la absurda esperanza de que Bernie no creyera que ella era una amenaza, de que tal vez en la cima del mando de una nave que sacaba reclusos de las cárceles en las estaciones, no importaría mucho quién formara parte de la tripulación.
Pero nunca había pensado en Wolfe.
Qué estupidez, Yeager, qué estupidez. ¿Para quién creen ellos que trabajas si no para Mallory?
Muy obvio, Yeager.
—Usted me mintió —dijo Wolfe.
—No, señor. Lo dije todo tal y como es. Lo único que quería era un lugar en la tripulación y es lo único que sigo queriendo ahora.
Se hizo un largo silencio. El rostro de Wolfe nunca mostraba nada. Ella se quedó de pie allí y se adentró un poco en sí misma. Pensó que de todos modos harían con ella lo que quisieran. Si el comando había decidido mandarla a Pell, a Mallory, o hacerla caminar por el espacio durante una hora, no podría hacer nada al respecto.
Pero ese hombre sí. Wolfe podía ayudarla si quería, si es que lo que pasaba en cubierta realmente le interesaba y si no dejaba que la tripulación sufriera la guerra privada que había entre Orsini y Fitch y las maniobras de ambos por el poder…
En la Flota había naves así.
—¿Cuándo abandonó su nave?
—Fue en Pell, señor. Cuando la Flota se marchó. Estaba en el muelle. —Agregó sin que nadie se lo preguntara, e insistió, por si Wolfe no lo había oído ni la primera ni la segunda vez—: Esa ya no es mi nave, señor. Mi nave es ésta.
No estaba segura de que Wolfe no estuviera loco. No estaba segura de lo que debía hacer frente a él. Posiblemente nadie era de fiar en la nave, y Wolfe no podía entenderla. Tenía esa clase de mirada dudosa, en esos ojos azules, fríos como el hielo.
Tal vez consintiera en arrojarla de nuevo en manos de Fitch y Orsini y así dejaría que ellos decidieran.
¿Qué cono hace Wolfe en esta nave?, le había preguntado a Musa. Y él le respondió, incómodo: No es un hombre realmente activo.
Quizá se daba cuenta de que no estaba totalmente del todo a salvo, de que si quería suicidarse, podía querer llevárselo con ella.
Pero se quedó sentado allí. Volvió a echar la silla hacia atrás, y la miró un largo rato.
—¿Cuál fue su último contacto con la Flota? Ésa era la pregunta. Ésa era la verdadera cuestión.
—Cuando se me rompió el comunicador en Pell. No hay nada desde entonces. —Bet podía imaginárselo hablando con Fitch: «Descubra lo que sabe esa mujer». Y contestó con tranquilidad—: Los tripulantes de cubierta no sabían nada, no más que aquí se sabe, señor.
Hubo un largo silencio, y Wolfe ahí sentado. Sólo eso.
—Era sargento mayor, ¿no?
—Sí, señor.
—¿Y mecánico?
—Con mis aparatos sí, señor. Algunos de nosotros sí que lo éramos.
—Táctica.
—Escuadrón táctico, señor.
—¿Y antes?
—Subí a bordo a los dieciséis años, señor. Nací en una nave minera.
Wolfe empujó la silla hacia atrás, se levantó y caminó hacia el lado del escritorio. No estaba armado, aunque había pensado que lo estaría.
El hombre dio la vuelta al escritorio y se colocó detrás de Bet. Ella no sabía lo que haría un civil bajo esas circunstancias, un tripulante raso tenía que saber sobrevivir en las cubiertas y saber cambiar de una actitud vivaracha a adoptar modales correctos frente a un oficial. Y esos modales conllevaban el quedarse quieta y mantener la boca bien cerrada mientras el oficial está pensando qué diablos va a hacer contigo.
Lo que usted diga, señor.
Hasta que me convenza de que usted es un tonto, señor.
Hasta que sepa que no tengo salida, señor. Entonces, me llevaré a algunos conmigo.
Pero…
Dios, ¿qué harían con NB entonces? ¿Qué haría el mismo NB?
Wolfe caminó hasta la mesita y los almohadones que estaban a un lado de la oficina. Se puso a trabajar con algo como si la hubiera olvidado.
Quizá la había olvidado realmente, o estaba un poco loco. Iba a comprobar cuánto aguantaría una mujer como ella, ahí, de pie, sin ponerse nerviosa ni cometer tonterías.
Indefinidamente. Señor.
—Siéntese —dijo Wolfe. Bet le miró. Le ofrecía una silla en la mesa de la oficina.
Eso la desconcertó más de lo que la hubiera asustado un grito.
—Sí, señor —dijo. Fue hasta allí y empezó a sentarse. Rápidamente pensó en su ropa de trabajo, en las manchas de cerveza, el polvo de la cubierta o algo peor sobre ese hermoso tapizado blanco. Se sacudió como pudo, por lo menos eso, aunque no creía que hubiera mejorado mucho, y como Wolfe ya se había sentado, le vio abrir la pequeña cajita que tenía entre las manos.
Aquello era un juego de ajedrez, uno real, no simulado. Un tablero real, con piezas reales. Sólo Dios sabría lo viejo que era.
—Juega? —le preguntó.
—Algo —dijo ella. En las cubiertas se jugaba a todo, a cualquier cosa.
—¿Blancas o negras?
¡Dios mío!, estaba loco. Bet sentada allí en manos de un loco.
—Elija usted, señor.
El dio la vuelta al tablero y le dio las blancas.
Así que ella debía mover primero.
Le ganó un par de veces, y Wolfe se lo tomó con la misma mirada fría y observadora con que la había mirado mientras ella contestaba las preguntas, mucho después del cambio de turno.
¿Qué nave minera?
¿Cómo es Porey?
Finalmente: ¿Cuánto tiempo de tránsito para el Punto Triple de Pell?
Esa era una pregunta que podía matar una nave. Matar a todos los que habían trabajado con ella, si ella sabía lo suficiente de técnica como para contestarla con exactitud. Era una pregunta que informaba sobre la capacidad de carrera del África.
Pero había que saber cuánta masa llevaba en ese momento.
Wolfe se lo preguntó también. Y ella de veras no lo sabía. Sí el tiempo de tránsito, con una exactitud de media hora, pero nada sobre la masa…
—¿Hizo muchos viajes por las Estrellas Hinder?
—Un par. Sobre todo Pell, Mariner, Pan-paris, Wyatt, Vi-kins.
Usted debería recordar eso, señor. Debería recordarlo muy bien, ya que estuvo en una nave fantasma durante la guerra.
Con unos finos dedos, Wolfe movió una pieza para amenazar a un caballo y una torre en unas cuantas jugadas más.
—¿Recuerda la Gull? El nombre le sonaba. Había conocido muchos nombres. Una vez subió a la Gull, una nave pequeña, pero claro que no recordaba si ésa era la que habían hecho estallar o una de las que habían usado como refugio para personal cuando operaban en el Punto Triple.
Los pasillos de las naves vistas a través de la máscara, pasado el brillo verde de las señales luminosas. Caras asustadas. Sobre todo caras asustadas.
Excepto las de los tontos que trataban de luchar. Una lucha cuerpo a cuerpo con una nave de guerra, con soldados profesionales en cubierta.
—No lo sé, señor. La tomamos. En Punto Triple. Recuerdo el nombre. ¿Tiene algo que ver con usted, señor? ¿O con esta nave?
Wolfe no dijo nada más.
Ella se comió un peón, preocupada porque tal vez no debía hacerlo. Wolfe era mejor jugador e iba varias jugadas por delante, marcando el camino que quería que ella siguiera.
Como ahora.
—La… —empezó a decir Bet, pero se calló a tiempo.
—Escuadrón de táctica —dijo Wolfe, mientras movía un peón—. Escuadrón de abordaje. Estaciones o naves.
—Sí, señor.
—¿Conoce entonces el equipo de puerto?
—Sí, señor.
—¡Sistemas de armas!
—Sí, señor.
Bet perdió un peón. Iba a perder un caballo. Se daba cuenta. Movió la torre. ¡Mierda!
—¿Armaduras?
—Sí, señor.
—¿Qué piensa de esta nave, sargento Yeager?
—Ya no soy sargento, señor.
—¿Qué piensa de esta nave?
—Tengo amigos.
—En el África también los tenía. Eso era difícil; y la pregunta era clara.
—Sí, señor. Pero esta nave no podría atacarla. Y si pudiera, la realidad es que tengo amigos aquí, amigos queridos. —Movió el caballo amenazado—. Por otra parte, no sé si los que conocí están vivos. Aquí sé que sí. Yo estoy viva, por ejemplo.
—¿Y si no estuviera a bordo?
Bet reflexionó realmente. Se situó de nuevo en el África, con la Loki como blanco. Dejó la mano colgada en el aire sobre un peón y perdió la concentración. Se vio a cargo de la nave y vio la cara del viejo Junker Phillips…
—Al diablo —exclamó, y movió. Le dio el peón servido al capitán—. No lo sé, no sé si podría llegar a eso, señor. Pero tengo gente aquí…, hay mucha gente a la que quiero en esta nave.
—Eso me han dicho.
Ya había oído hablar de NB y de mí. ¡Dios! En cuántos problemas lo metí. Tal vez también a Musa. Si Musa no fuera lo que es…
McKenzie…, Park, Figi…, todos ellos.
Quizá también Bernstein.
Wolfe se comió el peón. Ella se comió el caballo de Wolfe.
Lo veía venir. La torre de él se comió la reina en cuatro movimientos. Jaque mate. Ella se mordió el labio y miró el tablero.
Sabía que Wolfe estaba varios movimientos por delante, en ese juego y en el otro.
—Se puede ir —dijo Wolfe.
—Gracias, señor. —Bet se levantó con cuidado, como si todo ese cuarto estuviera sembrado de explosivos. Sudaba. Tan sólo sentía el dolor de la espalda, pero no en exceso.
¿Qué digo? ¿Le pregunto si le gustó el juego, señor?
Wolfe la dejó ir hacia la puerta, dejó que la abriera y saliera de la sección restringida por sí misma.
Bet atravesó el puente, cruzó el territorio de Fitch en dirección al pasillo del área médica a través de la cocina hacia el rec y los dormitorios oscuros.
0258 alterno.
Fue a ver a Musa, para decirle que había vuelto. Musa estaba completamente despierto y le preguntó:
—¿Estás bien, Bet?
—Sí —murmuró ella, y sólo entonces empezó a temblar. Fue hasta la litera de NB pero Musa la siguió y le dijo:
—Está durmiendo la mona.
¿Durmiendo la mona? ¡Un carajo! Estaba atado a la litera y se encontraba frío.
—Mierda. —Lo golpeó suavemente en la mejilla y empezó a deshacer los nudos, temblando tanto que casi no podía meter los dedos entre las cuerdas, sobre todo cuando NB se despertó un poco y empezó a tirar de ellas.
—¿Qué le has dado?
—La pastilla para dormir de Figi. Está bien. Lo estuve vigilando todo el tiempo.
—¡Mierda! ¡Tranquilo!
—Bet.
NB no estaba loco. No estaba ni la mitad de loco de lo que lo había estado ella. Lo soltó y él la abrazó hasta que le hizo daño en la espalda; pero a Bet no le importaba. Bet tenía los músculos resentidos. Él una borrachera de mil diablos, eso era obvio, porque sacó una voz terrible y trató de retener el aliento.
—¿Fitch? —le preguntó.
—No. Wolfe.
Dejó caer las manos. Musa, que estaba junto a Bet, dijo:
—¿Y qué pasó?
—El capitán quería un compañero para jugar al ajedrez —dijo ella, y por poco deja escapar lo que Wolfe le había estado preguntando durante tres horas. Estaba demasiado cansada y bastante sacudida. Pero se dominó a tiempo y recordó que nadie en la tripulación sabía lo que sabían los oficiales. Y menos NB, pero Bet desconocía cuánto duraría esa situación y lo que haría él cuando lo supiera.
Un tripulante de nave mercante, que había perdido su propia nave. Y eso solamente le podía haber pasado de una forma: en la Guerra.
—Eso es todo —dijo ella—. Jugamos al ajedrez.