En general fue una noche tranquila. El timbre de la mañana los despertó mientras el comunicador general los inundaba de anuncios:
—Habla el capitán. Hemos superado nuestros parámetros de alerta sin incidentes. Se reduce el grado de alerta a «espera». Estamos vigilando sin movernos. Hemos comunicado lo que vimos a una nave aliada que saltó durante la última guardia…
A Bet le recordaba la dinámica de la Flota. Los tripulantes recibían la información cuando todo había terminado y si morían antes solía ser por sorpresa.
Las hamacas seguían colgadas pero se podía volver a los dormitorios y darse una ducha, lo cual era prioritario después de un salto porque la piel solía sudar un poco y la ropa irritaba los pliegues, eso sin mencionar que todo el cuerpo olía a sábanas mal lavadas. Se duchó con rapidez, se puso un suéter y unos pantalones y se fue a tomar el desayuno…, pero no vio ni a Musa ni a NB, de lo cual dedujo que era tarde o que estaban en las duchas.
El cronómetro del mostrador le confirmó que era tarde. Tomó con prisas una tostada, el té y un vaso de jugo de naranja y se fue hacia Ingeniería.
Musa estaba allí, y haciendo un gesto con la mandíbula, señaló con los ojos hacia Bernstein. Bet se frotó las manos en los pantalones y fue hasta allí.
—Señor.
Bernstein la miró detenidamente.
—¿Tiene algo que decirme sobre el comunicador?
—No, señor.
—Explíquese, Yeager.
—Sí, señor. Se me cayó de la oreja, señor.
—No oyó el timbre.
—No, señor, y gracias por avisarme.
Bernstein la miró unos segundos que se le hicieron eternos.
—Se quedó ahí con todo ese agua en la cara. Estúpida. Si esa línea no funcionaba podríamos haber vaciado el tanque en la cubierta de rec.
—Sí, señor. No entiendo de calderas. Sólo de tuberías, señor. No quería que estallara nada, por eso seguí.
—Ese es el problema que tienen ustedes, los que se entrenaron en naves grandes. No sabe mucho de calderas… Sabe de tuberías… Todo el mundo es especialista en esas naves, joder.
—Sí, señor.
—¿Qué hacía como contratada?
—Guardia, señor. Reparaciones en maquinaria pequeña. Eso fue lo que dije cuando me contrataron aquí, señor, que no iba a meterme con un sistema que no conociera bien. Pero no pensé que una caldera de cocina pudiera ser crítica para la nave.
Bernstein la miró fijamente, como si pensara en pisarla como a una cucaracha.
—¿En qué condiciones estaba la línea cuando recibió mi llamada?
—No estaba enganchada en el extremo, señor. Le oí, la ajusté, abrí la llave de agua y me fui, señor.
Un largo silencio. Largo, un suspiro profundo.
—¿Yeager?
—Señor.
—Usted llegó aquí sin documentos y tiene el entrenamiento más raro que he visto nunca…, debería mandarla directamente con Orsini y dejar que la pusieran en Servicios.
—Sí, señor.
—Sí, señor. No, señor. ¿Nunca tiene una opinión propia, Yeager?
—Preferiría seguir en Ingeniería, señor.
—Dígame la verdad, Yeager. ¿Alguna vez tuvo documentos?
—Los perdí en la Guerra, señor.
—No me mienta.
—No, señor. Otro silencio.
—El entrenamiento más raro que he visto nunca —repitió Bernstein—. Pero tiene manos y nervios. ¿Se le ocurre algo que pueda confiarle, Yeager?
—Hidráulica, señor. Electrónica.
—¿Qué más?
Bet lo pensó detenidamente.
—Sistemas pequeños de comunicación. Todos los sistemas pequeños. Motores. Bombas. Bernstein frunció el ceño.
—Una especialista. No hay duda. ¿En qué clase de cargueros trabajó?
—Naves pequeñas, señor. Algo de trabajo en las estaciones. —Bet suspiró y dio el paso porque quería tener una coartada—. También hice algo en la milicia antes de eso.
—¿Dónde? —saltó Bernstein.
—Pan-paris. —Los archivos habían volado en pedazos allí y ahora era territorio de Unión. No había forma humana de controlar la información que diera sobre ese sitio.
—¿Ha trabajado alguna vez en sistemas de armamento?
—Un poco. —A Bet le faltaba el aire. Se aclaró la garganta—. Sobre todo en cargueros mercantes, señor. Y en sistemas de estación. Maquinaria pequeña.
Bernstein se quedó sentado mirándola de arriba abajo y asintió lentamente.
—Le voy a decir lo que haremos, Yeager. Tendré en cuenta lo que me ha dicho, pero no vuelva a crearse problemas. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—¿Seguro?
—Sí, señor. —Le dolía la mano pero no la movió. Descubrió que tenía los hombros tensos y suspiró para relajarse; fue hasta el Registro y firmó la entrada, hizo el cambio con Jim Merrill que la estaba esperando malhumorado junto a Ernst Freeman.
—No te des prisa, ¿eh? —dijo Merrill.
—Lo lamento.
—No te he dejado nada pendiente, solamente limpiar el taller.
—De acuerdo —asintió ella—. Gracias, Merrill.
—¿Dónde está NB? —preguntó Freeman.
—No tengo ni idea. —Freeman era el que reemplazaba a NB en principal y si estaba allí no era porque esperara a Merrill, que ya se había ido—. Voy a ver.
La mirada de Bet se clavó en la puerta. Quince minutos tarde. El corazón se le aceleró de pronto. Se acercó a Musa, que estaba en el mostrador del otro pasillo.
—Musa —murmuró—. ¿Dónde está NB? En ese momento llegó Bernstein.
—¿Alguno de ustedes ha visto a NB esta mañana?
—No, señor —respondió Bet.
—Lo he visto en los dormitorios —dijo Musa con el ceño fruncido.
—Mierda —gruñó Bernstein, y dirigiéndose a Freeman—: Vaya, está relevado. Yo lo cubro. Freeman se fue.
—Mierda —repitió Bernstein—. Musa, vaya a ver al taller.
—Sí, señor —dijo Musa y se fue.
Era lo mejor que podían hacer, pensó Bet. Turno corto, tableros que cubrir, NB sin aparecer y Musa buscándolo…, sólo quedaban ella y Bernstein.
Tomó el tablero, efectuó cuidadosamente las verificaciones de NB, anotó los números y llamó a Bernstein para que comprobara la fluctuación.
—Está dentro de los parámetros —afirmó Bernstein. En ese momento, volvió Musa.
—No está en el taller.
—Voy a ver en los dormitorios —sugirió Bet.
—No está allí —replicó Bernstein—, ya lo hice llamar. Seguro que se ha metido en un agujero. ¡Mierda, mierda, mierda! — Voy a ver si lo encuentro —dijo Musa—. Si usted me lo permite, señor.
—Este departamento tiene trabajo, caray… Haga las verificaciones o tendremos a Orsini aquí abajo en un minuto. Mierda con ese hijo de puta…
—Iré yo —dijo Bet.
—Usted no sabe dónde buscar…
—Conozco algunos lugares de esta nave, señor. Por favor.
—Si le encuentra…
—Si le puedo hacer volver…
—Tiene una hora. Intente en el acceso al núcleo, en las taquillas y en los almacenes…
Bernstein indicaba los lugares con los dedos, algunos más de los que le había dicho NB.
—La última vez que lo vi estaba en los dormitorios —comentó Musa—. Se estaba vistiendo y no noté nada anormal.
—Nadie nota nada anormal, nunca —masculló Bernstein entre dientes—. Vamos, fuera. Haga que venga como sea, aunque tenga que golpearlo cuando lo encuentre. ¡Fuera, Yeager!
Fue hasta el depósito del taller y miró en el hueco que habían usado. Mala suerte.
Mierda.
No noté nada anormal…
Era imposible que se hubiera metido en el territorio de los oficiales, eso no se hacía, nunca. Había varios accesos al núcleo, pero estaban en baja G y más fríos que el hielo, era imposible que un hombre se escondiera allí a menos que estuviera desesperado.
Las taquillas no eran el sitio favorito de NB, considerando lo que le había pasado, pero cabía una posibilidad y además le quedaban de camino; apenas un control rápido en el hueco del ascensor del núcleo, tampoco.
Empezó a abrir puertas. Era imposible saber lo que podía encontrar a esa hora, ya que era el tiempo de rec de principal. Tenía miedo de buscar hasta el fondo, pero el caso era desesperado.
Zona uno, zona dos, zona tres, negativo. Sintió una punzada en el costado, suavizó su respiración y decidió ir a ver en el de limpieza. Era un lugar estrecho y oscuro. A la luz que llegaba de afuera, Bet pudo ver las piernas de alguien.
—Perdón —empezó a decir, y después se dio cuenta de que ese alguien no se movía. Corrió a agacharse y encendió las luces. Era NB. En esa posición era imposible que durmiera.
—Dios. NB… Le tocó la pierna.
—¿NB? —Tenía miedo de moverlo. Buscó el pulso en el tobillo, le dio una bofetada—. NB… Hubo un pequeño movimiento.
—¡NB, cono!
El levantó la pierna y se movió despacio, hasta que Bet pudo ver el estado en que estaba, la cara toda ensangrentada, sangre sobre la cubierta…
—¡Dios mío! —Lo sujetó del brazo para sostenerlo y que no cayera boca abajo otra vez—. Quédate ahí, voy a por Bernstein.
—Estoy bien… —murmuró buscando el pomo de un armario para sostenerse. Cuando vio que ella se iba la sujetó del brazo—. ¡No! ¡Estoy bien!
—¡Qué cono vas a estar bien…! ¿Quién te hizo esto? Él meneó la cabeza, se levantó como pudo hasta ponerse de rodillas y se aferró a los armarios un momento.
—Voy a buscar a Bernstein.
—¡No!
—¡Bernstein está histérico, joder! Tengo que decírselo, y no hagas ninguna tontería hasta que vuelva…, ¿me oyes?
—¡No! —Se levantó tambaleándose y Bet lo sostuvo del brazo—. No puedo ir a los meds. Ve a hablar con Bernstein, dile que me limpio y voy para allá apenas pueda.
—¡Por supuesto que no! ¡Quédate ahí!
Salió disparada, buscó el primer comunicador general que encontró y pulsó el botón de Ingeniería.
—Señor Bernstein, aquí Yeager. Lo encontré.
—¿Dónde? —instantáneamente, por lo visto el jefe debía de haber estado esperando en una estación de comunicador o con uno en el oído.
—Armario de suministros, señor. Alguien lo golpeó a conciencia.
—Llévelo a los meds.
—No quiere, señor.
—Consiga un med como sea; Yeager, ¿va a buscarme problemas ahora? —Él dice…
—No me importa lo que diga, Yeager, ¡hágalo!
—Sí, señor. ¿Cuál es el número?
Bernstein se lo dio y Bet hizo la llamada. Volvió al depósito y encontró a NB en el gabinete de limpieza tratando de lavarse en la pileta. El agua que corría era completamente roja.
—Ahora vendrá un med. Me lo ordenó Bernstein. Traté de convencerlo, pero…
—¡Mierda! —estalló NB y se reclinó sobre la pileta.
—¿Quién ha sido? ¿Los viste? NB meneó la cabeza.
—¿Por qué lo hicieron? ¿Empezaste tú?
—Anoche —la voz todavía era confusa—. Te lo advertí.
—¿Qué? ¿Por qué te sentaste con nosotros?
—No te metas.
—¿Fue Hughes?
—¡No te metas! ¡No te metas!, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? Llama a los meds y diles que fue un error, que me golpeé la cabeza con un armario. Por Dios…
—Bernstein no quiere. Ya lo intenté.
—Has hablado por el comunicador general —murmuró NB lentamente—. Mierda…
—No tiene nada roto —afirmó la doctora de pie al otro lado de la camilla. NB estaba entre las dos mientras la med hacía brillar luces de sus ojos y metía sondas en lugares que NB hubiera preferido no hacer públicos; pero el cubículo de cirugía no ofrecía más intimidad que la de una lámina de plástico—. Tiene una contusión leve. ¿Y dice que ha sido con la puerta de un armario?
—Sí —dijo NB.
—¡Pues vaya armario! —exclamó la doctora. Se llamaba Fletcher, una mujer mayor. Nada menos que doctora—. Será mejor que no lo haga enfadar de nuevo.
—Sí, señora —asintió NB—. Preferiría volver al trabajo.
—Puedo darle una baja temporal.
—No, señora, gracias.
Fletcher frunció el ceño. Y luego anotó algo en una libreta.
—Le voy a recetar un calmante, un relajante muscular, búsquelo en la cocina esta tarde y tome uno con cada comida. Le he inyectado un analgésico local. El efecto debería durarle hasta ese momento. Nada de alcohol con las pastillas, ¿entendido?
—Sí, señora. —Sumiso, se sentó con lentitud, con la ayuda de Bet y de Fletcher.
Luego se detuvo, helado, mirando la puerta.
Camisa caqui, galones de oficial. No era Fitch: era un hombre alto, enjuto y con barba.
—Me dijeron que teníamos un herido. Orsini, la voz no podía ser de otro.
—Señor —saludó NB y se deslizó de la camilla para ponerse de pie.
—¿Cómo pasó? —preguntó Orsini.
—Un accidente, señor.
—¿Usted es testigo? —preguntó Orsini a Bet.
—No, señor. El señor Bernstein me pidió que fuera a buscarlo.
—Accidente en Ingeniería, entonces.
—En el almacén, señor —corrigió NB—. Con la puerta del armario.
Un largo silencio.
—¿Ha habido alguna otra víctima de esa puerta, Fletcher?
—Todavía no —respondió Fletcher.
Orsini asintió con un gesto lento y las manos detrás de la espalda. Caminó hasta la cabecera de la camilla mientras NB reunía sus ropas ensangrentadas.
—Quiero una copia del informe.
—Estoy en ello —dijo Fletcher—. Cuando termine se la mando.
—¿Se va a cumplir la guardia?
—Lo ha pedido —respondió la doctora. Orsini miró a NB.
—Puede irse, y límpiese. También usted, Yeager.
—Sí, señor —asintió NB.
—Señor —saludó Bet y salió tras NB que caminaba solo por el corredor mientras seguía acomodándose el traje—. Está bien Ramey. Todo va a salir bien.
—Nada está bien y nada va a salir bien. Aléjate de mí.
—Eso no lo conseguirás, amigo.
NB no agregó nada. Caminó hasta los dormitorios y entró. Los de principal dormían y en silencio se cambió de ropa mientras ella esperaba en la puerta a que volviera.
Llegaron juntos a Ingeniería.
—Mierda —dijo Bernstein y lo miró de arriba a abajo moviendo la cabeza.
Musa calló, puede que ya le hubiera comentado algo a Bernstein. En cualquier caso, Bet confiaba en que Musa haría lo correcto.
NB firmó en la hoja del registro y no rechistó cuando Bernstein lo puso a trabajar en el escritorio.
—Haga su propio informe del accidente —ordenó Bernstein—. No es asunto mío.
Pero llevando a Bet aparte le preguntó:
—¿Quién fue?
—No lo sé, señor. Tengo mis sospechas, señor…, Orsini estuvo allá arriba.
—Ya lo sé. Oí la llamada. Escúcheme, Yeager. Si entra alguien más herido en la enfermería, NB se verá envuelto en graves problemas. Pelear es una acusación muy seria aquí. ¿Me oye?
—Ya lo sé, señor.
—¿Qué es lo que sabe?
—Musa me lo dijo. Lo de NB. Lo que pasó.
—Será mejor que se cuide, Yeager. Será mejor que sepa lo que supone invitar a NB a una cerveza. ¿Me oye? Porque esta tripulación sabe quién y qué es nuevo en la nave, esta tripulación sabe quién empieza las cosas y se puede meter en problemas si sigue con esas ideas independientes, ¿entiende lo que le digo, Yeager?
—Sí, señor. Claro. Bernstein suspiró.
—Seguro que lo entiende, ¿eh? Estoy tratando de salvarle la vida a ese hombre, Yeager, y de mantenerlo cuerdo. Ahora ha pasado esto. Puede pasar algo mucho peor. En realidad esto es una caricia comparado con lo que puede pasar. Lo único que tienen que hacer es mentir. Y pueden. ¿Me comprende? Pueden decir que fue en defensa propia.
—Yo también puedo mentir si es necesario, señor. Ese hijo de puta de Hughes me saltó encima y NB me defendió. Eso fue lo que pasó, señor. Si hace falta.
—No sea estúpida.
—Sí, señor.
—¿Fue Hughes?
—No lo sé, señor.
Bernstein la miró de arriba a abajo, con ojos fríos.
—¿Va armada, Yeager?
—No en este momento, señor.
—¿Qué lleva en los bolsillos?
Bet sacó la tarjeta y un destornillador grande.
—¿Qué hace con eso?
—Voy a ponerlo en su lugar, señor.
—Hágalo. Y usted y Musa… vayan siempre con él, vaya donde vaya. No uno. Los dos. ¿Me oye?
—Entendido, señor. Bernstein se fue a hablar con Musa. Bet dejó escapar un suspiro largo y tembloroso. £5 un juego que conozco, señor. Un juego duro, sí. Pero lo conozco, señor.