7

Oyó correrse el cerrojo y se movió, rodó sobre la superficie desigual de los armarios y se arrodilló como pudo mientras se abría la puerta y entraba luz…, afuera, en el umbral había un hombre. Ahora la puerta estaba en la dirección en que se orientaba el depósito desde la partida, un pozo de profundidad infinita con contornos retorcidos.

No era Fitch.

—Arriba —dijo el hombre, y ella se levantó como pudo, trató de usar los bordes de la puerta que tenía a su lado como escalera para llegar al nivel de la cubierta, pero los bordes eran planos y le pesaba mucho el cuerpo.

El hombre se inclinó y tomó la cadena que unía las manos de Bet, tiró de ella y la apoyó en el borde, del otro lado. Se habría sentido satisfecha con sólo quedarse allí y respirar un momento, pero él la agarró por el cuello del traje y la levantó para ponerla de pie.

—Vamos, vamos —dijo—. Tenemos muy poco tiempo.

—Ya camino —protestó ella, tratando de hacerlo sobre el estrecho colchón de plástico del borde de la cubierta; la puerta quedaba a la derecha y la cubierta principal era una inmensa pared a la izquierda. Había luces sobre la pared de la derecha. El impulso que llevaba la nave seguía doliéndole en las rodillas y haciendo que se le nublara la vista. Mucho más que una G, tal vez casi dos, pensó. Eso debía ocasionarle el problema en la cabeza y las piernas, por lo menos. La mayor parte del problema. O quizás era que el golpe contra la pared le había hecho más daño del que creía.

—Dios…

Aparecieron madejas negras entretejidas en una especie de nido frente a los dos. El área de seguridad de la tripulación, con hamacas arriba y abajo, bultos negros y vacíos que colgaban verticalmente sobre la pared de la izquierda. Caminó renqueando, pero ahora al menos lo hacía sin apoyarse demasiado en el hombre, maltratada por la fuerza G y el frío. Atravesaron el área, una cortina de hamacas que daba a un salón de descanso donde los miembros de la tripulación estaban sentados en bancos bajos junto a la pared, donde se extendía el colchón para llegar hasta la sección de la cocina. Sándwiches y bebida. El olor a comida le golpeó en el estómago con fuerza, no estaba segura de si ese golpe era bueno o malo.

Algunos hombres y mujeres de la tripulación se pusieron en pie y la miraron. No parecían amistosos.

—Es Yeager —dijo el hombre que la acompañaba y la soltó—. Buena suerte, Yeager.

Bet se quedó derecha; durante un rato apenas logró mantenerse en pie, mareada por la fuerza G y por la idea súbita de que iban a soltarla, de que se habían creído su historia…

Entonces, tenía una oportunidad, una buena oportunidad, exactamente lo que una esperaba si ingresaba en la Flota como voluntaria o de cualquier otro modo. Era la nueva en las cubiertas y le tocaba el lado malo de las cosas, o aprendía lo que había que hacer para vivir o moría, fin, eso es todo.

Buena suerte, Yeager.

—¿De qué nave? —preguntó una mujer desde el banco, mientras ella estaba allí de pie, frente a todos, tal vez treinta o cuarenta, una tripulación variada, como solían ser las de la Flota, una docena de colores y matices; la mayoría de ellos mirándola como si formara parte del menú.

—Ernestina.

—¿Por qué la dejaste?

—Estaba contratada. Tenían un mecánico y no podían seguir llevándome.

—¿Y eres buena? —preguntó uno de los hombres que estaban en pie.

—Muy buena.

Puedes interpretarlo como quieras, tío.

Un largo silencio. A Bet le temblaban las rodillas. Afirmó la mandíbula y los miró. Tenía la cara cubierta de sudor frío.

—Casi no llegas a la llamada —dijo otro hombre.

—Tuve un problema. Hubo otra pausa.

—Ahí tienes, sobre la mesa —añadió un tercero e hizo un gesto hacia la cocina—. Si quieres algo, será mejor que lo busques ahora.

—Gracias —dijo ella.

Permiso para cuidarse sola, pues. Con las esposas y todo. Caminó hasta la mesa, puso una bolsita de sopa instantánea en un bol de agua caliente, tomó un paquete de galletas, se sentó en el borde del banco donde había algo de lugar y bebió la sopa. Finalmente había decidido que tenía hambre y que lo que necesitaba su estómago descompuesto era comida. Todavía le temblaban las manos y la sal le ardía en el sitio en que se había golpeado los dientes cerca de la mejilla. El hombre que estaba a su lado no parecía encantado de tenerla tan cerca, ni tenía intención de hablarle, pero eso estaba bien porque Bet no tenía ningún interés por hablar en ese momento: la sopa era ya suficiente esfuerzo para su estómago; miró absorta y con los ojos bien abiertos el detalle de los azulejos, no quería planear nada por adelantado, prefería evadirse mentalmente. Su situación podía haber sido mucho peor. Y los únicos planes que tenía tomaban la forma de recuerdos que hubiera preferido guardar muy abajo, en el fondo de su mente.

Una niña tonta que se había ofrecido como voluntaria en las cubiertas del África, porque esa nave aceptaría a los que quisiera de todos modos; a todos aquellos que le hicieran falta de la nave refinería en Panparis. Siempre querían a los jóvenes, y ella era joven. Era mejor solicitarlo, pensó entonces, porque era voluntaria y eso valía puntos en el Registro; y porque odiaba la vida que llevaba, odiaba las minas y quería estar en una nave estelar, eso era lo que más deseaba en el mundo.

Pero la niña tonta se había encontrado con algo que no imaginaba ni remotamente y había aprendido bien pronto cómo no ser tonta. La Flota enseñaba eso muy rápido, y una de dos, o aprendías o era el fin. Pero ella todavía estaba viva.

La niña tonta había obtenido parte de lo que quería. Todavía pensaba que seguramente eso había valido por todo el resto…, y que aún debía de ser así, porque acababa de perder una posibilidad de entrar en la vida de estación, pero aquí estaba de nuevo. Y si la mataban, pensó, al menos en ese momento había algo en ella que había vuelto otra vez, una parte de ella que respiraba de nuevo, una parte que no había estado viva en la estación.

No tenía sentido, pero era cierto.

Se tomó la sopa y mantuvo la boca cerrada excepto cuando un hombre, sentado dos lugares más allá en la hilera, le hizo preguntas…, como su opinión sobre los problemas en Thule.

Eso también formaba parte de su pasado ahora y suponía un gran alivio.

—Maté a un par de bastardos —dijo ella con lentitud—. Empezaron ellos. Se trataba de su vida o la mía.

En ese momento entró Fitch. El pulso de Bet se aceleró. Levantó la vista con cuidado mientras Fitch se preparaba una taza de té en la mesa.

Luego se quedó allí a tomar el té y la miró. Después arrojó una llave a uno o dos metros por la hilera de hombres y mujeres. La llave quedó allí un momento, sobre la mesa. Finalmente un hombre de más edad la cogió y se la lanzó.

El hombre que estaba junto a ella, el que no era amistoso, la cogió en el aire y se la dio.

—Gracias —dijo ella. Manipuló un rato la llave y se sacó las esposas.

Nadie dijo nada. Era evidente que no esperaba una bienvenida por parte de Fitch. Se guardó la llave y las esposas en el bolsillo: no debe dejarse basura sobre la cubierta y nadie le había pedido las cosas.

—Una hora —dijo Fitch—. Yeager.

Ella levantó la vista, luchando contra su instinto que le exigía ponerse de pie, mientras se recordaba a sí misma que estaba en una nave civil.

—Sí, señor.

—¿Le gusta esta nave?

—Sí, señor.

—¿Le gusta lo que ve?

—Sí, señor.

Un largo silencio.

—¿Se está haciendo la graciosa conmigo, Yeager?

—No, señor. Me alegro de haber salido de esa estación. Fitch tornó un sorbo de té. Después de eso la ignoró, gracias a Dios. Se fue y detrás de él salieron algunos.

—¿Tengo que ir a buscar el trank a alguna parte? —preguntó Bet al hombre que tenía junto a ella.

El hombre se encogió de hombros y señaló con un dedo sin soltar la taza que sujetaba.

—En la cocina. Debería estar ahí, junto al horno. Bet se levantó y abrió la cabina, encontró los paquetes envueltos en plástico y el paquete c en un montoncito junto a ellos.

—Gracias —dijo mientras se sentaba de nuevo.

—Me llamo Masad —dijo el hombre, e indicó al que estaba a su izquierda—. Joe. Johnny. —Refiriéndose al que estaba un lugar más allá.

—Bet —dijo ella.

Llegaron otros a la sección y luego sonó el aviso de salto.

—Será mejor que nos metamos en las hamacas —dijo Masad. La piel de color cetrino. De unos cuarenta. La cabeza rapada—. ¿Tienes problemas?

—No —dijo ella y ofreció una mano otra vez…, algo difícil de hacer, ese movimiento de seamos-amigos. Con los años se había vuelto más inteligente. La tonta fría y lejana que había firmado para entrar en el África lo había pasado muy mal y ahora era más inteligente. Un gesto amistoso a veces ayudaba a mejorar las cosas entre extraños. Los otros le dieron la mano y Bet les saludó uno por uno en la cocina. Después los siguió por el anillo de la nave, consiguió una hamaca vacante, se metió en ella, se envolvió y cerró los broches. Después puso el paquete en su bolsillo con sumo cuidado y tomó la dosis de trank.

Me voy, se dijo, mientras seguía sonando el timbre y la nave se acercaba al salto. No tenía idea de adonde se dirigían. Tal vez a Pell. Pero sentía que el trank le estaba haciendo efecto, una sensación familiar, vivir o morir, nunca se sabía si una saldría con vida cuando la nave hubiera terminado el tránsito.

El impulso se detuvo. Flotaron sin peso durante unos segundos, en la inercia. Y lentamente la G empezó a tirar de ella horizontalmente en lugar de a lo largo de la vertical. Orientación cubierta principal. Según los sentidos del cuerpo, la luz que había estado brillando sobre sus ojos estaba arriba, y su espalda hacia la cubierta.

Me voy.

Adiós, Thule. Adiós, Nan y Ely. Vosotros fuisteis el único recuerdo bueno de la gente de la estación.

El resto, que se vaya al infierno.