Llevaba bastante tiempo atracar lo que fuera en los muelles de Thule, la ayuda era mínima y la estación muy pequeña. El proceso siguió adelante con lentitud, una larga serie de comunicaciones tranquilas y misteriosas entre la nave que llegaba y la Central de la Estación, largos silencios en los que los ordenadores de la estación hablaban y arreglaban las cosas. Era lo normal, y eso hizo que los hombres y mujeres del Registro se sintieran menos asustados porque veían que la nave iba a atracar realmente y no a iniciar un ataque.
Así que las cosas empezaron a moverse en los muelles y la gente empezó a separarse de los vídeos, Bet fue a buscar su almuerzo hasta las máquinas expendedoras cerca de los ascensores.
Los que trabajaban en las oficinas la miraron con respeto, como si de pronto cualquiera que pareciera un navegante fuera significativo, viniera o no de la nave. Ella los ignoró, compró un sándwich y una soda, lo guardó todo en el bolsillo y fue hasta el muelle número uno de Thule, donde un grupo de luces blancas brillaba sobre la torre de señales, iluminando el área donde los trabajadores de los muelles hacían sus preparativos en el confuso sistema de Thule, siempre enredado, siempre igual, un sistema que no admitía cambios.
Bet lo observaba todo con un gesto de disgusto, mordió un pedazo de sándwich y lo tragó con un poco de soda.
Mierda, esa nave era un problema. Era un Problema, así, con mayúscula, algo que le podía costar el cuello. Probablemente era cierto que pertenecía a Alianza, sí, porque los dos últimos años había tenido bastante mala suerte; pero a pesar de ello, el corazón le latía con más fuerza, la sangre le circulaba como no lo había hecho en mucho tiempo. Esa cosa podía matarla, joder. Esa cosa podía ser la razón de que la ley la atrapara, la interrogara y la reservara para la justicia de Mallory, pero era como si mientras estaba de pie allí, esperando, una parte de ella ya estuviera al otro lado de esa pared, en la nave…, y aunque esa nave terminara matándola, al menos le había devuelto esa sensación de nuevo.
—Mierda —murmuró, porque era una tontería sentir eso, porque le impedía pensar y lo único que le importaba era sentir otra vez los olores conocidos y el tirón de G cuando se movía la nave y volver a oír los viejos ruidos…
Tragó saliva para conseguir pasar el sándwich. Miró el muelle, estaba ahí, sí, y tenía miedo de morir, aunque quizás ahora sentía menos miedo y no sabía por qué.
Volvió a ver a Nan y se quedó en su escritorio dando la espalda a los clientes del otro lado del mostrador y dijo:
—Nan, tengo que probar en ésta.
—Bet, es una rimrunner, una nave de frontera. Tenemos un carguero ahora…, tiene que venir. Esa cosa…
Era como si le estuviera hablando a una drogadicta a punto de embarcarse en un viaje peligroso…
Pero Bet respondió:
—Tengo que hacerlo. Es importante, Nan.
Por razones que la enfurecían, sí; pero estaba lo suficientemente furiosa para tener coraje, como si la Bet Yeager a la que Nan y Ely habían conocido y la Bet Yeager que hablaba ahora fueran dos personas diferentes. Sin embargo tenía la suficiente cordura para volver a ver a esos amigos, para saber que no debía apartarse de la única ayuda que tendría si las cosas se ponían difíciles.
—¿Les entregará mi solicitud, Nan? —preguntó.
—Sí —dijo Nan entre dientes, y la miró realmente preocupada. Pocas veces la habían mirado así. Por eso se marchó.
El muelle estaba frenético de actividad, la antigua maquinaria relucía bajo las manos del personal que trabajaba completando las conexiones en el espacio poco adecuado que ofrecía Thule a las modernas naves interestelares. No era un buen sitio para espectadores, y había muy pocos. Los habitantes de Thule recordaban salidas bruscas, cuerpos derrumbados sobre los muelles, disparos en el humo. Los curiosos escaseaban…, solamente el personal que tenía trabajo, el agente de aduanas y nadie más.
Excepto Bet, que se mantenía oculta en las sombras de las grandes vigas, con las manos en los bolsillos, contemplando el proceso de anclaje. Aspiraba el aire helado, preñado de olor a aceite, miraba el monitor pálido y gris sobre la caja de control de las bombas que marcaba números brillantes, y se sentía viva de pronto.
Todo el muelle resonaba con el estruendo de las anclas que salían de la nave; los sistemas hidráulicos aullaban y chirriaban, las grúas crujían. Finalmente el gran choque del contacto bajó por los brazos del muelle hasta la cubierta y los huesos de los que miraban parecieron quebrarse.
Una llegada suave. Teniendo en cuenta el tamaño del cono de anclaje de Thule y la estrechez de la pared exterior, era una maniobra muy peligrosa, una razón más por la que el muelle solía estar vacío. Existía la remota posibilidad de que un golpe dañara la pared, pero también podía suceder que una bomba estallara bajo el peso de la nave o Dios sabía qué otra cosa, una docena de formas de volar al infierno en Thule. Nada importaba esta vez. Bet pensó que tal vez, sólo tal vez, podría ir hasta las máquinas expendedoras, comprar comida suficiente y quedarse allí, en las grietas de los muelles de Thule, escondida por si alguien averiguaba lo que había en el dormitorio de Ritterman. Podía dejar pasar esa nave, esperar un poco e intentar entrar en la Mary Gold cuando llegara, si llegaba. Ésa era la carta que tenía entre manos, si la Loki era lo que estaba temiéndose.
Pero la Mary Gold se había convertido en una posibilidad muy remota, una oportunidad perdida que comportaba enormes riesgos propios.
Esperó, esperó por espacio de dos horas mientras la pequeña Thule corregía un problema de sellado y lograba hacer entrar a la Loki sana y salva. Se quedó allí, contenta de llevar puesta la ropa vieja de Ritterman bajo el traje, a pesar de que éste estuviera hecho para el frío de los muelles. El aliento se le helaba y la piel que quedaba al descubierto se le estaba quedando sin sensibilidad. Apretó las manos en los bolsillos. El hielo cubría parte del muelle ondulado y la juntura que perdía dejando caer agua en la parte superior de la torre de señales iba a formar una inmensa estalactita en los cinco días que la nave iba a permanecer en puerto.
Finalmente, el tubo se colocó en su lugar, la puerta gimió, se abrió y dejó salir un leve toque de aire cálido, diferente, una breve presión de aire encerrado que se escapa; y ahí, por supuesto, estaba el agente de la aduana, el primero sobre la rampa.
Bet encontró un lugar donde sentarse en el borde de una viga, y aunque estaba congelada, se quedó allí vigilando hasta que el hombre de la aduana volvió a salir por la rampa.
Bet tembló. Sentía…, Dios, sí, tenía la sensación de volver a pertenecer a algo, solamente con estar allí congelándose como en otra docena de esperas inútiles. Era una estupidez empezar a pensar así. Era suicida.
Pero no estaba asustada, no más allá de un ligero temblor en el estómago, síntoma de su sentido común y de la incertidumbre de la situación; no estaba asustada, sólo esperaba que le dejaran arriesgar el cuello, eso era todo; pensó en los lugares en que había estado y en aquellos a los que podía ir, pero todavía le resultaba todo remoto.
Oyó que la puerta interior volvía a abrirse y que alguien salía por el puente. Dos miembros de la tripulación con ropa irregular, no militar. El corazón le latió con más y más fuerza mientras los veía encontrarse con el jefe de muelle y seguía la larga conversación que solía marcar la llegada de una nave.
Bajaron otros miembros de la tripulación. Más ropa diversa, nada de uniformes, nada que lo pareciera. Se frotó las manos frías, se levantó de su sitio entre las vigas y, después de palmearse las piernas hasta que las sintió de nuevo, metió las manos en los bolsillos y fue hasta el final de la rampa.
—¡Eh, tú! —gritó uno de los trabajadores.
Pero Bet lo ignoró. Caminó hacia arriba, asintió y dijo hola amistosamente…, era un hombre con un tratamiento rejuv y una mujer, ambos vestían monos castaños, nada importante. Ropa de trabajo.
—Buenos días —dijo Bet—. Bienvenidos. Estoy buscando algo. ¿Alguna posibilidad?
No eran caras muy amistosas, por cierto.
—No aceptamos pasajeros —dijo el hombre. Ella se palpó el bolsillo donde guardaba la carta.
—Maquinista. Me quedé varada aquí. ¿Con quién puedo hablar?
Una mirada larga, una sola, muy larga, de una cara marcada, fría; y otra cara femenina, de mejillas vacías, con una cicatriz quemada en el costado.
—Conmigo —le dijo el hombre—. Me llamo Fitch. Primer oficial.
—Sí, señor. —Bet respiró hondo y metió las manos en los bolsillos intentando modificar en algo la posición de firme. Mierda. Relájate. Civil, por favor. Mierda, mierda—. Me llamo Yeager. De la Ernestina. Era la más nueva y tenían que reducir personal. Algunos siguieron adelante en otras naves, pero el tránsito ha sido escaso en los últimos seis meses.
—No estamos contratando personal en este momento —dijo Fitch.
—Estoy desesperada —dijo ella con la mandíbula tensa, jadeando—. Acepto cualquier cosa. No pido una participación.
Una mirada lenta, inquisitiva, de la cabeza a los pies y otra vez arriba…, como si el hombre estuviera pensando los pros y los contras de lo que miraba.
—No sé —dijo luego, e hizo un gesto leve hacia la rampa—. Hable con el Hombre.
Bet estaba casi helada por la espera en la esclusa de aire, en ese tipo de frío seco que congelaba el vapor de agua convirtiéndolo en un borde blanco en las superficies y afectaba a las rodillas hasta que se negaban a funcionar. Así subió hacia el umbral de las entrañas sombrías de la Loki. Cuando atravesó el anillo (que parecía tener sólo un corredor), le temblaban las rodillas y caminó como si estuviera borracha por la cubierta principal tapizada de azulejos. Sólo había una luz y un pasaje abierto junto a las compuertas que probablemente daban al depósito inferior.
Bet vio a un hombre rubio sentado frente a un escritorio. Vestía un traje de salto simple, castaño. El suelo suspendido formaba un escalón muy alto. Ella se quedó en el pasillo y habló:
—Quisiera ver al capitán.
—Aquí lo tiene —respondió el Hombre y la miró desde arriba, desde el escritorio. Bet subió el escalón agachándose para no golpearse con la puerta.
—Bet Yeager, señor. —El nombre de Fitch le había servido para entrar, pero ahora estaba temblando, sentía que los dientes querían castañetearle en la boca y no era sólo por el frío—. Maquinista. Experiencia en cargueros. Busco empleo, señor.
—¿Buena?
—Sí, señor.
Un largo silencio. Los ojos pálidos la recorrieron de arriba a abajo. El hombre extendió una mano delgada con la palma hacia arriba.
Bet buscó en el bolsillo y sacó los papeles, tratando de que su mano no temblara cuando puso la carta en la mano del capitán.
Él la abrió, desdobló el papel, lo leyó sin expresión, miró del otro lado (todo el mundo lo hacía para ver las últimas firmas) y doblándolo de nuevo se lo devolvió.
—No somos un carguero —dijo.
—Lo sé, señor.
—Pero tal vez usted no sea navegante.
—Soy navegante, señor.
—¿Sabe lo que somos?
—Creo que sí, señor.
Un largo silencio. Unos dedos finos hacían girar un lápiz una y otra vez.
—¿Qué rango?
—Tercero, señor.
Más silencio. El lápiz seguía dando vueltas en el aire.
—No pagamos estándar. Son cien por día cuando se despida. Y nada más. La llamada se realiza diez horas antes de partir. Mi nombre es Wolfe. ¿Preguntas?
—No, señor.
—Ésa es la respuesta correcta. Recuérdelo. ¿Algo más?
—No, señor.
—Hasta pronto, Yeager.
—Sí, señor —dijo ella. Y agachando la cabeza salió por la cubierta, hacia el corredor y el muelle. Todavía se sentía envarada por el frío. Pensó en ir al Registro. Quería un trago, quería salir a los muelles con algo en el bolsillo y luego pasar por los bares y sacarse el frío de los huesos, pero era una desconocida para la tripulación de la Lokiy no podía usar la tarjeta de Ritterman. Así que volvió al apartamento y se sirvió un buen trago. La Loki no era un carguero. El capitán se lo había dicho con toda intención. Todavía se sentía impresionada, pero los viejos nervios habían respondido bien. Loki era un nombre que no conocía, pero puede que seis meses o un año atrás el nombre hubiera sido otro. La estructura era de las viejas, vieja hasta las entrañas, una pequeña nave transportadora con tanques de tamaño desmesurado en el lugar en que debería haber estado la carga, algo naturalmente gigantesco para aquel motor; tanques fáciles de conseguir y fáciles de arreglar incluso en un astillero mediano como Viking que había construido tres de esas naves según la información que manejaba la Flota…, naves para agazaparse y esconderse en la oscuridad de varios saltos y luego correr de nuevo.
Pero la Línea era confusa, los fantasmas pasaban a un lado y a otro y la Flota ya no confiaba en ellos, no más que Unión: cuando se llegaba a un punto en el que había una nave fantasma, se la evitaba sin hacer preguntas.
De modo que este fantasma en particular era del todo oficial en Alianza. Las naves mercantes habían decidido un boicot, habían tomado Pell, y ahora los fantasmas que las estaciones habían construido para mantenerse informados salían al exterior, se hacían visibles con papeles oficiales y todo.
Era condenadamente lógico que el capitán no comentara nada sobre sus papeles. Las únicas ocasiones que la Loki hacía preguntas era cuando aparecía alguien correctamente vestido, con papeles en perfecto estado y un equipo reluciente buscando empleo.
Bet bebió del whisky de Ritterman. Trató de no pensar que, a pesar de que la nave fuera fantasma, unirse a ella equivalía a unirse a Mallory. Debía evitar caer en pequeños deslices, como la vieja costumbre que decía «quédate firme», como el «señor» y «señora», como los pequeños hábitos con el equipo, todo lo que oliera a militar…
Era muy probable que fueran espías de Mallory, pero lo importante era que estaban con Mallory, y no eran demasiado legales porque, en general, las naves fantasmas habían vendido información a todos los bandos. Entrar en esa nave equivalía a esconderse en el lugar menos evidente, justo el lugar en donde se estaba más a la vista de todos. Si conseguía aprender los movimientos, aprender el acento, aprender las costumbres de las naves fantasmas…, entonces le iría bien, claro que sí.
Era peligroso. Pero en cierto sentido menos peligroso que embarcar en una mercante que subía y subía, con una tripulación que esperaba que todos los miembros de las mercantes supieran ciertas cosas, cosas sobre puertos que ella nunca había tocado, especialmente sobre impuestos de carga y reglamentos de las estaciones, cosas que en definitiva nunca le habían interesado.
Había estado muy cerca del Viejo del África, una o dos veces. Unos miles de tropas vivían en las entrañas del África, pero Porey casi nunca iba por allí, excepto cuando todos bajaban a otra cubierta, cuando abordaban, entonces Porey siempre estaba en el centro; al acercársele, en esas pocas ocasiones, Bet había sentido su fuerza, había sabido inmediatamente por qué era el Viejo y por qué todos saltaban apenas abría la boca. Porey era el hombre más frío que había conocido; y tal vez fuera porque estaba desesperada o porque la Lokiera. Su apuesta a doble o nada, pero ese Wolfe, la forma en que se movía, la forma en que hablaba…, todo eso parecía decir «competente», «nada de tonterías», decía que era un hijo de puta y que no daba cuerda a nadie. Y eso tocaba los nervios dormidos de un soldado. Con ese hombre, Bet sabía exactamente dónde estaba; córtate el cuello en una apuesta pero demuéstrale que eres buena y tal vez puedas llegar lejos con un capitán así.
Un capitán de una fantasma. Ese Fitch, ese Fitch tampoco era un hombre fácil. Y la mujer que lo acompañaba no era de las que una podía empujar impunemente. Eso también decía algo acerca del capitán.
Se sirvió otro vaso. Tal vez, pensó, tal vez estuviera loca. No estaba segura de que no le conviniera desaparecer hasta el momento de la llamada a bordo, quedarse en el apartamento, no volver al Registro, pero quería mantener viva la tarjeta de Ritterman, debía evitar una investigación de las razones por las que Ritterman ya no estaba en actividad.
Cinco días, por lo menos, hasta que se llenaran los tanques de la Loki. Apenas cuatro hasta subir a bordo, si tomaba en cuenta las diez horas previstas. Si podía lograr que las cosas siguieran como hasta entonces, ir como todos los días hasta las máquinas expendedoras y quedarse tranquila, todo saldría bien.
Lo único que tenía que hacer era no meterse en líos y estar atenta a los ordenadores en busca de asuntos como cintas sin devolver, cualquier cosa que requiriera la intervención de Ritterman.
Mientras tanto, tenía que revisar las cosas de Ritterman y seleccionar algunas. Cosas poco problemáticas y fáciles de embalar. La aduana de Thule sólo se preocupaba por los revólveres, las fuentes de energía, los cuchillos, las navajas y los explosivos; el resto carecía de impuestos y no había reglamentos sobre el alcohol.
Empezó a preparar el equipaje, al menos a elegir lo que se llevaría.
Se acostó como de costumbre en el sofá de Ritterman, miró un vídeo, se emborrachó totalmente y despertó con un fuerte dolor de cabeza y el recuerdo, absolutamente verdadero, de que ahora tenía empleo.
La mejor noche que había pasado en los últimos seis meses, sí, sin duda la mejor.