3

La mujer a quien Ely llamaba Nan levantó la vista del escritorio en la oficina que daba al exterior, la miró de arriba a abajo y se puso de pie.

—Me caí —dijo Bet, porque sabía que el ojo se le estaba amoratando, se lo había mirado en el baño del restaurante. Tenía muy mal aspecto. Llevaba el traje cerrado hasta el cuello para cubrir los rasguños, todavía temblaba y olía a sudor. Pero había llegado a tiempo. Firmó sobre el escritorio ignorando la mirada que le dirigieron mientras lo hacía. Después levantó la vista—. Sentí que me iba a desmayar y caí. Lo lamento. Conseguí tomar algo para desayunar esta mañana. Me lo pagó un buen hombre. Hoy me recuperaré.

—Dios mío —dijo la mujer, impresionada, y se quedó de pie mirándola. Y así Bet se encontró frente a esa mujer de estación, esa mujer recta, respetable, que podía matarla con una llamada telefónica a las autoridades—. Dios mío. Siéntese.

—Vine a trabajar —dijo Bet—. El señor Ely dijo que iba a pagarme.

—Siéntese —dijo Nan con firmeza mientras señalaba una silla detrás del mostrador. Cuando Bet se sentó, le trajo coca y galletas.

Ella los aceptó.

—Gracias —dijo con voz débil, pensando que no le convenía discutir—. Realmente necesito el trabajo, señora.

Estaba suplicando. Pero no tenía opción.

—Llamaré a la enfermería —dijo Nan.

—No. —El corazón de Bet latió con fuerza. Casi dejó caer la taza—. No. No lo haga.

—Usted no se cayó —dijo Nan con voz oscura.

Bet levantó la vista y descubrió más sentido común del que esperaba en esa mujer seca y sencilla. No era una acusación. Nan sabía perfectamente bien que una caída no le deja a nadie la cara como la tenía Bet. Eso era todo.

—Me empujaron contra una pared. Por favor, deme una oportunidad, trabajaré dentro, en las oficinas, para no asustar a los clientes.

—Quiero hablar con el señor Ely. Ya pensaremos en algo.

—No quiero médicos. Por favor. Por favor, señora.

—Quédese aquí.

Nan se fue. Bet se sentó y tomó la coca. Le dolía el corte en la boca y el azúcar le provocaba dolor en el diente flojo. Mantuvo la taza entre las manos, tratando de no sentir pánico, mirando constantemente el corredor de vidrio al que daban las oficinas exteriores, tratando de no pensar en teléfonos ni en Seguridad ni en el baño de la noche anterior.

Pero la cabeza le latía con fuerza, y el dolor era lo suficiente intenso para marearla un poco. Oyó regresar a Nan con Ely y vio que éste la miraba.

—¿Una pared, eh? Usted está muy mal, Yeager.

—Sí, señor.

Él la miró un largo rato con los brazos cruzados. Por fin dijo:

—Quiero hablar con usted en mi oficina.

—Sí, señor —respondió ella. Dejó la taza en el mostrador—. Gracias —dijo a Nan, pero Ely añadió:

—Tráigala.

Obedeció y lo siguió por el corredor hasta la oficina.

Ely se sentó. Ella también; la taza le entibiaba las manos.

—¿Está bien? —preguntó él. Bet asintió.

—¿Informó de ello? Ella negó con la cabeza.

—¿Le robaron?

—No había nada que robar —dijo ella.

—¿Está bien? —preguntó él de nuevo, y Bet pensó que tal vez era la forma delicada en que un hombre de estación le preguntaba si la habían violado.

—Estoy bien —respondió—. Fue un malentendido, nada más. Un borracho de mierda que se me cruzó en el camino. —Dios, si ese hombre o Nan relacionaban eso con las noticias de la mañana…—. Yo no andaba muy bien anoche. Me empujó, lo maldije, golpeé la pared y me desmayé. Él se disculpó y me pagó el desayuno.

Ely tenía dudas. La miró un largo rato.

—¿Dónde pasa usted la noche?

Ella pensó con desesperación. Hacía un año que no le preguntaban. Recordó el nombre del bar.

—El bar de Rico. Un lugar como cualquier otro.

—¿Es ahí donde vive?

—Ahí es donde recibo las cartas.

—¿Quién le escribe?

Ella se encogió de hombros. El corazón le latía con fuerza. Pero sabía que Ely no tenía por qué ayudarla, no tenía por qué darle un crédito a una navegante venida a menos. Ni tenía por qué llamar a una mujer para que estuviera presente mientras hablaba con ella para que todo fuera decente. Se daba cuenta de que no pretendía aprovecharse de ella, de que quería hacer una buena acción. Y eso era muy raro en los muelles de las estaciones.

—Nadie —dijo—. Pero si alguien lo hiciera, ahí es donde me encontraría. Si llegara algo…

Él la miró. Nada más. Después dijo:

—Se va a ocupar de la basura y de los recados. Firme todas las mañanas y asegúrese de parecer una cliente si entra algún extraño. No quiero que Personal la vea. Si alguien la encuentra en la parte de atrás, diga que iba al baño.

Bet asintió. Se sentó en la habitación de atrás y dividió la basura para el reciclado. La pesó y anotó la cantidad en cada paquete porque a veces los que se ocupaban de reciclar engañaban a las oficinas. Había oído decir eso apenas puso un pie en Thule.

A las doce del día principal, Ely le dio el crédito y ella fue a un restaurante, se sentó y pidió un bol de sopa.

Esa noche volvió a Rico y a Terry, Terry Ritterman, que le compre» una cerveza y una taza de guiso.

Después la llevó adentro. Bet se desvistió y dijo que tenía que lavarse la ropa. Él le consiguió un balde y ella limpió bien el traje de salto y la ropa interior y los colgó para que se secaran junto a la ventilación. Terry se acercó por detrás mientras lo hacía y le puso las manos encima. Sin palabras. Ella le dejó hacer. Dejó que la tendiera en el suelo y la tocara, eso era todo. Ella cerraba los ojos o miraba al techo. Finalmente alguien entró en el local y él salió a atender.

Bet dio media vuelta, se envolvió en la alfombra y durmió durante un rato. Luego Terry volvió, la despertó, y empezó de nuevo.

Llegaban clientes. Él se iba durante un rato. Volvía y otra vez insistía. Bet pensó que debía de haber estado mucho tiempo sin sexo, que ya se cansaría y tal vez durmiera y la dejara dormir. Pero nunca se cansaba.

Por la mañana Bet se vistió y él le pagó el desayuno. Quería que Bet fuera a su apartamento.

—Tengo que trabajar —dijo ella.

Se ganó su crédito y pensó en buscar otro lugar donde pasar la noche: se había recuperado lo suficiente como para que Terry la molestara, ahora casi le daba escalofríos, pero si se iba no tendría ni cena ni desayuno gratis.

Así que volvió a Rico.

Y así, todos los días. Cada día le daban el crédito y cada noche principal volvía al bar. Terry empezó a ponerse raro. Insistía en que fuera a su apartamento. Decía que quería mostrarle el lugar en que vivía.

Empezó a pedir cosas raras: por ejemplo, quería atarla.

—Ni hablar —dijo ella—. Yo no juego a eso.

Entonces Terry pareció avergonzarse. Pero Bet empezó a preocuparse porque después de aquello le pagaba muchas copas. Le preocupaba porque tenían que dormir juntos y él le tocaba las heridas y le preguntaba cómo se había hecho ésta y luego aquélla…, y estaba raro, raro como cuando hacía el amor.

—Basta —dijo ella finalmente y se lo quitó de encima. Entonces él la golpeó, y fue a dar con la cabeza contra los azulejos. La vista se le nubló y vio rayas de colores brillantes. Se quedó quieta, diciéndose a sí misma que estaba metida en problemas. No reacciones, no reacciones, es un tonto, eso es todo

—La noche que viniste —dijo él—. Ese ojo amoratado y… La estaba lastimando. Consiguió liberar una mano y se cogió la oreja.

—¡Me duele, cono!

Trató de agarrarle el brazo y ella le golpeó con la rodilla. Terry aulló. Escabullándose, saltó fuera de la cama y golpeó los estantes con los hombros.

—Perra de mierda —dijo él.

—No te acerques. —Bet se recostó contra los estantes y se sentó sobre un barril de cerveza. Hacía frío. El aire estaba helado y el depósito tenía un olor nauseabundo—. Atrás, amiguito.

—Vuelve aquí.

—Mierda. Ni lo sueñes. Déjame tranquila. Estoy cansada. Es de noche. Yo trabajo de día, así que déjame en paz.

—Tú y ese ojo negro. Ese hombre que dices que te…

—Te he dicho que me dejes en paz. Ya te pagué por la cena. La campanilla de la puerta sonó. Él se quedó sentado allí, jadeando y no salió a atender el negocio.

—Tienes clientes, Terry querido.

—Seguridad está buscando a una mujer, por algo que sucedió en Verde esa noche, la misma noche en que llegaste aquí, una mujer marcada por los golpes. No tienes tarjeta, no tienes ID, llegaste golpeada… No llames a los médicos, decías. No quiero tener nada que ver con médicos…, claro que no, amorcito.

Alguien había entrado en el bar y pedía servicio.

—Ve, cono —murmuró ella—. Tú no quieres que la ley venga aquí.

—Eres tú la que no quiere a la ley —dijo él y le puso una mano en la pierna—. Yo hago lo que quiero. ¿Entiendes? Sé que vas al Registro todos los días. Te seguí, ¿has oído? Si llamo a Seguridad, les puedo decir dónde encontrarte aunque no estés en el ordenador, y estoy seguro de que no estás ahí, amorcito…

—Maldita sea, si tanto respetas la ley ve afuera y atiende a esos tipos antes de que llamen a Seguridad… Él le acarició la piel.

—Será mejor que estés aquí cuando vuelva. Será mejor que no te vayas. Te tengo para mucho tiempo, más vale que te vayas dando cuenta.

Más gritos.

—Un minuto —aulló Terry. Se levantó, recogió la ropa rezongando y salió por la puerta mientras se ajustaba el cinturón.

Bet se sentó sobre el barril con los brazos alrededor de las rodillas. Tenía ganas de vomitar.

Lo pensó bien y sopesó las opciones que tenía. Oyó voces en el bar, se levantó, recogió la ropa colgada en la ventilación y se vistió. Fue hasta el bar, donde Terry servía una mesa ocupada por rudos trabajadores de los muelles.

Él la miró con furia, con una mirada de loco. Bet fue hasta la barra, se sirvió un trago y oyó los comentarios groseros de los cuatro trabajadores, la invitación que le hicieron de tomar un trago, ir a un hotelucho con ellos y hacer esto y aquello.

No era una mala idea, bien pensado. Pero lo que la atravesaba como una lanza fría y clara era la velocidad con que Terry Rittercomo-fuera se comunicaría con Central.

Con sus huellas dactilares en la escena del crimen, la ley sólo necesitaría ver el ojo amoratado y los rasguños y averiguar que era una ilegal y una forastera para conseguir de un juez la orden para un interrogatorio.

Sometida al trank.

Miró a los trabajadores e hizo un gesto de rechazo. Estibadores. Una especie muy ruda. Pero mucho más limpia que Terry Ritterman. Probablemente hasta decentes cuando estaban sobrios y solos. Terry se acercó y le puso una mano en el muslo.

Ella lo dejó hacer. Se reclinó sobre la barra y tomó vodka, trago a trago, mirando a los trabajadores y pensando que cualquiera de ellos sería mejor que Terry. Infinitamente mejor.

Tomó una botella y les sirvió el vaso lleno aunque ellos protestaron porque no habían pedido nada.

—Pago yo —dijo Bet, e imaginó una pequeña obrita de teatro, una pelea en la que un hombrecito suave podía morir a manos de un estibador. Pero también eso significaba la ley. Y preguntas, claro.

Estuvieron bebiendo, Bet jugó con ellos y disfrutó viendo a Terry preocupado y sufriendo. Decidió tenerlos ahí hasta el amanecer del día principal, cuando llegara el dueño.

Terry anotó el precio de la bebida en su tarjeta, la miró con furia y le hizo un gesto para que se acercara, pero Bet lo ignoró hasta que él levantó el teléfono.

Entonces se acercó a él.

—Te vienes a casa conmigo —dijo él, colgando el teléfono—. Vas a pagar por esto.

Le pellizcó el muslo con fuerza y Bet no dijo nada; se alejó y volvió a sentarse. Siguió tomando el desayuno mientras el dueño, que acababa de llegar, controlaba las cuentas. Por un momento levantó la vista y le dio los buenos días.

—Buenos días —respondió ella. Probablemente debía sospechar algo al ver anotado en la tarjeta de Terry el zumo de naranja y las tostadas de cada día. Eso parecía decir con la mirada.

La misma mirada que los siguió cuando Terry se acercó a su mesa y le dijo que se iban.

—Te voy a enseñar lo que es bueno —le dijo entre dientes mientras la tomaba del brazo. Caminaron como amantes hasta el ascensor. Terry tenía que guardar las apariencias: había otros ocupantes en el ascensor. De nuevo la asió del brazo cuando llegaron a su piso, en Verde. Ahora estaba ardiendo como un horno. Le retorcía la mano en un puño suave, húmedo de sudor. Le dijo en un murmullo que iba a gustarle, que él le iba a enseñar a comportarse, pero que, después de eso, se entenderían, que podría quedarse en el apartamento el tiempo que quisiera. Siempre que hiciera lo que él quería, la mantendría alejada de la ley.

Bet no dijo nada, hasta que él le retorció la mano exigiéndole que dijera que sí. Entonces dijo sí.

Terry sacó la tarjeta llave del bolsillo y la llevó hasta una sucia habitación en un vestíbulo en miniatura que podría haber sido parte de una nave y no una residencia de estación. Abrió la puerta, encendió las luces con una llave manual y volvió a cerrar.

Era un lugar horrible. Todo estaba revuelto. Olía a cañerías sucias, a platos sin fregar y a ropa sucia. Observó a Terry mientras se quitaba la chaqueta y la arrojaba sobre la mesa. Le temblaban las manos.

Esperó hasta que se volvió a mirarla y trató de tomarla entre sus brazos. Entonces le sujetó la mano con fuerza y se la retorció hasta que Terry golpeó el suelo.

—Hay algo que quiero decirte —dijo ella en ese instante de sorpresa y miedo—. El nombre de mi nave es África.

Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente. Trató de levantarse y ella lo dejó. Él se tambaleó y buscó apoyo en la pared. Bet estaba segura de que debía haber un teléfono en medio de toda esa suciedad. Le dio la oportunidad de buscarlo. Se reclinó sobre la silla, esperando. Pero Terry estaba helado y blanco como un papel.

—Estás mintiendo —dijo, de pie con el cabello revuelto—. Puta de mierda, me estás mintiendo.

—Me separé de la nave cuando la Flota se fue. Me mezclé con los refugiados, trabajé en los muelles durante un tiempo y después subí a bordo de un carguero. —Bet se palpó el bolsillo izquierdo—. Incluso tengo un certificado de Alianza donde se afirma que perdí mis papeles. Llegar aquí no fue difícil. Nací navegante, amigo, es cierto, pero me entrené como soldado.

—Vete —dijo él, haciendo un gesto con mano temblorosa—. Vete, cono. No tienes nada que hacer aquí. Y yo no gano nada si te denuncio.

Ella movió la cabeza lentamente.

—Ah, no amigo, sabes que voy a matarte. Y en tu caso, voy a tomarme mi tiempo, te lo aseguro.