Iba al Registro todos los días y empezó a observarla: era una mujer alta, delgada, poco notable entre tantos otros que buscaban trabajo, hombres y mujeres que habían aterrizado en Thule, hombres y mujeres que habían llegado al final de toda esperanza y esperaban un nuevo comienzo en alguna parte, en alguna otra estación o a bordo de una nave que llegara a puerto y comerciara en los días de la segunda decadencia de Thule.
Llevaba un traje de salto casi transparente, un traje que alguna vez había sido azul y había perdido su brillo original, pero que todavía estaba limpio. Tenía el cabello rubio, cortado en los costados y por detrás, una mata harapienta de mechas lacias que crujían con la estática. Entraba todos los días en el Registro y firmaba la solicitud: Elizabeth Yeager, navegante, maquinista, temporal; y se sentaba con las manos cruzadas en una mesa del fondo. Generalmente se quedaba sola y evitaba la charla mirando con firmeza y severidad a los que se le acercaban, y todos la dejaban en paz. A las 17 00 del día principal se cerraba el Registro, y ella desaparecía hasta la próxima firma, a las 08 00 del siguiente día principal.
Día tras día. Acudía a algunas entrevistas y a veces conseguía un trabajo temporal desapareciendo uno o dos días, pero siempre volvía, segura como el curso de Thule alrededor de su estrella sombría y sin comercio. Se sentaba en el mismo sitio y esperaba, sin expresión en la cara. El resto de clientes iban y venían, partían hacia otros destinos, hacia empleos en naves que tocaban puerto o a pagar con su trabajo el pasaje en las pocas que llegaban. Pero Elizabeth Yeager no.
Así que el traje de salto —que parecía el mismo día tras día— perdió su brillo, empezó a colgarle suelto alrededor del cuerpo; ahora caminaba más lentamente que antes, todavía derecha, pero con una especie de debilidad al andar. Se sentaba en el mismo sitio, frente a la misma mesa, como siempre, pero en esos últimos días, Don Ely había empezado a fijarse en ella y a calcular cuánto tiempo hacía que venía, entre los períodos de trabajos temporales y las solicitudes de empleo.
La observaba al salir en las tardes de los días principales y la veía llegar para firmar a la mañana siguiente, una más de los cuarenta y siete solicitantes. Esta vez era fin de semana, no había naves en el puerto, poco comercio en los muelles, nada en la agonizante economía de Thule como para ofrecer siquiera un empleo temporal. En aquellos tiempos Thule se hundía en una sensación de desesperanza creciente, de futuro cada vez más exiguo, de acercarse a una larga noche, todavía más larga que la primera, cuando el descubrimiento de la tecnología MRE (más rápida que la luz) había cerrado la estación por primera vez. Ahora corrían rumores de otro cierre inminente, tal vez de poner a la Estación Thule rumbo al Sol, incluso de vaporizar el metal, porque resultaba antieconómico tratar de arrastrarlo para reciclarlo y porque lo más que se podía esperar de Thule era que no renaciera como base de Mazian.
Nada en el puerto, ningún trabajo en la estación, excepto los que eran absolutamente necesarios para mantener un estado mínimo de funcionamiento.
Don vio a la mujer dirigirse a su mesa acostumbrada, a su asiento de siempre, desde donde podía observar el monitor de las noticias, el reloj y el mostrador.
Ely fue hasta la estación de trabajo, detrás del mostrador, se sentó y pidió el expediente: Yeager, Elizabeth A., maquinista, carguero, 20 años.
¿Más?, preguntó el ordenador. Él quería más.
Nacida de una navegante en el carguero Cándida, ciudadanía Alianza, edad 37, nivel de educación 10, no hay parientes, empleo previo: varias naves, mantenimiento del sistema interno, Pell. Mientras leía el informe de trabajo sobre el escritorio, recordó a otros que habían llegado con una categoría semejante. Esa gente había conseguido empleo en Thule, en el sistema interno —el mantenimiento de los pocos sistemas de conexión de Thule requería una atención constante—, y reunían una cantidad respetable de créditos; o bien se habían embarcado hacia Pell o Venture. Pero Yeager sólo encontraba trabajos de limpieza, o se metía en esto o en aquello cuando alguien enfermaba. Era evidente que durante todo ese tiempo esperaba que se le presentara algo mejor. Pero en esos días no había nada.
Durante toda la tarde estuvo observándola en su asiento hasta que se cerró el Registro; la vio levantarse y caminar hacia la puerta, con el paso un poco desequilibrado. Podría haberse pensado que estaba borracha, pero sabía que no se había movido de la silla en todo el día. Era otro tipo de temblor que agitaba esa espalda endurecida. Drogas, tal vez. Pero hasta entonces no había notado nunca una mirada extraviada en aquellos ojos extraños.
Se inclinó sobre el mostrador.
—Yeager —dijo.
Ella se detuvo en el umbral y se volvió. Tenía el rostro cansado, demacrado; al contraluz no muy brillante de los muelles del exterior, parecía mucho más vieja que los treinta y siete que indicaba el informe.
—Yeager, quiero hablar con usted.
Ella se volvió despacio, menos temblorosa, pero con esa mirada perdida que revelaba claramente que no esperaba otra cosa que problemas. Cuando estuvo más cerca, junto al mostrador, Ely vio que tenía cicatrices: dos en forma de estrella sobre el ojo izquierdo; una larga en el derecho y otra en el mentón. Y los ojos… Primero creyó que estaba frente a una mujer con problemas, pero ahora sentía que era él quien tendría problemas por haberla dejado acercarse tanto. Ojos como heridas abiertas. Ojos en los que ya no había rastro de esperanza, ni de fe.
—Quiero hablarle —dijo él. Ella lo miró de arriba abajo dos veces, y asintió sin decir nada; la condujo hacia su oficina por el pasillo interno de paredes de vidrio. Volvió a encender las luces.
Tal vez ella estuviera pensando en su seguridad, de lo que no había duda era de que él pensaba en la suya, y en el peligro que suponía para su carrera llevarla allí después de la hora de cierre. Empujó el comunicador sobre el escritorio, hizo un gesto para que Yeager se sentara en una silla y se acomodó tras la protección del comunicador. Esperaba que la otra empleada del Registro no se hubiera marchado.
—¿Nan, Nan? ¿Estás ahí todavía?
—Sí.
Era un alivio.
—Dos tazas de coca, Nan, con mucho azúcar. Y muchas gracias, no olvidaré este favor. No te importa, ¿verdad? Hubo una pausa.
—¿Azúcar en las dos?
Él nunca ponía azúcar en la coca.
—Tráelas, ¿quieres? ¿Tienes galletas? Otra pausa. Ea voz seca, dura:
—Voy a ver si hay.
—Gracias. —Él se reclinó en su silla y miró la cara amargada de Yeager—. ¿De dónde es usted?
—¿Es por un trabajo?
Ea voz era ronca. Ea mujer olía a jabón, a desinfectante de baño público; le costó reconocer el olor. Bajo la luz, las mejillas se veían vacías y el sudor brillaba sobre el labio superior, un síntoma de poca salud.
—¿Cuál fue su último empleo?
—Maquinista. En el carguero Ernestina.
—¿Por qué lo dejó?
—Trabajaba para pagarme el pasaje. Eran tiempos duros. No pudieron llevarme.
—¿Y la dejaron aquí, en Thule? —Era algo muy duro para hacérselo a un miembro del personal; tal vez, por una u otra razón lo hubiera merecido.
Ella se encogió de hombros.
—Cuestión de economía, supongo.
—¿Qué busca?
—Carguero, si puedo. Pero sistemas internos estaría bien. Se le iluminó la cara con algo así como una esperanza muy pequeña. Ely se sintió culpable de haberle creado esa ilusión falsa.
—Eleva mucho tiempo aquí —dijo él, y agregó con rapidez para aclarar las cosas—: No tengo nada. Pero en la estación hay trabajo. Ya sabe que puede quedarse. Tendría lo básico: refugio, comida y cancelación de las deudas en el caso de que se cierre la estación. No hay mucha gente por aquí y la comida es muy mala, pero puede elegir habitación en cualquier lugar de la estación. Una maquinista… podría conseguir mucho más que eso, si fuera buena.
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué?
—Soy navegante —respondió.
Ely no podía entenderlo. Lo había oído miles de veces; gente que prefería morirse de hambre a entrar en una estación, aceptar un trabajo y recibir raciones. Eran los que preferían las drogas o el suicidio antes que perder la prioridad en la lista de solicitantes del Registro, esa pequeña ventaja que suponía ser el primero en las entrevistas.
—¿Papeles? —preguntó, porque el informe sobre ella no decía nada acerca de eso, desperfectos en los ordenadores, nada extraño en los sistemas mal mantenidos de Thule.
Ella se palpó el bolsillo, pero no hizo gesto de mostrarlos.
—A ver —dijo él.
Sólo entonces, la mujer los sacó y se los dio; la mano le temblaba como la de una anciana.
—Mi nombre es Don Ely —comentó en tono normal al darse cuenta de que no se lo había dicho. Miró el papel doblado. No era oficial como debería, solamente una carta.
A cualquier capitán:
Esta carta tiene como objeto atestiguar el buen carácter y servicios de Bet Yeager, que se embarcó con nosotros desde el 55 al 56 y pagó su pasaje con trabajo honesto de vigilancia y guardia en las cocinas y pequeños arreglos de mecánica y mantenimiento general, años en los que ha demostrado muchas habilidades adquiridas bajo supervisión de otros navegantes capaces, que realizó con cuidado y perfección. Mi tripulación y yo mismo lamentamos que deje esta nave. Se pagó el pasaje y todavía tiene crédito en la computadora al descender.
Bet Yeager embarcó sin papeles bajo condiciones de emergencia y esta nave certifica que se la conoce como Elizabeth Yeager, cuyas huellas dactilares e IDs semejantes se ofrecen aquí como prueba. Sirvió honorablemente en la nave y por lo tanto, en virtud de mi autoridad, esto reemplaza la identificación perdida dado que ella jura ser Elizabeth Yeager de acuerdo a la Convención de Pell, artículo 10.
Firmado y Jurado por: T. M. Kato, capitán de A M Ernestina, última base, Pell.
E. Kato, capitán asociado.
Q. Jennet Kato, jefe de ingenieros, piloto.
Y. Kato, sobrecargo.
G. B. Kato, sobrecargo inferior, piloto.
R. Kato; W. Kato; E. M. Tabnz; K. Kato…
Miró del otro lado. Había más firmas. El papel envejecía en los bordes y las líneas de doblez.
No había ninguna otra hoja en la carpeta, nada oficial excepto el sello de la Ernestina y la fecha.
—¿Nada más? —preguntó él.
—La guerra —respondió ella, con su voz inexpresiva.
—¿Refugiada?
—Sí, señor.
—¿De dónde?
—De la Ernestina, señor —concluyó ella.
Una respuesta definitiva. «Vete a la mierda. Señor».
Ely vio a Nan al otro lado de la pared de vidrio. Se acercaba por el pasillo con la bandeja. Ella lo miró discretamente, esperó a que le hiciera una seña con la cabeza y entró.
Yeager tomó la taza que le ofrecía con mano temblorosa. Ignoró las galletas y dejó la taza junto a ella sin probar.
—Aquí, por favor —dijo Ely a Nan señalando el lugar en donde quería que dejara la bandeja con las galletas. Tomó su taza y bebió un trago del líquido dulce mientras Nan dejaba todo junto a Yaeger—. Sírvase una —indicó a la mujer.
Ella le obedeció, tomó su taza y bebió un trago muy corto.
A la mierda contigo, decía su mirada. Claro que acepto la hospitalidad y mejor será que no creas que es caridad.
—Gracias —dijo Ely a Nan—. Quédate un poco, ¿quieres?
Nan lo miró considerando la propuesta y se retiró con una paciencia llena de irritación y preocupada. Nan tenía sus propios problemas: tal vez una cena a medio hacer en el horno, una cena que se enfriaría si esto se alargaba demasiado; tal vez una cita. Ely le debería un favor, por aquello, y pensó que obviamente era un tonto. Nan, veterana del Registro de Pell, había visto ya cientos de Yaegers mientras Ely se quedaba sentado en el esplendor insular de las oficinas de navegación de Mariner. Claro que había tipos raros en la oficina de Thule. Todos tenían problemas. Algunos incluso significaban problemas.
Ely depositó el papel sobre la mesa. Los ojos de Yeager siguieron el movimiento con el primer rastro de nerviosismo que había demostrado hasta entonces, y ahora que Nan se había marchado, volvió a levantar la vista para mirarlo.
—¿Cuánto hace que está aquí?
—Un año. Más o menos.
—¿Cuántos trabajos?
—No sé. Tal vez dos; o tres.
—¿Últimamente?
Un gesto negativo con la cabeza.
—Tal vez pueda encontrarle algo.
—¿Qué? —preguntó ella; la sospecha era instantánea.
—Mire —dijo él—. Se lo diré claramente. Ea veo acudir aquí…, hace ya mucho tiempo. Esto —sacudió el papel de la Ernestina—, esto dice que usted sabe trabajar. ¿Se lo muestra a la gente en las entrevistas?
Hizo un inexpresivo gesto de asentimiento con la cabeza.
—Pero rehúsa el trabajo en la estación. Volvió a negar con la cabeza.
—Esos papeles no dicen nada sobre un título. O acerca de un grado.
—La guerra —dijo ella—. Lo perdí todo.
—¿En qué nave?
—Cargueros.
—¿Dónde?
—En Marinen Pan-parís.
—Nombres. —Ely había nacido en Mariner. Era su hogar y conocía los nombres.
—Trabajé en muchas naves. Luego llegó la Flota y nos hicieron pedazos. Yo estaba en la estación. —No había pasión en su voz, tan sólo un recitar ronco, monótono, distante, que quebraba los nervios. Era un momento demasiado tenso, demasiados recuerdos, las naves de refugiados, el olor, la muerte.
—¿Qué nave la transportó?
—La Sita. Nombre correcto.
—No quedaron registros, ni papeles. —Apoyó la taza sin probarla, jugó con una galleta y se la metió en el bolsillo—. Los robaron, con todo lo demás. Gracias de todos modos.
—Espere —dijo Ely mientras ella se levantaba—. Siéntese y escúcheme, Yeager.
Se quedó de pie, mirándolo. Tenía el rostro cubierto de un sudor muy fino que brillaba en la oscuridad. La única luz provenía del escritorio iluminado en el cubículo siguiente, el de la oficina de vidrio de Nan.
—Sé lo que es eso —dijo él—. Estuve en la Perla. Entiendo lo que siente. También estuve en Q igual que usted. ¿Dónde vive ahora? ¿De qué? ¿Le pagan?
—Me las arreglo, señor.
Respiró hondo, levantó el papel y se lo ofreció. Ella lo tomó con la mano temblorosa.
—Así que cree que no es cosa mía. Así que no quiere ayuda. La veo venir aquí día tras día. Es una espera muy larga, Yeager.
—Sí —dijo ella—. Pero no hago trabajo de estación.
—Preferiría morirse de hambre. ¿Le ha ofrecieron algún otro tipo de trabajo?
—No, señor.
—¿Rechazó algún empleo?
—No, señor.
Hubiera aparecido en el informe: era ilegal rechazar trabajo si uno estaba en la indigencia.
—Entonces, fracasa en las entrevistas. En todas. ¿Por qué?
—No lo sé, señor. Supongo que no soy lo que buscan.
—Le diré lo que vamos a hacer, Yeager: va a limpiar esta oficina durante unas semanas, mantenga todo esto limpio y ayude a los secretarios. ¿Le parece bien un crédito por día?
—¿Y no pierdo mi puesto en la lista del Registro?
—No lo pierde.
Vaciló un momento. Después asintió.
—En efectivo —dijo.
Tenía que ser en efectivo. Ely también asintió. Ella había aceptado y ahora el problema era suyo, un problema de difícil solución; su esposa iba a mirarlo de arriba a abajo y a preguntarle qué mierda estaba haciendo, por qué le daba siete créditos por semana a una desconocida. Un puesto en el Registro de Thule no era un trabajo de lujo, y si la Sección Azul preguntaba, no sabría qué decirles. Probablemente estaba infringiendo reglas establecidas. Podía pensar en dos o tres de ellas en menos de un segundo.
Por ejemplo, tomar empleados sin autorización en una oficina de estación.
O no notificar a Seguridad sobre alguien que probablemente no pagaba lo que consumía. Era evidente que Bet Yeager no podía pagar una habitación. Tenía que ser una ilegal que tomaba suministros de la estación y no daba nada a cambio.
Día tras día en el Registro. Con el olor a jabón de los baños públicos.
Ely buscó en su bolsillo y sacó un billete de veinte. No encontró cambio. Se lo ofreció, aunque hubiera preferido que no fuera tanto.
—No, señor —dijo Yeager—. No sé dónde voy a estar dentro de veinte días. Tiene que llegar una nave.
—Págueme cuando consiga empleo. Cuando llegue esa nave.
—No me gustan las deudas, señor.
—No está llenando el estómago, Yeager. Y si no come, no puede trabajar.
—Gracias, señor, pero me las arreglo. Deje, señor.
—No sea… —Imbécil, casi se le escapó entre los labios. Pero si lo decía, ella no volvería a pisar el Registro. Así que añadió—: La quiero aquí por la mañana, con el estómago lleno. Tómelo. Por favor.
—No, señor. —El labio de Yeager tembló. No miraba el dinero—. No quiero caridad. —Se tocó el bolsillo donde tenía los papeles—. Tengo lo que necesito. Gracias. Hasta mañana. —Hasta mañana —dijo él.
Ella asintió una vez, se volvió y salió por la puerta. Militar, pensó Ely, de pronto lo había comprendido. Y entonces se preocupó, porque no constaba nada de eso en la carta. La tripulación de los cargueros no era tan marcial, y un militar significaba milicia de estación, o tal vez Flota o incluso Unión si era de unos años atrás.
Eso lo asustó. Las mercantes grandes y armadas eran muy pocas; el Noruega, única fuerza real de Alianza, y la Flota de la Compañía Tierra estaban Dios sabía dónde, y cualquier señal luminosa no identificada en los receptores a distancia de la estación hacía temblar a toda Thule.
Llamar a Seguridad; Ely sintió el impulso en los huesos. Una investigación no suponía un arresto. Podían controlar su procedencia sin tocarla, preguntar, comprobar si había alguna otra persona entre los tres mil habitantes de Thule que recordara a Bet Yeager en la Sita o en la zona Q de Pell.
Pero Seguridad la arrestaría si ella los trataba con esa actitud cerrada y agresiva, con ese aire de a-ti-qué-teimporta. Segundad de Thule, siempre irritable, la arrastraría a las celdas de la cárcel y la interrogaría…, le darían de comer, cierto…, pero después le harían preguntas que no podría contestar, como: ¿dónde vives?, ¿cómo vives? Y tal vez Bet Yeager era lo que decía ser y nunca había cometido ningún crimen, excepto morirse de hambre en los muelles de Thule. Pero si ellos consideraban incorrectas sus respuestas, la pondrían en las listas de la estación, la llenarían de deudas y Bet Yeager terminaría acusada de traición.
Una navegante…, en una celda diminuta de la Sección Blanca. Una navegante capaz de cualquier cosa con tal de quedarse junto a los muelles para tener una oportunidad en una nave, una navegante que acabaría trabajando en una estación en decadencia hasta que se apagaran las últimas luces.
Una simple investigación podía hacerle eso a Bet Yeager.
Ely fue hasta la oficina de enfrente, se acercó al mostrador y vio cómo la mujer abría la puerta y salía lentamente.
No tenía idea del sitio adonde iría a pasar la noche principal: supuso que algún rincón oscuro del muelle, dondequiera que hubiese estado pasando las anteriores noches. «Espere», podría decirle. También podría llevarla a casa, darle de comer, dejarla dormir en la habitación de enfrente. Pero pensó en su esposa, pensó en la seguridad de ambos y en la posibilidad de que Bet Yeager estuviera algo más que un poco loca.
De modo que no dijo nada y Yeager salió por la puerta hacia el brillo actínico y las sombras profundas de los muelles.
—Mmm —farfulló Ely y volvió a la oficina de Nan, que estaba de pie junto al escritorio, mirándolo. Hizo un gesto hacia la puerta—. ¿Conoces a ésa?
—Viene todos los días —respondió Nan.
—¿Sabes algo de ella?
Nan negó con la cabeza. Apagaron las últimas luces y caminaron hasta la puerta, que se selló tras ellos. Después anduvieron juntos por los muelles, bajo el brillo frío, implacable de las mareas de luz, en medio de la dureza y los olores de las máquinas quietas y del licor pasado y casi podrido.
—Una vez quise darle uno de cinco —dijo Nan—. No lo quiso. ¿Tú crees que está bien de la cabeza? ¿Tendríamos que…, bueno, notificarlo a Seguridad? Esa mujer está en dificultades.
—¿Te parece una locura querer irse de aquí?
—Lo que es una locura es seguir intentándolo —dijo Nan—. Debo reconocer que sabe esperar. En un año, nos van a cerrar la estación, o empaquetan todo y nos mandarán a otra parte. Podría conseguir algo tanto fuera como aquí. Incluso mejor que aquí.
—No creo que sobreviva un año —dijo Ely—. Pero no puedo decírselo a la cara.
—Me pone nerviosa —dijo Nan.
Ely hubiera querido hacer algo. Hubiera querido tener claro si debían ponerse en contacto con Seguridad o no.
Pero la mujer no había hecho otra cosa que pasar hambre. Ely llevaba un año trabajando en el Registro, ayudando a administrar el servicio de empleos que estaba pensado como medida humanitaria; un sistema que daba prioridad a los primeros de la lista. Pero al final, ese mismo sistema acababa por alentar casos como el de Bet Yeager, por hacer que la gente se aferrara a él y estuviera dispuesta a cualquier cosa con tal de no salir de la lista y seguir ocupando el lugar que había alcanzado. Nadie podía saber si llegaría otro navegante que amenazara su puesto en la lista; Yeager no sabía si sería la Mary Gold, que estaba por llegar, la que lo traería, pero no quería escuchar; Yeager, que había llegado a arrastrarse para conseguir los empleos temporales que le permitieran sobrevivir un poco más, trabajos de esos que ya no existían en Thule. Unos pocos días más y terminaría en la lista de subsistencia de la estación: el sistema judicial daba diez créditos gratis todos los días a cualquiera que no pudiera demostrar cierta solvencia. En el caso de Bet Yeager, era obvio que se le había acabado el dinero hacía ya un año. Y lo había intentado durante tanto tiempo…
La semana que viene, se decía, tal vez la semana que viene. Está por llegar la nave.
Pero ninguna de aquellas naves la había recogido.