Capítulo 29

Me lo contaron y lo olvidé.

Lo vi y lo entendí.

Lo hice y lo aprendí.

—Confucio —

206

Para Shao, Qin Lu, Xiaofang y Xue Yue, era la primera vez.

Para Lin Li… como si el tiempo no hubiese transcurrido y siguiese allí.

La montaña, la cueva, el centro de la tierra.

Su tierra.

No habían hablado en las últimas horas. De hecho, no habían vuelto a hablar desde que a mitad de la noche emprendieran la última etapa del camino.

Ahora llegaba el momento decisivo.

Bajaron de los caballos y se miraron.

Felices, inocentes, temerosos…

«El que devuelva el corazón a su lugar puede morir».

Y todos tenían sus motivos.

—Dame el jade, Lin Li —pidió Shao.

—Por favor, no le hagas caso. Olvídate de que es el mayor —dijo Qin Lu.

—¿Por qué ha de ser un hombre? —protestó Xiaofang—. Soy más fuerte que muchos, y pertenezco a la tierra.

—Yo soy hija de una mentira —repuso Xue Yue—. He vivido toda mi vida falsamente, como una princesa que no soy. Mis padres murieron por mí. Dejadme que me redima, os lo ruego.

Lin Li mantuvo el corazón en la bolsa que llevaba colgada del cuello.

—¿Por qué no dejáis que sea la vara la que decida?

—No —rechazó Shao.

—¿Por qué?

—La vara te obedece a ti.

Acababa de decirlo cuando el cayado se soltó de la mano de Lin Li y flotó en el aire verticalmente. Primero tomó una posición equidistante de cada uno. Luego se inclinó despacio hasta situarse horizontal, igual que una lanza.

Giró despacio.

Apuntó a Shao, a Xiaofang, a Qin Lu, a Xue Yue, a Lin Li.

Cuando acabó el recorrido, la vara regresó a la mano de quien la había llevado hasta allí, y antes hasta el corazón de jade.

Lin Li ya no dijo nada.

Los demás, tampoco.

Shao bajó la cabeza, apretó los puños y cerró los ojos.

Lin Li ya no esperó más.

Sin decir una palabra, se encaminó a la entrada de la cueva, iluminada por su renacida sonrisa de paz.

207

Shao era el fuego.

Qin Lu, el aire.

Xiaofang, la tierra.

Xue Yue, el agua.

Pero ella era la energía.

El quinto elemento.

El más grande, porque movía el universo entero.

En el momento en que la muchacha entró en la cueva, la tierra empezó a temblar.

Un terremoto.

El sediento que recibe la primera gota de agua.

El hambriento que mastica por primera vez en mucho tiempo.

No tuvo que sujetarse porque, pese a todo, caminaba con seguridad, sin vacilar.

Quizás porque flotaba.

Tal vez.

No miró sus pies. No miró por dónde caminaba. Llano o rocoso, daba igual. Sus ojos buscaron el altar, la piedra de la que había sido arrancado el corazón. El jade brillaba en su pecho.

Cálido.

Lo tomó con la mano, extrayéndolo de la bolsa. Volvía a ser blanco. Un sol vivo. Fue capaz de mirarlo sin cegarse. Apenas se dio cuenta de que la vara perdía su rigidez y caía al suelo, donde reaparecían las tres serpientes.

Y ellas reptaron por la tierra señalándole el camino final, más allá del lago ya seco.

Lin Li volvió a sentir aquel dolor tan vivo.

Pero ahora, unido a él, también experimentó la felicidad de la esperanza.

La tierra reconocía su corazón.

Y tembló más.

Y más.

Las tres serpientes ya no tardaron en llegar a la piedra. Una tras otra, se subieron a ella. Entonces formaron un círculo, cola con cabeza, rodeando el emplazamiento del corazón, exactamente como se mostraban en la plaza de Shaishei.

—Vais a ser las guardianas del corazón desde ahora, ¿verdad? —les dijo Lin Li—. Para que nunca vuelva a suceder.

Caían rocas desde lo alto, pero no cerca de ella. La tierra parecía rugir. Su voz era áspera, rugosa. La voz de un gran mundo formado por rocas y valles subterráneos, fuentes y ríos, horizontes perdidos en las profundidades, vedados a los seres humanos. La furia era tan grande que producía una exaltación de los sentidos, deseos de reír y llorar, gritar y cantar. Lin Li ya no pensaba en la muerte, porque allí reinaba la vida.

Tomó el jade con ambas manos.

Y lo depositó en su hueco.

Despacio.

Hasta hacerlo encajar en el lugar del que aquel pastor, Lao Seng, lo había arrancado.

Lo que sucedió en ese instante fue…

Primero, la explosión de luz.

Segundo, el grito final de la tierra exhausta.

Tercero, la enorme sacudida que pareció agitar el mundo entero.

Lin Li dejó de ver, oír…

Pero no de sentir.

Y lo que sintió fue lo más hermoso de su vida.

208

Shao, Qin Lu, Xiaofang y Xue Yue cayeron al suelo.

Los caballos se encabritaron tanto que amenazaron con desbocarse.

La tierra había temblado, pero ahora era como si se agitara dispuesta a romperse en mil pedazos. Y, sin embargo, comprendieron que lo que parecía un grito de agonía en realidad era un canto de renacimiento.

La sangre corriendo de nuevo por sus venas.

—¡Lin Li! —gateó Qin Lu tratando de acercarse a la entrada de la cueva.

—¡No!

Shao lo detuvo justo a tiempo de evitar que una enorme roca desgajada de la parte superior le aplastara la cabeza. Xiaofang y Xue Yue les alcanzaron y se apretaron contra ellos, formando un solo cuerpo.

—¡Lo ha logrado! —gimió Xue Yue.

—¡Lin Li! —musitó Qin Lu.

Por la boca de la cueva surgía el fulgor de mil soles. No hacía frío, ni tampoco calor. Un fuego que no quemaba. Y era como si el tiempo no avanzara, como si de pronto todo se hubiese detenido. Por oriente nacieron las primeras nubes dispuestas a verter el agua de su lluvia sobre la tierra seca. Por occidente, el sol se hizo más vivo. Ellos mismos, pese al dramatismo del momento por la suerte de Lin Li, sintieron en sus pechos la llama de la vida.

La vida renaciendo al límite.

—¡Mirad! —gritó Xiaofang.

Seguían cayendo rocas. La entrada de la cueva, poco a poco, iba sellándose, devorando la luz interior. Pero a pesar del caos… la vieron.

Lin Li.

Blanca y pura.

Levitando.

Se quedaron paralizados. Tan juntos que sus manos se mezclaban y sus pensamientos fluían en un armónico sentido único.

Lin Li, viva.

¿O estaba muerta y era un fantasma?

¿El último espíritu surgido de aquella odisea?

Los cuatro permanecieron juntos, sin saber qué hacer, con los ojos desorbitados. Si ella era un fantasma se desvanecería en el aire, o volaría al cielo para no regresar jamás. Si era real…

El instante se hizo eterno.

Lin Li flotó hasta donde se encontraban, saliendo de la cueva.

Y justo al hacerlo, cayeron todas las rocas.

La montaña entera.

Cegando aquel paso que conducía hasta su corazón.

Entonces, Lin Li dejó de levitar y se posó a su lado.

Sus ojos volvieron a ver.

Su mente, a existir.

—¿Qué… ha sucedido? —les preguntó.

No pudo evitar que los cuatro se le echaran encima, como si temieran que volviera a elevarse del suelo, derribándola, besándola felices, riendo y llorando a la vez, mientras regresaba el silencio para envolverlos con su manto de paz, la tierra dejaba de moverse y las primeras nubes avanzaban más y más, a una velocidad de vértigo, para sellar con su lluvia el renacer de la naturaleza, la tierra, el mundo que los albergaba.

209

Aquella noche durmieron profundamente.

Por la mañana, los primeros brotes de hierba fresca alumbraron su camino.

Y las primeras ramas con hojas en los árboles.

Luego escucharon el canto de los pájaros que volvían de su exilio.

Los animales correteando libres.

Los ríos que volvían a llevar agua.

Los estanques renacidos, los lagos coronados.

La lluvia.

Más y más vida.

Solo entonces, repuesta de su trance, Lin Li les dijo:

—Vi a Xu Guojiang.

—Deliras —se burló Qin Lu.

—Te equivocas. Le vi. Por eso volví a vosotros en lugar de dejarme llevar hacia la luz.

—¿Y qué te dijo?

—Que no podía dejaros solos, porque sin mí no sois más que dos patosos que os creéis héroes.

Xiaofang y Xue Yue estallaron en una carcajada.

Shao y Qin Lu tardaron en unirse a ellas, pero acabaron rendidos a su alegría.

Mucho tiempo después, corría todavía la leyenda de que en ese instante sus risas se habían escuchado a lo largo y ancho de los cinco reinos.

Pero eso pudo ser una fantasía.

Por algo todas las historias tienen el poder de despertar y excitar la imaginación.

Medellín, septiembre de 2011

Barcelona, octubre y diciembre de 2011