Capítulo 27

Exígete mucho a ti mismo

Y espera poco de los demás.

Así te ahorrarás disgustos.

—Confucio —

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Zhuan Yu, señor del este, arrojó con ira el pergamino al suelo y estuvo a punto de pisotearlo, lleno de furia.

—¡No consigo descifrarlo, por los dioses! ¡No es más que un galimatías estúpido que carece de sentido!

—Señor…

—¡¿Qué?!

—Los hombres más sabios lo están intentando y el resultado es el mismo. Es ininteligible, con tantas interpretaciones como estrellas hay en el cielo. Solo los símbolos de la parte inferior, la belleza, la energía, la paz y los restantes, aportan algo de significado.

—¡Os haré desollar a todos! ¿Queréis que vuestro amo caiga en el ridículo? ¿Y si soy el único que no resuelve este enigma? ¡La vergüenza de mi casa caerá sobre todos vosotros!

Su servidor bajó la cabeza, apesadumbrado.

—¡Puedo perder el trono, pero no mi dignidad! —gritó Zhuan Yu agitando sus manos en el aire.

Recogió el pergamino y lo estudió una vez más.

Llevaba todos aquellos días sin dormir, y el plazo expiraba.

Aquel poema…

—Señor…

Se quedó sin fuerzas.

Cuanto más lo intentaba, peor.

—No voy a rendirme —apretó los dientes en un desesperado gesto de tozudez.

—Hallaréis la forma, seguro —quiso ser convincente su servidor.

La forma.

Un poema confuso.

Quizás una interpretación ambigua.

Los ojos de Zhuan Yu brillaron.

—Tráeme todo lo que hayan visto o creído ver nuestros sabios —le pidió a su servidor de pronto—. Quizás sí haya una forma de ganar o, al menos, evitar el ridículo.

El hombre salió a escape de la estancia, aliviado por ahorrarse unos instantes de angustia.

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Jing Mo, señor del oeste, cerró los ojos un momento y, sin darse cuenta, se durmió.

No sabía cuánto tiempo había estado así. Había perdido la noción del tiempo. Lo arrancó de su sueño el criado que le llevaba la cena.

—Señor…

Su amo observó los alimentos.

No tenía hambre.

Solo rabia.

Y la rabia no lo alimentaba. Al contrario.

Inesperadamente, su mano barrió la mesa y la cena fue a parar al suelo, esparciendo los ecos del estropicio más allá de la estancia, donde sus hombres temblaban cada vez más.

—¡Fuera, fuera! —le gritó al criado.

—¿Recojo…?

Jing Mo sacó su espada y apuntó con ella la garganta del hombre, que se puso lívido, con las piernas casi dobladas, incapaces de sostenerle.

Consiguió salir de allí haciendo un supremo esfuerzo.

—¡No quiero ver a nadie! —aulló el señor del oeste.

Hundió los codos en la mesa y apoyó la cabeza en las palmas de sus manos, con los dedos en las mejillas. El pergamino seguía allí, con sus signos, su misterio salvo por los nueve símbolos de la parte inferior. Era la llave para convertirse en emperador y ni él ni sus sabios conseguían hilvanar una explicación coherente sobre su significado.

Una cruel burla.

Y se acababa el tiempo.

Caería derrotado. A lo peor, incluso era el único de los cuatro que no hallaba la solución a lo propuesto por Sen Yi.

¡El único!

—Tienes que decir algo —masculló en voz alta—. Algo, lo que sea, y cuanto más complicado y extraño, mejor. Algo que ni ellos entiendan.

Sus palabras tuvieron la virtud de despertarle.

Algo que ni ellos entendieran.

Para demostrar que su mente era superior, que sus razonamientos superaban los límites de los demás.

¿Por qué no?

Por lo menos, no haría el ridículo. Probaría que se había esforzado y que no era estúpido.

—¡Traedme todo lo que hayan deducido los sabios, por extravagante que sea! —gritó de pronto.

198

Zhong Min, señor del sur, tomó la pequeña daga que siempre llevaba en el cinto y apuñaló el pergamino.

Le hundió la acerada hoja con saña una vez, dos, tres.

Casi esperaba verlo sangrar.

—Maldito… —jadeó—. Maldito seas…

No era un hombre muy instruido: había nacido noble. Sabía manejar la espada, cabalgar, cazar, pero rara vez había leído siendo niño. Los signos y símbolos de aquel poema le resultaban casi desconocidos. Interpretaba uno, pero no sabía cómo unirlo al siguiente. Descifraba otro y su significado se perdía en el océano formado por los restantes.

Cuando se reuniese con los demás, fracasaría.

Probablemente sería el único.

El peor de los cuatro.

Retiró la daga del pergamino y contempló los tres agujeros.

Toda su vida y sus sueños de emperador se escapaban por ellos, igual que un remolino de agua.

—Señor…

Su sirviente traía las anotaciones de los hombres que intentaban resolver el enigma.

Las tomó con mano trémula.

Y al poco cerró los ojos.

Nada, nada, nada.

No eran más que estupideces, palabras pomposas sin significado, tanto que…

Palabras pomposas.

Por lo menos parecían mostrar un interés, probar una inteligencia.

—Vete —le dijo al hombre—. He de estudiar esto.

—Todos han fracasado, señor.

—Donde otros fracasan, puede que uno extraiga algo, lo suficiente —murmuró, sorprendido por la idea que acababa de nacer en su mente.

Una idea que podía darle el trono o, al menos, evitarle el ridículo.

199

Gong Pi, señor del norte, abrió los ojos y se desperezó.

Casi al instante, escuchó la voz de su esposa.

—Despierta, perezoso.

—¿Es que ni estando separados puedes dejarme en paz? —sonrió para sí mismo.

—Tus competidores deben de estar muy activos —le recordó ella.

—Solo era una siesta.

—¿Tan poco te importa el pergamino que ni siquiera piensas luchar?

Luchar.

No era la más hermosa de las palabras.

—Suo Kan… —refunfuñó.

Debía de estar volviéndose loco. Cada vez con mayor frecuencia se sorprendía hablando solo en voz alta, sobre todo con ella.

Aunque hablar en voz alta le ayudase.

Se levantó de la cama y caminó hasta la mesa. El pergamino seguía allí: un pequeño lienzo amarillento tachonado con aquellos signos negros, escritos con la mejor de las caligrafías. Una hermosa muestra, si no fuera porque encerraba un poema, un enigma, un misterio.

Algo indescifrable.

Salvo por el nombre de la parte superior y los nueve símbolos de abajo: belleza, energía, gloria, paz, verdad, amor, sabiduría, destino y eternidad. Cuatro arriba, cuatro en medio y uno como cierre: eternidad.

—Eres listo, Sen Yi —ponderó reconociendo el talento del mago—. Probablemente, demasiado para nosotros cuatro.

Gong Pi nunca se rendía. Era tozudo, animoso, rebosante de esperanzas. Pero tampoco era estúpido. Una vez, su padre, siendo niño él, le había dicho que era absurdo pretender vencer a las fuerzas de la naturaleza, desafiar a los elementos. «El sabio es el que sabe retirarse para volver, el que espera una mejor coyuntura, el que deduce que una segunda oportunidad con posibilidades es mejor que una primera condenada al fracaso. El sabio es el que sabe quién es, no el que esperan los demás».

¿Sabía quién era?

—Sí, sí lo sabes —se dijo en voz alta.

Llevaba días peleando por comprender el pergamino. Días leyendo aquel absurdo rompecabezas. Días comprendiendo que no lo descifraría jamás.

Y no le importaba.

Eso era lo mejor, lo más increíble: que no le importaba.

Habría sido un buen emperador, tan justo como lo era en el reino del norte, pero los otros tres deseaban el trono del Reino Sagrado más que ninguna otra cosa.

Alguno habría resuelto el significado del poema.

Y él acataría el resultado final.

—Larga vida al emperador… sea quien sea el que resulte vencedor —brindó con una copa imaginaria.

—¿Estás seguro? —reapareció la voz de Suo Kan en su mente.

—Lo estoy.

—Al menos habla con tus consejeros, pregúntales qué opinan.

—Soy su señor. Es mi decisión.

—¿Y si tus sabios encontrasen el significado del poema?

—Sen Yi nos dijo que lo resolviéramos nosotros —repuso—. Eso no sería noble.

—¿Crees que Zhong Min, Jing Mo y Zhuan Yu lo habrán hecho solos?

—No me importa lo que hagan ellos.

—¡Gong Pi el Justo! —la oyó reír.

—Cuando vuelva te encerraré en una torre —la amenazó.

—No puedes. Estoy en tu cabeza.

—Te conozco.

—¿Ni siquiera quieres hablar con alguien que pueda orientarte sobre el significado del poema, para no presentarte sin nada ante ellos?

—Sen Yi es listo —suspiró con sinceridad—. Quiere al mejor de nosotros, y es justo que así sea por el bien de los cinco reinos. Me inclinaré ante él.

—¿Aunque haya hecho trampa?

—Tendrá hombres sabios que habrán probado su inteligencia. No importa tanto el líder como aquellos de los que se rodea.

—No sé por qué me enamoré de ti.

—Te cubrí de flores, ¿recuerdas? Y te pareció muy romántico.

—Era una niña fantasiosa.

—Suo Kan.

—¿Qué?

—¿Vas a estar en mi cabeza todo el día?

—Ya me voy.

Gong Pi cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, su mujer ya no estaba allí.

El pergamino, sí.

Le dio la espalda y salió de la estancia para hacer un poco de ejercicio, estirar las piernas y respirar aire puro.

200

Sen Yi miraba hacia poniente con semblante serio, aunque no preocupado.

La tierra todavía no había renacido, pero sabía que ellos estaban de camino y que llevaban el corazón. Lo sabía. Algo había cambiado en el mundo. La energía que fluía a través del aire era distinta. Se percibía la esperanza. Quizás estuviesen cerca.

—Xu Guojiang —pronunció el nombre de su maestro en voz alta, como una plegaria.

El más sabio de entre los sabios.

Tao Shi y él no eran más que sombras siguiendo su estela.

Continuó mirando hacia poniente un poco más. La hora de la verdad estaba próxima. De su verdad. La reunión con los cuatro señores.

¿Y si ninguno daba con la clave del enigma?

¿Y si todos eran tan estúpidos como para no darse cuenta de…?

¿Quién gobernaría entonces los cinco reinos y se sentaría en el milenario trono del Reino Sagrado?

No, por lo menos uno…

Uno.

Escuchó un ruido a su espalda y volvió la cabeza. Se encontró con el viejo general Lian. No le veía desde el día de la muerte de Tao Shi, cuando convocó la prueba. Había liberado a sus hombres. Todos volvían a sus casas. Un ejército menos. Pero quedaban los de los cuatro señores. Si cualquiera de ellos se volvía loco y desataba los perros de la guerra, todo habría sido inútil.

—General —lo saludó.

—No me llames así —le pidió él—. Ya no soy más que un ciudadano, como cualquiera.

—Sabes que no es cierto —le contradijo Sen Yi—. Fuiste un héroe, y gracias a ti los cinco reinos no se han visto sometidos al reinado de Tao Shi.

—Tú habrías acabado con él.

—No. Era más fuerte. Le mataste y salvaste a todos.

Lian bajó la cabeza, como si le molestase que se hablase de él.

—¿Puedo preguntarte algo, mago?

—Claro.

—¿Crees que alguno lo conseguirá?

—No lo sé —suspiró.

—¿Tan difícil es la prueba?

—No, al contrario. Pero cada cual ha de mirar en su interior para resolverla, y ser sincero.

—Conozco a Jing Mo y a Zhong Min. Son mezquinos. Lo he comprobado en los días que siguieron a su victoria en Nantang. Intrigan, mienten, conspiran… Zhuan Yu desató la guerra, la perdió, y eso le convierte en un resentido. El único que me merece confianza y respeto es Gong Pi.

—¿Puedo preguntarte algo yo?

—Sí.

—¿Seguirás siendo leal, supere la prueba quien la supere?

—¿Lo dudas acaso?

—No, pero quiero oírtelo decir.

—Seré leal a mi pueblo, al trono, a la legalidad, como lo fui siempre.

—Para mí es suficiente. Gane quien gane, te necesitará aquí, a su lado.

—¿Y tú?

—Yo debo retirarme.

—¿Por qué? —se extrañó Lian.

—Ya hubo un mago en la corte, y hasta un oráculo. Mi sitio está muy lejos de aquí.

—¿Dónde?

Sen Yi levantó el brazo derecho y, con la palma de la mano extendida hacia arriba, le mostró el mundo que se veía al otro lado del ventanal.

—La tierra se muere.

—No, pronto volverá a la vida.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé —siguió mirando a poniente—. La energía del mundo me lo dice.

—Eres extraño —consideró el viejo militar.

—Soy mago —sonrió él.

—No, la magia no existe. Solo eres un hombre capaz de manipular la energía.

Sen Yi le miró con agrado.

—Deberías ser el nuevo emperador —dijo orgulloso.

—No puedo.

—Lo sé, pero deberías.

—Los militares no podemos ser buenos gobernantes.

—¿Por qué?

—Porque solo sabemos mandar.

Se hizo el silencio. Lo mantuvieron mientras el sol declinaba y el firmamento se llenaba de colores vivos. Ante aquella imagen, parecía absurdo pensar en la muerte de la naturaleza.

—Sea como sea, el momento ha llegado —dijo Sen Yi—. Mañana al amanecer tendremos un nuevo emperador.