No uses un cañón para matar un mosquito.
—Confucio —
El guardián seguía dormido. Sus ronquidos incluso ahogaban el roce de los dientes de las serpientes devorando la madera de la puerta. Shao y Qin Lu la sujetaban para que no cayera inesperadamente, desatando un estruendo.
Era el todo o nada. Si su celador despertaba de golpe, antes de que las serpientes terminaran su trabajo, ya no tendrían una segunda oportunidad. Les quitarían los cintos.
Aunque quizás eso no fuera tan sencillo.
—Vuelven a tener poder —cuchicheó Qin Lu.
—Esperemos que sea así hasta que salgamos de este lugar.
Los instantes finales fueron tensos. El guardián se ahogó un momento con sus propios ronquidos. Resopló y se agitó, pero no abrió los ojos.
La puerta se abatió de pronto.
Shao y Qin Lu soportaron su peso. Lentamente, la dejaron en el suelo y se enfrentaron al dormido. Ya no hablaron. Una mirada de astucia fue suficiente.
A Shao le bastó un golpe para dejarle verdaderamente dormido.
—¡Ayúdame!
Le quitaron el uniforme. Olía mal, pero era la mejor opción. Qin Lu no pudo evitar una sonrisa cuando su hermano quedó embutido en él.
—Creo que tendré pesadillas el resto de mis días —bromeó.
—Esperemos que el resto de tus días sean muchos —le acució Shao—. ¡Vamos!
Salieron de las mazmorras y alcanzaron el primer corredor intentando orientarse. De pronto, se sintieron perdidos en aquel dédalo de pasadizos.
—¿Mong o el corazón de jade? —preguntó Qin Lu.
—Creo que donde esté uno estará el otro —repuso él.
—¿Piensas que lo lleva encima?
—¿Dejarías tú algo tan valioso al alcance de cualquier mano?
Caminaron sin hacer ruido hasta llegar a un espacio ocupado por varios guardianes. Dieron la vuelta. Eran demasiados y, aunque los vencieran, el escándalo podía poner patas arriba toda la fortaleza. Mejor dar un rodeo. Al final de otro corredor, se encontraron de frente con un guardia más.
Shao bajó la cabeza.
—Llevo a este sinvergüenza a presencia de Mong —dijo con voz entreverada.
Casi le convenció.
—Oye, espera… —quiso detenerle el hombre cuando ya le habían dado la espalda.
Qin Lu fue el más rápido.
El guardián cayó al suelo bizqueando los ojos después de que el puño del muchacho impactara entre ellos.
—Póntelo, rápido —le apremió su hermano, empezando a desnudar al caído.
Al contrario que el de Shao, este le quedaba pequeño.
—No digas nada —dijo Qin Lu.
—Parecemos dos esperpentos.
Por delante tenían unas escaleras. Las primeras que encontraban.
—Arriba —dijo Shao.
Las habitaciones privadas de Mong eran todavía más lujosas que las zonas nobles de la fortaleza. El suelo estaba cubierto de alfombras, esteras, cojines y plumas de aves exóticas; las paredes, de tapices y sedas. Lámparas de oro colgaban del techo con decenas de velas aromáticas endulzando el aire. A través de los ventanales se veía el valle, atrapado entre los muros y las estribaciones montañosas. Un vergel al cual la agonía de la tierra parecía no afectar. Un lugar paradisiaco gobernado por un loco.
Xue Yue llevaba allí un buen rato, sin saber qué hacer.
Ni siquiera se atrevía a sentarse, y menos a tumbarse en una de las camas situadas en las cuatro esquinas de la estancia, pues en el centro no faltaba el habitual estanque, mucho más pequeño que el de la sala de las mujeres. Una fuente con forma de pájaro dejaba caer un chorrito cristalino sobre su superficie.
No se escuchaba nada más.
Se asomó al ventanal, por si hubiera alguna posibilidad de escapar por allí.
Imposible.
Se acercó al estanque y vio su reflejo en las ondulantes aguas.
Su vida había cambiado tanto en aquellos últimos días…
Qin Lu, la guerra, la escapada, la expedición en busca del corazón de jade…
¿Por qué Mong se había fijado en ella?
Xiaofang hubiera sabido qué hacer. Incluso Lin Li. Pero ella…
—Mi preciosa perla…
Volvió la cabeza, asustada. Se encontró con Mong casi encima. Ni le había oído llegar. Tal vez lo hubiese hecho por una puerta secreta. Tal vez llevase rato espiándola.
No supo qué hacer, salvo ponerse en pie y retroceder unos pasos.
—Vamos, no seas niña —pareció divertido Mong.
Tendió sus manos hacia ella.
Xue Yue dio otro paso atrás.
—Ven.
Fue una invitación, pero también una orden.
—Por favor…
—Vamos —acentuó su sonrisa de superioridad y poder—. Otras también han querido resistirse, y ahora son felices aquí. Tienen todo cuanto puedan desear.
—Menos la libertad.
No pudo retroceder más. Llegó a la pared. Mong le cortó el paso abriendo los brazos.
—¿Libertad? —se burló—. Todos somos prisioneros de algo, pequeña —su mano derecha rozó la mejilla de la muchacha, ignorando su estremecimiento—. Eres tan bonita… ¿Cómo te llamas?
—Xue Yue.
—¿Cómo la hija pequeña del emperador? —le pareció divertido.
Sus palabras le dieron la idea.
—Soy yo —levantó la barbilla con altivez—. Esa gente que me acompañaba me secuestró y amenazó con matarme si revelaba mi identidad. Suéltame y te perdonaré la vida. Vuelve a tocarme y haré que te arranquen la piel a tiras.
Mong se asomó al centelleo de sus ojos.
Vio una parte de verdad, pero el mismo miedo.
—La hija de Zhang —valoró.
—Mi padre…
—Tu padre ha muerto —la detuvo—. ¿Crees que por vivir aquí no sé lo que está sucediendo?
—¡Sigo siendo su hija! —intentó mantener aquel atisbo de fuerza y carácter.
—Entonces, perfecto —a Mong se le iluminó el rostro—. Nuestros hijos tendrán sangre real.
—¿Estás loco? ¡Nunca…!
Mong no la dejó terminar. Su mano presionó su garganta lo suficiente para impedirle hablar. Sus ojos centellearon con el paroxismo de su locura.
—¡Eres mía, pequeña! —le escupió las palabras a la cara—. ¡Vas a lavarte, perfumarte y vestirte como una diosa! ¡Vas a ser digna de mí! ¡El único destino que te espera es este, o la muerte, seas hija de quien seas, porque aquí, en Han Su, no hay más ley ni emperador que yo!
Xue Yue sintió que le abandonaban las fuerzas. Apenas si llegaba aire a sus pulmones.
¿Dónde estaban Xiaofang y Lin Li?
¿Por qué tardaban tanto?
Y entonces, de uno de sus bolsillos, surgió algo.
Una serpiente.
El cinto de Lin Li.
Ni siquiera se había dado cuenta de que su amiga se lo había introducido y lo llevaba encima. Pero la mayor sorpresa se la llevó Mong.
Los colmillos de la serpiente se hundieron en su garganta.
La mordedura fue rápida.
Ni siquiera pudo gritar.
Y mientras caía al suelo, inconsciente, el cinto regresó al bolsillo de Xue Yue.
Corredores, escaleras, pasillos, estancias…
Estaban perdidos.
Corredores, escaleras, pasillos, estancias…
Nada los llevaba adonde ellos querían ir. Ninguno de aquellos espacios albergaba a Mong ni a sus tres compañeras.
Y el riesgo era cada vez mayor.
Lo comprobaron al tropezarse con media docena de hombres armados.
Shao y Qin Lu se quedaron quietos, el uno con su holgado uniforme y el otro con su uniforme ceñido.
—¡Vosotros! ¿Qué hacéis? —les gritó el hombre que iba al mando del grupo.
—Nos mandan a la puerta —respondió Shao.
—¿Puerta? ¿Qué puerta? ¡Por aquí no hay ninguna puerta, hijos de cien vacas apestosas! ¡Vais en dirección contraria! ¿Pero quién…?
Reparó en sus uniformes. Los otros soldados ya estaban empezando a reírse de ellos.
—Lo sentimos, señor —dijo Quin intentando retirarse lo más rápido posible.
—¡Esperad! —el oficial frunció el ceño—. ¿Quién os manda a la puerta?
Estaban atrapados.
—Somos… nuevos —aventuró Shao—. Todavía no sabemos los nombres de los…
El oficial se acercó a ellos hasta casi rozar su rostro.
—¡Sois los prisioneros! —desató la alarma.
Shao era buen luchador. Qin Lu había aprendido durante la guerra. Pero además tenían los cintos.
Así que fue rápido.
Salvo por un detalle.
Uno de ellos, justo antes de caer abatido, logró gritar:
—¡Los prisioneros escapan! ¡Alar…!
Shao y Qin Lu emprendieron la carrera, escapando también de las voces que cada vez se acercaban más.
Xue Yue se asomó a la puerta de las dependencias de Mong.
Vio dos guardianes, uno a cada lado.
Ellos no se movieron.
—El señor Mong quiere que le sean traídas las otras dos mujeres que han llegado conmigo —dijo la muchacha.
El de la izquierda parpadeó. El de la derecha intentó atisbar por el hueco de la puerta entreabierta, que Xue Yue sujetaba con mano firme.
—Pero…
—¿Estáis sordos? —había sido una princesa, la tercera hija del emperador Zhang, y eso no se olvidaba de un plumazo—. ¿O preferís que tenga que decíroslo él?
—No, no, mi señora —reaccionó el primero.
—Disculpad, es que… —dio el primer paso el segundo.
—Esperad —recordó algo.
Los guardias obedecieron.
—El señor Mong quiere que también sea conducida hasta aquí la mujer llamada An Yin.
—Lo que ordene el amo.
—Rápido —se despidió Xue Yue.
Les vio alejarse a la carrera y cerró la puerta. Mong seguía inconsciente. Lo más importante era encontrar el corazón de jade, y se aplicó en su búsqueda.
Tenía que estar allí.
Sabía que él no lo dejaría lejos demasiado tiempo.
Poco a poco, pero con diligencia, fue registrando toda la estancia.
Lo último que examinó antes de rendirse fue el estanque.
Shao y Qin Lu corrían cada vez más rápido.
Y cada vez más voces surgían de los recovecos de la fortaleza, persiguiéndolos.
—¿Nos ocultamos?
—No, sería inútil.
—Pues, a pesar de los cintos, no sé si resultará fácil pelear contra todo este ejército.
Shao ya no respondió a las dudas de su hermano.
Otra encrucijada. Otros caminos.
—Esto está más oscuro —tomó la iniciativa.
No fue una elección acertada. Con oscuridad o sin ella, se dieron de bruces con una partida de soldados, espadas en mano.
—¡Íbamos en busca de ayuda! —gritó Qin Lu amparado por la penumbra—. ¡Están ahí atrás, combatiendo como leones!
El grupo echó a correr.
Desaparecieron en las sombras, llevándose con ellos el fragor de sus pasos y el sonido de sus metales.
—Bien hecho —dijo Shao.
—¡Mira!
Venía un soldado rezagado.
—Déjame a mí.
Qin Lu se apartó.
No supo qué pensaba hacer su hermano hasta que le vio saltar sobre el hombre y aplastarle contra la pared, con la espada a un suspiro de su garganta.
—¡Las dependencias de Mong!
—Yo no…
La espada pinchó la carne. Un hilo de sangre goteó de la herida.
—Escoge —propuso Shao.
El soldado ya no se resistió.
—Por… aquí… —señaló el pasadizo del cual acababa de surgir—. Cuando… lleguéis a una sala, tomad… a vuestra… izquierda y en la… siguiente… todo recto, a… través del primer… torreón…
—Gracias —concluyó.
No tuvo que golpearle.
El hombre se desvaneció, víctima de su propio miedo.
Xiaofang, Lin Li y An Yin iban sujetas por los dos guardias que las habían ido a buscar. Uno estaba pendiente de la primera, que parecía la más brava y aguerrida, y el otro llevaba a las otras dos. Eran dos soldados fornidos, como todos los de la guardia personal de Mong, así que ellas, a su lado, eran bastante más pequeñas. Los dos hombres hacían lo posible para no mirarlas, deslumbrados por tanta belleza.
—¿Todo para el amo? —les pinchaba Xiaofang—. ¡Qué vergüenza! ¡No sois más que alcahuetes! ¿Qué os deja a vosotros: los restos, las más ancianas? ¡Podríais acabar con él si quisierais, y repartiros sus riquezas! ¡Jamás volveríais a ser pobres ni tendríais que obedecer órdenes de nadie, y menos de un sátrapa tirano!
—¡Cállate, mujer!
—¿Vas a golpearme? ¡Vamos, hazlo! ¡Veremos qué te dice tu amo y señor cuando vea que me han tocado! ¡Peor aún, cuando vea que sangro o tengo una herida sobre mi hermosa e impoluta piel!
La mano se cerró todavía más sobre su brazo, por miedo a que se autolastimara ella misma.
—¡No sois más que niñas asustadas! —hizo su último ataque verbal ella.
Se detuvieron delante de una suntuosa puerta, que si no era de oro, bien lo parecía. Una vez en posición, los dos guardianes enderezaron la espalda y adoptaron una pose mucho más marcial.
El que agarraba a Xiaofang llamó con su mano libre.
—Amo…
No tuvo que hacerlo una segunda vez.
La puerta se entreabrió.
—¡Que pasen! —anunció una voz falsamente gutural.
Se miraron entre sí. Todo aquello era muy raro. Jamás habían sido enviados a por las favoritas de su señor, ni habían pisado antes sus aposentos, pero eran órdenes de Mong, y él era intransigente con los que le desobedecían.
—Pasad —las conminaron.
Xiaofang fue la primera. Lin Li y An Yin la siguieron. La puerta se cerró tras ellas.
Entonces vieron a Xue Yue.
—¡Xu…!
La muchacha le tapó la boca a Xiaofang. Después señaló al desvanecido Mong, para que entendieran lo que estaba ocurriendo.
Se abrazaron. Primero, las tres; después incluyeron también en ese abrazo a la mujer que le había quitado el jade a Qu Xing, ahora su aliada.
—¿Has encontrado el corazón? —susurró Lin Li nada más separarse de Xue Yue.
—¡No! —se desesperó ella—. ¡Lo he revuelto todo, todo, hasta he mirado en el estanque!
—Pues ha de estar aquí —dijo Xiaofang—. ¿Le has registrado a él?
Xue Yue abrió los ojos.
—No —tembló.
—Lo lleva siempre colgado del cuello —reveló An Yin.
Caminaron hasta Mong y se agacharon a su lado. Xiaofang le abrió la parte superior de la ropa.
Fue suficiente.
El corazón de jade estaba allí.
Colgado de su cuello, como acababa de decir An Yin.
Solo que no era rojo, ni blanco, ni de ningún color.
Era negro.
Tan negro que ni brillaba, opaco, más parecido a un pedazo de carbón que a ninguna otra cosa.
—¡Por los dioses…! —balbuceó Xue Yue.
—La maldad se ha apoderado de él —dijo Lin Li.
Ninguna se atrevió a tocarlo.
—¿Y si se ha perdido para siempre y nunca recupera su color ni su fuerza? —se desalentó An Yin.
El cinto de Lin Li salió del bolsillo de Xue Yue. Reptó hasta la cintura de su dueña y se anudó a su alrededor.
—Cógelo —le pidió Xiaofang.
Lin Li vaciló.
—Aún hemos de liberar a Shao y a Qin Lu, vamos —apremió.
La muchacha tocó el jade.
Solo eso.
—Está frío…
—¡Arráncaselo! —gritó Xiaofang.
Lo hizo. La suerte estaba echada. Se lo arrancó de un tirón, rompiendo la cadena que lo mantenía sujeto a su cuello. Y en el instante en que el jade abandonó el contacto del cuerpo de Mong y pasó a las manos de Lin Li…
—¡Fijaos! —exhaló Xue Yue.
El corazón de jade, el corazón de la tierra, primero empezó a ponerse gris, y muy, muy despacio, el gris dio paso a un blanco primero turbio y después inmaculado.
Hasta que, finalmente, tomó todos los colores del arco iris.
Todos.
Tan vívidos y radiantes que…
—Ahora hay que salir de aquí. Tienes que guiarnos —cortó la magia del momento Xiaofang, mirando a su nueva compañera.
Un clamor al otro lado de la puerta les indicó que eso, tal vez, no iba a resultar tan sencillo.
El último corredor, al otro lado de la torre, conducía a una puerta de oro custodiada por dos guardias.
Lo más curioso era que no estaban en formación, ni vigilando, sino que parecían pegados a la puerta, tratando de escuchar lo que sucedía dentro de la habitación.
—¡Ha de ser ahí! —dijo Qin Lu.
Corrieron aún más, silenciosos, tratando de aprovechar la sorpresa, y casi lo consiguieron.
A unos diez pasos, los dos hombres se volvieron de pronto.
Shao y Qin Lu saltaron sobre ellos.
El choque fue brutal. A los defensores de la puerta no les dio tiempo a sacar sus espadas ni a utilizar sus lanzas. A duras penas se protegieron con los brazos a modo de escudo. Sus dos asaltantes les cayeron encima y los cuatro acabaron hechos un ovillo en el suelo.
Shao y Qin Lu colocaron sus mejores golpes antes de que sus enemigos perdieran fuerza y quedaran inertes.
Comprendieron lo sucedido al ver cómo sus serpientes regresaban a ellos, enroscándose alrededor de sus cinturas.
El camino final estaba expedito.
—¿Preparado? —Shao puso una mano en el tirador de la puerta.
—Sí —asintió Qin Lu cerrando los puños.
El primero la abrió.
El segundo se coló dentro de inmediato.
A duras penas pudo protegerse del jarronazo que se le vino encima.
Cuando cayó al suelo, solo vio ocho piernas de mujer.
A seis, por lo menos, las conocía.
—¡Qin Lu! —gritó Xue Yue.
Un segundo jarronazo, que también terminó con la pieza hecha añicos, demostró que Shao tampoco se había librado de las defensivas iras de sus compañeras.
—¡Shao!
—¡Xiaofang, Lin Li…!
La única que reaccionó fue An Yin, cerrando la puerta.
Se abrazaron con fuerza, emocionados. La alegría fue mayor cuando Lin Li les mostró algo que guardaba en la mano.
Un hermoso jade.
Un maravilloso jade, en forma de corazón, que brillaba con los siete colores del arco iris.
—¡Lo tenemos! —exhaló Shao.
—Y también tenemos un ejército ahí afuera —le recordó Xiaofang—. ¿Qué hacemos?
—Yo os guiaré —tomó la palabra An Yin.
Los dos aparecidos la miraron por primera vez. No tuvieron que preguntar nada. Las palabras de Qu Xing describiéndola reaparecieron en su mente, llenándola de respuestas.
—Gracias —dijo Shao.
—¿Cómo lo conseguiremos? —preguntó Qin Lu.
Y entonces sucedió.
Los tres cintos se liberaron de sus cuerpos y cayeron al suelo, donde reptaron acercándose el uno al otro para, finalmente, unirse como aquel día en Shaishei, formando de nuevo la vara que los había guiado hasta el corazón de jade.
La vara que buscó una vez más la mano de Lin Li.
—Ahora sí —suspiró Shao.
—Nos llevamos a Mong —dijo Qin Lu—. Él será nuestro salvoconducto.
En el salón del trono del palacio real de Nantang, la lucha titánica de los dos magos se prolongaba y ninguno cedía.
Poder contra poder.
Energía contra energía.
La luz y la oscuridad.
Ni Sen Yi ni Tao Shi se habían movido desde que sus luces chocaron. Los rayos que fluían de sus manos extendidas formaban un gran círculo de fuego blanco en el centro del combate. Ninguno conseguía la mínima ventaja. Ninguno se desgastaba o se imponía al rival. Sus ojos se habían vuelto blancos. Sus corazones no latían. El universo entero estallaba en su pugna.
Jing Mo y Zhong Min habían despertado de su letargo hipnótico.
Gong Pi y Zhuan Yu estaban con ellos, absortos, mudos por lo que estaban presenciando.
Testigos de su destino.
Ahora los cuatro sabían que si vencía Tao Shi, serían sus esclavos.
Pero no sabían qué hacer, cómo intervenir.
El palacio real temblaba.
El destello blanco de la enconada lucha podía verse desde todos los rincones de Nantang.
El futuro, lo mismo que el de la tierra moribunda, pendía de un hilo.