Capítulo 24

Los hombres se distinguen menos por sus cualidades naturales

Que por la cultura que ellos mismos se proporcionan.

Los únicos que no cambian son los sabios de primer orden

Y los completamente idiotas.

—Confucio —

172

La noticia de que cinco poderosos guerreros acababan de cruzar la primera muralla de la fortaleza se expandió como la primera luz de una mañana sin nubes. Por las torres de la segunda muralla asomaron decenas de soldados con sus uniformes negros, armados con lanzas, espadas y arcos.

—No os detengáis —pidió Shao.

—¿Y si nos lanzan una lluvia de flechas?

La pregunta de Qin Lu quedó sin responder.

Ya no tenían la vara.

Ahora llevaban los cintos sujetos en su cintura. Shao, Qin Lu y Lin Li.

—¿Cómo vamos a luchar contra tantos? —rezongó Xiaofang.

—¿Por qué se habrá desvanecido? —dijo Xue Yue.

—Quizás porque ahora vamos a necesitar de su fuerza por separado —aventuró Lin Li—. Aunque también puede ser porque estamos cerca del corazón de jade, y su energía es mucho más fuerte que ninguna otra.

—¿Y si esa energía se ha vuelto negativa al estar en contacto con ese tirano? —retorció sus pensamientos Xue Yue.

—Vamos a confiar en Sen Yi, ¿de acuerdo? —pidió Qin Lu.

—El poder de la vara se escapaba a todo, incluso a lo que nos dijo —objetó Xiaofang—. Ya no se trata de Sen Yi.

—Pero el poder de los cintos sí es cosa suya. Él nos los entregó. Habrá una razón para todo. Ahora lo único que importa es no perder la calma y estar muy atentos —insistió Shao—. Así que dejad de hablar y fijaos en esa gente.

Los guerreros de la fortaleza de Mong parecían esperar la orden.

No sucedió nada hasta que alcanzaron la segunda puerta.

Entonces, un oficial les habló desde lo alto.

—¿Quiénes sois? —preguntó rompiendo el silencio que los envolvía igual que un sudario.

—Caminantes —dijo Shao.

—¿Qué queréis?

—Ver al señor Mong.

—¿Por qué?

—Queremos hablar con él.

—Él no quiere hablar con vosotros. Marchaos y os perdonará la vida.

—¿El señor Mong tiene miedo de cinco muchachos?

—¡Insolentes! —tronó la voz del oficial.

Los arcos se tensaron un poco más.

—Escucha —le mostró sus manos desnudas—. No queremos causar problemas ni hacer daño a nadie. Ni siquiera estamos armados. Solo queremos ver al señor Mong.

—¿Dónde está esa vara de la que me han hablado mis hombres?

—¿Vara? ¿Qué vara? No era más que una lanza que se ha roto con el último choque.

El oficial dejó de hablar y se apartó de su vista por unos instantes.

Cuando reapareció, lo hizo acompañado de un hombre de mediana edad que llevaba un curioso gorro y vestía ropajes principescos. En su mano derecha, un báculo; en la izquierda, una copa de oro de la que bebió un largo sorbo.

Los ojos del aparecido los escrutaron, uno a uno.

Fue una larga pausa.

Hasta que pronunció dos sencillas palabras:

—¡Dejadlos pasar!

173

Los rodeaban cien soldados dispuestos en apretadas filas. Habían dejado los caballos y caminaban por los primeros salones de la fortaleza. Salones con escasos lujos, paredes vacías. Un inmenso espacio destinado a la nada, tan siniestro como frío.

En cambio, el salón principal, como el del trono en el palacio real de Nantang, era un santuario dedicado a la gloria de su dueño.

Luces prendidas en cientos de velas pese a que era de día, sedas de mil colores cubriendo los muros, objetos de la más variada índole —mesas, candelabros, porcelanas, estatuas, vasos, vasijas, tapices, lanzas, espadas…—, quizás comprados, probablemente robados.

Mong estaba sentado en un trono.

Un trono dorado.

Llevaba el mismo gorro rojo, como signo de identidad, y sostenía aquel báculo, con el que debía de sentirse igual que un rey. Los estudió con atención mientras se aproximaban, y dedicó una especial mirada a las tres muchachas. Sobre todo a Xue Yue.

Ellos mismos se detuvieron a una prudente distancia antes de que se lo ordenaran. Shao y Qin Lu, en los extremos; ellas, en medio, con Lin Li en el centro.

—Señor —inclinó la cabeza el primero.

Mong arqueó una ceja ante aquella muestra de respeto y sumisión.

—O estáis locos o sois valientes o… —no encontró más argumentos que sustentaran sus palabras—. ¿Qué es lo que queréis de mí?

—Venimos de muy lejos para daros una nueva que posiblemente ya conozcáis, pero sin la medida de su alcance —dijo Shao despacio, para que sus palabras penetraran en la mente de aquel tirano.

—¿Y de qué nueva se trata? ¿De la muerte de Zhang? ¿Creéis que vivo aislado en estas montañas?

—No es de Zhang de quien queremos hablaros, sino de la tierra. La tierra que se está muriendo en los cinco reinos.

—También sé eso —sus ojos no mostraron sentimiento alguno.

—Está en vuestra mano salvarla.

Sopesó las palabras de Shao.

—¿En mi mano?

—Tenéis algo que pertenece a la tierra y le fue sustraído accidentalmente hace tiempo.

—¿Yo? ¿Qué poseo yo que haya pertenecido a la tierra?

—Su corazón. El corazón de jade que le arrebatasteis a un viejo guerrero.

Mong no movió ni una pestaña.

Pero sus ojos brillaron.

De vez en cuando dirigía la mirada a Xue Yue, su rostro, su cuerpo, su figura. Breves ráfagas visuales cargadas de intención. Pero toda su atención se centró en Shao cuando este pronunció sus siguientes palabras en un marcado tono de súplica.

—Devolved esa piedra, por el bien de todos.

Mong esbozó una sonrisa.

—¿El bien de todos? —paseó una mirada a su alrededor y su sonrisa halló el eco en otras—. ¿Y a mí qué me importa el bien de todos?

—¿Queréis que en los cinco reinos la gente muera por falta de vida en la tierra? ¿Acaso sois un egoísta?

—Muchacho. —Mong se inclinó hacia adelante y golpeó con el báculo la palma de su otra mano—. Yo soy práctico. Solo eso. ¿Me llamáis egoísta? —sonrió con desdén—. Quiero esa piedra. La tengo. Es mía —se encogió de hombros y sus labios formaron una mueca de desprecio—. Estáis realmente locos si creéis que voy a entregárosla, sea o no sea lo que dices.

—Nos envía el mago Sen Yi —dijo Lin Li.

Mong se envaró.

Un gesto que superó de inmediato.

—¿Por qué no ha venido él a buscar ese jade? —arqueó una ceja.

—Está intentando evitar la guerra entre los cuatro señores por el trono del Reino Sagrado.

—Los cuatro señores, el Reino Sagrado —escupió cada palabra con más y más desprecio—. ¡Yo soy el señor de este reino! ¡Es todo lo que me importa! Por mí pueden matarse entre sí —los atravesó con una mirada despiadada—. Hace mucho que me olvidé de todo eso y formé aquí mi propio imperio. ¡Ese jade ha completado mi obra! ¡Me ha dado todo el poder! ¡Es… mágico! ¡Yo mismo podría ser emperador si quisiera!

Lo habían intentado.

Aunque esperaban el fracaso.

—No nos obligues a quitártelo por las malas —habló Qin Lu.

La mirada pasó de torva a burlona, y de burlona a furiosa.

Pensaron que iba a tirarles el báculo a la cabeza.

—¡Encerradlos! —aulló con desmedida ira.

Los cien soldados, que seguían apuntándolos con sus lanzas, se quedaron rígidos, intercambiando rápidas miradas entre sí, a la espera de que fuera otro el que diera el primer paso.

—¡Vais a tener miedo de dos muchachos y tres niñas! —tronó la voz de Mong.

Por fin reaccionaron. Las lanzas quedaron a escasa distancia de sus cuerpos.

Los cintos permanecieron en su lugar.

Shao y Qin Lu levantaron las manos.

—Bien —suspiró Xiaofang—. Ya somos prisioneros, ¿y ahora qué?

174

Fueron separados antes de salir del salón del trono. Shao y Qin Lu, por un lado; Lin Li, Xiaofang y Xue Yue, por el otro.

La última mirada de Mong, pese a su enfado, fue para ella.

Una mirada que la hizo estremecer.

—¡Xue Yue! —gritó Qin Lu al ver que los conducían a lugares distintos.

Uno de los guerreros, envalentonado, le golpeó con la lanza en la cabeza. Shao apretó los puños. Las lanzas se hundieron levemente en su ropa, picotearon su piel.

—¿Qué hacemos? —se dolió Qin Lu.

—Esperar. De momento, estamos dentro.

Ya no ofrecieron resistencia. Caminaron por unos pasadizos, cada vez más lóbregos, hasta que desembocaron en una zona húmeda y tenebrosa. Allí no cabían todos ni, mucho menos, el enjambre de guardias que los custodiaban. La comitiva se alargó, unos por delante y otros por detrás. Habrían podido desembarazarse fácilmente de los más cercanos, luchar.

—No hagas nada —previno Shao.

—Si nos encierran será peor.

—Confía en Sen Yi.

—¡Shao! ¡Sen Yi está muy lejos!

Su hermano mayor se tocó el cinto.

Fue suficiente.

Un instante después fueron arrojados a una celda, sobre cuyo suelo cayeron de bruces tras ser empujados por los guerreros de Mong.

—¿Esos han vencido a un grupo de los nuestros?

—¡No son más que chiquillos asustados!

Cerraron la puerta y se alejaron por donde habían llegado, entre risas de alivio.

—¿Estás bien? —Shao ayudó a Qin Lu.

—¡Claro que estoy bien! —se deshizo de su mano, furioso—. ¿Has visto cómo miraba ese cerdo a Xue Yue?

—Tranquilízate. Así no vas a conseguir nada.

—¿Cómo quieres que me tranquilice?

—Estamos dentro, y nos creen presos. Se olvidarán un rato de nosotros.

—¿Que nos creen presos? ¡Estamos presos!

Shao se quitó el cinto y lo sostuvo con ambas manos.

Transcurrieron unos instantes.

Hasta que la cabeza se movió un poco, igual que si retornara a la vida.

Al otro lado de la mazmorra, de pronto, escucharon un ruido.

Shao volvió a colocarse el cinto y Qin Lu abortó el gesto de coger el suyo.

Por un hueco de la puerta vieron asomarse a un guardia.

Ya no se movió.

—¿Qué hacemos? —dijo Qin Lu.

—Esperar.

—¿A qué?

—La energía del jade es muy fuerte. Tiene que ser eso. Y si ahora sirve a la maldad de Mong, quizás le haga falta tiempo para… no sé, descontaminarse, liberarse. O es eso o nuestros cintos han recuperado su forma original para que no nos arrebataran la vara. Necesitamos lo que puedan darnos, por poco que sea. Deja que se recuperen; es todo lo que se me ocurre.

—¡Callaos! —ordenó el guardia con sequedad.

Lo hicieron por precaución, para evitar problemas.

Pronto se dieron cuenta de que la espera podía ser muy larga.

175

Xiaofang, Xue Yue y Lin Li se vieron de pronto en una sala tan grande, hermosa y cuidada como la del trono. Más aún. Flotando entre tapices y sedas, con delicados muebles de madera repletos de adornos, un aroma de rosas, jazmines y todo tipo de flores de exquisita presencia y vivos colores inundaba cada rincón. En el centro, un lago artificial con nenúfares aportaba un peculiar encanto.

Un marco incomparable para un paraíso, porque allí había cerca de cincuenta mujeres, todas ellas jóvenes y bellas, envueltas en ropas y tocados dignos de una emperatriz.

Miraron a las recién llegadas.

Unas, con dudas; otras, con gesto adusto; las más, con tristeza.

Porque allí escaseaba la alegría.

Los guardianes cerraron las puertas.

—Por los cielos… —suspiró Xiaofang.

Apenas media docena de ellas se les aproximaron con curiosidad, interés, pero sin ánimo de entablar amistad. Una arrugó la cara al ver su ropa. Otra hizo una mueca desabrida al percibir su olor. Una tercera alzó las cejas, quizás extrañada. Sus pieles eran de seda. Alguien dejó de tocar una flauta llena de armonía. Algunas dejaron de untar con aceites los cuerpos de sus compañeras.

—¿Sois las nuevas favoritas del amo? —preguntó una ellas, quizás de las mayores, mientras dejaba su asiento junto al estanque y caminaba a su encuentro.

—Nosotras no tenemos amo —le respondió altiva Xiaofang.

La mujer se detuvo a un par de pasos. Las miró una a una.

—Sois hermosas —dijo—. Bastará muy poco para que brilléis como cualquiera de nosotras.

—Te he dicho que no tenemos amo, así que mucho menos somos eso que has dicho —le repitió Xiaofang.

La mujer no le hizo caso.

Entrechocó las palmas de sus manos dos veces y ordenó:

—¡Preparadlas!

Varias de ellas se les acercaron. Lin Li y Xue Yue dieron un paso atrás. Xiaofang cerró su puño y lo blandió por delante de su rostro.

—Si alguna me toca, probará esto —amenazó—. ¡Somos prisioneras, no vulgares concubinas de un tirano!

Sus palabras fueron como una lluvia amarga.

Muchas bajaron los ojos.

Otras levantaron la barbilla con desafío.

—No sueñes, niña —le dijo la mujer—. Alguna que otra llegó igual que tú, negando la realidad. Cuanto antes aceptes la verdad, antes apreciarás todo lo bueno que aquí vas a encontrar —abarcó el lugar con los brazos abiertos—. Esto es un paraíso, y merecer el amor y la confianza de nuestro amo, una bendición. Solo espero que estéis a la altura de lo que el señor anhela. Por vuestro bien, espero que cumpláis. Si no lo hacéis, seréis entregadas a la guardia, y ellos no son tan refinados y amables como nuestro amo.

—Preferimos la guardia a ese tirano —insistió Xiaofang.

La mujer ya no dijo nada. Algunas miraron a la puerta, como si la provocación de la recién llegada pudiera haber sido oída y mereciera un rápido castigo. Otras sonrieron con más tristeza. Las más callaron o cuchichearon entre sí.

—Espero que recapacitéis —añadió la mujer—. Pronto seréis puestas a prueba. Esta misma noche. Tenéis muy poco tiempo para decidir si queréis vivir o morir. Muy poco.

Y les dio la espalda dejándolas solas.

176

La luz procedente del ventanuco que coronaba el alto muro apenas permitía ver nada. El guardián que los vigilaba al otro lado de la puerta empezó a dormitar al poco rato, arrastrado por la penumbra. Shao y Quin Li no se habían movido. Cuando el tosco celador cabeceó por última vez y se quedó quieto, los dos se quitaron los cintos.

Los sostuvieron en las manos.

—Venga, venga… —susurró Shao.

—¡El mío ha movido la cabeza!

—¡Chst!

Siguieron esperando. Primero fueron las cabezas, las bocas abiertas, los ojos sin vida descubriendo el entorno. Después, las colas. No sabían qué harían las serpientes, si unirse entre sí o…

Inesperadamente, las dos cobraron vida y saltaron de sus manos.

Se arrastraron por el suelo, treparon por la puerta y empezaron a morder sus goznes despacio, sin hacer ruido.

Shao y Qin Lu siguieron quietos, por si el guardián abría los ojos.

Poco a poco, muy poco a poco, la pútrida madera de la puerta del calabozo comenzó a ser devorada por sus aliadas.

Lo único que necesitaban era tiempo.

177

En un rincón del salón, apartadas del resto de mujeres, Xiaofang, Lin Li y Xue Yue observaban aquella escena propia de los relatos del viejo Wui.

Nadie, ni el mismísimo emperador, se habría atrevido a tanto.

—¿Todas son esposas de Mong? —acabó por romper el silencio Xue Yue.

—Esposas, esclavas… Qué más da —pronunció cada palabra con asco Xiaofang.

—¿Por qué no se rebelan? —se preguntó Lin Li.

—Morirían, sin duda —la campesina de Shaishei apretó los puños con ira—. Ojalá esta noche Mong me llame a mí. Verá lo que es bueno ese sátrapa.

Lin Li miró a Xue Yue de reojo.

La muchacha bajó el rostro, asustada.

—Hemos de salir de aquí —se quitó el cinto para ver si reaccionaba.

La cabeza de la serpiente se movió.

—Cuidado —la previno Xiaofang.

Lin Li levantó la cabeza. Una mujer de extraordinaria belleza, menos joven que la mayoría, se acercaba a ellas. Tuvo el tiempo justo de volver a colocarse el cinto, para no traicionar sus intenciones ni desvelar el secreto. La mujer vestía unas delicadas gasas que dejaban al descubierto sus hombros y su cintura. Tenía el cabello muy negro, largo. Su talle era perfecto; su boca, un granado en flor; sus ojos, dos lagos turbadores y hechizantes.

Se arrodilló ante ellas como signo de amistad.

—¿Venís del exterior? —les preguntó con un deje de ansiedad en la voz.

—Sí —volvió a tomar la palabra Xiaofang.

La expresión de la mujer se dulcificó todavía más. Su voz se convirtió en un susurro.

—¿Habéis visto por el camino a un hombre, un viejo guerrero llamado Qu Xing?

Xiaofang, Lin Li y Xue Yue alzaron las cejas.

—¿Eres An Yin?

—¡Sí! —la que desorbitó la mirada ahora fue la recién llegada.

—¿Por qué te preocupas por él si le engañaste? —la atacó Xue Yue.

An Yin derramó dos gruesas lágrimas de dolor.

—Nos habló de ti, de cómo le robaste sus dos corazones, el suyo y el de jade —dijo Xiaofang.

—Pero nos pidió que si te veíamos, te dijéramos que sigue amándote a pesar de todo —concluyó Lin Li.

An Yin hundió su rostro entre las manos.

Inspiraba tanta piedad que Xue Yue y Lin Li fueron las primeras en abrazarla.

—¿Te obligó Mong? —preguntó Xiaofang.

—No tuve más remedio que obedecerle —se enfrentó a ellas con el rostro húmedo y los ojos turbios, pero envuelta en una dolorida serenidad—. Juró que mataría a mi familia y yo…

Volvió a quebrarse en llanto.

—Qu Xing nos dijo que también lloraste aquella noche.

—¿Cómo no iba a hacerlo? Jamás me había encontrado con un hombre más bueno, más generoso, más increíble…

—Y loco.

—¡No! —le rebatió con dulzura—. Hay muchas clases de locura, y la suya es contagiosa, está llena de alma y vida. ¿Cuántas personas van por el mundo tratando de hacer el bien, sin importarles el precio que deban pagar, quizás su propia vida? Qu Xing me cambió la existencia en apenas un instante. No he vuelto a ser la misma desde entonces. Ni siquiera Mong quiere saber nada de mí. Vivo aquí, prisionera de todo lo que siento. Y por si fuera poco, mi familia murió de todos modos: mi padre, mi madre, mi hermana…

—¿Le amas? —quiso saber Lin Li.

—Claro que le amo. No me importan su edad ni su locura. Es el alma lo que cuenta, y la suya es hermosa, más grande que todas estas montañas juntas. Me bastó el poco tiempo que pasé con él para darme cuenta. Y cuando me marché con esa piedra…

—¿Quieres volver a verlo?

An Yin miró a Xiaofang.

—Daría mi vida por pedirle perdón.

—No creo que sea necesario. —Xiaofang miró a su alrededor—. Solo tienes que ayudarnos a salir de aquí.

—¿Salir de aquí? Eso es… imposible.

—¿Lo has intentado?

—¡Nadie lo ha intentado!

—Entonces no estés tan segura —señaló el cinto de Lin Li y le ordenó—: Ahora.

La hermana de Shao y Qin Lu se sacó el cinto por segunda vez. Xue Yue y Xiaofang se pusieron delante para que ninguna de las esclavas de Mong pudieran ver lo que hacían. De nuevo la cabeza de la serpiente se agitó entre las manos de su dueña.

—¿Sois… hechiceras? —se alarmó An Yin.

—¡Cuidado! —exclamó Lin Li de pronto, ocultando el cinto por segunda vez.

No habían visto a los guardias. Eran tres y caminaban directos hacia ellas.

—Tú, ven —el que iba delante señaló a Xue Yue y, al ver que seguía con la misma ropa, volvió la cabeza para gritar—: ¿Por qué no está preparada?

—¡Pregúntaselo a ella! —le respondió la mujer con la que habían hablado primero—. ¡Que se las arregle con el amo!

El guardián tomó a Xue Yue por el brazo.

Una zarpa de acero, capaz de levantarla como si fuera una muñeca.

—Estúpida niña —rezongó.

Xiaofang estuvo a punto de saltar y enfrentarse a ellos. Lin Li lo evitó. Por un momento, todos quedaron muy juntos. Nadie reparó en el movimiento de la hermana de Shao y de Qin Lu, rápido, instintivo: acababa de colocar entre la ropa de Xue Yue su cinto.

—Podemos… —apretó los puños Xiaofang.

—No —dijo Lin Li, y se tocó la cintura para que ella viera lo que ya no estaba allí.

Sus ojos lo expresaron todo.

Los de Xue Yue, también.

Miedo.

—Nos veremos pronto —la despidió Xiaofang.

La risotada del guardián tronó en aquel plácido espacio mientras se apartaba de ellas llevándose a la desvalida muchacha.

178

Sentado en el trono del emperador, Tao Shi se sentía otro.

Poderoso.

Más grande de lo que jamás había sido.

Dominaba la energía. Dominaba a los hombres. Dominaba el mundo.

El poder absoluto.

A su derecha, Jing Mo. A su izquierda, Zhong Min. Por delante, en el gran salón del trono, su corte, todavía impresionada pero ya rendida, entregada a su divinidad, sin ánimo de elevar ninguna voz.

Sabían que el precio por ello sería la muerte.

Los señores del oeste y el sur hablaban, sonreían, se movían como siempre. Solo si alguien se acercaba lo suficiente advertía que sus ojos carecían de brillo.

Ojos de muertos en vida.

Pero ¿a quién le importaba?

De un emperador tirano a un emperador mago.

—¡Larga vida al emperador!

Un coro de adeptos se sumó a la proclama. Tao Shi levantó su mano derecha.

Incluso prometería ser justo y honorable.

¿Por qué no?

El pueblo recordaba a los mejores.

Su única inquietud provenía de una ausencia.

Lian.

El viejo general, el héroe del Reino Sagrado, había desaparecido. Se rumoreaba que le habían visto con sus tropas en los alrededores de los campamentos de Jing Mo y Zhong Min, escapando de Nantang…

Al diablo con los rumores.

Al diablo con Lian.

Tao Shi estuvo a punto de mover su mano para que una copa de vino volase hasta él. Detuvo a tiempo su gesto. No, el pueblo no podía ver su poder. Intuirlo, sí. Percibirlo, sí. Verlo, no. La magia quedaba reservada a sus momentos de soledad. Ahora era el emperador.

—Vino —le pidió a su sirviente.

Sí, era el emperador, aunque faltase el último requisito.

Y allí estaba.

—Excelencia, los señores del norte y el este.

Se hizo el silencio en la sala del trono.

Aparecieron Gong Pi y Zhuan Yu. Habían llegado solos, con apenas unos hombres de salvaguarda personal. Sus ejércitos se hallaban acampados a las puertas de Nantang.

—Señores —les saludó.

No se inclinaron ante él. No le mostraron respeto. El rostro de Zhuan Yu era una máscara, rígido, tintado de rojo. Una furia que ahogaba como podía, sepultándola en el fondo de su ser. La cara de Gong Pi, por el contrario, reflejaba cautela.

Tao Shi levantó la copa.

Le bastaría un gesto.

Antes incluso de que hablaran.

Pero quería oírles por si, pese a todo, claudicaban sin necesidad de que usara con ellos su magia.

Los dos señores se detuvieron ante el trono, con sus espadas enfundadas y dormidas.

—¿Habéis venido a prestarme el juramento sagrado de fidelidad? —habló el nuevo emperador.

Los recién llegados miraron a Jing Mo y Zhong Min.

—¿Vosotros estáis de acuerdo? —les preguntaron.

—Lo estamos —asintió el primero.

—Tao Shi es nuestro legítimo emperador —le secundó su compañero.

—Una nueva era de prosperidad se abre ante nosotros.

—La guerra es absurda. Nosotros cuatro nos habríamos peleado hasta la muerte.

—Larga vida a Tao Shi.

—Larga vida a Tao Shi.

El mago se mostró complacido. Su mano seguía quieta. Sus ojos estaban fijos en los de Gong Pi y Zhuan Yu.

—¿Qué les has hecho? —preguntó el señor del norte.

—Me duele que hables así, Gong Pi —oscureció su semblante—. Siempre te respeté, y deberías hacer lo mismo conmigo. Ellos se han rendido a la evidencia. Quieren la paz, y yo deseo lo mejor para los cinco reinos. Si ninguno de vosotros puede ser emperador por encima de la voluntad de los otros tres, ¿quién queda? Simplemente, me ofrecí.

—¿Te ofreciste?

—Por el bien de todos —intentó parecer lo más sincero posible, sin lograrlo.

—¿Y si no acatamos esta farsa? —le retó Zhuan Yu.

Tao Shi suspiró.

No iba a lograrlo.

Nunca claudicarían.

Le entregó la copa a su sirviente, despacio, calculando muy bien cada gesto y sin apartar la mirada de ellos. Iba a necesitar las dos manos. Zhuan Yu era débil, y su enfado lo debilitaba todavía más; Gong Pi, no.

Tao Shi reunió toda su energía.

La sintió en su cuerpo, sus ojos, sus manos…

Todo terminaría en unos instantes. Y daría comienzo su largo imperio. Dominaría incluso las sombras y extendería su leyenda por espacio de mil años.

El grito sonó entonces.

Una voz que hacía mucho, mucho tiempo que no escuchaba.

—¡Quieto, Tao Shi, usurpador!

En medio del súbito revuelo, todos vieron la figura blanca y anciana de la más inesperada de las visitas.

Aunque solo el nuevo emperador lo reconoció.

Sen Yi.

179

Tao Shi se puso en pie.

Demudado.

Sen Yi caminaba hacia él, atravesando la marea de cuerpos rendidos ante el nuevo poder. Aunque su indumentaria resplandecía, él parecía cansado. Sus ojos no se apartaban de los de su antiguo compañero. Sabía que si le perdía de vista un solo instante, podía ser el fin.

Ahora se trataba de ellos.

—¿Qué quieres? —taladró el aire con su voz Tao Shi.

—¡Que te vayas antes de que sea tarde para todos, para ti y para los cinco reinos! —le gritó con autoridad, sin dejar de andar.

—¡Insensato! —el mago se recuperó de la sorpresa—. ¡Ya no puedes nada contra mí! ¡El poder de Xu Guojiang es ahora mío! —y se lo repitió gritando aún más—: ¡Mío!

Sen Yi llegó hasta él.

Al pie del trono.

Jing Mo y Zhong Min permanecían sentados, inexpresivos. Gong Pi y Zhuan Yu se quedaron a un lado, sin saber qué hacer, porque de pronto todo giraba en torno a los dos ancianos.

El recién llegado ya no gritó.

—No, Tao Shi —habló con calma—. El poder de Xu Guojiang nunca será tuyo, jamás, porque la oscuridad no puede prevalecer sobre la luz, y la energía que nuestro maestro nos enseñó a usar y manipular es la energía que mueve la vida, la tierra, el mundo. Nadie debe usarla en su beneficio. Nadie. El equilibrio natural del universo no lo permite.

—¿Qué sabes tú de eso? —le despreció Tao Shi—. Siempre fuiste un blando, incapaz de reconocer la grandeza de lo que recibíamos.

—Lo recibíamos para hacer el bien.

—El bien y el mal —se rió—. Pareces un niño. ¿No entiendes que son las dos caras de la misma moneda, y que esa moneda es tan delgada que siempre acaban confundiéndose?

—La tierra se muere —le recordó Sen Yi—. ¿Qué clase de poder quieres si no vas a tener a nadie con quien ejercerlo?

—¡Yo curaré a la tierra!

—¡Ni siquiera sabes qué le sucede, necio!

Se miraron unos instantes. Había sido la primera batalla verbal.

Solo la primera.

—Vete —le pidió Tao Shi—. Vete y no te haré nada.

—No —movió la cabeza de lado a lado Sen Yi—. No me iré sin que antes bajes de este trono que usurpas.

—¡Ellos me lo han dado! —señaló a Jing Mo y Zhong Min.

—Ellos no tienen voluntad, están hechizados, y estabas a punto de hacerles lo mismo a Gong Pi y Zhuan Yu. ¡Has robado el trono del Reino Sagrado y ese es el peor de los crímenes!

—¡El pueblo me lo agradecerá!

—¡Nadie agradece nada a los tiranos!

—¿Y cómo vas a impedírmelo? —le desafió Tao Shi.

Sen Yi no respondió.

No era necesario.

La tormenta estalló entonces.

El nuevo emperador fue el primero en levantar la mano. Pero su oponente estaba en guardia. Alzó la suya justo a tiempo de detener el primer rayo blanco, cegador, que surgió del cuerpo de Tao Shi y se canalizó a través de su brazo y sus dedos extendidos.

El rayo de Tao Shi chocó con el de Sen Yi.

Como si los cielos hubieran descendido a la tierra desatando la peor de las tormentas.

En la sala del trono comenzaron las carreras, se desató el pánico. Todos los presentes buscaron la salida más cercana atropellándose unos a otros, deslumbrados por el resplandor. En apenas unos instantes quedaron únicamente seis personas: los dos contendientes y los cuatro señores.

Jing Mo y Zhong Min, sin moverse de sus asientos.

Gong Pi y Zhuan Yu, tratando de protegerse de la luz cegadora, pero sin perder de vista la batalla.

La gran batalla.

Porque a pesar de toda la energía desatada, ni uno ni otro retrocedía un paso, cerraba los ojos o parecía ceder ante el empuje del contrario.

Y los dos sabían que la lucha podía durar una eternidad.