Capítulo 23

Pensar dos veces ya es bastante.

—Confucio —

165

La noche no era hermosa, pero sí plácida.

Y hacía frío.

Por eso Xue Yue se arrebujó junto a Qin Lu bajo la manta.

Sus manos se encontraron.

Luego lo hicieron sus labios.

Después se miraron en la oscuridad, porque esta vez no había fogata que los calentara.

Las únicas estrellas eran las de sus ojos.

—Te amo —dijo él.

—Y yo a ti —ella rozó de nuevo sus labios.

—Estos días apenas si hemos podido estar así, juntos, solos.

—Esta noche es especial.

Qin Lu reflexionó sobre el alcance de sus palabras.

—Todo terminará pronto —fue lo único que acertó a decir.

—¿Lo crees así?

—Regresaremos con el corazón de jade, lo sé.

—Eres un hermoso iluso.

—¿Tú tienes dudas?

Xue Yue se encogió de hombros.

—Un instante contigo ha valido por toda una vida —suspiró—. Lo que nos suceda mañana…

—Nos quedan muchos instantes, muchas vidas, te lo aseguro —quiso insistir él—. Lucharé por el jade, por la tierra, pero también por ti, por nosotros. Una vez creí haberte perdido, cuando tuve que huir de Nantang. Ahora ya no nos separaremos.

La muchacha se estremeció.

—¿Todavía tienes frío? —la apretó más contra sí.

—No, es…

—¿Miedo?

—Supongo.

—¿De Mong?

—De lo que suceda después.

—¿A qué te refieres?

—Recuerda lo que dijo Sen Yi. Uno de nosotros…

Le cerró la boca con un beso que se hizo eterno en sus labios.

—No hay beso que pueda silenciar la verdad —mantuvo su fijación Xue Yue cuando se separaron.

—En cualquier caso, no serás tú la que devuelva el jade a su lugar —quiso dejar claro él.

—¿Y qué si eres tú? Si mueres, lo haré yo.

—¡No morirá nadie!

Sus ojos volvieron a crepitar.

—Alguien ha de hacerlo —susurró ella—. Ojalá Shao te lo impida.

—¡Shao es un líder: será necesario después, pase lo que pase! ¡No puede hacerlo él!

—Entonces… —Xue Yue acarició su rostro.

—No hablemos de eso ahora, por favor —le suplicó Qin Lu.

—Abrázame.

Lo hizo con tanta fuerza que casi le robó el aire de los pulmones. Pudo sentir los latidos de su corazón.

—Deberíamos dormir —suspiró, rendido por una súbita desazón.

Xue Yue ya no dijo nada.

Solo volvió a arrebujarse y cerró los ojos.

Sus siguientes lágrimas fueron silenciosas.

166

Cerca de allí, sentados sobre una roca desafiando la intemperie, Shao y Xiaofang vieron cómo la manta bajo la cual dormían Qin Lu y Xue Yue dejaba de moverse tras el último beso.

El joven sonrió.

Las palabras de su mente cobraron forma en labios de Xiaofang.

—Se aman tanto…

Volvió la cabeza hacia ella. Aun en la oscuridad, se dio cuenta de lo hermosa que era, la serenidad de su rostro, la armonía de sus ojos y su boca, la tersura de aquella piel de seda sobre la cual se deslizaban sus toscos dedos.

—¿Solo ellos? —dijo.

—Es distinto.

—¿Por qué ha de serlo?

—Son tan jóvenes…

—Habló la vieja.

Ella le dio un codazo.

—No te iría mal un poco de la dulzura de Xue Yue —le recordó Shao.

—¿Alguna queja? —le desafió.

—No.

Y la abrazó hasta sepultarla en su pecho.

El beso fue apasionado, fuerte, vigoroso y cargado de emociones.

Cuando se separaron, el rostro de Shao estaba surcado por una ceniza oscura.

—¿Qué te sucede? —quiso saber su compañera.

—Esta noche, no.

—Llevas todo el viaje con ello en el corazón.

—¿Lo has notado?

—Sí.

—Entonces no me pidas…

—Shao, somos cinco. Cualquiera puede hacerlo llegado el momento.

—No.

—¿Quién te ha proclamado jefe de todos nosotros?

—Soy el mayor.

—¿Y qué? —se mantuvo inflexible—. Fuego, tierra, aire, agua y energía. ¿Qué te otorga el poder de decidir? Si se trata de salvar la tierra, te recuerdo que ese es mi elemento, lo dijo Sen Yi. Sería mi responsabilidad antes que la de ningún otro.

—No dejaré que muera mi hermano, ni mi hermana, ni tú. Y si muere Xue Yue, morirá él. Solo quedo yo.

—Si mueres tú, moriré yo —le recordó Xiaofang.

—Basta, no hablemos de muerte esta noche —apartó su rostro del de ella—. Ni siquiera sabemos si conseguiremos quitarle el jade a ese loco.

—Lo haremos.

—Tú y tu determinación.

—Lo haremos y salvaremos la tierra.

—Por los dioses… —acarició su mejilla con la mano y naufragó en la vívida intensidad de sus ojos—. ¿Quién te ha hecho tan fuerte?

—Tú.

—No, ya lo eras cuando llegué a ti. Fuerte y única.

—Entonces iremos los dos —dijo Xiaofang.

—No.

—Los dos —se lo repitió—. No hay otra solución.

—Cállate, ¿quieres?

El beso fue el último, largo, muy largo.

Ya no volvieron a hablar cuando se refugiaron juntos bajo su manta y se quedaron quietos casi al instante, agotados, atrapados por el más reparador de los sueños.

167

Lin Li observó los dos bultos. Qin Lu y Xue Yue. Shao y Xiaofang. De los cinco, ella era la que menos dormía, apenas nada. Y era así desde su salida de la cueva, desde que toda aquella energía se había manifestado y liberado en su cuerpo. Por eso las noches eran tan largas. Por eso sus pensamientos iban y venían como los bueyes en los caminos de Pingsé.

El futuro pasaba por ella.

Estaba en sus manos.

Qin Lu y Xue Yue se amaban. Shao y Xiaofang se amaban. Los cuatro tenían ya algo que compartir.

Ella, no.

Estaba sola.

Sola.

Y había nacido en el eclipse. Sin llorar hasta que…

Señales.

Xu Guojiang lo predijo.

Señales.

La vara la obedecía a ella. Era una parte más de sí misma. La vara estaba conectada con su alma, con su corazón y con su mente. Sí, llegado el momento, Shao o cualquiera de los demás pretendían retornar el jade a la tierra, se dejaría inundar por la ira.

Y la ira bastaría para vencerlos a todos.

No podrían con ella.

Devolvería la piedra y moriría en paz.

Cerró los ojos y acarició la vara con la mano derecha. De noche, apenas si se movía. Pero bastaba el más leve contacto para que vibrara y le hiciera ver que seguía viva y activa.

La vara tampoco dormía.

—Me ayudarás, ¿verdad? —le susurró.

Llegado el momento, la decisión sería suya. No de Shao ni de Qin Lu, y menos de sus amorosas compañeras. Suya y solo suya. Pero eso no se lo diría hasta que fuese inevitable.

Lucharía con ellos si era necesario.

Con sus hermanos, a los que tanto quería y por los que estaba dispuesta a sacrificarse.

No veía su forma, pero miró en dirección al lugar donde estaban las montañas de Han Su.

El corazón de jade.

Al día siguiente librarían la más desigual y dura de sus batallas, contra un tirano loco y envilecido.

Quizás no lo lograsen.

Aunque algo le decía que sí.

Quizás no todos sobrevivieran a esa primera prueba.

Aunque algo le decía que sí.

El destino, su destino, la había estado reclamando posiblemente desde su nacimiento, o aun antes, desde el día en que Xu Guojiang puso sus manos en el vientre de su madre y le anunció el futuro.

168

Gong Pi, señor del norte, escuchó la noticia sin dejar que la sorpresa alterase sus facciones.

—¡Es el señor del este! —le anunció el jefe de su guardia tras irrumpir de forma muy poco solemne en la tienda—. ¡Está aquí, ha venido a veros cabalgando desde su campamento!

Tomó aire.

—¿Ha venido solo? —preguntó.

—¡Con apenas un grupo de jinetes, una pequeña escolta!

—De acuerdo —asintió dejando apenas un suspiro de pausa—. Hazle pasar.

Se puso en pie. La marcha era fatigosa, cada vez más pesada a medida que se acercaban a Nantang. Y no quería forzar a sus hombres, que necesitaban reposo o, de lo contrario, llegarían exhaustos a su destino. Descansaban más que al inicio de la expedición. Tampoco sabían con qué se iban a encontrar, si con una guerra o…

La vieja capital del Reino Sagrado ya estaba cerca.

Muy cerca.

A una jornada.

Apartó sus pensamientos de golpe cuando Zhuan Yu apareció ante él.

—¡Gong Pi!

—Bienvenido seas, Zhuan Yu —abrió sus brazos con hospitalidad.

—No sabía si te daría alcance —el señor del este correspondió a su gesto—. ¡Ha sido una dura y larga cabalgada!

—Entonces descansa —le invitó a sentarse.

—No, no hay tiempo. —Zhuan Yu parecía un león súbitamente enjaulado—. ¿Sabes ya las noticias?

—Las palomas mensajeras vuelan mucho estos días por los cielos de los cinco reinos.

—¡Pareces muy tranquilo!

—¿Quieres que monte en cólera aquí, en mi tienda, solo?

—¿Te resignas a que un… mago sea el heredero del trono sagrado?

—No, Zhuan Yu, yo no he dicho eso.

—¡Entonces…!

—Vamos, siéntate —le invitó de nuevo—. Debes de estar agotado si has venido a caballo desde tu campamento. ¿A cuánto estáis?

—Cerca. Mi ejército está exhausto.

—Y el mío.

Zhuan Yu le obedeció. Se dejó caer con pesadez sobre unos cojines. Lo peor era que, aunque descansara una noche, le quedaba el viaje de regreso.

Y según lo que hablara con Gong Pi podía ser triste, amargo, el preámbulo de una guerra…

—¿Vas a permitir esta locura? —insistió.

—Por lo que veo, tú no estás dispuesto a ello.

—¡Pues claro que no! —gritó el señor del este—. ¡Aun con mi ejército debilitado por la derrota, lucharé hasta la muerte si es preciso!

—Te precipitaste al atacar el Reino Sagrado.

—¡Tú vives en el norte, entre hielos, pero yo vivo con bosques que se mueren! ¡Zhang ha estado años imponiéndonos leyes! ¿Por qué no pensar que también quería someternos o aniquilarnos por hambre?

—Siempre has sido impetuoso, Zhuan Yu.

—¡Y tú, demasiado paciente!

—Será por vivir entre hielos, como dices —se aventuró a sonreír.

—No te entiendo —su visitante le observó de hito en hito, con el ceño fruncido—. ¿Tramas algo que no quieres contarme, o…?

—Escucha —intentó serenarlo—. Lo único que sabemos es que Jing Mo y Zhong Min han proclamado emperador a Tao Shi. Ignoramos los motivos…

—¡Es mago, por los dioses! ¡Está claro que ha ejercido alguna clase de poder sobre ellos!

—Siendo así, ¿no crees que también pueda ejercerlo sobre nosotros?

—¡Yo no soy Jing Mo ni Zhong Min!

—Zhuan Yu, no te servirá de nada gritar, ni enfadarte, ni despertar a los perros de la guerra. Debemos llegar a Nantang, y a ser posible hacerlo juntos, y juntos presentarnos ante todos ellos.

—¿Por qué no nos aliamos y atacamos directamente?

—No.

—¡Mi ejército fue derrotado, pero es valiente, y los suyos lucharon contra las tropas del emperador, así que también habrán sufrido bajas! ¡Es nuestra oportunidad!

—¿Y después qué: nos peleamos tú y yo por el trono?

El señor del este parpadeó.

—Hemos de resolver esto entre los cuatro —quiso dejarlo claro Gong Pi—. Podemos llegar mañana a Nantang, tú y yo, con un grupo de hombres de escolta, y reunirnos con ellos.

—¿Únicamente una escolta? —se alarmó.

—Que vean que nuestras intenciones no son belicosas… de momento. Cuanto antes resolvamos esto, tanto mejor. Quizás estemos a tiempo.

—¿Y Tao Shi?

—Si es culpable de traición, si los ha hechizado, habrá que matarlo.

—¿Y cómo se mata a un mago?

—Como a cualquier serpiente —dijo el señor del norte—: Se le corta la cabeza.

169

La fortaleza de Mong se recortaba en la ladera de la primera montaña, y era ciertamente impresionante. Un primer muro de piedras la protegía del llano. Un segundo muro enmarcaba la ciudadela. Y un tercer muro envolvía el castillo, en forma de singular pagoda, con una alta torre de piedra negra que se confundía con el entorno. Entre la tierra áspera y la oscuridad de las montañas de Han Su, lo único que aportaba placidez y una nota de color era el intenso cielo azul, bajo un implacable sol que, de todas formas, no daba mucho calor. Al otro lado de las murallas, encajonado por las cumbres, se adivinaba el valle del que les había hablado Qu Xing.

Un excelso valle poblado de vida, quizás el último que le quedaba ya incólume a los cinco reinos.

Sí, el señor Mong vivía en un paraíso.

Él y el corazón de jade.

—¿Algún plan? —exteriorizó sus primeras dudas Qin Lu.

—Qu Xing lo dijo, ¿recuerdas? —habló Shao—. Solo se puede entrar ahí dentro como invitado… o como prisionero.

Su hermano captó la intención de sus palabras.

—¿Quieres qué…? —dejó la frase sin terminar.

La primera patrulla no tardó en aparecer, envuelta en una nube de polvo. La formaba una docena de jinetes con uniformes negros. Hasta las plumas de sus cascos lo eran. Cabalgaron hasta ellos y los rodearon, apuntándoles con sus lanzas.

No se movieron.

—Queremos ver a vuestro gran amo —anunció Shao.

El silencio fue breve. Los hombres miraban a Xiaofang, Xue Yue y Lin Li con descaro. Tres perlas. Tres frutos jugosos en un erial. Cuando el jefe de la partida se echó a reír, todos lo hicieron.

—¿Queréis ver al señor Mong? —la carcajada se hizo mayor—. ¿Sois insolentes, estúpidos o las dos cosas a la vez? —cambió de pronto y gritó—: ¡El señor Mong no ve a nadie, aunque sí agradecerá vuestros presentes antes de que os marchéis y podáis bendecir vuestra suerte!

—No llevamos nada. —Shao mostró sus manos vacías.

—Sí lleváis algo —dijo el guerrero.

Seguían mirando a las tres jóvenes.

—Condúcenos hasta Mong y no te pasará nada —le previno Shao.

El jinete abrió los ojos con asombro.

—¿Que no me…? —su indignación no tuvo límites—. Sí, eres estúpido. El más estúpido de todos los estúpidos —reapareció la sonrisa en su rostro antes de ordenar—: ¡Matadlos, a los dos!

Shao y Qin Lu estaban preparados. Xiaofang también, por delante de Xue Yue y Lin Li.

Los doce hombres espolearon sus caballos.

Seis lanzas apuntando al pecho de Shao y otras seis al de Qin Lu.

Y sin embargo… no hizo falta que lucharan.

La vara formada por los tres cintos salió disparada de la mano de Lin Li. Ella no hizo nada. Pasó de mantener su leve vibración marcando el camino a convertirse en un proyectil animado, guiado por una fuerza invisible. Una a una, rodeando el círculo formado por los atacantes, las lanzas que esgrimían fueron barridas. Una a una, la vara las quebró por la mitad, igual que si fueran simples ramas secas.

Los hombres detuvieron sus monturas.

La vara volvió a la mano de Lin Li.

En ese momento, sus atacantes dieron media vuelta y huyeron.

Despavoridos.

170

El avance fue más rápido. La alarma estaba dada. Podían llegar a las murallas de la fortaleza o encontrarse con un ejército de esbirros en el llano, cortándoles el paso.

Pero ya no iban a pelear con sus manos desnudas.

Incluso ellos estaban sorprendidos.

—Sigue protegiéndonos —dijo Lin Li acariciando la vara.

—¿Podrá contra todo eso? —Shao abarcó el poder de aquella fortaleza impresionante, casi tan inexpugnable como el palacio de Nantang.

Aunque, a la postre, aquel había caído.

Llegaban casi a las puertas de la muralla exterior cuando vieron a decenas de hombres trabajando en ella como esclavos, rematándola, moviendo enormes sillares de piedra que varias yuntas de bueyes arrastraban sobre troncos.

Mong seguía protegiéndose.

Como cualquier tirano, siempre temeroso, siempre precavido, siempre dispuesto a preservar su seguridad.

Cuando las puertas del muro se abrieron, bajo sus arcos no desfilaron doce jinetes.

Fueron no menos de cincuenta.

Ellos se detuvieron.

Se dejaron rodear.

Cincuenta lanzas apuntando de nuevo a sus corazones.

—¿Quiénes sois? —preguntó el responsable del destacamento.

—¿Qué importa quiénes seamos? —los desafió Shao—. ¡Queremos ver a Mong!

—¡Señor Mong para ti, siervo!

Shao se enfrentó a sus ojos.

Los de los jinetes temblaban con algo parecido al miedo, pese a su número. La mayoría miraba la vara en manos de Lin Li.

—¿Vas a conducirnos a su presencia, o quieres luchar?

—¡Maldito insolente!

Atacó en solitario. Tal vez seguro de su fuerza, tal vez para impresionar a sus hombres. En esta ocasión, la vara no se movió de la mano de Lin Li.

Shao se bastó solo.

Paró la embestida con su caballo, se dejó caer a un lado y luego recuperó la posición para agarrar el brazo armado del agresor. Con una presión en los nervios, le hizo soltar la espada.

El resto fue sencillo.

Un golpe con los dedos en la garganta y una patada de costado.

El esbirro de Mong cayó al suelo.

—¡Matadlos! —gritó a duras penas mientras intentaba ponerse en pie.

Sus soldados vacilaron.

Pero cuando los primeros acataron la orden…

Esta vez, la vara hizo algo más que dar una vuelta en círculo alrededor de ellos rompiendo las lanzas que encontraba a su paso. Esta vez, además, golpeó con saña las cabezas o las posaderas de los soldados.

Unos cayeron al suelo. Los más espolearon a sus ya de por sí asustados caballos para retirarse hacia el muro.

Los hombres que trabajaban en la construcción de aquella muralla, de pronto, los vitorearon.

—Vamos, antes de que cierren las puertas —dijo Shao.

Cabalgaron hasta ellas.

Y entonces, en el momento de pasar bajo los arcos y penetrar en la fortaleza de Mong, sucedió lo inesperado.

La vara cayó de la mano de Lin Li y, al tocar el suelo, volvió a convertirse en lo que había sido antes.

Tres cintos.

Tres cintos de cuero con forma de serpiente.

171

Tao Shi también tenía sus espías.

Sus propias palomas mensajeras.

Cuando leyó aquel extraño mensaje, se quedó envarado.

Luego recuperó la sonrisa.

Gong Pi y Zhuan Yu juntos. Los dos señores dispuestos a dirigirse uno al lado del otro a su encuentro, para la gran reunión final en la que ya nada ni nadie le disputaría el poder.

El trono del Reino Sagrado y la supremacía sobre los cinco reinos.

—¿Qué tramas, Gong Pi? —le preguntó a la paloma que descansaba ya del pequeño trayecto a través del cielo, puesto que los dos ejércitos y sus señores se hallaban a las puertas de Nantang.

Gong Pi, sí.

El más peligroso.

Justo por ser el menos belicoso de todos ellos.

El más listo también.

La mano de Tao Shi estrujó la nota enviada por su espía.

¿Qué importaba lo que tramase el señor del norte?

El hombre de hielo, como lo llamaban algunos.

Su manipulación de la energía ya era casi total. Un poder máximo. Era el heredero de Xu Guojiang. Estaba rozando la perfección. Podía robarle el alma a cualquier ser humano.

El alma, su voluntad…

—Necios —sonrió.

Cuando fuese el amo de todos ellos, ya buscaría la forma de eliminarlos uno a uno, porque controlar sus voluntades en la distancia quizás resultase problemático. Después tendría que salvar los malditos bosques.

Bueno, la guerra había empezado por ellos.

Qué más daban unos bosques de más o de menos.

Detrás de los muros del palacio de Nantang, la vida sería hermosa.

Muy hermosa.

Tenía que preparar la reunión con todos. Con los ya hipnotizados y con los dos recién llegados. Prepararla a conciencia, extremar las precauciones, ser capaz de almacenar toda la energía posible por si Gong Pi se le resistía. Apenas disponía de un día, dos a lo sumo.

Tao Shi miró a la paloma que había volado hasta él con el mensaje.

El pobre animal ni siquiera se dio cuenta de que caía muerto.