Capítulo 22

Transporta un puñado de tierra todos los días

Y construirás una montaña.

—Confucio —

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La mañana apenas alboreaba sobre los silenciosos muros de Nantang recortados en la distancia. Las dos comitivas llegaron a la improvisada tienda al mismo tiempo. La del campamento del oeste lo hizo con los doce jinetes pactados, sin banderas. La del campamento del sur, lo mismo.

Tao Shi ya estaba allí, esperándolos.

Descendieron cuatro jinetes, dos por cada lado.

Y los dos principales se detuvieron frente a frente, con sus servidores en guardia a sus espaldas, serios y cautelosos.

—Zhong Min —dijo el señor del oeste.

—Jing Mo —dijo el señor del sur.

Tao Shi abrió los brazos.

—Un gran momento —se solazó—. La historia hablará de este día.

Y se apartó para que los dos señores entraran en la tienda.

Después cerró el paso a los dos servidores: Ju Sung, que acompañaba al señor del oeste, y Kong Su, al señor del sur.

—Esperad aquí —les dijo.

—No —respondieron al unísono, con las manos quietas sobre sus respectivas espadas.

—Esperad —insistió el mago.

Los dos se quedaron quietos.

Tao Shi entró en la tienda. Jing Mo y Zhong Min no se habían sentado. Ni se miraban. Cuando se quedaron los tres solos, rompieron su silencio.

—¿Qué hacemos aquí?

—¿A qué viene esta reunión inesperada?

—¿No se había decidido que nos veríamos los cuatro cuando Gong Pi y Zhuan Yu llegaran a Nantang?

—Si esto es una añagaza…

—Si estáis planeando algo…

El mago levantó las manos para detenerlos.

—No sois estúpidos —dijo—. Sabéis que de una reunión a cuatro bandas puede salir todo, bueno y malo, y que lo más probable es que estalle otra guerra. Estamos aquí para impedirla.

—¿Cómo?

—¿Y por qué tú te arrogas el papel de mediador?

Tao Shi los animó a tomar asiento. La reunión prometía ser larga.

Jing Mo fue el primero en obedecerle, haciendo volar su hermosa capa de seda trenzada con oro. Zhong Min le secundó, recogiendo la suya bordada con piedras.

—¿Y ahora, mago?

—¿De qué hemos de hablar?

—Del futuro —cruzó los brazos a la altura del pecho.

—El futuro lo decidimos nosotros —dijo el señor del oeste.

—¿Con qué autoridad nos has citado aquí en secreto? —preguntó el señor del sur.

Tao Shi los abarcó con la mirada.

Por primera vez se dieron cuenta del brillo de sus ojos, oscuros como piedras.

Por primera vez.

—Habéis sido aliados en la guerra contra el emperador, y quiero que comprendáis que debéis seguir siéndolo para cuando Gong Pi y Zhuan Yu lleguen a Nantang —comenzó a hablar despacio, casi hipnotizándolos con sus palabras—. Es importante diseñar una estrategia común y evitar lo inevitable, la guerra, que os peleéis por el trono —hizo una pausa breve—. Este es el motivo de que estemos aquí los tres. Todo será mucho más sencillo si de aquí salimos fuertes y convencidos, porque entonces ni Gong Pi ni Zhuan Yu podrán hacer nada, uno con su ejército ya derrotado, y el otro siempre pragmático y con pocas ganas de lucha.

—No entiendo qué propones…

—¿Vamos a decidir el trono aquí, entre él y yo?

—En realidad será entre vosotros y yo —sonrió Tao Shi.

—¿Tú?

—Vais a proponerme a mí como nuevo emperador.

Se pusieron en pie inmediatamente.

—¿Te has vuelto loco? —gritó Jing Mo.

—¿Un mago en el trono del Reino Sagrado? ¿Qué clase de burla es esa? —le secundó Zhong Min.

—¡Me prometiste…!

—¿Le prometiste a él lo mismo que a mí?

—¡Esto es una trampa!

Sus escuderos, Kong Su y Ju Sung, entraron en la tienda con sus espadas desenvainadas al oír los gritos.

Tao Shi los esperaba.

No tuvo más que hacer un gesto.

Y los dos servidores se ensartaron el uno al otro con violencia antes de caer muertos.

—¡No puedes…! —gritó Jing Mo dirigiéndose al mago.

—¡Traidor! —gritó Zhong Min intentando alcanzarle.

Tao Shi no se movió.

Le bastó una mirada.

El señor del oeste quedó paralizado. El señor del sur cambió su semblante. La escena se convirtió en un cuadro inanimado. Dos figuras convertidas en estatuas.

La tercera, simplemente, esperó.

Esperó.

Hasta que los dos señores se inclinaron con respeto.

—¡Oh, poderoso Tao Shi, tenéis razón! —expresó Jing Mo.

—Todo antes que verter más sangre en una nueva guerra —manifestó Zhong Min.

—Tú serás el equilibrio.

—Si te apoyamos, Gong Pi y Zhuan Yu no se atreverán a desafiarnos.

—No podrán.

—Nuestros dos ejércitos juntos son más poderosos que los suyos.

—Así pues, llegarán días de paz y de gloria a los cinco reinos.

—Nuestro emperador.

—Nuestro emperador.

Tao Shi posó sus manos sobre los hombros de ambos señores.

—Me complace escucharos —dijo satisfecho—. Ahora debéis dar la buena nueva a todos, y después nos prepararemos para cuando Gong Pi y Zhuan Yu lleguen a Nantang, ¿verdad, mis queridos hijos?

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Gong Pi, señor del norte, echaba de menos a su esposa, Suo Kan.

Ella era su alma, su espíritu, su resistencia y su cordura.

De no haber sido por el miedo a que se desencadenara una nueva guerra en las mismas murallas de Nantang, la habría llevado a su lado. Ningún consejero se acercaba mínimamente a su sentido de estado y a su raciocinio.

Gong Pi no tenía el mejor de los días.

Las pesadillas habían sazonado su sueño hasta despertarlo empapado en sudor y lleno de malos presagios. Además, la marcha del ejército era más lenta de lo previsto, en parte por la necesidad de encontrar alimentos, que empezaba a ser urgente. Los bosques apenas ofrecían frutos. No había animales. El silencio los sobrecogía y los cargaba todavía más de negros augurios.

Ya le importaba muy poco quién heredase el trono de Zang. Jing Mo, Zhong Min y Zhuan Yu no eran muy distintos al tirano.

Quería regresar a casa con sus hombres.

Con todos.

Se acercó a un árbol todavía vivo y miró la copa, exuberante, verde, hermosa. Otras habían perdido ya sus hojas. Bastaría una tormenta, un poco de viento, para derribarlos. Si alguno ardía, las llamas quizás arrasasen los cinco reinos de una vez.

—¡Señor!

Quería estar solo. Había pedido que le dejaran tranquilo un rato antes de reemprender la marcha. Necesitaba un poco de paz consigo mismo.

—¡Señor!

Su general en jefe corría hacia él.

No le gustó su rostro, demudado.

Ni la urgencia de su gesto, ni el mensaje que parecía llevar en la mano.

—¡Señor!

El hombre llegó hasta él, jadeante y sudoroso bajo su uniforme coronado por el emplumado casco. Con las armas y los ornamentos de su rango, parecía al borde del colapso. La alarma de su rostro resultaba evidente. Los ojos, el sesgo de la boca, la sorpresa…

—¿Y ahora qué sucede? —preguntó inquieto.

—¡Jing Mo y Zhong Min han proclamado emperador a Tao Shi, mi señor! ¡Emperador! ¡Un mago! ¡Han debido de volverse locos! ¡Dicen que es la única forma de evitar la guerra y que se han sacrificado por sus pueblos! ¡Oh, mi señor…! ¿Qué vamos a hacer ahora?

Gong Pi se apoyó en el árbol.

La rugosa madera, viva y agradable al tacto, apenas si le dio un atisbo de serenidad.

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Zhuan Yu, señor del este, miró a Ho San como si fuera un espectro.

—Repítelo —ordenó.

—¡Zhong Min y Jing Mo han decretado una alianza para evitar la guerra, proclamando al mago Tao Shi nuevo emperador! ¡Esperan que lleguemos a Nantang junto al señor del norte para ratificar su acuerdo!

—¿Qué clase de broma pesada es esta? —no pudo siquiera creerlo.

—¡Es lo que dice el mensaje, mi señor!

—¡Te haré cortar la cabeza si…!

Su fiel primer ministro se inclinó con humildad, con la cabeza hundida entre los brazos extendidos y cruzados frente a ella.

Zhuan Yu llegó a creer que el corazón iba a estallarle en mil pedazos.

Apenas podía respirar.

—¿Qué clase de artimaña puede hacer que ambos hayan renunciado a su derecho en favor de un… mago? —exteriorizó el asombro que sentía.

—¿Y si es una trampa? —se atrevió a decir el portador de la noticia recién llegada a través de los cielos.

—¿Una trampa? —lo consideró—. ¿Para qué nos confiemos, aceleremos la marcha o nos arriesguemos a caer en una celada si atacamos los primeros?

—¿Por qué no?

En momentos de zozobra, Ho San era mucho más reflexivo. Zhuan Yu valoró sus palabras a medida que la rabia desarbolaba su ánimo.

—Una trampa —repitió.

—¡Ha de serlo! ¡Un mago no puede usurpar el trono! —exclamó el primer ministro, lleno de frustración—. ¡Es la ley! ¡Tao Shi no es ni siquiera noble! ¡O los señores del oeste y el sur se han vuelto locos, o ese mago ha aumentado su poder hasta el punto de robarles la razón!

—Tienes razón —apretó los puños con ira—. Incluso Gong Pi preferirá morir luchando antes que permitir que un mago se convierta en el emperador.

—¿Qué hacemos ahora?

Zhuan Yu buscó un atisbo de razón en mitad de aquella locura.

—Mantener la marcha —dijo—. Eso haremos. Sin acelerarla ni frenarla, sin parecer belicosos. Pero mientras tanto… —la idea cuajó rápido en su mente—, ¿a cuánto estamos de las tropas de Gong Pi?

—Con nuestros caballos más veloces, bastaría una jornada, quizás dos. Estamos casi a las puertas de Nantang. Su marcha no ha podido ser más rápida que la nuestra.

—Prepara esos caballos, Ho San. Y reúne a mis mejores hombres.

Los ojos de su primer ministro brillaron.

—Mi señor…

La orden fue imperiosa.

—Hazlo.

Ho San no dijo nada. Salió de la tienda tan apresuradamente como se había presentado en ella.

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Lian escrutó el rostro de Jing Mo mientras trataba de digerir aquella noticia.

—Ha sido una decisión valiente, de buenos gobernantes. Sin duda hablarán de ella los siglos venideros. La alternativa era la guerra, la destrucción total. Zhong Min y yo hemos renunciado al trono en bien de la paz en los cinco reinos.

—¿Y un mago será el nuevo emperador?

—Cuidado con lo que dices, general —le apuntó con un dedo amenazador—. Ese hombre se ha sacrificado por todos nosotros. Y ese es un gesto que le honra. Si me enfrento a Zhong Min, lo único que conseguiremos será sembrar muerte a nuestro alrededor.

—La opción de la paz me parece aceptable, pero Tao Shi es un intruso. El trono del Reino Sagrado y de los cinco reinos no puede…

—¡Lian!

El militar se calló.

—No sigas —le previno Jing Mo—. Hay decisiones que no son fáciles. Tú no eres más que un soldado.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Adelante.

—¿Qué crees que harán Gong Pi y Zhuan Yu?

—¿Qué pueden hacer? —la cuestión se le antojó relativa—. Someterse. Nuestros dos ejércitos son más poderosos que los suyos, aun suponiendo que se unan entre ellos.

—También sufristeis bajas en la lucha contra mi ejército —le recordó.

—Pero no tantas como las tropas del reino del este. Además, dominamos Nantang. Con dos ejércitos defendiendo la ciudad y sus murallas, es prácticamente imposible que lograran la victoria.

Lian continuó escrutando el rostro de Jing Mo.

Parecía normal, hablaba normal, y sin embargo sus ojos…

Su mirada estaba muerta, carecía de brillo.

¿Tanto poder era factible?

¿Tan fuerte se había hecho Tao Shi?

De cualquier modo, sus planes se venían abajo. Ahora sí estaba solo, con sus soldados prisioneros y la insólita alianza de Zhong Min y Jing Mo.

El destino parecía sellado.

Salvo que hallara la forma de liberar a sus hombres y escapar con ellos a las montañas, para convertirse en guerrilleros.

—¿Lian?

—Sí —salió de su abstracción.

—Vienen hermosos tiempos de paz —dijo un plácido señor del oeste—. Me gustaría que siguieras a mi lado. ¿Lo crees posible?

164

La vara continuaba viva, marcando el mismo rumbo inalterable en dirección a las montañas. Seguían pareciendo próximas, como un espejismo en el desierto, pero la distancia no menguaba y su silueta se recortaba casi igual en el horizonte.

La noche los había sobrecogido.

Un extraño desánimo empezaba a apoderarse de ellos.

—¿Por qué tardamos tanto? —se preguntó en voz alta Xiaofang.

La tierra era más y más abrupta. A veces, para salvar un desnivel, tenían que dar un gran rodeo. De no ser por la vibración del cayado, se habrían perdido. Ninguna luz titilaba en la oscuridad. Hasta la luna se escondía de sí misma en un cielo negro como el alma de un asesino.

El agua empezaba a escasear.

Por suerte, en el nuevo anochecer, la vara los llevó también hasta un pozo.

Un pozo en el que sorprendieron a un pastor con apenas media docena de ovejas enflaquecidas.

Nada más verlos, el hombre se arrojó al suelo y se puso a llorar.

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Dejadme estas ovejas! ¡Son lo único que tengo y he de dar de comer a mis hijos! ¡Por favor, nobles personas!

—No vamos a hacerte nada —le tranquilizó Xiaofang.

—No somos de la fortaleza de Mong —manifestó Xue Yue.

—Vamos, cálmate —concluyó Lin Li.

El hombre los miró sin bajar la guardia, todavía receloso.

—¿Qué hacéis en estas tierras? —quiso saber.

—Vamos de paso —mintió Shao.

—Pues tened cuidado de no acercaros a los dominios del señor Mong —señaló las montañas—. A media jornada de aquí podéis encontraros ya a sus hombres, en cuyo caso no daría ni un suspiro por vuestra vida.

—¿Por eso vienes al pozo al anochecer, para ocultarte? —dijo Qin Lu.

—Sí —el pastor expresó su abatimiento—. Mong ya era cruel e inhumano, pero desde hace un tiempo… —se pasó el antebrazo por la cara para retirar sus lágrimas—. Nos roba el ganado, se lleva a nuestras hijas a su fortaleza y nos mata si ofrecemos la menor resistencia.

Shao contempló la puesta de sol.

—Media jornada —suspiró.

Fin de trayecto.

O recuperaban el corazón de jade, o todo terminaría.

—¿Puedo irme? —vaciló el pastor.

—Claro —confirmó Shao.

No tuvo que decírselo dos veces.

Se quedaron solos.

La última noche antes de que su destino, finalmente, los alcanzase.

O ellos a él.