Cuando salgas de tu casa,
Procura ir como si fueras a encontrarte
Con una persona importante.
—Confucio —
La tierra pronto se volvió árida e inhóspita, de nuevo rocosa y sin árboles. Parecía deshabitada. A lo lejos, una cordillera de nevadas cumbres se alzaba igual que un muro, cortando su camino. La vara señalaba hacia ella. Sabían que si se veían en la necesidad de llegar a las montañas, ni la comida ni el agua serían suficientes, aunque quizás, con suerte, dieran con algún lago. Pero no había animales que cazar.
El silencio era sobrecogedor.
Solo lo rompía de vez en cuando el sonido de sus voces.
—¿Quién compraría el pez? Lo más lógico es que fuera alguien de un pueblo cercano.
—¿Y si se volvió loco y huyó a esas montañas, como el pastor Lao Seng?
—Fijaos en estas huellas.
De pronto transitaban por una pequeña zona llena de polvo y arena. En ella se advertían huellas de caballos. Y no pocas. Seguramente, en aquellas montañas debía de haber algún pueblo.
Nadie hablaba de lo que podía estar sucediendo en Nantang, ni de si Sen Yi habría llegado ya a la ciudad.
Él solo contra todos.
Contra Tao Shi.
—¡Mirad! —Qin Lu señaló un punto oscuro recortado en la distancia.
No tuvieron que desviarse. A lo lejos, un hombre montaba un asno cargado con un pesado cesto. Al verlos se quedó rígido, asustado, sin saber qué hacer. Hubiera huido de no comprender que le alcanzarían de inmediato.
Todos captaron su miedo, así que se acercaron a él con prudencia.
—¿Vives por aquí? —le preguntó Shao.
Tragó saliva y asintió con la cabeza.
—¿Hay algún pueblo cerca? —continuó el mayor de los hermanos.
—¿Sois extranjeros? —el hombre se atrevió a hablar.
—Sí.
—Entonces no sigáis. Dad media vuelta y alejaos de estas tierras —les previno—. Solo encontraréis problemas.
—¿Por qué? ¿Acaso no vienes tú del lugar al que vamos?
—¿Yo? No. Hay un tipo de piedras que extraigo de una pequeña cantera, no lejos de aquí. Eso es todo. Jamás me atrevería a ir más lejos.
—¿Por qué?
—¿No habéis oído hablar del señor Mong?
—No.
El hombre los miró uno a uno. Tendría unos cuarenta años y sus rasgos eran distintos a los de los habitantes del centro del Reino Sagrado. Ojos más rasgados, cuerpo menudo. Su tono se hizo paternal.
—Escuchad —recuperó la calma—. Esas son las montañas de Han Su, y al pie de ellas, en su gran e inexpugnable fortaleza, a las puertas del valle más hermoso y rico que os podáis imaginar, vive el señor Mong, el amo de todo lo que veis. Él es poderoso, implacable. Ni los soldados, cuando había soldados, se atrevían a pisar sus dominios. Tiene un pequeño ejército y gobierna con crueldad. Si antes era malo, cada vez es peor. Lo único que hallaréis si os arriesgáis a seguir es la muerte, o algo peor.
—¿Peor que la muerte?
—¿Queréis ser sus esclavos?
Shao miró a Lin Li. La vara seguía señalando el camino de las montañas.
—Gracias por tus consejos, buen hombre.
—¿Vais a seguir? —se preocupó.
—Hemos de hacerlo —sonrió Shao—. Pero al menos ahora sabemos a lo que nos enfrentamos.
—Estáis locos…
Golpearon los flancos de sus caballos y prosiguieron la marcha.
—¡Locos! —los acompañó la voz del hombre en la distancia.
—¿Creéis que este señor Mong tiene el jade? —Xiaofang formuló la pregunta que todos tenían en la cabeza.
—Tal vez. Su maldad también se explicaría así. Ese hombre ha dicho que «si antes era malo, cada vez es peor» —dijo Xue Yue.
—Un tirano perdido en estas tierras —se extrañó Shao—. No tiene mucho sentido.
—Si vive a las puertas de un valle rico y hermoso, ¿por qué no? No hay muchos paraísos en el mundo —le hizo ver Qin Lu.
—¿Y tanto poder tiene que vive al margen de la ley? —se preguntó Lin Li.
—Hay muchas injusticias, demasiadas, y los cinco reinos son grandes —suspiró Shao—. Necesitamos un emperador fuerte y justo, honorable y bueno. Y también que los cuatro señores del norte, el sur, el este y el oeste, sean inteligentes, respondan ante sus súbditos y no vivan encerrados en sus palacios, ajenos a lo que le sucede a su pueblo.
Avanzaron un poco más, en silencio, hasta que Xiaofang dijo:
—¿Qué haremos si lo tiene él?
Nadie respondió.
—Antes teníais los cintos —insistió—. Ahora no creo que esa vara nos proteja. ¿Cómo vamos a luchar contra un ejército?
—Puede que no debamos luchar —dijo insegura Xue Yue.
—Podría seguir yo solo —aventuró Shao.
—No seas absurdo —fue rápido su hermano.
—Tendría una oportunidad, y si fracaso quedarías tú.
—Vamos a ir los cinco —insistió Qin Lu—. Juntos somos fuertes. ¿Olvidas lo que dijo Sen Yi? Formamos un núcleo, representamos a los cuatro elementos y tenemos la energía de Lin Li. Si Mong tiene el corazón, trataremos de razonar con él, explicarle que de ese jade depende que la tierra vuelva a la vida.
—¿Con un tirano? ¿Cuándo se ha razonado con un tirano?
—Entonces, se lo arrebataremos. No sé cómo, pero lo haremos.
El coraje de Qin Lu flotó por encima de sus cabezas y los bañó como lo haría una fina llovizna, empapando sus almas.
Las montañas seguían lejos, así que, casi sin darse cuenta, espolearon un poco más a los caballos.
Algo les decía que aquel era el final de su camino.
Remontaron una pequeña elevación, descendieron por el otro lado. Volvieron a ver huellas. Finalmente, se internaron por una especie de desfiladero, con paredes tan altas como tres hombres.
Lo inesperado surgió entonces.
Primero, el grito:
—¡Alto!
Luego, el hombrecillo: anciano, seco —más que seco, enteco, solo piel y huesos—, vestido con harapos, largas guedejas surgiendo de su cabeza, barba rala y blanca, ojos enloquecidos, boca de la que apenas surgían media docena de dientes, manos como sarmientos.
Y no solo les cortaba el camino.
Los amenazaba con una estaca puntiaguda.
Los caballos relincharon, pero solo el de Shao, que iba al frente, se encabritó y agitó sus patas delanteras. El asaltante se asustó y cayó de espaldas. Qin Lu aprovechó para saltar de su montura y quitarle la estaca.
—¡Ah, traidores, hijos de cien dragones ciegos, demonios del averno, malditos seáis! —se lamentó el hombrecillo retrocediendo sobre la tierra—. ¡Dejad que me ponga en pie y os combata de igual a igual! ¡Morderéis el polvo de este camino, sin duda! ¡Vamos, aquí estoy! ¡Que no se diga que el viejo Qu Xing ha vacilado!
Le dejaron levantarse del suelo.
Y tuvieron que contener una sonrisa, divertida o piadosa, cuando él adoptó una exagerada postura de combate.
—¿Quién va a ser el primero? —los desafió—. ¿O me atacaréis todos juntos, cobardes?
—Cálmate, buen hombre —le pidió Shao bajando también de su caballo.
—¿Buen hombre? —eso le horrorizó aún más—. ¿Buen hombre yo? ¡Soy un guerrero! ¡El guerrero más grande que ha existido, existe y existirá! ¡Ven a comprobarlo, insolente mozalbete hijo de un murciélago cojo!
Shao dio un paso hacia él.
Qu Xing volvió a tropezar y por segunda vez se cayó sobre sus posaderas. Sus ojos pasaron del desprecio y la ira al recelo y el miedo.
Al muchacho le bastó sujetarle una mano para tirar de él y levantarle como si fuera una pluma.
Entonces el anciano se golpeó la cabeza y el pecho con la otra mano.
—¡Ah, matadme! ¡Matadme ya! ¡Antes habría vencido a un ejército! ¡Qué cruel es la derrota, aunque haya sido infringida con malas artes y demoniacos sortilegios mágicos!
—¿Quieres dejar de gritar? —le pidió Shao.
—Nadie va a hacerte daño. Tranquilízate —le apoyó Qin Lu.
Las tres chicas también llegaron hasta él. Su expresión entonces se alteró de nuevo, se hizo dulce. Sonrió con aire bobalicón y sus ojos rozaron la ternura.
—Hermosas y puras —suspiró.
Lin Li le tocó el brazo.
Y eso le terminó de calmar.
Pareció empequeñecerse un poco más, menguar de tamaño.
—¿Vives aquí solo?
—¡Soy el guardián del paso! —levantó la barbilla con orgullo.
—¿Nadie puede cruzar por aquí?
Qu Xing volvió la cabeza y miró en dirección a las montañas de Han Su. El miedo volvió a tintar sus ojos.
—Bueno —dijo—, ellos sí.
—¿Por qué?
—Son muchos, y me escondo. No… no hay deshonor en ello. Puedo vencer a un ejército, pero no a los demonios.
—¿Sabes…?
Lin Li detuvo la pregunta de Shao.
—¿Quieres comer algo? —se dirigió con la misma dulzura al sorprendido anciano.
—¿Raíces, lagartos…?
—Comida de verdad. Carne, arroz.
Sus ojos se abrieron mucho. La boca se le hizo agua.
—¡Oh, bella princesa, desde el mismo momento en que te he visto he sabido que eras un ángel!
Ella misma le tomó de la mano y le condujo, llevando la iniciativa. Por precaución, salieron del breve desfiladero y se apartaron de la posible senda. Se guarecieron detrás de unas rocas y, una vez allí, improvisaron un campamento. Qu Xing todavía miraba con recelo a Shao y a Qin Lu. No así a las tres muchachas, especialmente a Lin Li.
Parecía súbitamente enamorado.
—Come —le sugirió ella—. Después hablaremos tranquilos.
Volvió a poner unos ojos como platos cuando vio la carne y el arroz. Se llenó tanto la boca que apenas si pudo hablar durante un buen rato. También bebió agua. Estaba tan delgado que al poco ya tenía el abdomen hinchado. Intentaba que ni un solo grano de arroz se le escapara. Probablemente habría seguido comiendo mucho más, hasta reventar, si Lin Li no lo hubiera evitado.
—Te dejaremos algo cuando nos marchemos, no temas.
—Ah —suspiró el hombrecillo, ya más sereno—. Desde luego, no sois demonios.
—Pues claro que no. ¿Qué te ha hecho pensar eso?
—He visto muchos a lo largo de mi vida —su tono adquirió aires de conspirador, bajó la voz y se acercó un poco más a Lin Li, convertida ya en su interlocutora—. Yo no combato en guerras mundanas, pues todas son iguales y sirven a un único fin, el egoísmo. Combato por mis ideales, he recorrido la tierra en busca de aventuras, hermosas mujeres a las que salvar del mal, enemigos crueles a los que redimir. Mi brazo ha sido poderoso, fuerte y digno de mí.
—Eres valiente.
—Sí —admitió muy serio.
—Y estás solo.
—No hace falta compañía para vivir; bastan la integridad y respeto por uno mismo. Si no hubiera perdido mi poder…
—¿Eras poderoso?
—Lo fui un tiempo, cuando poseía mi jade —elevó los ojos al cielo con ensoñación.
—¿Jade? ¿Qué jade? —ya no pudo quedarse callado Shao.
Qu Xing bajó los ojos, de nuevo amedrentado por el tono de Shao. La mano de Lin Li volvió a darle calor y a inspirarle confianza. Pero ya no era una persona agresiva.
—Un hermoso jade en forma de corazón —dijo—. Tan blanco y puro como la nieve de las montañas.
—¿Y qué le pasó a ese jade? —continuó Lin Li.
Los ojos de Qu Xing se iluminaron con el destello de dos lágrimas.
—Me lo robaron.
—¿Quién?
La mirada fluyó rumbo a las montañas de Han Su.
—¿Fue el señor Mong?
—Sí —admitió cabizbajo—. ¿Quién si no?
—¿Cómo llegó hasta ti el jade?
—Un día bajé hasta el lago y llegué al mercado. Tenía hambre, pero no dinero, pues atravesaba una mala racha debido a mi generosidad. Una mujer acababa de comprar un gran pez y le pedí que me ayudara. Me llevó a su casa y allí lo cortó. Me dio la cabeza y las vísceras. Para mí era suficiente. Lo guardé en mi bolsa y cuando lo cociné encontré la piedra en su estómago. Tan fascinante y rojo…
—Has dicho que era blanco.
—Al comienzo era rojo, intenso, tan brillante que parecía quemar. Pero al tocarlo yo… se volvió blanco, suave como la piel de un recién nacido. ¿Puedes creerlo?
—Sí —sonrió Lin Li acariciándole la mejilla.
—Durante aquellos días… todo cambió —sus recuerdos le hicieron llenarse de ensoñaciones—. No sé cómo explicarlo, pues soy hombre de acción, no de palabras. Me sentí el mejor de los seres, aún más valiente y osado, decidido, firme y sólido como una roca. ¿Mi edad? Pasó al olvido. Era tal mi audacia que incluso habría desafiado a Mong y a su ejército de sombras negras. Aventura en la que me veía inmerso, aventura de la que salía con éxito. ¡Podía con todo! Con todo hasta que…
—Te lo quitaron —le ayudó Lin Li.
—Ellos, sí, aunque no les resultó fácil —miró una vez más hacia las montañas—. La primera vez llegaron de improviso. Habían oído hablar de mi poder y el eco de mis hazañas se expandía por todas partes. Pero no eran más que siete. Quisieron darme una paliza, pero se la di yo a ellos.
—¿Pudiste contra siete hombres?
—Muchacho —se enfrentó a Shao, que era el que acababa de hablar—, que no te engañe el aspecto de un hombre. Cuenta más lo que tiene en la cabeza, la fuerza de su corazón y, por supuesto, el temple de su mano.
—¿Qué sucedió después? —retomó la palabra Lin Li.
—Que volvieron más, veinte, treinta… Y de nuevo me enfrenté a todos, con una espada en una mano y el corazón de jade en la otra. Eran tan oscuros como su amo, y tan crueles como él. Pero no pudieron conmigo. El jade me hacía invencible. No quise matarlos. Nunca derramo sangre sin necesidad. Los dejé ir con su humillación, y entonces… apareció ella.
—¿Ella?
—La más bella de las mujeres —la evocó cerrando los ojos un momento para llenarse de su presencia—. Vosotras sois hermosísimas, tres perlas, pero ella… ella era digna de un rey, del mismísimo emperador. Llegó hasta mí tan sola como la luna llena, resplandeciendo. No le pregunté nada. ¿Para qué? Un regalo de los dioses. Me fascinó con su encanto, me habló con palabras dulces, me hizo sentir el mejor de los hombres, y al día siguiente… Sí, me robó el corazón, y nunca mejor dicho. El mío y el de jade. A partir de este momento, todo cambió: envejecí, perdí mi fuerza, desaparecieron mi empuje y mi valentía, me convertí en un harapo que vaga por estas tierras…
Rompió a llorar y Lin Li lo acunó entre sus brazos.
Shao y Qin Lu se miraron con gravedad.
—Fue Mong —dijo Xue Yue.
—¿Quién si no? —reconoció Qu Xing frotándose la cara con las manos—. A mí me hizo mejor, pero a él no, al contrario. No es casual que desde ese día se volviera aún más cruel, más tirano, sometiendo a todos en esta comarca hasta el punto de que muchos se han ido para no volver. Ya no hay soldados. Se habla de la guerra, de que los bosques mueren. Pero Mong vive en un vergel único, en su fortaleza inexpugnable, cada día más poderoso gracias a ese jade. Ni el emperador ni los cuatro señores harán nunca nada. Quizás ni siquiera puedan, quizás ni siquiera lo sepan. No hay justicia capaz de detener a Mong, cuya fuerza crece más y más cada día. Y todo por mi culpa, ¡mi culpa!
—Eso no es cierto —dijo Lin Li.
—¡Yo encontré ese jade! ¡Era la luz, y ahora es la oscuridad! Si al menos pudiera volver a verla…
—Te engañó.
—¡Mong la obligó, lo sé! ¡Conozco la naturaleza humana! ¡Ella era buena, su voz sigue aquí! —se tocó la frente—. ¡Sus caricias siguen aquí! —se golpeó el pecho—. ¡Y sus ojos no mentían cuando…!
No pudo más y se derrumbó llorando en brazos de Lin Li.
El sol se ponía ya en el horizonte, proyectando una enorme mancha cárdena sobre las montañas de Han Su.
Parecían sangrar.
Cuando encendieron una pequeña fogata con maderas que habían recogido en el bosque del lago, Qu Xing se asustó.
—Podrían vernos desde la fortaleza —dijo.
—No te preocupes —le tranquilizó Shao—. Nosotros también somos buenos luchadores.
El hombrecillo bajó la cabeza, avergonzado.
—Esto es en lo que me he convertido —masculló—. Acabaré teniendo miedo hasta de mi sombra.
—Ningún hombre es tan valiente como para dejar de ser cauto y precavido, ni está tan loco como para no saberlo —mencionó Qin Lu.
Qu Xing paseó una mirada por todos ellos.
—Sois listos —convino—. ¿Qué hacéis por estas tierras?
Ya no parecía ido, ni hablaba de sus victorias ni de sus muchas aventuras. La comida y la paz parecían haberle vuelto cuerdo de golpe. O casi.
—Tenemos una misión —dijo Shao.
—Es agradable tener una misión —asintió él—. Una vida sin objetivos carece de valor.
—¿Has estado en las tierras de Mong? —preguntó Xiaofang.
—No, ¿para qué? Basta con saber qué sucede allí o ser testigo de lo que hacen sus guardias cuando salen de patrulla.
—¿Son muchos?
—Un ejército, muchacha —le respondió a Xue Yue—. El más cruel y oscuro de los que puedas imaginar. Hombres sin escrúpulos que siguen ciegamente las directrices de su amo.
—¿Y la fortaleza? —continuó Qin Lu.
—Acercarse a ella es imposible. Y entrar… Se trata de un inexpugnable castillo rodeado por un alto muro de piedra. ¿Por qué lo preguntáis?
—Porque nuestra misión consiste en ir allí.
—¿Estáis locos? —se asombró Qu Xing.
—Tal vez, pero es lo que hemos de hacer. ¿Acaso tú no has arrostrado peligros mayores en tus correrías?
—Cuando mi brazo era fuerte, sí.
—Nuestros brazos son fuertes —sonrió Shao.
—Muchacho, solo hay dos formas de entrar en la fortaleza de Mong: como invitado o como prisionero. Y de las dos formas es casi imposible salir. Al invitado le traiciona, al prisionero le mata.
—¿Te gustaría unirte a nosotros? —le propuso Lin Li.
Los ojos del viejo héroe se llenaron de lágrimas.
—¿Qué puedo hacer yo? —lamentó.
—Antes nos has cortado el paso, tú solo, y nos has desafiado con un simple palo —le recordó Qin Lu.
—Sí, lo he hecho —pareció asombrarse mientras buceaba por los recovecos de su mente—. A veces la soledad me empuja a la locura.
—Esa mujer debe de estar allí —dijo, revestida de cautelas, Xue Yue.
Qu Xing apretó las mandíbulas. Dos ángulos rectos se dibujaron a ambos lados de su rostro.
Amor y recelo, un puro contraste.
—¿Para qué queréis entrar en la fortaleza de Mong? ¿Cuál es vuestra misión? —evitó comentar las palabras de Xue Yue.
—Hemos de rescatar ese jade —confesó Shao.
—¿Por qué?
—Porque es el corazón de la tierra. Sin él, ella morirá, y todos nosotros también.
—¿Decís la verdad? —abrió los ojos con asombro.
—Sí.
Comprobó sus rostros, uno a uno, y sus dudas se disiparon. Acabó depositando la mirada en el fuego, cuyas llamas danzarinas ejercían el influjo hipnótico de su poder.
—Extraordinario —susurró.
—¿Comprendes ahora lo grave de la situación y nuestra premura?
—Lo comprendo, pero por la misma razón no puedo unirme a vosotros. No sería más que una carga inútil, un estorbo. Si lográis entrar en la fortaleza y la mujer que me robó el jade está allí, me reconocerá. Y aunque no sea así, si hay que combatir… —bajó la cabeza con pesar—. Llevo demasiado tiempo sintiéndome viejo y cansado. No os sería de mucha ayuda. El jade me dio la última energía de mi vida. Ahora no soy más que un residuo.
—No digas eso.
Qu Xing alzó la mano para que Xiaofang no siguiera hablando.
—Me quedaré vigilando. Es cuanto puedo deciros. Si escapáis y os persiguen, daré la vida gustoso para cubrir vuestra huida.
Shao le puso una mano en el hombro.
—Es más de lo que podríamos pedir —le dijo orgulloso.
—¿Cuándo partiréis?
—Mañana, al amanecer.
Estaba todo dicho.
Salvo por el relinchar quedo de un caballo, ya nadie habló.
Solo el fuego, siempre hermoso.
Los caballos estaban ya cargados. Todos menos el de los pertrechos, que Shao confió a Qu Xing.
—Te será más útil a ti si no regresamos, y también la comida. En la fortaleza no nos servirá de nada; al contrario.
—Os lo guardaré para cuando regreséis con el jade y emprendáis el camino de vuelta —dijo el viejo guerrero.
—Gracias. —Shao fue el primero en abrazarle.
Después lo hicieron Qin Lu, Xiaofang, Xue Yue y Lin Li.
—Hermoso cayado —acarició la vara formada por los tres cintos.
Subieron a sus monturas. Llevaban lo justo para el viaje. Qu Xing permaneció sujetando las bridas de su nuevo caballo. Seguía pareciendo un loco extravagante, pero su semblante ahora era sereno.
—Escuchad…
—La buscaremos —asintió Shao.
—Se llama An Yin —pronunció el nombre como si lo acariciara—. Me robó el corazón, sí, pero os juro que no es mala.
—Eres muy generoso.
—No, ¡no! —se llenó de dolor—. Conozco la naturaleza humana. Puede que la enviara Mong, sí, pero ella es dulce y generosa. Pudo obligarla de muchas formas. Aquella noche, antes de dormir, me miró a los ojos y me dijo que yo era un hombre bueno. Entonces lloró. Se abrazó a mí y lloró. Nadie que vaya a hacerte daño llora. Solo si actúa coaccionado. Me robó el jade por miedo, pero sé que esos instantes que estuvimos juntos… me amó, ¡a mí, a un viejo loco y absurdo! Me amó y esa es la única esperanza que me queda, la que me mantiene vivo aquí, en esta desolación en mitad de ninguna parte.
—¿Qué quieres que hagamos si la vemos? —preguntó Lin Li.
—Decidle únicamente que la perdono, que pienso en ella y que… la espero.
Una mujer hermosa y un ermitaño loco, una súbdita del señor Mong y un viejo lleno de ensoñaciones: la noche y el día.
Y sin embargo…
—Así lo haremos —le sonrió Lin Li con esperanza.
El sol ya iluminaba la tierra. Las sombras alargadas se recortaban sobre aquel suelo rocoso e irregular. Las montañas de Han Su estaban cerca, pero también lejos.
Quedaba el camino final.
Quizás el último tramo antes de morir.
Shao fue el primero en espolear su montura.