Es mejor encender una vela
Que maldecir la oscuridad.
—Confucio —
Las tierras por las que transitaban estaban cada vez más secas. Hubiera bastado una llama para que los bosques ardieran como teas. Por eso, al llegar la noche, encendían una fogata en un lugar apartado, procurando que el viento no arrastrara chispas que condujeran a un desastre mayor.
El silencio era, sin duda, lo más amargo.
Ningún pájaro, ningún sonido, nada.
—Parece mentira que una piedra sea la causante de todo esto —dijo Xue Yue.
—No es solo una piedra —le recordó Xiaofang—. Ha de ser un jade ancestral, capaz de haber dado vida a la tierra.
—¿Cómo era ese lugar?
Xue Yue se estremeció.
—No era más que una cueva —reconoció—, pero el dolor que brotaba de la tierra, de sus paredes, y que flotaba en el mismo aire impregnándolo todo…
—Tuvo que ser muy duro —le presionó la mano su hermana.
La joven le sonrió.
Tenían tantas cosas que contarse.
Toda una vida.
Si no encontraban el corazón de jade y lo devolvían a su lugar, quizás ya no les quedara tiempo.
—Lin Li —la llamó Xue Yue.
Volvió la cabeza hacia ellas.
—¿Crees que estamos cerca? —quiso saber la que hasta muy poco antes había creído ser la tercera hija del emperador.
—No lo sé —acarició la vara, de la que no se separaba—. En cuanto oscurece deja de moverse y nos dice que debemos descansar.
—Quizás su poder solo se active con la luz del sol —opinó Xiaofang.
—¿Has notado si vibraba más o menos? —preguntó Xue Yue.
—No. —Lin Li siguió pasando su mano derecha por la vara, deteniéndose en los puntos en los que los tres cintos se habían unido con tanta fuerza—. Lo único que hace es señalar una dirección, nada más. Hemos de confiar en ella.
—¿Cuándo pudo el jade ser arrancado de su lugar?
Era una pregunta sin respuesta.
—En todo caso ha de estar cerca, seguro —insistió Xue Yue.
—Quien robó el corazón es probable que no viviera muy lejos, pero dependiendo del tiempo que haga, es probable que ahora esté en cualquier parte —dijo tristemente Xiaofang.
—¿Por qué no descansáis? —llegó hasta ellas la voz de Shao, sentado en silencio de espaldas a la fogata—. Hasta las estrellas del cielo necesitan silencio para dormir.
Xiaofang le arrojó un puñado de tierra.
Sus ojos amantes se encontraron.
—Sí, será mejor cerrar los ojos —se tumbó en el suelo Lin Li, abrazada a la vara como si fuera un muñeco de la infancia.
Un profundo ronquido de Qin Lu se impuso al silencio.
Entonces, Xiaofang y Xue Yue rompieron a reír.
Brevemente.
Fue el último sonido de la noche.
No forzaban a los caballos. Iban al paso. Cada cual tenía el suyo, y en un sexto cargaban las alforjas, la comida, los pellejos de agua. Sabían que correr no era lo más importante, por mucho que el tiempo apremiara, pues si se quedaban sin monturas, su expedición sí estaría condenada al fracaso. La único que hacía la vara en manos de Lin Li era señalar una dirección.
Siempre la misma.
A veces, en el camino, Shao y Xiaofang iban juntos. Les bastaba una mirada cómplice.
A veces, en el camino, Qin Lu y Xue Yue iban juntos. Les bastaba una mirada cómplice.
Lin, en cambio, iba siempre sola, al frente.
Silenciosa.
Sus hermanos se daban cuenta de lo mucho que había cambiado. Tanto que casi no la reconocían. Toda su alegría, su contagiosa vitalidad, quedaba ahora oscurecida por la seriedad de su rostro y la amargura de sus recuerdos. Les había contado cómo habían muerto sus padres.
Y los dos hermanos se sentían culpables.
Shao, por haber desertado, provocando el deshonor de la familia. Qin Lu, por haber seguido a las tropas cuando los soldados lo arrancaron de su hogar.
Pero había algo más.
Algo que tenía que ver con aquel eclipse, con Xu Guojiang, con la experiencia vivida por Lin Li en la cueva y con aquel extraño poder del que les había hablado.
Un poder que solo se manifestaba cuando estaba furiosa.
Llegaron a lo alto de una colina y, al otro lado, lo único que vieron fue más colinas.
Iniciaron el descenso.
Entonces Shao espoleó ligeramente a su caballo para situarse junto a su hermana.
—Lin Li.
—¿Sí?
—¿Estás bien?
—Sí, Shao. Estoy bien —susurró con dulzura.
—¿Qué te preocupa?
—¿Parezco preocupada?
—Sabes que lo estás. Preocupada, seria, distante…
—Han sucedido muchas cosas, ¿no crees?
—Tú eras la fuerza que nos mantenía a todos felices.
—No, esa era nuestra madre —rechazó el halago.
—¿En qué piensas? ¿En el jade? ¿En lo que nos espera?
—No —se encogió de hombros—. Estaba pensando en Nantang, en lo que pueda estar sucediendo allí, en la guerra que esos cuatro bárbaros desencadenarán sin darse cuenta de que pronto no van a tener una tierra que gobernar.
—Hemos de confiar en Sen Yi.
—Un mago contra cuatro ejércitos.
—Sabe lo que se hace.
Llegaron al pie de la colina y la vara se movió ligeramente hacia la izquierda. La temperatura era muy agradable, el sol alimentaba sus almas.
—¿Recuerdas lo que dijo Sen Yi?
—Dijo muchas cosas —refirió Lin Li.
—Acerca del corazón. Lo de que puede cambiar a quien lo tenga.
—Sí, lo recuerdo.
—El jade siempre ha sido así. Modifica su color según la mano que lo tome o la piel que lo cobije. Es parte de su poder. No es una simple piedra. Es nuestra propia esencia como parte de este mundo. Pero en este caso…
—Nos escogieron por algo, Shao —dijo ella—. Nosotros somos diferentes.
—¿No le temes?
—No.
—Ojalá tengas razón —suspiró él.
—No temo a quien lo posea. Temo a lo que haya podido provocar en este tiempo. Temo a lo que haya desencadenado, porque será a eso a lo que nos enfrentemos nosotros. Y quizás sea ya demasiado tarde para…
—No es demasiado tarde —la detuvo Shao.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, y tú también.
La vara apuntó hacia arriba.
Otra colina que salvar.
—Yo no sé nada, hermano —dijo con tristeza Lin Li—. Y creo que aquí la única que sabe algo es ella —acarició una vez más la vara que señalaba la senda a seguir.
La casita, de paja y adobe, apareció en un recodo del camino.
A medida que avanzaban vieron más, construidas en torno a un lago que parecía secarse por momentos. Un lago de aguas plomizas y mansas, como si la vida se escapara por alguna parte y temiera moverse para pasar desapercibido.
Los cinco contuvieron la respiración.
Hasta que la vara dejó de moverse frente a esa primera casa.
—No es posible —vaciló Qin Lu—. Aquí no parece…
Shao fue el primero en poner pie en tierra.
Llegó a la puerta de madera y la golpeó.
Nadie contestó al otro lado.
—Puede que estén trabajando —dijo inseguro.
Nadie en el lago. Nadie en los campos. De hecho, el pueblecito parecía huérfano. Shao rodeó la casa y atisbó por una de las ventanas. No estaba cerrada. Al otro lado, lo único que encontró fue vacío y soledad, polvo y abandono.
Regresó a la entrada.
—Quien viviera aquí se ha ido.
—¡Mirad! —les hizo ver Xue Yue.
A menos de cincuenta pasos, una mujer apareció en la puerta de la casa contigua. Al verlos, regresó a su interior y cerró.
—Vamos —dijo Shao.
Caminaron despacio, sabiendo que ella los observaba por alguna rendija. No querían asustarla ni causar alarma. Cuando se detuvieron, bajaron de los caballos.
Tres muchachas y dos jóvenes.
—¡Por favor, queremos hablar con usted! —gritó Shao.
No hubo respuesta, así que se acercó y llamó directamente golpeando con los nudillos sobre la madera.
En manos de Lin Li, la vara seguía quieta.
La puerta se abrió unos centímetros.
—Nos iremos enseguida. —Shao le mostró sus manos desnudas—. Solo queremos saber quién vivía en esa casa.
—Lao Seng —dijo la mujer.
—¿Dónde está?
—No lo sé —abrió la puerta un poco más—. Se volvió loco, se encerró en la casa, dejó de pastorear, hablaba solo y…
—Siga, por favor.
—¿Qué más quieres que te diga, muchacho? —venció su última resistencia abriendo la puerta casi por completo—. Era un buen hombre, solitario pero amable. De pronto cambió. De noche, su casa se iluminaba como si una estrella del cielo anidara en ella. Más que mil velas juntas. Empezamos a tener miedo, y él… él nos temía a nosotros. Decía que le espiábamos, que le teníamos envidia, desconfiaba de cualquiera.
—¿Sabe el motivo?
—No.
—¿Y el origen de esa luz?
—Tampoco. Nadie se atrevió a volver a acercarse a él. Un día nos amenazó con quemar el pueblo si lo hacíamos. Por suerte, se marchó.
—¿Adónde?
—A la montaña, supongo. Era pastor…
—¿Cuándo sucedió eso?
—Hará cosa de un par de años.
Mucho tiempo.
Iba a preguntarle cómo era Lao Seng, su aspecto, pero de pronto Lin Li llamó su atención.
—¡Shao!
Se volvió hacia ella.
La vara se movía de nuevo, señalando una vez más el camino a seguir.
El paso entre las montañas era abrupto, y también frío, pese al sol. Allí la tierra era pedregosa, tanto que Shao sostenía las riendas del caballo de carga con algo más que determinación. Un desliz, por nimio que fuese, y rodarían por aquellas pendientes, la de la derecha en la subida, la de la izquierda en la bajada. Habían dormido en una pequeña oquedad, protegidos del viento de aquellas cumbres, sin poder encender una fogata al no haber leña cerca.
La tristeza del paisaje contrastaba con la sensación de que se acercaban a algo.
Tal vez a Lao Seng.
El hombre que, sin duda, había robado el corazón a la tierra.
Al llegar al otro lado de la áspera cumbre, la vara apuntó a unas cuevas situadas en la parte baja de una inmensa pared de roca.
No tuvieron que preguntarse si su objetivo estaba allí.
Apareció de improviso, a un centenar de pasos de las cuevas. Saltó desde un peñasco, frente a ellos, asustando a los caballos con su inesperado gesto. Vestía con harapos y pieles que protegían sus pies y su cuerpo; llevaba el cabello muy largo, y su expresión era enloquecida. Los amenazó con un palo, un simple palo convertido en lanza.
—¡Alto! ¡Retroceded! ¡Marchaos si no queréis que os ensarte con mi acero!
Shao volvió a ponerse al frente, ignorando la pobre amenaza.
—¿Eres Lao Seng?
El hombre parpadeó al escuchar su nombre.
Como si se reconociera a sí mismo.
—Lao Seng —lo repitió con asombro—. Sí… Lo fui, lo soy… Lao Seng, Lao Seng, Lao Seng…
—Necesitamos tu ayuda.
Sus ojos se agrandaron un poco más. En mitad del blanco que las orlaba, sus pupilas oscuras parecían islas a la deriva.
—¿Mi ayuda? —vaciló.
—Podemos darte comida y ropa. Solo necesitamos que nos digas si lo tienes.
—¿Me daréis comida y ropa? —el palo dejó de ser una amenaza en sus manos.
—Dinos si lo tienes, eso es todo.
—¿Tener qué?
—El jade.
Reapareció la tensión, las manos engarfiadas volviendo a sujetar la presunta lanza, la zozobra en sus ojos.
—¿Qué sabéis de la piedra? —tembló.
—Sabemos que la cogiste de la cueva.
—¡Era mío, mío!
No medió ningún aviso. Atacó. Un gesto inútil. Shao ni siquiera hizo mucho para someterlo. Primero se apartó, esquivando el extremo de la madera que buscaba su cuerpo. Después agarró el palo con las dos manos y tiró de él, arrastrando consigo al agresor.
Cuando cayó al suelo, lo único que hizo fue impedir que se incorporara.
—¡Maldito seas! —se debatió Lao Seng inútilmente.
—Mírame.
—¡No, hechicero del averno! ¡No!
—¡Mírame!
Le obligó a hacerlo, sujetándole el rostro con ambas manos, y dejó que el instante se prolongara lo suficiente como para que la tensión cediera.
—No soy ningún hechicero —dijo con voz calmada—. Ninguno de nosotros lo es. Buscamos el jade para restituirlo a su lugar y salvar la tierra, nada más.
—¿De qué estás hablando?
—La tierra se muere, ¿no te has dado cuenta?
Lao Seng sostuvo su mirada un poco más. No demasiado. Luego, inesperadamente, rompió a llorar.
Shao le ayudó a levantarse. Qin Lu, Xiaofang, Lin Li y Xue Yue los rodearon.
—Háblanos de ello, por favor.
—No puedo… —gimió el hombre.
—¿Posees todavía la piedra?
Movió la cabeza de lado a lado.
—¿Dónde está? —preguntó Shao.
—Os hará daño —añadió rompiéndose en un angustioso llanto.
—Dinos qué pasó.
—¿Por qué? —pareció cruzar la frontera invisible entre la locura y la desesperación.
Lin Li se arrodilló frente a él, junto a su hermano. Lo único que hizo fue poner una mano en el hombro al ermitaño.
La sacudida fue absoluta.
—Habla —le pidió.
Los ojos desorbitados de Lao Seng sucumbieron ante los suyos.
—La piedra…
—La piedra, sí. El jade que te llevaste de aquella cueva. Sigue.
Su cuerpo temblaba, y lo mismo su voz.
—Era tan hermoso… —jadeó—. Me hizo… diferente, como si… como si formara parte de un sueño… No, no, más bien como si mis sueños pudieran… —sus ojos se empequeñecieron y su voz adoptó el tono de un conspirador—. Era una puerta, ¿entiendes? Una puerta que se abría en todas direcciones, hacia otros mundos, otros estados de la conciencia… Lo veía todo de forma distinta, porque yo era sabio, y rico, y tan grande que…
—¿Qué pasó con él?
—¡Oh, no! —dejó caer la cabeza sobre el pecho, recuperando el dolor de sus recuerdos y de su derrota.
La presión de la mano de Lin Li aumentó.
Y con ella, la energía capaz de devolverle la razón a Lao Seng.
—Lo arrojé al lago —suspiró el desafortunado pastor.
—¿Que lo arrojaste…? —Shao calló ante la imperiosa mirada de su hermana.
—¿A qué lago lo arrojaste? ¿Y por qué te desprendiste de él, si tan valioso era?
—¡Me volvía loco! —gritó furioso tensándose de nuevo—. ¡Ni siquiera sabía lo que hacía! ¡Lo amaba tanto como lo odiaba! ¡Me fui del pueblo, vagué por estas montañas! ¡Así hasta que un día perdí la cabeza y… simplemente lo hice, me liberé! —reapareció la expresión de locura en su rostro—. ¡Sí, lo hice, y al instante ya me había arrepentido! ¡Me eché de cabeza al agua, lo busqué día y noche, removí el fondo, casi me ahogué una y mil veces, pero…!
—No lo encontraste.
—¡No!
—¿Qué lago era ese?
No hizo falta esperar la respuesta del pastor.
La vara volvió a vibrar, señalando el camino que debían seguir.
El lago era inmenso: se perdía más allá de lo que la vista pudiera alcanzar. Por la derecha quedaba encajonado por altas montañas cuyos acantilados morían en sus aguas. Por la izquierda se extendía un llano insondable con bosques donde el verdor de los árboles todavía vivos contrastaba con el tono amarillo de los que ya estaban muertos.
Cuando se detuvieron en la orilla, la vara dejó de moverse.
—¿Sigue ahí? —Xiaofang no podía creerlo.
Ninguno de ellos respondió.
Vieron saltar unos peces, a pocos pasos de donde se hallaban.
—No está aquí —dijo Qin Lu.
—La vara nos ha traído —le hizo notar Xue Yue.
—La vara nos conduce a través del rastro de la piedra, como un perro que olfatea una pista. No sabe dónde está, pero sí el camino que ha seguido.
—¿Y por qué deja de moverse? —inquirió Xiaofang.
—Se detuvo al llegar a la casa de Lao Seng, y una vez descubrimos que no estaba allí, halló de nuevo el rastro. Cuando le encontramos sucedió por segunda vez. Se quedó quieta y al momento nos indicó la dirección del lago. Sí, como pienso, no está ya bajo esas aguas, volverá a dirigirnos.
Las palabras de Qin Lu se extinguieron en el aire.
Los cinco aguardaron una respuesta.
—No se mueve —se inquietó Xiaofang.
—Está buscando —dijo Qin Lu.
—¿Por qué? —se preguntó Shao.
—¿No lo entendéis? Lao Seng buceó intentando recuperar el jade, y no lo encontró. La única explicación es que… se lo tragara un pez.
—¡Entonces sigue en esas aguas, y es imposible hallarlo! —lamentó Shao.
—No si un pescador lo atrapó.
—¡La vara vuelve a vibrar! —gritó Lin Li.
No solo vibró. También señaló hacia la izquierda, con el extremo en dirección a los bosques del llano.
La aldea de pescadores quedaba oculta entre los árboles que, vivos o muertos, extendían sus raíces hasta la orilla del lago. Las cabañas quedaban suspendidas de las ramas más bajas en un curioso equilibrio. Tal vez, en otros tiempos, el lago se hubiera desbordado con la crecida.
Otros tiempos.
La vida era un largo camino, siempre cambiante.
No tuvieron que llamar a ninguna puerta. En cuanto aparecieron por el pueblo, la mayoría de ellas se abrieron con expectación. Un enjambre de personas los rodeó como si fueran una atracción de feria. Hombres, mujeres, niños. Rostros incluso asombrados.
—¡Bienvenidos!
—¿Sois caminantes?
—¿Qué noticias hay de otras tierras? ¿Se mueren también allí los árboles?
—¿Queréis descansar en mi casa?
—¡La mía es más cómoda!
Agradecieron el recibimiento y hablaron de la muerte de los bosques en otras partes de los cinco reinos, aunque evitaron mencionar la guerra.
Una guerra que allí parecía muy lejana.
—Estas gentes viven en paz, felices, ajenos a todo —hizo notar Xiaofang.
—Entonces el jade tampoco estará aquí —lamentó Xue Yue—. En el pueblo de Lao Seng reinaba el miedo.
—Recuerda que la piedra no ejerce la misma influencia en todos —dijo su hermana.
—Es cierto —suspiró ella.
Lin Li no hablaba. Seguía concentrada en el movimiento de la vara. Shao y Qin Lu la observaban de reojo.
Finalmente, cuando la vara dejó de vibrar, se detuvieron delante de otra cabaña.
Por la puerta asomó una mujer de mejillas sonrosadas, cuerpo breve, ojos vivos y una abierta sonrisa. Se frotaba las manos con un trapo.
—¿Qué tenemos aquí? —se preguntó con voz cantarina.
—¡Son caminantes! —quiso explicarle un niño.
—¿Podemos hablar con usted, señora? —le preguntó Qin Lu.
—¡Claro! ¡Mi casa está abierta! —se apartó para que entraran.
Era un hogar sencillo, humilde. Y olía a pescado. La parte de atrás comunicaba con un patio en el que vieron una mesa húmeda y sucia junto a un sinfín de utensilios de pesca.
Shao hizo la más obvia de las preguntas.
—¿Su marido es pescador?
—¿Qué va a ser si no? —contestó con desparpajo—. ¡Él y mis tres hijos! —sonrió tanto que sus ojos se convirtieron en dos rendijas, dos trazos flotando por encima de sus mejillas, cada vez más rojas.
—¿Podemos hablar con alguno de ellos? —dijo Qin Lu.
—Están en el mercado del valle, vendiendo lo que han pescado esta noche. ¿Queréis sopa?
—No podemos detenernos —se excusó Lin Li—. Quizás su marido o sus hijos tengan una valiosa información que necesitamos. Hemos de hablar con ellos.
—Regresarán a media tarde. Podéis esperarlos aquí. No tenemos muchas visitas y…
—¿Por dónde se llega al mercado del valle, señora? —la interrumpió Xiaofang.
—No tenéis más que seguir ese sendero de ahí detrás. A caballo no tardaréis demasiado, aunque es una pena que ni siquiera os quedéis a descansar un poco —mostró su disgusto.
—¿Cómo se llama su marido?
Ya no insistió más.
—Sheng Hui —dijo, rendida a la evidencia de que no iba a retenerlos.
Se despidieron con cortesía y se marcharon tras superar la barrera de lugareños que aún los aguardaba en el exterior y convencer a los niños de que no los acompañaran, que preferían ir solos. El último de ellos se cansó casi a mitad de camino.
La vara seguía quieta.
—Es el mismo rastro —afirmó convencida Lin Li—. Por eso no se mueve.
—¿Creéis que esa mujer ha tenido el jade en sus manos? —dijo Xue Yue.
—Quizás sí, pero no sé —repuso Shao.
—Qué gente más amable y encantadora —suspiró Qin Lu.
—Nosotros también éramos así antes de que la guerra nos cambiara. —Lin Li les recordó la cruda realidad.
Ya no hablaron más.
En la distancia, el mercado llegó hasta ellos convertido en clamor. Voces y gritos que procedían de lo más profundo del bosque, allí inesperadamente vivo todavía. Por la zona debía de haber no menos de media docena de pueblos, porque el espacio estaba muy animado y era grande, ocupaba un buen calvero junto a un proceloso riachuelo que lo envolvía formando un semicírculo. Al contrario que en el pueblo, su aparición no despertó ninguna expectación. Los puestos de pescado rivalizaban con los de fruta, cestos, madera o calderos. Algunos comerciantes también vendían animales como gallinas, corderos o conejos. No sabían por dónde empezar a buscar, así que se dirigieron al primer hombre que encontraron en su camino.
—¿Conoce a Sheng Hui?
—¿Sheng Hui? ¡Pues claro! —soltó una risotada—. ¡Allí le tenéis! ¡El maldito diablo es el que trae siempre los peces más grandes! ¡Ah, cómo se nota que tiene tres hijos!
El pescador se encontraba a unos veinte pasos, gritando a pleno pulmón anunciando su mercancía. A su lado, tres jóvenes se encargaban de todo lo demás: vender, preparar o envolver los peces con grandes hojas de plantas, discutir con los compradores…
—¡Caras nuevas! —voceó Sheng Hui al reparar en ellos—. ¿Qué os trae por aquí, muchachos?
—¿Podemos hablar con usted?
Miró a Shao con fijeza. Después, a los otros cuatro y a la vara que sostenía Lin Li.
—Hermoso cayado —dijo—. ¿Está en venta?
—No. —Shao evitó que lo tocara.
—¿De qué queréis hablar? Aún tengo muchos peces que vender. ¿Habéis visto alguna vez animales más grandes y hermosos?
No había forma de apartarlo de su puesto.
Peces grandes y hermosos, sobre todo grandes.
Peces capaces de tragarse una piedra arrojada a su lago, antes de que esta pudiera siquiera llegar al fondo.
—¿Pescó alguna vez un pez en cuyo interior encontrara un corazón de jade?
El pescador abrió los ojos.
—¿Cómo dices?
No tuvo que hacer otra pregunta.
—Shao —dijo Lin Li.
La vara, una vez más, les indicaba por dónde proseguir su búsqueda.