Nunca hagas apuestas.
Si sabes que has de ganar, eres un tramposo.
Si no lo sabes, eres tonto.
—Confucio —
La guardia trató de detener al solitario jinete que pretendía atravesar el último puesto fronterizo del campamento. Dos hombres armados le cortaron el paso, uno alzando las manos y otro con la derecha en su espada. Otros dos apuntaron con sus lanzas al embozado que iba sobre la montura.
—¡Alto!
El jinete se quitó el embozo.
Todos retrocedieron al reconocer a Tao Shi.
El mago.
Incluso el oficial que estaba al mando de la guardia.
Tao Shi no dijo nada. Miró al responsable del puesto. No sonreía, aunque por su mueca lo pareciese. Los que le apuntaban con las lanzas dieron otro paso atrás y sus armas vacilaron.
Se decía que podía desarmarlos sin siquiera moverse.
—Mi señor, por aquí se va al campamento del oeste —le advirtió el oficial.
—¿Crees que no lo sé? —dijo él.
—Disculpad entonces —inclinó la cabeza y acto seguido se dirigió a sus hombres para ordenar—: ¡Abrid paso!
La barrera desapareció. Las armas recuperaron la posición de descanso. El oficial se inclinó con solemnidad al paso del jinete.
Tao Shi espoleó al caballo suavemente.
No lo apremió a que cabalgara un poco más rápido hasta que estuvo fuera de la vista de los soldados.
La distancia entre los dos campamentos, a las afueras de la conquistada capital del Reino Sagrado, no era excesiva. La tierra estaba machacada por el paso de los ejércitos, así que no había mucha diferencia entre esta y la de los bosques que se extinguían tan misteriosamente.
Tao Shi solo aminoró la velocidad al distinguir frente a sí la primera barrera que protegía el campamento del oeste. Entonces dejó que su montura caminara despacio hacia allí.
Los hombres que protegían la barrera le avistaron de inmediato.
Lo detuvieron a unos pasos.
—¿Quién eres?
El mago volvió a quitarse el embozo.
Y esta vez se anunció con palabras altivas, fuertes y seguras.
—Soy Tao Shi, y vengo a ver a vuestro señor, Jing Mo.
Los soldados se abrieron a su paso.
Ninguna pregunta.
Un solo hombre, aunque fuese el temido mago del emperador.
Tao Shi se internó por el campamento del oeste, directo a la tienda de Jing Mo.
Cuando el general Lian cruzó la valla metálica tras la cual permanecían encerrados los restos de su ejército, sintió que el corazón se le detenía en el pecho.
Los rostros de la derrota se arracimaron en torno a él. Decenas de manos se extendieron con la esperanza de tocarle, comprobar su realidad, hacerle ver que seguían a su lado, fieles, dispuestos a morir de nuevo si se lo demandaba.
—General…
—A vuestro servicio, señor.
—¡Larga vida al general Lian!
El visitante trató de mantener la compostura, mostrarse entero. Apenas si lo consiguió. Levantó la cabeza y su voz retomó aquella autoridad jamás perdida.
—¡Soldados!
Cientos de hombres recuperaron la marcialidad perdida tras la guerra.
—¡Señor!
Lian miró a los más próximos. Heridos, hambrientos, sucios, pero honorables.
Sin embargo, no era a ellos a los que iba a ver.
—¿Y los oficiales? —preguntó.
Un joven herido en un brazo se adelantó a los demás.
—¿Puedo conduciros, general?
Lian asintió con la cabeza.
La caminata no fue muy larga. Más y más hombres se arremolinaron a su paso para apartarse de inmediato y dejarle avanzar. Los gritos de solidaridad se repetían aquí y allá. Ya no gritaban por el emperador.
Ahora solo estaba él.
Su general.
—Aquí están los oficiales supervivientes —se detuvo el joven soldado para señalarle una zona diferenciada del resto en la que dos docenas de hombres permanecían apartados de la tropa.
—¿Cómo te llamas, hijo? —le preguntó Lian a su guía.
—Zu Su, mi señor.
—Cuando vuelva, espérame. Necesitaré un ayudante.
Lo dejó atrás, superando su estupefacción, y caminó hasta los oficiales. La escena anterior volvió a repetirse en cuanto el primero de ellos levantó la cabeza y le reconoció. En un abrir y cerrar de ojos, todos se habían puesto en pie, sorprendidos por la visita, expectantes.
—¡Señor!
—¿Qué noticias hay?
—¿Vais a compartir con nosotros el cautiverio?
Lian levantó las dos manos. Habían caído muchos, demasiados, pero sabía reconocer el valor y el orgullo. La derrota era parte de la batalla, pero el honor formaba parte de la vida, y en ellos permanecía casi intacto.
Casi.
Solo necesitaban una esperanza.
—Escuchadme, no tengo demasiado tiempo —les dijo—. Solo he venido a preguntaros si seguís fieles a mí.
—¡Por el emperador…! —comenzó a gritar uno de ellos.
—El emperador ha muerto —le recordó Lian—. Os he preguntado si seguís fieles a mí. ¿Qué respondéis?
Una luz anidó en sus ojos.
—No tenéis más que ordenarnos morir, señor.
—Al contrario. Lo que os pido es vivir —su tono fue conminatorio—. Vivir para ser libres, aunque sea en un nuevo mundo.
—¿Qué hemos de hacer? —preguntó otro.
—De momento, permanecer en guardia, sin rendiros ni claudicar en vuestros corazones. Nuestra hora está al llegar.
—¿Siendo tan pocos, señor?
—No importa el número si jugamos bien nuestra partida —centellearon sus pupilas—. Puede que apoyemos al señor del oeste. Puede que volvamos a combatir. Puede que sirvamos a quien nunca imaginamos servir. Pero sea como sea, seremos árbitros de lo que vaya a suceder, os lo puedo asegurar. Por eso vuelvo a preguntaros si estáis conmigo.
Gritaron todos al unísono, levantando sus puños al cielo.
Lian sonrió.
Las guerras no se perdían hasta que moría el último soldado.
Y se ganaban con astucia, mientras ese último soldado fuera más listo que sus enemigos.
Jing Mo, señor del oeste, intentaba parecer seguro y fuerte, pero no estaba muy convencido de que estuviera lográndolo.
A fin de cuentas, su visitante inspiraba más que respeto.
Miedo.
Salvo que las historias que se contaban acerca de su persona fueran falsas.
—Es… un inesperado honor —tanteó con prudencia.
Tao Shi llevaba las manos ocultas en las amplias mangas de su túnica. Su figura, quieta en medio de la tienda, era un imán para los ojos de cuantos le rodeaban. Los oficiales que acompañaban al señor del oeste recelaban, apoyados en sus armas, mientras que los soldados que hacían guardia en los puntos estratégicos parecían estatuas a la espera de lo inesperado.
Aquel hombrecillo lo era todo menos un anciano inofensivo.
—¿Podemos hablar a solas? —Tao Shi le mostró las palmas de sus manos desnudas.
Jing Mo se movió inquieto en su asiento.
Sus oficiales esperaron órdenes.
—Puedo irme sin más —le advirtió el mago ante su silencio.
—Servías al emperador —dijo el señor del oeste.
—Tú lo has dicho: servía.
—¿Qué significa eso?
—¿Tienes miedo de mí?
—No —elevó el tono de su voz.
—Entonces…
Jing Mo apretó las mandíbulas. Luego tomó la decisión, sin apartar los ojos de los de su visitante.
Unos ojos que parecían ascuas.
—¡Dejadnos solos! —pidió.
Nadie discutió su orden. Primero se retiró la guardia; después, sus generales y oficiales de menor rango. Abandonaron la tienda, aunque sus siluetas quedaron dibujadas en las telas, al otro lado, dispuestos a entrar a la menor señal de peligro.
Tao Shi se acercó un poco más al señor del oeste.
—Ahora dime qué quieres —le instó Jing Mo.
—No. Dime qué quieres tú —habló el mago con voz sibilina.
—¿Yo? No te entiendo.
—¿Quieres ser el nuevo emperador?
La palabra lo atravesó.
Se llevó su aliento, y también su última resistencia.
—¿Has venido a ofrecerme tu ayuda?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque eres el mejor.
Jing Mo ya no se movía. Parecía hechizado. Una corriente de excitación inundaba su cuerpo. Tuvo que revestirse de toda su cautela para no traicionarse.
Aunque sus ojos le delatasen.
—Habla —pidió.
—No hay mucho más que decir —fue lacónico Tao Shi—. Esta es tan solo una visita protocolaria, una declaración de intenciones. Si quieres ser emperador, lo serás, aunque a su debido tiempo.
—¿Cuándo? Y lo que es más importante, ¿cómo?
—El momento llegará, quizás antes de que lleguen a Nantang los ejércitos del norte y del sur, quizás después de su llegada, que sería lo más lógico para zanjar el tema. El cómo me lo reservo. Pero habrá una reunión, entre Zhong Min y tú si lo preferís, o entre todos, los cuatro, que es lo que yo pretendo. En ella todo dependerá de mí, solo de mí, porque sabes que ninguno va a ceder. El elegido serás tú.
—¿Cómo sé que no mientes?
—No lo sabes —fue sincero—. Pero si no confías en mí, habrá una nueva guerra, impredecible, en la que cualquiera puede ganar.
—¿Te quedarás aquí conmigo? —se inclinó hacia delante Jing Mo.
—No.
—¿Por qué?
—Necesito moverme por aquí y por allá, tejer mis hilos. Esta es una partida que se juega a cuatro bandas. Incluso mi poder es limitado cuando hay tantas fuerzas en disputa.
—¿Por qué yo?
—Porque eres el mejor y cuando seas emperador seré tu mago y tu consejero. Incluso tu oráculo, ¿no es así?
El señor del oeste sintió los ojos de Tao Shi atravesándolo.
Hurgando en su propia mente.
Dedos invisibles que tanto acariciaban como presionaban.
—Sí —jadeó igual que si acabase de correr una larga distancia.
—Entonces no tenemos nada más que hablar —se retiró el mago dando un primer paso de espaldas—. Nos veremos llegado el momento, Jing Mo.
—Espera…
No le hizo caso.
El señor del oeste no pudo reaccionar.
En un instante, Tao Shi ya no estaba allí.
Lian apenas podía creerlo.
Tao Shi.
El mago del emperador, saliendo de la tienda del señor del oeste.
Y sonriendo.
Como tantas veces le había visto hacerlo en la corte de Zhang.
Se ocultó para que no le viera y siguió sus pasos con el ceño fruncido. Luego le vio subirse al caballo que esperaba a las puertas de la tienda. Nadie le detuvo. Parecía tenerlos hipnotizados.
Y no era tan poderoso como para llegar a tanto.
Tao Shi se perdió en la distancia, en dirección al sur, y el derrotado general ya no esperó más. Incluso logró entrar en la tienda de Jing Mo antes de que lo hicieran los desconcertados oficiales de su séquito.
El señor del oeste estaba sentado con la mirada perdida en alguna parte. Casi podía escucharse el estruendo de sus pensamientos.
—¿Qué hacía él aquí? —rompió aquel extraño silencio.
Jing Mo volvió de su abstracción.
—Lian —suspiró.
—¿Qué hacía Tao Shi aquí? —repitió la pregunta el general.
El señor del oeste volvió en sí despacio.
—Ha venido a ofrecerme su ayuda —reveló.
—¿Qué clase de ayuda?
—Para ser emperador.
Lian mantuvo la calma a pesar de la revelación. Si en aquel juego de poderes intervenía una pieza inesperada, todo podía cambiar de un plumazo.
—¿Le has creído? —preguntó el general.
—¿Qué puedo perder haciéndolo?
—Todo.
—Era el mago de Zhang —se exasperó—. Tampoco es estúpido. ¿Se unirá a Zhuan Yu? ¿A Gong Pi? El este no tiene ninguna posibilidad, y el señor del norte… ¡Solo quedamos Zhong Min y yo! ¡Con Tao Shi de mi parte, no tendré rival! ¡Te tengo a ti y, ahora, a él!
—¿Cómo lo hará?
—Habrá una reunión en terreno neutral. Tal vez entre Zhong Min y yo; tal vez entre los cuatro, cuando lleguen los otros dos señores. Será el momento en que todos estemos cara a cara. Entonces actuará. Su magia hará el resto.
Lian bajó los ojos y apretó los puños.
—¿Qué querías que hiciese, que le dijese que no? ¡Es una baza a jugar!
—Conozco a Tao Shi —dijo el general—. Nunca ha hecho nada que no fuera en beneficio propio.
—¿Y acaso no tendrá el mayor de los beneficios si me hace emperador? —se puso en pie Jing Mo.
Lian ya no se atrevió a hablar.
Los oficiales del señor del oeste regresaban a sus puestos en la gran tienda del campamento.
—Vendrás conmigo a esa reunión —le apuntó Jing Mo con un dedo inflexible, recuperada su posición de mando y poder—. Tú cuidarás de mí.
—Mejor sería que cuidara de las tropas, por si sucede algo —dijo Lian con gravedad.
El señor del oeste parpadeó.
Luego dio media vuelta y se marchó de la tienda en silencio, aplastado por sus pensamientos.
Zhong Min esperó a que Tao Shi llegara hasta él. Entonces levantó una mano y le detuvo. Su rostro estaba atravesado por una decena de sombras que formaban nuevos pliegues y arrugas en su piel. En sus ojos latían tanto el dolor como el miedo.
—¿De dónde vienes? —le preguntó.
—Lo sabes bien —repuso el mago despacio—. He salido y he entrado de tu campamento a la luz del día. Me disponía a verte cuando me han dicho que me esperabas.
—¿A quién has visto? ¿Con quién has hablado? —se irritó el señor del sur.
—He ido al campamento de Jing Mo y he hablado con él, por supuesto.
—¿Por supuesto? —el miedo se hizo ansiedad—. ¡Me juraste fidelidad!
—¿Por qué crees que he ido a verle?
—Dímelo tú.
—Le he dicho que me disponía a servirle.
El señor del sur dilató las pupilas.
No pudo articular palabra.
Lo hizo Tao Shi.
—He reflexionado y he comprendido que las alternativas son pocas —dijo—. Si peleáis tú y él, quedaréis debilitados frente al ejército del norte, e incluso frente al del este pese a su primera derrota a manos del Reino Sagrado. Si hay una guerra a cuatro bandas, todo será aún más imprevisible. La única opción es jugar con astucia. Debes convocar esa reunión cuando los señores del este y del norte lleguen a Nantang. Para entonces…
—¿Quieres matar a Jing Mo?
—No, eso sería peligroso. Podría levantar igualmente al ejército. Cuando os reunáis para hablar de quién ha de ser el nuevo emperador, antes de que pueda estallar el conflicto, lo mejor será que él se declare súbdito tuyo y te proclame como tal. Eso legitimará tu ascenso al trono de los cinco reinos y debilitará la posición de Gong Pi y de Zhuan Yu.
El señor del sur se quedó sin aliento.
—¿Y por qué habría de someterse Jing Mo, cuando ambiciona el poder igual que todos?
—Yo le obligaré —manifestó Tao Shi.
—¿Cómo?
El mago levantó una mano en dirección al guardia que custodiaba la puerta. El hombre echó a correr hacia ellos como si pensara ensartarlos con su lanza.
Zhong Min retrocedió, lívido.
Hasta que Tao Shi bajó la mano y el guardia se detuvo.
Quieto, igual que una estatua.
—¿Olvidas mi poder? —dijo el mago.
—No, no lo olvido —tragó saliva el señor del sur.
—Te dije que te serviría —su voz sonó afilada como una daga—. Has de confiar en mí, Zhong Min.
—Lo hago —vaciló inseguro, con las palabras temblando en su garganta.
—Entonces no tienes nada que temer —se inclinó Tao Shi dispuesto a retirarse.
Al pasar junto al guardia, chasqueó los dedos.
El hombre le siguió hasta su puesto, junto a la entrada, y luego el mago desapareció dejando tras de sí un denso silencio.
Jing Mo parecía un león enjaulado.
Caminaba con pasos vivos de un lado a otro de su tienda, derribando a veces cuanto se encontraba a su alcance, lleno de furia, con la cabeza inundada por un sinfín de ideas contradictorias.
Podía ser el nuevo emperador.
Tao Shi se lo había ofrecido.
Pero al mismo tiempo, el poder del mago le sobrecogía.
Se detuvo en la puerta y apartó el cortinaje con la mano. Los muros de Nantang se perfilaban a lo lejos. Muros que simbolizaban el poder del Reino Sagrado.
Durante años había odiado al emperador Zhang pese a someterse a él. Ahora esos muros estaban tan cerca…
Gong Pi era pragmático. Trataría de evitar la guerra. Zhuan Yu ya había sufrido el peso de la derrota. El trono estaba en manos de Zhong Min y él.
Tenía a Lian.
Si Tao Shi le apoyaba con su magia…
—¡Ju Sung! —gritó de pronto.
Los hombres que se encontraban en el exterior de la tienda se movilizaron. Su fiel servidor no tardó en aparecer a la carrera. Jing Mo le esperó en el interior, con los brazos cruzados sobre el pecho y el semblante serio.
—Mi señor —saludó el hombre.
El señor del oeste le miró fijamente.
—Morirías por mí, ¿verdad? —le dijo sin rodeos.
—Sabéis que sí —inclinó la cabeza.
Jing Mo le puso una mano en el hombro.
Un gesto de confianza, y también de amistad.
—Tao Shi, el mago del emperador, me ha ofrecido su ayuda para darme el trono de Zhang.
Ju Sung levantó la cabeza.
Se enfrentó a sus ojos.
Comprendió.
—¿Qué queréis que haga, señor?
—Cuando lleguen los señores del norte y del este, nos reuniremos —exteriorizó sus propios pensamientos Jing Mo—. Será un equilibrio de fuerzas, porque ninguno dará su brazo a torcer. Si Tao Shi realmente quiere ayudarme, yo seré el nuevo emperador de los cinco reinos. Si su plan es otro…
Ju Sung se llevó una mano a la espada.
Y el señor del oeste asintió.
—A la menor señal, al más leve indicio, atraviésale.
Zhong Min se debatía entre sus sueños de grandeza, sabiendo que el trono de los cinco reinos estaba muy cerca, al alcance de su mano, y el recelo que, de pronto, le inspiraba su principal aliado.
Tao Shi.
¿Podía fiarse de un ser tan extraordinario, capaz de manipular la energía y la voluntad de los hombres a su antojo? ¿Y si le hacía emperador solo para convertirle en su marioneta?
Le necesitaba, pero también le temía.
Demasiado.
El señor del sur cerró los ojos.
Los magos siempre habían sido extraños, como si su mundo no fuera el real, ajeno a los problemas de la humanidad, más cerca de las estrellas que del suelo.
Pero aquel era diferente.
—¡Kong Su! —tomó la determinación.
Su servidor más fiel parecía estar al otro lado de los cortinajes de la tienda, siempre dispuesto, siempre a la espera, siempre pendiente de su amo.
Zhong Min le había adiestrado desde niño, cuando le tomó bajo su tutela.
—¿Mi señor?
Kong Su era alto y hermoso, joven. Su fuerza resultaba descomunal. Su voluntad era de hierro. Solía dormir a escasa distancia de su señor y tenía el oído muy fino para detectar cualquier peligro.
También era rápido y certero.
Mortal.
—Siéntate a mi lado —le pidió.
Su servidor le obedeció en silencio, aunque no era lo usual entre él y su amo. Al instante comprendió que se trataba de algo singular, algo que requería de toda su atención.
—Habrá una reunión muy pronto, Kong Su —hablaba tan despacio que parecía reflexionar en voz alta—. Una reunión decisiva entre los cuatro señores para ver cuál de nosotros será el nuevo emperador.
—Yo sé quién será el elegido, señor.
—Tengo un aliado importante, pero del cual no me fío.
—El mago Tao Shi.
—El mago Tao Shi —asintió.
—¿Qué queréis que haga? —tomó aire y enderezó la espalda.
Zhong Min midió cada una de sus palabras.
A fin de cuentas, la suerte estaba echada.
—Tao Shi me hará emperador. Y si es así, una vez proclamado, deberás matarle.
—¿Y si os traiciona antes?
—Entonces deberás matarle antes —sus ojos brillaron con tristeza y miedo.
—Podéis confiar en mí —asintió su servidor.
—Es poderoso —le dijo el señor del sur.
—Quizás me mate él a mí —asintió Kong Su—, pero no sin que antes yo le hunda mi espada en el pecho; estad seguro de ello, mi señor.
Zhong Min estaba seguro.
No quería perder a Kong Su.
Pero el trono bien valía cualquier sacrificio.
—Puedes retirarte —se despidió.
La paloma mensajera apenas tuvo tiempo de cerrar las alas antes de que las dos manos de su cuidador la sujetaran y le arrancaran la tela que cubría una de sus patas. Ya no estaban en Kanbai, la capital del Reino del Este, así que el mensaje pasó por menos hombres hasta llegar a Ho San, el primer ministro de Zhuan Yu. Anochecía y el campamento se preparaba para el descanso después de la dura jornada de regreso al Reino Sagrado.
Un viaje, tal vez, sin retorno.
Podían caer nuevamente derrotados, en caso de que estallara la guerra, o… quedarse allí, si se proclamaba a su señor como nuevo emperador.
Ho San no supo si despertarle.
Decidió que sí.
—Mi amo…
Zhuan Yu abrió los ojos. Nadie se hubiera atrevido a romper su descanso salvo su primer ministro y hombre de confianza. Acababa de penetrar en lo más profundo del sueño y le costó despertarse. Finalmente, lo hizo de un salto y quedó sentado sobre la cama, asustado.
—¿Qué sucede? ¿Qué…?
—Tranquilizaos, mi señor —le puso una mano en el brazo—. Solo he creído que querríais saber las últimas noticias.
—¿De Nantang?
—Sí.
—¿Han proclamado emperador a uno de ellos?
—No, no, mi señor. Zhong Min y Jing Mo han decidido esperar nuestra llegada y la de Gong Pi para elegir al sucesor de Zhang.
—¿Se han aliado?
—No. Saben que si pelean antes, quedarán debilitados. En tales circunstancias, la reunión se hace inevitable. Así pues, hemos ganado tiempo, y todo es aún posible.
—¿Crees que jugarán limpio?
—No, no lo creo —fue sincero el primer ministro.
—¿Una trampa?
—Cada cual jugará sus bazas. Nadie querrá apoyar a otro. El único que le teme a la guerra es Gong Pi. Puede ser el eje sobre el cual gravite todo.
Zhuan Yu meditó las palabras del hombre más sabio de su reino.
Sabio y fiel.
—Así que todo dependerá de lo que suceda en esa reunión.
—Así es, mi señor.
—¿A qué distancia está Gong Pi de Nantang?
—Más o menos, a la misma que nosotros. Todavía nos faltan muchos días. Es difícil mover a tantos hombres de manera coordinada.
—¿Podemos ir más rápido?
—No sin agotarlos.
—¿Y si lo hiciera yo al frente de un grupo escogido?
—Sería contraproducente. Os convertiríais en un blanco demasiado fácil. Necesitamos al ejército.
Zhuan Yu asintió en silencio.
—¿Qué recomiendas?
—No precipitarnos. Mostrarnos pacientes y, sobre todo, tranquilos. Que los otros tres señores no vean el menor atisbo de ansiedad. En un pulso como este, a cuatro bandas, los detalles cuentan, señor. Ahora mismo sois el más débil de todos, tras perder la batalla contra el Reino Sagrado. Vuestros tres rivales se creen fuertes. Deberían saber que la fortaleza del débil es la astucia.
La astucia.
Quería ser emperador a cualquier precio.
Y su mejor arma era la astucia.
—Que descanséis, mi señor —se despidió Ho San.
El mensaje de sus espías desapareció en la palma de la mano de Gong Pi.
No fue un gesto visceral ni cargado de rabia. Solo un acto mecánico. Luego lo dejó caer en las brasas y vio cómo se consumía hasta convertirse en cenizas.
Sus tres generales aguardaron su reacción.
—Una reunión —suspiró el señor del norte—. Los cuatro, cara a cara, y todos ellos dispuestos a ir a la guerra por ser el nuevo emperador.
Nadie respondió a sus palabras.
—De locos —rezongó de nuevo Gong Pi.
—La parte más inquietante del mensaje no es esa, señor —le recordó el hombre de más edad, supremo general del ejército.
—Tao Shi, ya sé —dijo él.
—Es astuto —mencionó uno de los otros dos.
—Si él anda de por medio, todo es posible —hizo hincapié el tercero.
Gong Pi miró los restos del mensaje. El mensaje del suave pergamino que había volado desde Nantang flotaba en el ambiente como un perfume. El eco de sus palabras presagiaba el final del camino, pero también, quizás, el comienzo de la tormenta.
Otra guerra más.
—Estoy cansado —reconoció el señor del norte.
—Pero tenéis tanto derecho como ellos al trono de los cinco reinos.
—No quiero un derecho conquistado a costa de tanta sangre.
Los tres generales intercambiaron una rápida mirada.
—¿Aceleramos la marcha para llegar cuanto antes? —preguntó el primero.
—No —fue terminante—. Parecería que estamos ansiosos, o que queremos ganar un privilegio o tener una posición de fuerza. Zhuan Yu regresa con lo que queda de su ejército. Allá él con lo que decida. Nosotros seguiremos a nuestro paso, sin prisas, tardemos lo que tardemos.
—¿Y si Zhong Min y Jing Mo conspiran juntos?
—Que lo hagan. La fuerza no siempre es la mejor garante del poder. La cautela tiene mucho que ver con la astucia, y nosotros, en el norte, siempre nos hemos caracterizado por ella.
—Señor…
—Retiraos —dio por terminada la charla—. Todos necesitamos dormir.
Los tres militares se levantaron.
Mucho después de que hubieran salido de la tienda, Gong Pi, señor del norte, seguía en la misma posición, inmóvil, envuelto en sus pensamientos.