Capítulo 17

Los cambios pueden tener lugar despacio,

Lo importante es que tengan lugar.

—Confucio —

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El anochecer se aproximaba muy rápido, y era hermoso.

El cielo, de un azul oscuro.

La tierra, quieta.

—Hemos llegado —dijo Shao.

Y Xue Yue levantó la cabeza.

A lo lejos vio una gran zona de árboles abrasados. Se extendía a derecha e izquierda y parecía formar un círculo, envolviendo un valle o, al menos, una extensión muy amplia de terreno que desaparecía al otro lado.

—¿Les dirás quién soy? —preguntó de pronto la muchacha.

Era la primera vez que recordaba su estirpe.

—Quién eres, sí. Lo que fuiste no importa —dijo Shao.

—¿Y si…?

—Tranquila. Si he de marchar en busca de Qin Lu, es mejor que te quedes con ellos.

—Quiero ir contigo.

—Hemos llegado aquí a duras penas. Cada vez hay más árboles muertos, todo es más difícil. Solo aún puedo sobrevivir. Contigo sería imposible.

Tiró del caballo. La última distancia la habían recorrido así, ella montada y él a pie, sin forzar al pobre animal.

El corazón de Shao empezó a latir.

Xiaofang estaba allí, en algún lugar.

Al fin.

Sin darse cuenta aceleró el paso, al compás de su corazón.

Ya no volvieron a cruzar una sola palabra.

Cuando atravesaron el cinturón de árboles quemados, sintió deseos de echar a correr y gritar aquel nombre que le quemaba las entrañas.

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Xiaofang volvía a estar delante de la escultura.

Una estatua animada.

Qin Lu se acercó por detrás para no molestarla. Se detuvo a menos de tres pasos y se extrañó de que ella le hubiera oído llegar.

Quizás le presintiera.

—Ven.

Llegó a su lado. Al otro lado de la serpiente de madera, el sol buscaba el ocaso proyectando sobre la tierra el último brillo de su luz.

Otro día más.

La misma esperanza.

—Si Xu Guojiang viviera, todo sería distinto —dijo la muchacha.

—¿Por qué?

—Él sabría qué hacer.

—Dicen que los grandes hombres nunca mueren, solo pasan, dejan su legado a otros y entonces su memoria persiste.

—¿Quién dice eso?

—Mi maestro, Wui.

—Shao también me habló de él.

—Lo suponía.

—Fue todo muy rápido. —Xiaofang sonrió con ternura—, pero hablamos mucho, como si cada uno fuera un recipiente vacío a la espera de ser llenado por el otro.

—Mi hermano siempre fue reservado.

—No conmigo.

—Puedo entenderlo.

—Te miro y le veo a él, ¿sabes? —reveló Xiaofang—. Sois distintos, pero en el fondo…

Dejó de hablar de golpe.

La vibración llegó hasta ellos.

—¿Qué…? —vaciló Qin Lu.

Miraron la escultura.

Porque la vibración procedía de ella.

Temblaba.

Esta vez Qin Lu ya no pudo decir nada, porque algo más comenzó a vibrar y a moverse, igual que si cobrara vida propia.

Su cinto.

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La vibración del cinto de Shao empezó a unos metros de las primeras casas del pueblo.

Primero lo notó él.

Después, Xue Yue.

—¡Shao!

No contestó. Intentó quitárselo y no pudo. La cabeza de la serpiente se aferraba a la cola.

Echó a correr, soltando las bridas del caballo.

—¡Shao, espera! —gritó ella.

Se cruzó con las primeras personas de Shaishei. Le reconocieron.

—¡Shao!

—¡Has vuelto!

—¿Y los demás, dónde están?

—¿Regresan todos, sanos y salvos…?

—¡Shao!

No podía detenerse, solo correr, correr.

Llegó a la plaza.

Y en ella…

Los cuatro se vieron y se reconocieron al instante.

—¡Xiaofang!

—¡Shao!

—¡Xue Yue!

—¡Qin Lu!

Ni siquiera se dieron cuenta de que al abrazarse, los cintos se soltaron de sus cuerpos y cayeron al suelo sin dejar de vibrar.

Tampoco notaron cómo la escultura de madera se movía.

Cerrándose poco a poco sobre sí misma.

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Cerraron los ojos y se abrazaron.

Luego, los besos.

Shao y Xiaofang.

Qin Lu y Xue Yue.

Mientras la sorpresa seguía avanzando en sus almas, la plaza se fue llenado con la gente de Shaishei, que los observaba con perplejidad.

Llegó el turno del abrazo de los dos hermanos.

Y con él, las preguntas.

—¿Qué haces aquí?

—¿Cómo sabías que Xue Yue y yo…?

Había mucho que contar. No era un sueño. No era una ilusión. Los dos hermanos volvieron a abrazarse con fuerza.

Xiaofang y Xue Yue se miraron por primera vez.

Fue como si las dos se fundieran en una.

Xue Yue se estremeció.

Xiaofang volvió a ver su pasado: aquellos soldados matando a sus padres, aquella mujer llevándose a su hermana recién nacida…

Los cintos vibraban más y más, las serpientes reptaban una en torno a la otra, como si se buscaran. La escultura se cerraba despacio, apenas si le quedaba un poco para que la boca atrapara la cola y completara el círculo.

Entonces, por encima del silencio, surgió una luz.

Enorme.

Un fuego blanco.

Cuando todos miraron hacia el otro lado buscando el foco de aquel prodigio, vieron a la muchacha que caminaba en su dirección, blanca y pura, cegadora.

Shao y Qin Lu tardaron en reconocerla.

—¡Lin Li!

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Lin Li había caminado hasta allí sin darse cuenta. Guiada por aquella energía, por el eco de la voz de Xu Guojiang, solo era consciente de que se movía. Unas veces creía volar; otras, andar muy despacio. No necesitaba comer. No necesitaba beber. Su cuerpo humano se había transmutado en un cuerpo celestial.

Energía.

Luz.

Hasta ese momento.

De pronto, la luz menguó, su cinto cayó al suelo y abrió los ojos.

Ante sí vio lo inesperado.

Sus hermanos.

Un pueblo.

—¡Shao, Qin Lu! —balbuceó.

Ella echó a correr. Ellos echaron a correr. Pero las serpientes fueron más rápidas.

Mientras la escultura de la plaza se cerraba sobre sí misma formando el círculo perfecto, los tres cintos volaron al encuentro unos de otros y, tras tensarse, se unieron entre sí dando forma a una vara.

Una vara más alta que un ser humano, que flotó en el aire consolidándose, convirtiéndose en un duro cayado que fue directo a Lin Li, antes de que ella pudiera abrazar a sus hermanos.

La joven solo tuvo que sujetarla con la mano.

El mundo pareció detenerse.

Shao, Qin Lu, Xiaofang, Xue Yue.

—¿Qué significa esto? —consiguió pronunciar Shao.

Y antes de que Lin Li pudiera responder, lo hizo una voz que emergía del otro lado del pueblo.

—Yo os lo explicaré.

Shao, Qin Lu y Lin Li le reconocieron.

Sen Yi.