No importa lo lento que vayas,
Lo importante es no detenerse.
—Confucio —
Shao supo que nada seguía igual incluso antes de aproximarse a Pingsé.
El ejército lo había devastado todo mucho más que la enfermedad que asolaba a la naturaleza.
—Vamos —aceleró la marcha de su caballo.
Xue Yue ya no pudo preguntarle nada, solo seguirle en aquel trote que muy pronto se convirtió en un desaforado galopar.
En medio de un silencio denso, únicamente roto por las pisadas de los cascos de los caballos y su relinchar furioso, las primeras cabañas arrasadas le dieron la medida de la hecatombe.
Shao y Xue Yue no se detuvieron hasta llegar a lo que en otro tiempo había sido la cabaña de los Song.
El hijo mayor de Yuan y Jin Chai se dejó caer al suelo, de rodillas.
La hija del todopoderoso emperador Zhang no se atrevió a hablar.
Qin Lu no estaba allí.
—¿Por qué? ¿Por qué? —gimió Shao.
No había nadie. No se escuchaba el menor sonido. Pero de pronto, de entre los restos del pueblo y por entre los árboles quemados, comenzaron a salir seres humanos.
Rostros que él conocía bien.
Habían sido sus vecinos, amigos…
—Shao…
—Has vuelto.
—Muchacho…
Se enfrentó a ellos. Sabía que le habían llamado cobarde. Ya no le importó. Ahora todos compartían un mismo dolor. La realidad había cambiado sus vidas, enfrentándolas al miedo y a la desazón de un futuro incierto.
Pingsé podía renacer, ¿pero cómo? Lo único que veía eran los ancianos rostros del pasado.
—¿Qué ha sucedido? —quiso saber.
—Llegaron los soldados del sur y, cuando vieron que no había jóvenes, imaginaron que servían al ejército del Reino Sagrado. Por tanto, nosotros éramos enemigos.
—¿Lo quemaron todo por…?
Sus rostros perdidos respondieron sin necesidad de palabras.
—¿Y mis padres?
Otro silencio.
—¿Y mis padres? —repitió la pregunta Shao.
—Tu padre murió cuando os fuisteis tú y Qin Lu —dijo una de sus vecinas con los ojos bajos, avergonzada—. De tu madre y de Lin Li no sabemos nada. Escaparon en medio del caos y no volvieron. Quizás se las llevaran.
—A una mujer joven, tal vez; a una mayor, no —sintió una dolorosa punzada en su corazón.
Algunos miraban a Xue Yue. La muchacha permanecía en un segundo plano, muy quieta. Pero nadie hizo pregunta alguna.
—Tenías razón, Shao —dijo un hombre—. La guerra es perversa y no tiene honor.
—¿Habéis visto a mi hermano? —obvió el comentario.
—No.
Sus ojos se cruzaron con los de Xue Yue. Vio desaliento en ellos.
Una mujer le puso una mano en el brazo. Su mirada era implorante. Había sido amiga de su madre.
—¿Vas a quedarte? —inquirió con dolor.
—No. He de encontrar a mi familia.
—Necesitamos un guía.
Shao forzó una sonrisa de pesar. De ser un deshonor para el pueblo, pasaba a ser una necesidad.
—No puedo, es imposible, y más ahora —fue sincero—. Quizás vuelva algún día.
—¿Cuándo?
—Cuando la guerra termine y sepamos qué les sucede a los bosques. Para entonces es probable que también hayan regresado vuestros hijos.
—No sabemos nada de ellos, ni de la guerra.
El ejército del Reino Sagrado, lo que quedaba de él, permanecía prisionero en Nantang. Sus hijos, los que hubieran sobrevivido, tardarían mucho en regresar a casa.
—He de irme —manifestó.
—¡Quédate al menos esta noche! —suplicó uno de los amigos de su padre.
—No puedo —los barrió con una mirada de piedad.
Los restos de lo que quedaba de Pingsé se rindieron. Rostros caídos, ojos vencidos. Parecían espectros, almas en pena en mitad de aquella nada todavía ennegrecida y convertida en un inmenso cementerio. Seguirían allí porque no tenían adónde ir, y si nada lo remediaba, morirían allí, como morían los pueblos cuando sus gobernantes olvidaban la justicia y el bien común.
Shao hizo un esfuerzo para mantener la calma.
—Sobrevivid —les pidió.
Espolearon sus caballos y no pararon hasta que pusieron rumbo al oeste. Entonces Xue Yue alcanzó a Shao y logró detenerle un instante.
—¿Adónde vamos?
—Buscaremos a Qin Lu, a mi hermana y a mi madre —dijo Shao—. Pero primero debo ir a otro lugar.
—¿Cuál?
—Mi nuevo hogar —y volvió a espolear su montura.
Qin Lu abrió los ojos y vio el techo de la cabaña de Xiaofang.
No dejaba de pensar en Xue Yue, y su imagen tanto le servía para empujarle a vivir, como le sumía en la depresión de su ausencia y la certeza de que quizás nunca volviera a verla.
Shaishei parecía estar tan lejos de todo…
Ni siquiera entendía qué hacía allí, qué azar le había conducido a un lugar del que nunca escuchó hablar, y todo porque un anciano le regaló un extraño cinto.
Un poder imprevisible que no obedecía a nada y actuaba por su cuenta cuando las circunstancias…
No. El cinto, precisamente, detectaba esas circunstancias.
Los grandes magos dominaban el poder de la energía.
Podían utilizarla.
Así que el cinto era… un detector, un medidor, una alarma… Lo que fuera que le hiciera despertar y actuar.
Se sentó en la cama, lo tomó y contempló aquella cabeza de serpiente con la boca abierta y los dos incisivos asomando por la parte superior de su boca. Los palpó con la yema de un dedo.
Un simple pedazo de cuero trenzado con arte.
Nada más.
—¿Cuál es tu secreto? —le preguntó.
Los ojos de la serpiente siguieron brillando inertes.
Cuando se cansó de la quietud, se levantó y se colocó el cinto alrededor de la cintura. Caminó unos pasos hasta llegar a la ventana que daba a la parte de atrás de la cabaña. Esperaba cualquier cosa menos esa.
Ver a su anfitriona llorando.
Sentada en el suelo, con un cesto al lado, casi de espaldas aunque no tanto como para que no notase su dolor y su llanto. Xiaofang estaba doblada sobre sí misma y se convulsionaba al compás de sus lágrimas.
Una imagen desoladora.
Qin Lu se sintió vacío.
No quiso salir a su encuentro, ni marcharse por la puerta principal y caminar por el pueblo, sin decirle algo. Regresó a la cama y se sentó en ella, impotente y frustrado.
De acuerdo, el cinto le había guiado hasta Shaishei.
¿Por qué?
¿Para qué?
¿Hasta cuándo?
¿Y por qué tenía la sensación de que conocía a Xiaofang, si jamás la había visto antes?
Todo era tan inquietante…
Iba a levantarse de nuevo, venciendo su desconcierto, cuando Xiaofang apareció en la puerta de la casa. Ya no llevaba el cesto. Sus manos estaban desnudas.
Sus ojos, no.
Caminó hasta él, se arrodilló a sus pies, le tomó ambas manos y le preguntó:
—¿Quién eres?
Lin Li no sabía cuándo había sido la última vez que bebió agua o comió algo.
Ni lo recordaba.
Ni le importaba.
En la profundidad de la gruta, en aquel mundo nuevo y desconocido, el tiempo no existía, ni tampoco nada de lo que, en la superficie, alteraba la vida y el devenir de los seres humanos. Allí, dominada por el dolor de la tierra, flotaba ingrávida y viajaba con la mente, desde el pasado, luminoso y hermoso, hasta el presente, torturado y angustioso.
Quizás esperase la muerte, como una liberación.
Y sin embargo, sentía una vida más allá de sí misma.
Levitaba igual que una nube en aquel cielo acotado por las paredes de la gruta.
Brazos abiertos, ojos cerrados.
Hasta que, de pronto, escuchó aquella voz en su cerebro.
—Lin Li.
Tuvo una sacudida.
La sangre empezó a circular de nuevo por sus venas.
Su corazón, a latir.
—Lin Li.
—Sí —respondió, aunque no supo si lo hacía con la voz o con su pensamiento.
—No puedes quedarte aquí.
—¿Por qué?
—Ahora ya sabes la verdad, y quién eres.
¿Qué importaban ambas cosas?
—Sí importan, Lin Li —la voz pareció escuchar incluso su reflexión—. Esa es la clave de todo.
—¿Quién eres tú?
—Lo sabes.
—No, no lo sé.
—Has de ayudarme, y ayudar a vivir a los cinco reinos.
—Hay una guerra. No merecen vivir. No merecen ni siquiera una oportunidad.
—No digas eso, porque no lo sientes —continuó la voz—. Estás llena del dolor de la tierra. Sientes cómo se aproxima el fin. Sabes ya que todo está en tus manos.
—No —movió la cabeza de lado a lado.
—Yo no te escogí. Lo hizo el destino.
—Dime quién eres.
—¿De verdad no lo sabes?
—Quiero oírtelo decir.
La pausa fue breve, un suspiro de tiempo.
Y luego…
—Soy Xu Guojiang.
—El Gran Mago.
—Ya no. Estoy muerto.
—Entonces, ¿por qué te escucho?
—Eres mi energía. Usa el cinto.
—¿Cómo?
—Úsalo —la voz se hizo más débil—. Busca, encuentra, guíate por tu impulso y por él. Lin Li…
—Espera…
—No queda mucho —el susurro se amortiguó más y más—. No queda mucho… antes de que… la tierra… muera…
Abrió los ojos.
Vio el techo de la gruta más cerca de lo que estaba ella del suelo.
Su cuerpo desprendía luz.
¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Por qué, de pronto, volvía a descender como una pluma, hasta quedar depositada en el suelo frente a la piedra de cuya oquedad alguien se había llevado algo?
La vida.
Contempló aquel espacio vacío y se dio cuenta de que ya no sentía su dolor, sino una mezcla de valor y determinación. Ahora aquello, lo que fuera, la empujaba.
Eso y la voz de su mente.
¿Lo había soñado?
Lin Li tocó la piedra.
El hueco en forma de corazón.
Entonces asintió con la cabeza, retiró la mano y echó a andar en busca de la luz.
Sen Yi tuvo un escalofrío, una sacudida que le zarandeó de pies a cabeza.
Dejó de andar, volvió el rostro y miró hacia el oeste.
Luego, cerró los ojos.
Podía sentirlo. No necesitaba agacharse y tocar la tierra. Estaba a punto de suceder. La suprema conjunción. Y si era así, tenía que darse prisa, caminar más rápido aunque le costase la vida. Era necesario que llegase a su destino al mismo tiempo que ellos.
Porque todo dependía de ellos.
Finalmente, el círculo se cerraba.
Después, sí, tendría que regresar al este, no menos rápido, para evitar la guerra mientras los elegidos buscaban la vida.
El corazón.
El corazón de jade.
—Lo único que puedo decirte es que vengo de un lugar llamado Pingsé.
Xiaofang se quedó sin aliento.
Y apretó las manos de su invitado con emoción.
—¿Conoces a un joven de Pingsé llamado… Shao?
—¿Cómo sabes tú…? —abrió los ojos él.
—Di, ¿lo conoces?
—Es mi hermano.
Xiaofang se relajó. La fuerza cedió y el cuerpo se convirtió en una masa sin apenas energía. Permaneció arrodillada a los pies de Qin Lu y de sus párpados asomaron dos lágrimas huérfanas.
Miró a Qin Lu con tanta sorpresa como ternura.
—Había algo en ti… —suspiró.
—¿Cómo conoces tú a Shao?
—Estuvo aquí, y partió hacia la guerra contra el emperador con un grupo de nuestros hombres.
—¿Shao? ¡Imposible! Se marchó de Pingsé para no pelear en una guerra que consideraba absurda e injusta.
—Lo sé. Me lo contó. Pero aquí también sucedieron muchas cosas. Al final no tuvo más remedio que tomar partido.
—¿Contra Zhang?
—Sí.
—¿Fue a Nantang a pelear sabiendo que… yo estaba allí, con el ejército del Reino Sagrado?
—Una noche, me dijo que lo único que quería era volver con vosotros, con tus padres, con tu hermana y contigo. Os echaba mucho de menos y le pesaba haber huido causando el deshonor a vuestra familia. No me dijo vuestros nombres, por eso no te reconocí. Pero sé que se sentía muy mal por ello. —Xiaofang se incorporó y se sentó a su lado en la cama—. Shao no fue a pelear contra ti o contra un ejército. Fue a luchar por todos nosotros contra la tiranía del emperador.
Qin Lu parpadeó, abrumado.
—Nos enamoramos, ¿sabes?
La miró de otra forma, con una intensidad distinta.
—¿Por eso quisiste que viniera a tu casa? —preguntó.
—Shao llevaba uno igual. —Xiaofang señaló el cinto—. Te lo dije.
—¿Shao era el hombre del cinto?
—Sí.
—Entonces, los dos estuvimos con… Sen Yi.
—Así es.
Qin Lu trató de asimilar toda aquella información.
—¿Qué puede significar todo esto? —vaciló.
—Lo ignoro —fue sincera—, pero creo que pronto lo sabremos, cuando él regrese.
—¿Y si murió en el combate?
—No, no murió. Lo sabría.
Se quedaron mirando unos instantes, superada la primera sorpresa y enfrentados a su nueva realidad, aunque el desconcierto de Qin Lu no había terminado.
—Sé que tienes muchas preguntas —dijo Xiaofang.
—Tantas que no sé ni por dónde empezar.
—Intentaré responderlas todas —sonrió ella—. Al menos, las que hagan referencia a tu hermano o a qué hizo aquí.
—¿Por qué llorabas ahí afuera hace un momento?
—¿Me has visto?
—Sin querer, pero sí. ¿Era por Shao?
Xiaofang bajó la cabeza y jugó con sus manos castigadas por el trabajo.
—Por Shao, por mi gente, por los que se fueron a la guerra, por la naturaleza que se muere, por tantas cosas… Pero también por mí, porque cuando toqué tu cinto…
—Sigue.
—He visto mi pasado —reconoció despacio—. O mejor decir que lo he sentido aquí, muy adentro —cerró su mano derecha y se tocó el pecho con el puño—. Es como si hubiera algo al otro lado, algo que desconozco pero que forma parte de mí. Algo que… se está acercando, ¿comprendes? Se aproxima y es cada vez más fuerte, más intenso.
—¿Y qué puede ser?
—No lo sé.
—¿Tocaste el cinto de Shao?
—Sí, y era distinto. El tiempo, nuestras vidas, todo se está acelerando. Por eso sé que Shao volverá, y cuando lo haga…
—¿Qué?
No había respuesta. No hubo respuesta.
Solo su recién nacida complicidad.
—¿Cómo llegó mi hermano aquí y por qué se quedó? —comenzó su interrogatorio Qin Lu.
La naturaleza ya no era pródiga. Cada vez eran más los árboles muertos. Cada vez era mayor el silencio del bosque. Un halo fantasmal recorría la tierra de noche, y el sol, pese a su bondad y su calor, no lograba recomponer de día la sensación de que la vida pudiera renacer.
Shao y Xue Yue tenían hambre.
Los últimos lagos se convertían en charcos.
—¿Qué haremos si mueren los caballos?
—Nos falta muy poco. Llegaremos —dijo Shao.
—Habla tu corazón, no tu razón —suspiró ella—. Tú corres en pos de tu amada, pero yo no puedo más.
—Piensa en Qin Lu.
—¿Crees que no lo hago, a todas horas? —se dejó caer sobre la grupa del caballo, súbitamente derrengada—. Estaría muerta de no ser por esa esperanza.
—Te prometo que daré con él.
Cabalgaron un poco más, dejando que los caballos lo hicieran a su aire, sin forzarlos. Dos mariposas grandes y dotadas de los mejores colores revolotearon cerca de ellos como un regalo para su cansancio. De vez en cuando, la tierra retumbaba, como si enormes volcanes subterráneos entraran en erupción sacudiendo la superficie.
Shao hablaba poco.
Xue Yue, menos.
Pero a veces lo más importante era escuchar sus propias voces, para tener la certeza de que seguían vivos en medio de aquel mundo que parecía desmoronarse.
—¿Cómo es ella?
—¿Xiaofang? Un ángel.
—Un ángel terrenal.
—Es muy hermosa, sí. Como tú.
—Shao.
—¿Sí?
Xue Yue tardó en formular la pregunta.
—¿Por qué el destino nos habrá unido, precisamente a ti y a mí?
—No es el destino. Esto no puede haber sido casual. Algo está sucediendo, o va a suceder, y nosotros somos parte de ello, de lo que sea. Piezas de un gran juego que tiene que ver con ese anciano y el cinto que me regaló.
—Pero eso no tiene sentido.
—¿Por qué? ¿Crees que fue el azar lo que me guió por el palacio de tu padre hasta encontrarte, y que justo en ese instante pronunciaras el nombre de mi hermano? Mi maestro decía que los dioses jugaban con los humanos, pero que nunca lo hacían para divertirse, sino para obligarlos a pensar y reaccionar, enfrentándolos a todo lo necesario para que fueran mejores y se superaran a sí mismos.
—Los dioses mataron a mi padre.
—No, tu padre se mató a sí mismo.
Xue Yue bajó la cabeza.
—Lo siento —reconoció Shao.
—No importa —fue sincera—. Apenas le veía y no teníamos nada en común. Ni siquiera nos parecíamos. Mis hermanas, sí; yo, no. Siempre… me sentí extraña, ¿no es curioso? Extraña entre los míos.
—Si no hubieras sido distinta, no te habrías enamorado de Qin Lu. Ni lo habrías mirado. Sé lo que debe de estar sufriendo en estos momentos, lejos de ti, sin saber qué suerte has corrido.
—Yo…
No pudo terminar la frase.
Su caballo se detuvo, relinchó, soltó un resoplido profundo y de pronto se dejó caer a un lado, arrastrándola en su derrota. De no haber sido por su agilidad, tal vez habría quedado atrapada por el peso del animal.
Saltó y rodó por el suelo hasta detenerse junto a un árbol.
—¿Estás bien? —se asustó Shao.
—Sí —reconoció ella.
Miraron al caballo. Ya no se movía. Solo sus ojos, su hocico y su panza, subiendo y bajando en los estertores finales de su agonía, revelaron los últimos atisbos de su resistencia. Los ojos parecían suplicarles.
—Tendremos que ir los dos en mi caballo —dijo Shao—. Al menos mientras resista.
Xue Yue se dio la vuelta para no ver cómo Shao aliviaba el sufrimiento del animal.
Tao Shi también miraba hacia el oeste.
Podía percibir el mismo grito que había sentido Sen Yi. Podía comprender, valorar, y saber que cada día contaba, para lo bueno y para lo malo. Podía actuar.
Porque algo, allá en poniente, estaba cobrando forma.
Y si se desataba…
El mago apretó los puños.
—Sen Yi, maldito seas… —rezongó.
La carrera quizás acabase siendo a vida o muerte.
Tao Shi cerró los ojos y se concentró.
Su energía era poderosa. Mucho. Pero comprendía que a veces era insuficiente.
Hubiera gritado, poseído por la rabia, de no haber escuchado el rumor a su espalda.
Volvió la cabeza justo para ver entrar en la estancia a Zhong Min, con una furia distinta a la suya. Mucho más explícita. Los gestos, los pasos rápidos, la compulsión de su cuerpo, las venitas hinchadas en su frente, el fuego de los ojos…
—¡Mago, por los dioses! ¿Qué hacemos ahora? —gritó el señor del sur.
Tao Shi se mostró sereno.
—¿Alguna noticia que deba saber?
Zhong Min le observó, revestido de dudas.
—¡Gong Pi ha partido con su ejército y viene a Nantang! ¡Y lo mismo ha hecho Zhuan Yu, pese a su derrota a manos del Reino Sagrado! ¡Todos se dirigen aquí, y mientras, Jing Mo y yo ni siquiera hemos dilucidado nada! ¿A qué esperas para actuar? ¡Ya no se trata de nuestros dos ejércitos! ¡Pronto seremos cuatro! ¡Si Jing Mo y yo iniciamos una guerra entre nosotros, acabaremos siendo presa fácil para el norte y el este, pero si esperamos…!
—¿Una guerra entre cuatro? —puso el dedo en la llaga Tao Shi.
El señor del sur le apuntó con un dedo furioso.
—¡Me prometiste el trono de Zhang!
—Y te daré el trono de Zhang —repuso con más calma de la que sentía—. Pero esta ya no es una partida que pueda jugarse a dos bandas. Ahora habrá que esperar, y ser más astutos.
—¿Esperar?
—A que todos estemos en Nantang, sí —repuso el mago.
—Cuatro señores, cuatro ejércitos… —soltó una bocanada de aire Zhong Min.
—Pero solo tú me tienes a mí —le recordó él.
Y mientras el señor del sur se perdía en sus pensamientos, Tao Shi volvió a mirar al oeste.
Endureció el gesto.
Allí, la tierra se disponía a lanzar su último grito.
No lejos del campamento del sur, Jing Mo, señor del oeste, gritaba no menos furioso ante las noticias que acababa de recibir.
—¡Gong Pi se ha quitado la careta! ¡Viene con su ejército! ¡Y Zhuan Yu, pese a tener el suyo diezmado, no quiere perder su oportunidad! ¡Todos llegarán a Nantang en apenas unos días! ¡Todos! ¿Y ahora qué?
El general Lian asistía a su enfado sin nada que decir.
Jing Mo se detuvo para enfrentarse a él.
—¿No dices nada?
Sus palabras sonaron pausadas.
—Sabías que no sería fácil, que ni el norte ni el este se contentarían; que todos buscaríais la posibilidad de ser el nuevo emperador. Sin embargo…
—Sin embargo, ¿qué?
—¿Confías en mí?
—¿Puedo hacerlo?
—Debes.
—¿Tienes un plan?
Lian calculó de nuevo su respuesta.
—Los señores del norte y del este han reaccionado muy rápido, más de lo que creías. Ya no se trata de que mis hombres se sumen a tu ejército para hacerlo más poderoso. Ahora, si te enzarzas en una guerra con Zhong Min antes de que llegue el señor del norte, aunque la ganes, y la ganarías sumando los restos del ejército del Reino Sagrado al tuyo, quedarás debilitado. Por otra parte, si esperas a que todos estén aquí… entonces el futuro dependerá de las ambiciones de los demás.
—¡Tú lo has dicho: todos querrán ser el nuevo emperador!
—Zhuan Yu no tiene fuerza para enfrentarse a vosotros. Gong Pi puede que sea el árbitro. Le conozco y es el menos ambicioso.
—Entonces, ¿por qué viene con su ejército?
—Porque si viniera solo no regresaría con vida al norte —dijo Lian con calculada intención.
—¿Qué insinúas?
—Nada, señor —fue lacónico.
—Así pues, todo sigue estando entre Zhong Min y yo.
—El que primero ataque ahora puede encontrarse con una alianza de los demás.
El señor del oeste golpeó un cojín con la mano. Los pensamientos se atropellaban en su mente y no cesaba de moverse, tan inquieto como furioso.
—Te he preguntado antes si tenías un plan —volvió a mirar a Lian.
—Lo tengo. Dame un poco de tiempo para madurarlo. Sois cuatro señores, cuatro ejércitos y un solo trono. Tal como yo lo veo, o se desata una guerra de todos contra todos o ganará el más astuto.
—¿Soy el más astuto? —quiso saber Jing Mo.
—El más astuto es siempre el que tiene a los mejores hombres y, sobre todo, el que más confía en ellos —dijo el general disponiéndose a salir de la estancia.