Quien volviendo a hacer el camino viejo aprende el nuevo,
Puede considerarse un maestro.
—Confucio —
Aun con el uniforme de soldado, pálida y agotada, Shao se daba cuenta de lo hermosa y delicada que era Xue Yue.
Se preguntaba cómo había podido llegar Qin Lu hasta ella.
Y enamorarse los dos.
De locos.
—Pareces rendida.
—Puedo continuar.
—No, no puedes. Vas a caerte del caballo de un momento a otro.
—No lo haré.
—¿Cómo estás tan segura?
Xue Yue se tocó el inusitado cinto, convertido ahora en un brazalete en torno a su brazo.
—Esto me mantiene despierta, ¿verdad?
—Sí —admitió Shao.
—¿Qué es?
—No lo sé. A veces tiene vida propia.
—¿Magia?
—Tal vez —se encogió de hombros—. Me lo regaló un anciano al que salvé la vida.
—Entonces sigamos.
—No seas absurda. Ya nadie va a perseguirnos. Estamos lo suficientemente lejos. Ni siquiera saben que existes o estás conmigo.
—Pero tú ahora eres un desertor.
—Me uní al ejército del oeste con un grupo de hombres. No soy un soldado. Podía irme cuando quisiera y es lo que he hecho.
—Te uniste a ellos para luchar contra mi padre.
—Es una larga historia.
—Lo hiciste.
Shao no respondió. También él estaba cansado. Necesitaba comer algo y, sobre todo, dormir.
Detuvo el caballo y puso pie en tierra. Una vez lo hubo atado, fue hasta la muchacha.
—Vamos, te ayudaré —se ofreció.
Pareció que no quería dejar que la tocara. Luego se rindió al vacilar en lo que para ella era un largo descenso hasta el suelo. Shao la sujetó.
Y en ese instante sucedieron dos cosas.
La primera, que la serpiente se desenroscó del brazo de Xue Yue y regresó a la cintura de él, quedando firmemente sujeta.
La segunda, que, carente su protección, la hija del emperador perdió el conocimiento y se desvaneció.
Pudo sujetarla a tiempo y tenderla en el suelo.
Volvió a mirarla con fijeza.
Xiaofang era hermosa, una mujer completa pese a su juventud. Xue Yue era distinta, una flor, un ser cálido y etéreo. Una era campesina, recia, dura; la otra, una princesa arrancada de su origen. Quizás ambas fuesen caras de una misma moneda, tan distintas, tan iguales.
Enamoradas.
Shao tuvo miedo de quitarle el uniforme.
No quería tocarla, ni que ella pensara…
—Duerme —le susurró al oído.
Pero siguió contemplándola y admirándola un poco más, mientras hubiera luz, preguntándose de qué forma Qin Lu había llegado tan alto.
Qin Lu.
—He de encontrarte, hermano —susurró—. Ahora, también por ella.
Tenía que encender una fogata, conseguir agua, comida.
La cubrió con una de las mantas que llevaban todos los caballos en combate y empezó a recoger leña para el fuego.
Qin Lu detuvo su caballo al ver aquel espectáculo tan inusitado.
La tierra había ardido, el bosque, la maleza, todo. No se trataba de la lenta extinción que llevaba viendo a lo largo y ancho de su viaje, con árboles y ríos secos. Aquello había ardido a causa del fuego.
Un muro ennegrecido se alzaba ante él.
Primero pensó en rodearlo.
Luego, por entre los troncos de los árboles, vio algo.
Casas, personas.
Un pueblo.
Cada vez que tomaba un camino inadecuado, la cabeza de la serpiente cobraba vida y le corregía el rumbo. Cada paso con el que se apartaba de la imaginaria senda que ella le marcaba, servía para darse cuenta de que el cinto no descansaba. Extraño o no, mágico o no, su vida ya dependía de él.
Algo estaba a punto de suceder.
—Vamos, amigo —dirigió al caballo hacia los primeros árboles calcinados, pese a que el animal no parecía muy proclive a ello y en un primer momento se agitó lleno de desconfianza.
Qin Lu se internó por la zona quemada.
Y la serpiente no se movió.
Necesitaba descansar, detenerse un poco, tratar de saber qué sucedía en los cinco reinos. Necesitaba pensar en Xue Yue, en la forma de recuperarla. Necesitaba un poco de calma, nada más.
Su corazón se aceleró.
Si la serpiente no reaccionaba era porque quería que atravesase aquella barrera quemada, que entrase en aquel pueblo.
Eso solo podía significar…
—¿Es mi destino? —le preguntó al aire.
Siguió cruzando la amplia zona abrasada. Todavía olía a madera devorada por las llamas. No se oía nada. Un mundo muerto, sin pájaros, sin vida.
Pero antes de llegar al otro lado, sí escuchó algo.
Una voz.
Alguien cantaba.
Xue Yue abrió los ojos. Lo primero que vio fue el sol, ya en lo alto de la mañana. Shao estaba a su lado, con un cuenco lleno de agua.
—¿Cómo te encuentras?
—¿Dónde estamos? —le preguntó ella sin responderle.
—A salvo y muy lejos de Nantang, descuida.
La muchacha se pasó una mano por los párpados. Luego, como si recordara algo de golpe, se incorporó un poco y comprobó su estado. Al descubrir que seguía vestida con el uniforme de soldado, se tranquilizó.
—Toma, bebe —le ofreció el cuenco—. Cuando hayas comido algo, podrás quitarte este uniforme y volver a parecer una mujer.
Xue Yue obedeció. Los restos de la fogata aún humeaban. Olía a comida, así que se le hizo la boca agua. Cuando le devolvió el cuenco vacío vio la carne.
Allí ya no era una princesa.
La tomó con las manos y la devoró con apetito.
Sin Qin Lu había querido morir, hundirse en el abismo. Ahora quería vivir.
—Necesitabas descansar —sonrió Shao.
Xue Yue señaló la serpiente, de nuevo convertida en un simple pedazo de cuero en su cintura.
—Me lo quitaste.
—No, se liberó de ti cuando bajaste del caballo. ¿No lo recuerdas?
—¿Por qué actúa así, como si tuviera voluntad propia?
—No lo sé. Pero algo me dice que muy pronto será distinto y tendremos las respuestas que ignoramos.
—Todo es distinto ya —musitó ella.
—Si amas a Qin Lu y él te ama a ti, no te importará haber dejado de ser una princesa. Sé que seréis felices.
La joven bajó los ojos sin dejar de masticar. El color volvía despacio a sus mejillas. Era tal la inocencia que destilaba, que Shao tuvo que vencer su propia timidez para preguntarle:
—¿Cómo conociste a mi hermano?
—Llegó a palacio con el general Lian.
—¿El general Lian?
—Qin Lu le salvó la vida. Fue un héroe de la batalla contra el ejército del este —proclamó con orgullo.
—¿Mi hermano… un héroe? —no pudo creerlo.
—¿Te extraña?
—El belicoso era yo y el pacifista él —continuó sin ocultar su asombro.
—Lian le tomó a su servicio. Era su asistente. Como estaba herido y se quedó en palacio, yo veía a menudo a Qin Lu. Nos enamoramos la primera vez que nos vimos. Por desgracia, nos descubrieron y le sentenciaron a muerte. Lo único que pude hacer fue emplear a mi más fiel servidor para que le salvara y le ayudase a huir. Le hice jurar que no volvería.
—Pobre Qin Lu.
—El amor es extraño —repuso ella—. Una fuerza que no conocía.
—No hay otra igual —asintió él.
—¿Tú también estás enamorado?
—Sí.
—Estos tiempos son perversos para el amor —masticó despacio otro pedazo de carne.
—¿Qué edad tienes?
—Voy a cumplir dieciséis.
—Eres una niña.
—¡No soy una niña! —lo fulminó con la mirada—. ¡Cómo si tú fueras mucho mayor que yo!
—Perdona, tienes razón —se excusó Shao—. Te enfrentaste a tu propio padre por mi hermano.
—A mi padre, a mis hermanas…
—Siento haber tenido que separarte de ellas.
Xue Yue se encogió de hombros.
—Soy muy distinta de Zhu Bao y de Xianhui, y no solo porque son mayores que yo. No tenemos nada en común. Muerta nuestra madre, crecimos muy solas en palacio. Las auténticas princesas eran ellas. Yo quería leer, aprender, conocer la tierra…
—Lo siento —captó el profundo abismo de su tristeza.
—No temas. Aprendí a ser fuerte.
—No todo es cuestión de fortaleza. —Shao señaló cuanto los rodeaba—. El mundo es un lugar duro e inhóspito. Tú has vivido en una jaula de oro.
—Aprenderé.
—Tendrás que hacerlo.
—Solo necesito a Qin Lu.
Acabó de comer. Bebió un poco más de agua. Shao recogió los enseres y se levantó para dejarla sola y que pudiera quitarse el uniforme manchado de sangre.
Deseó más que nunca encontrar a Qin Lu.
Por Xiaofang, por Xue Yue, porque de lo contrario todo sería mucho más difícil.
En Pingsé recuperaría el honor de la familia, sería perdonado por su padre, abrazaría a su madre y a su hermana…
Había una esperanza.
Era una canción dulce y melancólica. Hablaba del amor, del tiempo y la distancia. Una voz femenina la interpretaba con la ternura de quien se acompaña del canto para vencer la tristeza o la soledad.
Pero no estaba sola.
Qin Lu vio al grupo de mujeres trabajando en un campo roturado. Estaban de espaldas a él, con los cuerpos doblados, sembrando unas y regando la tierra con sus cubos otras. No quiso alarmarlas, así que no avanzó mucho más. No había ningún hombre a la vista.
Se imaginó la realidad.
Lo mismo que en Pingsé, los soldados se los habían llevado para luchar en la guerra.
Su caballo relinchó y entonces ellas volvieron la cabeza. La canción cesó.
Por suerte, no vestía uniforme.
Parecía lo que en realidad era, lo que siempre había sido: un campesino.
Algunas de las mujeres tensaron sus cuerpos. Otras buscaron la presencia de más jinetes y se tranquilizaron al comprobar que estaba solo. Las menos incluso sonrieron.
—¿Quién eres? —le preguntó la que estaba más cerca.
No supo qué decirle.
¿Le hablaba de un cinto en forma de serpiente que cobraba vida y le guiaba?
—Me he perdido —dijo—. ¿Dónde estoy?
Se miraron entre sí, como si cada una esperase que la respuesta la diese otra. Fue tan extraño como su silencio. Al final, la que parecía ser la mayor le contestó:
—En Shaishei.
—¿A qué reino pertenecéis?
—Estamos en la frontera entre los reinos del oeste, del sur y el Reino Sagrado.
—¿Cómo te llamas? —preguntó otra.
—Qin Lu.
—Sé bienvenido, Qin Lu —le deseó una tercera.
—¿Sabes algo de la guerra? —habló una más.
—No, lo siento.
La nueva pausa fue breve. Primero le estudiaron un poco más. Posiblemente, la sinceridad de su rostro y su juventud hicieran el resto. Una a una asintieron con la cabeza, y dos de ellas se apartaron del campo y le tendieron la mano.
—Ven —le invitaron a seguir.
Fueron a pie por delante de él. Las siguió a caballo, empapándose de aquella paz. Era como si el pueblo estuviese en una campana. Excepto por los restos del incendio, que envolvían casas y campos formando un anillo, allí todo rezumaba pureza: el aire, el verdor de los árboles, la transparencia de los pequeños lagos diseminados por todas partes…
Un lugar parecido al paraíso.
Llegaron a las primeras cabañas y la expectación empezó a ser enorme. Pronto se vio rodeado por algunos chiquillos, mujeres de mucha más edad y hombres mayores, casi ancianos. Ya en la plaza, Qin Lu se quedó atónito.
En el centro había una escultura exactamente igual a su cinto.
Una enorme serpiente labrada en madera que formaba un círculo, aunque en lo alto, la boca no llegaba a cerrarse sobre la cola.
Bajó del caballo y la admiró.
Cuando se dio cuenta del silencio, paseó la mirada a su alrededor y comprendió el motivo.
Todos contemplaban su cinto.
—Dejádmelo a mí —anunció otra voz femenina.
Qin Lu se acercó a ella.
Una mujer exquisita, de enorme belleza y ojos transparentes.
Una mujer que los miraba, a él y a su cinto, como si fueran fantasmas.
—Es curioso. Siempre quise salir de palacio, ver el mundo —dijo Xue Yue—. Prisionera en mi propia casa.
—¿Ni siquiera conociste Nantang? —se extrañó Shao.
—No.
—Es triste vivir así.
—Lo sé —suspiró abatida—. Pero jamás imaginé que sucedería esto.
—La vida siempre sorprende.
—No podía rebelarme contra mi destino —movió ambas manos con leve pasión—. Algunas noches pensaba en disfrazarme y escaparme, ayudada por mi fiel servidor, el que ayudó a Qin Lu.
—¿Por qué no lo hiciste?
—No podía. O no me atrevía, no sé.
—¿Y ese servidor?
—Puede que esté muerto —se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Parece que Qin Lu apareció en el momento oportuno.
—Sí —recuperó la sonrisa antes de fruncir el ceño y preguntar—: ¿Por qué tu hermano luchó con nuestro ejército y tú con otro?
—Es una larga historia —apartó sus ojos de ella.
—Cuéntamela, por favor.
Pareció resistirse. Luego cambió de actitud. Iban a estar juntos en aquel viaje y, además, ella sería la compañera de su hermano. Mejor conocerse y ayudarse. Lo hizo con las mejores palabras que encontró, sin ocultarle nada.
Ni siquiera la importancia de aquel extraño cinto que cada vez jugaba un papel más importante en sus vidas y en sus actos.
—¿Puedo verlo? —pidió Xue Yue cuando él terminó el relato de su periplo desde que había salido de Pingsé.
Se quitó el cinto y se lo entregó.
Ella ya lo había llevado, la había ayudado a recuperarse y mantenerse en pie tras huir de Nantang, pero lo que sucedió en aquel instante fue completamente distinto.
Como si entrara en shock.
Xue Yue empezó a temblar, a convulsionarse con los ojos en blanco. Cayó al suelo, de espaldas, y su pequeño cuerpo se convirtió en una suerte de muñeco agitado por una mano invisible, igual que si un terremoto interno la sacudiese con violencia. Shao no sabía qué hacer. Estaba asustado, hasta que tomó el cinto y trató de arrancárselo de las manos.
Por un instante, la cabeza de la serpiente le amenazó.
Solo un instante.
Luego perdió fuerza y Shao consiguió separarlo de la muchacha.
Una vez perdido el contacto, el cinto recuperó su aspecto habitual.
—¡Xue Yue! —trató de reanimarla.
Todavía presentaba alguna convulsión. Golpeó sus mejillas. Mojó un paño en agua y se lo pasó por la frente y los labios. Poco a poco, ella se fue calmando, su respiración se hizo más acompasada. Hasta que abrió los ojos de nuevo.
—¿Estás bien? —Shao le acarició la cabeza.
Parpadeó como si saliera de un largo sueño.
—¿Qué… ha pasado? —balbuceó.
—Dímelo tú.
—¿Yo? No sé… —se llevó una mano a los párpados y los presionó con fuerza—. Tanto dolor todo este tiempo…
—¿Tiempo? Solo has estado en trance unos instantes.
—No —contrajo el rostro ante aquel imposible.
—Has cogido el cinto, te has puesto a temblar, inconsciente, y todo ha cesado al quitártelo.
—Por los dioses…
Se puso a llorar.
De una forma absoluta, densa, como si llevase encerrados miles de demonios en el cuerpo y tuviera que sacárselos de encima, expulsarlos, antes de que la devoraran.
—Vamos, estás bien, todo ha pasado —quiso tranquilizarla.
Xue Yue negó con la cabeza.
—¿Qué tienes? —preguntó Shao.
—Miedo —gimió ella.
—Pero… ¿qué es lo que sientes?
—He… visto… cosas…
—¿Qué clase de cosas?
—Fuego, destrucción, un hombre, una mujer, una niña… —hundió su mirada en su compañero.
—¿Tiene algún significado para ti?
—No.
Los dos se quedaron mirando el cinto, ahora caído en el suelo.
Algo tan simple y, a la vez, tan extraordinario.
Shao volvió a cogerlo, temeroso.
No pasó nada.
Se lo puso alrededor de la cintura y lo sujetó. La boca atrapando la cola con los dos dientes, los colmillos de la parte superior.
—¿Quién era el anciano que te lo dio? —musitó Xue Yue absorta, sin dirigir la pregunta a Shao.
—Me llamo Xiaofang —la joven se presentó cuando llegaron a su cabaña, tras caminar apenas unos pasos.
—Qin Lu.
Le miraba tan atentamente que se sintió inquieto. Ella lo notó.
—Perdona. ¿Tienes hambre?
—Gracias —asintió, agradecido por la hospitalidad.
Xiaofang le preparó un plato de sopa. Se lo colocó delante, en la mesa, y los dos se sentaron. La mirada de la dueña de la casa volvió a ser inquisitiva. Qin Lu tomó la cuchara de madera y se llevó un poco de arroz a la boca.
Un arroz delicioso.
—Disculpa que esté asombrada —retomó el pulso de la normalidad—. Me recuerdas tanto a una persona…
—¿A quién?
—No importa. Come —hizo un gesto con la mano.
—¿No hay ningún hombre joven en el pueblo?
—No.
—¿La guerra?
—Sí.
—¿Y ese fuego que ha quemado todo el bosque alrededor vuestro…?
—Estás en Shaishei, el pueblo invisible.
Qin Lu dejó de masticar.
—Sé que tienes muchas preguntas, pero yo también las tengo —no le dejó intervenir—. Háblame de ese cinto.
—¿Por eso me has traído a tu casa?
—La persona a la que me recuerdas tenía uno exactamente igual. ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo dio un anciano.
—¿Sen Yi?
—Sí —se le iluminaron los ojos—. ¿Le conoces?
Xiaofang se cruzó de brazos, y sus ojos, ahora sí, le penetraron y atravesaron como dos espadas.
—Sen Yi es mago —dijo—. Y no un mago cualquiera. Es el discípulo más aventajado del gran Xu Guojiang.
—¿En serio? —él se quedó sin aliento.
—Muchos aún creen que Xu es una leyenda. Y se equivocan. Estudió la energía que nos mueve durante toda su vida. Luego quiso transmitir sus conocimientos a unos pocos discípulos. De pronto, en apenas unos días, nos ha mandado a dos hombres con dos cintos iguales a nuestra escultura.
—A mí no me mandó…
—Lo hizo, créeme —asintió Xiaofang—. Y desde luego, no es nada casual. Es una señal.
—¿De qué?
—No lo sé —admitió seria—. Están sucediendo demasiadas cosas de pronto. La naturaleza que se extingue, la guerra, el fuego que nos hizo visibles, esos cintos inexplicables en manos de dos extraños… ¿De dónde vienes tú?
—De Nantang.
—¿De la capital? —se envaró—. ¿Qué noticias traes?
—Me crucé con el ejército del oeste. Es cuanto sé.
—¿Nada más?
—Lo siento.
Xiaofang asimiló la escasa información. Qin Lu se dio cuenta de que parecía crispada, preocupada por algo. Una vez más, volvió al punto por el cual él estaba allí, en su casa.
Se inclinó sobre la mesa y le tendió la mano derecha con la palma hacia arriba.
—¿Puedo verlo?
Qin Lu sabía a qué se refería. Se lo quitó de la cintura y se lo entregó.
En el momento en que Xiaofang lo cogió…
La descarga fue evidente.
Una sacudida brutal.
Volvió a dejarlo sobre la mesa. O más bien lo soltó de golpe. No mostró temor, solo incredulidad, dudas, inquietud. Apretó las mandíbulas y dos ángulos muy rectos resaltaron a ambos lados de su rostro.
—Es mágico, ¿verdad? —preguntó él.
—Es poderoso —reconoció ella.
Qin Lu se terminó el arroz. La serpiente formaba un trazo oscuro sobre la mesa, con la cabeza vuelta del revés, tan inanimada como siempre.
Como siempre.
O casi.
—Háblame de… —comenzó a decir el recién llegado.
—Ahora no —poniéndose en pie, Xiaofang soltó una bocanada de aire—. Es mejor que descanses. Puedes quedarte aquí o, si lo prefieres, te buscaré una casa en la que haya alguien más.
—Si crees que el cinto me ha guiado hasta aquí y que todo forma parte de un plan que no conocemos… ¿entonces he llegado a mi destino? —inquirió él.
Sus ojos se encontraron.
Pero Xiaofang no le respondió.
Salió de la cabaña envuelta en sus pensamientos y Qin Lu se quedó solo sin saber qué más podía hacer.
Xue Yue no podía dormir.
La tormenta de su cabeza la azotaba continuamente. Era como si a lo largo de su vida no hubiese sucedido nada, ni bueno ni malo, y de pronto, en muy poco tiempo, todo hubiera ocurrido atropelladamente. El amor de Qin Lu, la sorpresa por descubrir tantos sentimientos, la amarga separación, la guerra, la muerte de su padre y el rapto de sus hermanas, dispuestas para bodas de conveniencia con los hijos de los vencedores.
Ahora, como colofón, iba en busca de la única persona que podía ayudarla a ser feliz, el ser que la había convertido en una mujer gracias al amor, y lo hacía acompañada de su hermano.
¿Casualidad?
¿Alguien jugaba con todos ellos como si fueran marionetas de una gran comedia?
¿Y lo que había sentido al tocar el cinto de Shao?
¿Qué eran aquellas imágenes de violencia, fuego, muerte…, como ecos del pasado que regresaban de repente para sacudirla?
La noche era plácida, muy hermosa, así que se incorporó buscando un poco de paz y miró a Shao, dormido a su lado.
Con el cinto puesto.
Los ojos de la serpiente brillaban en la noche con los rescoldos de la fogata que los había calentado.
Se puso en pie.
No quiso molestar a su compañero, así que caminó sin hacer ruido, alejándose del lugar en el que dormían. Habían acampado cerca de un pequeño lago que daba la impresión de secarse muy rápido, sometido a las implacables fuerzas de la naturaleza que, de pronto, presidían la vida de los cinco reinos.
Cuando llegó a la orilla, se arrodilló frente al agua y, sin tocarla, se inclinó sobre ella.
La superficie parecía un espejo.
Y la luz de la luna lo iluminaba.
A su lado, inesperadamente, apareció Qin Lu.
Se asustó tanto que al mover la cabeza y no verle allí, tan real como en el agua, estuvo a punto de gritar.
Xue Yue se llevó una mano a la boca.
—Qin Lu…
No se atrevió a moverse hasta pasados unos instantes.
Volvió a inclinarse sobre el agua.
Volvió a ver a su amado.
Sonriente, tan real que…
Pero no era real. No estaba allí. El poder del cinto se manifestaba de alguna forma extraña, haciendo que las cosas se distorsionaran y la realidad se alterara.
Xue Yue continuó mirando el agua.
Feliz.
La tocó con la mano y las ondas desdibujaron la figura de Qin Lu.
Ya no le importaba no dormir en toda la noche.
—¿Dónde estás, mi amor? —le preguntó mientras la superficie del lago volvía a quedarse quieta.
Xiaofang nunca había contemplado la escultura de la serpiente con tanta atención, captando cada detalle, sintiéndola tan de cerca.
Como si lo hiciera por primera vez.
Durante años, la talla había formado parte de su vida, viéndola a diario, presidiendo el corazón de la plaza y poco más. De su vida y de la de todos los habitantes de Shaishei.
Ahora, de pronto, en muy poco tiempo, dos hombres llegaban al pueblo con dos cintos representando el mismo motivo. Los dos entregados por Sen Yi.
¿Por qué a ellos?
De uno se había enamorado perdidamente, con el sentimiento de una niña, y ese amor había provocado la ira y la venganza de Fu San; por su culpa, la guerra los había alcanzado: ya no eran invisibles y los hombres de Shaishei habían tenido que partir a luchar lejos de allí.
El otro, el que acababa de llegar, le provocaba una mezcla de emociones que no lograba dominar.
Dos extremos.
Shao podía morir en la guerra.
Junto a Qin Lu era como… como si presintiera a Shao.
Sus ojos, su voz, sus gestos…
—¿Qué pretendes, viejo Sen Yi? —le preguntó a la escultura.
¿Qué sentido tenía todo aquello justo en ese momento, cuando el mundo entero se estaba volviendo loco y la naturaleza parecía cansarse de los caprichos humanos?
Jamás había creído en las casualidades.
«El orden sigue un plan, pero más lo hace el caos», solía decir Sen Yi.
¿Un plan?
¿Qué clase de plan había en las desgracias humanas?
Xiaofang cerró los ojos y no pudo evitar la amargura de los recuerdos.
Aquel día terrible, casi dieciséis años antes.
Tenía cuatro años. Vagamente veía la escena, a sus padres, a su hermana recién nacida, la cabaña, el cielo azul, los bosques, su pequeño sembrado. Algo tan hermoso y, sin embargo, convertido en una pesadilla. Ella se escondía y su padre la buscaba removiendo matas o levantando piedras mientras la llamaba entre risas. Era muy buena agazapándose por todas partes, y capaz de quedarse muy quieta y en silencio.
Por eso, los hombres que llegaron a caballo no la encontraron.
Una docena o más.
Mataron a su padre y a su madre, quemaron su cabaña.
Después llegó ella, la mujer.
Se llevó a su hermana y, en su lugar, dejó a otra niña del mismo tiempo, pero muerta.
Xiaofang se quitó una lágrima de cada ojo.
Primero se acercó a sus padres, llamándoles inútilmente y tocando sus cuerpos hasta que su frialdad le hizo comprender que jamás volverían a levantarse, ni a llamarla, abrazarla, besarla. Hubiera seguido allí de no ser por el hambre.
Se apartó un poco y así la encontraron los otros hombres, los del pueblo. Una suerte, porque ya casi ni se tenía en pie. De camino encontraron a los asesinos de sus padres, también muertos, todos.
Pero ni rastro de la mujer.
Casi dieciséis años ya.
Un misterio.
¿Orden? ¿Caos?
Unos días más tarde, la emperatriz había ordenado arrasar el pueblo. De no ser por Xu Guojiang, no existirían. Él, que primero salvó a los que no quisieron combatir, escondiéndolos en la frontera del Reino Sagrado con los del oeste y el sur, les había hecho ya completamente invisibles.
Los soldados jamás encontraron el acceso por el que sí se había colado Shao.
El único.
—He vivido todos estos años con odio —le dijo Xiaofang a la serpiente—. Secuestraron a mi hermana, mataron a mis padres, y luego también murieron los asesinos. Todos menos ella. ¿Qué sentido tiene eso?
Cuando tocó el cinto de Qin Lu, todo ese odio se había convertido en furia y ansiedad.
Ahora tenía todavía más preguntas.
Pero la principal era: ¿por qué?