Capítulo 14

El buen líder sabe lo que es verdad;

El mal líder sabe lo que vende mejor.

—Confucio —

102

Lejos del lugar en el que Lin Li se conectaba con la tierra y hacía suyo el grito de dolor de la naturaleza, Sen Yi escuchó un alarido.

Le atravesó la mente.

El anciano se detuvo y miró hacia el noroeste.

Sonrió y tembló de manera casi imperceptible.

Ya no tenía que buscar más.

Ni esperar.

Miró al cielo y le dio las gracias. Luego se arrodilló y tomó entre sus manos un puñado de tierra y hojas secas. Se lo llevó a los labios y lo besó.

De sus ojos cayeron dos lágrimas que, al tocar esa tierra, hicieron florecer dos pequeñas plantas llenas de colores.

En el silencio del bosque muerto, el grito de la tierra se mantuvo durante un largo momento. Sen Yi sabía que nadie más lo escuchaba, porque era una voz sobrenatural. Una voz que provenía del mundo de la energía.

—Oh, Xu Guojiang, loado seas —susurró con emoción.

Continuó arrodillado incluso después de que el grito cesara. Su periplo había llegado a su fin. Lo único que le quedaba ahora era confiar.

Podía regresar.

Ellos estaban ya de camino.

103

Zhong Min, el señor del sur, contemplaba los muros de Nantang desde el campamento instalado a las afueras. De momento, él y Jing Mo, el señor del oeste, habían pactado no ocupar la ciudad. Se tomarían un poco de tiempo, dejarían que la población restañara heridas para que no los temieran y ver así la forma de que su victoria se transformase en algo positivo.

Tal vez una alianza.

Lo malo era que el tiempo podía ser un arma de doble filo.

Zhong Min, en realidad, se fiaba tan poco de Jing Mo como al revés.

Y quedaban los otros dos reinos. El del este, derrotado, y el del norte, a la espera de acontecimientos.

Pero la guerra la habían ganado ellos, ni Zhuan Yu ni Gong Pi.

El campamento del ejército del sur quedaba al sur de Nantang. El del ejército del oeste, al oeste. Una breve distancia los separaba. Ambos eran, a su vez, equidistantes de la ciudad. Tras la batalla, las aguas volvían despacio a su cauce. El ejército del Reino Sagrado, lo que quedaba de él después de la derrota, permanecía encerrado, vigilado por tropas de las fuerzas vencedoras.

¿Qué harían con aquellos hombres?

Si consiguiera que le sirvieran…

Entonces tendría todo el poder. Sería el nuevo emperador.

Zhong Min se mesó la larga cola negra formada por su perilla.

Podía apostar lo que quisiera a que Jing Mo pensaba lo mismo.

No, la guerra no había terminado.

Faltaba la última jugada.

Y no sabía cómo hacerla.

—Señor…

Volvió la cabeza. An Li, su más fiel servidor, estaba en la puerta de la lujosa tienda.

—¿Sí?

—Un anciano quiere verte.

—¿Un anciano? —arrugó la cara con malestar—. No tengo tiempo que perder con…

No terminó la frase. Dos soldados de la guardia entraron en la tienda con los ojos en blanco, igual que marionetas sin hilos, y cayeron al suelo desvanecidos. El propio An Li no reaccionó. Se quedó petrificado.

El anciano embozado cruzó el umbral de la tienda y se detuvo en el centro. Zhong Min alargó la mano para tomar su espada.

Pero esta salió volando y se hundió en uno de los cojines de la cama.

—No soy un peligro —le advirtió el aparecido—. Más bien todo lo contrario, poderoso señor del sur.

—¿Quién eres? —vaciló Zhong Min.

El anciano apartó su embozo.

—Me llamo Tao Shi.

—¿El mago de Zhang? —apenas si pudo creerlo.

—El mago, solo eso —rectificó—. Yo no pertenezco a nadie, pero soy fiel a mis amos… sean quienes sean.

Zhong Min asimiló sus palabras. Respetaba el poder. Temía la fuerza de la magia. Creía en ella, porque los magos manipulaban fuerzas extraordinarias como legado de sus maestros. También era astuto y valoraba todas las posibilidades que la vida le ofrecía. No en vano se había impuesto a sus siete hermanos, sin ser el mayor, para lograr ser proclamado señor del sur.

Tao Shi estaba allí por alguna razón.

Entonces supo que no era un peligro. Al contrario.

—¿Qué puedes ofrecerme? —le preguntó.

—Mi ayuda.

—Poco ayudaste a Zhang.

—No fue inteligente —repuso pragmático—. ¿Lo eres tú?

—No estarías aquí si no creyeras que lo soy, ¿no es así? —sonrió por primera vez Zhong Min.

El mago dio un paso.

—¿Puedo sentarme?

El señor del sur le señaló su propio asiento.

Él continuó de pie.

—Has preguntado qué puedo ofrecerte —su visitante recuperó el motivo de la visita—, aunque creo que en este momento tú ya lo sabes —unió las yemas de sus diez dedos en un gesto lleno de calma y reflexión, sin dejar de mirarle directamente a los ojos.

—Quiero oírtelo decir.

—Entonces te lo diré —empequeñeció los ojos en proporción inversa al engrandecimiento de su sonrisa—: Zhong Min, vas a ser el nuevo emperador.

104

Jing Mo, el señor del oeste, también contemplaba los muros de Nantang desde su campamento, a través de una pequeña ventana abierta en su tienda.

Y por su cabeza pasaban los mismos pensamientos que por la mente de Zhong Min.

No hacía falta ser muy listo para ello.

Cientos de años de guerras, cambios de dinastía, los cinco reinos luchando entre sí, asesinando, matando, conspirando… Se habían unido para acabar con el tirano, pero ahora quedaba la parte final del juego.

¿Otra guerra, allí mismo, oeste contra sur? Con el este derrotado, ¿acaso no quedarían luego a merced del astuto señor del norte?

Cada movimiento contaba.

Cada día era decisivo.

El que primero golpeara… o moviera una ficha, ganaría la partida.

Y quería ser él.

—Señor…

—¿Sí? —dejó su abstracción para encontrarse con su servidor Ju Sung.

—El prisionero está aquí.

—Que pase.

Tomó asiento y adoptó una postura acorde con su rango, regia y distante, aunque no tan dura como cabía esperar, pues lo que se disponía a hacer requería su mayor tacto.

Él, Jing Mo, señor del oeste, no iba a dar una orden, sino a pedir.

Por mucho que la fuerza estuviera de su lado.

El general Lian fue introducido en la tienda por dos de sus oficiales. Nada de soldados. Oficiales. Como correspondía a la categoría del cautivo. Iba encadenado, con las manos por delante, pero salvo por eso y por su aspecto, con varios cortes en los brazos y en el cuello todavía sin cerrar, el militar mantenía su orgullo y su dignidad: la cabeza en alto, la mirada fija del que no teme a la muerte, el honor por bandera, aunque fuera ya un honor maltrecho y pisoteado por la derrota.

—Dejadnos solos —pidió.

Ju Sung y los dos oficiales se retiraron.

Entonces, la única compañía de uno y otro fue el silencio.

Largo, prolongado.

—Te saludo, general —lo rompió Jing Mo.

Lian no movió ni una pestaña.

—¿Tienes sed, hambre? —su captor señaló una bien surtida mesa, a tres pasos de él—. Puedo ofrecerte lo que desees.

—¿La libertad?

—También —asintió el señor del oeste.

El prisionero frunció el ceño.

—Tú eras el hombre más respetado y admirado del reino —habló Jing Mo con deliberada lentitud—. Podría haberte hecho cortar la cabeza y, sin embargo, desde mi magnanimidad, sé que no sería justo, porque en la hora de la reconstrucción, los hombres como tú son los más necesarios.

—¿Adónde quieres ir a parar? —le espetó Lian—. ¿Por qué no me dices directamente lo que quieres y te ahorras la palabrería? La respuesta es…

—La respuesta es tu vida —le detuvo él.

—Mi vida ya no importa.

—Yo creo que sí. Acabo de decírtelo.

—Servía al emperador.

—Servías a un tirano.

—¿Sois mejores vosotros, los cuatro señores?

Jing Mo se cansó de tanta palabrería.

—Únete a mí —fue directo—. No reacciones como un general. Piensa como un hombre.

—¡Soy un general! —gritó—. ¿Qué clase de estupidez es esa?

—¿No crees que el estúpido eres tú? —consideró lleno de paciencia el señor del oeste—. ¿Prefieres la muerte?

—Sí, pues moriré con honor.

—Más honor hay en la vida, sobre todo si tiene un sentido.

—Tenía que haber caído con mis hombres en el campo de batalla.

—Y no fue así. Quedaste inconsciente por un golpe en la cabeza. ¿No crees, entonces, que los dioses te han salvado por algo?

—¿Qué quieres decir?

—Piénsalo, Lian. —Jing Mo se inclinó hacia adelante para dar mayor énfasis a sus palabras—. No solo puedes ser rico, más admirado aún de lo que fuiste en vida de Zhang, incluso el hombre más poderoso después de mí. Lo que te ofrezco es dejar un legado, que tu nombre se perpetúe por toda la eternidad, ser el artífice de una paz que dure cien, mil años —le miró fijamente y se tomó un instante antes de agregar—: ¿De verdad prefieres morir ahora que te encuentras ante tu verdadero destino?

—Mi destino estaba unido al emperador.

—¡Por los dioses, hasta tú debías saber que era cruel y absurdo!

—¡Juré fidelidad!

—¡Su muerte te ha liberado! ¡Cumpliste con tu deber! ¡Sabías que no podrías enfrentarte a dos ejércitos después de vencer al del este, y aun así luchaste! ¡Es encomiable! ¡Pero eso es el pasado! ¡Ayúdame a ser el nuevo emperador, haz que tus hombres se unan a mí, impide que nos matemos de nuevo! ¡Contigo a mi lado, Zhong Min no intentará nada! ¡Ni tampoco el señor del norte! ¡De ti depende que mueran o no cientos de hombres más!

—¿De mí? ¿Por qué no pactáis con juicio?

—¡No se puede pactar con ellos!

—¡No puedes ser el nuevo emperador!

—¿Son mejores Zhong Min, Gong Pi o Zhuan Yu?

La pregunta flotó en el aire como una nube cargada de lluvia.

Lian miró la mesa llena de comida y bebida.

—Tengo sed —suspiró aturdido.

105

Zhong Min intentó que sus ojos no transmitieran emoción alguna. Lo consiguió a duras penas. No pudo evitar, sin embargo, que sus manos se movieran impulsivamente. Lo disimuló volviendo a mirar los muros de Nantang, de espaldas al mago.

No se precipitó en su respuesta.

—Habla —le instó a continuar.

Tao Shi se llenó los pulmones de aire, como si la primera piedra de su victoria fuera ya inamovible.

—He oído decir que capturasteis a las dos hijas mayores de Zhang.

—Sí —volvió a mirarle el señor del sur.

—Y que Zhu Bao será desposada con tu hijo primogénito, mientras que Xianhui lo hará con el primogénito de Jing Mo.

—Este es, en efecto, el plan.

—Dos alianzas, dos pasos iguales para el reconocimiento como legítimos herederos de la dinastía, un buen golpe de efecto para fijar esta precaria paz en la que nos movemos.

—Tal vez.

—Puede que algún día tu hijo y el del señor del sur se enzarcen en una guerra más, para determinar cuál merece ser emperador. Pero ¿y ahora?

—Ahora negociaremos.

—¿Con qué? Habéis ganado la guerra los dos. Habéis sufrido el mismo número de bajas. Tenéis dos ejércitos con las mismas fuerzas y estáis en Nantang ambos. —Tao Shi hizo una pausa—. La pregunta es: ¿cuál se irá y cuál se quedará? —otra pausa aún más larga—. ¿Estás dispuesto a ser tú?

—No.

—¿Lucharás contra Jing Mo, y el que gane será entonces presa fácil para el señor del norte, que sigue a la espera de lo que suceda aquí y ahora?

—¿Vas a seguir recordándome lo que ya sé? —se molestó Zhong Min.

—Pase lo que pase, Gong Pi no se quedará de brazos cruzados. Y Zhuan Yu, pese a su derrota, tampoco se contentará. Hay demasiadas ambiciones. Por eso he venido a verte a ti, Zhong Min. Por eso y porque soy mago, nunca lo olvides —y lo repitió con más fuerza—: Mago.

—Entonces… —vaciló el señor del sur.

—Tú eres el elegido, Zhong Min —concluyó su larga disertación Tao Shi con un deje de triunfo en la voz—. Lo sé por mi poder. He venido a ayudarte, a servirte, a decirte cómo vas a ser el nuevo emperador del Reino Sagrado y supremo hacedor de los cinco reinos.

106

Jing Mo le sirvió agua.

Él mismo le entregó el recipiente, aun a riesgo de que, pese a estar encadenado, Lian podía herirle, dada su proximidad.

Pero lo único que hizo el derrotado general fue apurar el líquido hasta la última gota.

El señor del oeste le miró a los ojos.

Pudo captar su lucha interior.

La guerra entre su extinto deber y la supervivencia, entre el pasado y el futuro, entre la muerte y la vida.

La suya y la de sus hombres.

Morir con honor o vivir con un nuevo honor.

—¿Y si mis hombres no quieren seguirme? —pareció empezar a rendirse.

—Te seguirán todos, sin dudarlo.

—No es tan sencillo.

—Muchos de tus soldados fueron arrancados de los campos. Son campesinos. Quieren volver a sus casas. Los míos también lo son. Su destino siempre es morir. Ahora les propondrás todo lo contrario: cuando aseguremos la paz, volverán a sus hogares. ¿Quién se resiste a eso?

—¿Y si, pese a todo, Zhong Min no se va ni cede y presenta batalla?

—Te lo he dicho. Mi ejército y lo que queda del tuyo contra el suyo. Ni él es tan estúpido.

—Si me niego…

—Morirás cuando salgas de esta tienda. Probablemente, tus soldados también me seguirán sin ti.

—Zhong Min puede proponerles lo mismo.

El señor del oeste endureció el gesto.

—Ya basta, Lian. No juegues conmigo ni demores una respuesta que conoces de sobra. No estarías aquí si fueras un necio. Tu valor ha quedado sobradamente probado. Ahora lo que has de demostrar es tu inteligencia.

—¿Puedo pensarlo?

—No —apretó los puños como si su paciencia estuviera a punto de ser colmada—. Esto es aquí y ahora, tú y yo. Dame tu palabra y para mí será suficiente. Saldrás de aquí sin cadenas, con la cabeza alta, dispuesto a preparar un futuro en el que vivir en paz.

—Contigo de emperador.

—Conmigo de emperador y contigo como garante del imperio.

107

—¿Me estás diciendo… que tu poder me hará emperador?

—Así es —dijo Tao Shi.

—¿Vales por un ejército?

El mago no respondió a la provocación, ni cambio el semblante por el velado menosprecio. Primero levantó su mano derecha, y con ella lo que hizo fue alzar del suelo al propio Zhong Min.

No demasiado, apenas un palmo.

—¡Bájame de aquí! ¡Maldito seas…! ¡Te haré azotar!

No le hizo caso. Movió la mano izquierda en dirección a los dos guardias caídos en el suelo, a los pies de Ang Le, y de pronto ambos se incorporaron de un salto.

Se arrojaron uno contra otro.

—¡Morirás!

—¡Sucio perro cobarde!

—¡Guardias! —tronó la voz del señor del sur.

—Nadie va a oírte, Zhong Min —dijo Tao Shi.

—¡Detén esto!

—¿Crees ahora en mi poder?

—Sí.

—¿Lo dices en serio?

—¡Sí!

El mago hizo chasquear los dedos pulgar y medio de ambas manos.

Mientras Zhong Min descendía despacio hasta el suelo, los dos agresivos guardias volvieron a caer inconscientes.

—Por favor, no me hagas malgastar energía —suspiró Tao Shi.

El señor del sur se sentó para evitar que el mago le viera temblar. Sepultó su rabia bajo la expectación de lo que acababa de ver y padecer.

—¿Por qué no ayudaste a Zhang a vencer? —preguntó.

—Las cosas no son sencillas —calculó su respuesta el anciano—. Zhang se fiaba mucho de su oráculo. Por otra parte, puede que yo vislumbrara ya el fin de su reinado, el ocaso de una dinastía empobrecida y enquistada en sí misma. Mi propio poder ha aumentado considerablemente en estos últimos tiempos, ya que me he concentrado en trabajarlo.

—¿Cómo has hecho eso?

—¿Olvidas que soy discípulo de Xu Guojiang?

—El Gran Mago —ponderó Zhong Min.

—El Gran Mago —repitió Tao Shi—. Hace años, tomó dos discípulos y nos preparó para seguir su camino y su obra: la manipulación de la energía, la forma de canalizarla y convertirla en una herramienta de paz y progreso. Fue a lo que dedicó su vida día tras día, paciente y riguroso. Esa energía es ahora la fuente de la vida.

—Tú la utilizas de otra forma.

—Los tiempos cambian, y Xu Guojiang se hizo demasiado viejo. De eso también hace muchos años. Demasiados. Lo importante es que cada ser humano tiene su momento —lo atravesó con una última mirada de seguridad y simplemente agregó—: ¿Es este el tuyo, Zhong Min?

108

—Parece que olvidas algo, Jing Mo —dijo Lian.

—No olvido nada, tenlo por seguro.

—¿Y la tierra?

—¿Qué sucede con ella?

—Se está muriendo, al norte y al sur, y la pérdida de la naturaleza se está extendiendo ya por el este y el oeste, ¿lo olvidas? Esta guerra empezó por ello. Creíais que la culpa era del emperador. Una excusa más para…

—Nos equivocamos.

—¿Así de sencillo?

—Vamos, Lian, ¡vamos! Hace muchos años que Zhang hacía y deshacía a su antojo ¡Cómo en el Reino Sagrado no había ningún gran lago, quiso que miles de hombres hicieran un pozo enorme y luego canalizar los grandes lagos de mi reino para que sus aguas lo llenaran! ¡Un absurdo! ¡Un fracaso! ¡Por suerte, llovió mucho y ese pozo devoró toda el agua, mostrando su porosidad! ¿Quieres más locura y tiranía que eso? ¡Un canal a través de tanta distancia! ¿Y cuando pretendió que del norte le trajeran enormes pedazos de hielo para repartirlos por su palacio y sentirse fresco en verano? ¿Qué clase de genialidad fue esa? ¡El hielo se deshizo antes de llegar siquiera a la frontera del Reino Sagrado! ¿Y cuántos bosques arrasó en sus propias tierras para levantar la enorme pira funeraria de su esposa? ¡Quería que llegase al cielo! ¡Al cielo! —serenó un poco su súbita excitación—. ¡Tu emperador estaba loco! ¿Vas a acusarnos ahora a nosotros por creer que lo que les está pasando a los bosques era culpa suya?

—La cuestión ya no es esa —repuso Lian—. La naturaleza se está muriendo.

—Un periodo de sequía, tal vez.

—¿Y si es algo más? ¿De qué te servirá gobernar en un reino muerto?

—No seas agorero. ¿A quién pretendes asustar?

—Digo lo que sé. Si no trabajamos para descubrir qué le sucede a la tierra…

—¡Trabajaremos juntos, tú y yo!

—¿Y los otros tres señores? Esto nos afecta a todos.

Jing Mo dio muestras de cansancio.

Levantó una mano, agotado.

—Ya basta, Lian —exclamó—. Ya basta.

—Solo intento…

—No —le detuvo—. Olvídate de la tierra. Esto es aquí y ahora. O estás conmigo y nuestra fuerza intimida a Zhong Min, o habrá otra guerra y morirán cientos de hombres. Si no te mato yo ahora, lo haría luego él. ¿Quieres más? —asintió con la cabeza como si cediera a un último ruego—. No solo tengo un hijo, lo sabes. También tengo una hija, mi más preciada posesión. Es tan bella que mirarla provoca ansiedad, ceguera, locura. Muchos matarían por el simple hecho de verla, o morirían por tocarla o ser tocados por su mano. La he guardado como un tesoro, pero por el bien de los cinco reinos y por la paz, te la ofrezco en matrimonio. Será tu esposa.

—Tuve una esposa —bajó la cabeza el general.

—Murió hace años.

Flotó un amargo silencio entre los dos.

Lo barrió Jing Mo con su grito:

—¡Ju Sung!

Su servidor entró en la tienda, como si aguardara al otro lado de la entrada. Se detuvo junto al prisionero y esperó la orden de su señor.

—Saca la espada.

Ju Sung lo hizo.

—Pónsela en la garganta al general Lian.

La hoja rozó el cuello del militar.

—Decide, Lian —dijo el señor del oeste.

La espera se hizo angustiosa. El pulso de Ju Sung no temblaba; el talante del prisionero, tampoco.

Jing Mo levantó la mano.

—¿Y si digo que sí solo por salvar la vida? —preguntó el hombre que estaba a punto de perderla.

—Eres un soldado —fue categórico el dueño de su destino—. Por tu honor, yo sé que no mentirías con el único afán de librarte de la muerte. Tú también sabes que te ofrezco lo justo. Los dos nos necesitamos, Lian. Ahora solo dime sí o no.

109

La paloma mensajera se posó en el palomar. Agotada después del largo viaje, hambrienta y sedienta, se rindió y permitió que la despojaran del tubito adosado a su pata izquierda.

El hombre que llevaba ahora el mensaje echó a correr.

Se internó por los pasillos del palacio de Kanbai y buscó al primero de los enlaces por los que debía pasar el correo. A continuación, el mensaje cambió de mano cinco veces, hasta llegar al primer ministro del señor del este.

Fue el primero que lo leyó.

Después entró en los aposentos de su amo.

Zhuan Yu llevaba postrado desde la derrota en los llanos del Reino Sagrado. Había perdido su oportunidad de ser el nuevo emperador y lo que veía ante sí era un futuro desolador. Por si fuera poco, de los cinco reinos, el suyo y el del sur eran los que tenían más bosques.

Y se morían.

Y con ellos, la vida.

Intentaba a la desesperada reorganizar su ejército, reclutando a cualquiera que pudiera empuñar un arma, no solo por si eran atacados por el norte o el sur aprovechando su debilidad, sino por si se volvía a presentar la oportunidad de atacar la capital del Reino Sagrado.

Algo remoto.

—Mi señor —anunció el primer ministro.

Zhuan Yu era el más ambicioso de los cuatro señores. Por eso había sido el primero en atacar. Y en caer. La guerra promovida por el oeste y el sur se beneficiaba de los daños que su ejército había causado al de Lian. Por tanto, no esperaba nada bueno, y menos con la alianza de ambos.

Miró al aparecido con ojos vacíos.

—¿Sí, Ho San?

—Hay noticias de Nantang —su hombre de confianza se inclinó.

El señor del este volvió a llenar sus ojos, aunque lo que más fluía de ellos era la amargura.

—Habla.

—La capital ha caído y el emperador ha muerto —le reveló.

No sintió la menor piedad por Zhang.

Tampoco por los muertos en la cruenta batalla.

Dos ejércitos contra uno que ya estaba agotado.

—¿Dice algo más el mensaje?

—No, señor.

Volvió a sumirse en el silencio. La cabeza le daba vueltas. Ideas, tentaciones, mal humor, deseos, todo iba y venía sin control.

—Señor, aún hay una oportunidad —dijo su primer ministro.

—¿Eso crees?

—Sí.

—El sur y el oeste se repartirán el poder —exhaló Zhuan Yu.

—O pelearán por él. Ni Zhong Min ni Jing Mo renunciarán al trono.

—Si fuera así…

—Se destruirán el uno al otro.

—Y entonces nosotros, con nuestro ejército maltrecho…

—Tendríamos una oportunidad, señor.

Lo ponderó. Quizás Ho San tenía razón.

—¿Y Gong Pi?

—No hay noticias del señor del norte.

—Siempre ha sido astuto. A veces creo que el más astuto de nosotros. Puede que espere y espere hasta que nos desangremos, y entonces… —miró a su primer ministro con los ojos convertidos en rendijas—. ¿Qué deberíamos hacer?

—Lo sabéis tan bien como yo, señor.

Sí, lo sabía: regresar de inmediato al Reino Sagrado, antes de que el sur y el oeste se enzarzaran en su pelea o pactaran entre ellos. Hacer acto de presencia para que todos supieran que debían seguir contando con él, que cualquier proclamación de un nuevo emperador no sería sencilla y causaría más derramamiento de sangre.

Con un poco de suerte, el destino podía dejar de ser adverso.

El futuro era de los audaces.

—¿Dice el mensaje algo sobre si el emperador tenía que ver con la muerte de los bosques?

—Nada.

Otra pausa.

—¿Cuánto tardaríamos en organizarnos para emprender el camino?

Ho San fue rotundo.

—Estamos preparados, señor. Vuestra palabra es ley.

Era ley.

Y todos querían venganza por la derrota.

Zhuan Yu se olvidó de los bosques. Lo importante era el poder.

Y volvía a estar al alcance de la mano.

—Nos vamos a Nantang, Ho San —apretó las mandíbulas con determinación.

110

La asamblea había sido turbulenta.

Los gritos de unos, las razones de otros, la eterna división de los partidarios de la violencia y los partidarios de la paz, los que preconizaban la mano dura para infundir respeto y los que hablaban de concordia para establecer las bases de un futuro basado en el diálogo, los que lo querían todo ya y los que preferían esperar, los que temían y los que confiaban.

Muchas voces.

Y un solo poder.

El suyo.

Gong Pi, señor del norte, caminó envuelto en sus pensamientos por las dependencias del palacio de Changi. La asamblea era vinculante para la vida pública del Reino del Norte. Sin embargo, las decisiones de mayor peso le correspondían a él.

Y la guerra era la más trascendental de todas.

La maldita guerra.

No se dio cuenta de que no estaba solo hasta que levantó la cabeza y la vio.

Suo Kan era algo más que su esposa.

Era su confidente y amiga.

—No quería molestarte —dijo ella.

—Sabes que no es así —acudió a su lado para tomarle la mano.

—¿Ha sido como esperabas?

—Peor —soltó una bocanada de aire—. A veces es como si todo se desmoronase.

—No digas eso —le reprochó ella—. Tú siempre has sido optimista.

—Pero esto… —abarcó el mundo entero más allá del palacio—. La tierra se muere. Pronto no habrá pesca, ni caza, ni sembrados, los hielos de aquí, el calor en el sur… ¿De veras creían que era cosa del emperador, una suerte de magia típica de su tiranía para destruirnos, o ha sido una excusa más para tratar de arrebatarle el trono? Esos necios del sur, el este y el oeste… ¿De qué servirá el poder si no hay nada sobre qué sustentarlo? Nos hemos enzarzado en una guerra absurda.

—Tú no te has enzarzado en ninguna guerra.

—¿Crees que podré mantenerme al margen mucho tiempo?

—¿Por qué no?

—Porque gane quien gane, siempre tendrá miedo de nosotros, cariño. Jamás se creerán que queramos quedarnos aquí y permanecer al margen y en paz. Recelarán, y lo mismo que el este atacó primero el Reino Sagrado buscando una ventaja, acabarán atacándonos todos ellos para estar seguros y a salvo. Jing Mo, Zhong Min y Zhuan Yu están locos, ¡locos!

—¿Qué noticias hay de Nantang?

—Oh, perdona. Creía que lo sabías. Los mensajes han llegado esta mañana y… —le puso las dos manos sobre los hombros—. La capital ha caído y el emperador ha muerto. El general Lian y lo que ha quedado de su ejército están prisioneros. Nadie sabe qué harán Jing Mo y Zhong Min. Por el momento, los dos están acampados a la espera de acontecimientos, tal vez temerosos de dar un primer paso, o recelosos el uno del otro.

—Por los dioses… —suspiró Suo Kan.

—Lo malo es que yo sí sé qué harán, y no hace falta ser muy listo para eso.

—¿Pelear entre sí?

—Si lo hacen, se diezmarán el uno al otro, y en ese río revuelto volverá a aparecer el primer pescador: Zhuan Yu. Con su ejército reorganizado, volverá a Nantang.

—Pues déjales que se maten entre sí.

—¿Y después qué? —abrió los ojos—. ¿Emperador?

—Sí. ¿O quieres dejar que cualquiera de ellos lo sea y, como has dicho, acaben viniendo aquí?

—No quiero una guerra.

—Eres un hombre de honor y justo —repuso ella—. Yo tampoco quiero una guerra, si es que antes la tierra no nos mata de hambre. ¿Pero dejarías que uno de ellos te arrebatara la dignidad? ¿Bajarías la cabeza y le permitirías ocupar el trono del Reino Sagrado sin, al menos, hacerte oír?

—Si solo fuera hacerme oír…

—¿Qué ha dicho la asamblea?

—Unos, los más belicosos, quieren que ataquemos nosotros; otros piden que nos quedemos aquí, esperemos a que se maten entre ellos y luego… hagamos valer nuestra fuerza; y los más, que vayamos a Nantang para estar presentes en lo que vaya a suceder y seamos árbitros del destino.

—¿Qué opinas tú?

Gong Pi le besó la frente.

—Esperar sería darles todas las ventajas a ellos. Atacar me repugna. Pero iré a Nantang.

—¿Solo?

—No, con el ejército.

—Entonces ellos no sabrán si vas en son de paz o de guerra.

—Eso es lo malo —volvió a besarle la frente, y se lo repitió—: Eso es lo malo, querida.