No son las malas hierbas las que ahogan la buena semilla,
Sino la negligencia del campesino.
—Confucio —
Qin Lu se preguntaba qué distancia habría recorrido desde la muerte de su caballo y el encuentro con el anciano.
Había ido a pie hasta Nantang, cuando los soldados se lo llevaron de Pingsé. Y de nuevo recorría a pie la tierra sin siquiera una leve orientación.
—¿Sabes tú hacia dónde voy? —le preguntó al cinto en forma de serpiente.
Se estaba volviendo loco. Le hablaba a un objeto inanimado.
¿Inanimado?
—Sí, claro que lo sabes —suspiró—. Tú me estás guiando, ¿verdad?
La diferencia con el viaje a Nantang era que en él había tenido compañía. Un camino agotador, pero compartido. Ahora, en cambio, estaba solo.
Solo por una tierra desconocida en la que la naturaleza se extinguía con el paso de los días.
—¿Adónde me llevas? —le preguntó al cinto.
¿O mejor preguntar por qué?
Descendió por la ladera de una colina en dirección a un pequeño valle abierto bajo ella. Un valle que parecía intacto, sin el moteado constante de los árboles muertos y ya secos que veía por doquier. Pensó que allí habría un lago o un río. Un lugar para beber, recuperar fuerzas y descansar.
Mucho antes de alcanzar su destino, oyó el relinchar de un caballo.
Allí había alguien.
Primero, extremó las precauciones. Segundo, intentó atisbar el número de personas que pudieran ocultarse en aquel rincón apartado del Reino Sagrado, aunque quizás, sin darse cuenta, hubiera traspasado la frontera del sur o la del oeste. Llegó a desembarazarse de sus cosas para tener más libertad de movimientos y, casi pegado al suelo, avanzó orientándose por aquel relinchar constante, nervioso.
Finalmente, lo vio.
Un caballo solitario, atado a un árbol.
Nadie cerca.
Al menos, nadie visible, porque la voz le llegó de su espalda al tiempo que la punta de una espada se hundía en su cogote.
—No te muevas o te ensarto.
Qin Lu le mostró sus manos desnudas.
—No iba a robarte, solo quería ver…
—¿Y por qué te arrastras por el suelo, como un ladrón acechante?
—Por precaución.
—Levántate.
Le obedeció, sin dejar de mostrar sus manos. Cuando se dio la vuelta, se encontró con un hombre joven de mirada endurecida. Parte de su ropa parecía chamuscada, como si hubiera estado cerca de un fuego en algún momento de los días o semanas anteriores.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—¿A ti qué te importa?
—Yo soy Qin Lu.
—Yo me llamo Fu San. ¿Contento?
—Escucha, Fu San, podemos seguir juntos —quiso ser amigable—. Viajo al suroeste.
—Entonces no podemos ir juntos, porque yo voy hacia el este.
—En el este, la guerra… —intentó bajar los brazos.
—¡Quieto!
—¿Qué vas a hacer? ¿Matarme?
—No será necesario —esbozó una sonrisa de desprecio—. Bastará con que te ate a un árbol. Las alimañas darán buena cuenta de ti.
—¿Por qué haces esto?
—¿Acaso eres estúpido?
Qin Lu frunció el ceño. El caballo atado. El intruso sorprendiéndole por detrás…
—Me has visto llegar y has preparado esto para robarme —la luz se hizo en su mente.
—Ya no eres estúpido, ¿ves?
—Es una trampa.
—Venga, dame lo que tengas.
—No tengo nada.
La espada subió hasta detenerse a poca distancia de su garganta.
—¿De dónde has sacado esta espada? Pareces un campesino…
—¿Quieres callarte?
Qin Lu subió un poco más las manos. Al hacerlo, tiró de su camisa hacia arriba.
El cinto se hizo visible bajo los pliegues de la cintura.
Fu San abrió los ojos.
—¿De dónde has sacado esto? —quiso saber.
—Me lo regaló un anciano.
—Dámelo.
—Deberías saber algo acerca de este…
—¡Dámelo y cállate de una vez, maldito seas! —le pinchó la cara con el extremo de la espada.
Qin Lu no tuvo que sacárselo.
En realidad, no hizo nada.
Fue el cinto el que se soltó de su cuerpo y saltó hacia Fu San con la boca de la serpiente abierta. Aunque no se hundió en la carne del agresor: el cuero se enrolló en su cuello igual que lo haría una serpiente de verdad.
La espada cayó al suelo.
Las dos manos de Fu San intentaron arrancarse el cinto, o al menos aflojar la presión.
—¡Quí… ta… me… lo…! —gimió.
Qin Lu reaccionó.
En vano.
Ni con la fuerza de diez hombres hubiera conseguido nada.
Los ojos de Fu San se velaron, la boca se abrió en un espasmo final y las manos se engarfiaron en torno a la serpiente, más y más cerrada sobre su garganta.
Qin Lu llegó a gritar:
—¡No, suéltalo!
Y se encontró con la cabeza de la serpiente mirándole a través de las brillantes piedras de sus ojos.
Fu San cayó al suelo.
Muerto.
Entonces, sin más, el cinto recuperó su forma inanimada, la de un simple objeto, desenrollándose del cuello hasta deslizarse sobre la tierra para no volver a moverse.
¿Cuánto hacía que no comía?
¿Cuánto que no bebía?
¿Cuánto que caminaba sin parar, de día y de noche, bajo el ardiente sol o bajo la luna?
¿Y qué le importaba, si no era consciente de sus actos?
Un pie delante de otro era un paso. Cien pies, cien pasos. Mil. Dos mil. Cinco mil. Diez mil. Cien mil. No había distancia, solo inercia. La voluntad la determinaba la ceguera con la que avanzaba.
Sin siquiera saber hacia dónde.
Lin Li solo era consciente de una cosa.
Una sola.
Estaba viva.
Y tenía un destino.
No encontró a nadie. No se cruzó con ningún ser humano. De haberlo hecho, lo único que habrían visto sería a una mujer, una adolescente, convertida en una estatua que caminaba sin más, con los ojos quietos, fijos, endurecidos como piedras.
Ojos oscuros.
Había pisado rocas, hierbas, polvo, maleza. Había subido y bajado. En alguna parte tenía una cita.
Lo sabía.
El fuego interior, ahora era solo frío. La ira se había empequeñecido como una semilla, dispuesta a germinar de nuevo y estallar en el momento adecuado. La fuerza que la sostenía no emanaba de sí misma.
El poder estaba en el cinto.
La serpiente y ella formaban un todo.
Un millón de pasos.
Un tiempo consumido, nada más.
Hasta que, de pronto, la tierra tembló.
Lin Li pudo notarlo bajo sus pies, bajo las sandalias de su madre que ahora eran suyas. El temblor de la vida, porque para ella era un anuncio de que, finalmente, estaba cerca.
No vaciló.
Ni siquiera cayó al suelo.
Se encontró en una tierra estéril, una montaña llena de quebradas secas. En otro tiempo, quizás allí hubieran pastado las cabras, cuando había hierba. Ahora la sensación de soledad era extrema, podía sentirla. El mundo se reducía a ella.
La tierra volvió a vibrar, con más fuerza.
Un temblor intenso.
Cayeron algunas rocas. Rodaron pendiente abajo. Pasaron por su lado sin que se inquietara ni temiera ser arrollada por una de ellas. La montaña era alta, y en su cúspide parecía haber algo. Sin embargo, no tuvo que subirla. Como si de una boca se tratara, la tierra se desgajó frente a sí misma y le mostró la profundidad de una sima llena de luz.
Luz.
Lin Li la contempló.
Y cuando volvieron la calma y el silencio, se introdujo en ella.
Con la tumba cavada, el cuerpo de aquel hombre en su interior y la tierra cubriéndole, Qin Lu colocó la última piedra que enmarcaría su existencia cuando, por una remota casualidad, alguien pasara por allí alguna vez.
—No sé quién eras, ni por qué te comportabas así, Fu San —le dijo—. Pero lo siento.
La muerte seguía hiriéndole el alma.
Se quedó un rato junto al túmulo, con la cabeza perdida en sus pensamientos, buscando una razón a cuanto le sucedía sin encontrar más que un sinfín de interrogantes. El maestro Wui solía decir que, en la vida, todo sucedía por alguna razón, y que la mayoría de los actos de los seres humanos se interrelacionaban entre sí hasta formar una red. La mayoría. Solo unos pocos se perdían, como las sobras de una comida o las tripas de un animal cazado.
Pero ¿qué sentido tenía la muerte de aquel infeliz ladrón?
¿Le habría matado a él?
Sostuvo el cinto en la mano.
Tantas preguntas…
¿Quién era aquel anciano? ¿Por qué se lo había dado? ¿Por qué cobraba vida solo en determinados momentos? ¿Qué significaba?
Y lo más importante: ¿adónde le llevaba?
Intentó dejar de pensar.
Se levantó y se acercó al caballo del muerto. El animal le observó de reojo y soltó un suave relincho de paz cuando él le acarició el largo cuello por entre las crines. Examinó sus alforjas. Había ropa, tan sucia y ennegrecida como la que llevaba puesta, y algunos alimentos, aunque no muchos. Los odres con agua eran dos. Ningún indicio más de su procedencia o su identidad.
Solo Fu San.
Un pobre diablo que se había cruzado en su camino.
—¿Y ahora qué? —le dijo al cinto.
No tuvo que moverse. Sabía la respuesta.
El suroeste.
Xue Yue estaba justo en la dirección opuesta.
Qin Lu se subió al caballo. Hincó sus tacones en las ancas y el animal echó a andar.
Bajo tierra, la luz se amortiguaba, pero seguía proporcionándole la suficiente claridad como para moverse sin problemas. Procedía de las paredes de aquella cueva que a cada paso se hacía mayor, más grande. Tocó las rocas con una mano y experimentó un primer estado de desazón, como si le hablaran, le comunicaran sus sentimientos, o un dolor muy profundo se albergara en ellas. El brillo procedía de un sinfín de puntitos diminutos, algún mineral capaz de convertirse en una luciérnaga sólida.
Lin Li siguió avanzando.
Hasta que la cueva se convirtió en una inmensa gruta subterránea, asentada en el interior de la hueca montaña.
Otro mundo.
Pero muerto.
El dolor que emanaba de las paredes se acentuó. No necesitaba tocarlas. Caminaba sobre él, flotaba en el aire, bañaba su cuerpo con el invisible halo de una escarcha intangible. La montaña no era más que la piel de aquella gran oquedad.
En otro tiempo, allí habrían existido bosques de árboles frondosos y cargados de frutos, plantas de poderosa exuberancia, un riachuelo que serpenteaba hasta desembocar en un lago. En otro tiempo. Ahora los bosques estaban petrificados, ningún fruto colgaba de sus ramas, las plantas se habían secado y el riachuelo no era sino una herida en la tierra que moría en el lago vacío, convertido en sima.
Un paraíso roto.
Quebrado.
Lin Li jadeó.
Le faltaba el aire, le dolía el pecho y, por encima de todo, le ardía la cabeza.
Todo aquel dolor…
—¿Por qué? —gimió pronunciando sus primeras palabras en muchos días.
A la izquierda de la sima vio unas extrañas rocas. Formaban una especie de altar.
Caminó hacia él. Un millón de nuevas agujas le asaetearon el alma a cada paso.
Quiso detenerse y no pudo.
Ya no era dueña de sus actos.
En otro tiempo hubiera llorado de felicidad. La tierra le transmitía las emociones del pasado. Allí la vida había sido vida. Pero el pasado era un eco lejano barrido por los gritos del presente.
La tierra se moría.
El mundo lo hacía con ella.
Y su grito era angustioso.
Gigantesco.
—¿Qué quieres de mí?
Se detuvo frente a una gran piedra. En su interior había un hueco.
Un vacío que se convirtió en otro grito.
Lin Li extendió la mano.
Tocó aquel espacio y ya no pudo contener las lágrimas.
Qin Lu tardó en darse cuenta de algo curioso.
El caballo conocía el camino.
Era… como si volviera a casa.
En un momento dado, quiso conducirlo por una senda que parecía más segura, a su derecha, y el animal no solo no le obedeció, sino que desafió sus órdenes y sus golpes dirigiéndose a la izquierda. Poco después, Qin Lu se dio cuenta de que, de no haber sido por el caballo, habría acabado de nuevo en el fondo de un barranco. En otro momento, quiso detenerse en un lugar y el noble animal no le dejó, pues lo envolvían arenas movedizas. Por segunda vez le había salvado la vida.
Al final dejó las bridas sueltas.
Y el caballo continuó a su ritmo.
Se detenía en la noche, buscaba restos de pozos o huecos donde beber, esperaba si olisqueaba algún animal para que su nuevo amo lo cazara, relinchaba por la mañana para que se pusiera en pie.
—¿Adónde me llevas?
Un relincho.
—Eres listo, ¿verdad?
Otro.
—¿Estamos muy lejos?
Entonces el caballo miraba al suroeste y levantaba las orejas.
Casi parecía reír.
—De acuerdo, tú mandas —se resignaba Qin Lu.
Lo malo era que, cuanto más se alejaba del corazón del Reino Sagrado, más muerte encontraba en la naturaleza.
Implacable.
—¿Vamos a morir todos? —se preguntó en voz alta Qin Lu—. ¿Es este el fin de la tierra y de nuestro mundo?
Su caballo, esta vez, no relinchó.
Al tocar aquel hueco en el que tiempo atrás hubo algo que ahora ya no estaba allí, Lin Li sufrió una sacudida.
Todo el dolor de la tierra se concentró en su alma.
Todo.
Por su mente, lo mismo que si le narraran cientos, miles, millones de historias, pasó a la mayor velocidad imaginable la historia de la tierra.
Del mundo entero.
Escenas, personas, amores, guerras, luces, sombras. Vio la creación, el universo, el infinito. Asistió al nacimiento de los mundos y a la formación de las estrellas, el Sol, la vida.
No podía apartar las manos de aquel espacio.
El lugar del que alguien, alguien, se había llevado…
Lin Li se convirtió en luz.
Dejó de ser una persona.
No fue consciente del tiempo, ni de su estado, ni de nada que no fuera aquel caudal de sentimientos estremeciendo su ser. No fue consciente de que la gruta se iluminaba de pronto como si el mismo sol hubiese amanecido allí dentro. Tampoco fue consciente de que su cuerpo dejó de pesar.
Se elevó por encima del suelo, de la piedra.
Levitó.
Lin Li abrió los brazos, cerró los ojos y se dejó llevar.
Flotando libre por aquel espacio que la conectó con la eternidad.