Capítulo 12

UNunca olvides que un gobierno opresor

Es más cruel que un tigre.

—Confucio —

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—¿Y ahora qué? —preguntó uno de ellos mirado las puertas que se abrían a ambos lados y al fondo, como si fueran parte de un laberinto insondable.

—No nos separemos —dijo otro—. Juntos somos fuertes.

—Vamos por esa puerta —un tercero señaló la más grande de todas, situada detrás del trono.

Permanecieron alerta, superando la impresión que les producía estar allí, en el corazón del Reino Sagrado, desde donde el déspota había dirigido a su pueblo durante tantos años.

Como si estuvieran dentro de una campana, aislados y protegidos del mundo exterior, ya no escuchaban el fragor de la batalla. Sus pies se deslizaron por aquel suelo brillante como un espejo.

Shao quedó rezagado.

Sentía algo.

Presencias.

Se pasó una mano por los ojos y cuando la retiró se dio cuenta de que el último de sus compañeros desaparecía ya de su vista. De pronto era como si todo tuviera dos velocidades. Una más rápida guiando los pasos de los demás, y una más lenta para sí mismo.

Quiso correr y no pudo.

Quiso seguirles y sucedió algo más.

El cinto se movió.

Vibró en su cuerpo y, al mirarlo, vio que la cabeza de la serpiente apuntaba en dirección a otra puerta, no tan grande, menos vistosa, más discreta, aunque igualmente dorada y con encajes de piedras preciosas.

Con una sola de ellas, una familia podía vivir casi eternamente.

La cabeza de la serpiente volvió a quedarse quieta.

—¿Qué eres? —tembló su voz.

Aferró la espada con mano firme y siguió el camino marcado por el cinto. Abrió aquella puerta y se encontró delante de un pasadizo con estatuas a ambos lados. Estatuas de hermosas mujeres vestidas con gasas y tules. Era como adentrarse en un universo femenino en el que ningún hombre pudiera estar.

El aroma era celestial.

Otra puerta.

—¿Y ahora qué? —preguntó a la serpiente.

No se movió.

Shao puso una mano en un saliente de oro. Estaba muy frío, pero al instante sintió su calor. Empujó la puerta despacio y, sin darse cuenta, perdió la tensión de su mano armada. Algo le decía que allí estaba a salvo.

Pero ¿a salvo de qué?

Entró en la estancia y primero creyó que al otro lado también había una docena de estatuas.

No era así.

Las estatuas le miraron. Primero, aterradas, presas de un pánico que las inmovilizaba; luego cobraron vida. Gritaron y echaron a correr. El revuelo dejó un vacío extraño. Cuando todas las doncellas hubieron desaparecido, Shao volvió a encontrarse solo.

Se asomó a una ventana lateral y lo que vio le paralizó la mente.

Los hombres de Shaishei llevaban a rastras al emperador, profiriendo alaridos entre lágrimas. Tan pronto les pedía clemencia, cobarde, como les amenazaba con la muerte, todavía tirano y seguro de su poder.

Zhang, el hombre.

Tan solo eso.

Con el hombre moría un imperio, caía un orden, aunque de inmediato se planteaba la duda de qué seguiría a continuación, con el oeste y el sur victoriosos, el este derrotado y el norte a la expectativa.

¿Otra guerra entre los cuatro reinos?

¿Unidos contra el tirano pero enemigos entre sí?

Los jardines volvieron a quedar vacíos y Shao se dispuso a seguir su exploración.

Al volverse, se encontró con un anciano.

Con él y con su mano extendida.

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Se parecía a Sen Yi, el hombre que le había dado el cinto, pero era tan solo por el largo cabello, la barba, el bigote y las pobladas cejas. Al contrario que el anciano al que había salvado de los jabalíes, aquel vestía con exquisito lujo y sus ojos no eran, ni mucho menos, dulces.

De hecho, le atravesó con su mirada.

Fría, como si procediera de los hielos del norte.

—¿Quién eres? —preguntó Shao.

El anciano levantó la barbilla, orgulloso.

—Soy Tao Shi, el mago del emperador.

Shao tensó un poco la mano que empuñaba la espada.

—No seas ridículo, soldado —se burló el aparecido—. Tus armas no pueden nada contra mí.

—¿Estás seguro? —se la puso en la garganta.

Tao Shi no se inmutó. Permaneció erguido, con el mismo desafío en los ojos.

—Apártate si no quieres morir —le amenazó Shao.

—Y tú vete si quieres vivir.

—¿Qué es lo que guardas?

—Nada.

—¿Qué hay tras esas puertas?

El mago pareció cansarse. Llevaba las manos ocultas en las amplias mangas de su ropa, dobladas sobre el abdomen en una clara muestra de seguridad y poder. Empequeñeció los ojos, las mostró, y de cada uno de sus dedos fluyó una luz blanca, cegadora, que buscó el cuerpo de su oponente.

Pero con la misma rapidez con la que el mago había actuado, el cinto de Shao cobró vida de pronto. Primero saltó de la cintura a su mano libre. Después se endureció como una vara y, abriendo la boca, devoró toda aquella energía hasta desvanecerla en el aire.

Tao Shi vaciló conmocionado, como si los haces de luz blanca le hubieran atacado a él.

Miró la vara.

La cabeza de la serpiente.

—¿Quién… te ha dado eso? —balbuceó.

Shao no estaba menos sorprendido, pero contuvo su reacción.

—Un anciano como tú —fue lo único que pudo decir.

Al mago se le salieron los ojos de sus órbitas.

—¡No! —exhaló.

—¿Le conoces?

—Es… imposible.

—Me dijo que se llamaba Sen Yi. Incluso os parecéis un poco.

Tao Shi dio un paso atrás.

Seguía demudado. Le temblaban las manos.

Shao ya no pudo preguntarle nada más. Primero llegó hasta él un ruido sordo, a su derecha. Temiendo un ataque sorpresa, todavía bajo la conmoción de lo que acababa de suceder, volvió el cuerpo en esa dirección. En una mano, la espada; en la otra, el cinto convertido en vara. Los sonidos procedían de una puerta que estaba entreabierta.

—¿Quién hay ahí? —preguntó al mago.

Pero Tao Shi ya no estaba allí.

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Podía perseguirle, atrapar al hombre que instaba todas las temeridades del emperador, desafiar su poder. Y también podía olvidarse de él y averiguar quién había producido aquel ruido.

La vara vibró en su mano.

Tiraba de él.

No tenía tiempo para hacerse preguntas. Se limitó a seguir.

Cruzó la puerta.

Al otro lado, sobre una cama principesca llena de cojines y sábanas de seda, vio a las dos mujeres más hermosas que jamás hubiera podido imaginar. Hermosas y perfectas.

Era extraño.

Se abrazaban temerosas, pero en sus miradas titilaba el desprecio. Un orgullo superior al miedo.

—¿Quiénes sois? —preguntó Shao.

No hablaron. Se miraron una a la otra, y luego, de nuevo a él.

Shao sabía la verdad antes de que fluyera de sus bocas.

—Zhu Bao y Xianhui —respondió la mayor lanzándole una llamarada con los ojos.

—Las hijas del emperador —se lo confirmó la menor con idéntico desafío.

No supo qué hacer.

—Si nos tocas, los dioses te matarán: somos hijas del cielo —le recordó Zhu Bao.

—No, no lo sois —repuso con tristeza—. Habéis vivido en una burbuja; toda la vida os han mentido —señaló al otro lado de la puerta—. ¿Queréis convertiros en esclavas o, peor aún, morir a manos de los soldados?

Las vio temblar.

Quizás empezaran a darse cuenta de la realidad.

—No —suspiró Xianhui.

—Entonces será mejor que cambiéis de actitud —les recomendó—. Vuestro padre ha sido derrotado. Ya no sois princesas. La dignidad os servirá de poco, salvo que entendáis vuestro valor y aceptéis con humildad la nueva situación. Solo eso os salvará la vida.

—¡Insolente! —se estremeció Zhu Bao.

Shao se encogió de hombros.

—Marchaos —les pidió.

—No.

—No puedo llevaros conmigo.

Xianhui volvió la cabeza.

Solo entonces Shao se dio cuenta de que detrás de ellas había alguien más, tumbado en la cama, dormido o… inconsciente.

Se aproximó y vio a una tercera muchacha, tan bella como las otras dos, pero mucho más joven. Parecía enferma, con la tez pálida, el rostro enflaquecido, el cabello revuelto, la silueta inanimada sobre las sábanas en las que, más que hundirse, parecía flotar.

—Es nuestra hermana Xue Yue.

—¿Qué le sucede?

—Está así desde hace unos días. No come, no abre los ojos, delira…

—No es más que una niña…

Shao se inclinó sobre ella.

Todavía sostenía el cinto convertido en vara en su mano izquierda.

Lo sintió vibrar de nuevo.

Xue Yue se agitó.

Un gemido.

Ninguno dijo nada.

De pronto se escuchó un tumulto al otro lado de la puerta y, en un abrir y cerrar de ojos, un tropel de soldados entró en la estancia. Sus armas todavía goteaban sangre. Las dos hijas mayores de Zhang gritaron horrorizadas. Ya no había orgullo en sus miradas. El miedo devoró sus últimas fuerzas.

—¿Qué tenemos aquí? —se sorprendió el comandante.

—Son Zhu Bao y Xianhui, las hijas de Zhang —informó Shao.

Xue Yue seguía moviéndose.

La vara vibraba.

—Bien, bien —el comandante alzó las cejas—. El hijo de mi señor y el hijo del señor del sur apreciarán una boda que selle alianzas.

Shao creyó escuchar un murmullo en labios de la tercera hija del emperador. Acercó su oído.

—Qin Lu…

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Shao pensó que lo había imaginado.

Porque aquello, sencillamente, era imposible.

—Qin Lu…

—¿Y esa? —el comandante señaló a Xue Yue.

La vara vibraba más y más.

—De esta me ocupo yo —concluyó Shao—. Llevaos a Zhu Bao y Xianhui ante los generales. Os lo agradecerán.

El hombre dio un paso al frente. Por hermosas que fueran las princesas, y ninguno de los soldados presentes podía apartar sus ojos de ellas, la atención del comandante se centró en Shao.

—¿Quién eres tú para darnos órdenes?

—El que ha abierto en la muralla el hueco por el que habéis entrado. Ese soy yo —dijo con firmeza.

Su interlocutor frunció el ceño.

—Tú te uniste a nuestras tropas con un grupo de jinetes, ¿no es cierto?

—Sí. Me llamo Shao.

Zhu Bao y Xianhui seguían abrazadas. Les costaba entender que su destino hubiera cambiado de aquella forma.

Xue Yue tuvo una pequeña convulsión.

Volvió a susurrar algo, pero esta vez Shao no pudo escucharla.

—Eres valiente —asintió el comandante.

—Gracias.

—¿Seguro que te ocupas tú de esa muchacha?

—Sí.

Los ojos de Shao se encontraron con los de las hermanas de Xue Yue. El miedo que las atenazaba hizo el resto. Fue como si las dos se rindieran a su suerte.

—Estará bien —les aseguró él.

—¡Lleváoslas! —ordenó el jefe del grupo.

No opusieron resistencia, salvo por la necesidad de seguir juntas, inseparables frente a su desmoronado universo. Custodiadas por los boquiabiertos soldados, desaparecieron por la misma puerta, la única de aquella estancia principesca.

En cuanto estuvo solo, Shao volvió a centrar su atención en Xue Yue.

Pero ahora la joven no se movía.

—Habla, por favor.

Dejó la espada a un lado, sobre la cama, y le puso la mano en la frente. Luego le golpeó las mejillas con los dedos, suavemente.

—Vamos, vamos, habla. ¿Has dicho Qin Lu?

¿Cuántos Qin Lu había en los cinco reinos?

¿Cientos, decenas…?

Xue Yue gimió como si llorara por dentro.

—¿Qin Lu… de la familia Song, en Pingsé? —le habló al oído, con toda la ternura del mundo.

Y, para su desconcierto, la hija de Zhang sonrió.

Entonces musitó una palabra más.

—Sí…

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Shao se quedó petrificado.

Xue Yue, la hija menor del emperador Zhang, acababa de pronunciar el nombre de su hermano.

Y lo repetía en sueños, en su delirio, postrada en un estado que solo podía indicar una cosa: dolor.

—¿Qué está sucediendo aquí? —vaciló buscando una explicación imposible.

Colocó por segunda vez la mano en la frente de la muchacha. No tenía fiebre. Parecía muy débil, solo eso. Una debilidad que surgía desde lo más profundo de su ser y la arrastraba hacia el interior de sí misma.

—Qin Lu —le dijo acercando sus labios al oído de la chica—. Háblame de Qin Lu. ¿Está bien?

Xue Yue volvió a sonreír dulcemente.

—Sí —suspiró.

—¿Dónde está?

Esta vez no hubo respuesta.

—Vamos, ¿dónde está Qin Lu?

La sonrisa se convirtió en mueca. Reapareció aquel dolor amargo y tan lleno de tristeza que sobrecogía el alma.

—Libre…

No iba a conseguir nada a menos que la despertara, y en su estado eso se le antojó imposible. Quizás si le mojaba la cara con agua…

Dejó la vara en la cama, junto a la espada.

Ni siquiera tuvo tiempo de levantarse.

Con la última vibración, la vara dejó de ser rígida y se transformó en lo que representaba su forma.

Una serpiente.

Una serpiente que reptó hasta enroscarse en el brazo de la princesa, con la cabeza apoyada en la muñeca.

Xue Yue tuvo una convulsión.

—¡No! —se alarmó Shao.

Intentó quitarle el cinto convertido en vara y transformado a su vez en serpiente. No pudo. No solo era más fuerte que él, sino que se aferró al brazo como si formara parte de su estructura. Pensó que le cortaría la circulación de la sangre y tardó en comprender que no era así. Que el hecho de haberse unido a ella no significaba que le hiciera daño. La cabeza seguía apoyada en la muñeca, igual que si percibiera el pulso de Xue Yue.

La joven recuperó el color en las mejillas.

Su cuerpo recobró la vida, como si hubiera expulsado todos sus demonios. Abrió los ojos.

—¿Vas a matarme? —se asustó al ser consciente de la situación.

—No.

—Deberías hacerlo —reapareció una vez más la tristeza—. No creo que el cielo te haya enviado para hacerme más daño que ese.

—¿Quieres morir?

—Sí.

—¿Por qué?

—¿Qué importa eso? —cogió la espada depositada a su lado de pronto y se la entregó por la empuñadura.

—Espera, espera… —la rechazó él volviendo a dejarla sobre la cama—. Has dicho un nombre.

—¿Cuándo?

—Ahora, en sueños, inconsciente.

Su belleza era distinta a la de sus hermanas. Tan pura, tan niña, tan vulnerable y al mismo tiempo tan sincera.

—Qin Lu —llenó sus ojos de lágrimas.

—¿De qué le conoces?

—¿Qué importa? —fue como si abriera su corazón mostrándole lo más íntimo de sí misma—. ¿Cómo llega la vida a nuestro cuerpo? ¿Por qué, de pronto, comprendemos lo que significa todo y al mismo tiempo apreciamos nuestra insignificante levedad?

—¿Le… amas? —preguntó, aún más perplejo y asombrado.

—Sí —le desafió con los ojos, renacida aunque todavía frágil.

—Dime dónde está.

—Lejos, muy lejos, donde ya nadie podrá hacerle daño en este palacio ni en esta maldita guerra.

—¿Huyó?

—No. Yo le pedí que lo hiciera.

—¿Por qué?

—Para salvarle.

—¿Cómo es posible que Qin Lu y tú…? —no supo cómo seguir.

Xue Yue sonrió tristemente.

—¿Sabes algo del amor? —inquirió.

—Sí.

—Entonces no es necesario que te cuente nada.

—De acuerdo —se vio obligado a reaccionar, escapando de su sorpresa—. Será mejor que te levantes. Nos vamos.

La muchacha no le comprendió.

—¿Adónde?

—Te llevaré junto a él.

—¿Tú? —desorbitó los ojos—. ¿Sabes tú algo de…? ¿Cómo…?

Se guardó la espada. La serpiente seguía enroscada en el brazo de Xue Yue.

—Soy Shao, su hermano. ¿No te habló de mí?

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Había entrado en palacio como soldado, como héroe de la batalla, y de pronto intentaba escapar de él como prófugo, escondido en las sombras, llevándose el más valioso de los tesoros.

Xue Yue.

Seguía débil, pálida, pero bastaba con ver la serpiente enroscada en su brazo para saber que resistiría. El cinto le daba la energía necesaria.

—No hables, solo sígueme —le pidió Shao.

—¿Cómo sabes dónde está Qin Lu?

—No lo sé seguro, pero solo se me ocurre un lugar.

—¿Vuestra casa?

—Sí. Y ahora calla.

Shao recordó a su padre, capturado por los soldados y arrastrado por el suelo.

—Veas lo que veas, piensa únicamente en Qin Lu, ¿de acuerdo?

Xue Yue asintió con la cabeza.

Habían dejado atrás las primeras dependencias. Pero era muy difícil esconder a la chica. Su hermoso rostro, su figura, su ropa, destacaban a cien pasos de distancia. Shao comprendió que así no llegarían muy lejos.

Y no podía luchar contra todo un ejército, pasando de héroe a rebelde y traidor.

—Espérame aquí —ordenó.

—¡Shao!

La dejó en un rincón, protegida por unos cortinajes que representaban una escena de caza. No tuvo que caminar demasiado. Encontró lo que buscaba en una terraza.

Había tres cadáveres, dos del ejército del emperador y uno del ejército del oeste.

Le quitó la ropa a este último y regresó con ella al lado de la princesa.

—Póntelo.

—Está manchada… de sangre.

—Hazlo, o la sangre será tuya —la miró a los ojos— y mía.

—Está bien —se rindió.

Le dio la espalda y esperó unos instantes.

—Ya.

Por un momento, estuvo a punto de reír.

Xue Yue era menuda. La ropa del soldado muerto hubiera servido para dos muchachas de su tamaño. Contuvo su primera reacción y la ayudó a disimular su aspecto. Incluso arrancó las cuerdas con las que se deslizaban los cortinajes y le anudó la cintura por debajo de la casaca, así como las mangas. Luego le colocó el casco.

—¡No veo nada!

—No es necesario que veas otra cosa que el suelo. ¡Baja la cabeza!

—Pero…

Tiró de ella. Enamorada o no, seguía siendo una princesa, una flor en mitad de una guerra. Su padre ya estaría muerto; sus hermanas, capturadas. El destino no había sido benévolo con el último emperador del Reino Sagrado.

O bien la batalla se había desplazado hacia otras partes, o bien había terminado. En cuyo caso le sería mucho más difícil salir de allí. Con ella.

De pronto era lo único que tenía sentido.

Qin Lu y Xue Yue.

—Este adorno… —volvió a hablar la muchacha—. ¿Por qué me lo has puesto?

—No es un adorno.

—Ya. Una serpiente —se estremeció—. Es muy feo.

—Es lo que te mantiene consciente. No sé qué es ni por qué tiene vida propia, pero es así. No vas a poder quitártelo hasta que él quiera. Hace un momento estabas tan débil que ni podías abrir los ojos. Y ahora…

Se detuvieron en silencio.

Las voces provenían de una de las enormes salas de palacio. Se asomó para ver qué sucedía y vio a un grupo de soldados de los dos ejércitos burlándose de un hombre casi desnudo.

Un hombre que se arrastraba por el suelo pidiendo clemencia mientras los soldados le golpeaban sin piedad.

—¡Vamos, predice ahora la victoria!

—¡Oh, gran Yu Zui, demuéstranos tu poder!

—¡Sí, sí, habla! ¿Vas a atacarnos? ¿Con qué, con un puñado de cabras?

Xue Yue se asomó a su lado.

—Es el oráculo —explicó en voz baja.

Shao se deslizó a través de la puerta sin hacer ruido y sin soltar la mano de la hija de Zhang. Una vez libres de miradas, volvieron a correr.

Ya no dejaron de hacerlo hasta salir de palacio.

La parte más sencilla.

Quedaba cruzar la ciudad en dirección a la muralla por la que habían entrado los soldados. Cruzar calles y casas con hombres y mujeres aterrorizados por la batalla y por lo que sería ahora de sus nuevas vidas. Y después hacer lo mismo con los alrededores llenos de muertos y de hombres yendo y viniendo.

Cualquier pregunta, cualquier alarma…

—¿Dispuesta?

—Sí.

Los ojos de la serpiente centellearon, como si la pregunta también hubiera sido dirigida a ella.

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El cadáver de Zhang colgaba de una torre en la muralla. Un péndulo macabro que oscilaba con la brisa. Ya no era todopoderoso, el hijo del cielo, ni un ser divino, sino un mortal derrotado, humillado, que en unas horas sería carnaza de buitres, y en unos días, un pasado destinado al olvido.

Shao no pudo evitar que Xue Yue le viera.

Le puso una mano en la boca para que no gritara.

Luego, asistió a su llanto.

La abrazó.

Y pensó en su hermano, con aquel tierno cuerpo entre sus brazos.

Y pensó en Xiaofang, de pronto tan lejos.

—Cálmate —le susurró al oído.

—¿Por… qué?

—Era un tirano —fue sincero.

—¡Era mi padre! —fue leal.

—Esta guerra…

—¡Esta guerra ha sido injusta! —lo atravesó con una mirada furiosa castigada por las lágrimas—. ¿De veras han podido imaginar que mi padre tiene que ver con la muerte de los bosques? ¿Crees tú que alguien podría cometer tal estupidez? ¿Y cómo? ¡La extinción de la naturaleza no ha sido más que una excusa!

No pudo responder.

Le acarició la cabeza hasta que ella se apartó airada.

—Déjame.

—Perdona.

—No necesito tu compasión.

—No es compasión. En la guerra todos sufren, vencedores y vencidos.

—Eso no es cierto —volvió el rostro para mirar en dirección a su padre y resistió el dolor de aquella escena que jamás iba a olvidar—. En la guerra, los vencidos mueren y los vencedores viven.

—Entiendo que Qin Lu se enamorara de ti.

Xue Yue pareció desintegrarse al escuchar el nombre de su amado.

—¿De veras crees que ha podido regresar a Pingsé?

—Vamos —volvió a tenderle la mano—. Necesitamos dos cosas: caballos y un poco de suerte.

Vio cómo la muchacha se despedía íntimamente de su padre. Apretó los puños y se rindió. Cuando le dio la espalda, su rostro reflejaba determinación. Dejaba atrás una vida y se enfrentaba a otra. Dejaba atrás el palacio del que jamás había salido para sumergirse en la inmensidad de un mundo desconocido.

Caminaron primero entre cadáveres. Cuando los dejaron atrás, escucharon voces y cantos, risas y el clamor de la tropa en la hora de la victoria. El primer grupo de soldados con el que se cruzaron descansaba agotado y en silencio. El segundo lloraba la pérdida de algunos compañeros. El tercero fue distinto.

—¡Mirad, es Shao! —anunció uno de los hombres.

—¡Ha abierto la brecha en la muralla!

—¡Larga vida, Shao!

No dijo nada. Sonrió y continuó caminando sin dejar de empujar a Xue Yue, que, con el casco calado hasta las cejas, apenas veía el suelo que pisaba en la oscuridad de la noche.

—¿Quién es ese alfeñique? —preguntó otro de los hombres cuando ya les habían dado la espalda.

Hubo algunas risas.

—Un novato. Lo llevo a la retaguardia.

—¡Seguro que se ha hecho pipí encima! ¡Parece un niño!

Hubo más risas.

Shao había hablado de dos cosas: caballos y suerte.

Lo segundo apareció junto con lo primero, porque no tardaron en encontrar un grupo de monturas sin jinete, agrupadas por alguien para que no se desmandaran.

Se alejaron despacio.

No iniciaron el galope hasta encontrarse lo suficientemente lejos del campamento y de la derrotada Nantang.