Capítulo 11

El que domina su cólera,

Domina a su peor enemigo.

—Confucio —

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Cuando los dos ejércitos unidos llegaron a Nantang, no hubo ninguna batalla.

Los observadores llevaron la noticia a los mandos del oeste y del sur.

—¡El ejército del Reino Sagrado está encerrado tras los muros de la ciudad! ¡No van a luchar en campo abierto!

Era el primer viento de victoria.

—¡Saben que no pueden vencernos!

—¡Pelearían contra uno de los ejércitos, pero no contra los dos!

—¡El general Lian prefiere esconderse!

Solo hubo una voz discordante.

—Pero el asedio puede durar semanas, meses…

La gran pregunta era: ¿podrían aguantar tantos hombres ese asedio sin los pertrechos necesarios? ¿De dónde sacarían la comida?

¿Y si los bosques morían aún más rápido y la tierra se secaba?

—¡Entonces tomaremos Nantang de inmediato! —proclamó el general Po, comandante del ejército del oeste.

La noticia corrió entre los soldados de los dos ejércitos y cuantos se habían sumado a la lucha para derrocar al tirano, como Shao y los hombres de Shaishei.

Habían creído que la guerra sería cruenta, pero rápida.

Ahora…

—¿Qué podemos hacer? —se preguntaron.

—Estamos aquí —dijo Shao—. Vamos a esperar.

—He oído historias de cercos eternos en los que, o bien los asediados morían de hambre y sed, o bien los atacantes se cansaban y se iban, hambrientos también. ¿Crees que Lian no se habrá llevado toda la comida de los alrededores de Nantang al interior de la ciudad?

El panorama era sombrío.

Hasta la siguiente noticia.

—¡Vamos a atacar ya, sin esperar a que se organicen!

—¿Cuándo?

—¡Mañana!

Shao miró los muros de la capital del Reino Sagrado. Siempre había deseado visitarla. Ahora lo haría, pero como enemigo, dispuesto a matar por una causa.

Y allí, en alguna parte, estaba su hermano.

Dijo su nombre en voz alta.

—Qin Lu…

Fue algo extraño.

Por un momento estuvo seguro de que su cinto se movía, como si la cabeza de serpiente quisiera mirar hacia atrás, justo en dirección contraria a Nantang.

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Qin Lu abrió los ojos tras un leve parpadeo y durante unos instantes trató de comprender por qué le dolía tanto la cabeza y qué estaba haciendo frente a los restos de un fuego que no recordaba haber prendido. Cuando se tocó la venda, hilvanó de nuevo unos primeros recuerdos.

Luego vio al anciano.

Estaba a unos veinte pasos de él, en la linde del bosque, de espaldas, examinando la tierra y los árboles. Le vio agacharse, cavar un pequeño agujero con las manos, extraer una raíz, olerla, levantarse, agarrar una rama, arrancar unas hojas… Era mayor, pero se movía con agilidad. Tal vez el cabello blanco le hiciera parecer más anciano. Tardó un poco en volver a su lado. Cuando lo hizo y le vio con los ojos abiertos, sonrió.

—Ah, ya te has despertado. Buenos días.

—Buenos días.

—Te he preparado un poco de arroz y unos frutos.

—No tengo hambre.

—Toma, bebe agua.

Le ayudó a incorporarse y le aproximó un cuenco con agua a los labios. Qin Lu lo apuró, sin dejar una gota. Después no volvió a tumbarse. Permaneció sentado. El mundo daba vueltas a su alrededor, pero quería recuperar la estabilidad cuanto antes. La sensación de mareo cedió poco a poco.

—¿Cómo te encuentras? —se sentó el anciano a su lado.

—Mejor.

—Los jóvenes tenéis la cabeza dura.

—Me salvaste la vida.

—O no —hizo un gesto impreciso—. Pero al menos te he ayudado, que es lo que cuenta.

—¿Qué estabas haciendo? —señaló el bosque.

—Examinaba la tierra.

—¿Por qué?

—Porque la vida está muriendo y el proceso se acelera cada vez más.

—Es por la guerra.

—No. La guerra es una consecuencia de la estupidez de los humanos. No saben qué sucede y lo único que se les ocurre es matarse entre sí. Todo menos trabajar juntos y unidos buscando la causa para solucionar el problema.

—¿Tú sabes lo que le sucede a la naturaleza?

—Todavía no.

Qin Lu frunció el ceño. No parecía un viejo loco.

Hablaba en serio.

—¿Tienes… alguna idea? —quiso saber.

—Sí.

Esperó a que siguiera hablando, pero no lo hizo. Su mirada era clara, su aspecto infundía serenidad y paz.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Qin Lu.

—Sen Yi —dijo él antes de volver a levantarse—. Anda, come un poco. Necesitas recuperar tus fuerzas.

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Lin Li colocó las últimas piedras. Una vez concluido el pequeño túmulo, permaneció arrodillada frente a él, con las manos sobre las piernas y la mirada perdida en aquella tierra bajo la cual yacería eternamente el cuerpo de su madre.

Estaba sola.

Primero, la marcha de sus dos hermanos; luego, la muerte de su padre; ahora…

Buscó en el fondo de su corazón, de su mente, de su alma, y lo único que encontró fue animadversión, rabia, ira.

Aquella ira.

Ya no tenía familia, ni casa.

No tenía nada.

Colocó las manos con las palmas hacia ella y el dorso sobre sus muslos. Sus manos de campesina. Sus manos endurecidas por el trabajo. Sus manos convertidas en armas.

Muy despacio, las fue cerrando.

Y apretó los puños.

A medida que lo hacía, y sin que ella fuese consciente, unas nubes negras, surgidas de la nada, oscurecieron el sol.

Unas nubes que crecieron, crecieron, crecieron…

—Madre, te juro que tu muerte no será en vano —susurró Lin Li—. Si hay un destino, lo encontraré. Si existe una razón por la cual nacimos, daré con ella.

Xu Guojiang, si realmente era él quien le predijo que tendría tres hijos y que uno nacería en un eclipse, le habló de los cuatro elementos. Tierra, aire, fuego y agua. Pero ellos eran tres, Shao, Qin Lu y Lin Li.

Y Jin Chai había muerto sin decirle más.

Las nubes se espesaron. Cubrían ya la totalidad del cielo sobre su cabeza. Pero solo eso. Una isla negra en mitad del azul. Se escucharon truenos.

Retumbó la tierra.

Cayeron una docena de rayos, envolviéndola, rodeando la tumba.

Lin Li se mantenía ajena.

Con los puños apretados, apretados, apretados…

Hasta que levantó la cabeza y gritó.

Gritó.

Con todas sus fuerzas, un alarido infrahumano que el eco expandió en todas direcciones.

El cielo, entonces, se hizo infierno.

Las nubes llegaron a tocar tierra. El retumbar de su energía levantó un viento huracanado que formó una espiral, y en el centro, ella y la tumba, incólumes. Un rayo impactó en el árbol a cuyos pies había cavado la sepultura con las manos. El árbol, partido en dos, cayó desparramando sus ramas. Nada más tocar tierra, una mata de espinos como puñales surgió del suelo y lo cubrió como si fuera una malla de acero.

El grito seguía retumbando.

Y Lin Li tenía los ojos en blanco.

Mirando hacia dentro.

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La lucha era como en su sueño: encarnizada, dramática, sangrienta.

Los hombres se atacaban unos a otros, con una fiereza desmedida. No solo se mataban, sino que exacerbaban su victoria. Cortaban cabezas o hundían espadas en pechos y vientres con gritos de rabia y alegría. Veían los rostros de los derrotados sin experimentar la menor piedad. Y remataban a los heridos sin compasión. Los hierros chocaban en el aire y sacaban chispas de los escudos. Cubiertos de sangre, igual que espectros del averno, avanzaban ciegos en aras de su locura individual y colectiva. El vencedor de un momento era la víctima del siguiente. A veces se peleaba sobre un montón de cadáveres o heridos que formaban una alfombra gimiente.

Shao trataba de conservar la serenidad y la vida.

Aquella era la guerra de la que había escapado.

La guerra que aborrecía.

Miles de hombres muertos por la locura de uno solo.

Y sin embargo, para renacer había que matar, morir…

—¡Shao, allí!

Los voluntarios de Shaishei trataban de permanecer unidos. Avanzaban como uno solo, luchaban con sus espaldas protegidas y ni siquiera obedecían las órdenes de los oficiales de los dos ejércitos. Intentaban vivir. Sobrevivir.

En medio de aquel caos.

—¡Seguidme!

Habían abierto una brecha en la muralla y, por ahí, el ejército del oeste se colaba en Nantang igual que un río de lava. El asedio, que de otra forma hubiera durado días o semanas, se desequilibraba en favor de las tropas invasoras. Los soldados del Reino Sagrado retrocedían paso a paso, no sin antes vender muy caras sus vidas.

Shao tenía una sola idea.

El palacio real.

El emperador.

Si caía el tirano, caería todo.

Sus hombres se retiraron de la lucha y corrieron por la parte izquierda de la muralla. Allí no había resistencia. Algunos habitantes de Nantang se refugiaban en sus casas o se arrodillaban a su paso, esperando una muerte que no llegaba. No eran asesinos. Ellos, no. Ni siquiera encontraron una patrulla o un destacamento de soldados hasta llegar a los jardines que rodeaban la residencia de Zhang.

—¡Los muros de palacio son inaccesibles!

—¡Si han caído los de la ciudad, también caerán estos! —gritó Shao.

Llegó al pie de la enorme pared y no se detuvo. Sacó el cinto y clavó la boca de la serpiente en la piedra. Como si estuviera vivo, los dientes del animal se hundieron en ella y se afianzaron. Una vez tuvo los pies asentados en los dos primeros sillares, repitió el gesto. El cinto se convirtió en una extensión de su mano. Lo desclavaba y lo clavaba sin problemas. A su espalda, los hombres del pueblo invisible le vieron trepar.

—¡Está loco!

—¡Ten cuidado!

—¡No podrás con todos tú solo!

Alguno intentó seguirle, pero fracasó en su empeño.

—¡Aguardad aquí! —fue lo último que oyeron de él.

Cuando llegó arriba, se agazapó entre las defensas del muro. La mayoría de los soldados protegían otro sector, el frontal, por donde se desarrollaba la batalla. Los dos únicos guardias que encontró quedaron fuera de combate sin necesidad de matarlos. A uno lo dejó inconsciente de un golpe. Al otro le arrojó el cinto de forma que la boca de la serpiente se hundiera en su garganta.

Un arma insólita.

¿Y qué más daba?

Tenía dos opciones: encontrar una puerta que abrir, y parecía no haber ninguna por allí, o dar con cuerdas y asegurarlas en las defensas por donde había subido para que sus hombres le siguieran.

Estaba en palacio.

Casi no podía creerlo.

Estaba en la casa de Zhang, el tirano.

Cuando encontró las cuerdas, junto a otros aperos utilizados por los guardias del muro, reprimió un alarido de alegría. Cargó con dos de ellas y regresó a la zona de su escalada.

Si un grupo de apenas treinta hombres podía tomar el palacio real, se sabría muy pronto.

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Qin Lu se estremeció al notar la mano en su frente.

Abrió los ojos y miró a Sen Yi.

—Lo siento. No quería despertarte —dijo él—. Pareces mejor.

—Lo estoy, gracias a ti.

El anciano se arrodilló a su lado. Al hacerlo, Qin Lu vio que había preparado agua y comida, que podía alcanzar con solo extender una mano.

También había leña de sobra. Una fogata dispuesta para ser encendida, la yesca necesaria para prender el fuego y una carga extra de madera.

—¿Te vas?

—He de hacerlo —confirmó Sen Yi—. Tú estás casi curado. Descansa un par de días y podrás reemprender también tu camino.

—¿Tanta prisa tienes?

—Me temo que sí.

—Entonces… no volveremos a vernos.

El anciano no le respondió. En cambio, abrió su bolsa y de ella extrajo un extraño cinto. Era de cuero, sólido, duro, firme, maravillosamente trenzado. Tenía una cabeza de serpiente, con dos brillantes ojos incrustados y los colmillos puntiagudos para que la cola quedara sujeta una vez colocado en la cintura.

—Quiero darte esto —se lo ofreció.

—¿A mí?

—Sí.

—¿Por qué?

—¿Ha de haber una razón para que alguien te haga un obsequio?

—Cuando nadie me ha regalado nada en la vida, sí.

—Me alegra ser el primero —le puso el cinto en las manos—. ¿Te gusta?

—Mucho —se asombró él.

—Deja que te guíe.

Levantó las dos cejas, en un claro gesto de perplejidad.

—¿Que me guíe?

—El cinto señalará tu destino.

—Pero…

—Es cuanto debes saber, Qin Lu —repuso—. El tiempo también apremia para ti. Los próximos días serán decisivos. El futuro de los cinco reinos está en juego.

—¿Qué va a suceder?

—No lo sé —fue sincero.

—¿Y yo qué tengo que ver en todo eso?

—Está escrito.

—¿Escrito? —se inquietó.

—Lo sabrás en su momento. Yo no te he escogido: tú has venido a mí. Sigue tu destino.

—¡No tenía ningún destino! ¡Ni siquiera sé adónde iba!

—Ahora sí —señaló el cinto.

—Espera…

Se incorporó de golpe.

—Confía en ti.

—¡No puedo!

Le miró con unos ojos llenos de paz.

—Sí puedes —asintió con la cabeza—. Todo ser humano nace desnudo, con lo que tiene en su mente, lo que aprende, lo que le hace ser como es. Eso y sus manos —sonrió y dio un primer paso apartándose de su lado—. Si no confías en ti, ¿en quién lo harás? Sigue a tu corazón, pero más a tu instinto. Si la tierra muere, moriremos todos. En los próximos días, semanas, quizás meses, nos jugamos la vida.

Qin Lu se quedó sin aliento.

Quiso levantarse y detenerle, quiso hablar y no pudo. Le vio alejarse y desaparecer sin más, como un fantasma producto de su imaginación.

¿Y si estaba muerto y…?

El cinto vibró en sus manos.

Vivo.

La cabeza de la serpiente incluso parecía sonreír.

86

El palacio real no mostraba ninguna actividad.

Era extraño.

O era tan grande, tan gigantesco, que la defensa se emplazaba en otro lado y ellos avanzaban por el menos esperado; o se habían llevado al emperador a un lugar más seguro y, por lo tanto, aquella zona daba la sensación de estar deshabitada; o las tropas leales a Zhang los aguardaban apostadas en cualquier recoveco para sorprenderlos en una emboscada.

—Cuidado —advirtió Shao—. Esto no me gusta nada.

—¡Han huido!

Las voces callaron, pero los nervios no menguaron. De los treinta y cuatro hombres de Shaishei quedaban en pie treinta y dos, aunque tres estaban heridos.

El fragor de la batalla, de pronto, parecía lejano.

Ellos se encontraban en otro mundo.

—¿Habéis visto esto?

—¡Es oro! ¡Las paredes están recubiertas de oro!

Los murmullos volvieron a cesar.

Shao iba el primero con la espada en la mano, firme y roja de sangre. Ni todas aquellas riquezas conseguían distraer su atención de lo que estaba haciendo.

Sus vidas dependían de ello.

Si atrapaban a Zhang…

Entonces, quizás podría regresar a Pingsé.

Su padre se sentiría orgulloso de él.

Llegaron a una gran sala y comprendieron que se hallaban en el corazón del palacio real.

El salón del trono.

—¿Y ahora qué? —preguntó uno de ellos mirado las puertas que se abrían a ambos lados y al fondo, como si fueran parte de un laberinto insondable.

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Qin Lu no dejaba de mirar el cinto.

Hipnotizado por aquellos ojos.

Seguro de haber sentido su vibración.

Un anciano loco. Solo eso. ¿Qué otra explicación cabía darle, si vivía lleno de soledad en aquellos parajes? ¿Por qué le daba vueltas sí, a la postre, no había ningún misterio que descifrar? Sus palabras no eran más que enigmas. Y hablaba de la tierra, de la vida, la muerte, la naturaleza…

Un simple anciano.

Pero le había salvado.

Se lo debía.

Tendría que seguir a pie, con la cabeza dolorida y el cuerpo torpe.

No iba a esperar.

¿Un día, dos?

No, quería alejarse de allí, marcharse cuanto antes.

«El cinto señalará tu destino». «El tiempo también apremia para ti. Los próximos días serán decisivos. El futuro de los cinco reinos está en juego». «Está escrito». «Yo no te he escogido: tú has venido a mí. Sigue tu destino». «Confía en ti».

Qin Lu paró el alud de palabras que su memoria recuperaba una detrás de otra y se puso en pie con el cinto en la mano.

Iba a sujetárselo alrededor de la cintura.

Y entonces, sí.

Vibró.

Se movió.

Con la cabeza de la serpiente apuntando al suroeste.

88

Lin Li se puso en pie bajo la tormenta, con los rayos azotando la tierra y los truenos estremeciendo la vida que la rodeaba.

Abrió los puños.

Sus párpados volvieron a enmarcar sus pupilas.

Miró al cielo.

Y de pronto, las nubes se desvanecieron.

Ya no hubo truenos. Ya no hubo rayos. En unos pocos segundos apareció de nuevo el sol.

Un sol radiante presidiendo un cielo azul.

Hermoso.

Lin Li no vio nada de todo eso.

Sus ojos estaban quietos, fijos, perdidos más allá de sí misma.

Dejó atrás la tumba de su madre, el árbol derribado, las zarzas con espinas tan agudas como los dientes de un tigre. Lo dejó atrás todo, incluso su dolor.

Solo se llevó la ira.

La ira.

Era cuanto necesitaba.