Capítulo 10

Yo no procuro conocer las preguntas,

Procuro conocer las respuestas.

—Confucio —

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Shao no comprendía los motivos de su inquietud.

¿Era por Xiaofang? ¿Era por ir a la guerra que tanto odiaba? ¿Era por traicionar sus principios en aras de un bien mayor?

Sentía que quería llegar cuanto antes, combatir, derrotar al tirano y regresar a Shaishei.

Su nuevo hogar.

De vez en cuando miraba al sureste, en dirección a Pingsé, a varios días de camino. Pero la mayor de las distancias era la que crecía con el pueblo invisible, a cada paso que daba.

El amor era extraño.

Tan posesivo.

Capaz de atrapar a un ser humano y reducirlo a una forma carente de voluntad y desprovista de nada que no fuera aquella ceguera absoluta.

«Amad con los cinco sentidos», decía Wui, «pero dejad que duerman y descansen por la noche».

Sus compañeros de Shaishei se reían de su apremio. Era el primero en levantarse por la mañana, dispuesto para la marcha, y el último que cerraba los ojos por la noche, incapaz de dominar su tensión. En medio, podía pasar media jornada sin abrir la boca, con la mirada fija en el horizonte.

Otro gran miedo crecía en él.

Ni siquiera había pensado en ello hasta que surgió en su mente, imparable.

¿Y si peleaba contra su propio hermano?

¿Y si en el campo de batalla se encontraba frente a Qin Lu?

Prefería morir antes que hacerle daño.

Morir a pesar de que ahora, más que nunca, deseaba la vida.

El miedo por Qin Lu se fue apoderando de él hasta hacerle enloquecer.

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

—Tienes los ojos…

—Lo sé. Tranquilos.

No lo estaban. Sus compañeros de Shaishei le observaban cada vez con mayor recelo.

Aquella tarde pasaron por un pueblecito devastado.

Arrasado.

La guerra no respetaba espacios. Ciudades o pueblos, ¿qué más daba? Cada cual se forjaba sus propios enemigos.

Volvió a mirar a lo lejos, hacia el sureste.

En dirección a Pingsé.

—¿Estáis bien? —le preguntó al viento.

Si encontrase a Qin Lu, podría llevárselo, arrancarle de su maldito deber, hacerle ver que la vida era un don precioso y conducirlo con él al pueblo invisible. Luego regresarían a Pingsé para hablar con su padre y tratar de convencerle…

No. Yuan estaba marcado para siempre.

—¿Quién habrá arrasado el pueblo que hemos dejado atrás? —le preguntó uno de sus compañeros.

Sabían la respuesta.

El ejército del sur tenía fama de bárbaro, cruel en la guerra, lo mismo que su señor; todo lo contrario que los civilizados habitantes del norte.

—¡Allí! —gritó una voz.

Y a lo lejos los vieron, recortados contra el horizonte, como si los esperaran o los hubiesen visto primero, desde mucho antes.

Sus inesperados aliados.

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El camino se había vuelto peligroso.

—Cuidado —le palmeó el cuello al caballo, inclinándose sobre él mientras le hablaba.

A veces costaba que le obedeciera. El animal no era estúpido. Miraba el abismo con ojos asustados y movimientos nerviosos. Cada vez que sus patas desgajaban alguna roca y esta rodaba montaña abajo, relinchaba como advertencia. Qin Lu solo lo espoleaba si se detenía o vacilaba. Si la senda era angosta, no cabía la menor posibilidad de volver atrás. Si subía, había que hacerlo rápido. Si descendía, controlar muy bien el suelo que pisaba.

Todo con tal de no tropezarse con un ejército o una patrulla.

Coronó una quebrada con mucho esfuerzo. Piedras y más piedras, la mayoría estratificadas. Al otro lado se divisaba un valle espléndido, aunque tachonado por un sinfín de árboles muertos. Pronto estaría de nuevo abajo.

—Despacio.

El animal inició el descenso.

Superó la parte más difícil, llegó a una zona que parecía formar un puente con la última bajada. Una vez allí, todo sería más fácil.

La proximidad del final del camino provocó la precipitación. Qin Lu lo dominó en el primer resbalón. Su montura afianzó las patas traseras y consiguió estabilizarse tras dar unos inquietos pasos.

El segundo fue imposible.

Al pisar con las patas delanteras, parte del suelo se vino abajo.

—¡No! —gritó.

La elección era difícil: o caía con su caballo, abrazado a él, para intentar salvarlo inútilmente, o saltaba y trataba de agarrarse a las rocas en un supremo esfuerzo por no verse arrastrado por el derrumbe.

Qin Lu saltó.

Sus manos se asieron de manera desesperada a un saliente. Respiró aliviado y miró hacia abajo, a tiempo de ver cómo el pobre animal moría.

Todo lo que tenía estaba en aquellas alforjas.

Pero todavía no estaba a salvo.

Intentó elevarse a pulso y la roca que le sostenía comenzó a salir de su encaje.

Se quedó quieto.

Buscó otro apoyo. Lo encontró a poca distancia. Lo malo era que tenía que soltarse de su asidero y alargar el brazo para atraparlo. Eso le dejaba únicamente con un punto de apoyo y todo su peso sostenido en él.

La piedra se salió un poco más.

Ya no se lo pensó dos veces. Tensó el cuerpo al máximo y consiguió colocar la mano en la otra roca. En el momento de soltarse de la primera, esta cayó rodando hacia el encuentro del caballo muerto varios metros más abajo.

Qin Lu estudió la situación.

Subir era muy complicado. Toda fuerza podía significar la rotura de aquellas rocas estratificadas, apenas sujetas unas con otras. Bajar, en cambio, era mucho más sencillo.

Insertó un pie en un hueco de la pared y probó su resistencia. Hizo lo mismo con el otro. Después buscó lugares donde sujetarse.

El camino era largo.

Sudaba.

Sin embargo, la parte final resultó más sencilla.

Mucho más sencilla, aunque…

Cuando las rocas se rompieron con estrépito, dejándolo sin ningún apoyo, Qin Lu supo que su única posibilidad sería caer sobre su caballo muerto.

No fue una caída muy larga, pero sí angustiosa. El impacto acabó de reventar al animal.

Pero Qin Lu no pudo celebrar su éxito.

Una piedra golpeó su cabeza y lo dejó inconsciente.

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Descansaban en una cueva, convertida en un improvisado hogar.

Jin Chai no podía seguir, y ella, descalza, corría el riesgo de ver cómo las heridas llagaban definitivamente sus pies. Su madre insistía en que se pusiera sus sandalias.

Una forma de decirle que la abandonase para salvarse ella.

—Reanudaremos la marcha cuando te sientas más fuerte.

—¿Por qué eres tan tozuda?

—Será porque soy hija tuya —sonreía.

Por lo menos, ya sabía cómo cazar. El cinto se había revelado la mejor de las armas. No les faltaba carne, ni tampoco pescado, pues la habilidad para lanzarlo era la misma en tierra que en un río o un pequeño lago. De noche, al amparo de una fogata, Lin Li contemplaba aquel cuero trenzado en forma de serpiente.

Un misterio.

Y evocaba la figura del anciano que se lo había regalado.

¿Casualidad?

Empezaba a creer que no.

Que todo estaba relacionado.

La muchacha miró las estrellas y se llenó de su belleza, su paz. Nunca había estado tan lejos de su casa, ni de Pingsé. Jamás hubiera imaginado todo lo que acababa de sucederle. Creía que su existencia estaba decidida. Una existencia basada en el trabajo, la vida familiar, un futuro marido, unos hijos, la madurez, la vejez… Todo escrito en el libro de la vida.

De pronto…

Su padre, muerto; Shao, huido; Qin Lu, en una guerra, y ella y su madre…

—Lin Li.

—Sí —se acercó a Jin Chai.

—Hija, he de hablarte.

—Estoy aquí —le tomó una mano con ternura—. Hace una noche preciosa y este silencio es muy dulce.

—Lin Li, si muero…

—¡Madre!

—No —le tapó los labios con su otra mano, temblorosa—. Hay que hablarlo, es necesario. ¿Acaso no te enseñó tu padre a ser valiente y afrontar las cosas? —tomó aire y serenó su espíritu sin dejar de acariciarle la mejilla—. Si muero, júrame que encontrarás a tus hermanos.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Prométemelo.

—¿Crees que ese poder del que hablas me permitirá tanto?

—Prométemelo.

Se rindió. Jin Chai parecía agotada, al límite de su resistencia.

—Te lo prometo. Pero ya verás cómo juntas los encontraremos.

—Ya no, cariño —movió la cabeza de lado a lado y sonrió con abandono—. Tu padre me llama.

—¡No hables así!

—Sé que es el final de mi camino. Lo sé por mí, pero también por ti, porque soy una carga que no puedes llevar por más tiempo —detuvo la protesta de la chica—. Tú eres fuerte, Lin Li. Has de descubrir por qué posees ese don.

—¿Y si no es un don sino una carga pesada con la que deberé vivir?

—No, no puede ser una carga. Tú eres maravillosa. Siempre lo has sido. Los dioses no te habrían impuesto jamás una carga. Los dioses solo hacen diferentes a los privilegiados.

—¿Y si soy un monstruo?

—No lo eres. Yo… he de contarte…

Tuvo una convulsión. Un estremecimiento. Lo que fuera a contarle murió con el agotamiento final, y cerró los ojos plácida, abandonándose a la inconsciencia.

Lin Li soltó una bocanada de aire.

—¿Qué has de contarme, madre?

La sostuvo un momento entre sus brazos, hasta que la acostó en el lecho de hojas que había dispuesto y regresó a la boca de la cueva para seguir mirando el cielo.

El mismo cielo que tal vez estuviesen mirando Shao y Qin Lu en ese instante.

78

Mataba a cuantos se interpusieran en su camino.

Cruel, despiadado.

Cortaba cabezas con la espada, agitaba la lanza con la que se abría paso, arrojaba cuchillos con certera precisión y se defendía con su escudo. Nada ni nadie se resistía a su valor y arrojo. Los hombres le seguían, fieles, atrapados por su magia y sabiéndole invencible. Los contrarios huían asustados, incapaces de hacerle frente por la misma razón. Los cadáveres sembraban el prado y lo regaban con su sangre a medida que avanzaban victoriosos.

De la sangre surgían rosales.

—¡Shao, el grande! —proclamaban sus hombres.

—¡Shao, el héroe! —gritaban sus adláteres.

—¡Shao, Shao!

Más enemigos muertos. Salían de la nada y volvían a ella una vez acababa con ellos.

Sin piedad.

Porque no sentía nada.

Ninguna culpa, ningún miedo. La guerra era para los audaces. En siglos venideros se glosarían su hazañas. Había nacido para forjar su propia leyenda.

—¡Victoria!

No, todavía no.

A lo lejos, aparecía él.

Tan implacable, tan fuerte, tan valiente.

Con cientos de soldados no menos muertos rodeando la tierra que le envolvía.

—¡Tú!

Su enemigo le miraba.

Le retaba.

Shao corría a su encuentro.

Un rival, un luchador digno de él.

Corría matando a cuantos trataban de impedir su avance, para sostener el gran combate con el campeón de las tropas del emperador, el hombre que…

Se detenía ante su figura envuelta en las sombras. Aferraba la lanza, la espada. El desafío estaba sellado. Uno moriría. El otro llevaría a la gloria a su ejército.

Y de pronto…

—¡Qin Lu!

—¡Shao!

Frente a frente, los dos.

El desconcierto.

—No puedo matarte… —decía Shao bajando las armas.

—¡Yo, sí! —le atacaba su hermano—. ¡Por el emperador!

Entonces la pelea se convertía en una lucha de titanes, algo dantesco, porque Shao se defendía, intentaba evitar lo inevitable, retrocedía paso a paso ante el empuje de Qin Lu.

—¡Desertaste!

—¡No quería la guerra! ¡Por favor, volvamos juntos a casa!

—¡No!

Las tropas asistían expectantes al duelo. Los dos campeones. Los dos héroes.

Pero uno no peleaba.

El escudo de Shao estaba machacado, inservible. Con el siguiente golpe, Qin Lu lo partiría en dos. Y después…

Moriría.

—¡No quiero hacerte daño!

—¿Daño? —la risa de Qin Lu era demoníaca, infrahumana.

Ya no le reconocía.

De pronto, aprovechando la fiereza y la seguridad de su oponente, convencido de la victoria, levantaba su espada y se la hundía en el pecho desguarnecido.

—Hermano… —gemía entre lágrimas—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—¡Shao!

¿Quién le llamaba?

—¡Shao, despierta!

¿Despertar?

Abrió los ojos y se puso en pie de un salto, con la espada en la mano. Hubiera ensartado al que acababa de zarandearle para que dejara de gritar en sueños.

—¡Shao, por los dioses, cálmate!

Qin Lu no estaba muerto.

Ni siquiera estaba allí.

Era de noche.

Los soldados y los amigos de Shaishei que dormían cerca le contemplaban preocupados.

—¡Mañana llegaremos a las afueras de Nantang! —se desesperó su compañero—. ¿Se puede saber qué te sucede? ¡Te estás volviendo loco!

Shao acompasó su respiración.

Loco.

Volvió a tumbarse en el suelo, con la espada al lado, y miró las estrellas que parecían burlarse, formando una enorme sonrisa sobre su cabeza.

Sabía que ya no podría volver a conciliar el sueño.

79

Lo primero que vio Qin Lu al abrir los ojos fueron las estrellas que se columpiaban en el cielo.

Lo segundo, la hoguera que le calentaba.

¿O ardía por la fiebre?

Se llevó una mano a la cabeza y palpó la venda. El dolor era intenso. Como si llevara incrustada una brasa en el cerebro. Cerró los ojos e intentó recordar lo sucedido.

La caída, el caballo, las rocas…

—Tranquilo —oyó una voz a su lado—. Estás bien, muchacho. Nada que no se cure con descanso y algunas plantas medicinales. El corte no ha sido profundo a pesar del golpe. Los jóvenes tenéis la cabeza dura.

Entreabrió los párpados despacio.

Al amparo de la fogata que le iluminaba, vio a un anciano de cabellos blancos: pelo, barba, bigote, cejas… Los ojos, la nariz y la boca apenas se intuían bajo la densidad capilar.

Pero tenía una mirada tan dulce como su voz, y sonreía.

—¿Dónde…?

—¡Chst! —le puso un paño húmedo en la frente—. Apenas si he podido moverte mucho, unos metros. Pero este es un buen lugar, agradable y seguro. Lo importante es que estás a salvo.

A salvo.

Su mente retrocedió un poco más. La luz se hizo despacio, iluminando los recovecos más oscuros de su memoria.

Xue Yue, el emperador, Lian, la guerra…

—La guerra…

—Está muy lejos de aquí, hijo —dijo el anciano con voz triste.

Volvió a concentrarse en él.

Vestía una túnica blanca y tenía una especie de zurrón al lado. Qin Lu vio unos árboles cerca. Al otro lado, los riscos por los que había caído.

De no haberlo hecho sobre el caballo.

—Oh… —sintió un pinchazo en la cabeza.

—Descansa. Mañana hablaremos.

—No, espera —le detuvo impaciente—. ¿Quién eres?

—Nadie —plegó los labios y se encogió de hombros—. Un caminante, solo eso. Has tenido suerte de que anduviera cerca y viera el revoloteo de los buitres. Esos no pierden el tiempo, así que pensé que podía haber alguien herido.

—¿Vives cerca?

—No. Mi casa es el mundo.

—He de… —hizo un fallido gesto tratando de incorporarse.

—No seas imprudente —lo detuvo el anciano—. Es de noche. ¿Quieres tropezar y caerte, suponiendo que puedas dar más allá de tres pasos? Vas a necesitar unos días para recuperarte.

Casi se echó a reír.

¿Unos días?

Tenía todo el tiempo del mundo.

Ni siquiera sabía adónde se dirigía.

—Tómate esto y duerme —ordenó el hombre.

Era un brebaje infecto, pero lo sorbió sin protestar. Luego se reclinó de nuevo y miró el fuego.

Su último pensamiento fue para Shao.

Después se durmió sin darse cuenta.

80

Lin Li abrió los ojos y vio a su madre a su lado, tendida en el suelo, mirándola con ojos exhaustos.

—¡Madre!

Se levantó y se acercó a ella. Le tomó la cabeza.

Ella esbozó una sonrisa de amor.

La última sonrisa.

—¡Madre! —lloró la muchacha.

—Escucha, Lin Li —la voz estaba llena de grietas—. Has de saber algo… Algo que tenía que haberte contado hace mucho… mucho tiempo. A ti… y a tus hermanos.

—No hables, por favor —intentó evitarlo.

—No, ya es tarde. Es la hora. Las dos lo sabemos. Solo quiero… —tosió una vez, dos, y tuvo que acompasar la respiración antes de proseguir—. Sabes que tu padre y yo conseguimos ser padres muy tarde, cuando habíamos perdido toda esperanza…

—Lo sé.

—De pronto, en poco tiempo, tres hijos. Una bendición —la mirada fue armoniosa—. Algo tan… increíble que… —vaciló—. Yo ni siquiera le creí cuando me lo dijo.

—¿Decirte qué? ¿Quién?

—Un hombre muy viejo, mucho —pareció evocarlo en su mente—. Fue él quien una tarde, en el campo, se acercó y, tras poner una mano en mi vientre, me anunció lo que iba a suceder.

—¿Te dijo que serías madre tres veces?

—Sí, y no le creí hasta que… llegó Shao, y después, Qin Lu, y finalmente, tú.

—¿Quién era ese hombre?

—Xu Guojiang.

—¿El Gran Mago? —desorbitó los ojos.

—Sí.

—¿Te dijo él que era Xu Guojiang?

—Sé que era él. Lo supe después de que nacierais y su rastro se hubiera perdido, según dicen. Yo… sentí la misma energía que sientes tú ahora, pero en mi vientre. Una energía llena de paz y amor, de vida y esperanza.

—¿Te dijo algo más?

—Sí.

Lin Li casi dejó de respirar.

En cambio, la respiración de Jin Chai se aceleró y su pecho se agitó batido por la emoción.

—Me dijo que mis tres hijos… serían diferentes, especiales, únicos… Tres hijos forjados… con los elementos… de la vida. Y que uno de los tres nacería… —dominó un sobresalto de dolor—. Nacería… en un eclipse de luna… Y que no lloraría ni daría la menor muestra de vida hasta… hasta que el primer rayo de sol… le alumbrara y penetrara en… su…

—¿Quién de los tres nació así, madre?

Lo supo aun antes de que ella lo expresara con palabras.

—Tú, Lin Li.

—Pero eso no significa…

—Era una señal, ¿no lo comprendes? ¡Una señal! —se aferró a ella de pronto—. En el pueblo dijeron que era un mal augurio. Ignorantes. ¡Ignorantes! Pero yo no podía decirles nada. ¿Cómo hacerlo? ¿Revelar que mis hijos eran distintos porque el Gran Mago me había…?

—¿Te había qué, madre?

—El destino, los cuatro elementos… Tierra, fuego, aire, agua… —perdió sus últimas fuerzas.

—Madre, no… —gimió Lin Li.

Un suspiro. Un breve ronquido. El estertor de la muerte. La mano cayó y los ojos perdieron su brillo.

—¡Madre!

La abrazó con desesperación, para llevarse el calor de aquel cuerpo que le había dado la vida y no olvidarlo jamás.

Luego lloró, vaciándose hasta quedar seca.