¿Me preguntas por qué compro arroz y flores?
Compro arroz para vivir
Y flores para tener algo por lo que vivir.
—Confucio —
Treinta y cuatro monturas.
Treinta y cuatro hombres.
La selección había sido difícil, porque los candidatos eran medio centenar. Durante años, Shaishei fue un pueblo pacífico, habitado por quienes un día no quisieron ir a la guerra. Ahora todo era distinto. Nada los protegía, no eran invisibles, y la guerra, otra más, finalmente los había alcanzado.
Si derrocaban al tirano, todo terminaría rápido. Y mientras las tropas victoriosas discutían el nuevo orden, quizás el pueblo volviera a rodearse de aquella maleza que los aislaba del mal.
Quizás.
Porque la madre naturaleza estaba enferma, muriéndose por los cinco reinos.
Algo que la guerra no solucionaría.
Shao iba al frente del grupo. Cabalgaban en diagonal, en dirección noreste. Tarde o temprano se encontrarían con el ejército del Reino del Oeste, que debía de dirigirse ya hacia el corazón del Reino Sagrado, Nantang. Pensaban unirse a ellos, aunque formando un escuadrón propio. Si ellos no los aceptaban, lo intentarían con el ejército del sur.
Pero los aceptarían.
Eran treinta y cuatro valientes.
—¿Descansamos, Shao?
—Un poco más, hasta que ya no quede luz.
—¿Y si nos encontramos con otra patrulla del Reino Sagrado?
—Volveremos a combatir, o los engañaremos y fingiremos ser leales al emperador.
Los hombres de Shaishei veían en él un líder nato.
Un líder que había huido de Pingsé para no luchar.
«En ocasiones, el ser humano no tiene más remedio que detenerse y enfrentarse a sus demonios», decía el maestro Wui. «En ocasiones hay que dar un paso atrás para tomar impulso y volver a dar dos hacia delante».
La vida era compleja.
Shao se pasó una mano por el rostro para quitarse el sudor.
El mismo rostro que Xiaofang había acariciado y besado en la despedida.
—Si no vuelves, te mato.
—Volveré.
—Júramelo.
—No es necesario que te jure lo único que tiene sentido para mí. A fin de cuentas, empiezo a entender qué me impulsó a irme de Pingsé para cruzar el Reino Sagrado.
—¿Instinto?
—Tu llamada. Hay gritos silenciosos que llegan mucho más lejos que los que salen de la garganta.
El último beso había sido el más intenso.
El alimento del espíritu.
—Fíjate, Shao. Cada vez hay más árboles muertos. Está claro que lo que sea que mata a los bosques en el norte y en el sur, está llegando aquí.
—Es un mal presagio.
—¿De qué servirá ganar una guerra si perdemos el mundo?
No tenían respuesta para esa pregunta.
Otra noche durmiendo al raso, bajo el amparo de una fogata.
A mitad de la siguiente jornada vieron, a lo lejos, al ejército del oeste avanzando hacia el corazón del Reino Sagrado.
Qin Lu hubiera cabalgado sin parar día y noche; lo único que quería era alejarse lo más posible de Nantang, dejar de pensar, dejar de atormentarse, escapar de aquel dolor atroz que le laceraba el alma y le devoraba la mente.
Muy pronto comprendió dos cosas.
La primera, que todo estaba en su interior y jamás se desprendería de ello, por mucho que huyera.
La segunda, que dependía de su caballo, y si lo reventaba se quedaría solo, perdido en mitad de ninguna parte.
—Lo siento, amigo —abrazó la cabeza del noble animal, al límite de sus fuerzas.
El ejército del oeste avanzaba en línea recta desde Jiengsi hasta Nantang. El del sur subía en vertical desde Zaobei hasta la capital del Reino Sagrado. Lo más lógico era que se encontrasen cerca de la ciudad para unir sus fuerzas y combinar la estrategia del ataque.
¿Adónde podía ir él, entonces?
Justo en diagonal, en dirección suroeste, a la zona de los grandes lagos, para eludir a los dos ejércitos.
No quería más guerras.
Tenía suficiente.
Quizás encontrase a Shao y entonces los dos podrían regresar a Pingsé.
¡Pingsé, en el camino del ejército del sur!
—Cálmate, no pienses. Te volverás loco —se dijo.
El caballo relinchó.
Parecía entenderle.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
Ya hablaba con su caballo. Se empezaba a volver loco.
Eso, sin duda, sería lo mejor.
Por algo se veneraba a los locos en los cinco reinos.
Trataba de no pensar en Xue Yue, pero la llevaba clavada en su corazón. La veía en la luna, de noche, y en las flores, de día. La veía en alguna de las escasas nubes blancas que pasaban por el cielo, y reflejada en los pequeños riachuelos. Y eso le adormecía, le atontaba, le hacía dejarse llevar sin más por su caballo. Deseaba dormir porque soñaba con ella, aunque a veces los sueños fueran terribles y angustiosos, y la veía sufrir, llorar, morir…
Morir.
¿Qué sería de Xue Yue si el emperador perdía la nueva batalla?
¿Y si ganaba?
Le había jurado no volver, no volver, no volver…
¿Por qué lo hizo?
Aquella noche, sentado bajo un árbol, se dio cuenta de algo.
El árbol en el que se apoyaba estaba muerto.
Seco.
Y no era el primero que veía.
Los hombres se mataban y, a su alrededor, la tierra se moría. Se mataban por ella, acusándose unos a otros de ser los culpables, en lugar de unirse y buscar juntos la raíz del problema.
—Locos, locos —murmuró.
Cerró los ojos y, esta vez sí, soñó que paseaba con Xue Yue por un jardín hermoso, libres los dos, felices, sonrientes y cogidos de la mano.
Dos jóvenes como tantos otros.
Porque en los sueños no había privilegios.
No tenían fuerzas para hablar.
Solo caminaban, comían frutos de los árboles, saciaban su sed y descansaban cuando ya no podían más, que era a menudo, pero siempre alerta, por si había más soldados en la zona.
Hasta que no se apartaran lo suficiente del paso del ejército del sur, no estarían a salvo. Si se tropezaban con él, lo más seguro era que a Jin Chai la abandonaran a su suerte, y a ella se la llevaran para que les sirviera de cocinera… o algo peor.
Los soldados, fuera de sus casas, de sus familias, de sus ambientes, convertidos en números de una compañía y contagiados unos a otros, eran bestias.
—Lin Li…
—Espera, madre —susurró ella.
Caminó unos pasos atrás, se subió a un árbol. Cuando llegó a la copa, aguzó el oído y miró a su alrededor.
Nada.
Silencio.
Sin embargo, antes de bajar, se dio cuenta de algo.
Desde allí arriba, el bosque se veía tachonado de pecas marrones. Pecas que marcaban el emplazamiento de árboles muertos.
Y eran muchos.
Lin Li no podía creerlo.
Desde el suelo, la magnitud de la tragedia no parecía tanta. Un árbol muerto aquí y otro allá, eso era todo. Pero desde las alturas, viendo el bosque en su totalidad…
—¿Qué nos está pasando? —suspiró.
Regresó junto a su madre. Jin Chai tenía los ojos cerrados y se recostaba en una piedra, con los pies hundidos en un remanso del riachuelo que iban a cruzar. El nivel del agua había descendido tanto, que se apreciaba la diferencia de coloración a lo largo de su curso.
—Tus pies —musitó la mujer.
—Ya no me duelen —ella le quitó importancia.
—Cuando muera, toma mis sandalias.
—Madre, calla.
—Ya no puedo más, hija.
Lin Li también introdujo los pies en el agua. Los tenía casi insensibles, con las plantas endurecidas y los cortes convertidos en costras sobre la piel. De no haber sido por sus conocimientos sobre plantas curativas, se le habrían infectado las heridas y hubiera sido peor.
Solo necesitaba descansar un par de días, o encontrar unas sandalias.
Jin Chai rompió a llorar.
—Madre…
—Nuestro pueblo… —gimió ella—. Todo perdido, todo…
—Volveremos.
—Yo, no.
—Volveremos y empezaremos de nuevo.
Jin Chai la inundó con una mirada en la que naufragaba toda resistencia.
—Shao tenía razón —dijo—. Por eso se marchó. No hay honor que valga. Estúpidas palabras grandilocuentes… Lo único que importa es la paz. ¡Maldita guerra!
—Duerme un poco.
—No, no quiero dormir —insistió—. Necesito hablarte.
—¿De qué?
—Busca a Shao, y también a Qin Lu. Tú sabes que están vivos, ¿verdad?
—Sí, lo sé.
—Los bosques se mueren porque están cansados de nosotros. No los cuidamos, les robamos todo: madera, frutos… Creemos que son para siempre, y no es cierto. Los árboles estaban aquí mucho antes de que apareciéramos los humanos. Son los auténticos habitantes del mundo. Nosotros no somos más que moho, escoria, parásitos que viven de ellos y de la naturaleza.
—¿Y qué podemos hacer?
—Tienes un poder, Lin Li.
—No es cierto —bajó los ojos, avergonzada.
—Lo tienes —insistió con tesón—. Puedes canalizar la energía y dirigirla.
—Solo si estoy muy enfadada.
—Utiliza ese poder, hija. Lo que hiciste a esos soldados…
Lin Li se miró las dos manos abiertas y con las palmas vueltas hacia arriba.
Las manos de una campesina.
Que tuvieran un poder era tan absurdo…
—Los cielos arrojan rayos en la tormenta. Tú también.
—No sé qué pueda ser, madre.
—No importa. Ya lo averiguarás. Has de seguir y encontrar las respuestas.
—Lo haremos juntas.
—No. —Jin Chai llenó los pulmones de aire y bajó sus párpados con abandono—. Es tu destino, no el mío.
Lin Li ya no dijo nada.
Vio cómo su madre se dormía, sin mover los pies del agua, envuelta en una dulce paz.
«Cada ser humano tiene algo en su interior que le diferencia de los demás. Lo importante es descubrir qué es», decía el maestro Wui.
¿Su poder era lo que le diferenciaba de los demás?
¿Por qué?
Y sobre todo, ¿por qué ella?
Sus movimientos fueron deliberadamente lentos, y se detuvieron en el momento en que los soldados que formaban la avanzadilla del ejército del oeste los vieron.
Luego aguardaron el encuentro.
Primero los rodearon, con las lanzas en ristre. Después, un oficial se destacó de la tropa para cabalgar hasta ellos.
—¿Quiénes sois? —quiso saber.
—Luchadores de la libertad —proclamó Shao.
—¿De dónde venís?
—De las montañas —mintió—. Somos nómadas.
—¿Y qué es lo que queréis?
—Unirnos a vosotros para ir a Nantang a pelear contra el tirano.
El oficial los contó.
—¿Treinta y cuatro hombres?
—Sí.
—No sois muchos.
—Pero valemos por sesenta y ocho, o por ciento treinta y seis.
—No pareces un fanfarrón.
—Y no lo soy. ¿Quieres que te lo demostremos?
Los soldados que los rodeaban se inquietaron. Sus lanzas se tensaron más.
—¿Cómo sabemos que no sois espías o traidores?
—Te lo demostraremos en la primera batalla.
El oficial pasó una mirada por sus hombres. Vaciló por última vez. Su caballo relinchó y agitó una pata en el aire.
—¿Tienes miedo de nosotros? —preguntó Shao.
—No seas estúpido.
—Entonces llévanos a presencia del general Po y que él decida —le propuso Shao.
Era la única alternativa.
—¡No os mováis de aquí! —se rindió el oficial espoleando su caballo para regresar con el grueso del ejército, que seguía avanzando por detrás.
Desde lo alto de una montaña, fuera de toda ruta conocida, Qin Lu vio al ejército del oeste avanzando implacable entre bosques y valles, tierras y quebradas. En la vanguardia, a cierta distancia, se divisaban más soldados, formando un círculo en cuyo centro parecían esperar unos jinetes.
Pensó que serían prisioneros, una patrulla del Reino Sagrado que había sido capturada o se acababa de rendir para cambiar de bando.
Calculó cuánto le separaba de las tropas y dedujo que media jornada, quizás más, dependiendo del terreno.
¿Y si se unía a ellos, combatía al emperador y, de esta forma, regresaba a Nantang?
¿Y si olvidaba el juramento hecho a Xue Yue?
¿No era peor deshonor dejar atrás a la persona que más amaba por la necesidad de salvar la vida?
Continuó sobre su caballo, viendo los movimientos de las tropas, hormigas avanzando al paso, y también cómo unos jinetes dejaban la vanguardia para galopar hasta la cabeza de la marcha. Hablaron con alguien, probablemente los comandantes, y luego más jinetes recorrieron el camino a la inversa, de vuelta al lugar en el que se encontraban los detenidos.
Al final todos esperaron la llegada del ejército, y la vanguardia volvió a tomar un poco de delantera para otear el terreno y evitar cualquier emboscada. El grupo de jinetes pasó a formar parte del ejército.
Qin Lu reanudó la marcha.
Se olvidó del tema.
En unos días, Nantang sería un infierno.
Tanto si cayera el tirano, como si sucumbieran el oeste y el sur.
—¿Dónde estás, Shao? —le preguntó al bosque.
Un bosque que, de pronto, dejó de ser verde.
Qin Lu se internó por un mundo silencioso.
Un mundo sin pájaros.
Un mundo de árboles muertos.
El caballo relinchó, inquieto.
Notaba el amargo silencio de la muerte.
Detuvo al animal y bajó de él. Cogió un puñado de tierra y lo observó. Era campesino, sabía cuando algo rezumaba humedad y, por lo tanto, vida, y cuando estaba seco. La tierra se escapó entre sus dedos formando una cortina de arena yerma.
Allí no había nada, ni siquiera hormigas.
Subió de nuevo a la grupa del caballo y reanudó el camino.
Hasta salir de aquel bosque ya condenado.
La tierra iniciaba el grito final.
Y con él…
Lin Li llevaba mucho rato quieta.
El conejo no era muy grande, pero sí suficiente para ella y su madre. Necesitaban comer algo de carne.
El animal se aproximó, inocente.
Saltaba, olisqueaba, dirigía sus orejas hacia el menor de los ruidos del bosque, comía alguna semilla caída y luego volvía a saltar, a olisquear, a vivir en constante tensión porque le iba la vida en ello.
Cuando lo tuvo a unos pasos de distancia, Lin Li apretó las mandíbulas y cerró los puños. Sus ojos se convirtieron en puñales.
Quería que el animal muriera, o volara hasta ella, o saliera despedido para estrellarse contra un tronco, como les había sucedido a los dos soldados.
El conejo no se inmutó, ajeno a todo peligro.
—Vamos, vamos… —musitó ella.
¿Por qué necesitaba de la ira para activar aquel poder?
¿Por qué solo de la furia y la rabia surgía… aquella energía?
Se sintió desfallecer y sus manos cayeron a ambos lados de su cuerpo. Al hacerlo, la derecha rozó el cinto que le había regalado aquel anciano.
Frunció el ceño.
Y se lo quitó.
Miró la cabeza de la serpiente, los ojos brillantes, los dos colmillos que se unían a la cola para cerrar el círculo.
Los dos colmillos.
Entonces escuchó aquella voz en su interior.
Supervivencia, instinto.
Tomó el cinto por la cola, lo levantó sobre su cabeza, le dio vueltas para coger velocidad y luego lo lanzó en dirección a su desguarnecida presa.
Un breve vuelo.
Los colmillos de la serpiente se hundieron en el cuello del animal.
El conejo dio un salto, intentó huir, pero al instante fue como si sus patas se agarrotaran y el cuerpo dejara de obedecerle. Cayó de lado, se estremeció y se quedó quieto.
Muerto.
Lin Li reaccionó.
Una cosa era su instinto, y otra muy distinta, que aquello hubiera funcionado.
Se olvidó de sus pensamientos.
Tenían una cena caliente, algo con lo que recuperar fuerzas.
Era todo lo que le importaba.