Capítulo 8

En los asuntos del mundo,

Un caballero no tiene una posición predeterminada:

Adopta la posición que es justa.

—Confucio —

56

La reunión del consejo había terminado. Representantes de todas las familias de Shaishei habían asistido a la asamblea para debatir el único punto del día. Ahora la gran cabaña estaba vacía salvo por la presencia de Nin Yu, sentado en la silla correspondiente a la máxima autoridad.

Shao se acercó a él.

El jefe del pueblo invisible sonreía.

No era difícil interpretar su gesto. Conocía la respuesta aun antes de que se celebrara aquella reunión. Pero el protocolo debía mantenerse.

Era la ley.

—Shao —inclinó la cabeza el hombre.

—Nin Yu —le secundó él.

—Enhorabuena.

—Gracias.

—Ya eres uno de nosotros. La comunidad te ha aceptado. Hoy es un día feliz para todos.

—No os defraudaré.

—Sé que no lo harás. Lo supe desde el mismo momento en que te vi.

—¿No dudaste?

—Ese cinto… —señaló la tira de cuero atada a su cintura—. Primero no quise comprender. Luego entendí que si eres un enviado de Sen Yi, será por algo.

—¿Por qué he de ser un enviado?

—Es la primera vez que veo una representación de nuestra estatua en manos de un ser humano.

—Y no puede ser casual.

—No. Tú lo sabes.

—Pones sobre mis hombros una pesada carga.

—Todos llevamos cargas. Lo que el destino elige para nosotros las hace insoportables o maravillosas.

—Si el destino está trazado…

—No, no lo está. Lo forjamos nosotros, pero nos dirigimos hacia él a través de muchos caminos.

—Este parece ser el final de todos esos caminos. —Shao abrió los brazos como si abarcara al pueblo entero.

—Entonces viviremos en paz una larga y hermosa vida —repuso Nin Yu mientras le tendía la mano para unir sus brazos en un gesto de hermandad.

Caminaron unos pasos en dirección a la puerta de la gran cabaña.

—Necesitaré un lugar donde vivir —dijo entonces Shao.

—No te preocupes por eso. Construiremos entre todos una cabaña para ti. Mientras, puedes quedarte en mi casa. Será un placer tenerte con mi familia.

Apenas unos pocos pasos más.

—¿No me preguntas por qué me voy de casa de Xiaofang?

—Primero eras su paciente. Ella te encontró y fuiste su responsabilidad. Ahora os amáis, y todos sabemos que no puedes vivir en su casa sin un vínculo.

Shao forzó una sonrisa.

—¿Lo sabéis?

—Sí.

—¿Todo el pueblo?

—¿Te asombra? —soltó una carcajada Nin Yu—. Yo lo supe desde el primer día, viendo cómo os mirabais. Parecíais querer arrancaros los ojos, y sin embargo…

—Vaya —se rindió.

—Escucha, Shao —el jefe del pueblo le detuvo antes de llegar a la puerta—. El amor que has hallado y te ha dado la paz, también ha significado la desgracia de otro. Te hemos ganado a ti, pero hemos perdido a uno de los nuestros. No lo olvides nunca.

—¿Fu San?

—Sí. Se ha ido esta mañana, antes de la asamblea.

—No lo sabía.

—Un enamorado despechado es peligroso. Quizás vuelva.

—Xiaofang nunca le ha querido.

—Pero Fu San mantenía su esperanza. Contigo ha terminado. Es la primera vez que algo así enturbia nuestra vida.

—Lo lamento.

Nin Yu le palmeó la espalda y volvieron a andar.

Salieron al exterior.

—Gánate el respeto de todos. Es cuanto te pido —manifestó orgulloso mientras los primeros vecinos se acercaban ya para felicitar a Shao.

57

Qin Lu no recordaba haber visto a Lian tan enfadado.

Ni siquiera el día que, tras hablar con el emperador y enfrentarse al oráculo, había dado un puntapié a aquel escudo.

—¡Maldición! ¡No hay nadie cuerdo en este mundo! ¿Cómo puede escuchar a esos dos insensatos? ¿Cómo pueden un falso mago y un iluso que dice interpretar las estrellas haberse convertido en la conciencia del Hijo del Cielo? ¿Es que solo nosotros vemos la realidad?

Estaban solos. La reunión del estado mayor acababa de terminar, con todos sus malos presagios y sus vientos de guerra helándoles la sangre. Qin Lu dudó entre irse o quedarse. Pero esperó la orden de Lian.

Más que su ayudante personal, parecía un hijo.

O su aprendiz.

—¿Qué piensas?

—¿Yo, señor? —se le doblaron las rodillas.

—¡Sí, tú, dímelo!

—No sé…

—¡Habla sin reservas, maldita sea! ¡Estamos solos!

Lo hizo.

Temblando, pero lo hizo.

—El emperador se equivoca, mi general.

Lian lo atravesó con su mirada.

El emperador nunca se equivocaba.

Podía estar mal aconsejado, pero nunca se equivocaba. Su palabra era la ley. Los dioses hablaban por su boca.

—¿Qué será de nosotros? —suspiró Lian, abatido.

Qin Lu bajó la cabeza.

Ya no había opción de atacar al ejército del oeste. Y no la había porque los dos reinos, el del oeste y el del sur, se habían aliado para aprovechar la debilidad del Reino Sagrado y derrocar al emperador.

Podía ser el fin de una era.

El fin de todo.

Lian acababa de ordenar que se reclutara a todos los mayores de trece años para nutrir al ejército.

Niños.

—Cuando vivías en tu pueblo, ¿qué pensabas del emperador?

—Nada, señor.

—¿Y en tu casa, tu familia?

—No éramos más que campesinos.

—¿Qué hay de ese hermano tuyo, el desertor?

No le gustaba el sesgo de la conversación, por mucho que Lian pareciera cordial.

—¿Sabéis eso?

—Yo lo sé todo. Responde.

—No quiso luchar.

—¿Por qué?

Tenía la boca seca y la cabeza aturdida.

Las verdades nunca eran iguales para todos.

—Mi hermano decía que Zhang es un tirano, mi general.

Otra mirada.

Más dura.

—El poder no siempre es fácil de manejar, Qin Lu —manifestó como si reflexionara en voz alta.

—Pero el poder lo tiene un solo hombre, y de él dependen miles de personas.

Lian se acercó a él. Sus ojos eran fríos; su boca, una mancha oscura. Desenvainó la espada a menos de un metro y luego apoyó la punta en la garganta de Qin Lu.

Solo con tragar saliva, rozaría aquel acero brillante.

—Es el emperador —pronunció las tres palabras como dardos.

—Sí…, señor…

—Le juramos fidelidad, respeto. Nosotros no somos más que simples seres humanos destinados al olvido. Él, no. Él es mucho más que todo. Incluso en manos de esos dos farsantes, Qin Lu.

—¿Tanto le queréis?

La espada tembló en su mano.

—Es mi amo —dijo Lian.

Qin Lu recordó las palabras de su maestro Wui:

«El hombre con amo no es hombre, sino bestia. El hombre sin entidad propia es esclavo de los demás, no libre. Si encontráis una alimaña, no la miréis a los ojos: despreciadla y alejaos».

—Lo… siento, general.

Lian guardó su espada.

—Prepárate —le ordenó sin más—. Mañana nos iremos. Esta es nuestra última noche en palacio.

58

Llegaba la hora de separarse, y les costaba.

De día todo era trabajo, y había mucho. El único momento de soledad compartida era el anochecer, cuando se encontraban, paseaban, hablaban o simplemente se miraban, dejando que los dedos de sus manos juguetearan y sus labios robaran aquellos besos escondidos.

La noche era su amiga.

—Vamos, vete —le pidió Xiaofang.

—No, tú. Déjame ver cómo te alejas.

—¿Por qué?

—Me gusta.

—¿Te gusta ver cómo me voy?

Le selló los labios para que no se inventara excusas. Era peleona. Le encantaba discutir, ponerlo a prueba. Y lo único que él quería era mirarla, sentirla. De noche, su piel era blanca y pura, y sus ojos, dos estrellas. Separarse era lo peor.

—Creo que te intuía —musitó ella.

—Algo me guió hasta ti.

—Cuando te vi…

—Me sacaste las uñas.

—Porque me enfurecí conmigo misma. De pronto me vi tan vulnerable y me sentí tan niña…

—Vieja.

—Tengo dieciocho años, pero a veces me siento como si hubiera vivido mucho, sí.

—¿Aquí, en el paraíso?

—No creas que ha sido todo tan fácil. Perdí a mis padres, a mi hermana…

—No, esta noche no —volvió a besarla.

Cerraron los ojos.

Y se acunaron una vez más en el tiempo.

Hasta que de pronto, aun en la negrura, Shao percibió el resplandor.

Abrió los ojos y entonces demudó su expresión.

Un espectacular muro de fuego acababa de surgir a espaldas de Xiaofang y abrasaba ya el cinturón de vegetación que los protegía.

—¡Pero qué…! —apartó a Xiaofang de golpe.

Ella volvió la cabeza.

Dilató las pupilas.

No fueron sus voces las que alertaron a Shaishei. De dos partes distintas sonaron sendos gritos.

—¡Fuego!

—¡El bosque está ardiendo!

Echaron a correr aun sabiendo que era inútil, que jamás lograrían apagar aquella cortina ígnea. Como mucho, debían impedir que llegara al pueblo, a las casas.

Cuando desembocaron en la plaza, Nin Yu ya se estaba encargando de repartir las tareas.

—¡Cortad árboles! ¡Formad un círculo que proteja las casas! ¡Traed agua en cubos, toda la que podáis!

La diáspora fue general.

Los esperaba una larga noche.

59

El dolor les hacía besarse una y otra vez, sin parar, sin hablar, mojando sus labios con sus lágrimas. Cuatro manos no eran suficientes. Hubieran querido tener más, muchas más, para envolverse con ellas y saciarse hasta la borrachera de los sentidos.

La última noche.

Se sabían demasiado jóvenes para entender el abismo escondido tras la palabra «adiós».

—Qin Lu…

—No, no.

—Moriré sin ti.

—Espérame.

—Lo haré, eternamente.

—No, eso es mucho tiempo. Volveré, te lo prometo.

—¿Cuándo?

—Xue Yue…

Les dolían los labios, los ojos, el cuerpo, pero más el corazón, que parecía dispuesto a estallar. Qin Lu deslizaba los dedos por aquel rostro perfecto, seguía la línea de la boca, la nariz. Xue Yue lamía sus párpados, bebiendo cada gota que fluía través de ellos.

Los devoraba una urgencia desconocida.

Querían quemar una vida entera en un instante.

—Te quiero.

—Y yo a ti.

—No podré amar a nadie más, nunca.

—Ni yo.

—Qin Lu, Qin Lu, Qin Lu —lo repitió una y otra vez.

Estaban solos, desguarnecidos, ajenos al mundo entero.

O eso creían.

No notaron nada.

Ni la presencia de los guardias, ni la del emperador, ni la de Zhu Bao y Xianhui.

La primera señal fue aquel grito.

—¡Xue Yue!

Fue un trueno inesperado.

La voz de Zhang provocó el terremoto de la muerte en sus almas.

—¡Padre!

Qin Lu intentó resistirse. Más por defenderla a ella que por arrojo o deseo de rebelarse contra su destino. Los guardias le cayeron encima. Una docena de manos le sujetaron de pies a cabeza, obligándole a postrarse ante el emperador con los ojos hundidos en el suelo.

—Lo sabíamos —escuchó la voz de la hermana mayor de Xue Yue.

—Cada noche, su prisa, y regresaba como si flotara entre nubes de algodón —escuchó la de su segunda hermana.

—¡Y con un plebeyo, qué insulto!

—¡La habrá hechizado!

—¿Habéis sido vosotras? —gimió la muchacha.

—¡Callaos! —ordenó su padre.

Se hizo el silencio, salvo por el profundo llanto de Xue Yue. Luego, Qin Lu notó cómo alguien le agarraba del pelo y le obligaba a levantar la cabeza. Se encontró con el rostro del emperador a menos de un suspiro del suyo.

Un rostro feroz e implacable.

—¿Quién eres? —quiso saber.

—Sirvo… al general… Lian…

La mano dejó de sujetarle.

—Encerradle —ordenó Zhang—. Y que su muerte sea muy lenta.

El grito de Xue Yue los atravesó a todos.

A ella la arrastraron en dirección a sus habitaciones, y a él, a las celdas de palacio.

60

Al amanecer, agotados y desconcertados, los habitantes de Shaishei contemplaron su nueva realidad.

Habían salvado el pueblo, sus casas, sus vidas.

Pero el muro de maleza y árboles que los había circundado y protegido, haciéndolos invisibles durante tantos años, ya no existía.

Había desaparecido, convirtiéndose en cenizas.

Miraron aquel desastre en silencio, sabiendo que palabras como «paz» y «futuro» acababan de ser borradas de su horizonte, preguntándose cuándo aparecerían los extraños, los ejércitos, el mundo exterior del que se habían mantenido a salvo durante tantos años.

Xiaofang buscó la mano de Shao.

La apretó como si le fuera la vida en ello.

—Ya nada será igual —musitó—. Maldita fatalidad…

—¿Fatalidad?

Se encontró con su mirada llena de amargura.

Y lo comprendió.

—¿Fu San? —balbuceó aturdida.

¿Cuál era el precio del amor?

—Estaba loco —susurró él.

—Abrázame.

Buscaba una protección que no podía darle, porque ahora los dos eran como niños desnudos bajo el frío.

Y la inclemencia estaba allí.

Sonó la primera voz.

—¡Esto es culpa del nuevo!

La segunda.

—¡Sí, todo ha sido distinto desde su llegada!

La tercera.

—¡Nos ha traído la desgracia!

Ya no le sonreían. Ya no eran amables. Ya no le ofrecían sus casas, sus alimentos o su amistad. De pronto le sepultaba aquella hostilidad que se extendía como una mancha.

—¡Sabéis quién ha sido el responsable de esto! —Xiaofang se enfrentó a ellos con los puños apretados y la mirada combativa.

—¡Xiaofang tiene razón! —intervino Nin Yu—. ¡Todos sabemos qué mano ha provocado este incendio!

El murmullo no apaciguó las voces de los más airados.

—¡Fu San se volvió loco por su culpa!

—¡Él le quitó a Xiaofang!

—¿Qué haremos ahora?

—¡Id a vuestras casas! —Nin Yu empleó su tono más autoritario—. ¡Descansad hoy, dormid, recuperad fuerzas, porque mañana tenemos mucho que hacer!

La mayoría obedeció.

—¿Y él? —una mano señaló a Shao.

—¡Él se queda! —fue categórico el jefe del pueblo—. ¡Es uno de los nuestros!

Ya no hubo más voces.

Pero Shao se sintió de pronto más solo de lo que se había sentido nunca en su largo camino desde Pingsé.

61

Por lo menos, no le habían encadenado.

Aunque eso significase que la muerte sería inminente.

No, Zhang había dicho lo contrario.

«Una muerte lenta».

¿Peor muerte que saberse apartado de Xue Yue para siempre?

Qin Lu miró el ventanuco por el que se filtraba un leve resplandor. Los muros de palacio estaban revestidos de oro. Allí abajo, en las mazmorras, eran gruesos, enormes, y lo que los recubría eran la humedad y el moho. Un mundo dentro de otro mundo.

¿Por qué había sido tan imprudente?

¿Qué le habría hecho Zhang a Xue Yue?

Caminó tres pasos. Llegó a la pared frontal. Dio media vuelta. Tres pasos más. Otra vuelta.

¿Cuán lejos podía irse de esta forma?

Huyendo con la mente.

Le habían arrojado allí igual que a un perro, sin la menor piedad, sin darle un poco de agua a lo largo de aquellas horas infernales.

Una alimaña recibía mejor trato.

Tres pasos más. Media vuelta. Otros tres. Media vuelta.

Quizás llegase a Pingsé antes de morir.

El ruido procedente de los pasillos exteriores le hizo detenerse. Se quedó quieto, consciente de que, fuera quien fuera, iba a por él. Cuando la puerta se abrió, esperaba al verdugo.

No al general Lian.

—Señor… —no supo qué decir.

El militar no llegó a entrar. Le cubrió con una mirada de desaliento desde la puerta. Sus ojos lo decían todo.

—Por favor, señor, no me mire así —no lo resistió Qin Lu.

El general tardó en hablar.

Su voz estaba rota.

—¿Por qué?

Qin Lu no tuvo que preguntarle por el sentido de su pregunta.

Lo conocía demasiado bien.

—No pude evitarlo, señor. Ni ella tampoco.

—¿Hablas… de amor? —no pudo creerlo.

—Sí.

—¿Con la hija del emperador, tú, un simple soldado?

—Sí.

—¿Qué clase de locura es esa? —se reafirmó en su interpretación y exclamó—: ¡Locos, locos, locos los dos!

—¿Cómo está Xue Yue?

—¡Cállate, insensato!

—No, dígame cómo está. Voy a morir igual.

—¡No sé cómo está la princesa! ¡Nadie lo sabe! ¡Zhang la ha confinado en sus habitaciones! —hizo un gesto de impotencia—. ¡Por todos los dioses, deberías preocuparte de ti! ¡Ella sobrevivirá: su padre la castigará y el tiempo borrará toda huella de esta insensatez; en cambio, tú…!

Qin Lu se sintió extrañamente sereno.

Después de todo, el general Lian estaba allí.

Por él. Por un simple campesino.

—¿Por qué ha venido, señor?

—Quería verte.

—Gracias.

—Y decirte que no puedo hacer nada por ti.

—Lo sé.

—Hijo…

—Siento haberle fallado, señor.

No supo si iba a gritar de nuevo o si, por el contrario, la mano que se llevó a los ojos evitó que llorara.

Todo un general.

Duro en la batalla, humano en la vida.

—Adiós, Qin Lu —se rindió su visitante.

—Larga vida al emperador —suspiró él.

—Larga vida al emperador —le respondió Lian arrastrando cada palabra.

62

Esta vez, la asamblea era muy distinta.

Porque lo que estaba en juego era su supervivencia.

No faltaba nadie. El pueblo entero se había reunido en la gran cabaña que presidía su vida común. Se apretaban como podían, envolviendo a los notables de Shaishei, de pie o sentados en el suelo de cualquier forma. A las primeras voces, airadas, temerosas, siguieron unos instantes de locura colectiva, para dar paso a una leve calma.

O resignación.

Nin Yu escogía sus palabras, pero no era sencillo.

—Escuchad —elevó su voz por encima de los últimos murmullos—. El fuego, en la noche, tuvo que ser visto en muchas leguas a la redonda, y si es así, ellos, quienes sean, aparecerán antes o después. Lo harán en paz, y también lo harán soldados y campesinos que huyan de la guerra. Sea como sea, lo único que podemos hacer es estar preparados.

—¿Cómo? —preguntó alguien.

—No vamos a rendirnos ni a sentarnos a la espera de los acontecimientos —continuó el jefe del pueblo con energía—. Puede que estemos solos, que a fin de cuentas no haya nadie que pudiera ver las llamas o su resplandor. Por lo tanto, lo primero será sembrar en torno al muro de maleza abrasado.

—¿Y de qué servirá eso? —gritó otra voz—. Hace demasiado que no llueve. Y aunque lo hiciera, se tarda mucho en conseguir que algo crezca lo suficiente como para protegernos.

—¿Y de qué forma va a crecer un bosque, o una simple mata, si sabemos que la naturaleza se está muriendo al norte y al sur, y quién sabe dónde más? —lamentó una mujer.

Nin Yu aplacó la espiral de nuevas voces.

—Si nos quedamos sentados lamentándonos, será peor. La primera opción es hacer esa siembra y regarla cada día con cubos de agua de los lagos. Una tarea que nos empleará a todos. Nos turnaremos. Unos trabajarán los campos y otros atenderán esa labor. La segunda opción es la más grave, y ha de ser considerada colectivamente y aprobada por la mayoría.

—¿Qué opción es esa?

—Hay una guerra, todos lo sabemos. Estar aislados no nos impide conocer los hechos ni interpretarlos. Shaishei está en el cruce entre el Reino Sagrado, el Reino del Sur y el Reino del Oeste. Las tres fronteras se unen aquí, en este suelo.

—¡Podemos elegir morir por uno o por otro! —se burló uno de ellos.

—¡No! Si los acontecimientos nos empujan, debemos decidir a quién servir —rebatió Nin Yu.

—¡No queremos la guerra! ¿Por qué no huimos, como lo hicieron nuestros padres? —propuso otra voz.

—¡Por qué ahora no hay lugar al que ir! —expuso crudamente el jefe del pueblo—. Si es inevitable, ¿con quién vamos a luchar, con un tirano conocido como Zhang, o con quienes quieren derrocarlo para, quizás, poner a otro en su lugar?

Shao cerró los ojos.

A menudo escuchaba en su cabeza la voz del maestro Wui, como si fuera una pequeña tabla de salvación o un eco en el que refugiarse.

«Quédate con lo que conoces, pues lo nuevo quizás sea peor. Pero busca también el cambio, porque solo de él surge la evolución y el ser humano consigue avanzar a su compás».

El griterío de la asamblea le hizo reaccionar. Xiaofang, raro en ella, permanecía con la cabeza baja y el ánimo sepultado. Algunos seguían a Shao con desconfianza.

Se puso en pie, dispuesto a hablar.

No lo consiguió.

—¡Los soldados, los soldados! —se impuso una voz enloquecida—. ¡Llega una patrulla del emperador! Están aquí, ya han cruzado los límites de lo quemado. ¿Qué vamos a hacer?

En poco más de un parpadeo, no quedó nadie en la gran casa del consejo.

63

Se había adormilado, tendido en el suelo, sin importarle ya nada de lo que pudiera sucederle.

Estaba muerto.

Rápido o lento, por hambre o enfermedad, torturado o abandonado, qué más daba.

Estaba muerto.

Y más, sin Xue Yue.

Tal vez soñara con ella, y eso aliviaría aquel dolor insoportable que le laceraba por dentro, como si un millón de termitas se lo comieran despacio.

El estruendo de la puerta al abrirse de manera inesperada, con su chirrido metálico y su tono lóbrego, le hizo reaccionar y despertar de golpe. Primero se quedó sentado en el suelo, aturdido. Luego intentó incorporarse.

El hombre fue más rápido.

Se abalanzó sobre él, le asió por el cuello y lo sujetó como si fuera una pluma o un muñeco inanimado.

—¡Quieto! —le ordenó.

No iba a hacer nada. Estaba desesperado, pero no loco.

Miró al aparecido. Era una torre humana, como Hu Suan Tai. Alto, grueso, ojos como rendijas, talante avieso, fornida envergadura, manos como mazas… Vestía uniforme del ejército.

—¡Vamos!

Se lo llevó en volandas. Lo sacó del calabozo y pasó junto al carcelero, que lo contempló con desinterés.

Lo despidió con la mirada.

Qin Lu se estremeció.

Luego pensó que era lo mejor.

Una muerte rápida.

Se dejó conducir. Más bien, arrastrar. El eco de sus pasos rebotó por las paredes. No miró a los lados. No quiso descubrir si en las restantes celdas había más desgraciados como él. Primero transitaron por un largo pasillo de suelo tan húmedo como el de la celda. Después subieron una escalinata pegada a la pared que giraba sobre sí misma y desembocaba en una puerta de madera. Otro pasillo, una sala, un cuerpo de guardia, risas, más pasos.

La puerta final.

Solo porque era distinta.

—Ahora cálmate, ¿de acuerdo? —le dijo el hombre.

¿Calmarse? ¿Por qué? ¿Los ajusticiados lloraban, pataleaban, se resistían…?

—Sabré morir con dignidad —repuso.

—¿Quién habla de morir? —rezongó su compañero.

Abrió aquella puerta, la última.

Y al otro lado, Qin Lu vio una figura menuda, con una capucha que le cubría la cabeza.

Una figura que conocía sobradamente sin necesidad de ver su rostro.

64

Los soldados eran veinte, todos a caballo. Cuando entraron en el pueblo, sus rostros no podían ocultar el asombro. Probablemente habían pasado cerca en diversas ocasiones, sin intuir jamás que tras aquella maleza ahora quemada se escondiera un lugar habitado.

Se detuvieron en la plaza, rodeados por el silencio. El oficial al mando hizo la pregunta:

—¿Qué pueblo es este?

Nin Yu dio un paso al frente.

—Shaishei —dijo.

El oficial paseó una mirada aún más desconcertada por su tropa. Ninguno dio muestras de conocer más que él.

—¿Por qué no figura en los mapas ni en el registro del reino?

—No lo sé. Quizás se pasó por alto.

El comentario no le gustó.

—¿Acaso os protegía ese bosque que ha ardido, y cuyo fuego nos hizo desviarnos del camino?

Nin Yu ya no le respondió.

—¡Contesta, campesino! ¿Es así? ¿Tratabais de esconderos de la grandeza del Reino Sagrado y la justicia del emperador?

Sus gritos hicieron que el caballo se agitara. Movió sus patas, resopló y soltó un fuerte relincho. Su jinete lo dominó, pero sin perder de vista al jefe del pueblo.

Entonces, sin más, víctima de un repentino enfurecimiento, descargó una fuerte patada sobre el rostro de Nin Yu.

Al tiempo que caía al suelo de espaldas, sorprendido por la acción del oficial, los habitantes de Shaishei se revolvieron por primera vez.

Shao dio un paso al frente, mientras los demás ayudaban al herido.

—Marchaos de aquí ahora y no os sucederá nada.

Sus palabras levantaron una espiral de frío.

Frío en los soldados, ante su osadía. Frío en los vecinos, que comprendieron definitivamente que su suerte pendía de un hilo.

—¿Cómo has dicho? —frunció el ceño, furioso, el responsable de la patrulla.

—Que os marchéis. Solo eso.

El oficial bajó del caballo, despacio. Dejó que su mano derecha descansara sobre la empuñadura de su espada. Cuando habló de nuevo, lo hizo muy cerca del rostro de Shao, cortando el aire a cada palabra.

—Los ejércitos del sur y el oeste se han unido contra el emperador después de que venciéramos al ejército del este. Vamos a llevarnos a todos los hombres en edad de luchar —pronunció con voz siniestra pero lo suficientemente alta como para que también le oyera el resto de la gente—. Y vamos a llevarnos cuanto de valor tengáis, sobre todo oro, porque vuestro emperador os lo demanda —puso un dedo en el pecho de su interlocutor—. Y a ti también vamos a llevarte, pero encadenado, ¿comprendes, insolente?

Shao se volvió.

Miró primero a Xiaofang.

Luego, a los hombres que tenía más cerca.

Nin Yu hizo un movimiento con la cabeza.

Un gesto de asentimiento.

—Gracias por ayudarnos a decidir —se dirigió de nuevo al oficial.

Eso fue un instante antes de que le propinara el primer puñetazo y todo Shaishei se echara sobre los soldados.

65

Qin Lu apenas pudo pronunciar su nombre.

—¡Xue Yue!

Echó la capucha hacia atrás.

Y el rostro de la muchacha, blanco, hermoso pese a las lágrimas, surgió como una aurora en mitad de la oscuridad del lugar.

El hombre que lo había arrastrado hasta allí se apartó unos metros, discreto, aunque era imposible no escucharlos en medio de aquel silencio.

Los susurros también podían ser gritos.

—Qin Lu…

Solo hubo un momento para el abrazo. Un momento para el beso. Un momento para la caricia. Xue Yue dominó sus emociones a duras penas y le separó de su cuerpo. De pronto, ya no lloraba. De pronto, en su rostro se veía una determinación que iba más allá del amor, amparada en una fuerza desconocida y sustentada sobre una enorme resistencia.

—Escucha, por favor. No hay tiempo que perder… —buscó las palabras precisas—. Tienes que irte ahora mismo, ya, ¿entiendes? Irte si quieres salvar tu vida, que es mi vida.

—¿Quieres… que huya?

Xue Yue sostuvo sus manos. Las apretó, al borde del paroxismo.

—¡Por favor! —gimió—. ¡Mañana al amanecer te van a descuartizar! ¡Cuatro caballos te arrancarán brazos y piernas! ¡Qin Lu, mi amor, has de irte ahora! ¡Si mueres tú, muero yo! ¡Has de vivir por los dos!

—¡Ven conmigo!

—¡No puedo!

—¡Sí puedes!

—¡Si te vas tú, mi padre no te perseguirá o, a lo sumo, enviará una patrulla a la que podrás esquivar! ¡Bastante tiene con la guerra! ¡Pero si me voy yo… con guerra o sin guerra, mandará al ejército entero tras de mí, y removerá cielo y tierra para recuperarme! ¡Es tu única oportunidad!

—¡Pero yo te amo! —Qin Lu lloró por primera vez.

—¡Y yo a ti, más que a nada en el mundo, pero no podemos estar juntos! —contuvo de nuevo su propio llanto—. ¡Vete, por los dioses! ¡No pierdas ni un instante! —señaló al hombre que lo había sacado de la mazmorra—. ¡Él te conducirá fuera de Nantang sin peligro y te procurará comida, monedas, ropa…!

Qin Lu se sintió desfallecer.

La idea de la muerte era soportable. La de la vida sin Xue Yue, no.

—¿Y si prefiero morir aquí?

—Si me amas, te irás —dijo ella.

El hombre se colocó de nuevo a su lado.

—Hemos de irnos ya —anunció—. El tiempo apremia.

Qin Lu se encontró con la determinación de Xue Yue.

—Júrame que no volverás —le pidió ella.

—No puedo.

—¡Júramelo!

No pudo resistir el fuego de sus ojos ni el dolor que los envolvía.

—Lo juro —se rindió, impotente.

—Vamos, muchacho —el hombre le puso una zarpa de hierro en el hombro.

Podía dejarle inconsciente de un golpe y luego cargar con él como si fuera un saco de plumas.

—Xue Yue…

Intentó atraparla por última vez.

El beso final.

Pero ella dio un paso atrás.

No quería sucumbir, al límite de sus fuerzas.

Mientras caminaba, sostenido por la implacable mano de su compañero, Qin Lu mantuvo la cabeza vuelta en dirección a su amada.

En el momento de desaparecer de su vista, supo que había muchas formas de morir.

Y una era esa.

66

Cuando cayó el último soldado, el griterío en Shaishei liberó todas las tensiones de las últimas horas.

Voces enardecidas, puños en alto, el vértigo de la victoria emborrachando los sentidos.

Hasta que volvieron a serenarse, y uno a uno chocaron nuevamente con la realidad.

La pregunta que todos tenían en la cabeza la formuló una mujer que ostentaba como trofeo uno de los cascos emplumados de los soldados.

—¿Y ahora qué?

Se miraron entre sí. Nin Yu, Shao, Xiaofang y algunos de los que más habían destacado en la lucha ocuparon el centro de la atención pública.

—Ya no somos invisibles —dijo un hombre.

—Habéis oído a ese oficial —proclamó Nin Yu—. El ejército del emperador derrotó al del Reino del Este, y ahora son el sur y el oeste los que se han unido para tratar de aprovechar la debilidad del Reino Sagrado.

—Será el fin del emperador —opinó una mujer.

—¡Muerte al tirano! —quiso arengarles un muchacho lleno de ardor combativo.

Su grito no tuvo apoyos. Pero les obligó a mirarse de nuevo, con la certeza de la nueva realidad.

—Podemos esperar a que el muro que nos protegía vuelva a crecer. Podemos ocultarnos en los lagos. Podemos seguir siendo lo que hemos sido, un pueblo libre e independiente —expuso Nin Yu—. Pero me temo que ahora mismo hemos de tomar partido. O luchar con Zhang, el tirano, o luchar contra él y confiar en que su derrocamiento sea lo mejor para los cinco reinos.

Intercambiaron una mirada incierta. Algunos miraron a Shao.

—¿Tú qué dices?

—Soy el último que ha llegado aquí. Mi voz no debería contar.

—Pero tú nos trajiste las noticias de la guerra, y huías de ella.

—No quise luchar con un tirano, ni servir ni morir por una causa absurda, eso es todo.

—Entonces, ¿estás contra él?

«Hay dos caminos, y uno siempre es mejor que el otro», solía decir el maestro Wui.

—¡Deberíamos votar! —propuso Nin Yu.

—¡Entre el fuego y las brasas! —lamentó una voz.

—No —el jefe fue terminante—. Entre un emperador lleno de egoísmo, tirano y déspota, y unos ejércitos que, en caso de victoria, cambiarían por lo menos el signo de los tiempos, aunque no podamos saber si para bien o para mal.

—¿Quién está con el emperador? —preguntó el hombre que acababa de hablar.

Nadie levantó su mano.

—¿Quién contra él?

No solo fueron esas manos. También sus gritos, su coraje.

—¡Vamos a Nantang!

—¡Muerte al emperador!

—¡Muerte al tirano!

—¡Sí!

Shao bajó la cabeza. Quizás fuera muy joven, demasiado, pero no era estúpido. Ir a la guerra provocaba entusiasmo. Regresar de ella siempre suponía dolor.

Aunque todo fuese inevitable.

Hubo una pregunta más, inesperada.

—¿Y quién nos guiará?

Nin Yu era el jefe del pueblo.

Pero le necesitaban allí.

Así que, uno a uno, dirigieron sus ojos hacia el recién llegado.

Ni siquiera pudo hablar.

—¡Shao, Shao, Shao!

Buscó a Xiaofang y, de pronto, no la vio.

La guerra, implacable, había terminado por alcanzarle.

67

Había llegado a Nantang como soldado, y huía de ella como prófugo. Había llegado inocente como un niño, y escapaba convertido en un hombre herido. Había llegado muerto en vida, y ahora sentía la vida gracias al amor, y también la muerte.

Demasiado en tan poco tiempo.

El caballo era veloz como una pluma, pero él se sentía tan pesado como si sostuviera sobre sus hombros una montaña entera.

Cerraba las manos sobre las bridas. Apretaba los dientes. Las lágrimas le impedían ver el camino. Se dejaba arrastrar por la inercia. Seguía al hombre que le conducía a la libertad.

Solo eso.

La libertad.

El mundo entero era una cárcel de la que ya no escaparía nunca.

Su compañero se detuvo finalmente en la cima de una pequeña colina.

Qin Lu miró hacia atrás.

Nantang.

El palacio.

Xue Yue.

«¡Júrame que no volverás!».

—Aquí nos separamos —dijo el hombre.

No pudo darle las gracias.

¿De qué?

¿De servir a su dueña, aun a riesgo de su propia vida, conduciéndole hasta allí?

—Llevas comida en esas alforjas —señaló a ambos lados del animal, un brioso corcel negro—. También algunas monedas y ropa, lo necesario para un largo viaje.

Largo viaje.

El hombre le cubrió con una última mirada en la que mezcló lástima con dolor, resignación con alivio.

—Suerte —le deseó.

—Cuídala.

—Si el emperador no me corta la cabeza por esto, lo haré, descuida. Es y será siempre mi señora.

Ahora sí se lo dijo:

—Gracias.

Y le vio arrancar de nuevo al galope, deshaciendo el camino que le había llevado hasta allí.

Qin Lu volvió a mirar la ciudad.

El palacio.

Xue Yue.

«¡Júrame que no volverás!».

Sí, lo había jurado.

—¿Y adónde voy a ir? —le habló a su amada.

Había una guerra. El sur y el oeste contra el Reino Sagrado. Más batallas. Más muertes. Los caminos pronto se convertirían en ríos de soldados. Podía ser un cobarde, darle la espalda a todo y volver a casa, a Pingsé. Pero también podía despreciar la vida y buscar la muerte combatiendo, uniéndose de nuevo al ejército del emperador con otro nombre, o buscar a las tropas enemigas para pelear contra el tirano, aunque fuese el padre de quien más amaba.

No, no era un traidor.

Y sin embargo, la idea de morir en combate se le antojaba repugnante. Ya no quería pelear más.

Entonces, ¿qué le quedaba?

¿Convertirse en un ermitaño?

—Vámonos —le dijo al caballo.

El animal inició el descenso por el otro lado de la colina.

Nantang quedó atrás.

Y él desapareció en el bosque.

68

Lin Li supo que algo extraordinario sucedía cuando vio correr campo a través, despavoridas, a las que habían sido sus amigas. Las mismas que ya no le hablaban desde el deshonor de Shao.

Ahora sí lo hicieron.

—¡Soldados! ¡Vienen soldados!

—¿Del emperador? —no pudo creerlo.

—¡No, del sur!

—¡Corre!

—¡Ya están aquí!

Trató de ver más allá del bosque, poblado por los gritos y el miedo de las que huían en dirección a Pingsé para refugiarse en sus casas. Luego dejó la azada y las siguió. Sus pies descalzos volaron por encima de la tierra.

A lo lejos escuchó el primer batir de las patas de los caballos acercándose. Un retumbar que zahería la tierra y se acercaba como un rayo.

Nada amigable.

Cubrió la distancia en un suspiro, acompañada del resto de jóvenes que la habían avisado, y ya sin aliento penetró en su cabaña.

—¡Madre!

No estaba allí.

Volvió a salir. El pueblo se había convertido en un caos. Todo el mundo corría. Madres buscando a sus hijos. Ancianos aturdidos por la locura que se cernía sobre ellos. Miedo y angustia. Unos pocos se encerraban en sus casas. Los más acudían en tropel a la plaza, el lugar en el que todo cobraba forma y adquiría un sentido, para bien o para mal.

—¡Madre! —volvió a llamar Lin Li.

Los soldados entraron al galope por tres de los cuatro puntos cardinales, el sur, de donde venían, el este y el oeste, con el claro objetivo de rodearlos y que nadie escapara. Una nube de polvo se elevaba a su paso. Cuando detuvieron sus caballos, fueron sus propios gritos los que suplieron a los de los amedrentados vecinos.

—¡Quietos!

—¡Todo el mundo fuera de sus casas!

—¡Arrodillaos!

Lin Li descubrió a Jin Chai a unos metros. Tuvo tiempo de llegar hasta ella. En el momento en que la abrazaba, uno de los soldados ya cabalgaba a su encuentro para derribarla. Bajó la cabeza, muy asustada, y esperó un golpe que no llegó.

—Madre…

—¡Lin Li! —su voz temblaba por el pánico—. ¿Por qué no te has ocultado en el bosque? ¿Por qué has vuelto?

—¡No podía dejarte aquí sola!

Las patas de un caballo golpearon el suelo muy cerca de ellas.

—¡Callaos!

La nube de polvo cesó con la repentina calma. La tierra levantada volvió a posarse en el suelo. Eran muchos, demasiados. Un notable contingente del ejército que, proveniente del sur, se disponía a unirse al del oeste en algún lugar del Reino Sagrado para el gran ataque a Nantang. Con la situación ya controlada, formaron un círculo y aguardaron a que el oficial de más rango llegara hasta ellos.

Cuando lo hizo, ya no se oía ni el vuelo de una mosca.

El militar se detuvo en el centro de la plaza y paseó una mirada circular por encima de sus cabezas.

Buscaba algo que no encontró.

—¿Dónde están los hombres? —preguntó.

No hubo respuesta, así que dirigió su montura hacia uno de los ancianos.

El único que permanecía de pie, con el rostro alzado.

—¿Qué miras? —quiso saber.

—Nada, señor. Soy ciego.

—Responde tú a mi pregunta. ¿Dónde están los hombres de este pueblo?

—No hay hombres, señor —dijo el viejo Mo—. Se los llevaron.

—¿Se los llevaron?

—A la guerra.

El oficial se tomó unos instantes. No hizo nada. No dijo nada. Tiró de las bridas e hizo que su caballo regresara despacio al centro de la plaza.

Quedaba el veredicto.

Y sabían cuál era mucho antes de que lo pronunciara.

—¡Los hombres de este pueblo combaten con Zhang, el tirano! —gritó el jefe de la partida—. ¡Quemadlo todo!

Y volvió el griterío.

La nube de polvo.

Las carreras de unos buscando la salvación, y las de otros, con sus antorchas arrasando las casas una a una.

—¡Lin Li!

—¡Calla, madre!

Tiró de ella. Era absurdo tratar de regresar a la cabaña. Absurdo e inútil. Mientras unos soldados quemaban el pueblo, otros les perseguían y aterrorizaban, evitando que huyeran. Bastaba una leve resistencia para que un golpe acabara con todo. Al polvo levantado por las patas de los caballos se sumó de inmediato el humo.

Las llamas crepitaron y se alzaron por encima de sus cabezas.

—¡Por aquí! —tiró de Jin Chai.

—¡No puedo correr, lo sabes! ¡Déjame y vete tú!

—¡No voy a dejarte!

La única posibilidad de huida era el camino del norte y, ya fuera del pueblo, cruzar el bosque en dirección al este o al oeste. El sur quedaba vedado porque allí se encontrarían de bruces con el grueso del ejército.

—Vamos, te sujeto —alentó a su madre.

Dejaron atrás el pánico y las últimas cabañas, ya envueltas en llamas. Una vez ocultas por los primeros árboles, se tomaron un respiro. Lin Li iba descalza. Ni siquiera se había dado cuenta de que le sangraban los pies. Miró hacia atrás y se le hizo un nudo en la garganta.

Pingsé ardía.

Ardía y moría en manos de la crueldad de la guerra, siempre cebada en los inocentes.

Sintió la llegada de aquella ira que ya conocía.

Invadiéndola.

Poderosa.

Entonces escuchó aquellas dos voces.

—Mira qué tenemos aquí.

—Sí, Wu Han. Y tenías razón. Bastaba con esperar para que alguna cayera en nuestras manos.

Miró hacia ellos. Eran dos soldados. Dos simples soldados. Sonreían.

—Dejadnos pasar y no os haré nada, lo prometo —dijo Lin Li.

Ellos se rieron.

—¿Has oído?

—«No os haré nada» —la imitó su compañero.

Dieron un paso sin dejar de reír. Jin Chai cayó de rodillas, agotada, cuando su hija tuvo que soltarla.

Lin Li se mantuvo erguida, desafiante.

—Eres muy guapa —dijo uno.

—Demasiado para morir —dijo el otro.

—Ven, nos servirás.

—Un pueblo sin hombres es malo, ¿verdad?

La ira la inundó.

Del todo.

Y cuando se apoderó de su cabeza, no tuvo más que levantar las manos y dejar que fluyera por todo su ser.

Fue como si dos rayos invisibles partieran de sus dedos.

Los dos soldados salieron despedidos, arrancados de la tierra y empujados, hasta quebrarse como simples cañas de bambú contra los árboles.

Lin Li no se movió.

De pronto, tranquila.

Los gritos, el fuego, el pánico, el humo, la violencia, la muerte… El mundo era un escenario dantesco, pero ahora ella ya no estaba en él.

—Lin Li…

Cerró los ojos un instante y, cuando volvió a abrirlos, regresó.

Un largo viaje.

—Vamos, madre —se agachó para ayudarla a levantarse y seguir con su huida.