Capítulo 7

Cuando el objetivo te parezca difícil,

No cambies de objetivo;

Busca un nuevo camino para llegar a él.

—Confucio —

47

Xiaofang apareció a su lado sin hacer ruido, para ver si estaba despierto. Al descubrir que sí, se sentó en la cama frente a él. Llevaba un cuenco de sopa en la mano.

—¿Puedes incorporarte?

—Sí, claro —dijo Shao—. Solo estaba un poco débil. De hecho, ya podría levantarme y cortar media docena de árboles si fuera necesario.

La muchacha puso cara de no creérselo.

—Vamos, tómate esto —le pasó el cuenco una vez él se hubo acomodado, con la espalda apoyada en la pared—. Mañana ya podrás levantarte. De momento es mejor que no hagas el tonto y descanses.

—De acuerdo —no quiso discutir con ella.

Se miraron unos segundos.

La sopa estaba muy buena.

Sus ojos echaron chispas.

—¿Te mordió una serpiente?

—Sí.

—¿Y cómo has sobrevivido?

—La maté antes de que me mordiera del todo. Solo me inoculó un poco de veneno.

—Un poco es suficiente. Has tenido mucha suerte.

Shao pensó en el cinto.

¿Suerte?

—Ni siquiera sé cuántos días he estado fuera de combate.

—Por tu aspecto, diría que varios.

Sorbió algunas cucharadas más antes de que Xiaofang volviera a hablar.

—¿De verdad no quisiste luchar y te marchaste de tu casa?

—Sí.

—¿Y el deshonor?

—El honor se lo impone cada cual —pensó en su padre y sintió aquel dolor que le acosaba siempre que lo traía a su mente.

—No pareces un cobarde.

—No lo soy —fue categórico—. Sé luchar, y lo hago bien. Pero sé lo que supone la violencia humana, y abomino de ella. La aborrezco.

—¿Qué más te dijo Sen Yi cuando te lo encontraste y te dio ese cinto?

—Nada, ya os lo conté a ti y a…

—Nin Yu. Es nuestro jefe —hizo una pausa—. Dijiste que te irías y no revelarías a nadie dónde estamos.

—Me iré si no soy bienvenido, sí.

—¿Por qué no habrías de ser bienvenido?

Terminó la sopa. Le devolvió el cuenco y se enfrentó una vez más a sus ojos de fuego.

Para ella, los suyos también lo eran.

—¿Lo soy? —preguntó Shao.

—Sí.

—¿Me aceptaríais?

—Sí.

—¿Por qué? ¿Por qué no quise luchar en una guerra estúpida, porque conocí a ese anciano, porque os irían bien dos manos jóvenes para trabajar?

—Porque has llegado hasta aquí y eso no está al alcance de cualquiera. Es una señal.

—¿Cuántos lo han conseguido desde que el pueblo es invisible?

—Eres el primero.

—¿En serio? —abrió los ojos con desmesura.

—Nuestros abuelos y padres también escaparon de la anterior guerra. El Gran Mago nos dio este lugar para vivir, a salvo de todo mal, y después de que la emperatriz quisiera destruirnos, nos hizo invisibles. Cuando puedas ponerte en pie, te enseñaré algo.

—Ya puedo ponerme en pie.

—Es de noche. Mañana.

Xiaofang hizo ademán de levantarse. Shao se lo impidió reteniéndola por un brazo.

Era su primer contacto.

El fuego de la mirada se hizo hoguera, los devoró.

—Suéltame —le pidió.

—Solo quería hablar un poco más.

—Es tarde.

—¿Vives sola aquí?

—Sí, mis padres murieron y no tengo a nadie. Yo te encontré, yo te traje a mi casa. Además, era la más cercana. Aquí la vida es muy sencilla, sin las estupideces del exterior.

—¿No tienes miedo?

—¿Por qué habría de tener miedo?

—Puedo ser…

—¿Lo eres?

—No.

—Bien —ahora sí se puso en pie—. Hasta mañana. Que descanses.

—Shao. Me llamo Shao —le recordó.

Xiaofang no dijo nada más y salió de la estancia, dejándolo solo.

48

Qin Lu se sentía más nervioso de lo que jamás recordara haberlo estado.

Llevaba ya mucho rato esperando en el jardín, igual que un prisionero en su celda, angustiado, sin saber si a fin de cuentas las palabras de la princesa habían sido un sueño, una ilusión, o si ella era cruel y únicamente quiso gastarle una broma.

No, imposible.

Cruel, nunca.

Aquellos ojos, aquella ternura, aquella voz temblorosa…

El jardín de oriente no era muy grande, y la luna lo bañaba esa noche con una claridad especial. Lo flanqueaban grupos de árboles dispersos, sin ningún edificio próximo lleno de indiscretas ventanas. Los senderos eran de grava y al pisarla se producía un ligero rumor. Había lagos llenos de peces rojos y parterres de flores cuidadas con esmero. En el centro, un templete de mármol blanco ofrecía refugio en caso de lluvia.

Cuando el susurro de unos pies livianos se aproximó por su espalda, Qin Lu sintió el último ramalazo de miedo.

Luego se volvió.

Sabía que nunca olvidaría la primera imagen de Xue Yue en el salón del trono. Sabía que jamás dejaría de escuchar en su mente sus primeras palabras.

Ahora también supo que, hasta el aliento último de su existencia, tendría aquella visión fija en su memoria y en el fondo de sus ojos.

Xue Yue parecía volar. Un ángel. Una pluma. Envuelta en gasas y tules de un blanco cegador, como la luz de la misma luna, se aproximaba a él de una forma que no dejaba lugar a dudas. No corría, pero era como si lo hiciera. Sus gestos poseían el sinfín de ansiedades que su rostro intentaba disimular.

Un rostro infinito.

Tan hermoso que Qin Lu sintió deseos de llorar.

Porque la belleza dolía.

Dolía mucho.

La hija menor del gran emperador Zhang se detuvo ante él.

Se miraron el uno al otro.

Todas sus verdades emergieron como corchos flotando desde las profundidades del mar.

Entonces, Xue Yue bajó los ojos.

Ella, la princesa, bajaba los ojos ante él, un simple campesino.

El silencio los acunó un momento.

Hasta que él se atrevió a romperlo con sus palabras.

—Eres preciosa.

—Gracias.

—Yo…

Volvió a mirarle. Sonreía con dulzura y, al hacerlo, era como si el mundo entero sonriera. Allí no había guerras, ni la naturaleza peligraba, ni los bosques se morían. Allí reinaba el amor universal esculpido en los labios del ser más delicioso jamás imaginado.

—¿Cómo te llamas?

—Qin Lu.

—Qin Lu —lo repitió ella, absorbiendo cada letra—. Es bonito —suspiró, y agregó—: Háblame de ti, Qin Lu. ¿Quién eres? ¿Qué haces?

—No soy nadie ni hago nada —fue sincero.

—Todos somos alguien y estamos aquí por algo —repuso ella—. Lo malo es que yo nunca he salido de este palacio. No sé nada del mundo. No conozco nada de la vida más allá de estos muros.

—¿Nada?

—Mi padre llamó Perla a mi hermana mayor, Virtuosa a mi segunda hermana, y Luna a mí, y de esta forma selló nuestros destinos. Una perla para un rey, una virtuosa para encomendarla a los dioses, y su luna para…

—¿Para qué?

Xue Yue dominó su repentina tristeza.

—Háblame de ti.

—No hay mucho que decir.

—Pero si eres un héroe, y los héroes son valientes.

—No soy un héroe.

—¿Y la batalla? ¡Salvaste la vida del general Lian y eso hizo que las tropas se contagiaran y cambiaran el signo de la lucha! Si él hubiera muerto…

—Tuve suerte.

—Eres modesto —volvió a sonreír antes de poblar su rostro de sombras—. ¿Sabes que te arriesgas a morir si alguien te ve hablando conmigo?

—No lo sabía.

—Si te sucediera algo, yo… —su voz vaciló, quebrada en vacilante aliento final—. Deberías irte.

—Prefiero morir y estar contigo un poco más.

Xue Yue levantó la mano derecha. El tránsito hasta la mejilla de Qin Lu fue muy lento. Un largo viaje del vacío a la plenitud. Cuando la rozó con sus dedos, los dos se estremecieron.

—Nunca había tocado a ningún hombre, salvo a mi padre —reconoció ella, fascinada.

—A mí nunca me había tocado una mujer, salvo mi madre y mi hermana —admitió él.

—Es agradable.

—Sí.

Xue Yue movió su otra mano. Atrapó la de Qin Lu y se la llevó al rostro.

El tiempo dejó de existir y los envolvió bajo el manto de aquella breve eternidad.

49

Ya vestido, sintiéndose mucho más fuerte de cuerpo y de ánimo, Shao abrió la puerta de la habitación en la que había dormido y se asomó al otro lado.

La cabaña de Xiaofang era pequeña, humilde. Apenas si había en ella lo indispensable para vivir. La mesa, las sillas, todo había sido hecho a mano, con esmero y pulcritud. Allí nada parecía haber sido comprado en un mercado. Quizás no manejaran dinero y dependieran unos de otros. Y lo más bello era la pulcritud con la que todo estaba dispuesto. A través de las ventanas abiertas, tuvo una primera visión de lo que era el pueblo. Se parecía al suyo. Se parecía a todos los pueblos. Pero de inmediato comprendió que allí las cosas eran diferentes, porque algo especial, un aliento único, sobrevolaba las cabezas de sus habitantes.

Cuando salió al exterior, lo comprobó.

—¡Buenos días!

—¡Bienvenido!

—¡Nos han dicho que te llamas Shao!

Se presentaron. Una docena de hombres y mujeres. Le dijeron sus nombres, le palmearon la espalda, le sonrieron y se alejaron comentando lo joven y atractivo que era, su buena imagen, lo sano que parecía. Los niños estaban en la escuela. Podía oírles cantar.

Llegó Xiaofang, con un cesto de frutas apoyado en su cadera.

—¿Ya en pie? ¿Cómo te encuentras?

—Bien. Déjame que te ayude.

—Soy una mujer, pero tengo dos brazos y dos piernas igual que tú —lo evitó hurtándole la carga para entrar en su casa—. Aquí no hacemos muchas diferenciaciones. Todos somos iguales. Y además, ahora mismo, creo que hasta te vencería en una lucha.

Shao se quedó en la puerta.

—¿Qué miras? —frunció el ceño ella.

—Nunca he conocido a una mujer como tú.

—Pocas mujeres habrás conocido —resopló—. ¿Una manzana?

—Gracias.

Se la arrojó y él la cazó al vuelo. Siguió mirándola mientras iba de un lado a otro, llena de energía. Vestía como una campesina, pero había algo en su rostro, su figura, sus gestos, su manera de hablar, que la situaba más allá de lo convencional.

Y sobre todo estaba su belleza, aquellos ojos, aquellos labios…

—Dijiste que me enseñarías algo.

—¿Ahora?

—Por favor.

Xiaofang hundió las manos en un cubo de agua y luego se las secó. Pasó por su lado arremolinando el viento y él la siguió a buen ritmo hasta que la alcanzó.

Ya no pudo decir nada.

Volvieron los saludos, las sonrisas de la gente, los buenos deseos. Shaishei parecía ser el pueblo más feliz del mundo. Bullía. Más allá de las cabañas, grandes o pequeñas, se veían campos en los que trabajaban más hombres y mujeres. Si el paraíso podía encontrarse en la tierra, estaba allí.

La casa de Xiaofang se hallaba a las afueras, como le había dicho. Su destino parecía ser el centro del pueblo, la plaza, el lugar de celebraciones o reuniones vecinales. Cuando desembocaron en ella, Shao vio lo que su compañera iba a mostrarle, y entendió la perplejidad del jefe Nin Yu ante el cinto en forma de serpiente.

—Extraordinario —suspiró al detenerse ambos.

La escultura debía de tener el tamaño de dos hombres puestos uno encima de otro. Era redonda, un anillo de madera, y estaba tallada con esmero. El círculo no se cerraba por arriba porque la boca de la serpiente, abierta, no llegaba a unirse a la cola.

Allí estaba su cinto.

Una estatua gigante representándolo.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

—Cuando nuestros antepasados llegaron aquí, esa forma ya se encontraba en este lugar. Por eso construyeron el pueblo a su alrededor y lo adoptaron como símbolo.

—¿Sabéis qué significa?

—Para nosotros es el comienzo y el fin, una puerta, todo.

—Mi cinto…

—Sí.

—¿Casualidad?

—No —fue categórica—. Sen Yi te lo dio por algo.

—¿Le conoces?

—Es un mago. El discípulo más aventajado de Xu Guojiang, el Gran Mago, nuestro protector.

—Entonces… ¿él me mandó aquí?

Los ojos de Xiaofang crepitaron con mil ascuas encendidas.

—No lo sé, Shao —admitió—. No lo sé, aunque…

No pudo terminar sus palabras. Alguien apareció en escena de improviso. Alguien nada amigable. El único habitante de Shaishei que no daba la impresión de sentirse feliz por su presencia. Se detuvo frente a los dos y lo atravesó con el tono afilado de su voz.

—¿Tú eres el intruso?

Shao no supo qué responderle. Tendría solo uno o dos años más que él. Alto, fuerte, de mirada penetrante y agresiva, cuerpo aguerrido.

Puños cerrados.

—¡Fu San! —le recriminó Xiaofang.

—¡No sabemos nada de él! —se dirigió a ella—. ¿Somos tan inocentes que nos alegramos de que alguien irrumpa en nuestro valle y conozca nuestro secreto? ¿Nos hemos vuelto locos? ¡Y encima le alojas en tu casa!

Xiaofang se cruzó de brazos.

Fue más seca y contundente que su vecino.

—Vete.

—Pero…

—¡Vete! —se lo repitió elevando la voz—. Cuando dejes de decir estupideces y te calmes, hablaremos. Ahora no es posible.

Pareció que no iba a hacerle caso, que discutirían, que la cosa pasaría a mayores, porque sus puños se blanquearon a causa de la violencia que desprendía su cuerpo. Sin embargo, se llevó con él toda su furia.

—¿Quién es? —preguntó Shao.

Xiaofang se encogió de hombros sin ocultar su tristeza.

No dijo nada.

—Creo que está más enamorado que enfadado —dijo Shao con una sonrisa.

Se arrepintió al instante de haberlo dicho.

La mirada de la muchacha le robó toda la sangre, el aliento, la serenidad. Le convirtió en una fina arenilla a punto de ser barrida por el viento, desmenuzado y frágil. La ira de Fu San fue pequeña comparada con la inesperada rabia de Xiaofang.

Bastante después de que ella se hubiera ido por el lado opuesto al que lo había hecho Fu san, Shao seguía solo, junto a la escultura de madera, preguntándose qué clase de llaga había tocado con su inocente dedo.

50

El encuentro con Xue Yue la noche anterior estaba tan presente en el ánimo de Qin Lu, que pensaba que todos los que se acercasen a él verían a través de sus ojos la imagen de la princesa y eso le delataría.

Aunque la reunión era entre el emperador y el general Lian, el simple hecho de estar bajo el mismo techo, en aquella sala junto a la puerta, le hacía temblar de pies a cabeza.

No era un guardia más.

Ni siquiera era ya el simple defensor del general.

Era Qin Lu, el enamorado de Xue Yue.

Tuvo que serenarse, respirar hondo. La conversación de los dos hombres llegaba hasta él con toda naturalidad. Aunque no quisiera, la escuchaba. Para ellos, era como si no existiera.

No era nadie.

Y hablaban de la guerra, del futuro.

El mundo en sus manos.

—Mi señor, la batalla nos ha dejado muy debilitados, tenedlo en cuenta —decía Lian.

—Lo sé, ¡lo sé! —el tono del emperador estaba revestido de rabia—. Pero no podemos parecer débiles ante los otros tres señores. ¡Si huelen esa debilidad, caerán sobre nosotros como perros de presa!

—¿Y qué podemos hacer?

—¡Ve y busca más hombres!

—¿Dónde? —el general le mostró sus manos desnudas—. No hay más, mi señor. Todos los que podían combatir fueron ya reclutados.

—¡Rebaja la edad! ¡Llévate también a los que con catorce o quince años puedan luchar! ¡Lo harán gustosos por mí!

Lian intentó que sus palabras no enfadaran al emperador.

—Los niños no pueden combatir. Si mueren no habrá futuro, y sin futuro sí seríamos una presa fácil.

—¿Y entonces qué, Lian? ¡Esos desagradecidos señores del norte, el sur y el oeste lo saben! ¿Cómo vas a proteger mi divinidad?

—Si nos atacan, nos defenderemos. Cada hombre valdrá por mil.

—¡Eso no basta! —el puñetazo de Zhang sobre la mesa hizo temblar la sala entera—. ¡Si no hay hombres, necesitaremos oro para comprar la paz! ¡Habrá que ir casa por casa y tomarlo!

—El pueblo…

—¡El pueblo está para servir a su señor!

—Iba a decir que el pueblo no tiene oro —bajó la voz Lian.

Qin Lu miró aquellas paredes. Se iba acostumbrando al dorado brillo, pero a veces todavía se sentía cegado por él.

¿El emperador pedía más oro, cuando su palacio estaba lleno de él?

—Si Shao estuviera aquí… —musitó para sus adentros.

El guardián de la puerta la abrió en ese instante. Saludó con una inclinación a su soberano y le anunció:

—El oráculo acude a vuestro llamado, gran emperador.

—Hazle pasar. —Zhang hizo un gesto cansino con la mano.

Qin Lu había visto a Yu Zui, el oráculo, en la sala del trono. Y también a Tao Shi, el mago del emperador. Los dos le parecieron siniestros. El propio Lian se lo había advertido:

—No te acerques a ellos, mantenlos a distancia. Ten cuidado, pues son peores que dos serpientes venenosas. Si te sonríen, desconfía. Si te hablan, cuídate. Los dos no hacen sino confundir al emperador, que cree en las predicciones de uno y en la falsa magia del otro.

La presencia de Yu Zui hizo que el general frunciera el ceño.

Pero no preguntó qué estaba haciendo allí.

No al emperador, su amo y señor.

El oráculo caminó hasta las inmediaciones de Zhang. Llevaba una túnica negra con brocados de plata. Tenía la cabeza rasurada, salvo en la nuca, de donde partía su larga coleta; los ojos, la nariz y la boca formaban una quebrada oscura en mitad de su rostro. Lo que más destacaba en él, sin embargo, eran las uñas, casi tan largas como las del emperador, indicando su buena posición, la del hombre que jamás había tenido que emplear las manos para trabajar.

—Mi señor.

—¡Ah, mi buen Yu Zui! —Zhang abrió los brazos como si fuera a estrecharlo entre ellos—. Cuenta, ¿qué augurios hay en estos días de victoria pero también de incertidumbre?

El oráculo cerró los ojos.

Llenó sus pulmones de aire.

Subió las dos manos, hasta formar una barrera de tela en torno a su cuerpo, y entonces habló:

—Hay una gran confusión en el futuro, mi señor —dijo despacio, midiendo cada palabra y observando con cautela las posibles reacciones del emperador—. La tierra está enferma, los árboles mueren, los ríos se secan y el miedo se propaga como una plaga voraz; pero la extinción no ha comenzado aquí, en el Reino Sagrado, sino en los confines de los reinos del norte y del sur, y se está extendiendo a los del este y el oeste. ¡Son ellos, pues, los causantes del mal! ¡Es su culpa! ¡Ellos, con sus excesos, están alterando el orden natural de la vida, y su vileza es que lo usan contra ti, mi dios viviente!

Zhang asintió con vehemencia.

—Es lo que yo pensaba —sentenció.

—Deberías atacar sin dilación al oeste, mi señor —concluyó el oráculo.

A Lian se le descolgó la mandíbula inferior.

—¿Por qué? —preguntó el emperador.

—Porque el tiempo está ahora de tu parte; para dividir y separar el norte y el sur, dejarlos incomunicados y evitar una alianza. Si derrotas al ejército del oeste, no se atreverán a nada, ni podrán siquiera imaginar una victoria sobre ti.

—¡Esto es una locura! —el general expresó lo que sentía—. ¿Cómo vamos a…?

—Lian, cállate —le ordenó su soberano.

Qin Lu, atento a la escena, vio cómo Yu Zui sonreía.

—¡No puedo callar, mi señor! ¡Él no es más que un visionario!

—¿Cómo osas…? —protestó el oráculo.

El emperador levantó su mano.

Luego le habló a su general casi como lo haría un padre contrariado a su hijo.

—Tú eres militar, Lian. El mejor de mis generales, el mejor de mis fieles servidores, pero los guerreros no sabéis nada de las estrellas ni del poder de los magos. Tú eres mi fuerza. Pero Yu Zui interpreta esas estrellas, sus signos, su favor o su oposición. Y Tao Shi usa para mí el poder que la naturaleza le otorgó moviendo fuerzas que nadie conoce y que él heredó de Xu Guojiang.

—¿Dónde estaban el oráculo y el mago en la batalla, mi señor? —preguntó Lian.

—Cuidando de mí, aquí —lo dijo con toda la naturalidad del mundo—. Sabíamos que tú no nos fallarías.

Qin Lu vio cómo el general quedaba desarmado, sin palabras, rendido aunque no vencido. Lian intercambió una mirada de animadversión con Yu Zui antes de ponerse en pie. Su entrevista con Zhang había terminado.

—Mi señor…

—¿Tu herida…?

—Mejora muy rápido.

—Me alegro, Lian. Te comunicaré lo que decida.

No hubo más.

El general hizo una inclinación de cabeza y emprendió la retirada. Qin Lu esperó a que llegara hasta él para abrirle la puerta. Una vez fuera los dos, la cerró ayudado por el hombre de guardia.

Antes de que llegara a la altura del militar, este le dio un puntapié a un escudo de bronce.

Un puntapié brutal que lo dejó abollado pese a su grosor.

El resto del camino hasta sus dependencias lo recorrieron en silencio.

51

No supo nada de Xiaofang durante el resto del día. Mientras ella trabajaba en el campo, algunos vecinos le dieron de comer y charlaron con él, amigables y llenos de interés por las cosas que contaba. Intentó ser amable con ellos, agradecerles su cariño, pero lo único que deseaba era verla, aunque fuese para pelearse.

Le fascinaba aquel carácter, tan opuesto al de las mujeres de Pingsé.

Al anochecer, la esperó inútilmente.

Le dijeron que, determinadas noches, las mujeres del pueblo se reunían para leer.

Leer.

Shaishei era un pozo de sorpresas.

No quería retirarse a la cama. Ni siquiera sabía si estaba bien que durmiera en la casa de una mujer joven.

¿Mujer?

Xiaofang no tendría más allá de dieciocho años, su misma edad.

¿Por qué no tenía padres?

Envuelto en sus pensamientos, caminó hasta la plaza del pueblo y volvió a mirar aquella escultura misteriosa con forma de serpiente. La estatua era perfecta, sin duda una bella talla, con las escamas muy bien cinceladas. La cabeza del animal, abierta, con los colmillos al aire, quedaba muy cerca de la cola al otro lado de aquel círculo mágico. La única diferencia con su cinto era que en él los ojos brillaban, mientras que los de la escultura eran tan opacos como el resto.

¿Sen Yi un mago?

¿Por qué le había dado el cinto?

¿Por qué le habló del pueblo invisible?

No solo eso. Prácticamente le había conducido hasta allí.

¿Cómo?

—¿Tú sabes algo? —le preguntó a la estatua.

La serpiente no le respondió.

Fu San, a su lado, sí.

—¿Hablas solo?

Shao volvió la cabeza, sorprendido por su presencia. Fu San parecía más tranquilo que por la mañana, pero no se fio. Sus ojos seguían siendo piedras, y sus puños permanecían cerrados, listos para una pelea.

Trató de parecer sereno.

—Me impresiona esa talla —fue lo único que dijo.

—Corre el rumor de que llevas un cinto con su forma.

—Sí.

—¿Puedo verlo?

—No lo llevo encima, está en la casa.

—La casa —repitió las dos palabras.

—Escucha…

—No, escucha tú —le apuntó con un dedo—. No sé quién eres ni qué pretendes, pero ahí afuera hay una guerra, y yo no creo en las casualidades.

—Estoy aquí precisamente porque hay una guerra.

—¿Cuántos cobardes han huido de ella?

—No lo sé.

—Entonces vete. No te queremos aquí.

—No lo parece.

—Puedes engañarlos a ellos. Son inocentes. A mí, no. El aislamiento les ha hecho bajar la guardia. Está sucediendo algo y no sé qué es —señaló más allá del muro de maleza que los protegía—. Y van a suceder más cosas, lo presiento, cosas de las que tú formas parte, para lo bueno o para lo malo. No quiero que nos mezcles a nosotros, porque lo que está en juego es nuestra paz y nuestra supervivencia.

—A veces no hay más remedio que tomar partido. No se puede vivir de espaldas al mundo. ¿Qué haréis si los bosques mueren? ¿O crees que esto se salvará?

—¿Lo ves? Ya tratas de inculcar la semilla del miedo y la duda.

—Solo expongo la realidad.

—No queremos realidad. Así que será mejor que cojas tus cosas y te vayas a tu pueblo.

—Pingsé —dijo—. Se llama Pingsé —luego agregó—: ¿Y si no quiero irme?

—Peor para ti.

—Escucha, amigo —se hartó de aquella conversación—. Si estás enamorado de Xiaofang, díselo. Yo no soy una amenaza.

Fu San se puso rojo.

—Tú no sabes nada de mí —se acercó hasta casi pegar su rostro al suyo.

—Entonces me quedaré para conocerte mejor —le desafió Shao.

Esperaba el ataque, pero aun así se vio sorprendido por él. Falta de reflejos motivada por su reciente debilidad y los efectos del veneno de la serpiente. Fu San le golpeó por sorpresa en la parte baja de su anatomía, y bastante hizo con menguar en lo posible el daño. Se protegió también del segundo impacto, con la mano extendida y dirigido a su garganta. Un golpe que en otras circunstancias hubiera sido definitivo. Para acabar de eludir a su enfurecido agresor, se dejó caer hacia atrás y rodó de espaldas hasta recuperar la vertical, aunque con él casi encima. Abortó otros tres intentos de Fu San antes de intentar su primer ataque, y entonces la lucha se niveló.

Los dos se estudiaron atentamente.

Shao sabía que si la pelea duraba mucho, sucumbiría.

Sus miembros todavía estaban agarrotados; sus ojos, llenos de luces y sombras.

Sintió una rabia cargada de desazón.

—No seas loco —le dijo a Fu San.

No le respondió. Le lanzó una patada y, aún en el aire, lo que hizo fue tratar de alcanzarle con la segunda. Se convirtió en un torbellino que dio varias vueltas sobre sí mismo y luego cayó de pie.

Shao supo que en ese movimiento estaba su oportunidad.

—Nunca me darás así —le provocó—. Soy demasiado rápido.

Fu San exhibió una sonrisa de superioridad.

Y repitió el mismo gesto.

Shao esquivó la primera patada. Pero estuvo atento a la segunda. Capturó el pie de Fu San en el aire y entonces tiró de él, derribándole.

Para cuando el enfurecido pretendiente de Xiaofang tocó con la espalda en tierra, Shao ya estaba encima de él, inmovilizándole, y con su mano derecha alzada en un claro gesto de superioridad y victoria.

Si la descargaba sobre el pecho o la garganta de Fu San, sería el fin.

La escena se paralizó un instante.

—¿Listo? —preguntó el vencedor.

No hubo respuesta, pero los músculos de uno y otro cedieron gradualmente hasta que Shao lo liberó por completo.

Los ojos de Fu San lo decían todo.

Mientras le veía marchar, solitario y perdido, arrastrando su orgullo y desapareciendo en la oscuridad del pueblo, Shao supo que acababa de ganarse un enemigo muy peligroso.

52

Ya no paseaba por el jardín de oriente, exponiéndose a que le reconocieran. Ahora se ocultaba entre los árboles o junto al templete, oscuro como una sombra, con los músculos tensos y los sentidos expectantes. Había hecho lo mismo las dos últimas noches, infructuosamente, porque Xue Yue no había acudido a su encuentro.

Eso le inquietaba tanto que apenas pudo dormir ni comportarse con normalidad a lo largo del día.

Lian se lo había dicho:

—¿Se puede saber qué te pasa? Estás torpe, ausente. ¿Será que la vida palaciega te aturde? ¡Pues no te preocupes, que muy pronto nos iremos de aquí y volveremos adonde pertenecemos, al campamento, con todos los demás!

La amenaza de una inminente partida le había sumido en el abatimiento.

¿Y si ella no volvía al jardín?

—Vamos, ven —le suplicó.

Aquella noche sus ojos no habían mentido, ni el roce de su mano, ni el de la suya en aquel rostro nacarado. Aquella noche todo se hizo luz y cobró forma. Ahora la vida tenía por fin un sentido.

—Xue Yue —susurró.

Le gustaba pronunciarlo, sentir el sonido de las seis letras, de las dos palabras atravesando su garganta, su boca y sus labios, para perderse en el aire y desvanecerse igual que una lluvia de verano.

—Qin Lu.

Le pareció un extraño eco.

Hasta que comprendió que ella estaba allí, a su espalda, flotando como un espíritu.

—Hola —venció todos sus miedos y su angustia mientras se volvía.

—Hola —ella lo envolvió con su ternura.

—Creía que hoy tampoco vendrías.

—¿Tú lo has hecho cada noche?

—Sí.

—Lo lamento —frunció el ceño con preocupación y una solitaria arruga cruzó su frente—. No pude escaparme de mis aposentos. Todo está un poco revuelto, con mi padre tan preocupado.

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—Asistí a una reunión acompañando al general Lian.

—A mí no me dicen nada. ¿Tan mal están las cosas? Creía que habíamos ganado la guerra.

—Yo…

—Por favor —suplicó—. ¿También tú vas a tratarme como a una niña, mintiéndome para protegerme?

—Perdona.

Xue Yue posó sus manos sobre las de Qin Lu.

—Cuéntame.

—La batalla que ganamos quizás no puso fin a la guerra. Nuestro ejército pagó un duro precio por la victoria. Perdimos muchos hombres, demasiados. Ahora somos vulnerables frente a los demás reinos, y encima el oráculo le dice a tu padre que ataquemos al oeste para separar el norte y el sur y detener así sus posibles intenciones bélicas.

—Aborrezco a ese hombre —reconoció ella.

—Ni siquiera sabemos qué está matando a la naturaleza —dijo él—. ¿De qué sirve luchar entre nosotros cuando el enemigo es invisible y nos puede aniquilar a todos? ¡Deberíamos trabajar unidos! ¡Vivimos juntos en esta tierra, y sin ella…!

—Ojalá mi padre escuchara a quien debe.

—Xue Yue, no soy más que un campesino convertido en soldado y, de pronto, erigido en héroe por un azar. Ni siquiera sé qué hago aquí, hablando contigo. No soy digno de…

—Cállate —le puso una mano en los labios.

—Háblame de ti, por favor. No quiero hablar de política. Lo único que deseo es verte, escucharte, sentirte.

—Qin Lu —susurró la princesa con los ojos arrebolados por la dulzura—. ¿Qué nos está pasando?

—Lo sabes tan bien como yo.

—¿Sí?

—Y es una locura.

—Pero nos pertenece. Yo he pasado la vida en este palacio. No puedo contarte nada. Tú, en cambio, sí. ¿Cómo son tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿Dónde naciste? ¿Qué hacías? ¿Amabas a alguien?

—¡No! —respondió a su última pregunta.

—¿No?

—Nunca he amado a nadie. Ahora sé que mi corazón te esperaba a ti y solo a ti.

—Yo siento lo mismo —asintió ella—. Los dioses sean benditos.

—¿Qué te haría tu padre si te sorprendiera conmigo?

—Mi riesgo es mínimo y no le temo a ningún castigo, si es que llegara a producirse. El tuyo sí es duro y amargo. Demasiado. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en ti, me ahogo en mis habitaciones, odio cuanto me rodea. Quisiera…

—No lo digas.

—¿Por qué no? Es mi grito de libertad. Nunca lo había sentido hasta ahora. ¿Qué puede importarme ya más que eso?

—Estamos locos.

Xue Yue sonrió.

Una niña despreciando todo peligro.

—Sí —volvió a acariciarle la mejilla sin poder contenerse.

Qin Lu tampoco pudo.

Llevó la mano a sus labios y la besó.

Temblaban.

Miraron sus labios.

En el instante en que dos voces asolaron su paz y unos pasos anunciaron que alguien más caminaba por el jardín.

Quizás el mismo emperador.

—¡Mañana! —cuchicheó Xue Yue.

Qin Lu la dejó ir.

El último roce fue el de sus dedos, alejándose bajo la noche.

53

Le había dicho a Fu San que se quedaría.

Pero todavía no se lo había dicho a ella.

Shao miró sus escasas pertenencias.

¿Por qué dudaba?

Precisamente por… Xiaofang.

Había caminado hacia el oeste solo porque una ráfaga de viento movió aquella tierra arrojada al aire. Y había llegado al más insólito de los lugares solo porque un anciano al que salvó la vida le habló de su destino.

¿Adónde iba a ir?

En Shaishei tenía una oportunidad.

La única.

Aquellos días con Xiaofang habían sido los mejores de su vida. La sensación de paz, de estar por fin en alguna parte. Cierto que en presencia de ella saltaban chispas. Cierto que su cabeza daba vueltas y más vueltas. Se resistía a emplear la palabra «amor», pero estaba enamorado. Enamorado de la mujer, la muchacha solitaria, que le daba cobijo en su casa.

Por si faltara poco.

Y era tan extraño.

—No tienes nada, ni a nadie —se dijo en voz alta—. Quién sabe si un día podrás regresar a Pingsé.

No quería huir siempre.

Si lo hacía ahora, sería por ella.

Apretó los puños y dejó caer la cabeza sobre el pecho. En medio de aquel enervante silencio confundido con su guerra interior, el suave canturreo de Xiaofang le alcanzó como el murmullo de una sirena en el mar. Se levantó sin darse cuenta, atrapado por su magia, y sin darse cuenta abrió la ventana que daba a la parte trasera de la cabaña.

Xiaofang tendía la ropa lavada en el río.

Iba como siempre, arremangada, sudorosa, con su piel brillando bajo el sol del atardecer y toda la libertad de su armonioso cuerpo ondeando igual que una bandera.

Era lo más bello que jamás hubiese visto.

Podía entender la ira de Fu San.

Pero Xiaofang no amaba a su pretendiente.

Xiaofang…

La muchacha volvió la cabeza de pronto. Le miró. No dijo nada. No hizo nada. Continuó tendiendo la ropa. Se levantó sobre las puntas de sus pies descalzos y estiró los brazos. Su silueta se enmarcó todavía más sobre el fondo verde del bosque. Entonces Shao sintió el arrebato.

Todo su cuerpo se convirtió en un volcán.

Ni siquiera fue a la puerta. Saltó por la ventana y caminó hacia ella.

Xiaofang no lo esperaba. Se lo encontró prácticamente encima al notar su presencia. Casi no tuvo tiempo de volverse. Shao la cogió por la cintura y le dio la vuelta.

La última mirada fue un grito.

Un grito con respuesta.

Cuando la besó, supo que todos los sueños eran posibles.

Y cuando ella se entregó a él sin reservas, abrazándole y confundiendo ese grito con el suyo, el beso se hizo denso, profundo, eterno.

Un jilguero cantó en alguna parte, por encima de sus cabezas.

54

Por primera vez, Xue Yue ya estaba en el jardín de oriente cuando él llegó.

Los dos corrieron al reconocerse en la distancia, bajo el sol del anochecer. Qin Lu, precipitado; ella, ansiosa.

No habían podido olvidar la despedida de la noche anterior.

Cuando sus manos se reencontraron, fue como si aquellas horas no hubieran transcurrido. El mismo roce, la misma mirada, los mismos labios impacientes por la espera.

—¡Qin Lu!

—¡Xue Yue!

—¡Recibiste mi nota!

—Sí, y estás loca. Te arriesgaste…

—No podía esperar más para verte. ¡Creí que no vendrías!

—Casi me he escapado. El general despachaba unos asuntos y… —bajó la cabeza sin fuerzas para continuar, y la muchacha se dio cuenta del dolor que lo azotaba.

—¿Qué sucede? —se alarmó.

—No quiero…

—¡Qin Lu! ¡Todo el día me he sentido inquieta sin saber el motivo, llena de malos pensamientos! ¡Casi me he vuelto loca! ¡Dime que todo está bien!

—Esta noche, no —balbuceó.

—¡Has de decírmelo, por favor! Necesito saber.

Le costó reunir el valor, apaciguar el caos de sus pensamientos, situar las palabras en su garganta para poder expulsarlas ordenadamente una a una.

—Lian ya está recuperado —musitó—. Vamos a irnos… pronto.

—¡No!

—Xue Yue, sabíamos que esto sucedería.

—¡No quiero que te vayas! —gimió aterrorizada.

—Escucha —la sujetó por los brazos—. El general ha de reorganizar el ejército, saber cómo está todo, con cuántos hombres cuenta. Hay muchos rumores, y todos son horribles porque ninguno habla de paz. Yu Zui y Tao Shi recomiendan a tu padre atacar primero para crear un abismo entre el norte y el sur. Una guerra contra el oeste sería difícil de ganar, aunque no imposible, al precio de muchas más vidas. El oeste lo sabe, así que se habla también de una posible alianza con el sur. Entonces sí, se formaría un gran ejército contra el que nosotros no tendríamos la menor posibilidad. Solo el Reino del Norte parece mantenerse, tal vez a la espera de su propia oportunidad.

—¡Guerra, guerra, guerra! —Xue Yue se llevó las manos a los oídos—. ¿Es que nadie sabe hablar de amor?

—No en estos tiempos —reconoció Qin Lu.

—¿Y nosotros?

—Tú eres la hija del emperador. Yo no soy nadie.

—¡Tú eres la persona que amo! ¡No quiero que te vayas!

—He de hacerlo.

—¡Hablaré con mi padre!

—¿Estás loca? ¿Qué le dirás? Soy un soldado, un campesino. Sería capaz de encerrarte en una habitación y tirar la llave. ¡Tú misma dijiste que nos mataría…!

—¡Le pediré que te nombre cualquier cosa, lo que sea, para tenerte cerca!

—¿Y vernos siempre así, a escondidas, robándole momentos perdidos a la vida?

No le dejó seguir hablando. Fundieron sus brazos. Pegó su cuerpo al de él, con la cabeza apoyada sobre el pecho por el que afloraban los latidos de su corazón. Qin Lu no pudo hacer otra cosa que corresponderla con todas sus fuerzas, hundir el rostro en su cabello y aspirarla con vehemencia, para llenarse de aquel aroma que llevaría siempre pegado a su recuerdo.

Durante mucho rato, en silencio, quedaron envueltos en aquel espacio mínimo, respirando el mismo aliento, fundidos en cuerpo y alma.

La entrega final.

Luego, ella levantó la cabeza y él bajó la suya.

Sus labios se encontraron, y el beso, ansiado, esperado, aplazado todas aquellas noches, se prolongó con la dulzura de su leve eternidad.

Algo que ya les pertenecía para siempre.

Un jilguero cantó en alguna parte, por encima de sus cabezas.

55

El canto del jilguero le hizo abrir los ojos.

Lin Li miró por la ventana, sobresaltada. Se incorporó y escrutó las sombras. El sol acababa de ponerse, pero ya se había acostado, agotada por el duro trabajo del día.

Esperó.

Pero el jilguero no volvió a piar.

Pensó que quizás hubiera sido un sueño, su imaginación.

No regresó a la cama. Rozó con su mano el cinto, del que ya no se separaba ni siquiera de noche, como si se tratara de un talismán protector. Un rato después, su madre entró en la habitación.

—¿Qué sucede, hija? ¿No tienes sueño?

—He oído el canto de un jilguero —dijo.

—¿En la oscuridad?

—Sí.

Jin Chai se acercó a la muchacha. Se asomó a la ventana sin ver nada que no fueran las sombras de la noche.

—¿Sabes qué significa? —se atrevió a preguntar la mujer.

—Sí —dijo Lin Li.

Su madre esperó.

—Son tus hermanos, ¿verdad? —preguntó finalmente.

—Sí.

—¿Cómo…?

—Los he sentido. Aquí y aquí —se tocó primero la frente y después el pecho, a la altura del corazón—. Están bien. Son felices.

—¡Lin Li! —se estremeció Jin Chai.

Su hija le pasó un brazo por encima de los hombros y la estrechó contra ella. Le besó la sien.

—Deberíamos dormir, madre.

—Los echo de menos.

—Y yo.

—Tú…

—Estoy bien.

—Pero tan cambiada.

—Lo sé.

—¿Tienes miedo?

—No.

—Hay fuerzas que no podemos controlar, hija.

—Pero podemos vivir con ellas.

Jin Chai derramó dos lágrimas solitarias. Rodaron por sus mejillas y al llegar a la barbilla cayeron. No tuvo que contener el resto. Simplemente, fueron únicas.

Suficientes.

—¿Volverán pronto? —se atrevió a preguntar.

—No lo sé —dijo Lin Li.

Pero sí lo sabía.

Podía intuirles felices, llenos de amor, como si eso se propagara por la tierra igual que un mensaje que llevara el viento hasta llegar a ella. Era capaz de sentirlos en su alma, a los dos, lejos, separados el uno del otro.

Sin embargo, no los veía en Pingsé.

Iban a llegar tiempos amargos para todos.

Incluso para ella.

Eso era lo que sabía.