Capítulo 6

El mayor error es sucumbir al abatimiento:

Todos los demás pueden repararse; este, no.

—Confucio —

38

Al principio parecía que el veneno de la serpiente no le había causado demasiado efecto. Después de todo, solo había sido un leve pinchazo.

Con el paso de las horas, fue distinto.

Primero, el dolor en las articulaciones. Después, la fiebre. Finalmente, el desvanecimiento entre alucinaciones.

Despertó al amanecer, con los árboles convertidos en gigantes amenazadores y las flores mirándole con ojos carnívoros. Las mariposas batían sus alas con estruendo. Hasta las hormigas parecían peligrosas. Se arrastró temeroso y mantuvo los ojos cerrados sabiendo que aquello no era real. Cuando consiguió dominar el terror, sacó fuerzas como pudo y buscó algunas hierbas para paliar los efectos del veneno. Se hizo un apósito para la frente, con el fin de bajar la fiebre, y otro que se colocó en el pecho. Tenía hinchada la zona de la picadura.

Si no conseguía controlar la fiebre, moriría.

A mediodía se arrastró hasta el lago. Si otra serpiente le atacaba, estaría muerto, pero necesitaba beber y sumergirse en el frío para soportar aquel suplicio. Cayó al agua y, en su estado, casi se ahoga. Cuando salió, aferrándose a las rocas de la orilla del lago, tiritaba y sus huesos crujían por la violencia de los temblores. Ya no tuvo fuerzas para regresar a los árboles hasta dos horas después, una vez seco. Volvió a beber, se mojó el rostro y se arrastró a duras penas. Tenía hambre.

Cuando se puso el sol, llegó lo peor.

Nuevas alucinaciones, la sensación de que su cuerpo ardía, el dolor. Si moría allí, nadie sabría jamás qué había sido de su corta existencia.

Eso le hizo rebelarse.

Abrió la bolsa en busca de algo, una migaja de lo que fuera, y entonces vio el cinto en forma de serpiente.

Lo había guardado allí para no despertar la codicia de Pai Wang.

Se quedó mirándolo.

Y los ojos brillantes de la serpiente le miraron a él.

Ya no había luz, la penumbra se extendía rápidamente por la tierra, pero los ojos de la cabeza brillaban…

Brillaban…

De pronto, el cinto se movió.

Cobró vida.

La serpiente saltó de sus manos y se deslizó por su pecho con la boca abierta.

Directa a su garganta.

—¡No! —gritó Shao.

Intentó sujetarla, pero no pudo. La boca del animal súbitamente vivo le mordió exactamente donde lo había hecho la primera serpiente.

Shao sintió deseos de llorar.

Otra alucinación…

¿O no?

Ya era inútil. Cerró los ojos y se abandonó.

Lo extraño, lo más increíble, era que, lejos de inyectarle más veneno, sintió que el cinto convertido en serpiente absorbía el veneno de su cuerpo.

Absorbía el mal.

En algún momento de esa nueva calma, Shao perdió de nuevo el conocimiento.

39

Algunas despedidas eran espantosas. Siempre quedaba la sensación de adiós definitivo, de que nunca se volvería a ver a la otra persona.

Sobre todo, tratándose de soldados.

—Cuídate, amigo —le deseó Qin Lu.

—Y tú más —trató de sonreír Hu Suan Tai—. No sé qué harás sin mí.

—Sobreviviré.

—No estoy yo tan seguro.

Se abrazaron con emoción. Qin Lu no le dijo que había tratado de incorporarlo al séquito del general Lian. El gigantón se quedaba. El regreso del ejército sería lento.

Él ya se iba a la corte.

A Nantang.

—No podrás volver a casa cuando todo acabe —dijo Hu Suan Tai—. Tu general no te dejará.

—Lo sé.

—Bueno, la carrera militar no es mala.

—Cállate —se estremeció.

—Quizás nos veamos en Nantang.

—Lo intentaré.

Sabían que era difícil. Qin Lu iba a tener una vida muy distinta. Hu Suan Tai seguiría siendo un soldado mientras existiese el peligro de guerra.

El ejército del este se había retirado a su frontera, diezmado y maltrecho, pero faltaba saber si los ejércitos del sur, el oeste y el norte no querrían aprovechar la debilidad del Reino Sagrado para sacar ventaja en un ataque individual o combinado. Todos odiaban al emperador.

Demasiado.

—Qin Lu.

—¿Qué?

—No te olvides de quién eres, ni de lo que eres.

—No lo haré.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

El último abrazo fue el más demoledor. Hu Suan Tai lo estrujó contra su pecho hasta el punto de hacerle crujir los huesos y robarle la respiración. Qin Lu le palmeó la espalda.

Hora de irse.

El general Lian no esperaba.

Ya no dijeron nada más. La última mirada y, luego, los pasos del nuevo héroe separándose de su amigo.

Subió al caballo que le había regalado el general, lo espoleó y se alejó de allí sin volver la cabeza para que su camarada no le viera llorar.

40

Shao abrió los ojos de golpe.

Primero miró el cielo, las copas de los árboles.

Luego escuchó el silencio.

Tardó un poco en reaccionar, en recordar qué hacía allí, en evocar el delirio del día anterior, bajo los efectos de la fiebre. Tardó porque su mente parecía estar en blanco.

Limpia.

Se dio cuenta de que ya no tenía fiebre.

Se incorporó despacio. Estaba débil, algo mareado, dolorido, pero con sus capacidades mentales de nuevo en funcionamiento. Buscó el bulto de la garganta sin encontrarlo. Había desaparecido.

Y entonces recordó la serpiente.

El cinto regalado por aquel anciano…

Estaba a su lado, caído en el suelo: un simple cinto de cuero con forma de serpiente, fauces abiertas para que los colmillos se hundieran en la cola cuando se lo ponía en la cintura.

¿Un sueño?

¿Una pesadilla?

Fuese lo que fuese lo que hubiera sucedido, ilusión o realidad, él estaba de nuevo sano.

Tocó el cinto, le pasó la mano por la cabeza y acabó cogiéndolo. Podía recordar, entre las brumas de la noche pasada, cómo la serpiente había cobrado vida y le había succionado el veneno del cuerpo. Podía recordarlo porque había sentido la desaparición de ese veneno a través de sus venas y arterias, igual que un animal al que le arrancan las vísceras una vez muerto.

Los ojos brillantes, de nuevo sin vida, no le dieron ninguna respuesta.

—No seas estúpido —se dijo arrojando el cinto a un lado.

Su imaginación le había hecho una jugarreta. La única explicación posible era que finalmente, durante la noche, cuando el veneno dejó de hacer su efecto, él se había recuperado muy rápido.

Era joven y fuerte.

¿Qué otra cosa si no?

¿Y si no había transcurrido una noche, sino… dos, o tres? ¿Cómo saberlo?

Con el cuchillo en la mano, bebió agua del río y subió a un árbol a por fruta para recuperar fuerzas. Desde la copa vio una extensa zona de maleza que se elevaba sobre los árboles del bosque. Caminó hasta ella.

Impenetrable.

Zarzas con espinas como flechas, plantas enormes, lianas entrecruzadas, troncos tan pegados unos a otros que difícilmente podía pasar un ser humano entre ellos…

Aquello más parecía una frontera que no un producto de la madre naturaleza.

La siguió un buen rato, por el norte, porque formaba una barrera que le cortaba el paso si quería seguir caminando en dirección oeste. Desde una loma apenas elevada vio que se extendía todavía más, aunque a lo lejos ya derivaba en una suave curva. Reanudó la marcha a pesar del cansancio y la debilidad, y a media mañana no tuvo más remedio que detenerse a cazar algo para comer.

Se ocultó en el límite de aquella maleza impenetrable y esperó.

Esperó hasta que vio aparecer un conejo a unos quince pasos de distancia.

Shao dio un paso atrás, conteniendo la respiración.

Y de pronto, la maleza dejó de ser impenetrable.

Pisó en falso y cayó rodando por un suave desnivel cubierto con una densa masa de hojas y turba. Primero se protegió el rostro con los brazos, temeroso de las zarzas. Cuando se detuvo, sin embargo, lo que vio con asombro fue un camino interior, ancho, libre de obstáculos, que atravesaba aquella frontera como un túnel horadando una roca. Y al final, de nuevo, la luz.

Pensó en el conejo, su comida.

Pero siguió el túnel, lleno de curiosidad, sin dejar de sujetar el arco y comprobando que sus pertrechos estuvieran bien seguros, especialmente el cuchillo.

El túnel de maleza era silencioso.

Cuando llegó al otro lado, en cambio, le sorprendió una explosión de sonidos.

Cientos, miles de pájaros piando y volando; el murmullo de riachuelos y fuentes; los gruñidos de un grupo de jabalíes escarbando en la hierba, que allí crecía más jugosa y verde; los frutos descolgándose de las ramas porque su abundancia era en extremo generosa y apenas cabían. El mismo cielo parecía más azul; los árboles, más grandes; la vida, más hermosa. Casi podía escucharse el rumor de las flores al abrirse.

Shao sintió miedo.

La voz del anciano Sen Yi volvió a su cabeza.

«Shaishei, el pueblo invisible, protegido, oculto a los ojos de los hombres. No hay montañas cerca. Nadie puede verlo. Lo rodean ríos y lagos, rompientes y bosques. Solo hay un acceso. Tú no puedes buscarlo, pero quizás te encuentre él a ti».

El pueblo invisible.

Así que, después de todo, sí era su destino.

41

Qin Lu se sentía abrumado.

Él procedía de un pequeño pueblo, perdido e ignorado salvo en momentos de guerra, cuando se necesitaban soldados. No era más que un campesino.

Y de pronto…

El palacio del emperador era inimaginable. Un sueño desmesurado hecho realidad. Riquezas, lujo, suelos bruñidos como espejos, paredes doradas y tan cegadoras que incluso hacían daño a la vista, muebles hechos con las más exquisitas maderas de los cinco reinos, objetos procedentes de los lugares más insospechados, cabezas de animales cazados y disecados, cortinajes…

Pero si el palacio abrumaba, la corte…

Hombres y mujeres vestidos con exquisitas sedas y túnicas, cargados de joyas, oro, perlas, marfiles puros, con sus largas colas perfectamente peinadas y sujetas con alfileres o peines, uñas largas y cuidadas denotando su posición, rostros maquillados en ambos sexos, ostentosos, rivalizando entre sí en busca de la belleza suprema o el detalle más innovador, sonrisas cinceladas sobre el vacío, perpetuas, como si allí nadie pudiera ser infeliz o el emperador hubiera dado orden de que nadie triste se cruzara en su camino.

Parecía irreal, pero era muy, muy real.

Cuando llegó a la sala del trono siguiendo al general Lian, se sintió todavía más pequeño.

En ella cabían diez pueblos como el suyo.

La audiencia para recibir al héroe de la batalla era solemne. A ambos lados, los miembros de la corte, formando un largo pasillo por el que Lian, con su brazo izquierdo vendado, avanzaba seguro y dominante. Enfrente, el trono, el gran trono del emperador, hecho casi enteramente de oro y piedras preciosas, con la silla vacía de la emperatriz, muerta años atrás, y las que ocupaban sus tres hijas flanqueándolo.

La mayor era Zhu Bao, Perla, tan bella que dolía mirarla de frente. La segunda era Xianhui, Virtuosa, exquisita como una estatua de cristal tallado por el más delicado orfebre. La tercera era Xue Yue, Luna, la predilecta de su padre por ser también la más delicada, apenas una niña alboreando a la vida.

Y no menos hermosa que sus hermanas.

Tanto, que Qin Lu se olvidó de las dos mayores.

Sobre todo, cuando ella también posó sus ojos en él.

El mundo desapareció para ambos.

—¡General Lian! —rompió el silencio el emperador con el mayor de los énfasis.

—Mi señor —el militar hincó una rodilla en tierra.

Su séquito hizo lo mismo.

Todos, con los ojos fijos en el suelo.

Todos menos Qin Lu.

Ya nada podía arrebatarle aquella mirada.

La de Xue Yue.

—¡Levántate, general! —ordenó Zhang—. ¡Estás herido!

—No es nada, mi señor. Solo un rasguño.

El emperador se puso en pie. Nunca abandonaba su trono, elevado tres peldaños por encima de la sala para que nadie fuera más alto que su egregia persona. Pero en esta ocasión lo hizo. Los bajó uno a uno, despacio, con los brazos extendidos, y cuando Lian se incorporó, le colocó las manos sobre los hombros.

Otro gesto cargado de simbolismo.

Hubo un murmullo en la sala.

¡Zhang había tocado a un ser humano!

—Tu victoria nos ha llenado de gozo —proclamó Zhang.

—El precio ha sido elevado, mi señor —reconoció el militar—. Tantas vidas perdidas…

—Vidas necesarias, Lian —le detuvo el emperador—. Soldados generosos que han muerto para mi mayor gloria y la del Reino Sagrado, no lo olvides.

Qin Lu sentía algo que jamás había sentido.

Los ojos de Xue Yue eran más que ascuas. Eran cuchillos que se hundían en su conciencia. Grandes y puros, inmensos como lunas, armonizaban con la exquisita línea de sus labios y la delicadeza de la nariz, el óvalo del rostro y la armonía de su peinado. Se fijó también en sus manos, colocadas en el regazo: blancas, puras, perfectas y suaves.

Zhu Bao y Xianhui parecían aburridas. Ni siquiera prestaban atención al general y a su comitiva. O no querían moverse para no quebrantar su belleza inmaculada.

Xue Yue, en cambio, era como si le hablase.

—Mi señor, quisiera presentaros al auténtico héroe de la batalla —el general se apartó un poco—. Este es el joven que me salvó la vida y, con ello, dio un giro inesperado a nuestra suerte.

Qin Lu tuvo que reaccionar.

Por unos segundos.

Dejó de mirar a Xue Yue para encontrarse con los ojos de Zhang.

El tirano.

—Enhorabuena, soldado —el emperador fue seco y breve con él; de nuevo pasó a su general—. Descansaréis en palacio hasta que estés recuperado del todo, tú y tu séquito.

—Es un honor, mi señor —inclinó la cabeza.

—¡Esta noche celebraremos una fiesta! ¡Por el general Lian!

—¡Por el general Lian! —clamó la corte.

—¡Por el emperador! —proclamó el militar.

—¡Por el emperador! —gritaron todos.

Todos menos Qin Lu y Xue Yue, prisioneros de sus miradas, cautivos de sus sentimientos, víctimas de la sorpresa que la vida, imprevisible, acababa de darles.

42

Le acuciaba el hambre, pero también la curiosidad.

Apenas se tenía en pie, y la debilidad se acentuaba a cada paso. Los ojos le centelleaban. Quizás no hubiera estado inconsciente una sola noche, sino más. Pero aquel paraje, aquel mundo desconocido, como extraído de un cuento de los que solía contar Lin Li…

Shao avanzó más y más.

Fascinado.

Sen Yi, el cinto convertido en serpiente en su delirio, el pueblo invisible… Eran demasiadas cosas danzando en su mente.

Cayó una vez, dos. Y se levantó en cada ocasión, incapaz de rendirse, dispuesto a llegar al final de aquel misterio. El tiempo parecía haberse detenido. Como si allí transcurriera más despacio. Otra ilusión más. Cuando finalmente creyó escuchar voces, se agachó y tensó los músculos.

Luego se arrastró por el suelo.

Las voces eran agradables y risueñas, femeninas. Procedían de su izquierda. Quemó sus últimas fuerzas en el empeño, y al apartar las matas para ver la escena creyó que, efectivamente, estaba soñando.

Las jóvenes eran cinco y recogían leña de un árbol caído, quebrando las ramas con la sola fuerza de sus manos. Parloteaban con libertad, ajenas a todo, riendo. Dos eran muy niñas, apenas doce o trece años; otras dos, mayores, como de treinta o treinta y cinco. La quinta tendría más o menos su edad.

Y le robó el aliento.

Le paralizó.

Shao comprendió, de pronto, la exacta definición de la belleza.

Era alta, esbelta, de formas redondas y rostro enigmático, grandes ojos y labios en forma de flor. Bajo el sol, sudaba, y su piel húmeda la embellecía aún más. Con los brazos desnudos y los pantalones de trabajo arremangados, era casi como si estuviera desnuda. Su voz también era armoniosa, un canto suave y envolvente.

Shao ya no fue consciente de sus actos.

Simplemente, se puso en pie y avanzó.

A los tres pasos, tropezó; a los cinco, cayó al suelo.

Rodó por la pendiente, y mientras las jóvenes chillaban por el susto, él se dejó llevar, incapaz de resistirse al abandono de su cuerpo y de su mente.

Lo último que vio antes de cerrar los ojos y desvanecerse fue la mirada sorprendida de la muchacha, a cuyos pies fue a parar.

43

El general Lian se estaba despojando de su uniforme con cuidado para no castigar la zona herida. Los dos muchachos que le ayudaban se movían con sumo cuidado, temerosos. Frente a él, Qin Lu no sabía cómo iniciar aquella conversación.

Pero en cuanto su superior quedara libre…

—Las hijas del emperador… —tanteó cauteloso, por si le estaba prohibido hablar de ellas o siquiera mentarlas.

—Hermosas, ¿verdad? —Lian asintió con la cabeza—. Sin duda son las más preciadas joyas de nuestro emperador. Tres auténticas princesas. ¡Ah, los afortunados que aspiren a su mano! Aunque nuestro señor las cuida tanto que quién sabe si un día permitirá que se desposen.

—Jamás había visto nada tan bello —convino él.

—Hacen honor a sus nombres: Perla, Virtuosa y Luna. Su madre supo escoger muy bien. Ella también fue una mujer extraordinaria. Su muerte sumió a nuestro señor en una enorme tristeza.

—Lo sé. Fueron días oscuros para todos —no le recordó que el emperador había exigido impuestos adicionales al pueblo para costear el mausoleo de su difunta esposa—. La princesa Xu…

—Zhu Bao y Xianhui están ya en edad casadera —continuó Lian sin dejarle hablar—. Si los cuatro señores estuvieran enemistados, podrían establecerse alianzas casándolas con dos de sus hijos. Pero dada la situación… Zhang quizás deba organizar un gran concurso para determinar quiénes pueden estar a la altura de tan grande honor.

—¿Y Xue Yue? —pudo por fin introducir el nombre de la muchacha.

—Xue Yue todavía es una niña —fue rotundo Lian—. Tiene quince años, aunque en pocas semanas cumplirá dieciséis, y entonces se convertirá legalmente en una mujer. Sin duda ella será más hermosa que sus hermanas. Y tiene el don del encanto. Suele reír siempre, canta, toca el arpa, es buena, ama la vida, es el ser más radiante de palacio, la auténtica alegría de su padre, aunque también la más diferente de la dinastía.

—Creo que es maravillosa —se rindió Qin Lu.

Acabaron de quitarle las protecciones de los hombros y dejaron su torso desnudo. Lian frunció el ceño, súbitamente serio. Sentado en una butaca parecida a un trono, como el de Zhang, miró gravemente a su servidor.

Qin Lu se puso rojo.

Luego pensó que el general haría que le cortaran la cabeza.

—Vaya, vaya —mesuró sus palabras.

—Yo…

—¿Así que es eso? —siguió hablando.

¿Tanto se le notaba? ¿Bastaba una indiscreción para que Lian supiera que acababa de enamorarse como un tonto?

—Señor…

—Pensé que eras demasiado joven, pero ya veo que no —afloró de nuevo la sonrisa en su rostro, esta vez revestida de meliflua ironía—. Si quieres una esposa, puedo encontrarte una. Conozco muchas doncellas que se sentirían agradecidas y felices a tu lado. Y seguro que todas te harían feliz.

Qin Lu pasó de rojo a blanco.

—Oh, no, no señor, no es eso. Yo… solo preguntaba… Es decir… No creo que…

Lian soltó una carcajada.

—¡Pareces un niño sorprendido robando en la despensa! —las carcajadas fueron a más, hasta que la risa le recordó el dolor de la herida y se llevó la mano derecha al hombro—. ¿De verdad no quieres una esposa, Qin Lu?

—No, claro que no.

—¿Y pasar un buen rato? Estás en tu derecho, como todo soldado.

La voz del maestro Wui revoloteó por su cabeza.

«El amor es un acto de fe. Sin amor no hay esperanza, solo instinto animal. Amad y seréis amados. Poseed y, tarde o temprano, los poseídos seréis vosotros».

—Gracias, mi señor, pero yo… —dejó su frase sin terminar.

—Anda, retírate. —Lian suspiró como un padre orgulloso—. Quiero descansar un poco. Pero recuerda que, además de tu superior, ahora también soy tu amigo. Pídeme lo que desees cuando lo desees. Disfruta de tus privilegios, Qin Lu. Estás en palacio, eres un héroe y mi servidor. Aprovéchalo.

Cuando salió de la estancia, se sintió verdaderamente solo por primera vez desde que se separó de Hu Suan Tai.

Solo en aquella inmensidad que de pronto era su casa.

44

Oía murmullos, rumores, palabras pronunciadas en voz baja.

Aguzó el oído.

—Es guapo.

—¡Calla, te va a oír!

—Sigue inconsciente.

—¿Quién será?

—¿Cómo habrá conseguido llegar hasta aquí?

—Ojalá se quede.

—¡Ya, para que se fije en ti!

—¿Tú qué opinas, Xiaofang?

Silencio.

—¿Xiaofang?

—Parecéis dos cotorras. O peor: dos adolescentes con ganas de pillar marido.

—¡Somos adolescentes con ganas de pillar marido!

Las dos muchachas que hablaban más cerca de él estallaron en risas. La otra soltó un suspiro de reprobación.

Nada más.

Tenía que abrir los ojos.

Pero estaba tan bien…

La herida del cuello ya no le dolía. Cuatro manos le masajeaban el torso, y se sentía tan relajado que tardó en darse cuenta de que estaba en una cama, desnudo, con algo por encima, pero desnudo al fin y al cabo.

Le habían quitado la ropa.

Ya no pudo evitarlo. Se puso rojo y abrió los ojos.

Vio a dos ángeles.

Le sonreían.

—Hola, aparecido —le dijo una.

—Xiaofang, ha vuelto en sí —llamó la otra.

Xiaofang era la joven a cuyos pies se había desmayado. Ya no sudaba ni llevaba la blusa arremangada. Vestía como cualquier muchacha, llevaba la trenza larga con orgullo y su rostro destilaba armonía y paz. De cerca era aún más bella. Naufragó en sus ojos y supo que ya jamás iba a olvidarla.

Sus labios le envolvieron en un suspiro al escuchar:

—¿Cómo te encuentras?

—Bien —no supo si era sincero o mentía.

—¡Nin Yu! —gritó otra.

Mantuvieron sus miradas. Ni él podía apartar sus ojos de ella, ni ella hacía nada por separarse de su lado. El abismo entre ambos se desvaneció lo mismo que una noche liviana y frágil. El sol, su sol, barría cualquier atisbo de sombra. Hubieran seguido así de no ser porque un hombre algo mayor apareció junto a Xiaofang.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Shao.

El tono no era amigable, aunque tampoco sonaba agresivo. Más bien era cauto.

—¿De dónde has sacado eso? —le mostró el cinto de cuero en forma de serpiente.

—Es mío —dijo Shao.

—Te he preguntado de dónde lo has sacado —insistió el hombre.

—Me lo dio un anciano llamado Sen Yi.

El hombre y Xiaofang intercambiaron una rápida mirada. La duda se cernió sobre sus rostros. Y más allá de ella, el desconcierto.

—¿Por qué te lo dio?

—Le salvé la vida.

—¿Tú?

—Sí, yo. ¿Por qué?

—¿Cómo le salvaste la vida?

—Le atacaron unos jabalíes y le hirieron. Yo llegué a tiempo. Luego curé su herida y, antes de irse, me regaló ese cinto.

—¿Te dijo algo más? —lo esgrimió como si fuera un estandarte.

—Me habló de vosotros.

Xiaofang y Nin Yu volvieron a intercambiar una mirada, aún más rápida.

—¿Por qué tendría que hablarte de nosotros? —apenas si le dejó respirar él.

—No lo sé —empezó a sentirse molesto—. Bueno… Dijo que era mi destino, que el pueblo invisible me encontraría a mí.

Nin Yu se apoyó en la cama. Xiaofang se cruzó de brazos. Ahora la que habló fue ella.

—¿Qué haces por estas tierras?

—Huyo de la guerra.

—¿Por cobardía? —ella frunció el ceño.

—Porque no me gusta luchar por causas injustas, ni bajo la bandera de un tirano, ni por el beneficio de quienes se supone que deberían darnos la paz, ni por un honor que no es mío, sino que nos viene impuesto por leyes absurdas.

Pareció impactarles, tanto por sus palabras como por su seguridad.

—Hablas bien —asintió la muchacha.

—No os preocupéis —consiguió dejar de mirarla y se dirigió al hombre—. Me iré enseguida y no le revelaré a nadie dónde estáis.

—Aunque quisieras, nunca podrías decir dónde estamos —dijo Xiaofang.

—¿Por qué?

—Porque nos protege la fuerza del Gran Mago —repuso Nin Yu—. Por eso.

Shao cerró los ojos. Necesitaba pensar, y si continuaba mirándola, no sería capaz.

Ella le aceleraba el corazón.

—Lo que menos deseo es escuchar leyendas —suspiró.

—¿No nos crees? —quiso saber el hombre.

—¿Qué más da lo que yo crea? No soy nadie.

—Hablas como un viejo —dijo Xiaofang.

Abrió los ojos, irritado.

¿Por qué le atacaba si sus ojos expresaban lo contrario?

—Soy un viejo —forzó una sonrisa cansina.

—No, no eres un viejo. Pero hablas como alguien sin esperanza.

—Si no tuviera esperanza no habría elegido la vida frente a la muerte, ni la soledad por encima del honor de mi familia.

Quedaron en silencio los tres. No fue demasiado. Las otras dos chicas seguían allí, pero de pronto era como si no estuvieran. El hombre tomó de un brazo a Xiaofang.

—Dejémosle descansar.

—Le dejaré, pero he de cuidarle. Esta es mi casa —afirmó ella, rotunda.

—¿Estarás bien?

—Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Entonces, hasta luego. Llama si necesitas algo.

Las dos jovencitas le siguieron.

Los detuvo la voz de Shao.

—Eso es mío —señaló el cinto que todavía sostenía Nin Yu en la mano.

45

No podía dormir.

No podía concentrarse.

No podía hacer otra cosa que pensar en ella.

Xue Yue.

¿Podía la vida cambiar en un abrir y cerrar de ojos? ¿Podía el mundo entero dejar de tener sentido, para abrirse a un nuevo horizonte con solo un latido del corazón? ¿Qué complejos caminos conducían al ser humano de la serenidad a la locura, del equilibrio a la sinrazón del amor?

El amor.

Extraña palabra.

Quizás esos caminos no fueran tan complejos.

Su padre solía decirle: «El día que vi a tu madre, supe que ella sería la única, la mujer de mi vida. Lo supe sin necesidad de ninguna otra señal».

Pero su madre era una campesina.

Xue Yue, la hija del emperador Zhang.

La hija del tirano, por más que él le sirviera.

—Sus ojos no mentían —se repitió una vez más.

Pero si no mentían, ¿dónde estaba?

Qin Lu iba de un lado a otro de palacio, fingiendo obedecer órdenes del general Lian. Pero en realidad buscaba a Xue Yue. Menos por las dependencias de la familia real, había estado en todas partes. ¿Y si no le permitían salir de ellas? ¿Y si la protegían de todo mal y vivía secuestrada y vigilada por cien guardianes? Entonces, todo intento de verla sería inútil.

Eso le destrozaba el alma.

Necesitaba mirarla a los ojos, saber si todo había sido un sueño, y sobre todo saber si ella… había sentido lo mismo que él.

«Solo una vez más», suplicaba en silencio. «Solo una vez más, por favor».

Se internó por un pasillo muy hermoso, con estatuas de los emperadores de la dinastía a ambos lados, todos luciendo sus mejores galas reales, todos muy fieros, como si nunca hubieran sonreído en vida. Al final se encontró con una puerta protegida por dos aldabas enormes, doradas como la puerta, bellamente labrada.

Se atrevió a empujarla.

Pero no la llegó a abrir.

—¡Alto! ¿Adónde vas?

Se volvió de inmediato. Un hombre con uniforme de la guardia real, que empuñaba una espada, le interrumpió el paso.

—Soy nuevo y me he perdido. Sirvo al general Lian.

El oficial pareció reconocerle.

—¿Eres su héroe?

—Bueno, soy el soldado que le salvó la vida, nada más.

—Te vi en la recepción, sí. ¿Qué buscas?

—Traía un mensaje para el oráculo.

—El oráculo tiene sus propias dependencias, y están justo en el lado oeste de palacio.

—¡Oh, lo siento! Es difícil orientarse aquí.

—No importa. ¿Ves este sello? —señaló las aldabas—. Bajo ningún concepto debes cruzar una puerta que lo tenga o te cortarán la cabeza, héroe o no, al servicio del general o del mismísimo emperador. ¿Nadie te lo había dicho?

—No.

—Pues ya lo sabes.

Le saludó con una inclinación y se alejó. El pasillo desembocó en otro, y este, en una sala no muy grande de la que partían otros dos corredores. Se resistía a marcharse.

Un último intento, uno más.

Desesperado.

Entonces, como surgida de la nada, caminando delante de dos de sus sirvientes, Qin Lu la vio.

Xue Yue.

Ella le vio a él, le reconoció, abrió sus grandes ojos con expectación y comprendió todo al instante.

Todo.

Lo siguiente fue muy rápido.

La princesa pasó por su lado y, envuelta en un suspiro, su voz rozó la mejilla del enamorado:

—Esta noche, en el jardín de oriente.

Mientras la veía marcharse, con su paso breve y sereno, por aquel pasillo que de pronto se convertía en la puerta del paraíso, Qin Lu supo que los dioses a veces jugaban con el destino de los humanos, pero nunca con los que creían firmemente en las quimeras, los inocentes, los soñadores.

46

Lin Li dejó de arar la tierra cuando vio a aquel anciano aproximarse por el sendero.

El primer ser humano que aparecía por el pueblo desde que los soldados se llevasen a los jóvenes a la guerra.

Llevaba una túnica tan blanca como su largo cabello, recogido en una cola que le llegaba hasta la mitad de la espalda. La barba, el bigote y las cejas formaban una tupida masa de pelo. En cambio, sus manos eran finas y parecían no haber trabajado nunca. Manos de dedos largos y afilados, uñas perfectas, piel apergaminada y suave.

El caminante se detuvo ante ella.

—¿Hay algún pueblo cerca, muchacha? —quiso saber.

—Pingsé está aquí mismo, señor, siguiendo esta senda.

—¿Podrías darme un poco de agua? —mostró todo su cansancio de pronto, mientras se sentaba en una de las piedras que delimitaban los campos—. Mi odre está vacío.

—Claro —acudió solícita Lin Li recogiendo su propio cántaro.

Le vio saciar su sed, una, dos veces. Cuando terminó, continuó sentado, recobrando el aliento y recuperándose de lo que parecía ser una larga caminata. El anciano posó en ella unos ojos cargados de ternura.

—¿Trabajas tu este campo?

—Sí.

—¿No tienes padre, hermanos o marido?

—Mi padre murió, mis hermanos marcharon, y no, no tengo marido. Soy aún muy joven.

—Entiendo —mostró un atisbo de tristeza—. También de otros pueblos se llevaron a los jóvenes a la guerra.

—¿Tiene alguna noticia de lo que ha sucedido? —se interesó Lin Li.

—No, lo siento. He estado caminando desde el oeste.

La muchacha bajó la cabeza.

—Volverán, no te preocupes —la tranquilizó él dulcemente.

Y lo dijo de una forma que parecía verdad.

Como si los deseos pudieran materializarse.

—¿Cómo te llamas?

—Lin Li.

—Yo soy Sen Yi —se presentó.

—¿Puedo ofrecerle mi casa para que descanse?

—Oh, sería muy tentador —movió la cabeza de lado a lado—. Pero no puedo.

Iba a preguntarle por qué cuando, a través del bosque, llegó la pequeña Hon Tami corriendo hacia ellos. La niña se detuvo un poco asustada al ver al anciano.

—No temas —la tranquilizó Lin Li—. Es un caminante que está de paso. ¿Sucede algo?

—Quería saber si nos contarás hoy un cuento —dijo Hon Tami.

—¿Otro? —se llevó las manos a la cabeza fingiendo estar desesperada—. ¡Pero si ya os he contado lo que sé miles de veces!

—¡Invéntate uno, anda!

Lin Li miró al anciano.

—Nunca tienen suficiente —suspiró.

—Son pozos sin fondo. —Sen Yi centró su atención en la niña—. Pero merecen ser llenados antes de que la vida los agujeree y pueda escapárseles el aliento.

—De acuerdo. Nos vemos luego —le prometió Lin Li.

—¡No te olvides! —dio media vuelta para echar a correr—. ¡Adiós, señor!

Sen Yi levantó su mano.

La pequeña desapareció igual que había llegado, como una exhalación.

—¿Cuentas historias?

—Sí.

—Cuéntame una —le propuso—. A cambio, yo te narraré otra para que se la digas a los niños después.

—¿Aquí? ¿Ahora?

—Estamos aquí tú y yo, ahora —fue explícito—. Vamos, alégrame el día, muchacha.

Y sin apenas darse cuenta lo hizo, capturada por el magnetismo de aquel hombre, la profundidad de sus ojos, la paz que destilaba. Le contó la misma historia que unos días antes relató a los niños, la de la semilla y la joven honesta que no había mentido. Y lo hizo como si fuera la primera vez que la narraba, con tanto entusiasmo que, al terminar, Sen Yi aplaudió.

—Con tu permiso, algún día utilizaré este cuento —asintió él—. No sé si en tu versión o en otra, pero es excelente para probar la honradez de las personas.

—Gracias. —Lin Li se sintió halagada—. Cuénteme ahora el suyo.

—Quizás también a ti pueda servirte. —Sen Yi se acomodó un poco más sobre la piedra mientras su nueva amiga se sentaba a sus pies—: Una vez, un soldado visitó a un famoso hechicero que, se decía, podía predecir el futuro. Le preguntó cómo sería su esposa, y el hechicero, tras guardar un momento de silencio, señaló al otro lado de la ventana y le dijo: «Ahí la tienes». El soldado vio entonces a una mujer harapienta y pobre que llevaba un bebé en brazos. Furioso porque creía que le estaba engañando y se reía de él, se volvió loco y no solo dio muerte al hechicero, sino también a la mujer, a la que alcanzó en plena calle, dejando a su bebé gravemente herido y llorando a su lado.

—Un cuento cruel —se estremeció Lin Li.

—Aguarda —levantó una mano el anciano antes de proseguir—. El soldado, sintiéndose culpable de su pérfida acción, combatió en cuantas guerras se declararon. Y lo hizo buscando la muerte con ahínco, como expiación de su pecado. Pero cuanto más porfiaba por ella, más heroico era su comportamiento y más riquezas atesoraba. Hasta que un día, veinte años después, regresó al lugar de su crimen y quiso emplear su fortuna en redimir su pasado, aunque ya nadie recordaba aquel suceso. —Sen Yi bebió un poco más de agua—. A las pocas semanas de su regreso, conoció a la joven más hermosa que jamás hubiera imaginado, y aunque él le doblaba la edad, habló con su padre y le convenció para que aceptara el matrimonio. La joven llevaba siempre una cinta en la frente, y en la noche de bodas, el soldado le pidió que se la quitara. Cuando ella lo hizo, vio una espantosa cicatriz que le atravesaba la cara de lado a lado. Entonces la muchacha le contó que veinte años antes, al poco de nacer, un desconocido había matado a su madre, dejándola también herida en plena calle.

—¡El hechicero dijo la verdad!

—El soldado lloró amargamente, y se hubiera quitado la vida de no ser porque su esposa también se había enamorado de él y lo disuadió. Su fortuna sirvió desde entonces para ayudar a los más desfavorecidos, y con los años se convirtió en una leyenda, aunque no se sabe si los dioses llegaron a perdonarle —concluyó su relato con una sonrisa.

Lin Li mesuró la profundidad de aquella narración.

—Somos parte del destino de los demás tanto como del nuestro, ¿verdad?

Sen Yi se incorporó.

—Celebro que te sirva para pensar. Los buenos cuentos tienen siempre un doble filo.

—¿Ya se va?

—Sí —le acarició la mejilla.

—¿Por qué no se queda esta noche? Descanse y mañana proseguirá su camino.

—No puedo —reiteró el anciano—. Tengo una misión.

—¿Cuál?

—Salvar la tierra.

Lin Li se echó a reír.

Pero al ver los ojos de Sen Yi, dejó de hacerlo.

Quizás fuese un loco.

—Quiero hacerte un regalo —dijo entonces el hombre.

Y sacó de su zurrón un extraño cinto de cuero rematado con una cabeza de serpiente, ojos brillantes y dos afilados colmillos asomando por su boca abierta.

Lin Li jamás había visto nada parecido.

Tan bello.

—Pero…

Cuando reaccionó, con el cinto en sus manos, el anciano ya caminaba por el sendero, despacio, reuniendo en su flaco cuerpo todas las paces del universo.

—¡Gracias! —fue lo único que pudo gritarle ella antes de que desapareciera devorado por la distancia.