Capítulo 5

No siempre los caballeros logran

La plenitud de la humanidad.

Los hombres mezquinos nunca la logran.

—Confucio —

29

Las fogatas del pueblecito se recortaban como motas doradas en la oscuridad. Luciérnagas vivas denotando la presencia humana. De no ser por esas huellas, nadie hubiera dicho que allá, perdidos entre las sombras y los árboles, hubiera moradores, gentes ocupando un espacio en la vida.

Pai Wang esbozó una sonrisa.

—Maravilloso, ¿no?

Sus hombres asintieron.

Shao hizo lo posible por dominarse.

—Atacaremos al amanecer —dijo el jefe de la partida de bandidos—. Justo cuando se despierten y todavía anden entre sueños. Será muy fácil, como siempre —miró a su nuevo secuaz y preguntó—: ¿Tú qué dices?

—¿Habéis matado a alguien?

—No, ¿por qué?

—Por saber sí, además de ladrones, sois asesinos.

—Nadie se ha atrevido a oponernos resistencia —fanfarroneó—. Pero si se produjera…

—Es raro que no aproveches la oscuridad de la noche.

—De noche pueden escapar, esconder sus pertenencias, incluso atreverse a pelear. —Pai Wang hizo una mueca—. Tampoco somos tantos, solo cinco. Seis ahora, contigo. Mejor ir sobre seguro y no darles la menor opción.

Shao no dijo nada más.

—No te veo muy convencido —chasqueó la lengua su oponente.

—¿He de estarlo?

Se dirigió a sus hombres.

—Habrá que vigilar a este —dijo—. Me parece que aún no entiende cómo están las cosas —luego volvió a mirarle y agregó—: Deberías darnos las gracias. Vamos a hacer de ti un hombrecito con futuro.

Se echaron a reír.

Tardaron muy poco en acostarse, y aún menos en dormirse.

Shao, no.

Shao permaneció despierto.

No se precipitó. Esperó hasta oír los ronquidos de todos ellos. Cuando estuvo seguro de que ni una tormenta los arrancaría de su sueño, se levantó y caminó muy despacio hasta la linde del bosque para no hacer el menor ruido. Luego, ya fuera del alcance de sus nuevos compañeros, echó a correr.

Rumbo al pueblo.

Tardó mucho menos de lo normal en llegar a él y, cuando lo hizo, no perdió ni un momento. Entró en la primera casa que encontró y despertó a sus moradores. Venció su susto inicial, su resistencia, y acabó convenciéndolos de que fueran casa por casa despertando a los demás. Entre el susto y el miedo, le hicieron caso. A los diez minutos, un centenar de ancianos, mujeres y niños le miraban con aturdimiento. Sus explicaciones fueron rápidas.

—Escuchadme, y hacedlo con suma atención: mañana, al amanecer, unos hombres van a asaltaros para robaros lo que puedan. No son muchos, solo cinco. Seis si me contáis a mí, pues tendré que fingir que estoy de su parte.

—¿Por qué nos cuentas esto, extranjero? —quiso saber uno de los ancianos, probablemente el alcalde del lugar.

—Porque yo no soy como ellos, y estoy atrapado en esta historia sin poder evitarlo —fue sincero.

—¿Por qué hemos de creerte? —preguntó una mujer.

—Porque no tenéis otra alternativa. He venido de noche, solo. O confiáis en mí, o mañana os quedaréis sin nada —les mostró sus manos desnudas—. Yo vivo en un pueblecito como este y no quisiera que a mis padres o a mi hermana les sucediera nada. Sé que los soldados del emperador se han llevado a vuestros jóvenes y no sois más que un puñado de personas mayores, mujeres y niños. Pero si me hacéis caso, saldréis con bien de este mal sueño.

—¿Tienes un plan? —habló de nuevo el primero de los hombres.

—Sí, lo tengo —asintió Shao—. Sacad la ropa que podáis de vuestros hijos mayores y que todas las mujeres oculten sus coletas bajo sombreros de trabajo. Vamos a hacer que en este lugar no haya mujeres, sino hombres bien curtidos, ¿de acuerdo?

30

Los soldados tomaron sus posiciones cuando todavía el sol no había alboreado.

Aguardaron tensos las primeras luces del día.

El silencio cubría ya el campo de batalla, como si la muerte se hubiese instalado en él y solo necesitara tiempo para comenzar a amontonar su cosecha.

Desde su posición, ligeramente elevada, Qin Lu contemplaba el páramo.

Las tropas del emperador a sus pies, diseminadas en abanico, con cada sección milimétricamente alineada en su lugar. Cuadrículas perfectas dispuestas a luchar y morir. O eso se esperaba. Al otro lado, la misma escena, el mismo cuadro, con las tropas del ejército del este y sus generales recortados en lo alto de otra elevación. Un gran tablero en el que dos potencias dirimirían su poder.

El precio era bajo.

Vidas humanas.

Vidas prescindibles.

El capitán Ming se hallaba a su derecha, con otros dos oficiales asistiéndole. Más allá, en la posición más privilegiada, el general Lian y su corte de alto rango: el estado mayor del ejército. Los dos flancos que le protegían estaban formados por unos doscientos hombres cada uno.

El tiempo comenzó a discurrir muy rápido.

Cuando el sol asomó por oriente y los primeros rayos de su disco se deslizaron por la tierra venciendo a las últimas sombras, se escucharon dos gritos. Uno, próximo; el otro, lejano.

Y los dos ejércitos avanzaron.

Primero, al paso.

Después, al trote.

Finalmente, a la carrera.

El griterío, entonces, se hizo audible.

Por el páramo, por las colinas, y más allá de ellas, por las montañas, por toda la tierra que se preparaba para absorber la sangre de sus hijos.

Qin Lu contuvo la respiración.

Hasta que los dos ejércitos chocaron.

—No se ve nada con esa nube de polvo —le hizo notar Hu Suan Tai—. ¿Cómo saber quién va ganando?

Su compañero no dijo nada.

Intentaba no llorar.

Desde la distancia, los detalles no se apreciaban, ni se divisaba quién caía herido o quién lo hacía ya muerto, si era amigo o enemigo. La amalgama de uniformes provocaba que los colores se confundieran. Pero lo evidente era que la matanza resultaba atroz, terrible.

Y extenuante.

Había oído que muchas batallas duraban días.

De noche se recogían los muertos y heridos, y al amanecer…

Días.

Los minutos de aquella jornada transcurrieron entonces muy despacio.

31

Shao y los cinco bandidos comandados por Pai Wang se aproximaron al pueblo sin hacer ruido, deslizándose sobre la tierra como animales de rapiña. No eran suficientes como para rodear el lugar y penetrar por sus cuatro puntos cardinales, pero sus armas bien visibles bastarían para tomar como rehén a algún anciano o a la primera niña que pasara cerca.

Nadie se resistía ante algo así.

Cuando pudieron vislumbrar las primeras casas, se detuvieron.

Sorprendidos.

—¿Ya se han levantado? —dijo uno de ellos.

—Mira cuánta gente —señaló otro.

Se acercaron más. Shao, tenso; Pai Wang, perplejo.

—¿Pero qué diablos…?

Por todas partes se veían hombres.

Hombres que en modo alguno parecían viejos.

Hombres con sus aperos de labranza, jóvenes, fuertes.

—Son muchos —le hizo notar el ladrón calvo.

—¡Ya veo que son muchos! —le golpeó con la mano su jefe.

Los otros guardaron silencio.

Shao, no.

—No pretenderás meterte ahí, ¿verdad? Yo cuento veinte o treinta.

Le fulminó con la mirada.

—¿Es posible que los soldados del emperador no hayan llegado hasta aquí para llevarse reclutas? —vaciló Pai Wang.

—Tal vez. La guerra era inminente, y esto queda lejos de Nantang.

—Maldición —lanzó un escupitajo que se estrelló contra uno de los árboles.

—Tú decides —le apremió Shao.

Los otros cuatro se movieron, inquietos. Eran ladrones, no estúpidos. Tampoco estaban locos. Quizás pudieran contra unos pocos hombres, beneficiándose de sus armas, su agresividad y el factor sorpresa, pero con un número que multiplicaba casi por diez el suyo…

La respuesta de Pai Wang tardó en llegar.

La razón pudo más que su testarudez.

—Vámonos —escupió de nuevo—. Lo peor es que por aquí no hay más pueblos, así que…

Tenía los puños apretados, el rostro atravesado por un rictus de ira.

Cuando echó a andar, casi dejó un rastro de fuego y ceniza a su paso.

32

Una hora después de comenzada la batalla, un correo trajo el primer informe. Se lo entregó al general Lian en mano, y él, tras leerlo, mantuvo el mismo silencio. Continuó sentado en su caballo, con los ojos fijos en el páramo donde los hombres morían.

A las dos horas, la segunda sección del ejército entró en combate.

Lo mismo hizo la del ejército del este.

Una nube de polvo cubría el escenario de la guerra. Los gritos parecían cada vez más cercanos, y también más crueles y amargos. Qin Lu se sentía paralizado, con la tensión agarrotándole, y retenía las arcadas a duras penas. Tenía los ojos doloridos, el semblante demudado, los músculos dormidos. Pensaba en sus padres, a los que ya no volvería a ver, y en Lin Li, que se quedaría sola en un pueblo que jamás perdonaría la deserción de su hermano mayor.

Y pensaba en Shao.

Libre.

Feliz.

Lejos de aquella barbarie.

Le envidió por primera vez en su vida.

Los dos siguientes correos fueron casi consecutivos, y esta vez el general se revolvió en su montura. Con el segundo, alargó la cabeza para decirle algo a uno de sus hombres. Este asintió y espoleó su montura para dirigirse colina abajo. Otros oficiales tomaron posiciones al frente de la tropa. Los soldados de los dos flancos se agitaron sin poder evitar ya los nervios previos al momento decisivo.

—¡Preparados! —ordenó uno de los oficiales.

Qin Lu aferró su lanza.

Pero la segunda orden no llegó.

Inesperadamente, un griterío asoló el aire a su espalda. Cuando se dieron la vuelta, la sorpresa fue mucho mayor que el desconcierto. Nadie esperaba ver allí al enemigo. Nadie contaba con un ataque por la retaguardia. Nadie los había oído llegar.

—¡Traición!

—¡A las armas!

—¡Proteged al general!

El número de los soldados enemigos tal vez no fuera mayor que el suyo, pero para algo así debían de haber escogido a los mejores, porque se abrieron paso abatiendo a cuantos se ponían en su camino. La lucha acabó encarnizándose en un cuerpo a cuerpo multitudinario. Los oficiales no tuvieron más remedio que desenvainar sus espadas para luchar al lado de sus hombres. Solo unos pocos se mantuvieron junto al general, cuyo caballo daba vueltas en círculos, presa del nerviosismo.

Silbaron las flechas.

Y los últimos defensores del militar cayeron, dejándolo solo en lo alto de la colina.

—¡Qin Lu!

Movió la cabeza buscando el origen de aquella voz.

El capitán Ming luchaba espada en mano, pero ellos eran cinco. Ya le habían herido en un brazo.

Qin Lu corrió hacia él.

—¡No! —le detuvo su superior—. ¡Salva al general! ¡Si cae, la derrota es segura! ¡Sálvalo, Qin Lu!

Fueron sus últimas palabras antes de que el acero de uno de sus enemigos le atravesara el pecho.

—¡Hu Suan Tai!

Su amigo se desembarazaba en ese instante de dos soldados del este. Peleaba con las manos, su mejor arma. Miró hacia él temiendo que estuviera en apuros.

—¡Ayúdame! —le gritó Qin Lu señalando a Lian.

La distancia entre ellos y el general no era mucha, unos quince o veinte pasos. Un enjambre de soldados de ambos bandos peleaba con ahínco por cada pedazo de tierra. Y los que defendían la última posición, la de su máxima autoridad, iban sucumbiendo uno tras otro.

Una flecha alcanzó al militar en un brazo.

Cayó del caballo.

El enemigo gritó.

Todo dependía de lo que sucediera en los siguientes instantes.

—¡Ahora! —volvió a gritar Qin Lu mientras echaba a correr.

Hu Suan Tai se colocó delante, abriendo camino. Detrás, con la lanza, barría su entorno para que nadie pudiera alcanzarle. El general Lian ya tenía una rodilla en tierra y mantenía su espada firme, dispuesto a morir luchando. Cuando estaba a menos de diez pasos de él, Qin Lu comprendió que nunca llegaría a tiempo de salvarle.

Salvo que…

Lo había hecho muchas veces en el pueblo, en los juegos, o cuando no quería mojarse y tenía que sortear un riachuelo: corría con un palo muy largo, hincaba el extremo en el suelo y volaba por el aire hacia el otro lado.

Un palo o una lanza, qué más daba.

Tomó carrera, clavó su lanza en la tierra y pasó por encima de las cabezas de todos.

Cuando aterrizó junto a Lian, casi se ensartó con su espada. El general le miró una sola vez. Comprendió que no iba a morir en aquella batalla, sino a vivir para seguir dirigiendo sus tropas, y sonrió. Qin Lu tampoco perdió un segundo. Tomó la espada de uno de los oficiales muertos y se alzó.

El primer soldado que intentó llegar hasta el general murió sin cabeza.

El segundo y el tercero, con sendos tajos en el pecho.

El resto vaciló.

Lo suficiente como para que Qin Lu ayudara al general a ponerse en pie, con la espada en alto para que todos le vieran.

Y con el clamor que se desató, visceral, lleno de energía, victorioso, supieron que la batalla acababa de inclinarse de su lado.

33

Los cinco ladrones caminaban en silencio y en fila, con Pai Wang a la cabeza, molestos y enfadados, frustrados y fracasados. El desastre de su robo al pueblo los había sumido en una absoluta depresión. Ni siquiera tenían un rumbo, solo andaban.

No entendían nada, pero eso era lo de menos.

Shao iba el último.

Y se fue quedando atrás.

Muy atrás.

Ninguno volvió la cabeza. Ninguno le prestó la menor atención, así que finalmente se detuvo y los vio alejarse hasta que el bosque los devoró.

Entonces, ya no lo dudó ni un instante.

Dio media vuelta y echó a correr.

Con suerte, quizás no los volviera a ver nunca más.

34

A pesar de la herida en el brazo, profunda y dolorosa, el general Lian pareció renacer con inusitado brío. Su mano derecha levantó la espada y, cuando esta centelleó al sol, el griterío se reprodujo.

El efecto fue casi mágico.

Por un lado, los soldados del ejército del este, convertidos en sombras de una derrota inesperada, con sus rostros tintados de espanto. Por otro, los soldados del Reino Sagrado, con la moral de su parte y la certeza de que el destino había cambiado la historia. Mientras unos huían o caían, los vencedores iniciaban la carga final.

Abajo, en el páramo y pese a la nube de polvo, los dos ejércitos, o lo que quedaba de ellos, también se dieron cuenta de la nueva realidad.

El plan para acabar con la vida de Lian había fracasado.

Por la colina bajaban los soldados gritando a todo pulmón, dispuestos a sumarse a la batalla para decantarla definitivamente de su lado.

Qin Lu iba a seguir a sus compañeros.

—Quédate a mi lado —le ordenó el general.

—Sí, mi señor.

Hu Suan Tai también vaciló, pero acabó custodiando al militar con su amigo. Ya no había nadie cerca. Eran los únicos habitantes del puesto de mando.

El resto fue muy rápido.

Con Lian en lo alto de la colina, su casco emplumado tintando el cielo de rojo y una nueva victoria agrandando su leyenda, las tropas del Reino Sagrado arrasaron al ejército del este, que acabó huyendo para salvar su vida, aunque no ya su orgullo. El campo de batalla quedó parcialmente desierto en pocos instantes.

El griterío de los vencedores fue épico y ensordecedor.

Solo entonces, Lian se apoyó en Qin Lu y susurró:

—Gracias, muchacho.

Luego se desmayó.

Bajaron de la colina lo más rápido que pudo. Hu Suan Tai llevaba al general en brazos. El militar era enorme, recio, pero el gigantón lo cargaba como una pluma. Qin Lu iba delante. Cuando llegaron a la retaguardia, se quedaron muy impresionados por el dantesco espectáculo que se abrió ante sus ojos, con centenares de heridos a la espera de una mínima atención médica. Los doctores separaban a los hombres en grupos: los que no tenían salvación, los que podían esperar y los que precisaban una intervención rápida.

La presencia de Lian cambió todo eso.

—¡El general!

—¡Rápido!

—¡Ha perdido mucha sangre!

Se lo arrancaron de las manos y se lo llevaron a una tienda.

Qin Lu y Hu Suan Tai se quedaron solos.

—Bueno —suspiró Qin Lu.

—¿Y ahora qué hacemos?

—De momento, irnos de este infierno.

Caminaron hasta salir de la retaguardia. Los gemidos de dolor, sin embargo, los acompañaron un buen rato, hasta que los dos se sentaron bajo un árbol de grueso tronco que tenía la copa seca.

Un árbol muerto.

Qin Lu cerró los ojos y apoyó la cabeza en él.

—Has estado magnífico —oyó que le decía su amigo.

Apretó las mandíbulas.

—¿Qin Lu?

—Te he oído.

—¿Estás bien? ¿Tienes alguna herida?

La tenía.

En el alma.

—He matado, Hu Suan Tai.

—Era nuestro deber.

—Lo sé, pero…

—Vamos, cálmate. No pienses ahora en eso. Has salvado la vida del general. Te darán una recompensa, seguro.

—No quiero recompensas.

—Quizás nos dejen volver a casa.

—Solo hemos ganado una batalla. Y a qué precio.

—No creo que los del este tengan ganas de seguir —aseguró Hu Suan Tai.

—También nosotros somos ahora más vulnerables.

—¿Qué quieres decir?

—Que cuando lo sepan los señores del norte, el sur y el oeste, quizás decidan sacar provecho de ello.

Su compañero ya no dijo nada.

Siguieron sentados, apaciguando sus ánimos, mientras el día mantenía su curso y las palomas mensajeras llevaban la noticia a todos los rincones de los cinco reinos.

35

Pai Wang y sus adláteres podían estarle buscando.

O quizás no.

Decidió no arriesgarse y apretar el paso, de nuevo hacia el oeste a través de la región de los lagos. Por un momento pensó en regresar al pueblo que acababa de salvar, pero algo le dijo que no era buena idea. A fin de cuentas, él estaba con los ladrones. Tarde o temprano, sospecharían o recelarían de él.

Mejor seguir su camino.

Su instinto se lo decía.

«Sigue».

Tenía hambre y sed. Con un certero flechazo, abatió un pájaro de plumas rojas y azules. Le pidió perdón, le quitó los ojos para dejarlos en el suelo mirando a oriente y el corazón para enterrarlo en la tierra. Mientras lo asaba, caminó hasta la orilla de un pequeño estanque para beber y llenar su odre, una pequeña bolsa hecha de vejiga de cabra. Hundió la cabeza en el agua fría y se quedó así un instante.

Un instante demasiado largo.

Olvidó toda precaución.

Cuando la serpiente que surgió inesperadamente se le enrolló de cintura para abajo, estuvo a punto de caer al agua.

Hubiera sido mortal.

En el agua no habría tenido la menor oportunidad.

Shao se revolvió de inmediato chapoteando en la orilla. Los anillos le apretaban, inmovilizándole, pero eso no era nada comparado con lo que le esperaba si la boca del reptil le alcanzaba y le mordía inoculándole todo su veneno. Alargó ambas manos y logró detenerla cuando ya rozaba su garganta. Los colmillos eran largos y afilados como dagas. La fuerza del animal también superaba con creces a la suya.

La serpiente debía de medir lo que un árbol pequeño, y su tronco, no menos de la extensión de una mano. Su única posibilidad consistía en cortarle la cabeza. Pero para coger el cuchillo de su cinto debía apartar una de sus manos, y con la otra difícilmente iba a mantener a distancia aquellas fauces asesinas.

Empezó a faltarle el aire.

Los anillos subían por su cuerpo, deslizándose con letal precisión. Pronto no podría ni coger el cuchillo, porque quedaría oculto por ellos.

Un segundo.

Su vida, decidida en un segundo.

Retiró la mano derecha y la dirigió al cuchillo. En el momento de tomarlo, la izquierda ya no pudo resistir tanta presión y perdió toda fuerza. La serpiente se abalanzó sobre su garganta.

El cuchillo le cercenó la cabeza en el momento en que los colmillos de la bestia se hundían levemente en su carne.

No tan fuerte como para inocularle todo su veneno, pero tampoco tan débilmente como para que saliera ileso del combate.

36

La noche trajo una extraña paz sobre el campamento.

Algunos dormían, exhaustos tras la batalla. Otros hablaban en voz baja, sin poder dominar la excitación. Los más callaban, sepultados por el silencio, tratando de apaciguar sus corazones. Todos habían visto la muerte de cerca. Todos habían perdido algún amigo o compañero. Todos habían matado. Todos tenían su propia historia de valor y miedo, cobardía o locura.

Y a lo lejos, los gemidos de los heridos.

Cuando apareció aquel oficial, con su emplumado casco entre las manos, le observaron curiosos.

Luego escucharon su voz.

—¿Dónde está el soldado Qin Lu, de la familia Song?

Qin Lu se puso en pie al escuchar su nombre.

—Ven —le ordenó el oficial.

Qin Lu se despidió de Hu Suan Tai con una simple seña. Su camarada frunció el ceño. Luego, alzó las cejas y sonrió. Él no cambió de expresión. Siguió al oficial, con su paso vivo, y en unos minutos dejaron atrás la zona en la que la tropa descansaba del fragor de la batalla. La tienda de campaña del general Lian se hallaba en la parte más profunda de la retaguardia. Había hogueras y muchos soldados protegiéndola. También lo que había quedado del estado mayor del ejército tras la masacre de la colina. Algunos hombres le miraron.

Con respeto.

Uno, un comandante, incluso inclinó la cabeza a su paso.

El oficial le dejó en la puerta. Allí pasó a manos del responsable de la guardia. La espera fue muy breve.

—Pasa —le invitó por fin.

Qin Lu obedeció. Cruzó la cortina y penetró en aquella tienda lujosa como un palacio. El general Lian estaba tumbado en una cama, con la mitad superior del cuerpo recostada sobre varios cojines. Tenía el torso desnudo y vendado, con el brazo izquierdo inmovilizado.

El recién llegado vaciló un instante, sin saber qué hacer.

—Ven, acércate —le invitó su superior.

Se detuvo junto a la cama. Con el uniforme, Lian era un hombre imponente, sobrecogedor. Sin él, mantenía todo el peso de su fuerza y autoridad a través de la personalidad que destilaba, pero al mismo tiempo se convertía también en un ser humano.

Casi un padre, o un abuelo.

—¿Te di las gracias por tu heroicidad?

—Sí, mi general.

—Vuelvo a dártelas.

—Cumplí con mi deber, señor.

—No —fue categórico—. El deber muere cuando nace el héroe.

Qin Lu no supo qué decir.

—El capitán Ming me habló de ti —continuó el herido.

—Le vi caer —bajó la cabeza entristecido—. Eran demasiados y yo… yo no pude llegar a tiempo.

—Era un buen soldado. Y no se equivocaba contigo. No solo te debo yo la vida. El emperador y el Reino Sagrado también están en deuda contigo, muchacho.

—Gracias —se sintió abrumado.

—Me acompañarás, hijo.

—¿Señor?

—Serás mi ayudante personal, y también deberás protegerme como guardián.

Qin Lu se quedó mudo.

Pálido.

—No pareces muy contento —dijo el general Lian.

—Es… un honor, mi general. Yo…

El hombre comenzó a reír, pero el dolor le hizo abortar el gesto. Se llevó la mano sana al brazo y cerró los ojos.

—Será mejor que descanse —admitió—. Mañana regresaremos a Nantang para celebrar esta gran victoria, ¿de acuerdo?

37

Los únicos que se acercaban a ella eran los niños.

Las tardes en las que Lin Li contaba sus narraciones eran las mejores, las más bellas y plácidas. Ya no lo hacía en la plaza, ni en la escuela. Ahora se reunían a las afueras, en el bosque, al amparo de miradas ajenas. Las madres creían que jugaban.

Para los más pequeños, Lin Li seguía siendo un ángel.

Ya no le preguntaban por Shao, ni por lo sucedido el día que los soldados se llevaron a los jóvenes del pueblo.

Solo querían oírla.

—¿Qué nos contarás hoy?

—¿Será un cuento bonito?

—¡El de la mariposa perdida!

Lin Li los abarcó con una mirada dulce.

—Hoy voy a contaros el cuento de la semilla que no podía dar flores —les dijo.

El simple enunciado despertó su imaginación.

—Una semilla que no puede dar flores no es una semilla.

—¿Y qué le pasó?

—¿Por qué no podía dar flores?

—¿No la plantaron y la regaron?

Ella se echó a reír.

—¿Queréis callaros? ¿Lo cuento o no?

—¡Sí, sí!

Guardaron silencio y, como tantas otras veces, inició su relato con dulce lentitud y una voz cargada de misterio.

—Hace muchos años, cuando en la Tierra del Dragón reinaba la dinastía Hui, el príncipe se vio en la necesidad de escoger esposa, pues debía dar un heredero al reino y él no había conocido muchacha de la que enamorarse. Sometido a las razones de estado, aceptó la propuesta de su padre para que escogiera entre las candidatas más bellas y hermosas de todo el reino. Pero puso una condición: las sometería a una prueba, y la que lograra superarla sería su futura esposa.

—¿Por qué todas las muchachas que quieren ser princesas, reinas o emperatrices han de ser hermosas? —protestó la pequeña Gong Su.

—Porque es un cuento —justificó otra de las niñas—. ¿Desde cuándo en los cuentos hay chicas feas?

Todos se rieron, y Lin Li prosiguió con la narración.

—Los enviados del emperador recorrieron el reino durante días y seleccionaran a las candidatas. Tras un exhaustivo examen en el que se puso a prueba su inteligencia tanto como su belleza, tres fueron las elegidas para el momento decisivo, que llegaría de inmediato —hizo una pausa para dar mayor énfasis a sus palabras—. Preciosamente enjaezadas, perfumadas y peinadas, las tres muchachas se presentaron delante del príncipe, que, sin mirarlas, les entregó tres semillas. Una para cada una. Entonces les dijo: «Aquella de las tres que dentro de un mes consiga la flor más exquisita, será mi esposa y futura emperatriz del Reino del Dragón».

—¿Y les dio una semilla que no podía dar flores? —abrió los ojos Wang Yi.

—¡Eso es trampa! —protestó Chi Hui.

—La semilla, ciertamente, no daba ninguna flor, así que las tres jóvenes sufrieron la angustia de no ver crecer nada en los días siguientes, por más que regaron y regaron sus macetas. A medida que se acercaba el momento, dos de ellas decidieron ir a un jardinero y escogieron las dos flores más increíbles que os podáis imaginar. Era tal su hermosura, que una y otra estuvieron seguras de su triunfo.

—¿Y la tercera?

—La tercera no quiso mentir, y acudió a palacio con las manos vacías. Cuando sus competidoras mostraron sus flores, todos los presentes tomaron partido por una o por otra, aliviados y felices, pero esperaron impacientes la decisión del príncipe… que ni miró las plantas y, con solemnidad, proclamó a la tercera joven su futura esposa. Su padre entonces le preguntó qué sentido tenía aquello, si la elegida no traía flor alguna y en cambio las otras dos sí, y muy bellas, por cierto. El príncipe les dijo la verdad: las semillas no podían dar ningún fruto, y menos una simple flor. Las dos muchachas habían mentido, y él escogía a la más honesta, la que había preferido perder la oportunidad antes que traicionarse a sí misma, porque con toda seguridad sería una emperatriz sabia, recta y justa —paseó otra mirada por los boquiabiertos rostros de su público y agregó—: ¿Os ha gustado?

Los niños aplaudieron con entusiasmo.

—¡Y además era la más guapa, seguro! —gritó Kai Lon.

—¿Y si el príncipe era feo? —dijo Si Fei.

Las risas alborotaron el bosque.

Lin Li miró en dirección al pueblo, por si aparecía alguien por entre los árboles. Luego se puso en pie.

—Es hora de regresar —susurró paciente.