Capítulo 4

Si ya sabes lo que tienes que hacer y no lo haces,

Entonces, estás peor que antes.

—Confucio —

20

El anciano abrió los ojos a primera hora de la tarde, cuando el sol ya no apretaba tanto. Shao le acababa de lavar una vez más la herida y le cambiaba el apósito hecho con plantas y hierbas medicinales, como le había enseñado su madre de niño.

—¡Ay! —protestó.

—No te muevas —le recomendó su improvisado médico.

Le obedeció paciente, sin quejarse, pero observándolo con atención. Shao se dejó estudiar. Lo primero, aplicarse en su labor. Si la herida se infectaba, aquel hombre quizás no lo resistiese.

De todas formas, no era tan viejo como su aspecto parecía indicar.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó al terminar la cura.

—Creo que… bien —dijo con un hilo de voz.

—Un poco más y no lo cuentas.

—¿Qué ha sucedido?

—¿No recuerdas a los tres jabalíes?

—¡Oh, sí! —asintió con la cabeza—. Pobrecillos.

—¿Pobrecillos?

—Tenían hambre.

—Pues tú eras su comida.

—¿Me salvaste tú?

—Sí.

—Gracias —suspiró con emoción.

—Probablemente no haya nadie más en todo este territorio, así que tuviste mucha suerte, anciano.

—¿Crees en la suerte?

—¿Qué otra cosa puede explicar tu salvación? El azar me llevó hasta aquí.

—El azar lo dictan nuestros pasos, hijo —aseveró él con cierto misterio.

—¿Eres un viejo sabio?

—Ni lo uno ni lo otro —sonrió.

Shao se echó a reír. Luego soltó un bufido.

—¿Tienes hambre?

—Sí.

—Hay jabalí asado y sopa de jabalí.

—Me parece bien. ¿Cómo te llamas?

—Shao.

—¿De dónde eres?

—De Pingsé.

—Eso está muy lejos de aquí.

—¿De dónde eres tú?

—De muchas partes —abarcó una porción de mundo con la mano.

—¿Eres un eremita?

—Veo que conoces las palabras.

—No soy un ignorante —proclamó Shao con orgullo.

—No, no soy un eremita —carraspeó para afianzar un poco más su débil voz—. Pero camino mucho, de aquí para allá. Me gusta contemplar toda la naturaleza: esta —señaló el bosque— y también la humana. ¿Sabes que la tierra está enferma?

—Algo he oído, aunque es la primera vez que escucho esta palabra: «enferma».

—¿Qué otra cosa puede ser si se mueren los bosques, se secan los ríos, el frío avanza por el norte, el calor por el sur, y hasta la tierra tiembla?

Shao estudió su semblante.

Sereno, plácido.

—Trato de averiguar qué está pasando —concluyó el anciano.

—¿Por qué tú?

—Alguien tiene que hacerlo.

—¿Y has averiguado algo?

—No.

—No creo que lo hagas —se apoyó en una piedra.

—¿Por qué no parezco gran cosa, porque no soy más que un viejo? Vaya —suspiró—. No pareces tener mucha fe en las personas.

—Perdona, no quería molestarte.

—No, no importa. Los jóvenes sois siempre así, impetuosos, irreverentes, con la desfachatez propia de vuestra edad.

—No soy tan joven. Tengo dieciocho años.

—Oh, ya veo —sonrió el anciano.

—No me has dicho tu nombre.

—No.

—¿Tienes uno?

—Sí.

—¿Vas a decírmelo? —se agitó un poco.

—Sen Yi —dijo el anciano muy despacio—. Me llamo Sen Yi, Shao.

21

—¿Por qué no le mataste? —Hu Suan Tai no le hizo la pregunta hasta estar seguro de que nadie pudiera escucharlos. Algo difícil, pues a lo largo de la mañana su amigo había gozado de una inesperada popularidad.

Qin Lu debía de llevar horas preguntándose lo mismo.

O quizás siguiera tan desconcertado como la noche anterior.

—No lo sé —admitió.

—Estabas en tu derecho. Te atacó. La ley te da…

—Ya sé que la ley me concede ese derecho —le detuvo irritado—. Lo que sucede es que… no pude, ¿de acuerdo? No pude.

—Pues menudo soldado vas a ser.

—Una cosa es matar al enemigo en el campo de batalla, con el fervor de la lucha y la locura desatada —reflexionó en voz alta—. Otra muy distinta es hacerlo mirándole a los ojos.

—¿Aunque te odie?

—Aunque te odie.

Su compañero no pareció quedar muy satisfecho.

Dio otra media docena de pasos.

—¿Y si en el campo de batalla tampoco…? —trató de insistir.

—Entonces moriré y se acabó.

—Yo no te dejaré morir.

—Gracias.

Hu Suan Tai quiso dejar claro que no pensaba cerrar la boca.

—Estás triste —dijo.

—Sí.

—Pues no deberías estarlo. En primer lugar, vives. En segundo lugar…

—Sigue.

—Te salvó el capitán.

—¿Y eso qué significa?

—Que te ha elegido.

—¿Para qué?

—¡No lo sé, pero te ha elegido! Incluso te dan más comida. Y anoche, si no hubiera sido por él…

—No quiero hablar de ello.

—No quería molestarte.

Otra docena de pasos más. Había perros en el camino, y algunas cabañas cercanas. Los perros les ladraban. De las cabañas salían mujeres, niños y ancianos, para verles pasar. El aire era distinto.

Y más lo fue el paisaje cuando divisaron Nantang en la distancia.

La vieja capital del Reino Sagrado, gigantesca, rebosante de gente y bullicio, o al menos eso era lo que siempre habían oído acerca de ella. La ciudad dorada, la de las murallas, el recinto del emperador y el palacio de los dioses, con su cúpula de oro brillando día y noche, visible desde la lejanía.

Su destino.

—¿Y ahora qué? —susurró Qin Lu.

La respuesta, sin saberlo, se la dio uno de los oficiales espoleando su caballo con la alegría de volver a casa.

—¡Ahora vais a aprender a luchar, pandilla de inútiles! —gritó—. ¡Es hora de que comience vuestro entrenamiento y os convirtáis en guerreros antes de que os maten!

22

El anciano Sen Yi se incorporó, apoyándose en las rocas, hasta quedar sentado en el suelo. Contuvo el gesto de dolor y le echó un vistazo a la herida. Se sintió aliviado cuando vio que no sangraba. Shao estaba en mitad del calvero, colocando en círculo la leña seca que acababa de recoger para tenerla a punto cuando llegase la noche.

—¿Puedo preguntarte algo? —Sen Yin rompió el silencio de la tarde.

—Puedes.

—¿Qué hace un muchacho en un lugar tan perdido como este?

—Es tan bueno como cualquier otro, ¿no?

—Un lugar solitario no es bueno para un joven.

—¿Y si el eremita soy yo?

—¿Lo eres?

—¿Por qué haces tantas preguntas? —Shao evitó responderle.

—De algo hemos de hablar.

—Yo prefiero el silencio.

—¿Te estoy reteniendo?

—No.

—Pues pareces enfadado.

—No estoy enfadado —se encogió de hombros—. Y no, no tenía ninguna prisa. Ni siquiera sé adónde voy.

—Huyes.

—¡Yo no huyo!

—Todo el que vaga sin rumbo huye de algo.

—¿Qué me dices de ti?

—Yo busco; es diferente.

—No intentes liarme con las palabras, viejo.

—Así que ahora soy viejo. —Sen Yi esbozó una sonrisa.

—Tenía que haber dejado que esos jabalíes te comieran.

—Sabes que hablas por hablar. Sé reconocer a un hombre bueno y generoso.

—No hace falta que me lisonjees. Te cuidaré hasta que puedas valerte por ti mismo.

—Mañana podré seguir solo.

—¿Estás seguro?

—Sí, y tú continuarás tu camino hacia el oeste.

—¿Cómo sabes que me dirijo al oeste?

—Porque Pingsé está al este, y tú no pareces volver a casa —hizo un gesto de pesar—. Lástima. Yo voy hacia el este. Hubiéramos podido seguir juntos.

Shao le observó con el ceño fruncido.

—Salvo que caminaras muy aprisa, claro —concluyó Sen Yi.

—Cuando estás solo, seguro que hablas hasta con las piedras —protestó Shao.

—La soledad te obliga a escucharte a ti mismo.

—Me parece que voy a echar un vistazo por ahí —hizo ademán de levantarse.

—No, espera.

—¿Y ahora qué?

—¿Todavía crees que el azar te cruzó en mi camino?

—Sí.

—Yo creo que no. —Sen Yin le miró, súbitamente serio—. Tú buscas un lugar en el mundo, y el mundo es demasiado grande para lo que necesitas.

—No hace falta mucho para vivir.

—¿Y para ser feliz?

—La felicidad es una quimera.

—¿Has oído hablar del pueblo invisible? —preguntó Sen Yin tras un breve silencio

—¿Cómo dices?

—Shaishei, el pueblo invisible.

—¿Cómo va a ser invisible un pueblo?

—Porque está protegido, oculto a los ojos de los hombres. No hay montañas cerca. Nadie puede verlo. Lo rodean ríos y lagos, rompientes y bosques. Solo hay un acceso.

—Entonces…

—Tú no puedes buscarlo, pero quizás te encuentre él a ti.

—¿De qué estás hablando?

—De tu destino, Shao.

—No sabes nada de mí.

—Pero puedo leer en tu alma y en tus ojos.

—Estás delirando.

—Mírame. ¿Crees que es así?

Shao le observó de hito en hito. Ya no parecía un anciano, ni siquiera un hombre herido. Había algo en su mirada que sobrecogía y al mismo tiempo proporcionaba paz, serenidad.

—¿Por qué es invisible ese lugar?

—En la última guerra, la de vuestros padres, un grupo de hombres y mujeres no quiso luchar ni matar a sus hermanos por capricho del emperador y los cuatro señores. Huyeron, escaparon sin rumbo, como tú. Hasta que un día se encontraron con alguien.

—¿Quién?

—El Gran Mago. ¿Has oído hablar de él?

—Una leyenda.

—Xu Guojiang no es una leyenda, Shao. Él, entonces ya mayor y en la plenitud de su poder, los protegió y les dio esa tierra, Shaishei, justo en la frontera del Reino del Sur, el Reino del Oeste y el Reino Sagrado. Un lugar fértil, hermoso, apartado. Un lugar en el que vivir en paz. Un lugar en el que fueron felices muchos años, incluso después de terminada la guerra, hasta que un día…

—Sigue.

—La esposa del emperador descubrió el pueblo, imagino que por azar, o por ese destino del que te hablo, y ordenó arrasarlo, sin más. Para salvarlos, Xu Guojiang no tuvo más remedio que hacerles invisibles, amparándolos con la naturaleza.

—¿Por qué ordenó la emperatriz tal cosa?

—Nadie lo sabe. Cuando ella murió, se llevó el secreto a la tumba.

Shao se dio cuenta de que había sido atrapado por el relato.

—Es una historia ciertamente extraordinaria —salió de su abstracción—. Tanto como absurda.

—¿Por qué ha de ser absurda?

—Un pueblo invisible, la emperatriz ordenando arrasarlo… Nada tiene sentido.

—Tal vez.

—No eres más que un inventor de fábulas, eso es lo que eres. Seguro que te alimentas contándolas de pueblo en pueblo.

—Te equivocas —sonrió benévolo—. Al igual que todos los jóvenes, eres incrédulo con la verdad.

Se miraron unos instantes.

Hasta que el anciano alargó la mano, tomó su zurrón y extrajo algo parecido a una cuerda de color oscuro.

Un cinto.

Un cinto con cabeza de serpiente.

—Quiero darte esto en señal de gratitud por haberme salvado la vida —dijo entregándoselo a Shao.

23

El entrenamiento era muy duro.

Se levantaban con el sol y corrían una enorme distancia antes de que su inclemencia los golpeara de lleno; luego practicaban la lucha con lanza, con cuchillo y con espada, a pesar de que los soldados no utilizaban espada, y también el cuerpo a cuerpo. Por la tarde practicaban el tiro con arco y de nuevo corrían hasta la puesta de sol. Cada día. Y todo bajo las órdenes tajantes y los gritos de los instructores.

—¿Es que no lo entendéis? ¡O matáis o morís!

—¡Vamos, vamos! ¡No tenemos más que unos días antes de que el ejército del este nos ataque!

Qin Lu lanzaba con fuerza y disparaba sus flechas con acierto. Pero nadie le superaba en la lucha, ya fuera cuerpo a cuerpo o con armas cortas. Se movía rápido como el viento y sorprendía siempre a sus rivales sin necesidad de atacarlos. Cuando él peleaba, todos los demás dejaban de hacerlo para mirarle. Y, desde luego, nadie quería enfrentarse a él. El capitán Ming tampoco perdía detalle de los progresos de su protegido.

Hu Suan Tai, en cambio, era pésimo en las artes de la batalla, pero imbatible también en el cuerpo a cuerpo, donde su envergadura, su potencia y su fuerza valían por cinco hombres. Era incapaz de acertar con una flecha o ensartar un muñeco de paja con la lanza. Sus manos, sin embargo, eran mazas que abatían a cuantos se hallaran en su radio de acción.

—¿Por qué no luchan Qin Lu y Hu Suan Tai? —protestaban algunos.

De noche caían sin fuerzas sobre los jergones. La comida, por lo menos, era más abundante que a lo largo del camino. Una comida que parecía escasear en la ciudad. A veces, cuando corrían por los senderos próximos a ella, veían niños muy delgados, con cara de hambre. Cuando Qin Lu le preguntó a un oficial, la respuesta fue cortante:

—Lo importante es que comamos nosotros. ¡Somos el ejército! ¿De qué serviría que comieran ellos y nosotros no pudiéramos luchar para defender Nantang? ¡Ya comerán cuando acabe la guerra!

—¿Y si mueren antes? —dijo Qin Lu.

—Entonces habrá más comida para el resto —fue la seca contestación del hombre.

Las noticias que llegaban de más allá del Reino Sagrado eran contradictorias. Los señores del norte, el oeste y el sur no daban señales de vida, esperando ver cómo se desarrollaba la lucha con el este, pero la naturaleza seguía alterándose en todas las latitudes: gélido hasta lo insoportable en el norte, más y más cálido en el sur. Las palomas mensajeras surcaban el cielo llevando nuevas cargadas de miedo e inquietud. Bosques extinguidos en semanas, ríos secos en días, temblores de tierra o nuevas bocas de fuego abiertas en torno a los volcanes tanto tiempo apagados.

Y ya no llovía.

La guerra estaba a la vuelta de la esquina.

Para ellos, eso era lo único importante.

24

En la noche, sentado junto al fuego, Shao miraba una vez más el cinto que le había regalado el anciano tres días antes.

Era de cuero y muy fuerte, duro. Si se utilizaba como cinto, la boca de la serpiente se clavaba sobre la cola y quedaba firmemente sujeto en torno a la cintura. Pero también servía como fusta o látigo. Los ojos de la serpiente brillaban. Parecían estar vivos. Con los dos pequeños incisivos afilados sobresaliendo por las fauces, su aspecto era singular.

Un regalo precioso.

Echaba de menos al anciano Sen Yi.

Su cháchara, sus historias, el misterio con el que hablaba a veces, la forma en que versaba sobre el azar, el destino, la vida…

Un viejo loco.

Pero cuya compañía había sido inestimable.

La mañana después de regalarle el cinto, ya no estaba allí, en el calvero donde le salvó la vida. Tampoco encontró rastro alguno de sus sandalias sobre la tierra. Le llamó y le buscó durante una hora o más, subiéndose a los árboles, sin el menor resultado. Por último, dedujo que, o le llevaba mucha ventaja, o simplemente no quería ser encontrado, así que desistió de su empeño. Le había dicho que se iría, pero no le creyó.

Llevaba tres días mirando el cinto.

El testimonio de que el anciano había sido real.

¿A cuánto estaba de la confluencia de las tres fronteras, la del Reino Sagrado y las de los reinos del oeste y el sur?

¿Creía realmente que existía aquel pueblo invisible, creado por personas que no habían querido luchar en la última guerra?

—No seas absurdo —resopló en voz alta para acallar sus pensamientos.

Tocó los dientes de la serpiente. Eran puntiagudos. Los ojos despedían destellos bajo la luz de la fogata, como si un millar de estrellas hubiera bajado del cielo para reunirse en ellos.

Y de pronto, los ojos dejaron de brillar.

Shao frunció el ceño.

—¿Pero qué…? —empezó a decir.

No pudo terminar la frase. Primero fue el rumor, a su espalda; después, la constatación de que no estaba solo. Cuando alargó la mano para coger su cuchillo, ya era tarde. Dos hombres le apuntaban con sus arcos por delante; otros, a la derecha y a la izquierda. La voz del último, el de su espalda, fue la que le hizo reaccionar, porque sabía que acabaría muerto si daba un paso en falso o hacía un gesto innecesario.

—¿Qué tenemos aquí?

Se incorporó despacio, con las manos bien visibles, y volvió el cuerpo para enfrentarse al que había hablado. Su aspecto le gustó menos aún que el de los otros cuatro. Patibulario, de unos treinta años, vestido con exceso, como si llevase encima la mezcla de lo que había robado.

Porque desde luego eran ladrones, salteadores de caminos.

El jefe de la partida se detuvo a un par de pasos. Iluminado por el fuego, que lanzaba sombras móviles a su alrededor, su imagen se convirtió en la de un demonio rojizo. La sonrisa era burlona; los ojos, ascuas.

—¿Tú quién eres? —quiso saber.

—Me llamo Shao.

—No te he preguntado el nombre, solo quién eres.

—Nadie. Un caminante —se encogió de hombros.

—Yo soy Pai Wang. ¿Has oído hablar de mí?

—No.

—Entonces no eres de estas tierras —se jactó.

Los cuatro hombres ya estaban cerca, envolviéndolo. Los que le apuntaban con los arcos habían dejado de hacerlo. Cinco contra uno era suficiente. Además, ellos eran mayores, y él, un muchacho.

Shao tensó los músculos.

Esperó su oportunidad.

—Soy de Pingsé —dijo.

—¿Dónde está eso?

—Al este.

—¿Qué estás haciendo por aquí?

—Nada. Cazo. Vivo solo.

—Pues si te portas bien seguirás viviendo, y solo, pero sin lo que llevas —señaló sus pertenencias.

Los otros cuatro se rieron.

—No podéis dejarme aquí sin nada.

—Yo creo que sí —se fijó en el cinto—. Esto lucirá mejor en mi cintura.

Shao se lo colocó en la suya para tener las manos libres.

—¿Quieres morir? —levantó las cejas Pai Wang.

—No.

—De acuerdo —hizo una mueca de desprecio—. Quitádselo y atadlo a un árbol. Mañana veremos qué hacemos con él.

Era el momento que Shao había estado esperando. El momento en que los tuviera cerca y su jefe bajara la guardia. Lo que menos esperaban era que les plantara batalla. Para cuando quisieron reaccionar, su presunta víctima ya había hecho que los dos de los lados chocaran entre sí, y mientras lo hacían, él ya lanzaba una certera patada al tercero a la vez que dirigía su mano como un hacha a la yugular del cuarto.

Cayeron al suelo al unísono.

Pai Wang intentó algo inútil.

A Shao le bastaron tres movimientos para anular su ataque, dominarle y derribarle.

Seguían siendo cinco, muchos, demasiados, así que no hizo nada más.

Sonrió.

Y también lo hizo el vencido; primero, levemente; luego, con una carcajada.

25

Nada más despertar, comprendieron que algo sucedía. Algo grave.

Los oficiales se movían de un lado a otro, hablaban en voz baja. Finalmente, los reunieron a todos en el patio donde entrenaban, con sus característicos malos modos, ordenes secas, el tono marcial. En una tribuna, con las banderas ondeando al viento, estaban los comandantes y los capitanes. Ming entre ellos.

—¡Formad!

—¡Vista al frente!

Ho Suen Tai le dirigió un susurro inquieto.

—¿Qué estará sucediendo?

—¿No te lo imaginas?

—¿Ya?

—Creo que sí —suspiró Quin Lu.

A la tribuna llegó un hombre de imponente aspecto. Vestía un fastuoso uniforme, y todos los oficiales se inclinaron ante él con respeto y sumisión. Tras él marchaba un séquito no menos notable. Una vez instalado el recién llegado, el jefe instructor volvió a dirigirse a ellos.

—¡Soldados! —era la primera vez que los llamaba así—. ¡Va a hablaros el general Lian! ¡Atención!

Todos habían oído hablar del general Lian, el máximo responsable del ejército del Reino Sagrado, el héroe de la última guerra, en la que había combatido siendo apenas un niño, llevando a cabo gestas de un valor inconcebible. Estaban delante de una de las mayores leyendas de la historia. Algunos decían que tenía cien años, tras haber pactado con las fuerzas ocultas de la naturaleza; otros, que era inmortal y ninguna flecha o espada podía atravesar su pecho. Los soldados no podían creer lo que veían. Y el hombre, de pie en la tribuna, les hizo llegar su voz.

—¡Soldados, el enemigo está en la frontera! —fueron sus primeras palabras—. ¡Puede que ya la haya cruzado, hollando el sagrado suelo de nuestro reino! ¡Sois jóvenes y fuertes, los mejores, los hijos que esta tierra ha dado para mayor gloria de nuestro emperador! ¡Y no importa que todavía no hayáis completado vuestro adiestramiento militar! ¡No importa, porque sois fuertes y en vuestras manos se halla el futuro de todos nosotros! ¡Viéndoos, sé que no tengo nada que temer! ¿Es así?

Y como una sola voz, todos respondieron:

—¡Sí, general Lian!

El militar sacó pecho. Su uniforme brilló aún más bajo el sol. Los restantes oficiales parecían mucho más pequeños a su lado. Las plumas rojas de su casco se movían como una bandera más bajo la suave brisa de la mañana.

—¡Vamos a luchar por el emperador, y a morir por él si es necesario!

—¡Viva el emperador! —gritaron ellos.

—¡Viva el emperador! —culminó su breve arenga el general Lian.

26

No sabía el nombre de los otros bandidos. Ni le importaba. Solo le interesaba Pai Wang. Como enemigo o como amigo, era peligroso. Podía vencerlos una y otra vez, derrotarlos y escapar, pero sin matarlos… darían con él y, a la larga, el número se impondría. Así que Shao parecía relajado mientras hablaba, pero seguía en guardia, en tensión. Lo había estado toda la noche después de que sellaran aquella inusitada paz.

—Anoche lo hiciste bien.

—Gracias.

—Sabes luchar.

Shao se encogió de hombros.

—Pero aún me sigue gustando tu cinto.

—¿Quieres volver a intentarlo? —le retó.

—Quizás más tarde. Ahora estamos hablando, ¿no?

—Sí.

—¿Amigos?

—No sé.

—Ellos son buenos —señaló a los otros cuatro—. Acatan órdenes, cumplen…

—Pero no son muy listos.

Pai Wang soltó una breve risa.

—No, no son muy listos. Tú, sí.

—¿Solo porque lucho bien?

—No, se te nota en la mirada. Incluso sé por qué estás en estas tierras.

—¿Ah, sí?

—Huyes de la guerra.

—¿Ya ha estallado? —se envaró.

—No lo sé. Hay rumores de que el ejército del este ya está en la frontera del Reino Sagrado. Lo escuché ayer, no muy lejos de aquí. En tiempos duros, las noticias vuelan —miró al cielo como si esperara ver volar una paloma mensajera—. Tú no has querido combatir. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocas.

—Yo soy un ladrón, a mucha honra —dijo con determinación—. Lo extraño es que, con un tirano como el emperador, no haya más por los caminos.

—¿No te gusta el emperador?

—Hizo colgar a mi padre y a mis hermanos.

—¿También eran ladrones?

Pai Wang sacó su cuchillo y lo hundió en el suelo, a su lado. Sus ojos se convirtieron en dos rendijas.

—Únete a nosotros —dijo.

—No.

—¿Quieres morir?

—No.

—Entonces…

—Yo no soy un ladrón.

—Ladrón, desertor… ¿Qué más da? En ambos casos, huyes y estás solo.

—No me uniré a ti.

—Vamos, piénsalo. La guerra nos da una oportunidad de oro para hacernos ricos. Tanto que incluso podemos dejarlo todo en muy poco tiempo. El emperador se ha llevado a los jóvenes de todos los pueblos, y ahora en ellos no hay más que ancianos, mujeres y niños. ¡Podemos saquearlos fácilmente!

—¿Y dejarlos sin nada?

—¡No seas estúpido! ¡Los campesinos sobreviven siempre! ¡Toda la vida han sido carne de cañón y nunca dejan de estar ahí!

—Yo soy un campesino. No quiero quitarles la comida —fue terminante.

Pai Wang miró a los otros cuatro. Ahora estaban pendientes de ellos. El más alto nunca hablaba. El más bajo también era el más fuerte. Luego estaban el que no tenía cabello y el tuerto. Un grupo heterogéneo.

Shao estaba poniendo en entredicho la autoridad de su jefe.

Pai Wang se puso en pie.

—Anoche me venciste porque me pillaste desprevenido —comenzó a quitarse la camisa—. Vamos a luchar. Si me vences, te vas. Si no, te quedas.

—Te he dicho que no quiero pelear.

—Si no lo haces, te mataré. Así que habrás de defenderte —dejó caer la camisa al suelo.

Shao comprendió que tenía razón.

Y algo más.

Que probablemente fuese derrotado.

Se lo gritó su instinto.

Se incorporó despacio, resignado, con la voz de su maestro Wui resonando en su cabeza.

«Sé como el junco. Dóblate si es necesario. Ya volverás a erguirte cuando cese el viento».

27

Ellos estaban al otro lado del inmenso páramo.

Ellos.

El enemigo.

Unos pocos días antes, todos formaban parte de los cinco reinos, todos eran hermanos, vecinos. Unos pocos días antes, la vida fluía y, pese a las fronteras, cualquiera podía ir de un lado a otro sin miedo, sin ningún problema.

Ahora, con los pueblos diezmados y la guerra a punto de estallar, se odiaban.

Y ese odio los mataría a cientos, a miles.

Una sangría sobre la tierra.

La misma tierra que se moría al norte y al sur, y que extendía esa plaga como un fantasma lleno de malos presagios.

¿Pero quién tenía la culpa de ello?

¿El emperador?

Era un tirano, pero los cuatro señores no parecían mucho mejores. Había bastado una excusa, otra más, para desencadenar el conflicto y poner a cabalgar a los cuatro jinetes del caos.

—¿En qué piensas? —preguntó Hu Suan Tai a Qin Lu.

—En que al otro lado ellos estarán igual que nosotros: tendrán los mismos sentimientos, el mismo miedo… Y en que morirán tal vez sin saber por qué lo hacen.

—Ellos están ahí y nosotros estamos aquí. Esa es la única diferencia.

—Yo no quiero matar.

—Tendrás que hacerlo.

—¿Y si muero yo?

—A ti no te sucederá nada. Eres demasiado bueno, rápido y ágil. Esquivarás las flechas, las lanzas, y te bastará con dejar inconscientes a tus enemigos. En cambio, yo…

Con dificultad, dada su envergadura, Qin Lu le pasó un brazo por encima de los hombros.

A su alrededor, la mayoría de los soldados dormían.

Su última noche.

¿Cuántos morirían, cuántos quedarían heridos, cuántos sobrevivirían?

¿Y si perdían la batalla?

—Duérmete —le aconsejó a su amigo.

—¿Adónde vas?

—A estirar las piernas.

—Voy contigo —hizo ademán de seguirle.

—No —lo impidió—. Necesito estar solo.

Le dio la espalda y se alejó, mirando dónde ponía los pies para no pisar a ninguno de sus compañeros. El campo estaba lleno de cuerpos dormidos, tanto que le costó avanzar. Los ronquidos formaban un coro extravagante, como si estuviera en un corral de cerdos. Acabó escorándose a la izquierda para buscar el frescor del riachuelo que corría paralelo al campamento, aunque no era aconsejable dormir allí, por las serpientes. Se detuvo cuando escuchó el murmullo del agua.

La noche era hermosa.

Levantó los ojos al cielo para ver las estrellas y entonces escuchó la voz.

—¿No puedes dormir, soldado?

Volvió la cabeza. El capitán Ming estaba a su lado, con su impecable uniforme, como si estuviera ya vestido para la batalla. Su porte era altivo; su rostro, sereno; su mirada, penetrante.

—No, no señor —fue sincero.

El oficial se tomó su tiempo antes de volver a hablar.

—Sé que no tienes miedo, hijo. Pero te he visto luchar, y mañana tendrás que matar o morir. ¿Eres consciente de eso?

—Sí, mi capitán.

—Cumplirás con tu deber.

—Eso espero, señor.

—Nuestra unidad estará en el flanco izquierdo del tercer nivel, protegiendo al estado mayor y al general Lian. Para nosotros es un honor.

—¿No combatiremos?

—Sí, combatiremos, pero al final. Los dos flancos seremos la última fuerza de choque. La decisiva, según el rumbo de la batalla.

Qin Lu bajó la cabeza.

—Te quiero a mi lado —dijo el capitán Ming—. Ahora ve y descansa. Es una orden.

—Sí, señor.

No tuvo más remedio que regresar a su puesto.

A los pocos pasos, volvió la cabeza.

Su superior seguía de pie, marcial, envuelto en las sombras de la noche igual que un estandarte orgulloso.

28

La llama de la lámpara de aceite titiló en la oscuridad y Lin Li se acercó a ella para que, pese a todo, su leve resplandor no se colara por las rendijas de la cabaña y alertara a su madre. Una vez segura, con el oído aguzado, se miró las manos.

Por el dorso, por la palma.

Las mismas manos de siempre, sus dedos, sus uñas.

Y sin embargo…

La noche era plácida; su angustia, incierta. El corazón temblaba y la sangre corría desbocada por sus venas. Si cerraba los ojos escuchaba su murmullo, igual que el de una corriente de agua descendiendo por las montañas. No sabía si sentía más desazón que incredulidad, más miedo que incertidumbre.

Sus manos, sus manos…

¿O era ella?

Miró fijamente la cajita depositada sobre la mesa. Se concentró en su forma, su peso, su tamaño. Llegó a dejar de respirar para que su fuerza formara parte de su deseo. Proyectó aquella fuerza más allá de sí misma.

La cajita no se movió.

Entonces, ¿por qué cuando no lo pensaba sucedían… cosas?

¿Era por la rabia?

¿Tenía que estar furiosa para qué…?

Volvió a respirar y cerró los ojos. Se llevó una mano a la frente. Lo que le sucedía no podía ser casual. Sentía el fuego de su alma como el estallido de la pólvora en los días de fiesta. Podía percibir los rayos de la tormenta interior fluyendo, escapándose por su ser. Pero las cosas sucedían cuando ese sentimiento se convertía en algo imparable y derivaba en emociones incontroladas: ira, furia, rabia, ansiedad, ternura…

Las cuatro virtudes de una mujer china eran la pureza, la lealtad, el recato y la apacibilidad.

Desde luego, ella de apacible no tenía nada.

Volvió a mirar la caja.

Se esforzó más.

—Muévete. Muévete —le ordenó.

La caja siguió en su sitio.

Más allá de la ventana, la noche formaba un manto de silencio sobre la tierra.

Lin Li apagó la llama y se tumbó sobre su jergón.

Un cometa atravesó el cielo dejando una estela luminosa, pero ella ya no lo vio.