Capítulo 3

Antes de empezar un viaje de venganza,

Cava dos tumbas.

—Confucio —

11

La mayor preocupación de Shao era no tener noticias de lo que sucedía en el mundo. Cien preguntas asaeteaban su mente con cada paso. Por un lado, las que tenían que ver con la situación en los cinco reinos: ¿Habría estallado ya la guerra? ¿Habría atacado el señor del este? ¿Y si él se dirigía al oeste y se encontraba con el ejército del Reino del Oeste en pie de guerra? Por otro lado, las que tenían que ver con su familia: ¿Cómo se encontraría su padre después de su deserción? ¿Qué estaría sucediendo en el pueblo tras la marcha de los jóvenes? ¿Qué haría Qin Lu con el estigma de un hermano tildado de cobarde colgando de su cabeza?

Preguntas que tardaría mucho en resolver.

En cambio, en la montaña, solo en medio de aquella inmensidad, se daba cuenta de lo hermoso que era el silencio, lo agradable de la paz que le envolvía y lo feliz que se sentía caminando libre.

Libre.

Una extraña palabra.

Mientras existiesen las viejas y ancestrales tradiciones, mientras estuviesen sometidos a la tiranía de un emperador egoísta y cruel, mientras los cinco reinos mantuviesen rivalidades heredadas de su historia y se enzarzasen en guerras una y otra vez, ¿quién podía sentirse realmente libre?

Shao se detuvo en un alto y miró a su alrededor.

Bosques inmensos.

Bosques en peligro: si la misteriosa plaga de la naturaleza se extendía, tarde o temprano los alcanzaría.

Tocó un árbol con la mano. Sintió la rugosidad de su tronco. Lo acarició. Los ancianos, los más sabios, solían decir que los árboles estaban vivos, y que ya formaban parte de la vida mucho antes que los seres humanos. Un árbol era un superviviente, una hermosa criatura capaz de echar raíces y vivir durante años y años, plena y poderosa. Si los rumores eran ciertos y la tierra se moría…

—¿Conoces el destino? —le preguntó al árbol levantando la cabeza hacia su copa.

El pasado se hallaba en sus anillos. El presente eran los frutos que colgaban de sus ramas. Pero el futuro…

—Cuídate, viejo amigo —le deseó.

Continuó caminando, bajo un cielo azul, diáfano, sin una sola nube que anunciara un poco de lluvia.

12

La marcha en dirección a Nantang continuaba inclemente. Para los soldados que iban a caballo era dura. Para los reclutas que lo hacían a pie, un infierno. Los más jóvenes tenían llagas en los pies. Los más débiles se quedaban sin resuello. Los más fuertes intentaban ayudar, pero sabían que también ellos tenían un límite.

Para comer, un poco de arroz, no demasiado. Por la noche, cocinaban en un caldero una sopa hecha con plantas y raíces. Algunos cogían frutos de los árboles, aunque si los soldados los veían, los castigaban.

—¿Os queréis poner gordos? ¡Dejad de comer como bestias! ¡Vais a pasaros el día orinando y defecando!

Cada día reclutaban nuevos soldados en distintos pueblos. Ya eran más de cincuenta. Como los jóvenes de Pingsé le daban la espalda y no le hablaban, Qin Lu se mezcló con los demás.

Por la noche se encontró sentado junto a un chico de más o menos su edad, diecisiete años. Era mucho más alto que él, y también mucho más fornido. Sus manos eran como mazas; sus brazos y piernas, como árboles. Pero todo lo que tenía de grande lo tenía también de buena persona: sonrisa franca, rostro abierto, ojos sinceros, voz agradable.

—Me llamo Hu Suan Tai —le saludó.

—Yo, Qin Lu.

—¿De dónde eres?

—De Pingsé.

—Al sur —asintió—. El último pueblo del Reino Sagrado.

—Veo que conoces bien nuestra tierra.

—Me gusta aprender —se encogió de hombros—. Lo único bueno de la guerra es que lo aprendes todo de golpe.

—La guerra no enseña nada; solo a matar —dijo Qin Lu.

Hu Suan Tai le observó de reojo.

—No pareces muy contento.

—No lo estoy.

—Pero es la ley. Debemos servir al emperador.

—Las leyes injustas que obligan al pueblo a morir por causas innobles deberían ser abolidas, lo mismo que las tiranías.

Su compañero miró en derredor, preocupado.

—¿Quieres que te maten, y a mí contigo? ¿Hablas en serio?

—Muy en serio.

—Bueno… —volvió a mirar a su alrededor y bajó aún más la voz—. No digo que no tengas razón, pero…

—Serviré al emperador, lucharé como mejor pueda y sepa, cumpliré fielmente con mi cometido y defenderé el honor de mi casa, pero nadie podrá meterse jamás aquí —se tocó la frente con el dedo índice de su mano derecha— para cambiar mis pensamientos o hacerme renunciar a aquello en lo que creo.

—Vaya —suspiró Hu Suan Tai con los ojos muy abiertos.

—Si no te gusta mi compañía, no tienes más que levantarte y buscar otra —le desafió Qin Lu.

El gigantón sonrió.

—Al contrario —dijo—. Creo que vamos a ser buenos compañeros de armas.

—No necesito un compañero de armas, sino un amigo.

—¿Puedo serlo yo? —le ofreció su mano.

Qin Lu se la estrechó.

—¡A dormir, florecillas del campo! —gritó una voz—. ¡Mañana hay que apretar la marcha o no habrá nada que comer hasta llegar a Nantang!

13

El viento cambió de dirección.

El jabalí levantó la cabeza y olisqueó el peligro. Todo su cuerpo se alertó, dispuesto a saltar, a catapultarse hacia delante a la menor señal. Los músculos se tensaron bajo la piel oscura. Sobrevino una crispada espera.

Shao bajó el arco y la flecha.

Ningún ruido.

El jabalí se movió inquieto. Sus ojos buscaron, buceando en las profundidades del bosque. Un paso, dos, tres. Nada. Luego miró más allá de la linde tras la cual surgía el páramo, y en él vio la reducida manada compuesta por media docena de animales. Vaciló de nuevo. Su hocico apuntó a las copas de los árboles más altos.

Una mosca danzó junto a los ojos de Shao. Una hormiga subía por su pierna. La mosca se detuvo en su frente y bajó en dirección al párpado. La hormiga pareció ser la vanguardia de una expedición de conquista. La mosca acabó deslizándose por el tabique nasal hasta llegar al labio superior. La hormiga mordió la carne, probablemente para descubrir su textura.

Shao permaneció inmóvil. Ni siquiera pestañeó. Hasta que el jabalí recuperó la normalidad.

La mosca se alejó zumbando. La hormiga cayó al suelo, barrida por un gesto mecánico. La expedición retrocedió al mover sus pies sobre la tierra, en silencio. Le bastaron seis pasos para situarse por segunda vez a espaldas del animal y a contraviento.

Fue como si flotara en el silencio.

El resto sucedió muy rápidamente.

Su brazo izquierdo estaba extendido, perpendicular a sus ojos. La cuerda del arco que sujetaba estaba tensada, formando un ángulo de noventa grados con el extremo de la flecha. Un simple intervalo. Una breve contención de la respiración.

Y los dedos soltando al mensajero de la muerte.

El jabalí escuchó el silbido, el rumor del aire abierto al paso del dardo. Levantó la cabeza. Pero ya no pudo hacer otra cosa que dibujar en sus músculos el salto que no llegó a dar.

La flecha se hundió en su cuerpo produciendo un sordo chasquido y le atravesó el corazón.

Los demás jabalíes ya huían despavoridos mucho antes de que Shao se acercara a su presa. Sonrió. Miró al sol, cuyos rayos dorados pugnaban por atravesar la vegetación, y le dio las gracias por su buena suerte. No siempre la naturaleza era tan pródiga. Como decía su padre, las cosas fáciles saben peor que las difíciles una vez realizadas.

Se arrodilló al lado del jabalí y, ante todo, le pidió perdón por haberle arrebatado la vida. Después extrajo su cuchillo, abrió la herida y, con habilidad, recuperó la flecha sin llegar a romperla. Por último, y con el mismo cuchillo, ayudándose de las manos para no dañarlos, le arrancó los ojos y el corazón.

Lo sostuvo todo en su mano cubierta de sangre.

—Buen viaje —les deseó.

Y dejó los ojos en el suelo, juntos, con las pupilas mirando a oriente, por donde salía el sol, mientras enterraba el corazón en la tierra.

Luego cargó el jabalí sobre sus hombros y siguió su camino.

14

Nantang estaba cerca, muy cerca; pero el hambre acuciaba y el cansancio era tan doloroso que el desánimo se había apoderado de todos ellos. Los soldados tampoco contribuían a mejorar la situación.

—¡Caminad!

—¡Más rápido, zoquetes!

—¿Creéis que esto es un paseo? ¡No sois más que una pandilla de débiles!

Los árboles ya no daban frutos. Y pronto, ni siquiera hubo árboles. La tierra era diferente, amarilla, seca. No había bosques, solo campos aplastados y atravesados por múltiples caminos sin apenas hierba. La planicie sobre la cual se asentaba Nantang, la capital del Reino Sagrado, hacía tiempo que había dejado de ser húmeda, a medida que la ciudad crecía y devoraba cualquier rastro de vida.

Aquel día se reunieron con otra partida procedente del oeste. Más soldados a caballo y casi cien reclutas. Sin embargo, los oficiales al mando parecían más humanos. Uno de ellos, el capitán, permitió que comieran ración doble de arroz.

—¿Cómo queréis que luchen si están desfallecidos? —reprendió a los dos oficiales de su grupo.

Hu Suan Tai celebró la noticia.

—Nadie entiende que yo deba comer el doble que los demás —le guiñó un ojo a Qin Lu—. Con este cuerpo…

—Tendrías que hacerte cocinero —sonrió Qin Lu.

—¡Entonces no llegaría ni la mitad a la mesa!

Se rieron con ganas.

Hasta que una voz los interrumpió.

—¡Tú, cerdo! ¡Por suerte, morirás el primero! ¡Nadie fallará cuando te apunte!

Hu Suan Tai miró hacia él.

Era un muchacho de unos veinte años. Llevaba el torso desnudo y mostraba la fortaleza de sus músculos. También sonreía con descaro, seguro de sí mismo. A su alrededor, un grupo de adláteres le servía de apoyo.

Un líder.

—No le hagas caso —dijo Qin Lu.

—No, no se lo hago —repuso su compañero—. En mi pueblo también se burlaban de mí. Además, parezco fuerte pero no lo soy tanto. Demasiado pesado para las peleas, aunque si puedo conectar un buen puñetazo…

—¿Qué estás murmurando, gordo seboso? —volvió a provocarle el muchacho.

—¿Quieres dejarle en paz y meterte en tus asuntos? —intervino Qin Lu, airado.

—¡Huy! —el otro levantó las dos manos al cielo y su voz rasgó el aire con sorna—. ¡El gordo tiene mamá! ¡Una niña defendiendo a su osito!

Intentó no hacerle caso, bajar la cabeza.

No pudo.

Qin Lu se puso en pie.

Llevaba demasiados días con aquella rabia en el cuerpo, desde la salida de Pingsé, desde la huida de Shao, desde…

El provocador también se incorporó.

—No, Qin Lu —intervino Hu Suan Tai.

No le hizo caso. Miraba a su rival fijamente para evitar sorpresas o que le pillara desprevenido. Estaban separados por menos de cinco o seis pasos. Bastaba un salto para dar inicio a la pelea. Todos los que los rodeaban también se levantaron y formaron un círculo, primero silencioso.

Después, ya no.

Gritaron en el mismo instante en que el muchacho saltaba sobre Qin Lu.

—¡Mátalo, Fu!

—¡Demuéstrale quién eres!

—¡Aplasta a esa rata!

Fu estaba muy seguro de sí mismo. Era mayor y más fuerte. Eso se notaba a simple vista. Lo único que pudo hacer Qin Lu ante su primera embestida fue esquivarle.

Lo mismo hizo con la segunda y la tercera, ágilmente.

—¡No huyas, cobarde! —escupió Fu—. ¡Pelea!

En Pingsé, Shao, Qin Lu y algunos chicos más estudiaban con el maestro Wui. Sus enseñanzas perduraban y se mantenían vivas en su mente. Enseñanzas sobre la vida y el arte de la lucha, la defensa, la equidad interior frente a la violencia exterior.

«Usa la fuerza de tu enemigo para vencerle».

A la cuarta embestida de Fu, ciego y deseoso de terminar cuanto antes con él, Qin Lu repitió su gesto: esquivarle. Pero rápidamente, en lugar de apartarse del todo, lo que hizo fue dar un paso atrás, trabarle, y, en el mismo instante en que caía al suelo, girar sobre sí mismo para caer sobre su pecho, inmovilizándolo, mientras su mano quedaba rígida y amenazante a un palmo de su garganta.

Vertiginoso.

Los gritos de los compañeros de Fu se desvanecieron.

El de Hu Suan Tai, no.

—¡Bien!

La escena se congeló unos segundos. El cuerpo de Qin Lu, rígido; el de Fu, paralizado. Los ojos de uno y otro se encontraron en el silencio de la noche.

No hubo palabras.

Lentamente, Qin Lu se apartó de su enemigo.

Cuando estuvo en pie, le tendió una mano para ayudarle a levantarse.

Fue entonces cuando vio al capitán de los soldados, observándolo fijamente, como uno más, escondido entre los testigos de la pelea.

15

Las voces procedían de algún lugar a su izquierda.

Voces risueñas, cantarinas.

Voces femeninas llenas de candor y armonía.

Shao avanzó como una sombra por entre los árboles, guiado por su presencia, hasta que se asomó sobre el recodo de un riachuelo que bajaba de las montañas con sus aguas transparentes. Las mujeres eran poco más de una docena. Contó exactamente quince. Lavaban la ropa y hablaban entre sí, despreocupadas, sabiendo que se encontraban solas.

Más allá de ellas, por encima del bosque, se veía el humo de una fogata.

Su pueblo.

Un pueblo en paz, sin vientos de guerra.

Un pueblo que tal vez diera cobijo a un caminante.

Las contempló un rato. Hundían sus manos en el agua y azotaban la ropa con energía. Llevaban pañuelos en la cabeza, ocultando sus matas de cabello negro.

Una, con las faldas arremangadas, tenía las pantorrillas hundidas en el agua y se refrescaba.

—¡Si te viera Meishu!

—¡Qué más quisiera él!

—Pero es guapo. ¡Deberías sonreírle!

La chica se subió un poco más la falda y avanzó por el riachuelo hasta que el agua casi rozó sus rodillas.

—¡Puede que esté entre los árboles, espiándonos!

Todas se rieron y siguieron lavando y hablando.

Un pueblo como cualquier otro.

Como el suyo.

Shao se apartó de su observatorio. Las risas de las jóvenes le acompañaron un buen rato, hasta que se perdieron a su espalda. El maestro Wui le dijo una vez:

«Fíate de tu instinto, siempre. Cuando dudes, él te marcará el camino».

Su instinto le decía que siguiera andando.

Que aquel no era su destino.

Pese a las jóvenes que parecían reclamarle desde la orilla del riachuelo.

«Una mosca distrae al ocioso. Una voluntad guía al decidido».

Había oído hablar de la región de los lagos. Cientos, miles de pequeñas lagunas salpicando una tierra fértil. La divisó desde lo alto de la siguiente cumbre y entonces supo que allí, en alguna parte, cerca de la frontera entre el sur y el oeste, se hallaba su destino.

16

El soldado se plantó ante él y le apuntó con un dedo.

—¡Tú! —dijo—. ¡Sígueme!

Qin Lu se incorporó. Hu Suan Tai alzó las cejas, sorprendido. Los dos intercambiaron una rápida mirada.

Siguió al soldado, que se dirigió con paso muy vivo hacia la tienda de mando. Una vez allí, se detuvo frente a los dos hombres que la custodiaban.

—El recluta.

—Puedes irte —le despidió uno de los centinelas.

El otro entró en la tienda. Se escuchó un murmullo y reapareció.

—Adelante —le franqueó el paso.

Qin Lu cruzó aquel umbral. La tienda no era muy grande ni espaciosa, pero sí lo suficiente para evidenciar la autoridad del capitán. Una cama sin lujos, unos mapas sobre pergaminos, una mesa y una silla. El uniforme se sostenía sobre un maniquí de madera.

Sin él, su anfitrión parecía menos importante, pero a la par, también más digno.

Esperó, mientras el oficial le estudiaba despacio.

—Te llamas Qin Lu —dijo al fin.

—Sí, señor.

—Y eres de Pingsé.

—Sí, señor.

Temió que le hablara de Shao, de que era el hermano de un desertor, de que sufriría las consecuencias del deshonor de los suyos.

Pero se equivocó.

—¿Dónde aprendiste a luchar?

—¿Yo?

—Vamos, habla. No tengo toda la noche. Ni tú. Responde a mi pregunta.

—En ninguna parte, señor —mantuvo la marcialidad lo más que pudo—. De hecho… nunca me había peleado antes.

—¿Te burlas de mí?

—No, no, señor. Por lo menos, nunca me había peleado en serio.

—¿Por qué lo hiciste esta vez?

—Por dignidad, señor.

—¿Eres un campesino?

—Sí, señor.

—Y hablas de dignidad.

No era una pregunta, sino una aseveración, así que no supo qué responder.

Esperó a que el capitán hablara de nuevo.

—Serás un buen soldado —afirmó el hombre.

—Serviré al emperador, señor —intentó estar a la altura del comentario.

—Te estaré vigilando.

Otra frase de difícil interpretación, pero que en modo alguno le sonó a amenaza. Más bien parecía… una invitación, aunque no sabía a qué.

—Soy el capitán Ming —dio por finalizada la entrevista—. Cualquier cosa que tengas que decirme, hazlo. Puedes retirarte.

—Gracias, señor.

Retrocedió y salió de la tienda. Solo entonces se dio cuenta de que su corazón latía muy rápido. Los dos centinelas le observaron de soslayo.

Qin Lu se dirigió al campamento, donde Hu Suan Tai le esperaba de pie, inquieto.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó su nuevo amigo.

—No estoy muy seguro —reconoció—. El capitán quería verme, eso es todo.

—¿Por qué?

—Ha dicho que estaría vigilándome.

—Eso es malo.

—Luego ha dicho que si tenía algo que decirle, lo hiciera.

—Eso es bueno —reconoció.

—Anda, vamos a sentarnos en el suelo. Aún me tiemblan las piernas.

Hu Suan Tai parecía tener una docena de preguntas que hacerle. Qin Lu, sin embargo, buscaba la forma de atemperar su ánimo. Llevaba los ojos del capitán Ming clavados en su mente. Ojos llenos de autoridad, pero también de respeto y honorabilidad.

Tan extraño.

Inesperadamente, otro soldado apareció ante ellos. Llevaba un cuenco de arroz en una mano y un buen pedazo de carne en la otra.

—¿Qin Lu? —preguntó.

—Soy yo —volvió a ponerse en pie.

—Toma —le entregó el cuenco y la carne.

—Pero…

—De parte del capitán Ming —fue su concisa respuesta.

Y se fue, dejándole aún más perplejo.

17

La primera señal de alarma se la dio el fragor de los gemidos y el lamento de aquella voz humana.

Gemidos animales, enfurecidos.

Shao apenas tomó precauciones. Conocía los síntomas. Reconocía los detalles. Alguien estaba en peligro. Una leve demora podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Corrió por entre los árboles, saltando por encima de los matorrales, y a pocos pasos de la escena, aunque todavía no pudiese calibrarla con sus ojos, dejó caer todo lo que llevaba encima para que no le molestase en el momento decisivo.

Entonces llegó al calvero.

Los tres jabalíes no eran como el que había abatido de un flechazo unos días antes. Estos eran tres machos adultos, de afilados colmillos, enloquecidos y hambrientos. Tenían cercado a un anciano sin posibilidad de escape, arrinconado entre unas rocas y herido después de una primera dentellada. El olor de la sangre los excitaba aún más. Cuando uno fintaba por la derecha, el otro cortaba cualquier reacción por la izquierda. El del centro era, sin embargo, el más atrevido.

El jefe.

Shao no lo dudó ni un instante.

Dada la proximidad y lo angosto del calvero, era tarde para sacar el arco, poner una flecha y apuntar. Tarde porque el jabalí del centro ya le había visto y se disponía a ir a por él, dejando la victoria final sobre el anciano en las patas y colmillos de sus compañeros.

Shao extrajo el cuchillo de su cinto y atacó.

El choque en el aire fue brutal. Los afilados incisivos del jabalí buscaron su carne, pero lo único que encontraron fue el vacío allá donde un momento antes se hallaba su cuello. En cambio, la mano armada de Shao no tuvo el menor problema en impactar contra el flanco del animal, hundiéndose con celeridad hasta la empuñadura.

Una vez, dos, tres.

Para cuando rodaron por el suelo, el jabalí, herido de muerte, se revolvió sobre sí mismo y agonizó con impotencia mientras agitaba las patas en el aire.

Shao se incorporó de un salto.

No fue necesario un segundo ataque.

Los dos jabalíes vacilaron un momento. Su instinto también los alertó. Su jefe yacía en el suelo gimiendo en su estertor final. Incluso para sus pequeños cerebros eso fue evidente. Uno hizo un último intento de atacar al anciano, que se defendió arrojándole una piedra. El otro desafió a Shao con un gruñido.

La escena se paralizó un instante.

Luego, las dos bestias desaparecieron chillando, en una estampida que dejó solos a Shao y al anciano bajo la primera sombra del anochecer.

Shao dejó caer el cuchillo ensangrentado y acudió junto al herido. Llegó a tiempo de sujetarle cuando, agotado, se vencía hacia el suelo. Tenía una herida en el costado, manchando su túnica blanca, y otra en la mano izquierda, producto de su inútil defensa. Le recordó a su padre. El cabello largo y tan blanco como la túnica, recogido en una larga trenza que le llegaba hasta más allá de la mitad de la espalda. La barba, el bigote, las cejas tupidas. Las manos, en cambio, estaban muy cuidadas. Manos de dedos largos y afilados, uñas perfectas, piel apergaminada y suave. Manos que nunca habían trabajado la tierra.

—Tranquilo, estás a salvo —trató de serenarle mientras le apoyaba en el suelo con cuidado.

El anciano emitió un gemido.

Luego, un suspiro.

Y cerró los ojos.

Shao se sentó a su lado. Miró el jabalí muerto, el cuchillo ensangrentado. Ya no se oía nada más allá de la vegetación que envolvía al calvero. Examinó sus heridas. La de la mano era superficial. No así la del costado. El corte no era profundo, aunque sí doloroso. Por suerte, sabía qué hacer en estos casos: restañar la sangre, coser la herida, hacer un apósito con plantas y hierbas medicinales…

Tenía trabajo.

Y además, no podía dejarle solo.

Resignado a su suerte, fue a por sus cosas y comenzó la curación de aquel extraño personaje.

18

Qin Lu dormía.

Soñaba.

Llegaba a la cabaña. Lin Li le sonreía con afecto. Su padre le preguntaba por el trabajo en el campo. Su madre ya había preparado la cena. Shao aparecía casi de inmediato y bromeaba con él, como solía hacer.

La vida fluía.

La única vida que había conocido.

Tan simple.

De pronto, Lin Li se llevaba una mano a la boca para ahogar un grito. Su padre levantaba los brazos. Su madre demudaba la expresión de su rostro. Shao gritaba:

—¡Cuidado!

¿Cuidado?

¿De qué? ¿Por qué?

Quizás tenía que abrir los ojos.

Dejar de soñar.

Lo hizo.

El rumor era muy débil, apenas un roce, pero el cuchillo, volando ya en dirección a su garganta, centelleando bajo la noche, era real.

Fue muy rápido.

Un golpe con la mano derecha sobre el arma. Otro con la izquierda sobre la figura que se abalanzaba sobre él. Y en tercer lugar, el movimiento del cuerpo deslizándose hacia abajo, reptando igual que lo haría una serpiente.

Aunque en este caso la serpiente fuese el agresor.

El golpe con la mano derecha fue eficaz, preciso, y desvió el cuchillo lo suficiente para que se hundiera en el suelo, a escasa distancia de su cuello. El golpe con la mano izquierda logró su segundo objetivo, quitárselo de encima. Ya fuera de su alcance tras escurrirse velozmente, se puso en pie de un salto.

Fu lo intentó de nuevo.

Aunque ya hubiese perdido su ventaja.

—¡Maldito seas!

La primera vez había sido una lucha limpia, cuerpo a cuerpo. Ahora, Fu llevaba un arma. Por rápido que fuese, Qin Lu no era estúpido. Su inteligencia quedaba nivelada por la amenazadora presencia de aquella hoja de hierro que seguía queriendo matarle.

Hu Suan Tai no tardó en despertar.

—¡Qin Lu!

Su grito alertó a los demás, robando el sueño de sus cuerpos. En unos instantes, todo el campamento estaba en pie.

Fu atacó.

Qin Lu le esquivó.

—Esta vez no te será tan sencillo —le amenazó su agresor.

Lo intentó de nuevo.

Fallo por segunda vez.

—Eres un cobarde —dijo.

Su tercer intento fue más desesperado, y el cuarto, peor. Con el quinto, Qin Lu tuvo su oportunidad.

Y fue más sencillo de lo que esperaba.

En un rápido gesto, combinando sus movimientos con precisión y exactitud, le abatió boca arriba, le quitó el cuchillo y se lo apoyó en la garganta.

Fu le lanzó una mirada de fuego.

—¡Mátame!

Qin Lu llenó sus pulmones de aire. Presionó el cuchillo contra la garganta del muchacho hasta que brotó un hilillo de sangre. Su rostro, sin embargo, se mantuvo inalterable.

La última mirada.

Lanzó el cuchillo a un lado y se incorporó.

Aunque solo llegó a dar un paso.

Su error fue darle la espalda a Fu demasiado pronto, creyendo que todo había terminado.

Lo que siguió también fue muy rápido.

Por un lado, el grito de Hu Suan Tai; por otro, los gestos de los testigos de la escena. Pero cuando Qin Lu se volvía, esperando la cuchillada de Fu tras haber recogido el arma velozmente del suelo, se escuchó en la noche un nítido silbido.

Luego, el impacto de la flecha en la espalda de Fu.

Tardó en caer, de bruces, con una expresión de incredulidad en su rostro, y cuando lo hizo, al que todos miraban no era a él, ya cadáver, sino al capitán Ming, con el arco todavía en sus manos.

19

Lin Li se secó el sudor de la frente. Ni el sombrero la protegía ya de la inclemencia del sol, que caía en vertical sobre la tierra como si fuera una llamarada de fuego. De un momento a otro aparecería su madre, repitiendo la misma conversación que el día anterior, y el otro, y el otro.

—¡Vas a enfermar!

—Soy fuerte.

—¡No puedes hacer el trabajo de tres hombres!

—¿Y qué quieres, que se pierda la cosecha, que nos muramos de hambre? ¡Nadie va a ayudarnos, madre! ¡Ahora, ya no! ¡Estamos solas!

—¡No quiero perderte también a ti! ¿Qué será de mí si enfermas?

—¡Madre, mira mis manos! ¿Son acaso las de una persona frágil?

Y su madre se rendía, pero solo para volver a la carga al día siguiente, llorosa y asustada, aplastada por aquel silencio en el que vivían desde la huida de Shao, la partida de Qin Lu y la muerte de Yuan.

Lin Li hundió la azada en la tierra.

Cada vez la notaba más dura, más seca.

Como si lo que estaba sucediendo en el norte y en el sur, el cambio de la naturaleza, ya empezara a manifestarse allí.

Por el camino que bordeaba los campos se acercó Yu Tian. Tenían la misma edad. Eran amigas. Incluso soñaba con que Shao pusiera sus ojos en ella. Pero desde la marcha de sus hermanos, ni siquiera la miraba.

Lin Li esperó.

Inútilmente.

Yu Tian pasó a su lado, rumbo a su propio campo de trabajo. Escupió en el suelo sobre la tierra asignada por la comunidad a los Song. Y lo hizo con fuerza, con desprecio, produciendo un sonido gutural para que Lin Li se diera cuenta de su acto.

La muchacha apretó la azada.

La rabia fluyó por su cuerpo.

Se expandió más allá de él.

Y entonces, inesperadamente, como si una fuerza invisible la hubiera empujado, Yu Tian cayó de espaldas.

Volvió la cabeza asustada, muy asustada, pero Lin Li estaba demasiado lejos.

Las dos se miraron.

Eso fue un momento antes de que Yu Tian echara a correr y Lin Li continuara con sus dos manos aferradas a la herramienta, mientras la rabia menguaba en su alma lentamente y se preguntaba qué acababa de suceder.