Capítulo 2

Mejor que el hombre que sabe lo que es justo,

Es el hombre que ama lo justo

—Confucio —

6

El regimiento lo formaban dos docenas de hombres a caballo, perfectamente uniformados. Cascos, petos, lanzas, arcos y dagas al cinto. En otro tiempo, quizás hubiesen sido como ellos: simples campesinos. Ahora eran guerreros y sus ojos lo gritaban al igual que sus vestimentas. Los dos oficiales, que llevaban espada y plumas en sus cascos, tenían el rostro aún más endurecido y la mirada mucho más fría. Uno de ellos incluso era siniestro, con una cicatriz atravesándole el rostro de arriba abajo. Los soldados permanecían en sus caballos. Los dos oficiales, en cambio, estaban de pie en el centro de la plaza, subidos a la fuente, con todos los habitantes de la aldea formando un círculo a su alrededor. Ni siquiera permitían que el alcalde, la única autoridad local, estuviera a su lado.

Pingsé estaba aplastado por un denso silencio, roto tan solo por las voces de los dos hombres.

—¡El señor del este ha declarado la guerra a nuestro emperador! ¡El señor del este ha osado desafiar la sagrada voluntad de los dioses! ¡Y el señor del este habrá de pagar caro su desacato!

Algunos intentaban disimular el brillo de sus lágrimas ante los soldados. Otros levantaban la barbilla, orgullosos de servir a la causa real. Los más jóvenes incluso sonreían, deseosos de conocer nuevas tierras, ir a la capital, pelear y lucir aquel uniforme tan hermoso.

—¡El ejército del este ya avanza sobre las fronteras del Reino Sagrado! ¡No podemos perder tiempo! ¡Quizás también lo hagan los señores del norte, el sur y el oeste, como carroñeros! ¡Pero nunca podrán con nosotros, porque somos fuertes, valientes, y porque servimos a nuestro señor Zhang!

Paseó su mirada en derredor y luego hinchó el pecho antes de volver a gritar:

—¿Qué respondéis?

Los jóvenes de Pingsé gritaron a una:

—¡Por el emperador!

—¡Tendréis el honor de morir por él!

—¡Por el emperador! —volvieron a unir sus voces.

Los que lloraban ya no pudieron ocultar más sus lágrimas. Sus barbillas temblaron al escuchar la palabra «muerte». Los ojos de sus hijos, sin embargo, brillaban.

Casi todos.

Le tocó el turno al otro oficial.

—¡Llamaremos a cada familia y a sus hijos mayores en edad de combatir! ¡Cuando oigáis vuestro nombre, avanzad! ¡Luego, cada nuevo soldado caminará hasta los hombres a caballo y se quedará junto a ellos! ¡No necesitáis más ropa que la que llevéis puesta!

El otro oficial le entregó una tablilla de madera que abrió por la mitad. En el interior descubrió una tela con los nombres censados de los habitantes del pueblo. Ya no hubo compás de espera.

—¡Familia Wu!

Un hombre caminó hasta él. A su lado lo hizo su hijo. No hubo palabras. El joven dejó de ser un campesino y, con solo un paso, se convirtió en soldado. El padre regresó a la fila donde le esperaban sus tres hijas y su esposa.

—¡Familia Hao!

Ellos eran de los últimos. Qin Lu tenía la vista fija en el suelo. Lin Li sujetaba a su madre para que no se viniera abajo. Yuan era una máscara. Por detrás de ellos se escuchó la voz de Pu Sang.

—Qin Lu, ¿no es fantástico?

El muchacho no tuvo respuesta.

El viejo Pu entregó a sus tres hijos al oficial.

—¿Quién trabajará ahora sus tierras? —murmuró Jin Chai—. ¡Es todo lo que tiene! ¿Por qué han de llevarse a los tres?

Se acercaba el momento.

Y llegó.

—¡Familia Song!

Qin Lu tuvo que empujar a su padre. Fue igual que mover una roca muy pesada. La distancia era corta, pero se hizo eterna, sobre todo cuando el oficial frunció el ceño y volvió a mirar la tela de la tablilla.

—¡Aquí dice que tienes dos hijos! —escrutó el rostro de Yuan.

—Te entrego a uno —dijo él—. Este es mi hijo Qin Lu.

—¿Y tu otro hijo?

Yuan tragó saliva.

Un rumor creciente se expandió por la plaza.

—¡¿Y tu otro hijo?! —aulló en su cara el oficial.

—No está —consiguió decir él.

—¡Ve a buscarle, maldita sea! ¿Crees que tenemos todo el tiempo del mundo o que el señor del este va a esperar a que tu hijo se digne regresar de donde esté?

Yuan bajó la cabeza.

Y lo dijo.

—No está, señor. Mi hijo Shao se ha ido.

Yuan sintió sobre su alma el peso de aquella gran vergüenza. Cerró los ojos, pero se mantuvo firme, de pie, con el último rescoldo de su orgullo por bandera. Qin Lu no dijo nada.

Los hijos no hablaban si sus mayores no lo permitían.

—¿Cuál es tu casa? —preguntó el oficial.

Reaccionó y señaló a lo lejos, junto al bosque. El hombre ni siquiera necesitó ordenarlo. Dos de sus soldados bajaron del caballo y corrieron hasta la cabaña. Regresaron solos, casi de inmediato.

—¿Tu hijo se ha negado a combatir? —preguntó incrédulo el oficial.

Yuan se quedó sin palabras.

—¡¿Tu hijo ha mancillado el honor de Pingsé huyendo como un cobarde?! —gritó, en una primera oleada de cólera.

—Puedo combatir yo en su lugar —alzó la cabeza Yuan.

El oficial le miró de arriba abajo.

—¿Tú, viejo?

—Aún soy capaz de…

—¡No solo eres un anciano, sino también un estúpido! ¡El estúpido padre de un traidor al que los cielos confundirán! —respiró con fatiga y agregó—: ¡Ve con tu deshonor, confía tan solo en que tu otro hijo sea capaz de lavar la vergüenza de su hermano, y agradece al emperador su misericordia, pues debería cortaros el cuello a todos! —miró a Qin Lu con una mezcla de rabia y desprecio.

Ya no hubo más.

Qin Lu caminó junto a los otros jóvenes reclutados.

Yuan lo hizo hasta su esposa y su hija, en un supremo esfuerzo para no perder el conocimiento y caer al suelo, bajo la mirada atónita de sus vecinos.

Nadie volvería a dirigirle la palabra, y lo sabía.

—¡Familia Xu! —continuó el reclutamiento.

7

Cuando el regimiento se alejó por el sendero, con los soldados a caballo y los jóvenes a pie, los habitantes de Pingsé se miraron unos a otros.

Una cuarta parte de todos ellos ya no estaba allí.

Quedaban los ancianos, sus esposas, las hijas y los niños más pequeños.

Era como si una mano invisible les hubiera arrebatado una parte de sí mismos.

—Por el emperador —susurró una voz.

—¿Cuándo habrá otra guerra para que pueda ir a luchar? —preguntó un niño.

—¿Quién trabajará ahora los campos? —chocó con la realidad la pregunta de una mujer.

El círculo humano que envolvía la plaza comenzó a deshacerse. Pasos cansinos, pasos cargados de zozobra, pasos que se arrastraban sobre el polvo después de tantos días sin llover. Algunos le dieron la espalda a todo, intentando recuperar el pulso de sus vidas. Otros miraban con recelo a la familia del traidor Shao.

Miradas cargadas de reproches.

Morir con honor. Vivir sin él.

Extrañas palabras.

—¿Y quién nos defenderá si nos atacan? —se escuchó otra voz con tan amarga reflexión.

Fue la última. Tras ella, el silencio.

Yuan, Jin Chai y Lin Li regresaron a su cabaña para dar inicio al primer día de su nueva vida; sin sus dos hijos varones, humillados y convertidos en escarnio de todo el pueblo. No se detuvieron hasta llegar bajo el amparo de su techo, y solo entonces sus suspiros se convirtieron en palabras.

—Qin Lu —dijo Jin Chai.

—Shao —dijo Yuan.

—Una moneda tiene dos caras, pero siempre es la misma moneda —dijo Lin Li.

Parecían sonámbulos. El desconcierto era tal que ninguno de los tres consiguió dar un sentido a sus gestos. Tres perros enjaulados después de ser apaleados en público. Heridas invisibles que no podían ser lavadas ni con el paso del tiempo. Lo que se abría ante ellos era un erial, un mundo de oscuridad y silencio.

Quizás por ello, inesperadamente, el corazón de Yuan dijo basta.

Primero se apoyó en la mesa.

Después fue venciéndose hacia el suelo.

El dolor de su pecho se convirtió en una brasa. Por un lado, los rescoldos subieron hasta la cabeza; por otro, se deslizaron hacia abajo apoderándose de su brazo izquierdo. Las rodillas se transformaron en juncos batidos por un viento invisible y su alma se hizo de cristal.

Transparente.

—¡Padre!

Jin Chai acudió al grito de su hija. Entre las dos le sostuvieron unos segundos. El peso del hombre las obligó a ceder y acabaron dejándole reposar en el suelo. Los ojos ya eran vidriosos; la voz, quebrada; el gesto de la mano, vacilante.

Acarició a su esposa.

Miró a Lin Li.

Y con el último aliento pronunció las palabras que todo padre espera exhalar:

—Mis hijos…

8

Desde la montaña, oculto entre los árboles, Shao vio el regimiento enviado por el emperador, con los soldados y los jóvenes del pueblo, que se alejaba por el sendero.

Uno de ellos era Qin Lu.

Los demás, sus amigos.

Se preguntó a cuántos volvería a ver.

No quiso llorar, no quiso dejarse llevar por el desamparo, pero apretó los puños y al final no tuvo más remedio que bajar la cabeza para dejar de ver aquella imagen que le desgarraba el corazón. Desde allí también se veía parte de su casa, la esquina que daba al bosque, al árbol donde la noche pasada se había despedido de Lin Li. Se imaginó a su padre con el rostro pálido, hundido, y a su madre con el alma dividida entre la pena por el hijo que se iba a la guerra y el hijo que se salvaba a costa del deshonor familiar. También se imaginó a su hermana, convertida en el único pilar con el que contaban, de niña a mujer, tratando de ser fuerte.

Nunca se habían separado, y ahora lo hacían tomando tres direcciones distintas.

Podía bajar y regresar a casa, pero los vecinos no le perdonarían y el alcalde acabaría denunciándolo.

Su único rumbo era seguir.

Allá donde sus pasos le llevaran, lejos de la estupidez de la guerra y la tiranía del emperador.

Aunque los cuatro señores no fueran mucho mejores.

El último de los soldados desapareció, devorado por la distancia. El último de los jóvenes de Pingsé lo hizo a los pocos segundos. De repente fue como si nada hubiera sucedido, como si aquel fuese un día más, exactamente igual a cualquier otro. El mismo silencio, el mismo cielo, las mismas nubes y el mismo bosque.

Un bosque que, si se extendía aquella extraña plaga, también moriría.

Y con él, la vida.

—Vete ya —se dijo.

Pero sus pies no se movieron del suelo.

Ya era un proscrito.

Qué más daba andar o correr.

Shao volvió la cabeza y miró las montañas. No tenía rumbo. Solo camino. Entonces se agachó, cogió un puñado de tierra y la arrojó al aire.

Creía que caería a sus pies, sin más.

En ese instante, de la nada, como por arte de magia, surgió un viento que movió la tierra unos pasos.

Luego cesó.

—¿Así que ese es mi camino? —miró hacia el oeste.

Lo aceptó. La naturaleza era sabia. Los seres humanos disponían de los cuatro elementos para disfrutar de la vida: tierra, aire, fuego y agua. Si el viento había empujado la tierra hacia el oeste, hacia el oeste iría. De todas formas, daba igual.

¿O no?

Su instinto le hizo aceptarlo.

Shao le dio la espalda al pueblo y ya no volvió la cabeza. Tal vez un día regresara. Tal vez un día su padre le perdonara. Tal vez un día llegara al fondo de sí mismo y descubriese por qué era tan valiente y osado y al mismo tiempo despreciaba la guerra y su violencia, oponiéndose a la injusticia en lugar de resignarse, como hacía Qin Lu.

Sí, quizás en el camino hallase las respuestas.

Ahora, de lo único que disponía era de tiempo.

9

Lo primero que pensó Qin Lu, mientras se alejaba del pueblo con el futuro ejército del emperador, era que parecían ganado. Una partida de animales camino del matadero.

La idea le hizo daño.

Algunos volvían la vista atrás. Otros, no. Algunos reían y bromeaban, todavía valientes ante su aventura. Otros, ya no. Algunos le miraban con un súbito desprecio.

Cuando estuvieron lo suficientemente lejos de Pingsé…

—Míralos —se echó a reír un soldado—. ¡Menuda pandilla de idiotas!

—¡Estos irán en primera línea, para que los maten! —dijo un segundo uniformado.

—No tendrán tiempo ni de aprender a usar un arma —escupió al suelo un tercero.

Uno de ellos se acercó al grupo y empujó con su pie a uno de los chicos, que cayó al suelo. Su nombre era Huong Fu y había cumplido los diecisiete años hacía unos días.

Los soldados se rieron.

—¡Ni siquiera aguantan de pie!

—¡Estamos perdidos: con estos héroes, la guerra se acabará antes de que empiece!

—¡No son más que niños de teta!

Las carcajadas estallaron.

Al frente, los dos oficiales no dijeron nada.

Qin Lu le ayudó a levantarse. Cuando Huong Fu se dio cuenta de quién era el que le tendía la mano, se soltó con violencia.

—Déjame —farfulló, más dolido por la ayuda que por el golpe de los soldados.

—¿Qué te pasa? —frunció el ceño Qin Lu—. ¿Desde cuándo no somos amigos?

—¡Desde que tu hermano es un cobarde!

—Sabes que no lo es.

—¡Tan gallito en el pueblo, siempre peleando, pavoneándose delante de las chicas, y a la hora de la verdad…!

—Tiene sus razones, Huong Fu.

—La única razón es la guerra, y no está aquí para ser uno de los nuestros. ¡Pues te tocará luchar por los dos!

Qin Lu se acercó a él. Estuvo a punto de golpearlo y volver a lanzarlo al suelo.

—Sabes que lo haré.

—¿Tú?

—Le envidias porque Xiaomei le sonreía a él y no a ti.

—¿Xiaomei? —pronunció el nombre con desprecio y levantó la cabeza, orgulloso—. Ahora seremos soldados, tendremos a todas las chicas que queramos. ¡Seremos héroes! —miró a los soldados a caballo—. No me importa lo que digan esos patanes.

—¿Crees que la guerra es eso?

—Pues claro que lo es. Yo pienso hacerme rico y disfrutar de muchas hermosas mujeres, ya lo verás.

—Eres un cerdo.

—¿Quieres que te haga tragar tus palabras? —el muchacho apretó los puños.

El mismo soldado que le había pateado la primera vez lo hizo una segunda, con más fuerza.

Huong Fu rodó por el suelo hasta un árbol que evitó que se despeñara montaña abajo.

—¡Callaos, ratas!

—Paletos ignorantes —volvieron las risas.

—¿Qué os pasa? ¿Lleváis un ratito sin vuestras mamás y ya las echáis de menos? ¿No queríais luchar por el emperador?

Por primera vez, el oficial de la cicatriz volvió la cabeza e hizo oír su voz.

—¡Silencio ahí atrás! ¡Comportaos como lo que sois!

Uno de los soldados aún dijo una última palabra.

—Nosotros somos guerreros. Esta retahíla de cerdos no es nada.

Ya no volvieron a hablar.

Siguieron avanzando rumbo a la capital. Unos, a caballo; los otros, a pie.

Era su primera lección de guerra.

La infantería es la primera en morir.

10

En el pequeño cementerio de Pingsé, las tumbas eran escasas, pequeños túmulos rodeados de piedras con pebeteros a los pies para quemar en ellos las ofrendas a los muertos. Todo era poco para cuidar la vida en el más allá. Cuanto ardiera en el pebetero sería recogido por los desaparecidos en el inframundo, y con ello su vida eterna sería mucho mejor, más plácida y confortable.

Aunque si se era pobre…

Jin Chai y Lin Li depositaron las últimas piedras, arrodilladas frente a la tumba de Yuan. La mujer cuidaba del ornamento con delicadeza, tratando de que todas tuvieran el mismo tamaño y se hallaran a la misma distancia unas de otras. Lin Li, en cambio, estaba más pendiente de su madre. Dos hijos perdidos era mucho, pero ellos estaban vivos. La muerte de su esposo era irremediable. Marcaba la frontera del fin para una viuda.

Y lo peor, además de la muerte, era la soledad.

Porque estaban solas.

Nadie había acudido a velar con ellas el cadáver de Yuan. Nadie les había dado el pésame para confortarlas. Nadie las había acompañado hasta allí.

Eran peor que leprosas.

Ahora, Lin Li sentía crecer en su corazón algo desconocido hasta entonces.

La furia.

Siempre había deseado ser un chico. Siempre había renegado de su condición de mujer, sometida a la esclavitud de los padres primero y a la de un esposo después. Siempre había sentido en su pecho la llama de una fuerza desconocida. Ninguna resignación le bastaba. Nada había cambiado eso en sus dieciséis años de vida.

Pero en unas pocas horas…

Aquella furia.

Aquel deseo de ir casa por casa y gritarles a todos su desprecio.

Aquella irrefrenable rabia que la sobrecogía…

—Puede que vengan de noche. No todos son iguales —musitó Jin Chai.

—Calla, madre.

—Le querían. Fue bueno con todos. Los ayudó siempre. El respeto puede perderse, pero el amor…

—¡Madre!

La mujer volvió a llorar. Puso su mano derecha sobre el leve túmulo bajo el cual descansaba su marido.

Pero no se calló.

—Shao, Qin Lu… —gimió.

Lin Li no dijo nada más. Esperó. Esperó a que su madre culminara su trabajo con los últimos detalles. En el pebetero habían quemado los dibujos hechos con carbón en una tela blanca. Dibujos con monedas de oro, ropa, comida… De momento, bastaría. Quedaba la despedida, momentánea, porque Lin Li sabía que, desde ese día, su madre visitaría aquella tumba cada jornada, hasta que ella misma descansara junto a su esposo.

—Va a anochecer —dijo.

—Unos instantes más —le suplicó Jin Chai.

Transcurrieron. Y unos pocos más. Y más aún, hasta que el crepúsculo marcó el final de aquel amargo día que jamás iban a olvidar.

Entonces sí, Jin Chai se incorporó.

Lin Li puso sus manos por última vez sobre la tierra, para despedirse de su padre.

Sus manos.

Su furia.

Se levantaron y comenzaron a caminar hacia el pueblo. No se dieron cuenta de que, de pronto, un inmenso rosal lleno de rosas rojas creció de la nada y cubrió el túmulo, echando sus raíces justo en el lugar en que la muchacha había depositado sus manos, inundada por la ira que la sobrecogía.

Tampoco supieron jamás que, aquella noche, una nube solitaria dejó caer una suave lluvia sobre el cementerio de Pingsé.

La primera lluvia en mucho tiempo.

La última lluvia en mucho tiempo.