Una casa será fuerte e indestructible
Cuando esté sostenida por estas cuatro columnas:
Padre valiente, madre prudente, hijo obediente,
Hermano complaciente.
—Confucio —
La palabra «guerra» llegó a Pingsé una tarde hecha de retales de colores.
La puesta de sol cárdena; las nubes blancas atrapadas por el rojo del firmamento; las cabañas ocres por aquella luz tan vívida; los árboles verdes súbitamente adornados de amarillo, y los rostros, todos, blancos por la sorpresa.
La palabra «guerra» la trajo un comerciante que venía de la capital.
La gritó a todos los que quisieron escucharle, porque muchos se taparon los oídos con las manos.
—¡Habrá guerra! ¡Así está escrito! ¡Guerra, guerra, guerra! ¡Preparad a vuestros hijos para la batalla!
El viento de su voz se arremolinó en la plaza y luego se expandió por todas las callejuelas, buscando hasta los rincones más perdidos. Se metió por las casas a través de puertas y ventanas, buscó las rendijas, se apoderó de sus conciencias. Todos los padres miraron a sus hijos varones, y las hermanas a sus hermanos, y las jóvenes a sus pretendientes. Y cuando esa voz cesó, sobre el pueblo flotó un silencio de muerte, tan frío como las nieves del norte, tan amargo como las lágrimas de impotencia, tan triste como el miedo en una noche de tormenta.
Aquella noche se reunió el consejo, y aquel comerciante fue convocado para que contara lo que sabía, lo que había escuchado, lo que se decía en las calles de Nantang, la capital.
—Algo le está sucediendo a la tierra —dijo el hombre—. La naturaleza se muere lentamente en los cinco reinos. En el norte, los hielos avanzan y hasta los lagos están comenzando a helarse. En el sur, lo que avanza es el calor, que devora esos lagos y seca los ríos. En el oeste, progresa el gran desierto porque no llueve desde hace semanas, meses, y en el este, mueren los bosques faltos de vida, como si una mano gigantesca los arrasara de manera inexorable. El grito de la naturaleza también se escucha a través de los volcanes, antes apagados, ahora humeantes, y se manifiesta con terremotos y vientos huracanados, temperaturas jamás vistas. Los animales huyen, menguan la caza y la pesca.
—¿Y por qué ha de desatarse una guerra si esto afecta a las fronteras de los cinco reinos? —preguntó el alcalde de Pingsé.
—Los cambios, la lenta muerte de la naturaleza, han comenzado en la periferia. Es como si un anillo de muerte se cerniera sobre nuestras tierras. Nadie sabe si llegarán también al centro, al Reino Sagrado. Los cuatro señores del norte, el sur, el este y el oeste, acusan al emperador de su dominio tiránico y hablan de brujería, de que su intención es debilitarlos para aumentar su poder. Ellos no aceptan que la naturaleza se extinga por sí misma. Así que los cuatro se están preparando para la guerra, y el emperador, para defender su cetro ancestral. ¡La batalla puede comenzar en cualquier momento!
—¿Dónde está el Gran Mago? —preguntó una voz del consejo.
—¡Xu Guojiang desapareció hace demasiado tiempo! ¡Nadie sabe de él! ¡El que aconseja ahora al emperador es Tao Shi, uno de sus discípulos! ¡Él y el oráculo son los hombres fuertes del emperador Zhang!
No había mucho más que decir y, sin embargo, las preguntas flotaban en el ambiente.
Demasiados años de guerras entre los cuatro señores y el emperador. Demasiadas heridas sin cerrar. Demasiadas fronteras y rencores, envidias y egoísmos. Antaño, cualquier excusa bastaba. Ahora se trataba de algo más grande.
Grande e incierto.
¿La tierra se secaba? ¿La naturaleza se extinguía poco a poco?
¿Por qué?
—He cabalgado día y noche para traeros estas tristes nuevas —concluyó el comerciante—. En unos días, muy pocos, los soldados del emperador llegarán para llevarse a vuestros hijos. Preparadlos y preparaos.
El consejo se disolvió, y aquella noche, en el pueblo, nadie durmió en paz.
Jin Chai se arrodilló y sirvió el dulce de miel con parsimonia, repitiendo gestos milenarios acunados en el tiempo y transmitidos de generación en generación. Primero a su esposo, Yuan; a continuación, a su hijo mayor, Shao; después, a su segundo hijo, Qin Lu, y finalmente, a su hija menor, Lin Li. Los cuatro esperaron a que ella también se sirviera y, en silencio, lo degustaron con deleite.
Más allá de su cabaña, se oían algunas voces.
Un perro ladraba en la noche.
Cuando los cinco platos, ya vacíos, fueron depositados en el centro de la mesa, el silencio vaciló igual que una llama ante el viento que va a derrotarla.
—Hablad —dijo entonces Yuan.
Nadie lo hizo. Jin Chai miró temerosa a sus dos hijos, pero sobre todo a Shao. Inesperadamente, fue Lin Li la que tomó la palabra.
—Más guerras —dijo.
—Hacía años que no caíamos en la desgracia —bajó la cabeza su madre.
—¿Qué más da? La paz parece un puente que une dos tiempos y bajo el cual transcurren las aguas enloquecidas de la furia —suspiró la joven.
—¿Qué opinas, padre? —preguntó Qin Lu.
El hombre tenía la vista perdida en los platos vacíos. Su largo cabello estaba recogido en una trenza. Las cejas, la barba y el bigote, por contra, semejaban espesas selvas.
Cuando habló, lo hizo con voz suave aunque dolorida.
—El emperador es nuestro señor.
—¡Padre! —protestó Shao.
Su madre intentó presionarle el brazo, pero él lo evitó. Los ojos de la mujer se envolvieron con amargura.
Yuan miró a su hijo mayor.
—Di lo que tengas que decir.
—¡Ya sabes lo que tengo que decir! —cerró los puños con energía—. ¡Siempre ha habido guerras por culpa de la ambición de los cuatro señores y la tiranía del emperador; ahora, antes, con sus padres, sus abuelos…! ¡Nunca ha cambiado! ¿Y quiénes son los que sufren y mueren? ¡Los mismos! ¡Nosotros, el pueblo, los campesinos!
—Debemos servir al emperador. —Yuan mantuvo la calma.
—¿Por qué?
—Es la ley.
—¡Una ley dictada por él y para él! ¿Acaso es un dios?
—Shao, por favor —suplicó Jin Chai.
—Déjale hablar —ordenó su marido—. Es el momento de saber quién es cada uno.
—Shao es el más valiente… —intentó defender a su hermano Qin Lu.
La mirada de su padre abortó sus palabras.
Volvió a dirigirse a su hijo mayor.
—No hables de dioses en la mesa, Shao.
—Padre —acompasó su voz en busca de una calma que estaba lejos de sentir—. A caballo, nuestro pueblo está a un día de las tierras del este y a un día y medio de las del sur. ¡La frontera no es más que una línea imaginaria! ¿Si fuéramos del este pelearíamos con el señor del este? ¿Y si la frontera estuviera más arriba, lo haríamos con el señor del sur? ¿Qué nos hace diferentes?
—Pertenecemos al Reino Sagrado. Es todo lo que cuenta.
—¡Estamos a varios días de Nantang! ¡Nuestro reino es Pingsé, no otro!
—Me duele oírte hablar así. —Yuan cerró los ojos.
Shao dirigió los suyos a Qin Lu y a Lin Li.
—¡No pelearé en una guerra injusta! —les dijo.
—Yo lo hice —habló de nuevo su padre.
—¿Y de qué sirvió? —le replicó lleno de amargura—. Te hirieron, estuviste a punto de morir, peleaste en la batalla de Quanlong contra el ejército del oeste, y en la de Yian contra el del sur, y un día regresaste aquí sin más, igual que te fuiste, con las manos vacías, sin una recompensa, sin…
—Mi recompensa fue servir al emperador.
—¡Aquella guerra arrasó nuestro pueblo, mató a tus hermanos, a tus padres y a los de nuestra madre! ¿Es eso justo? Luego, todo siguió igual: las mismas fronteras, pactos, promesas, mentiras…
Yuan ya no dijo nada. Hacía mucho que no alzaba la voz, que no gritaba, que trataba de razonar y ser fiel a sus principios. Mucho, desde que Shao, Qin Lu y Lin Li habían dejado de ser niños y adolescentes para convertirse en jóvenes llenos de fuerza.
El futuro.
Un futuro que la guerra podía borrar de un plumazo.
—¿Qué piensas tú, Qin Lu? —se dirigió a su segundo hijo.
El muchacho evitó mirar a su hermano.
—Haré lo que digas, padre.
—No te he preguntado qué harás, sino qué piensas.
Qin Lu tardó unos segundos en responder, y lo hizo sinceramente, manteniendo la cabeza alta y los ojos fijos en su progenitor.
—Padre, ya me conoces. No quiero pelear, aborrezco la violencia. Al igual que Shao, creo que todas las guerras son interesadas y que en ellas siempre mueren inocentes —llenó sus pulmones de aire y concluyó—: Pero juramos fidelidad al emperador, y si nos atacan, nos defenderemos, por nuestro honor.
Volvió el silencio.
Y extendió por encima de ellos un manto de dolor.
Hasta que Yuan se levantó de la mesa y se retiró a su habitación, con la cabeza baja y el ánimo tan desnudo como la hoja de una espada.
En la cama, Jin Chai y Yuan se miraban el uno al otro bajo la penumbra de la noche, cuya luna parecía un pedazo de sandía asomada a la ventana.
Los dos esperaban.
Pero sus ojos decían mucho más que sus palabras.
Serenidad, miedo, angustia, tristeza…
Tantas emociones…
—No traje dos hijos varones a este mundo para que los maten —la mujer rompió el silencio.
Su marido suspiró.
Pero siguió mudo.
—Sabes que Shao es valiente. Lo ha sido desde que era un niño y jamás ha rehuido un combate —continuó ella—. Valiente y temerario, todo lo contrario que Qin Lu.
—Pero Qin Lu es un buen hijo.
—Los dos lo son.
—Qin Lu respeta las normas, las tradiciones. No es un rebelde. No es un guerrero, pero luchará. Shao sí lo es, y en cambio…
—¿Recuerdas la última guerra?
—Tú y yo éramos muy niños, pero sí, la recuerdo.
—Nuestros padres, hermanos…
Los ojos de Yuan temblaron.
—Tú los enterraste a todos —dijo Jin Chai—. Y todavía puedo oírte al pie de su tumba.
—Era muy joven.
—Dijiste que nunca volverías a empuñar un arma.
—Lo sé.
—Ahora dejarás que lo hagan ellos.
—Jin Chai…
—Esta noche no voy a callar, así que, si lo prefieres, vete a dormir afuera. Si te quedas, vas escucharme.
—Vendrán los soldados. ¿Quieres oponerte a ellos?
—No.
—Entonces…
—Tienes dos hijos, dos mundos. Intenta comprenderlos.
—La desgracia y la vergüenza caerán sobre nosotros si Shao se niega a combatir. Se lo llevarán preso y le ajusticiarán.
—No digas eso.
—¿Y qué quieres que diga, mujer?
—Quizás no haya guerra.
—Quizás.
—Pelear por unos bosques que se mueren…
—La tierra es la vida, no lo olvides.
Una nube oscureció la luna y, como si esa súbita falta de luz menguara su fuerza, los dos sintieron el peso del cansancio apoderándose de su mente.
—Shao sería un gran guerrero —dijo Yuan—, pero es egoísta.
—No es egoísta. Jamás lo ha sido. Es tan o más generoso que Quin Lu. Pero entiende lo que es justo y lo que no. Tú se lo enseñaste.
Ya no hubo réplica.
Se miraron unos segundos más, hasta que cerraron los ojos sin darse cuenta.
Estaban dormidos cuando la luna volvió a emerger entre la cárcel de su nube.
Lin Li no podía dormir.
Primero había escuchado el rumor de las voces de sus padres, quedas, inaudibles, apenas susurros revoloteando en el aire. Después, con el silencio, su alma inquieta la había empujado a dar vueltas sobre la cama, incapaz de serenarse.
Nadie le preguntaba.
Su opinión no contaba.
Era una mujer.
Cuando se levantó, lo hizo furiosa, con los puños apretados y la respiración agitada. No salió por la puerta de su habitación, la más pequeña y humilde de la cabaña. Lo hizo por la ventana. La casa estaba a las afueras del pueblo, así que por allí no había vecinos ni ojos que pudieran seguirla en la noche y luego le fueran con el cuento a su madre. ¿Adónde iba una muchacha de apenas dieciséis años sola, protegida por las sombras?
Nadie la creería si decía la verdad.
Caminó hasta el árbol, su árbol, a unos quince pasos de la cabaña, y trepó por sus ramas ágilmente, igual que lo haría un gato, o un tigre, o un mono. Aquel era su mundo secreto, su paraíso, el refugio de tantas horas llenas de pensamientos y sueños. Pelear, enamorarse, caminar por la tierra en busca de aventuras, conocer nuevos horizontes…
Todo lo que le estaba prohibido a una mujer.
Llegó a la copa, a las tres ramas que formaban un cuenco en el que su cuerpo encajaba perfectamente, y se quedó allí, bajo la noche, con la media luna cabalgando por encima de su cabeza y la brisa que apenas si agitaba las hojas que la envolvían. Desde su posición podía ver la aldea, el conjunto de casas arracimadas en torno a la plaza, el rescoldo de las fogatas que todavía desprendían chispas, su mundo.
Todos dormían.
Todos menos ella.
Como tantas noches.
Shao no quería combatir, pese a ser el más valiente del pueblo. Qin Lu lo haría, pese a aborrecer la violencia. Y ella, que combatiría si pudiera, no contaba para nada. A ella le tocaba quedarse en casa, servir a todos, ayudar a su madre, ya mayor. Ella viviría siempre allí, en Pingsé, se casaría con alguno de sus pretendientes, tendría hijos, y un día…
Un día moriría, sin más.
¿Por qué no había nacido hombre?
¿Por qué sus padres engendraron dos hijos varones y a ella le tocó ser mujer, y encima la última, la pequeña?
Cruzó los brazos, furiosa.
Si la ira pudiera encenderse igual que una tea, sería una antorcha.
No pensaba bajar hasta que se hubiera calmado, y eso podía llevarle un rato, así que se acomodó aún más sobre aquellas ramas y cerró los ojos para hacer lo que hacía siempre: dejar volar la imaginación.
Vivir en su mundo de sueños.
Se imaginó a sí misma combatiendo, derrotando al enemigo, convertida en una heroína.
Se imaginó…
Hasta que un rumor al pie del árbol le hizo abrir los ojos y mirar hacia abajo.
Al amparo de la luz de la creciente luna, entre las ramas, vio a Shao caminando con algo cargado en su espalda.
Probablemente, tan insomne como ella.
Primero pensó en quedarse arriba, inmóvil, no decirle que estaba allí. Luego vio que se dirigía al bosque, y que lo que llevaba a la espalda era un hatillo.
A Lin Li se le paró el corazón.
Saltó de rama en rama hasta llegar al suelo. Para cuando aterrizó sobre la hierba, Shao ya había oído el ruido de su cuerpo deslizándose por el tronco y se había detenido.
Los dos hermanos se miraron: serio él, atenazada por la sorpresa ella.
El hatillo lo decía todo.
—Shao, no —gimió con dolor.
—He de hacerlo —fue sincero.
—¿Y si alerto a padre?
—¿Lo harás?
Lin Li bajó los ojos.
—Sabes que no —puso una mano en su brazo.
—¿Por qué?
—Cada cual ha de ser libre para escoger su destino.
—Hermosas palabras para ser pronunciadas por una mujer cuyo destino está marcado.
—Cállate.
—Lo siento, Lin Li. A plena luz sería peor.
—Tú nunca has huido.
—Y no lo hago ahora. Solo pienso que es lo mejor para todos. Sabes que no soy un cobarde.
—Lo sabe todo el pueblo.
—A mí solo me importan padre, madre, Qin Lu y tú.
Lin Li contuvo las lágrimas y le abrazó con todas sus fuerzas.
Sus corazones cabalgaron por un instante al unísono.
—Cuida de padre y madre.
—Sí.
—Dile a Qin Lu que le quiero, que lamento la vergüenza que…
—Qin Lu lo sabe, lo sabe.
No hubo más. El último abrazo, la última caricia, el beso final y luego…
Sin volver a mirarse a los ojos, Shao y Lin Li se separaron.
En unos pocos segundos ya no había ni rastro de él, engullido por el bosque.
—Sé libre, hermano —susurró la muchacha.
Qin Lu no podía apartar sus ojos de la cama vacía.
Mucho más que vacía.
Los primeros rayos de sol penetraban por la ventana borrando las sombras de la noche que, esclavas de su secreto, se desvanecían.
Sin Shao, la cama parecía mucho más grande.
Sin Shao, el mundo era mucho más incierto y amargo.
Qin Lu apretó los puños.
No sentía rabia, solo tristeza; la amargura de una realidad que se abría paso en su razón y le aplastaba hasta convertirlo en un tallo pisoteado por un buey. Intentó mover un brazo y no pudo. Intentó caminar y no lo consiguió.
Siguió mirando la cama.
El vestigio final de un hermano al que tal vez no volviera a ver nunca más.
El dolor en su pecho fue atroz.
Entonces escuchó un rumor a su espalda.
Pensó en su madre primero, en su padre después, y se alegró de que la persona que apareció a su lado y le presionó el brazo fuera su hermana.
No hablaron.
Hasta que lo hizo ella.
—Le vi anoche —musitó.
—¿Adónde iba?
—No lo sé. No creo que lo supiera ni él. Me pidió que te dijera que te quiere. Yo le dije que tú ya lo sabías.
Otro silencio.
—Es curioso —dijo Qin Lu—. Siempre pensé que en una batalla Shao sería nuestro jefe, que él nos conduciría a la victoria por ser el más listo y el más valiente.
—Tú también eres listo y valiente.
—No como él.
El tercer silencio, un poco más largo, un poco más triste.
—Entiendo a Shao —suspiró Qin Lu.
—La guerra es horrible.
—Pobre padre.
—¿Tú te has quedado por él?
—Es mi deber. El honor de la familia recae ahora sobre mis hombros.
—Honor. —Lin Li repitió la palabra como si fuera una barra de hierro muy pesada.
—Siempre nos hemos regido por él, por sus códigos, por sus normas, por sus…
—¿Te das cuenta de que la palabra «siempre» también es amarga?
—Sí.
—Siempre, siempre, siempre, sin cambios, sin progreso, como si todo estuviera ya escrito y no fuéramos más que marionetas en manos de los dioses.
—Somos marionetas en manos de los dioses.
—Que padre no te oiga hablar así.
—Shao se ha ido. Déjame al menos que sea yo mismo el que hable.
Lin Li se apoyó en él sin dejar de presionarle el brazo. De un momento a otro aparecerían su madre o su padre, y entonces la verdad les golpearía el rostro. La vergüenza caería sobre su casa. El deshonor los castigaría. Jin Chai era fuerte, o lo parecía. Yuan lo parecía, pero no lo era. Ellos eran jóvenes; sus padres, no. Los hijos llegaron muy tarde y casi inesperadamente. El destino, siempre él, así lo había querido.
—¿Cuántas guerras más serán necesarias antes de que entiendan que la paz es lo único que tiene sentido? —dijo Qin Lu.
—¿Por qué se está muriendo la naturaleza? —preguntó Lin Li.
—No lo sé —respondió su hermano—, ni creo que nadie lo sepa. Sea como sea, no es más que otra excusa para matarse unos a otros, los cuatro señores, el emperador…
El muchacho fue el primero en reaccionar y retroceder.
Tenían que decírselo a sus padres.
Iban a llamarles, decididos a enfrentarse a ellos los dos juntos, cuando del exterior surgieron las primeras voces, los gritos, y finalmente…
—¡Los soldados! ¡Ya están aquí! ¡Vienen a por los jóvenes del pueblo! ¡La guerra es inminente! ¡Todos debemos ir a la plaza! ¡Todos! ¡Larga vida al emperador!