Durante los siguientes cinco minutos Illyria regresó a mí, y fue como si nunca me hubiera ido. Filtrada a través de la bruma del bosque, la luz del sol me llegaba rosa y ámbar; el rocío brillaba en las hojas y la hierba; el aire era fresco, con el olor de la tierra húmeda y el dulzor de la vegetación descomponiéndose. Un pequeño pájaro amarillo revoloteó en torno a mi cabeza, se perchó en mi hombro, y se alejó doce pasos más adelante. Me detuve para cortar una rama que me sirviera de bastón, y el olor de la madera verde me devolvió a mi niñez en Ohio, con aquel arroyo en cuyo margen cortaba ramas de sauce para hacer silbatos con ellas, dejándolas en remojo toda una noche y haciendo saltar la corteza golpeándola con el mango de un cuchillo, sentado cerca del lugar donde crecían las fresas. Y encontré algunas fresas silvestres, rojas e hinchadas, y las aplasté entre mis dedos y lamí su jugo áspero. Un lagarto crestado, brillante como un tomate, se desperezó olímpicamente en la cima de su roca y avanzó para instalarse sobre mi bota, donde se quedó. Acaricié su cresta y lo deposité a un lado antes de proseguir mi marcha. Cuando miré hacia atrás, sus ojos color pimienta se encontraron con los míos. Avancé bajo árboles de cuatro y cinco metros de altura, y ocasionalmente la humedad caía sobre mí en forma de gruesas gotas. Los pájaros empezaban a despertarse, y también los insectos. Un panzudo silbador verde empezó a entonar su canción de diez minutos de duración desde una rama situada encima de mi cabeza. En algún lugar a mi izquierda, un amigo o familiar suyo se le unió. Seis flores púrpura cobra de capella surgieron del suelo a la luz del sol emitiendo siseos y balanceándose sobre sus tallos, agitando sus pétalos como banderas, lanzando su perfume con la eficiencia de una bomba. Pero no me sorprendió nada de aquello, pues todo estaba como antes, nada había cambiado.
Seguí mi camino, y la hierba disminuyó. Los árboles eran ahora más grandes, alcanzando los quince a veinte metros, con numerosas rocas esparcidas entre ellos. Un buen lugar para una emboscada; un buen lugar también para pasar desapercibido.
Las sombras eran profundas, y los paramonos cantaban sobre mí mientras una legión de nubes avanzaba desde el oeste. El bajo sol rozaba sus flancos con sus llamaradas, proyectando destellos de luz a través de las hojas. Algunas enredaderas trepaban por los gigantescos troncos, mostrando brotes que parecían candelabros de plata, y el aire a su alrededor hacía pensar en templos y en incienso. Vadeé un arroyo perlino y crestadas serpientes acuáticas nadaron junto a mí, ululando como lechuzas. Eran venenosas, pero muy muy amigables.
En la otra orilla, el suelo empezaba a ascender, primero muy suavemente; y, a medida que avanzaba, un sutil cambio se produjo en el mundo que me rodeaba. No era nada objetivo que pudiera precisar, sino tan sólo el sentimiento de que el orden de las cosas había sido ligeramente alterado.
El frescor matinal no parecía disminuir a medida que avanzaba el día. Por el contrario, parecía acentuarse. Había una definida frialdad en el aire, que luego se convirtió en una sensación de pegajosa humedad. Claro que el cielo estaba por aquel entonces medio cubierto de nubes, y la ionización que precede a una tormenta ofrece a menudo tales síntomas.
Cuando me detuve para comer, sentándome con la espalda apoyada contra el tronco de un antiguo árbol indicador, asusté a un pandrilla que se alojaba entre sus raíces. Mientras lo contemplaba como huía, supe que había algo que no marchaba bien.
Llené mi mente con el deseo de que regresara, y la dirigí hacia él.
Entonces hizo un alto en su huida y se giró, y se me quedó mirando. Lentamente, se acercó a mí. Le tendí una galleta, e intenté ver dentro de sus ojos mientras se la comía.
Miedo, reconocimiento, miedo… Y un momento de pánico irrazonable.
Aquello no era normal.
Lo dejé y se quedó allí, contento de comerse mis galletas. Pero de todos modos su respuesta inicial había sido demasiado extraña como para olvidarla. Empezaba a temer lo que significaba.
Estaba entrando en territorio enemigo.
Terminé de comer y proseguí mi camino. Descendí a un brumoso valle, y cuando lo abandoné la bruma seguía conmigo. El cielo estaba ahora casi completamente cubierto. Pequeños animales huían ante mí, y no hice ningún esfuerzo por cambiar sus mentes. Seguí andando, y mi aliento se condensaba en blancas nubéculas ante mi boca. Evité dos nódulos energéticos. Si usaba alguno de ellos, podía poner en evidencia mi posición a otro receptor sensitivo.
¿Qué es un nódulo energético? Bien, forma parte de todo aquello que posee un campo electromagnético. Cada mundo tiene numerosos puntos de ruptura en su matriz gravitatoria. A ellos pueden conectarse algunas máquinas o individuos dotados de especiales talentos y hacerlos actuar como relés de transmisión, baterías, condensadores. Nódulos de energía es un término que usamos para designar a esos nexos de energía la gente que puede emplearlos de cualquiera de las maneras descritas. Por mi parte no pensaba utilizar ninguno de ellos hasta que no estuviera seguro de la naturaleza de mi enemigo, ya que normalmente todo portador de Nombre posee esta capacidad.
Así que dejé que la bruma humedeciera mi equipo y deslustrara mis botas, cuando podría haberlo secado todo en un instante. Seguí avanzando, con mi bastón en la mano izquierda, la derecha preparada para hacer fuego en el momento preciso.
Pero nada me atacó a medida que avanzaba. De hecho, tras un cierto tiempo, ninguna criatura viviente se cruzó en mi camino.
Seguí andando hasta el anochecer, habiendo recorrido unos treinta kilómetros en todo el día. La humedad era penetrante, pero no llovía. Localicé una pequeña caverna a los pies de una de las colinas que estaba recorriendo, penetré en ella, tendí mi hoja de plástico —de un tamaño de tres por tres metros y de tres moléculas de espesor— para aislarme del polvo y la humedad del suelo, cené, y me dispuse a dormir, con la pistola cerca de mi mano.
La mañana era tan fría como el día y la noche anteriores, y la bruma se había espesado. Sospeché una oculta intención tras aquello, y avancé cautelosamente. Todo el asunto era un tanto melodramático. Si pensaba atemorizarme con sombras, humedad, frío, y la alienación de unas cuantas de mis criaturas, estaba equivocado. La incomodidad tan solo me irritaba, me hacía sentirme rabioso, y reforzaba mi determinación de alcanzar la fuente de todo aquello y terminar tan pronto como fuera posible.
Aquel segundo día terminé con la ascensión de las colinas y empecé el descenso por el otro lado. Fue al atardecer cuando me agencié un compañero.
Una luz apareció a mi izquierda, y empezó a moverse paralelamente a mi propio rumbo. Permanecía suspendida entre medio y dos metros sobre el suelo, y su color variaba del amarillo pálido al blanco, pasando por el anaranjado. Podía estar según las circunstancias a seis metros de mí o a treinta. Ocasionalmente, desaparecía; pero siempre regresaba. ¿Un fuego fatuo enviado hacia mí para arrastrarme a cualquier grieta o pantano de arenas movedizas? Probablemente. De todos modos, era curioso, y admiré su persistencia… y era agradable tener compañía.
—Buenas tardes —dije—. He venido a matar al que te ha enviado, supongo que lo sabes.
—Pero si tan solo eres un gas de las marismas —añadí—, entonces olvida lo último que te he dicho.
—De todos modos —terminé—, no voy a preocuparme en seguirte. Puedes irte a tomar una taza de café si lo deseas.
Empecé a silbar It’s a Long Way to Tipperary. La cosa continuó siguiéndome. Me detuve a descansar un poco junto a un árbol, y encendí un cigarrillo. Permanecí allí mientras fumaba. La luz se inmovilizó a unos quince metros de mí, como si aguardara. Intenté alcanzarla con mi mente, pero era como si no hubiera nada allí. Saqué mi pistola y luego, pensándomelo mejor, volví a enfundarla. Terminé mi cigarrillo, aplasté la colilla y proseguí mi camino.
La luz se movió de nuevo a mi propio ritmo.
Una hora después, aproximadamente, decidí acampar en un pequeño claro. Me envolví en mi hoja de plástico, con la espalda apoyada contra una roca. Encendí un pequeño fuego y me calenté un poco de sopa. Con una tal noche la luz no se vería de muy lejos.
El fuego fatuo flotaba en el límite del círculo iluminado por el fuego.
—¿Quieres un poco de café? —le pregunté. No hubo respuesta, y aquello me alivió. Tan solo traía una taza conmigo.
Cuando terminé de comer, encendí un cigarro y contemplé como el fuego se iba reduciendo a cenizas. Di una chupada al cigarro y miré al cielo en busca de estrellas. La noche era silenciosa a mi alrededor, y el frío comenzaba a helarme los huesos. Ya se había apoderado de los dedos de mis pies, y estaba empezando a mordisquearlos. Lamenté no haber traído conmigo una botella de coñac.
Mi compañero de viaje permanecía inmóvil, vigilante. Lo miré fijamente. Si no era un fenómeno natural, estaba allí para espiarme. ¿Me atrevería a dormir? Decidí correr el riesgo.
Cuando desperté, mi reloj me indicó que había transcurrido una hora y cuarto. Nada había cambiado. Cuarenta minutos más tarde tampoco, y tampoco dos horas y diez minutos después, cuando me desperté de nuevo.
Dormí el resto de la noche, y por la mañana estaba todavía allí, aguardando.
El día era similar al anterior, frío y brumoso. Recogí las cosas y me puse en camino, imaginando que había recorrido una tercera parte de la distancia que me separaba de mi destino.
Repentinamente, se produjo un cambio. Mi compañero se apartó de mi izquierda y derivó lentamente hacia adelante. Luego giró hacia la derecha y se inmovilizó, a unos veinte metros ante mí. Cuando alcancé aquel lugar, se había desplazado de nuevo, anticipándose a mis movimientos.
Aquello no me gustaba. Parecía como si la inteligencia que guiaba aquella cosa se estuviera burlando de mí, diciéndome: «Mira, muchacho, sé adonde vas y cómo piensas llegar hasta allí. ¿Me dejas que te guíe y te haga más fácil el camino?». Era una lograda burla, que hacía que me sintiera como un estúpido. Había varias cosas que podía hacer al respecto, pero no tenía intención de emplear todavía medidas drásticas.
Así que seguí a la luz, la seguí dócilmente hasta la hora de comer, en la que aguardó educadamente a que yo terminara, y hasta la hora de cenar, en la que hizo lo mismo.
Pero poco después, sin embargo, la luz cambió de nuevo de forma de proceder. Derivó hacia la izquierda y se desvaneció. Me detuve y me inmovilicé por unos instantes, sorprendido. ¿Se suponía que yo estaría tan condicionado a seguirla durante todo el día que el cansancio y el hábito se combinarían para guiarme tras ella, aunque se alejara de mi trayecto previsto? Quizá.
Me pregunté cuan lejos me conduciría si yo le daba la oportunidad.
Decidí que veinte minutos de andar tras ella sería suficiente. Desabroché la funda de mi pistola y la situé de modo que pudiera extraerla fácilmente.
Volvió. Cuando repitió su anterior indicación, me giré y la seguí. Ella apresuró su marcha, deteniéndose de tanto en tanto para esperarme, urgiéndome a acelerar.
Tras unos cinco minutos, empezó a caer una fina lluvia. La oscuridad se espesó, pero aún podía ver sin utilizar mi linterna de mano. Muy pronto estaba chorreando, y mis pies chapoteaban. Maldije en voz baja, estremeciéndome.
Aproximadamente ochocientos metros más adelante, empapado, helado, lleno de pensamientos más sombríos que el propio día, sintiéndome alienado por la situación, me encontré de nuevo solo. La luz había desaparecido. Aguardé, pero no regresó.
Cuidadosamente, regresé sobre mis pasos hacia el lugar donde la había visto por última vez, con la pistola en la mano, buscándola con la vista y con la mente. Tropecé con la rama de un árbol y oí cómo se rompía.
—¡Alto! ¡Por el amor de Dios! ¡No lo hagas!
Me tiré de bruces al suelo y rodé sobre mí mismo. El grito había surgido de mi derecha. Cubrí aquel área hasta una distancia de siete metros, lo máximo que alcanzaban mis sentidos.
¿Un grito? ¿Había sido realmente un sonido físico, o algo surgido de mi mente? No estaba seguro. Aguardé.
Entonces, tan suavemente que no estaba seguro de estarlo oyendo realmente, me llegó el sonido de unos sollozos. Es difícil localizar un sonido tan débil, y aquel caso no era una excepción. Giré lentamente mi cabeza de derecha a izquierda, sin ver a nadie.
—¿Quién está ahí? —pregunté en un susurro, sin dirigir mi pregunta hacia ningún lugar determinado.
No hubo respuesta. Pero los sollozos continuaron. Lancé mi mente hacia adelante, y capté dolor y confusión, nada más.
—¿Quién está ahí? —repetí. Hubo un silencio. Luego:
—Frank —dijo la voz.
Aquella vez decidí esperar. Permití que transcurriera un minuto, y luego dije mi nombre.
—Ayúdame —me llegó la respuesta.
—¿Quién eres? ¿Dónde estás?
—Aquí…
Y entonces las respuestas llegaron a mi mente, y mi nuca se estremeció con un terrible temblor, y mi mano se convulsionó sobre la pistola.
—¡Dango! ¡El Cuchillo Afilado!
Entonces supe lo que había ocurrido, pero no tuve el coraje de encender la linterna y mirar. De todos modos, no necesité hacerlo.
Mi fuego fatuo eligió aquel momento para regresar. Pasó cerca de mí y se elevó, arriba, más arriba, brillando cada vez más intensamente, hasta un nivel jamás alcanzado hasta entonces. Finalmente se ancló a una altura de siete metros, alumbrando como una antorcha. Y bajo él estaba Dango. No tenía otro recurso que estar allí. Porque estaba enraizado al suelo.
Su rostro delgado y triangular lucía una larga barba negra, y sus flotantes cabellos se enredaban entre sus ramas y sus hojas. Sus ojos eran oscuros y estaban hundidos y exhibían su desesperación. La corteza que formaba parte de él hormigueaba de insectos, estaba perforada por multitud de nidos de pájaros y alimañas, y las señales de numerosos pequeños fuegos poblaban su base. Vi que la sangre fluía de la rama que yo había roto al pasar por su lado.
Me levanté muy lentamente.
—Dango… —dije.
—¡Me están royendo los pies! —exclamó.
—… lo siento —bajé el arma, con un estremecimiento.
—¿Por qué no me han dejado seguir estando muerto?
—Porque en una ocasión fuiste mi amigo, y luego fuiste mi enemigo —dije—. Porque tu me conociste bien.
—¿Por tu causa? —el árbol se agitó, como si quisiera alcanzarme. Empezó a insultarme, y permanecí inmóvil escuchando mientras la lluvia mezclada con su sangre manchaba el suelo. Habíamos sido socios en un tiempo, y el intentó engañarme. Lo llevé a los tribunales, pero fue absuelto e intentó matarme. Lo envié al hospital allá en la Tierra, y murió en un accidente de automóvil una semana después de ser dado de alta. Me hubiera matado si hubiera tenido una oportunidad… con un cuchillo, lo sé. Pero nunca le di esa oportunidad. En realidad, confieso que ayudé en algo a que tuviera aquel accidente. Sabía que mientras él viviera sería su piel o la mía, y yo no sentía ningún deseo de ser destripado.
La intensa luz hacía que sus rasgos fueran siniestros. Tenía un tinte terroso, y los ojos de un felino diabólico. Sus dientes estaban rotos, y tenía una pústula supurante en su mejilla izquierda. La parte de atrás de su cabeza estaba unida al árbol, sus hombros se confundían con él, y dos de las ramas podían contener sus brazos. A partir de la cintura no era más que árbol.
—¿Quién te ha hecho esto? —pregunté.
—El maldito pei’ano verde —dijo—. Repentinamente, me encontré aquí. No comprendo nada. Tuve un accidente…
—Lo encontraré —dije—. Estoy aquí porque voy tras él. Lo mataré. Luego vendré a sacarte de aquí…
—¡No! ¡No te vayas!
—Es la única forma, Dango.
—Tu no sabes lo que es eso —dijo—. No puedo esperar… Por favor.
—Será asunto de unos pocos días, Dango.
—… y quizá sea él quien te mate a ti. Entonces no regresarás jamás. ¡Cristo! ¡Cómo duele! Siento todo lo que pasó entre nosotros, Frank, créeme… ¡Por favor!
Miré al suelo, luego a la luz.
Levanté el arma, volví a bajarla.
—No puedo matarte —dije.
Se mordió los labios, y la sangre fluyó sobre su mentón y goteó por su barba, y las lágrimas brotaron de sus ojos. Aparté la mirada.
Retrocedí tambaleándome y empecé a murmurar maldiciones en pei’ano. Solo entonces me di cuenta de que estaba cerca de un nódulo energético. Pude sentirlo de repente. Y aumenté y aumenté de tamaño, mientras Frank Sandow se hacía cada vez más pequeño, y cuando alcé los hombros el trueno retumbó. Rugió cuando alcé mi mano izquierda. Y cuando llevé mi puño hacia mi hombro el relámpago que siguió me dejó cegado, y mis cabellos se erizaron sobre mi cabeza por efectos del choque.
… Estaba solo con el olor a ozono y el humo, allí, ante los restos destrozados y renegridos de lo que había sido Dango el Cuchillo. Incluso el fuego fatuo había desaparecido. La lluvia caía a raudales, ahogando todos los olores.
Me tambaleé en la dirección de donde había venido, con mis botas produciendo sonidos de succión en el barro, mis ropas dando la impresión de que reptaban sobre mi piel.
En algún momento, en algún lugar —no lo recuerdo exactamente—, me dormí.
De todas las cosas que un hombre puede hacer, el dormir es probablemente lo que salvaguarda más su salud mental. Permite poner paréntesis a cada día. Si uno ha hecho algo ridículo o doloroso hoy, se siente irritado si alguien se lo menciona el mismo día. Pero si ocurrió el día anterior, entonces uno se limita a agitar la cabeza o se echa a reír, según las circunstancias. Ya que uno ha cruzado la nada o el sueño hasta otra isla en el Tiempo. ¿Cuántos recuerdos pueden ser evocados en un solo instante? Muchos, parece. Y sin embargo, es tan solo una pequeña fracción de todos ellos los que alberga la mente en algún lugar. Y cuanto más tiempo vive uno, más recuerdos posee. Es por ello que, cuando duermo, hay muchas cosas que pueden acudir en mi ayuda cuando quiero anestesiar mis reacciones ante un acontecimiento en particular. Esto puede sonar como insensibilidad. No lo es. No quiero decir que yo viva sin experimentar dolor ante las cosas perdidas, sin lamentarlas. Quiero decir que a lo largo de los siglos simplemente he desarrollado un reflejo mental. Cuando me he saturado emocionalmente, duermo. Cuando me despierto, cosas pertenecientes a otros días pasados han acudido y han llenado mi cabeza. Tras un tiempo, los recuerdos giran como un buitre en círculos cada vez más cerrados, y finalmente descienden sobre el origen del dolor. Lo desmembran, lo devoran, lo digieren, con el pasado por testigo. Supongo que se trata de algo llamado perspectiva. He visto morir a muchas personas. De muchas maneras. Nunca he permanecido impasible. Pero el sueño da a mi memoria la posibilidad de girar en redondo y aportarme el sostén de cada día. Porque también he visto a la gente vivir, y he contemplado los colores de la alegría, de la pena, del amor, del odio, de la saciedad, de la paz.
La descubrí en las montañas una mañana, a kilómetros de cualquier lugar, y sus labios estaban azulados y sus dedos entumecidos, casi helados. Llevaba un pantalón a rayas imitando la piel del tigre, y estaba encogida formando una bola al pie de un pequeño arbusto. La rodeé con mi chaqueta, y dejé mi mochila llena de minerales y mis instrumentos en una roca, y nunca los recuperé. Deliraba, y creí oírla pronunciar varias veces el nombre «Noel» mientras la llevaba hasta mi vehículo. Tenía algunas magulladuras serias, y montones de arañazos y otras contusiones. La llevé a una clínica, donde fue curada y pasó la noche. A la mañana siguiente fui a verla, y supe que se había negado a dar su identidad. Además, parecía no estar en situación de pagar nada. Así que pagué su factura y le pregunté qué pensaba hacer, y me dijo que no lo sabía. Le ofrecí que de momento se alojara en la casita de campo que yo ocupaba, y aceptó. Durante la primera semana, fue como vivir en una casa encantada. Ella nunca hablaba, excepto para responder a una pregunta. Preparaba mis comidas y mantenía limpia la casa, y pasaba el resto del tiempo en su habitación, con la puerta cerrada. La segunda semana me oyó rasguear una vieja mandolina —la primera vez que la tocaba desde hacía meses— y vino a sentarse al otro lado de la sala de estar para oírme. Así que seguí tocando durante horas, mucho más de lo que había pensado, tan solo para que ella se quedara allí, ya que aquello era lo único en más de una semana que había provocado una respuesta en ella. Cuando la dejé a un lado, ella me preguntó si podía probarlo, y yo le dije que sí. Cruzó la habitación, la tomó, y empezó a tocar. Estaba lejos de ser una virtuosa, pero yo tampoco era ningún genio. Escuché y le traje una taza de café, le dije «Buenas noches», y eso fue todo. Pero al día siguiente ella era otra persona. Había cepillado y peinado sus negros y enmarañados cabellos. Muchas de las bolsas habían desaparecido de debajo de sus pálidos ojos. Me habló durante el desayuno, acerca de cosas como el tiempo, las recientes informaciones, mi colección de minerales, la música, antigüedades, peces exóticos. De todo, excepto de sí misma. Tras aquello la llevé a sitios: restaurantes, espectáculos, la playa… por todos lados excepto las montañas. Pasaron cuatro meses así. Entonces, un día, me di cuenta de que me estaba enamorando de ella. Por supuesto, no se lo dije, pero ella tuvo que darse cuenta. Infiernos, realmente no sabía nada de ella, y aquello me resultaba embarazoso. Podía tener un marido y seis hijos en algún lugar. Un día me pidió que la llevara a bailar. Así lo hice, y bailamos en la terraza, bajo las estrellas, hasta que cerraron, a las cuatro de la madrugada. Al día siguiente, cuando me levanté hacia el mediodía, estaba solo. Sobre la mesa de la cocina había una nota que decía: Gracias. Por favor no me busques. Debo regresar ahora. Te quiero. Y eso es todo lo que sé sobre la mujer sin nombre.
Cuando tenía unos quince años, un día encontré una cría de estornino bajo un árbol mientras estaba cortando el césped de nuestro jardín trasero. Tenía las dos patas rotas. Al menos esto es lo que supuse, ya que formaban extraños ángulos con respecto a su cuerpo, y estaba sentado sobre su parte trasera, con las plumas de la cola erguidas. Cuando crucé por su campo de visión, echó hacia atrás la cabeza y abrió el pico. Me acerqué y vi que estaba cubierto de hormigas, así que lo tomé y se las quité con la mano. Luego busqué un lugar donde dejarlo. Me decidí por una caja de cartón, con el fondo cubierto de hierba recién cortada. La coloqué sobre una mesa de camping en el patio, a la sombra de los arces. Intenté darle algo de leche con cuentagotas, pero se ahogaba. Así que volví a mi trabajo de cortar la hierba. Más tarde, aquel mismo día, regresé a donde estaba, y vi que había cinco o seis escarabajos negros en la caja con él. Disgustado, los saqué. A la mañana siguiente, cuando acudí para darle un poco de leche con el cuentagotas, había más escarabajos. Limpié la caja una vez más.
Después, aquel mismo día, vi un gran pájaro negro perchado en el borde de la caja. Metió la cabeza dentro, y poco después remontó el vuelo. Me mantuve a la expectativa, y observé que volvía tres veces en poco más de media hora. Entonces salí y vi que había nuevos escarabajos en la caja. Comprendí que el pájaro los cazaba para traérselos a la cría, intentando así alimentarla. Pero la cría no podía comer, así que se los dejaba en la caja. Aquella noche un gato la descubrió. Cuando acudí a la mañana siguiente con mi leche y mi cuentagotas, en la caja tan solo había unas pocas plumas y unas pequeñas manchas de sangre entre los escarabajos.
Existe un lugar. Es un lugar donde unas rocas destrozadas giran en torno a un sol rojo. Hace varios siglos, descubrimos una raza de criaturas artrópodas llamadas whilles, con las cuales era imposible tratar. Rechazaban todas las ofertas de amistad de todas las razas inteligentes conocidas. Incluso mataban a nuestros emisarios y nos enviaban sus restos despedazados y esparcidos aquí y allá. Cuando los contactamos por primera vez, poseían vehículos para viajar dentro de su propio sistema solar. Poco después, desarrollaron el viaje interestelar. Mataban y robaban por todos los lugares donde iban, y luego regresaban a su hogar. Quizá no se daban cuenta de la magnitud de la comunidad interestelar en aquella época, o tal vez no les importaba. No se equivocaron si esperaban que las cosas fueran para largo cuando finalmente se les declaró la guerra. Actualmente hay muy pocos precedentes de una guerra interestelar. Los pei’anos son quizá los únicos que recuerdan algo parecido. Así que nuestros ataques fracasaron, tuvimos que retirarnos, y empezamos a bombardear su planeta. Los whilles, sin embargo, estaban más avanzados tecnológicamente de lo que inicialmente habíamos supuesto. Tenían un sistema de defensa antimisiles casi perfecto, de modo que no nos quedó más que retirarnos de nuevo y tratar de contenerlos. Pero ellos no cesaron en sus incursiones. Entonces fueron contactados los Nombres, y tres creadores de mundos, Sang-Ring de Greldei, Karth’ting de Mordei y yo, fuimos elegidos para poner a prueba nuestros talentos. Poco después, en el sistema de los whilles, más allá de la órbita de su mundo natal, un cinturón de asteroides empezó a aglomerarse sobre sí mismo, formando un planetoide. Roca a roca fue creciendo, y lentamente alteró su curso. Nos instalamos, con nuestra maquinaria, más allá de la órbita del planeta más alejado del sistema, dirigiendo el crecimiento del nuevo mundo y su lenta espiral hacia el centro. Cuando los whilles se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, intentaron destruirlo. Pero ya era demasiado tarde. Nunca pidieron clemencia, y ninguno de ellos intentó huir. Aguardaron, y llegó el día. Las órbitas de los dos planetas se intersectaron, y ahora es un lugar donde un montón de rocas destrozadas gira en torno a un sol rojo. Tras aquello estuve borracho durante una semana.
En una ocasión me derrumbé en un desierto, cuando intentaba alcanzar una pequeña avanzadilla civilizada desde mi vehículo averiado. Había estado andando cuatro días, los dos últimos sin agua, y mi garganta parecía papel de lija, y mis pies estaban a un millón de kilómetros de allí. Finalmente, me desvanecí. No sé cuanto tiempo permanecí allí. Quizá todo un día. Luego, algo que juzgué como un producto de mi delirio vino hasta mí y se acuclilló a mi lado. Era de color púrpura, con una especie de collar en torno a su cuello, y tres protuberancias córneas sobre una cabeza de lagarto. Tenía poco más de un metro de largo, y su cuerpo era escamoso. Tenía una pequeña cola, y garras en cada uno de sus dedos. Sus ojos eran dos oscuras elipses con membranas nictitantes. Llevaba un largo tubo parecido a una caña hueca, y una pequeña bolsa. Nunca he llegado a saber para qué servía esta última. Me miró durante unos breves instantes, luego se alejó. Me giré hacia un lado para observarle. Clavaba el tubo en el suelo y colocaba su boca en el otro extremo, y luego retiraba el tubo, avanzaba un poco, y volvía a realizar la misma operación. A la onceava vez que hacía esto, sus mejillas empezaron a hincharse como globos. Luego corrió a mi lado, dejando el tubo clavado, y tocó mi boca con su miembro anterior. Imaginé lo que me quería decir, y abrí la boca. Se inclinó hacia mí y lentamente, cuidadosamente, para no perder una gota, dejó caer un chorrito de sucia y caliente agua de su boca a la mía. Seis veces volvió al tubo y me trajo de nuevo agua, haciéndomela beber de esta forma. Luego me desvanecí de nuevo. Cuando recobré el conocimiento era por la tarde, y la criatura me trajo más agua. A la mañana siguiente, fui capaz de andar hasta el tubo, inclinarme sobre él y sorber directamente el líquido. La criatura se despertó lentamente, perezosamente, en el frío del amanecer. Cuando se me acercó, me saqué el reloj, el cuchillo de caza, y vacié mis bolsillos de monedas, y lo situé todo ante él. Estudió los objetos. Los empujé en su dirección, señalando la bolsa que llevaba colgando. Los empujó de nuevo hacia mí, e hizo un sonido chasqueante con su lengua. Así que toqué su miembro anterior y le di las gracias en todos los idiomas que conocía, tomé mis cosas, y empecé a andar de nuevo. Llegué a la avanzadilla a la tarde siguiente.
Una mujer, un pájaro, un mundo, un sorbo de agua, y Dango el Cuchillo fulminado de la cabeza a los pies.
Los ciclos de los recuerdos sitúan el dolor al lado del pensamiento, la vista, el sentimiento, y el sempiterno ¿quién-quéporqué? El sueño, el conductor de la memoria, es el que me mantiene cuerdo. Realmente, es todo lo que sé. Pero no creo que fuera insensible por levantarme a la mañana siguiente más preocupado por lo que tenía ante mí que por lo que quedaba detrás.
Lo que tenía ante mí era unos ochenta a cien kilómetros de terreno progresivamente difícil. El suelo era árido, rocoso. Las hojas poseían afilados y aserrados bordes.
Los árboles eran diferentes, los animales eran diferentes de lo que yo conocía de antes. Eran parodias de las cosas que había creado y de las que estaba tan orgulloso. Mis gorjeadores nocturnos emitían ahora sonidos discordantemente crujientes, todos los insectos picaban, y las flores olían nauseabundas. No había árboles altos y majestuosos. Todos ellos estaban retorcidos o inclinados. Mis leogahs parecidos a gacelas estaban lisiados. Los pequeños animales me mostraban los colmillos antes de huir. Algunos de los más grandes me plantaban cara, y tenía que mirarlos fijamente para que se apartaran de mi camino.
Los oídos me zumbaban a causa de la creciente altitud, y la bruma seguía a mi alrededor, pero seguí avanzando, impasible, y aquel día hice quizá cuarenta kilómetros.
Dos días más, calculé. Quizá menos. Y uno para hacer el trabajo.
Aquella noche fui despertando por una de las más terribles explosiones que haya oído en años. Me levanté y escuché los ecos… o quizá era tan solo el resonar en mis oídos. Me quedé allí, con la pistola en la mano, aguardando bajo un amplio y viejo árbol.
En el noroeste, pese a la bruma, pude ver una luminosidad. Era una especie de mancha naranja que iba aumentando de tamaño.
La segunda explosión fue menos intensa que la primera. También la tercera y la cuarta. Por aquel entonces, sin embargo, tenía otras cosas en que pensar.
El suelo empezó a temblar bajo mis pies.
Permanecí donde estaba, y aguardé. Las sacudidas aumentaron de intensidad.
A juzgar por el cielo, una cuarta parte del mundo estaba en llamas.
Por el momento no podía hacer gran cosa. Enfundé de nuevo mi pistola, me senté con la espalda apoyada contra el árbol, y encendí un cigarrillo. Algo parecía fuera de proporción allí. Verde Verde se estaba tomando un montón de trabajo para impresionarme, cuando debería saber que no me dejo impresionar tan fácilmente. Aquel tipo de actividad no era natural en aquella región, y había tan solo otra persona en aquel escenario aparte de mí mismo capaz de poner en marcha un tal decorado ¿Por qué? Estaba simplemente diciéndome: «Mira. Estoy haciendo trizas tu mundo, Sandow. ¿Qué vas a hacer tú al respecto»? ¿Estaba demostrándome el poder de Belion con la esperanza de aterrorizarme?
Por un momento acaricié la idea de buscar un nódulo energético y desencadenar sobre toda aquel área la peor tormenta eléctrica que se hubiera conocido nunca, tan solo para mostrarle lo impresionado que estaba. Pero aparté rápidamente la idea. No sentía el menor deseo de luchar contra él a distancia. Deseaba encontrarme con él cara a cara y decirle lo que pensaba. Deseaba enfrentarme con él y mostrarme a mí mismo y preguntarle por qué se comportaba hasta tal punto como un sanguinario imbécil… por qué el hecho de ser yo un homo sap había despertado tanto odio y tantos deseos de venganza en él.
Obviamente sabía que yo había llegado, que estaba allí en algún lugar de aquel mundo… de otro modo el fuego fatuo no me hubiera conducido hasta Dango. Así que no me traicioné actuando como lo hice.
Cerré los ojos e incliné la cabeza, y llamé a mí la potencia. Intenté imaginármelo en algún lugar cerca de la Isla de los Muertos, un exultante pei’ano, observando la erupción de su volcán, observando las cenizas salir despedidas como negras hojas, observando el discurrir de la bullente lava, observando las serpientes de sulfuro reptar a través de los cielos… y con toda la potencia de mi odio tras él, envié el mensaje:
—Paciencia, Verde Verde. Paciencia, Verdver-tharl. Paciencia. Dentro de muy pocos días, estaré aquí contigo por un corto tiempo. Tan solo por un corto tiempo.
No hubo respuesta, pero tampoco la esperaba.
A la mañana siguiente, mi avance se hizo aún más dificultoso. Una lluvia de cenizas descendía a través de la bruma. De tanto en tanto se producía algún ocasional temblor, y los animales pasaban por mi lado huyendo en dirección opuesta. Me ignoraban completamente, y yo intentaba ignorarlos a ellos.
Todo el norte parecía estar en llamas. Si no poseyera un sentido absoluto de la orientación en todos mis mundos, hubiera podido jurar que me estaba dirigiendo hacia la salida del sol. Todo aquello era decepcionante.
Allí estaba un pei’ano, casi un Nombre, un miembro de la más sutil raza de vengadores que jamás haya existido; allí estaba, actuando como un payaso ante el abominable Hombre de la Tierra. Muy bien, me odiaba, y deseaba terminar conmigo. Pero esta no era una razón para cometer tales torpezas y olvidar las antiguas y sofisticadas tradiciones de su raza. El volcán era una manifestación infantil de la potencia que yo esperaba eventualmente combatir. Sentí una cierta vergüenza por él, por una tan burda exhibición en aquel punto de la partida. Incluso yo, en mi breve aprendizaje, había aprendido lo suficiente del elaborado arte de la venganza como para actuar mejor que él. Empezaba a comprender por qué había fracasado en su última prueba.
Comí algo de chocolate mientras andaba, a fin de retrasar la hora de la comida hasta media tarde. Esperaba cubrir el terreno suficiente como para que no me quedaran más que unas pocas horas de marcha al día siguiente por la mañana. Mantuve un paso rápido y regular, y la luz se hacía cada vez más intensa ante mí, y las cenizas caían más densas, y el suelo daba una buena sacudida aproximadamente cada hora.
Hacia mediodía, un oso verrugado me atacó. Intenté controlarlo, sin conseguirlo. Lo maté, y maldije al hombre que había hecho de él lo que era ahora.
La bruma se había disipado un poco, pero la lluvia de cenizas la compensaba en exceso. Andaba ahora en medio de un eterno crepúsculo, tosiendo constantemente. No podía hacer una buena media debido a las variaciones del terreno, y añadí otro día a mis previsiones del tiempo.
Cuando me detuve finalmente, ya entrada la noche, había cubierto de todos modos bastante terreno. Calculé que llegaría al Acheron antes del mediodía de mañana.
Escogí un terreno despejado para acampar, en un pequeño montículo rodeado de agrestes rocas. Limpié mi equipo, extendí mi hoja de plástico, encendí un fuego, comí algunas raciones. Luego fumé uno de mis últimos cigarros, a fin de contribuir un poco a la polución general del aire, y me metí en el saco de dormir.
Estaba soñando cuando ocurrió. No recuerdo exactamente cual era el sueño, excepto la impresión de que era agradable al principio y luego se convertía en una pesadilla. Me recuerdo agitándome en mi saco, luego dándome cuenta de que estaba despierto. Mantuve los ojos cerrados, y me removí como si siguiera durmiendo. Mi mano tocó la pistola. La dejé allí, y escuché los sonidos de cualquier posible peligro. Abrí mi mente a las impresiones.
Sentí el sabor del humo y de las cenizas calientes que impregnaban el aire. Noté la humedad del suelo bajo mí. Tenía la impresión de que alguien, algo, estaba cerca. Oí el suave sonido de una piedra rodando, en algún lugar a mi derecha. Luego silencio.
Mi dedo rozó la curva del gatillo. Apunté el cañón del arma en aquella dirección.
Entonces, tan delicadamente como un colibrí posándose sobre una flor, algo rozó la oscura morada donde yo vivía, mi cabeza.
Estás dormido, parecía estar diciendo algo, y todavía no vas a despertarte. No hasta que yo lo permita. Duermes, y me estás escuchando. Así es como has de hacerlo. No hay ninguna razón para que te despiertes. Duerme profundamente mientras me dirijo a ti. Es muy importante que actúes así…
El mensaje siguió llenando mi cabeza. Dominé mis reacciones y fingí seguir durmiendo, mientras escuchaba algún otro sonido delator.
Tras asegurarse durante un minuto de que yo seguía dormido, oí un ruido de movimiento en la misma dirección que antes.
Entonces abrí los ojos y, sin mover la cabeza, empecé a trazar el límite de las sombras.
Cerca de una de las rocas, quizá a unos diez metros de distancia, había una forma que no estaba cuando me dormí. La estudié hasta que detecté un movimiento ocasional. Cuando estuve seguro de su posición, quité el seguro de mi pistola, apunté cuidadosamente, y apreté el gatillo, trazando una línea de fuego en el suelo a unos dos metros ante ella. Debido al ángulo, una lluvia de polvo, gravilla y piedras saltó hacia atrás.
Si respiras aunque sea un poco más fuerte de lo normal, te parto por la mitad, avisé.
Entonces me puse en pie y le hice frente, manteniéndole encañonado con la pistola. Cuando hablé, lo hice en pei’ano, porque había visto a la luz del rayo de la pistola que era un pei’ano el que estaba junto a las rocas.
—Verde Verde —dije—, eres el pei’ano más torpe con el que jamás me haya encontrado.
—He cometido unos pocos errores —admitió, entre las sombras.
Solté una risita.
—No hace falta que lo jures.
—Hay involucradas algunas circunstancias atenuantes.
—Excusas. No has aprendido adecuadamente la lección de las rocas. Parecen estar inmóviles, pero el aire a su alrededor se mueve imperceptiblemente. —Agité la cabeza—. ¿Qué pensarán tus antepasados de una venganza tan chapucera como esta?
—Se sentirán miserables, me temo, si este es el fin.
—¿Y por qué no debería serlo? No me negarás que te has tomado tantos trabajos para hacerme venir hasta aquí con el loable propósito de lograr mi muerte.
—¿Por qué tendría que negar lo obvio?
—En este caso, ¿por qué no debo hacer yo lo que es lógico?
—Piensa un momento, Francis Sandow, Dra Sandow. ¿Qué es lo lógico aquí? ¿Crees que me acercaría a ti de esta forma, cuando puedo esperar a que tú vengas a mí y mantener así mi posición de poder?
—Quizá crispé tus nervios ayer por la noche.
—No me juzgues tan inestable. He venido para situarte bajo mi control.
—Y has fallado.
—… y he fallado.
—¿Por qué has venido?
—Necesito tus servicios.
—¿Con qué fin?
—Debemos irnos de aquí rápidamente. ¿Posees medios de partida?
—Naturalmente. ¿De qué tienes miedo?
—En el transcurso de los años has coleccionado algunos amigos y muchos enemigos, Francis Sandow.
—Llámame Frank. Tengo la impresión de que te conozco desde hace mucho tiempo, hombre muerto.
—No deberías haber enviado aquel mensaje, Frank. Ahora tu presencia aquí es conocida. Si no me ayudas a escapar, deberás afrontar una venganza mucho más grande que la mía.
Un soplo de viento trajo hasta mí el dulzón y mohoso aroma de lo que en los pei’anos equivale a la sangre. Encendí mi linterna de mano y la enfoqué sobre él.
—Estás herido.
—Sí.
Dejé la linterna, me dirigí hacia mi mochila, la abrí con la mano izquierda, saqué el botiquín de primeros auxilios y se lo lancé.
—Cubre tus heridas —dije, enfocándole de nuevo con la linterna—. Apestan.
Tomó un vendaje y lo enrolló alrededor de su hombro y de su brazo derechos, bastante maltrechos ambos. Ignoró una serie de pequeñas heridas en su pecho.
—Parece como si hubieras sostenido una dura lucha.
—La he sostenido.
—¿Y cómo la ha terminado el otro tipo?
—Ha estado de suerte. Lo he herido. Incluso he estado a punto de matarlo, de hecho. Pero ahora ya es demasiado tarde.
Observé que no iba armado, así que enfundé mi pistola, avancé, y me detuve frente a él.
—Delgren de Dilpei te envía sus saludos —dije—. Creo que has logrado figurar en su lista de indeseables.
Resopló, soltó una risita.
—Él debía ser el próximo —dijo—, después de ti.
—Sigues sin haberme dado una razón para que te deje con vida.
—Pero he despertado tu curiosidad, lo cual me mantiene con vida. Incluso me has proporcionado vendajes.
—Mi paciencia fluye como la arena a través de un cedazo.
—Entonces eres tu quien no ha aprendido la lección de las rocas.
Encendí un cigarrillo.
—Estoy en situación de elegir mis propios proverbios —dije—. Tu no.
Él terminó de vendarse y dijo:
—Puedo proponerte un trato.
—Nómbralo.
—Tu tienes una nave oculta en algún lugar. Llévame hasta ella. Llévame contigo, fuera de este mundo.
—¿A cambio de qué?
—De tu vida.
—Estás en una posición difícil para amenazarme.
—No te estoy amenazando. Te estoy ofreciendo salvar tu vida por el momento, si tu haces lo mismo conmigo.
—¿Salvar mi vida de qué?
—Sabes que puedo devolver a la existencia a ciertas personas.
—Oh, sí, tu robaste las Cintas de Retorno… ¿Cómo lo hiciste, por cierto?
—Teleportación. Esta es mi habilidad. Puedo transferir objetos pequeños de un lugar a otro. Hace ya años, cuando empecé a estudiarte y a planear mi venganza, realicé varias visitas a la Tierra… de hecho, cada vez que uno de tus amigos o enemigos moría. Esperé hasta reunir los fondos suficientes como para comprar este planeta, que consideraba el lugar ideal para llevar a cabo lo que tenía en mente. No le es difícil a un creador de mundos aprender a emplear las cintas.
—Mis amigos, mis enemigos… ¿los has devuelto a la vida aquí?
—Exacto.
—¿Por qué?
—Para que veas sufrir de nuevo a tus seres queridos, antes de que tu mismo mueras; y para que tus enemigos te vean sufrir a ti.
—¿Por qué le has hecho lo que le has hecho al hombre llamado Dango?
—El hombre me aburría. Además, representaba para ti un ejemplo y una advertencia. Así lo aparté de mi presencia y le proporcioné el máximo de sufrimiento. De esta forma, sirvió a tres propósitos útiles.
—¿Cuál era el tercero?
—Mi diversión, por supuesto.
—Entiendo. ¿Pero por qué aquí? ¿Por qué Illyria?
—Aparte de Tierralibre, que es inaccesible, ¿no es este mundo tu creación favorita?
—Sí.
—¿Qué mejor lugar, entonces?
Arrojé mi cigarrillo, y lo aplasté con el tacón.
—Eres más fuerte de lo que pensaba, Frank —dijo, tras un momento—, porque en su tiempo lo mataste, y él en cambio me venció, quitándome algo que no tiene precio…
Repentinamente me vi de nuevo en Tierralibre, en mi jardín del tejado, aspirando el humo de un cigarro, sentado junto a un mono afeitado llamado Lewis Briggs. Acaba de abrir un sobre, y mis ojos recorrían una lista de nombres.
Así pues, no era telepatía. Era tan solo memoria y aprensión.
—Mike Shandon —dije suavemente.
—Sí. No sabía quién era, de otro modo no lo hubiera hecho retornar.
Debería haber pensado en ello antes. En el hecho de que los habría hecho retornar a todos, quiero decir. Debería haber pensado en ello, pero no lo hice. Estaba demasiado obcecado pensando en Kathy y en sangre.
—Estúpido hijo de puta —dije—. Estúpido hijo de puta…
En el siglo en que nací, el veinteavo, el arte u oficio —sea lo que sea— del espionaje estaba aureolado para la mayor parte del público con una gloria parecida a la de los marines o los grandes médicos. Era, supongo, parte del mecanismo romántico de escape con respecto a las tensiones internacionales. Pero la imagen era desmesurada, como debe serlo todo lo que marca una época. En la larga historia de los héroes populares, desde los príncipes del Renacimiento a los tipos pobres que viven honradamente, trabajan duro y terminan casándose con la hija del patrón, el hombre con la cápsula de cianuro dentro de una muela, con una adorable traidora como amante y una misión imposible que cumplir, donde el sexo y la violencia son el reflejo del amor y la muerte, este hombre alcanzó su apogeo en la década de los setenta del siglo veinte y, naturalmente, es recordado con una cierta dosis de nostalgia… como las Navidades en la Inglaterra medieval. Se trataba, por supuesto, de una abstracción de la realidad. Y los espías son más anodinos hoy de lo que eran entonces. Recogen cada átomo de trivialidad que cae en sus manos y se lo transmiten a alguien, que lo alimenta, junto con miles de otros, a una máquina de proceso de datos, con lo que se obtiene un hecho menor, a través del cual alguien escribe un oscuro memorándum, que es rápidamente clasificado, archivado y olvidado. Tal como he dicho antes, hay muy pocos precedentes relativos a la guerra interestelar, mientras que los espías clásicos se dedicaban básicamente a cuestiones militares. Cuando esta extensión de la política se vuelve prácticamente imposible a causa de los problemas logísticos, la importancia de tales materias disminuye. Los únicos espías reales, con talento, de la actualidad son los espías industriales. El hombre que depositó en manos de la General Motors los planos microfilmados del último modelo de la Ford, o la chica con la nueva línea de Dior dibujada en la parte interna de su sujetador, esos espías tuvieron muy poca popularidad en el siglo XX. Hoy, sin embargo, son los únicos espías genuinos que existen. Las tensiones que trae aparejadas el comercio interestelar son enormes. Cualquier cosa que puede dar una ventaja sobre el contrincante —un nuevo proceso de fabricación, un sistema de distribución inédito— puede ser tan importante como lo fue en su tiempo el Proyecto Manhattan. Si alguien tiene algo así y tu lo deseas, un espía auténtico vale para ti su peso en espuma de mar.
Mike Shandon era un espía auténtico, el mejor que yo haya empleado nunca. Jamás puedo pensar en él sin un cierto asomo de envidia. Era todo lo que yo siempre había deseado ser.
Era unos cinco centímetros más alto que yo, y pesaba quizá doce kilos más. Sus ojos tenían el color de la caoba recién pulida, y su cabello era tan negro como la tinta. Era malditamente seductor, con una voz maravillosamente bien timbrada, y siempre iba vestido a la perfección. Habiendo nacido en una granja del mundo agrícola de Wava, sus gustos se decantaban hacia el lujo más refinado. Se había educado a sí mismo mientras era rehabilitado tras realizar algunos actos antisociales. En mi juventud, cualquiera hubiera dicho que había pasado todas sus horas libres en la biblioteca de la prisión durante todo el tiempo que estuvo encarcelado por delitos mayores. Ahora ya no se podría decir lo mismo al respecto, pero en el fondo viene a ser lo mismo. Su rehabilitación fue un éxito, si juzgamos el asunto por el hecho de que pasó mucho tiempo antes de que lo pillaran de nuevo. Claro que lo tenía todo a su favor. Demasiado, de hecho, y me sentí sorprendido de que hubieran podido agarrarlo. Era telépata, y tenía una condenada memoria casi fotográfica. Era fuerte y resistente y listo, aguantaba bien el alcohol, y las mujeres caían en sus brazos. Así que no es extraño que sienta un poco de envidia cada vez que pienso en él.
Hacía ya varios años que trabajaba para mí cuando me encontré con él la primera vez. Uno de mis reclutadores lo había descubierto y lo había enviado al Grupo Especial de Entrenamiento para Ejecutivos de las Empresas Sandow (Escuela de Espionaje). Un año más tarde salía segundo de su promoción. Subsecuentemente a lo cual, no tardó en distinguirse en materia de investigación de producto, como lo llamábamos nosotros. Su nombre me llegó varias veces en diversos informes clasificados, así que un día decidí invitarlo a comer.
Sinceridad y buenas maneras, esta es la primera impresión que me dio. Había nacido estafador.
No se encuentran muchos telépatas, y la información obtenida telepáticamente no es admisible en juicio. Por ello precisamente, la habilidad es obviamente valiosa.
Sin embargo, Shandon planteaba un problema, por mucha que fuera su valía. Cuanto más ganaba, más gastaba.
No fue hasta años después de su muerte que descubrí que el chantaje era una de sus actividades. Pero lo que lo perdió fue su doble juego.
Sabíamos que se producían fugas importantes en las Empresas Sandow. No sabíamos quién ni cómo, y necesitamos casi cinco años para descubrirlo. Cuando lo conseguimos, las Empresas Sandow estaban empezando a tambalearse.
Lo desenmascaramos. No fue fácil, y para ello necesitamos otros cuatro telépatas. Fue denunciado y entregado a la justicia. Yo testifiqué en el juicio, y fue reconocido culpable, sentenciado, y enviado a otro planeta para una nueva rehabilitación. Tuve que firmar tres contratos para la creación de mundos a fin de que las Empresas Sandow se recuperaran. Conseguimos superar las vicisitudes, aunque no sin algunos problemas.
… Uno de ellas fue la evasión de Shandon de la custodia de rehabilitación. Ocurrió algunos años más tarde, pero la noticia se difundió rápidamente. Su juicio había causado sensación.
Así que su nombre fue añadido a la lista de buscados. Pero el universo es un lugar tan grande…
Yo estaba cerca de Coos Bay, en Oregon, donde había elegido un lugar junto al mar para mi estancia de aquel año en la Tierra. Esperaba pasar dos o tres meses sin novedad, mientras supervisaba nuestra fusión con un par de compañías norteamericanas.
Permanecer junto a una gran extensión de agua es un tónico para el cansancio psíquico. Los olores del mar, los pájaros marinos, las algas, la arena —alternativamente fría y caliente, húmeda y seca—, el sabor salado de la brisa, y la presencia de las mecientes aguas azul verdosas, siempre en movimiento, tienen el efecto de enjuagar las emociones, de ensanchar las perspectivas, de lavar la conciencia. Paseaba cada mañana a orillas del mar, antes del desayuno, y de nuevo a última hora de la tarde, antes de retirarme. Mi nombre era Carlos Palermo, por si le interesa a alguien. Tras seis semanas, aquel lugar había lavado y saneado mis sentimientos, con el añadido de que con aquella fusión mi imperio financiero recuperaba finalmente su equilibrio.
La casa que ocupaba se hallaba resguardada por una pequeña bahía. Era una edificación blanca de estuco, con un tejado de tejas rojas y un patio cerrado tras ella, junto al agua. En el lado que daba al mar había una puerta negra de metal, y tras ella la playa. Al sur había un farallón de pizarra gris; una densa masa de árboles y matorrales cerraba la playa por el norte. Era un lugar apacible, y yo me sentía también apacible.
La noche era fresca… casi podría afirmar que fría. Una enorme luna en cuarto creciente, casi llena, derivaba hacia el oeste derramando su luz sobre el agua. Las estrellas parecían excepcionalmente brillantes. Lejos en el curvado horizonte, la masa de cinco derricks de prospecciones mineras bloqueaban la luz de las estrellas. Una isla flotante reflejaba ocasionalmente los rayos lunares con sus superficies pulimentadas.
No lo oí llegar. Aparentemente había venido desde el norte a través de los árboles, aguardado a que yo estuviera cerca, aproximado tanto como pudo, y saltado sobre mí antes de que yo me diera cuenta de su presencia.
Es más fácil de lo que ustedes piensan para un telépata ocultarse de otra persona, sabiendo siempre dónde se encuentra y los movimientos que hace. Es un asunto de «bloqueo»: imaginar un escudo rodeándolo a uno y permanecer tan emocionalmente inerte como es posible.
Pero hay que admitir que es más bien difícil hacerlo con alguien al que uno odia y al que se ha venido a matar. Esto, probablemente, fue lo que me salvó la vida.
No puedo decir realmente que me diera cuenta de que había una presencia hostil a mi espalda. Fue tan solo, mientras tomaba el aire nocturno y paseaba a lo largo de la orilla, siguiendo la línea de las olas, una repentina aprensión. Esos pensamientos sin nombre que a veces erizan el vello de tu nuca y te despiertan sin ninguna razón aparente en medio de una quieta y caldeada noche de verano, y te quedas allá, preguntándote qué infiernos puede haberte despertado, y entonces oyes un ruido desacostumbrado en la habitación de al lado, aumentado de volumen por la quietud general, electrificado por tu inexplicable resurrección a un sentimiento de emergencia y a una tensión que te retuerce el estómago… Esos pensamientos me atravesaron en un instante, y los dedos de mis manos y de mis pies (¡ese viejo reflejo antropoide!), me picotearon, y la noche me pareció un poco más oscura, y el mar el hogar que albergaba posibles terrores cuyos sorbientes tentáculos mezclados con las olas podían acudir repentinamente hacia mí; allá arriba, una línea brillante señalaba un transporte estratosférico que en cualquier momento podía dejar de funcionar y caer sobre mí como un meteoro.
Así, cuando oí el primer y suave crujido de la arena tras de mí, la adrenalina ya había corrido por mis venas.
Me giré rápidamente, agazapándome. Mi pie derecho se deslizó hacia atrás mientras giraba, y caí sobre una rodilla.
Un golpe a un lado de mi rostro me hizo perder el equilibrio hacia la derecha. Por aquel entonces él ya estaba sobre mí, y caímos ambos a la arena, rodamos, buscando cada uno la mejor posición. Gritar era perder inútilmente el aliento, ya que no había nadie a nuestro alrededor. Intenté arrojarle arena a los ojos, intenté darle un rodillazo en la ingle, intenté golpearle en otra docena de puntos sensibles. Pero él estaba bien entrenado, era más pesado que yo, y sus reflejos eran también más rápidos que los míos.
Por extraño que suene esto, estuvimos luchando por espacio de casi cinco minutos antes de que me diera cuenta de quien era. Estábamos sobre la arena húmeda, con el oleaje muriendo junto a nosotros, y me había ya partido casi la nariz de un cabezazo, y deshecho dos dedos de una dentellada, cuando intenté hacerle una presa en el cuello. La luna iluminó su rostro cubierto de sudor, y vi que era Shandon, y supe que tendría que matarlo si quería escapar de él. Dejarlo sin sentido no bastaría. La prisión o el hospital tan solo pospondrían otro encuentro. Él tenía que morir si yo quería vivir. Imagino que su razonamiento era el mismo.
Unos momentos más tarde, algo duro y afilado se clavó en mi espalda, y me retorcí hacia la izquierda. Si un hombre decide matarme, no tiene importancia la forma en que le dé mi respuesta. Ser el primero es lo único importante en estos casos.
Las olas restallaron sobre mis oídos, y Shandon empujó mi cabeza hacia atrás para mantenerla sumergida en el agua, y yo tanteé con mi mano derecha y hallé la roca que se me había clavado en la espalda.
El primer golpe le alcanzó en el antebrazo que había levantado para defenderse. Los telépatas tienen una cierta ventaja en una lucha, ya que a menudo saben lo que el otro contrincante va a hacer a continuación. Pero es terrible saber lo que va a ocurrir y no poder hacer nada al respecto. Mi segundo golpe lo alcanzó en pleno ojo izquierdo, y seguramente entonces debió ver venir su muerte, ya que empezó a aullar como un perro, antes de que yo redujera su parietal a una sanguinolenta pulpa. Le golpeé dos veces más como medida de seguridad, luego lo empujé de encima mío y rodé de costado, y la roca se deslizó de entre mis dedos y cayó chapoteando a mi lado.
Permanecí tendido allí durante largo tiempo, de espaldas, mirando parpadeante a las estrellas, mientras la resaca me lavaba y el cuerpo de mi enemigo flotaba suavemente a un par de metros de mí.
Cuando me recobré, lo registré, y entre otras cosas encontré una pistola. Estaba a plena carga, y en perfecto estado de funcionamiento.
En otras palabras, había preferido matarme con sus propias manos. Había estimado que era capaz de hacerlo, y había preferido correr el riesgo de hacerlo de aquel modo. Podría haberme eliminado tranquilamente disparando desde las sombras, pero había tenido el valor suficiente como para seguir los dictados de su odio. Hubiera podido ser el más peligroso de los hombres con los que nunca me hubiera enfrentado, si hubiera sabido usar su cerebro. Por ello, lo respeté. Si hubiera estado en su lugar, yo hubiera elegido el camino más fácil. Aunque las razones que a veces me empujan a la violencia son siempre emocionales, nunca dejo que tales sentimientos dicten mi línea de conducta.
Di cuenta del ataque, y Shandon fue enterrado en la Tierra. En algún lugar en Dallas, se convirtió en un trozo de cinta que uno puede alojar en la palma de su mano —albergando todo lo que había sido y todo lo que había deseado ser— y de un peso menor de treinta gramos. Y al cabo de treinta días, también esta cinta sería destruida.
Unas semanas más tarde, la víspera de mi partida, me detuve en aquel mismo lugar, allá al otro lado de la Gran Charca de la bahía de Tokio, y tenía la convicción de que, cuando vas a parar allá abajo, ya no vuelves más. El reflejo de las estrellas era deformado y distorsionado como en el subespacio y, aunque por aquel entonces yo no lo sabía aún, en algún lugar, un hombre verde se estaba riendo. Había ido a pescar a la bahía.
—Estúpido hijo de puta —dije.