IV

Megapei. Si uno debe elegir un lugar donde morir, elegirá uno que sea confortable. Los pei’anos habían actuado sabiamente en ese aspecto. Según me habían dicho, el lugar era más bien desolado cuando lo descubrieron. Pero lo remodelaron por completo antes de trasladarse a él e instalarse para morir.

Megapei tiene unos cien mil kilómetros de diámetro en el ecuador, con dos grandes continentes en el hemisferio norte y otros tres más pequeños en el sur. El mayor de los del norte se parece a una tetera inclinada (con la parte alta del asa rota), y el otro recuerda a una hoja de hiedra cuya parte noroeste hubiera sido devorada por una oruga voraz. Estaban separados unos mil trescientos kilómetros el uno del otro, y la parte inferior de la hoja de hiedra penetra unos cinco grados en la zona tropical. La tetera es del tamaño aproximado de Europa. Los tres continentes en el hemisferio sur se parecen a eso, a continentes; es decir, trozos irregulares de verde y gris rodeados por un mar cobalto, que nunca me han recordado ninguna otra cosa. Hay también un buen número de pequeñas islas, varias de ellas de bastante extensión, esparcidas por todo el planeta. Los casquetes polares son pequeños, y su zona de influencia escasa. La temperatura es agradable, puesto que el plano de la eclíptica está muy próximo al ecuador. Todos los continentes poseen alegres playas y agradables montañas, y entre ellas el más placentero hábitat que uno pueda imaginar. Los pei’anos lo habían decidido así.

No hay grandes ciudades, y la ciudad Megapei, en el continente Megapei, allá en Megapei, no es una gran ciudad. (El continente Megapei es la hoja de hiedra medio devorada. La ciudad Megapei está al borde del mar en medio de esa mordedura). No hay dos casas en el interior de la ciudad que estén más próximas de un kilómetro la una de la otra.

Orbité dos veces el planeta, porque deseaba contemplar y admirar aquella obra maestra. Como siempre, no podía ver ningún cambio apreciable. Eran mis maestros en la práctica del viejo arte, y siempre lo serían.

Los recuerdos volvían a mí, aquellos felices días perdidos para siempre antes de que me convirtiera en un hombre rico y famoso y odiado. La población total del planeta no alcanzaba el millón de habitantes. Probablemente podría acudir allí y perderme allá abajo, como había hecho una vez, y quedarme en Megapei para el resto de mis días. Sabía que no lo haría. No todavía, al menos. Pero a veces es agradable soñar con los ojos abiertos.

En mi segunda pasada, penetré en la atmósfera, y tras un tiempo los vientos cantaron a mi alrededor, y el cielo cambió de índigo a violeta y luego a un puro azul oscuro, con pequeños manojos de cirros suspendidos entre la existencia y la nada.

El terreno donde aterricé se hallaba en las proximidades de la morada de Marling. Cerré y aseguré la nave y anduve en dirección a su torre, llevando conmigo una pequeña maleta. Estaba aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia.

Mientras andaba siguiendo el familiar camino, sombreado por árboles de anchas hojas, me puse a silbar suavemente, y muy pronto un pájaro imitó mis notas. Podía oler el mar, pese a que aún no podía verlo. Todo estaba como hacía tantos años, en los días en que me había empeñado en la imposible tarea de competir con los dioses, con la única esperanza de hallar el olvido, encontrando finalmente algo muy distinto.

Los recuerdos, como empañadas diapositivas, se fueron iluminando repentinamente a medida que iba encontrando, sucesivamente, una enorme roca musgosa, un gigantesco árbol partan, un crybbl (un animal de color gris lavanda, del tamaño de un caballo pequeño, con largas orejas y cola y una diadema de púas rosadas) que se alejó dando rápidos saltos, una vela amarilla —cuando el mar se hizo visible—, luego el embarcadero de Marling, allá en la bahía, y finalmente su propia torre, completa, malva, serena, severa, alta, erguida sobre las olas, bajo el cielo inundado de sol, nítida como un pico y antigua, mucho más antigua que yo.

Corrí los últimos cien metros, y golpeé la verja de entrada que cubría el arco que daba acceso al pequeño patio delantero.

Tras quizá unos dos minutos, un joven pei’ano al que no conocía acudió y se detuvo y me miró desde el otro lado. Hablé en pei’ano y le dije:

—Mi nombre es Francis Sandow, y he venido a ver a Dra Marling.

Al oír aquello, el pei’ano abrió inmediatamente la verja. Esperó a que yo hubiera entrado (pues tal es su costumbre) antes de responder:

—Sé bienvenido, Dra Sandow. Dra Marling te recibirá cuando haya sonado la campana de las mareas. Déjame mostrarte un lugar donde descansar y tomar algo refrescante. —Le di las gracias, y le seguí por la escalera de caracol.

Tomé una comida ligera en la habitación donde me condujo. Me quedaba más de una hora antes de la inversión de la marea, así que encendí un cigarrillo y miré al océano a través de la amplia y baja ventana junto a la cama, con los codos apoyados en el alféizar, más duro que el plástico intermetalizado y de color gris.

Es extraño vivir así, ¿saben? ¿Una raza capaz de casi todo, un hombre llamado Marling capaz de construir mundos? Quizá. Marling podía haberse hecho más rico que Bayner y yo juntos multiplicado por diez, si hubiera querido. Pero en lugar de ello escogió una torre en un promontorio dominando el mar, con un bosque a su espalda, y decidió vivir allí hasta su muerte, y eso estaba haciendo. No intentaré buscar una justificación moral, como el deseo de alejarse de las razas supercivilizadas que se estaban esparciendo por la galaxia, o la repugnancia hacia cualquier tipo de sociedad y el deseo de reunirse con sus semejantes. Cualquiera de estas cosas sería un exceso de simplificación. Estaba allí porque había deseado estar allí, y era inútil querer analizar el hecho. Sin embargo, Marling y yo éramos hermanos en espíritu, pese a las diferencias en nuestras respectivas fortalezas. Él lo supo mucho antes que yo, aunque nunca he llegado a comprender cómo supo que el poder podía alojarse en aquel desamparado alienígena que un día vino a llamar a su puerta, hace ya siglos.

Cansado de vagar, aterrado por el Tiempo, acudí a buscar consejo a aquella raza que, según se decía, era la más antigua del universo. Es difícil explicar lo aterrado que estaba. Ver morir todo a mi alrededor… no creo que ninguno de ustedes sepa lo que es. Por eso acudí a Megapei. ¿Desean que les hable un poco de mí mismo? ¿Por qué no? Esos eran precisamente mis pensamientos, mientras aguardaba al sonido de la campana.

Nací en el planeta Tierra, a mitad del siglo veinte, ese período en la historia de la raza en el cual el hombre consiguió echar a un lado las inhibiciones y los tabúes acumulados sobre él por la tradición, y descubrir, tras un breve lapso de tiempo, que esto no representaba la menor diferencia. Seguía tan vulnerable a la muerte como siempre, y enfrentado a lo largo de toda su vida a los mismos mortales problemas con que se había enfrentado antes, incluido el hecho de que Malthus tenía razón. Abandoné al final de mi segundo año el indefinido colegio mayor donde estudiaba para alistarme en el ejército, en compañía de mi hermano menor, que acababa de salir de la escuela. Así fue como descubrí la bahía de Tokio. Más tarde regresé a la escuela para estudiar ingeniería, decidí que era un error y me salí, luego regresé para consagrarme a la medicina. En algún lugar a lo largo de aquella línea me descubrí interesado por las ciencias de la vida, decidí doctorarme en biología, y mientras estudiaba sentí un creciente interés por la ecología. En 1991 tenía veintiséis años. Mi padre había muerto y mi madre se había vuelto a casar. Me enamoré de una chica, le propuse casarnos, fui rechazado, y el desengaño me llevó a presentarme voluntario para uno de los primeros intentos de alcanzar otro sistema solar. Mis mezclados antecedentes académicos hicieron que fuera admitido, y fui hibernado para un viaje de siglos de duración. Llegamos a Barton, y fundamos una colonia. Sin embargo, antes de haber transcurrido un año fui atacado por una enfermedad local contra la que no había cura, y cuyo nombre no recuerdo. Fui hibernado de nuevo en mi frío tanque, a la espera de alguna eventual terapia. Veintidós años más tarde, fui despertado y curado. Mientras tanto habían llegado ocho nuevas naves cargadas de colonos, y un nuevo mundo se abría ante mí. Cuatro nuevas naves llegaron aquel mismo año, y solamente dos se quedaron. Las otras dos estaban de paso hacia un sistema más lejano, para reunirse con una colonia de más reciente creación. Pude subir a bordo de una de ellas cambiando el puesto con un colono al que le daba repeluznos seguir el viaje. Aquella era una ocasión única, o al menos eso era lo que yo creía, y como sea que ni siquiera podía recordar ya el rostro —y ni siquiera el nombre— de la chica que había ocasionado mi decisión inicial, mi deseo de ir más allá era motivado tan solo, estoy seguro de ello, por la curiosidad, y por el hecho de que el medio ambiente en el que me hallaba había sido ya dominado, y sin que yo hubiera tomado en ello la menor parte. Empleé un siglo y cuarto de helado sueño en alcanzar el mundo de mi nuevo destino, y el lugar no me gustó. Así que tan solo ocho meses después firmé para un nuevo periplo… un viaje de doscientos setenta y seis años hacia Bifrost, que era el puesto de avanzada más alejado de la humanidad, si podíamos mantenerlo. Bifrost era desolado y siniestro y me aterró, convenciéndome de que quizá yo no estaba hecho para convertirme en colono. Emprendí otro viaje para alejarme de allí, y ya era demasiado tarde. Los hombres estaban de repente por todos lados en la galaxia, se habían contactado razas alienígenas inteligentes, los viajes interestelares eran asunto de semanas o meses en lugar de siglos. ¿Divertido? Creo que sí. Pensé que todo aquello era una enorme broma. Entonces fui señalado como probablemente el hombre más viejo aún en vida, sin la menor duda el único superviviente del siglo veinte. Me hablaron de la Tierra. Me mostraron fotos. Entonces dejé de reír, ya que la Tierra se había convertido en un mundo distinto. Me sentí de pronto auténticamente solo. Todo lo que había aprendido en mis estudios parecía medieval. ¿Qué podía hacer? Regresé para verlo por mí mismo. Volví a la escuela, descubrí que aún podía seguir aprendiendo. Pero seguía teniendo miedo, todo el tiempo. Me sentía desplazado. Entonces oí de algo que podía darme un asidero en el tiempo, lo único que podía salvarme del sentimiento de ser el último superviviente de Atlantis paseándose por Broadway, lo único que podía hacerme superior al extraño mundo en el que me había sumergido. Oí hablar de los pei’anos, una raza recientemente descubierta y en relación con la cual todas las maravillas del siglo veintisiete en la Tierra —incluidos los tratamientos que habían añadido un par de siglos a mis expectativas de vida— parecían historia antigua. Así que me dirigí a Megapei, Megapei, Megapei, a punto de perder la razón, llamé a una torre elegida al azar, grité en la puerta hasta que alguien me respondió, y entonces dije:

—Enséñeme, por favor.

Había ido a llamar a la torre de Marling, aunque entonces no lo supiera… Marling, uno de los veintiséis Nombres aún vivos.

Cuando la campana de las mareas sonó, el joven pei’ano acudió a por mí y me condujo hasta la cima de la torre por la escalera de caracol. Penetró en la habitación y se detuvo, y oí la voz de Marling saludarle.

Dra Sandow está aquí para verte —dijo el joven.

—Entonces ruégale que entre.

El joven pei’ano cruzó de nuevo la puerta y dijo:

—Te ruega que entres.

—Gracias.

Entré.

Marling estaba sentado de espaldas a mí, frente a la ventana que daba al mar, tal como esperaba hallarlo. Las tres amplias paredes de su habitación en forma de abanico eran de un color verde pálido, parecido al jade, y su cama era larga, baja y estrecha. Una de las paredes era una enorme consola, algo polvorienta. Y la pequeña mesilla de noche, que no debía haberse movido de allí en siglos, estaba todavía adornada con la figurilla naranja que evocaba un delfín cornudo en mitad de un salto.

Dra, buenas tardes —dije.

—Acércate para que pueda verte.

Rodeé su silla y me detuve frente a él. Estaba muy delgado, y su piel era muy oscura.

—Has venido rápido —dijo, con sus ojos recorriendo mi rostro.

Asentí.

—Dijiste «inmediatamente».

Emitió un silbido ronco, el equivalente pei’ano de la risa, y dijo:

—¿Cómo has tratado a la vida?

—Con respeto, deferencia y temor.

—¿Y tu trabajo?

—Ahora estoy entre dos contratos.

—Siéntate.

Me señaló una banqueta junto a la ventana, y la acerqué a él y me senté.

—Cuéntame lo que ha ocurrido.

—Fotos —dije—. He estado recibiendo fotos de gente a la que he conocido, gente que hace tiempo que está muerta. Todos ellos murieron en la Tierra, y recientemente he sabido que sus Cintas de Retorno fueron robadas. Así que es posible que estén vivos, en algún lugar. Entonces recibí esto.

Le tendí la letra firmada «Verde Verde». La tomó, la acercó a sus ojos, y la leyó lentamente.

—¿Sabes dónde está la Isla de los Muertos? —preguntó.

—Sí; en uno de los mundos que construí.

—¿Vas a ir allí?

—Sí. Debo hacerlo.

—Verde Verde es, creo, Verdver-tharl de la ciudad de Dilpei. Te odia.

—¿Por qué? Ni siquiera le conozco.

—Eso no importa. Tu existencia lo ofende, así que naturalmente piensa en vengar esa afrenta. Es lamentable.

—Eso es lo que yo digo. Especialmente si tiene éxito. ¿Pero, en qué puede haberlo ofendido mi existencia?

—Tu eres el único alienígena portador de Nombre. Hubo un tiempo en que se creía que tan solo un pei’ano podía dominar el arte que tu aprendiste… y no cualquier pei’ano es capaz de hacerlo, por supuesto. Verdver realizó sus estudios y los completó. Él debía ser el veintisieteavo. Pero desgraciadamente falló la última prueba.

—¿La última prueba? Creía que se trataba tan solo de una formalidad.

—No. Puede habértelo parecido a ti, pero no es así. De modo que, tras medio siglo de estudios con Delgren de Dilpei, no fue confirmado en la profesión. Aquello lo amargó. A menudo hablaba del hecho de que el último hombre admitido ni siquiera era pei’ano. Luego abandonó Megapei. Con su entrenamiento, por supuesto, no tardó en enriquecerse.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Varios cientos de años. Quizá seis.

—¿Y crees que ha pasado todo ese tiempo odiándome y planeando su venganza?

—Sí. Nada lo apresuraba, y una buena venganza requiere una elaborada preparación.

Siempre resulta extraño oír a un pei’ano hablar así. Aunque eminentemente civilizados, han hecho de la venganza una forma de vida. Es sin la menor duda otra de las razones de que ahora haya tan pocos pei’anos. Algunos de ellos poseen actualmente libros de venganza… largas y elaboradas listas de todos aquellos que deben ser castigados, completas con informes de los progresos en cada esquema de venganza. Una venganza, para tener valor a los ojos de un pei’ano, debe ser complicada, cuidadosamente planeada y puesta en marcha, y debe llegar a su final con la máxima precisión varios años después de la afrenta que la ha puesto en movimiento. Me fue explicado que su placer reside precisamente en el planeamiento y en la anticipación. La muerte, la locura, el desfiguramiento o la humillación resultantes es secundario. Marling me había confiado en una ocasión que él había llevado a cabo tres venganzas que habían durado cada una de ellas más de mil años, y aquel no era el récord. Es realmente una forma de vivir. Lo conforta a uno, proporcionándole un objeto de contemplación que le anima cuando todas las demás cosas son más bien decepcionantes; rinde una cierta satisfacción cuando los factores se van alineando uno tras otro, pequeños triunfos que se van acumulando hasta la hora de la realización final; y constituye también un placer estético —algunos hablan incluso de una experiencia mística— cuando la situación se produce y la trampa cuidadosamente preparada se cierra. Los niños son educados en el sistema desde su primera edad, ya que es necesario familiarizarse con él para alcanzar una edad avanzada. Yo tuve que aprenderlo apresuradamente, y me faltaban algunos de los puntos esenciales.

—¿Tienes alguna sugerencia que hacerme? —pregunté.

—Puesto que es inútil huir a la venganza de un pei’ano —me dijo—, te recomendaría que lo localizaras inmediatamente y lo desafiaras a una marcha a través de la noche del alma. Puedo proveerte con algunas raíces frescas de glitten antes de que te vayas.

—Gracias. No estoy realmente versado en todo eso, ya lo sabes.

—Es fácil, y uno de vosotros dos morirá, lo cual resolverá vuestros problemas. Si él acepta, no tienes que preocuparte por nada. Caso de ser tú el que mueras, serás vengado por mis herederos.

—Gracias, Dra.

—De nada.

—¿Y qué hay acerca de Belion con respecto a Verdver?

—Está aquí.

—¿Y cómo es ello?

—Han realizado su propio trato, los dos.

—¿Y…?

—Es todo lo que sé.

—¿Crees que aceptará la marcha conmigo?

—No lo sé. —Y luego—: Contemplemos cómo suben las aguas —dijo, y yo me giré e hice lo que me indicaba, hasta que él habló de nuevo, quizá media hora más tarde.

—Esto es todo —dijo.

—¿No hay nada más?

—No.

El cielo se oscureció hasta que ya no hubo más velas. Podía oír el mar, podía olerlo, y allí estaba, negro, tumultuoso, reflejando las estrellas en la distancia. Sabía que muy pronto un pájaro invisible lanzaría su grito, y así lo hizo. Durante un largo momento me refugié en un rincón adecuado de mi mente, examinando una serie de cosas que había dejado allí hacía mucho tiempo y luego había olvidado, y algunas otras cosas que nunca había terminado de comprender por completo. Mi Gran Árbol se tambaleaba, el Valle de las Sombras se difuminaba, y la Isla de los Muertos era tan solo un amasijo de rocas arrojado allí en medio de la bahía y hundiéndose sin siquiera agitar las aguas. Estaba solo, estaba absolutamente solo. Sabía cuales iban a ser las próximas palabras que iba a oír; y, poco después, las oí.

—Viaja conmigo esta noche —dijo Marling.

Dra

Nada. Entonces añadí:

—¿Ha de ser precisamente esta noche?

Nada.

—¿Dónde residirá entonces Lorimel el de las Numerosas Manos?

—En la feliz nada, para regresar luego, como siempre.

—¿Y tus deudas, y tus enemigos?

—Todo está reglado.

—Habías hablado del próximo año, en la quinta estación.

—Esto ha cambiado ahora.

—Ya veo.

—Pasaremos esta noche conversando, hijo de la Tierra, para que pueda revelarte mis últimos secretos antes de nacer el sol. Siéntate. —Y así lo hice, a sus pies, como en los lejanos días vistos a través del humo de la memoria, cuando yo era joven, muy joven. Él empezó a hablar, y yo cerré mis ojos y escuché.

Él sabía lo que estaba haciendo, sabía lo que buscaba. Pero esto no me impedía sentir miedo y tristeza al mismo tiempo. Me había elegido para ser su guía, el último ser vivo al que iba a ver. Era el mayor honor que se le puede conceder a un hombre, y yo no era digno de él. No había usado las cosas que había recibido tan bien como se esperaba de mí. Había desperdiciado muchas de mis posibilidades. Y sabía que él lo sabía. Pero no tenía importancia. Yo era el elegido. Lo cual hacía de él la única persona en toda la galaxia capaz de recordarme a mi propio padre, muerto hacía más de mil años. Me había perdonado todas mis ofensas.

El miedo y la tristeza…

¿Por qué ahora? ¿Por qué había elegido aquel momento?

Porque no podía haber ningún otro.

En la estimación de Marling, era obvio que yo estaba abocado a una aventura de la que probablemente no iba a regresar. Aquel iba a ser pues nuestro encuentro definitivo. «Iré contigo y seré tu guía, ya que necesitas que yo esté a tu lado». Una buena frase para el Miedo, aunque hubiera sido dicha por la Sabiduría. Ambas tienen muchas cosas en común, si uno se para a considerarlas.

Y también el miedo.

Pero no hablamos ni de él ni de la tristeza. No hubiera sido adecuado. Hablamos durante un tiempo de los mundos que habíamos creado, de los lugares que habíamos edificado y visto poblarse, de todas las ciencias involucradas en el hecho de transformar un amasijo de piedras en un lugar habitable y, finalmente, hablamos del arte. El juego de la ecología es mucho más complicado que cualquier juego de ajedrez, va mucho más allá de las mejores formulaciones de cualquier computadora. Ello es debido a que, en última instancia, los problemas son de naturaleza estética antes que científica. Todo el poder del pensamiento encerrado tras las siete puertas de la cámara del cráneo es realmente solicitado; pero el factor determinante sigue siendo lo que debemos describir, a falta de un término. Mejor, como inspiración. Hablamos de esas inspiraciones, de las muchas que habíamos tenido, y el viento nocturno se elevó del mar, tan frío y penetrante que tuve que cerrar las ventanas y encender un pequeño fuego, que llameó como algo sagrado en aquel lugar rico en oxígeno. No puedo recordar ninguna de las palabras que fueron pronunciadas aquella noche. Tan solo, preservadas en mi interior, se hallan las imágenes mudas que compartimos, convertidas ahora en un recuerdo, empañadas por la distancia y el tiempo. «Esto es todo», como había dicho Marling, y tras un tiempo fue el amanecer.

Cuando surgieron los primeros resplandores del agua me entregó las raíces de glitten, permaneció sentado durante un tiempo, y luego hizo los últimos preparativos.

Unas tres horas más tarde, llamé a los sirvientes y les ordené que fueran a llamar a las plañideras y que enviaran un grupo a las montañas para abrir la cripta funeraria de la familia. Utilizando el equipo de Marling, envié mensajes formales a los otros veinticinco Nombres Aun Vivos, y a todos los amigos, familiares y conocidos que él había especificado que deseaba estuvieran presentes. Entonces preparé el viejo y verde oscuro cuerpo que había llevado, bajé a la cocina para desayunar, fumé un cigarro y caminé al borde del mar, donde las velas púrpuras y amarillas se destacaban de nuevo sobre el horizonte, llegué a un pequeño charco dejado por la marea, me senté a su lado, y fumé.

Me sentía como abotagado. Esta es la mejor forma en que puedo expresarlo. Ya había venido allí antes, había vuelto al mismo lugar que otras veces, y como otras veces me alejaba con una sensación indescifrable en mi alma. Me hubiera gustado sentir en aquel momento de nuevo tristeza o miedo… pero no sentía nada. Nada, ni siquiera rabia. Quizá viniera más tarde, pensé, era seguro; pero por el momento yo era demasiado joven o demasiado viejo.

¿Por qué el día era tan brillante y el mar espejeaba de aquella manera ante mí? ¿Por qué el aire ardía, salado y placentero, a través de mí, y los gritos de la vida en el bosque me llegaban como música a mis oídos? La naturaleza no es tan compasiva como quieren hacernos creer los poetas. Tan solo algunos seres se sienten a veces emocionados cuando tú cierras tus puertas para no volver a abrirlas jamás. Me quedaría en Megapei, Megapei, Megapei, y escucharía la letanía de Lorimel el de las Numerosas Manos mientras las flautas viejas de mil años la cubrían como un lienzo cubre una estatua. Entonces Shimbo marcharía otra vez a las montañas, en procesión con los demás, y yo, Francis Sandow, asistiría a la apertura de la caverna y, en el gris, carbón, y negro, al cierre de la cripta. Me quedaría algunos pocos días más, para ayudar a ordenar los asuntos de mi maestro, y luego partiría hacia mi próximo viaje. Si terminaba de la misma forma… bien, es la vida.

Demasiados pensamientos nocturnos a media mañana. Me levanté y regresé a la torre, a esperar.

En los días que siguieron, Shimbo anduvo de nuevo. Recuerdo el trueno, como en un sueño. Había el trueno y las flautas y los feroces jeroglíficos de los relámpagos por encima de las montañas, bajo las nubes. Esta vez la Naturaleza lloraba, ya que Shimbo conducía el duelo. Recuerdo la procesión verde y gris avanzando a través del bosque hasta el lugar donde terminan los árboles y la tierra se convierte en rocas. A medida que andaba, tras la chirriante carreta, con la máscara de portador de Nombre sobre mi rostro, el chamuscado manto del duelo sobre mis hombros, llevaba entre mis manos la máscara de Lorimel, con una banda de tejido oscuro sobre los ojos. Ya no resplandecería más en los templos, salvo si algún otro escogía el Nombre. Pero yo sabía que había brillado intensamente por un momento, en el instante de su muerte, en todos los templos del universo. Luego la última puerta había sido cerrada, gris, carbón, y negro. Un extraño sueño, ¿no?

Cuando todo hubo concluido, permanecí en la torre por una semana, tal como se esperaba de mí. Ayunaba, y mis pensamientos eran solo míos. Durante aquella semana, me llegó un mensaje de la Unidad de Registro Central, vía Tierralibre. No lo leí hasta el último día, y cuando lo hice supe que Illyria era actualmente propiedad de la Compañía de Desarrollo Verde.

Antes de finalizar el día había podido confirmar desde allí que la Compañía de Desarrollo Verde pertenecía a Verdvertharl, originario de Dilpei, ex estudiante de Delgren de Dilpei que era portador del Nombre Clice, de Cuya Boca Surgen los arco iris. Llamé a Delgren y le pedí para vernos el día siguiente por la tarde. Luego finalicé mi ayuno y dormí durante largo, largo tiempo. No hubo ningún sueño que pueda recordar.

Malisti no había descubierto nada ni a nadie en Driscoll. Delgren de Dilpei me fue de muy poca ayuda, ya que no había visto a su antiguo pupilo hacía siglos. Dio a entender que estaba planeando una sorpresa para Verdver si alguna vez este regresaba a Megapei. Me pregunté si sus sentimientos y sus planes serían recíprocos.

Pero todo aquello eran cosas que no me importaban. Mi tiempo en Megapei había llegado a su fin.

Lancé la Modelo T hacia el cielo y la aceleré hasta que espacio y tiempo dejaron de ser espacio y tiempo. Entonces proseguí.

Anestesié el dedo medio de mi mano izquierda y lo abrí para implantar un cristal de láser y un circuito piezoeléctrico, cerré la incisión, y vendé la mano durante cuatro horas con una venda regeneradora. No quedó ninguna cicatriz. Sentiría una fuerte quemadura y perdería un trozo de piel si tenía que usarlo, pero si extendía aquel dedo, cerraba los demás y giraba mi mano con la palma hacia arriba, el rayo emitido era capaz de atravesar un bloque de granito de sesenta centímetros de grueso. Empaqueté algunas raciones, un botiquín y las raíces de glitten en una mochila ligera, que situé cerca de la compuerta. No iba a necesitar brújula ni mapas, por supuesto, pero era aconsejable llevar algunos fósforos, una hoja de plástico, una linterna manual y unas gafas de visión nocturna. Lo preparé todo, repasando atentamente mis planes.

Decidí no descender en la Modelo T, sino dejarla en órbita y utilizar un trineo antig. Calculaba que estaría una semana illyriana en la superficie. Así que dejé instrucciones a la T para que descendiera finalizado este tiempo y se situara sobre el más potente de los nódulos energéticos… y que a partir de entonces regresara cada día al mismo lugar.

Dormí. Comí. Esperé. Odié.

Entonces un día llegó un sonido zumbante, que luego se convirtió en un plañido. Luego silencio. Las estrellas caían como una lluvia de pedrisco, luego se inmovilizaron con relación a mí. Directamente enfrente, una empezó a brillar con más fuerza que las demás.

Verifiqué la posición de Illyria y me dirigí hacia el lugar de mi cita.

Un par de vidas o de días más tarde, lo contemplé: un pequeño mundo verde ópalo, con brillantes mares e incontables bahías, calas, lagos y fiordos; una lujuriante vegetación en los tres continentes tropicales, frescos bosques y numerosos lagos en los cuatro continentes templados; ninguna montaña realmente alta, pero gran cantidad de colinas; nueve pequeños desiertos, para dar un poco de variedad; un río repleto de meandros, la mitad de largo que el Mississippi; un sistema de corrientes oceánicas del cual estaba realmente orgulloso; y una cadena de montañas de ochocientos kilómetros de largo que había erigido entre dos continentes, tan solo debido a que los geólogos odian esto tanto como lo adoran los antropólogos. Observé un sistema tormentoso desarrollarse cerca del ecuador, avanzar hacia el norte, dispersar su carga sobre el océano. Una tras otra, a medida que me acercaba, sus tres lunas. —Flopsus, Mopsus y Kattontallus— eclipsaron parcialmente el planeta.

Situé la Modelo T en una enorme órbita elíptica, más allá de la luna más alejada; y, esperaba, más allá también del alcance de cualquier sistema de detección. Luego trabajé en la resolución del problema de los descensos… primero el mío, y luego los de la propia nave.

Luego controlé mi posición, conecté una alarma para que me despertara, y me eché a dormir.

Cuando desperté, hice una visita al lavabo, comprobé el funcionamiento del trineo, revisé mi equipo. Tomé un baño ultrasónico y me vestí con una camisa y un pantalón negros de un tejido sintético que repele el agua y cuyo nombre nunca consigo recordar, pese a que es fabricado por una de mis compañías. Luego me puse lo que yo llamo botas de combate, aunque todo el mundo las llama actualmente botas de excursión, y metí dentro de ellas los bajos de mis pantalones. Luego le tocó el turno a un cinturón de piel suave, cuyas dos hebillas podían servir de empuñadura al hilo de estrangular que se hallaba disimulado en la costura central. Sujeté una pistolera al lado derecho, donde metí una pistola láser, y anclé en la parte de la espalda una hilera de pequeñas granadas. Me coloqué al cuello un colgante, con una bomba en miniatura en su interior, y en mi muñeca derecha sujeté un reloj ajustado al tiempo de Illyria y provisto de un spray de gas paralizante que actuaba cuando se movían manualmente las agujas hasta la posición de las nueve en punto. Un pañuelo, un peine y los restos de una pata de conejo con más de mil años de antigüedad fueron a parar a mis bolsillos. Estaba listo.

Pero tenía que esperar aún. Pensaba descender de noche, moviéndome como algo que cae naturalmente del cielo, sobre el continente Splendida, de tal modo que tomara contacto con el suelo no más cerca de cien kilómetros y no mas lejos de trescientos de mi destino.

Sujeté la mochila a mi hombro, fumé un cigarrillo, y me dirigí hacia el compartimiento del trineo. Me metí en el habitáculo en forma de semiburbuja, lo sellé sobre mí, sentí un ligero chorro de aire justo encima de mi cabeza, una pequeña oleada de calor justo debajo de mis pies. Pulsé el botón que ponía en funcionamiento el trineo.

La compuerta exterior se abrió, y contemplé el creciente de luna en que se había convertido mi planeta. La T me soltaría en el momento adecuado; el trineo se pondría en marcha cuando fuera necesario. Yo tan solo tendría que controlar el planeo una vez hubiéramos entrado en la atmósfera. Debido a los elementos antig a bordo, el trineo y yo no pesábamos más que unos pocos kilos. Poseía timones, alerones, estabilizadores; y también velas y paracaídas. Era menos un planeador que un velero para ser usado en un océano de tres dimensiones. Y yo esperaba en él y contemplaba como el oleaje de la noche cubría al día sobre Illyria. Mopsus apareció en mi campo de visión; Kattontallus desapareció de él. Mi tobillo derecho empezó a picarme.

Mientras lo rascaba, una luz azul se encendió sobre mi cabeza. Sujeté mi cinturón de seguridad. La luz azul se apagó, y se encendió una roja.

Mientras me relajaba, sonó el zumbador y la luz roja se apagó, y sentí como la coz de una mula en el trasero, y luego las estrellas estuvieron a todo mi alrededor, la oscura Illyria a mis pies, y ninguna compuerta por donde mirar.

Luego empecé a derivar, no hacia abajo sino hacia adelante. No cayendo sino tan solo moviéndome, e incluso era una sensación indetectable si cerraba los ojos. El mundo era un pozo, un negro agujero. Crecía lentamente. El calor había llenado la cápsula, y los únicos sonidos audibles eran el latir de mi corazón, mi respiración, el chorro del renovador de aire.

Cuando giré mi cabeza, ya no pude ver a la Modelo T. Bien.

Hacía años que no había utilizado un trineo antig para otros propósitos que no fueran de diversión. Y cada vez que lo hacía, como ahora, mi mente retrocedía hasta un cielo con los primeros temblores del alba, y el rugido del mar, y el olor acre del sudor, y el regusto amargo de la dramamina en mi garganta, y el crepitar del fuego de la artillería en el momento en que los primeros vehículos de desembarco embarrancaban en la playa. Entonces, como ahora, me secaba las palmas en las rodillas, rebuscaba en mi bolsillo lateral izquierdo y palpaba la pata de conejo que llevaba allí. Era divertido. Mi hermano también tenía una. Hubiera disfrutado con un trineo anti-g. Siempre le habían gustado los aviones, los planeadores y los barcos. Siempre le había gustado el ski náutico y el escafandrismo y las acrobacias y las acrobacias… y era por ello por lo que se había alistado en la Aviación, y era probablemente también por ello por lo que le dieron de lleno. Uno no puede esperar mucho de una asquerosa pata de conejo.

Las estrellas empezaron a brillar como el amor de Dios, frías y distantes, tan pronto como bajé el filtro de la burbuja para bloquear la luz del sol. Sin embargo, Mopsus seguía capturando la luz y enviándola al fondo del pozo. Ocupaba la órbita media. Flopsus estaba más cerca del planeta, pero en aquel momento estaba justamente en el otro lado. Generalmente originaban mares tranquilos, pero cada veinte años aproximadamente creaban un magnífico espectáculo de mareas cuando las tres entraban en conjunción. Islas de coral aparecían entonces en repentinos desiertos púrpura y naranja, cuando las aguas se retiraban, se elevaban, se convertían en verdes montañas, se movían a todo alrededor del mundo; y piedras y osamentas y peces y restos diversos se amontonaban como las huellas de Proteo, y luego venían los vientos, y los cambios de temperatura, y las inversiones, las llanuras de nubes, las catedrales en el cielo; y entonces llegaban las lluvias, y las montañas líquidas se derramaban sobre el suelo, y las hechizadas ciudades se desmoronaban y las mágicas islas regresaban a las profundidades, y Proteo, Dios sabe dónde, estallaba en una risotada que era como un trueno, mientras cada brillante relámpago del tridente de Neptuno calentado al rojo blanco descendía, crepitaba, descendía, crepitaba. Y uno tenía que frotarse los ojos.

Ahora Illyria era como un rayo de luna sobre un tejido vaporoso. En alguna parte, muy pronto, una criatura felina se desperezaría en su sueño. Se despertaría, tensaría sus músculos, se levantaría, y partiría de caza. Tras un cierto tiempo, miraría por un momento al cielo, a la luna y más allá de la luna. Entonces un murmullo recorrería los valles, y las hojas se agitarían en los árboles. Todos ellos sentirían mi llegada. Nacidos de mi sistema nervioso, fraccionados de mi propio ADN, modelados en su célula inicial por el único poder de mi mente, sentirían mi llegada, todos ellos. Una anticipación… Sí, hijos míos, estoy llegando. Porque Belion se ha atrevido a andar entre vosotros

Descendía.

Si tan solo se hubiera tratado de un hombre, allá en Illyria, esperando a por mí, la cosa hubiera sido fácil. Pero tal como era, sabía que mis armamentos eran tan solo un cebo. Si se hubiera tratado tan solo de un hombre, ni siquiera me hubiera preparado. Pero Verde Verde no era un hombre; no era ni siquiera un pei’ano… lo cual ya sería temible de por sí. Era mucho más que uno y otro.

Portaba un Nombre, aunque impropiamente; y los portadores de Nombre pueden influenciar sobre todas las cosas vivas, incluso los elementos que los rodean, cuando se funden con la sombra que yace tras el Nombre. No estoy haciendo teología. He oído algunas explicaciones más o menos científicas respecto a ello, si uno quiere admitir la mezcla de una esquizofrenia voluntaria con un complejo de dios y facultades extrasensoriales. Mézclese a ello el número de años de entrenamiento que necesita un creador de mundos, y el número de candidatos que fracasan, y el cuadro queda completo.

Sabía que lo que me disgustaba de Verde Verde era que hubiera escogido mi mundo para la confrontación. Ignoraba lo que había hecho a su alrededor, y esto me preocupaba. ¿Qué cambios había efectuado? Había elegido el cebo perfecto. ¿Cuan perfecta era la trampa? ¿Qué ventaja tenía sobre mí? De todos modos, él no podía estar tampoco seguro de nada, no contra otro Nombre. Como tampoco podía estarlo yo.

¿Han asistido ustedes alguna vez al combate de dos betta splendens, los peces luchadores de Siam? No es como la lucha de gallos o el combate de dos perros o el duelo de la cobra y la mangosta, o cualquier otra cosa que se pueda poner como ejemplo. Es algo único en el mundo. Colocas a dos machos en la misma pecera. Se mueven rápidamente, desplegando sus brillantes aletas como sombras rojas, azules, verdes, expandiendo sus membranas branquiales. Así dan la sensación de que su tamaño aumenta bruscamente. Entonces se acercan el uno al otro lentamente, permanecen lado a lado durante quizá un cuarto de minuto, derivando. Luego, de repente, se mueven, tan rápidos que el ojo no puede captar lo que ha ocurrido. Luego, lenta y apaciblemente, siguen derivando de nuevo. Luego de nuevo el coloreado aletear. Luego el derivar. Luego el movimiento. Y así sucesivamente. Las coloreadas aletas son engañosas. Parece que no ocurra nada. Pero al cabo de un tiempo, un halo rojizo rodea a los dos contendientes. Otro movimiento agitado. Luego lentos. Entonces uno se da cuenta de que sus mandíbulas están encajadas la una en la otra. Pasa un minuto, quizá dos. Entonces uno de los peces abre sus mandíbulas y se aleja agitando sus aletas. El otro sigue derivando.

Así es como veía lo que iba a suceder.

Rebasé la luna, y la oscura masa del planeta que crecía ante mí me ocultó las estrellas. A medida que me acercaba, mi descenso iba haciéndose más lento. Los instrumentos bajo el casco fueron activados, y cuando finalmente entré en la parte superior de la atmósfera estaba planeando suavemente. La luz de la luna reflejándose en los cientos de lagos daba la impresión de monedas en el fondo de una oscura piscina.

Busqué señales de luz artificial, no detecté ninguna. Flopsus apareció sobre el horizonte, añadiendo su luz a la de su hermana. Tras quizá media hora, empecé a distinguir los rasgos más sobresalientes del continente. Los combiné con mis recuerdos y mi instinto, y empecé a orientar el trineo.

Como una hoja cayendo en un día tranquilo, girando y remolineando, descendí al suelo. El lago llamado Acheron, donde se halla la Isla de los Muertos, estaba, calculé, a unos mil kilómetros hacia el noroeste.

Lejos por encima mío aparecieron nubes. Pasé por debajo de ellas y desaparecieron. Perdí muy poca altitud durante la siguiente media hora, y recorrí quizá sesenta y cinco kilómetros en dirección a mi destino. Me pregunté qué artilugios de detección estarían funcionando debajo de mí.

Los vientos altos me atraparon, y luché contra ellos durante un tiempo; finalmente, decidí descender varios cientos de metros para escapar de ellos.

Durante varias horas seguí mi camino, regularmente, en dirección al norte y al oeste. A unos dieciséismil metros de altitud, estaba todavía a seiscientos kilómetros de mi destino. Me pregunté qué artilugios de detección estarían funcionando debajo de mí.

Durante la siguiente hora, descendí seis mil metros mientras recorría cien kilómetros. Las cosas parecían ir estupendamente.

Finalmente, los primeros resplandores del alba surgieron por el este, y aceleré para alejarme de ella. Mi velocidad se incrementó. Era como descender en el interior de un océano, pasando de las aguas claras a las oscuras.

Pero la luz me siguió. Durante un tiempo seguí acelerando. Pasé a través de un banco de nubes, calculé mi posición, seguí descendiendo. ¿Cuántos kilómetros faltaban para el Acheron?

Trescientos, quizá.

La luz me alcanzó, me rebasó, siguió su camino.

Descendí a cuatro mil metros, avanzando sesenta y cinco kilómetros. Desactivé algunos mandos.

Estaba planeando a mil metros cuando empezó a salir el sol.

Proseguí mi camino durante diez minutos, planeando, luego vi un lugar despejado y me dispuse a aterrizar.

El sol iba surgiendo por el este, y yo debía estar a mil quinientos metros del Acheron, más o menos. Abrí la burbuja, pulsé el mando de autodestrucción, salté al suelo y eché a correr.

Un minuto más tarde el trineo crujió y se desmoronó sobre sí mismo, empezando a desintegrarse. Frené mi carrera, recuperé el aliento, y me dirigí en línea recta hacia el lugar donde empezaba el bosque.