Lewis Briggs y yo nos contemplamos mutuamente por encima de la masa que ocupábamos y de los restos de la cena. Sus papeles de identificación me informaban que se trataba de un agente del Departamento Central de Inteligencia de la Tierra. Tenía la apariencia de un mono afeitado. Era un tipo pequeño y enjuto con una mirada perpetuamente inquisitiva, y parecía como si hubiera rebasado ya la edad de la jubilación. Se había aturrullado un poco cuando se presentó ante mí, pero la comida parecía haberlo relajado algo, y ahora se le veía un poco más tranquilo.
—Ha sido una cena muy agradable, señor Sandow —reconoció—. Ahora, si es posible, me gustaría discutir el asunto que me ha traído hasta aquí.
—Entonces vayamos fuera, donde podremos tomar un poco de aire fresco mientras hablamos.
Salimos, llevándonos nuestras bebidas con nosotros, y llamé al ascensor.
Cinco minutos más tarde nos abría sus puertas al jardín del tejado, e hice un gesto hacia un par de poltronas situadas junto a un castaño.
—¿Qué le parece aquí? —pregunté. Asintió y se sentó. Una fresca brisa nos llegó procedente del crepúsculo, y la aspiramos placenteramente por unos instantes.
—Es impresionante —dijo, mirando al jardín en sombras a su alrededor— la forma como satisface usted todos sus caprichos.
—Este capricho en particular sobre el que estamos relajados —dije— es un camuflaje que hace que este lugar sea virtualmente indetectable para todos los ingenios de reconocimiento aéreo.
—Oh, nunca se me hubiera ocurrido.
Le ofrecí un cigarro, que rechazó. Así que encendí uno para mí y le pregunté:
—¿Qué es lo que desea de mí?
—¿Aceptaría usted acompañarme a la Tierra y hablar con mi jefe? —preguntó.
—No —dije—. He respondido a esta pregunta al menos una docena de veces en otras tantas cartas. La Tierra irrita mis nervios, me vuelve enfermo en la actualidad. Es por eso por lo que vivo fuera de ella. La Tierra está superpoblada, es burocrática, malsana, y sufre en demasía de psicosis de masas. Cualquier cosa que desee decirme su jefe me la puede decir usted en su lugar; yo se la responderé, y usted puede retransmitirle a él mi respuesta.
—Normalmente —dijo—, esos asuntos son tratados a nivel de División.
—Lo siento —respondí—, pero puedo enviar un espaciograma cifrado desde aquí, si eso ha de solucionar las cosas.
—La respuesta le costaría demasiado al Departamento —dijo él—. Nuestro presupuesto, ya sabe.
—¡Cristo, pagaré la respuesta entonces! Cualquier cosa con tal de parar ese continuo ir y venir de correo.
—¡Dios! ¡No! —un tono de pánico colgó de sus palabras—. ¡Nunca se ha hecho nada así antes, y las horas de trabajo que acarrearía el determinar el montante de los gastos que deberían cargársele haría su coste también prohibitivo!
Interiormente lloré por ti, mi Madre Tierra, y por los prodigios que en ti se habían visto realizados. Un gobierno nace, florece, fortifica su nacionalismo y ensancha sus fronteras, y entonces comienza el tiempo de la solidificación, la división del trabajo en especializaciones, la subdivisión de responsabilidades, las cadenas de mando, sí, y Max Weber habló de esto. Vio la burocracia en la necesaria evolución de todas las instituciones, y vio que era buena. Vio que era necesaria y buena. Necesaria quizá, poniendo una coma tras esa palabra y añadiéndole luego «Dios» y un signo de admiración. Ya que llega un tiempo en la historia de todas las burocracias en el que estas deben parodiar inevitablemente sus propias funciones. Vean lo que le hizo la desintegración de la gran maquinaria austro-húngara al pobre Kafka, o lo que le hizo la rusa a Gogol. Hizo que sus mentes salieran de sus capullos de algodón, pobres diablos, y ahora yo estaba mirando a un hombre que había sobrevivido a algo infinitamente más inescrutable sin que la duración de sus días se hubiera visto recortada. Aquello me indicaba que su coeficiente de inteligencia estaba ligeramente por debajo de la media, que estaba emocionalmente impedido, inseguro, o dudoso moralmente; a menos que fuera un masoquista a ultranza. Ya que esas neutras máquinas, que combinan lo que hay de peor en la imagen del padre y la imagen de la madre —por ejemplo, la seguridad del seno materno y la autoridad de un omnisciente líder— son el polo de atracción soñado por los débiles. Y es por eso, Madre Tierra, que lloré interiormente por ti en aquel momento de la inmensa parada que llamamos Tiempo: los payasos estaban pasando, y todos saben que algunas veces, en su interior, sus corazones están rotos.
—Entonces dígame lo que desea de mí y le responderé —dije.
Buscó en uno de sus bolsillos interiores y extrajo un sobre lacrado con varios sellos de seguridad, que me tendió sin que yo le prestara una excesiva atención.
—Si usted no aceptaba acompañarme de vuelta a la Tierra, tenía instrucciones de entregarle esto.
—Y si hubiera aceptado ir, ¿qué hubiera hecho con ello?
—Se lo hubiera devuelto a mi jefe.
—¿Para que pudiera dármelo él personalmente?
—Es probable —dijo. Lo abrí, y extraje una simple hoja de papel.
La miré de cerca bajo la débil luz. Era una lista de seis nombres. Conseguí mantener el control de mi rostro mientras los leía.
Todos ellos eran nombres de personas a quienes había amado u odiado, y cada uno de ellos se hallaba, en algún lugar, reposando bajo una losa funeraria.
Y todos ellos habían figurado también recientemente en primer plano de una fotografía que había llegado hasta mí.
Exhalé una bocanada de humo, doblé de nuevo la lista, la volví a meter en el sobre, y lo dejé sobre la mesilla junto a nosotros.
—¿Qué es lo que significa esto? —pregunté, tras un cierto tiempo.
—Todos ellos están potencialmente vivos —dijo—. Le pido que destruya la lista tan pronto como le sea posible.
—De acuerdo —dije. Y—: ¿Por qué están potencialmente vivos?
—Porque sus Cintas de Retorno han sido robadas.
—¿Cómo?
—No lo sabemos.
—¿Por quién?
—Tampoco lo sabemos.
—¿Y ha venido usted hasta mí…?
—Porque usted es el único lazo que las une. Usted conocía a todas esas personas… las conocía muy bien.
Mi primera reacción había sido de incredulidad, pero la disimulé y no dije nada. Las Cintas de Retorno son lo único del universo que siempre he considerado inviolable e inaccesible durante los treinta días de su existencia… a los que sigue su desaparición definitiva. En una ocasión intenté apoderarme de una, y fracasé. Sus guardianes son incorruptibles, y sus bóvedas impenetrables.
Esta es en parte otra razón por la que ya casi no visito la Tierra. No me gusta la idea de llevar una Placa de Retorno, aunque sea temporalmente. Las gentes nacida allí llevan una implantada a su nacimiento, y la ley les ordena que la lleven durante todo el tiempo que permanezcan en la Tierra. Las personas que se instalan en la Tierra con ánimos de residir en ella son requeridos a implantarse una. E incluso los visitantes deben llevar una de ellas durante toda la duración de su estancia.
Su acción se basa en proporcionar la matriz electromagnética del sistema nervioso. Registran el cambiante esquema de cada individualidad, y cada una de ellas es tan única como las huellas dactilares. Su función consiste en transmitir este esquema final en el momento de la muerte. La muerte es el disparador, la bala es la psique, y el blanco es una máquina. Una enorme máquina, cuyo cometido es recoger esta transmisión y grabarla en una cinta que uno puede cobijar en la palma de su mano… todo lo que un hombre ha sido o ha deseado ser, condensado en un peso de menos de treinta gramos. Tras treinta días, la cinta es destruida. Eso es todo.
En un pequeño y clasificado número de casos, sin embargo, a lo largo de los últimos siglos, eso no se ha producido. El propósito de tan extraña y costosa estructura es este: hay algunos individuos que, muriendo repentinamente en el planeta Tierra, en puntos cruciales de sus significativas vidas, abandonan este valle de lágrimas con informaciones vitales para la economía/tecnología/intereses nacionales de la Tierra. Todo el Sistema de Retorno está ahí con el propósito de recuperar tales datos. Aunque, pese a todo, la máquina no es lo suficientemente sofisticada como para extraer su información de la matriz registrada. Es por ello por lo que cada portador de la Placa posee un cultivo crionizado de su propio tejido en algún lugar. Este cultivo está ligado a la banda, y se mantiene durante los treinta días siguiente a la muerte, y ambos son normalmente destruidos al mismo tiempo. Cuando se hace necesario un Retorno, se crea un nuevo cuerpo completo a partir del cultivo, en un TCA (Tanque de Crecimiento Acelerado), y ese cuerpo duplica el original en todos sus aspectos, excepto que su cerebro está en blanco. En aquella masa virgen se sobreimpresiona entonces la matriz grabada, de modo que el individuo retornado posee cada uno de los pensamientos y recuerdos que existían en el original en el momento de su muerte. Entonces se halla en situación de proporcionar la información que el Congreso Mundial en pleno ha decidido que era lo suficientemente importante como para autorizar el Retorno. Una férrea instalación de seguridad protege todo el sistema, que se halla alojado en una fortaleza de medio kilómetro cuadrado de extensión en Dallas.
—¿Piensa usted que he sido yo quien ha robado las cintas? —pregunté.
Cruzó y descruzó las piernas, sin mirarme.
—Admitirá usted que tras todo ello hay un plan, y que de alguna manera parece estar relacionado con usted.
—Sí. Pero no he sido yo.
—Admitirá usted que en cierta ocasión fue investigado y acusado de intento de soborno a un oficial del gobierno con vistas a obtener la cinta de su primera mujer, Katherine.
—No tengo por qué negarlo, puesto que el asunto fue del dominio público. Pero el caso fue sobreseído —dije.
—Cierto… porque usted podía permitirse el lujo de no importarle una mala publicidad y pagar los mejores abogados, y no había tenido éxito en obtener la cinta, de todos modos. Pero la cinta fue robada pese a todo, y no fue hasta años más tarde que descubrimos que no había sido destruida en la fecha prevista. No hay ninguna forma de probar nada contra usted, ni obtener jurisdicción sobre el lugar donde está residiendo ahora. Y no hay ningún otro medio de alcanzarle.
Sonreí ante el énfasis en la palabra «alcanzarle». Yo también poseía mi red de seguridad.
—¿Y qué piensa usted que puedo haber hecho con la cinta, si realmente la he conseguido?
—Es usted un hombre rico, señor Sandow… uno de los pocos que puede poseer medios para duplicar la maquinaria necesaria para el Retorno. Y su formación…
—Admito que en un tiempo todo esto pasó por mi mente. Desgraciadamente, no conseguí la cinta, así que mis intenciones no pudieron llegar a realizarse nunca.
—Entonces, ¿cómo explica usted los otros robos? Se escalonan a lo largo de varios siglos, y siempre involucran a amigos o enemigos suyos.
—No tengo nada que explicar —dije—, porque no le debo a usted ninguna explicación de nada de lo que hago. Pero sí puedo decirle esto: yo no soy el autor. No tengo las cintas, nunca las he tenido. Hasta ahora no tenía la menor idea de que hubieran desaparecido.
¡Pero buen Dios, habían sido robadas las seis!
—Aceptando por el momento que lo que dice usted sea cierto —observó—, ¿puede darnos alguna pista acerca de quién puede tener el suficiente interés en esas personas como para llegar a tales extremos?
—No —dije, viendo con mi mente la Isla de los Muertos, y sabiendo lo que iba a descubrir allí.
—Debo hacerle notar —dijo Briggs—, que no cerraremos el caso hasta que hayamos aclarado todos los extremos y el uso que se ha dado a las cintas.
—Entiendo —dije—. ¿Puede usted decirme cuántos casos sin cerrar tienen ustedes ahora?
—El número es lo menos importante —dijo—. Es el principio lo que importa. Nunca los cerraremos.
—Oí decir que tenían bastantes de ellos —dije—, y que algunos empezaban a oler ya bastante mal.
—¿Así, se niega usted a cooperar?
—No «me niego». No puedo. No tengo nada que pueda ofrecerle.
—¿Y no regresará a la Tierra conmigo?
—¿Para oír a su jefe repetir todo lo que usted acaba de decirme? No, gracias. Lo siento. Dígale que le ayudaría si pudiera, pero que no veo la forma.
—De acuerdo. Creo que me iré. Gracias por la cena.
Se levantó.
—Puede quedarse aquí esta noche —le dije—, y dormir decentemente en una confortable cama antes de irse.
Agitó la cabeza.
—Gracias, pero no me es posible. Me pagan por días, y debo presentar una relación detallada de todo el tiempo que dedico a mi trabajo.
—¿Y cómo lo hacen para calcular los días cuando viaja usted por el subespacio?
—Oh, es complicado —dijo.
Así que esperé el correo. Es una enorme máquina que recoge los mensajes transmitidos con destino a Tierralibre y los convierte en cartas y los entrega al S.& A., que las clasifica y las remite a mi cesta de recepción. Mientras esperaba, hice mis preparativos para la visita a Illyria. Acompañé a Briggs sin abandonarlo ni un segundo en su camino de regreso a la nave, contemplé como penetraba en el aparato, y supervisé su partida desde mi propio sistema de control. Supuse que debería verle algún día, a él o a su jefe, si conseguía descubrir lo que había ocurrido realmente y me decidía a divulgarlo. Era obvio que quien deseaba que yo acudiera a Illyria no lo hacía con el propósito de organizar una reunión amistosa en mi honor. Es por ello que mis preparativos tenían en cuenta muy especialmente la elección de armas. Mientras escogía de entre las más pequeñas y más mortíferas de mi arsenal, no dejaba de pensar en las Cintas de Retorno.
Biggs estaba en lo cierto, por supuesto. Solo un hombre muy rico podía atreverse a duplicar el costosísimo equipo de Retorno de Dallas. Sin tener en cuenta que sería necesario realizar también labor de investigación, ya que algunas de las técnicas empleadas estaban codificadas como secreto. Busqué candidatos entre mis competidores. ¿Douglas? No. Me odiaba, pero nunca hubiera pensado en un plan tan elaborado para incordiarme si alguna vez decidía que valía la pena hacerlo. ¿Krellson? Lo hubiera hecho de serle posible, pero yo lo vigilaba tan de cerca que estaba seguro de que no había tenido ninguna oportunidad de emprender algo de tal magnitud. ¿Dama Quoil de Rigel? Era virtualmente senil. Sus hijas, que controlaban ahora el imperio, no tendrían el humor de emprender una tan costosa acción como venganza, estaba seguro de ello. ¿Quién, entonces?
Rebusqué en mis archivos, y no encontré ninguna transacción reciente. Así que envié un espaciograma a la Unidad de Registro Central de aquel distrito estelar. Antes de que me llegara la respuesta, sin embargo, recibí la contestación de Marling a mi mensaje desde Driscoll.
«Ven inmediatamente a Megapei», decía, y eso era todo. Ninguna de las fiorituras formales características del estilo de escritura pei’ana estaban presentes. Solo aquella simple y escueta orden. Rezumaba urgencia por todas partes. O Marling estaba peor de lo que había sospechado, o mi pregunta había descorrido el velo de algo grande.
Lo arreglé todo para que el mensaje de la URC me fuera transmitido a Megapei, Megapei, Megapei, y partí inmediatamente.